la gente de smiley john le carre

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Amanece en Londres, GeorgeSmiley, antiguo director de Circus,un grupo selecto de espías delServicio Secreto británico, selevanta de su solitaria cama dejubilado con la noticia del asesinatode uno de sus antiguos agentes.Obligado a volver al servicio activo,Smiley irá contactando con el restode los miembros de Circus -desconocidos en tierra de nadie- através de París, Londres, Alemaniay Suiza para preparar el inevitableduelo final en el Berlín de la GuerraFría, con su entorno enemigo, el

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agente del KGB, Karla.

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John Le Carré

La gente deSmiley

ePUB v1.0Joselín. 17.01.12

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Titulo original: Smiley's PeopleFecha: 1979Traducción: Horacio González Trejo

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Para mis hijos Simon, Stephen,Timothy y Nicholas, con amor.

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1Dos acontecimientos, aparentemente

sin conexión entre sí, precedieron a lareaparición de George Smiley de suambiguo retiro. El primero de ellos tuvolugar en París, durante el caluroso mesde agosto, cuando tradicionalmente losparisinos abandonan su ciudad al solsofocante y a los autocares llenos deturistas.

Un día de agosto —el cuarto, a lasdoce en punto para ser exactos, ya que elreloj de una iglesia dio las campanadasinmediatamente después de que sonara

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la sirena de una fábrica—, en unquartier últimamente conocido por sudensa población de emigrados rusospobres, una mujer rechoncha dealrededor de cincuenta años, quellevaba la cesta de la compra, salió dela oscuridad de un viejo almacén y echóa andar por la acera hacia la parada delautobús, con su energía y decisiónacostumbradas. La estrecha calle gris,habitada por montones de gatos, contabacon un par de pequeños hôtels de passe.Por algún motivo, era un sitio desingular quietud. El almacén, uncomercio de artículos perecederos,permanecía abierto durante las

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vacaciones. El calor, mezclado con loshumos de los escapes que la escasabrisa no disipaba, se elevó hasta ellacomo el que surge del hueco de unascensor, pero sus rasgos eslavos noreflejaron la menor incomodidad porello. Su físico y su vestimenta no eranadecuados para realizar esfuerzos en undía bochornoso, ya que era de bajaestatura y gorda, de modo que sebamboleaba un poco al avanzar. Suvestido negro, de eclesiástica sobriedad,carecía de cinturón y de cualquier otroadorno salvo un toque de encaje blancoen el cuello y una enorme cruz de metal—muy gastada pero sin valor intrínseco

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— prendida en el pecho. Sus ajadoszapatos; que al caminar echaban laspuntas de los pies hacia afuera,producían un rígido tableteo al andar. Sugastado cesto, cargado desde temprano,la inclinaba ligeramente a estribor yponía de manifiesto que estabaacostumbrada a acarrear cosas de peso.Sin embargo, había algo vivaz en ella.Llevaba recogido su pelo canoso en unmoño, pero un travieso mechón quedabasuelto y ondeaba sobre su frente al ritmode su contoneo. Una chispa de humoriluminaba sus ojos oscuros. Su boca,sobre un mentón de luchadora, parecíadispuesta a sonreír a la menor ocasión.

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Cuando llegó a la parada delautobús, dejó la bolsa de la compra enel suelo y con la mano derecha se frotóel trasero a la altura en que éste sefundía con la columna vertebral, gestoque ahora repetía a menudo a pesar deque apenas le proporcionaba alivio. Elalto taburete del almacén, en el quetrabajaba como controladora todas lasmañanas, carecía de respaldo; esta faltade apoyo acrecentaba su malestar.«¡Demonios!», murmuró refiriéndose ala parte dolorida. Después de frotarlamovió vigorosamente hacia atrás loscodos cubiertos por las mangas negras,como un viejo cuervo campestre que se

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dispone a levantar el vuelo.«¡Demonios!», repitió. Al repararsúbitamente en que la observaban, sevolvió y descubrió al hombre fornidoque se erguía a sus espaldas.

Además de la mujer, él era la únicapersona que estaba esperando y, a decirverdad, la única que en este momento seencontraba en la calle. Ella jamás lehabía dirigido la palabra, pero su rostroya le resultaba conocido: tan grande, tanvacilante, tan sudoroso. Le había vistoayer, anteayer y, por lo que sabía,también el día anterior… ¡Dios mío, noera una agenda ambulante! Durante losúltimos tres o cuatro días, ese gigante

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anodino e irritante que esperaba unautobús o rondaba la acera delante delalmacén, se había convertido para ellaen un elemento de la calle; además, enun elemento reconocible, aunque todavíano lo sabía concretamente. Pensó que élparecía traqué —acorralado—, comotantos parisinos esos días. Veía temor ensus expresiones, en su forma de andar,sin atreverse a saludar. Quizás ocurríalo mismo en todas partes: no podíasaberlo. Asimismo, más de una vezhabía sentido el interés de él por ella.Se había preguntado si no sería policía.Incluso se le había ocurridopreguntárselo, ya que era capaz de

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semejante audacia. La lúgubre siluetadel hombre sugería que era policía, lomismo que el traje sudado y la superfluagabardina que colgaba de su brazo comouna prenda de un viejo uniforme. Siestaba en lo cierto, si él era policía,entonces —¡ya era hora!— los idiotasfinalmente estaban haciendo algo conrespecto al incremento de raterías quedesde hacía meses habían convertido enuna Babel su control de existencias.

Hacía rato que el desconocido laobservaba. Y seguía observándola.

—Tengo la desgracia de padecerdolores de espalda, monsieur —leconfesó por último, con su francés lento

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y de pronunciación clásica—. Miespalda no es grande pero el dolor esdesproporcionado. ¿Acaso es ustedmédico? ¿Osteópata, quizá?

Levantó la vista para mirarle y sepreguntó si el enfermo no sería él y subroma, en consecuencia, inoportuna. Unbrillo oleoso se delataba en sumandíbula y su cuello, y sus ojos miopesy claros denotaban un ciegoensimismamiento. El hombre parecíamirar más allá de ella, contemplar algúnproblema personal. Se lo preguntaría:

¿Está enamorado, monsieur? ¿Sumujer le engaña? Pensaba realmentellevarlo a un café para beber un vaso de

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agua o una tisane cuando él se apartóbruscamente de ella, miró hacia atrás yluego por encima de la cabeza de lamujer hacia la acera de enfrente. En esemomento se le ocurrió que él estabaasustado, no sólo traqué sino muerto demiedo; al fin y al cabo, quizá no fuesepolicía sino ladrón… pues como ellasabía muy bien, a menudo la diferenciaera insignificante.

—¿Se llama usted MaríaAndreyevna Ostrakova? —inquiriósúbitamente, como si la pregunta lellenara de temor.

Hablaba en francés, pero ella se diocuenta de que no era su lengua materna,

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como tampoco era la suya, y la correctapronunciación de su nombre,patronímico incluido, ya la había puestosobre aviso con respecto al origen delhombre. La mujer reconoció deinmediato el acento y la conformaciónde la lengua que lo producía, ydemasiado tarde identificó también —con considerable sobresalto interior—el tipo al que él pertenecía y que hastaese momento no había logrado detectar.

—Si así fuera, ¿quién demonios esusted? —preguntó a modo de respuesta,y adelantó ceñuda la mandíbula.

Él se había acercado un paso.Repentinamente la diferencia de

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estaturas resultó absurda. Al igual que elgrado en el que las facciones del hombretraicionaban su desagradable carácter.Desde su pequeñez, Ostrakova se diocuenta tanto de su debilidad como de sutemor. Una mueca había inmovilizado elmentón húmedo de su interlocutor, quehabía apretado la boca para parecerfuerte, pero ella se dio cuenta de quesólo ocultaba una cobardía incurable. Escomo un hombre que se endurece paracumplir un acto heroico, pensóOstrakova. O un acto criminal. Se tratade un hombre al que han amputado lafacultad de actuar espontáneamente,pensó.

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—¿Nació usted en Leningrado el 8de mayo de 1927? —preguntó eldesconocido.

Posiblemente había respondido quesí. Después no estaba segura. Vio que élvolvía a humedecerse los labios. Notóque levantaba su mirada pálida yasustada y la fijaba en el autobús que seacercaba. Percibió que una decisiónrayana en el pánico le acometía y pensóque él tenía la intención de arrojarlabajo las ruedas del autobús… lo cual,con el tiempo, demostró ser casi un actode clarividencia. No hizo nada de eso,pero planteó la pregunta siguiente enruso… y con el brutal acento de la

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burocracia moscovita:—¿En 1956 fue autorizada a salir de

la Unión Soviética con el fin de atendera su esposo enfermo, el traidorOstrakov? ¿Pero, no existían tambiénotros objetivos?

—Ostrakov no fue un traidor —replicó cortante—. Era un patriota —levantó instintivamente la bolsa de lacompra y cogió con fuerza las asas.

El desconocido pasó por alto esacontradicción y agregó en voz muy alta,a fin de hacerse oír por encima delestrépito del autobús:

—¡Ostrakova, le traigo saludos desu hija Alexandra, desde Moscú, y

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también de algunos círculos oficiales!¡Deseo hablar con usted acerca de ella!¡No suba a ese vehículo! —El autobússe había detenido. El cobrador laconocía y alargó la mano para coger subolsa. El desconocido bajó la voz e hizootra terrible declaración—: Alexandratiene graves problemas que exigen laatención inmediata de una madre.

El cobrador la llamaba para quesubiese al autobús. Habló con fingidaaspereza, que era la forma que ellostenían de bromear:

—¡Vamos, mamá! ¡Hace demasiadocalor para coquetear! ¡Pásenos su bolsay partamos!

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Se oyeron risas en el interior delautobús y después alguien protestó…¡una vieja haciendo esperar a todo elmundo! La mujer sintió que la mano deldesconocido le apretabadesmañadamente el brazo, del mismomodo que un pretendiente torpe busca atientas los botones. Se liberó. Intentódecirle algo al cobrador pero no pudo;abrió la boca, pero ya no le salieron laspalabras. Lo máximo que logró fuemenear la cabeza. El cobrador volvió agritarle, agitó las manos y se encogió dehombros. Las protestas semultiplicaron… ¡una vieja perdidamenteborracha a mediodía! Ostrakova

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permaneció inmóvil y vio desaparecerel autobús mientras esperaba que suvisión se despejase y su corazón dejasede hacer locas cabriolas. Ahora soy yoquien necesita un vaso de agua, pensó.De los fuertes puedo protegerme yomisma, que Dios me proteja de losdébiles.

Cojeó pesadamente para seguirlehasta un café. Hacía exactamenteveinticinco años, se había fracturado lapierna en tres partes al resbalar sobre elcarbón en un campo de trabajosforzados. Este cuatro de agosto —lafecha no le había pasado inadvertida—,sometida a la brutal presión del mensaje

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que le había transmitido el desconocido,recordó la vieja sensación de estarlisiada.

El café era el único de la calle, si node todo París, que carecía de tocadiscosautomático y de luces de neón —y queno cerraba en agosto—, aunque contabacon máquinas tragaperras que atronabany relampagueaban de la mañana a lanoche. Por lo demás dominaba en él labarahúnda de mitad de la mañana sobrela gran política, los caballos y cualquierotro tema predilecto de los parisinos;vieron el acostumbrado trío deprostitutas que murmuraban entre ellas yun camarero joven y hosco de camisa

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manchada que les condujoinmediatamente hasta una mesa apartada,reservada con un sucio cartel deCampari. Hubo unos instantes deabsurda vulgaridad. El desconocidopidió dos cafés y el camarero protestópues a mediodía nadie reserva la mejormesa de la casa sólo para tomar café: ¡elpatrón tenía que pagar el alquiler,monsieur! Como el desconocido nocomprendió ese torrente de patois,Ostrakova tuvo que traducírselo. Eldesconocido se ruborizó y pidió dostortillas de jamón con frites y doscervezas de Alsacia, sin consultar aOstrakova. Después fue al lavabo de

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hombres para recuperar valor —alparecer, confiando en que ella no huiría— y regresó con la cara seca y el pelopajizo peinado, pero su hedor, ahora queestaban en un local cerrado, le recordó aOstrakova los metros, los tranvías y lassalas de interrogatorios de Moscú. Máselocuente que cualquier cosa quepudiese haberle dicho, el breve paseodesde el lavabo de hombres hasta lamesa la convenció de lo que ya temía:era uno de ellos. El pavoneo contenido,el embrutecimiento deliberado de lasfacciones, la pesada forma con queapoyó los brazos sobre la mesa y, confingida desgana, se sirvió una rebanada

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de pan de la cesta como si hundiese unapluma en el tintero… revivieron suspeores recuerdos, su vida de mujercaída en desgracia bajo la férula de lamaligna burocracia moscovita.

—Bien —dijo él y cortó un trozo depan para cobrar fuerzas. Eligió un trozocon corteza. Con sus manos, podríahaberla aplastado en un segundo, peroprefirió desmigajarla pulcramente conlas yemas de sus gruesos dedos, como sifuese el modo oficial de comer.Mientras mordisqueaba el trozo de pan,alzó las cejas y pareció compadecersede sí mismo, yo, un desconocido, en estatierra extraña. Finalmente preguntó—:

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¿Saben aquí que usted ha llevado unavida inmoral en Rusia? Quizás en unaciudad llena de prostitutas eso no lespreocupa.

Ostrakova tenía la respuesta en lapunta de la lengua: Mi vida en Rusia nofue inmoral. Lo inmoral era vuestrosistema.

Pero no pronunció esas palabras,sino que guardó un rígido silencio.Ostrakova se había jurado contener sulengua afilada y su vivo temperamento yahora se obligó a cumplir físicamentecon esa promesa al pellizcar, por debajode la mesa, la parte interior y más suavede su muñeca a través de la manga

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haciendo una presión firme y sostenida,exactamente como había hecho cienveces con anterioridad, en los viejostiempos, cuando esos interrogatoriosformaban parte de su vida cotidiana:¿Cuándo fue la última vez que tuvonoticias de su marido, el traidorOstrakov? ¡Nombre a todas las personascon las que se ha relacionado a lo largode los últimos tres meses! La amargaexperiencia también le había enseñadolas demás lecciones del interrogatorio.Una parte de su ser las ensayaba en esemismo instante y, aunque en términoshistóricos pertenecían a una generaciónanterior, ahora le parecían tan claras

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como el día anterior e igualmentevitales: no responder a la violencia conviolencia, no dejarse provocar jamás, nodar detalles nunca, no mostrarseingeniosa, superior ni intelectual, nodejarse desviar por la furia, ni ladesesperación, ni por una súbita oleadade esperanzas que una preguntaocasional pudiera suscitar. Responder ala estupidez con estupidez y a la rutinacon rutina. Y sólo en lo profundo, en lomás profundo, preservar los dossecretos que harían soportables todaslas humillaciones: su odio hacia ellos ysu esperanza de que algún día, despuésde que infinitas gotas de agua cayeran

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sobre la piedra, los desgastaría ymediante un milagro de sus propiosprocesos mastodónicos les arrancaría lalibertad que le negaban.

El desconocido hizo aparecer unaagenda. En Moscú, ésta hubiera sido suexpediente pero aquí, en un café deParis, se trataba de una brillante agendaencuadernada en piel negra, algo que enMoscú cualquier funcionario se hubieseconsiderado afortunado de poseer.

Expediente o agenda, el preámbulofue el mismo.

—Su nombre es María AndreyevnaRogova, nacida en Leningrado el 8 demayo de 1927 —cantó el hombre—. El

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1 de septiembre de 1948, a los veintiúnaños se casó con el traidor Ostrakov,Igor, capitán de Infantería del EjércitoRojo, hijo de madre estonia. En 1950, elmencionado Ostrakov, que en esosmomentos estaba acantonado en Berlínoriental, escapó traicioneramente a laAlemania fascista mediante la ayuda deunos emigrados reaccionarios estonios,abandonándola a usted en Moscú.Consiguió la residencia y después laciudadanía francesa, en París, dondesiguió manteniendo contactos conelementos antisoviéticos. Cuando éldesertó, usted no tenía hijos de esehombre. Tampoco estaba encinta. ¿De

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acuerdo?—De acuerdo —dijo ella.En Moscú hubiese sido «de acuerdo,

camarada capitán», o «de acuerdo,camarada inspector», pero en esebullicioso café francés talesformulismos estaban fuera de lugar. Elpellizco le había insensibilizado la piel.Lo soltó, dejó que la sangre volviese acircular y luego pellizcó de nuevo.

—Como cómplice de la deserciónde Ostrakov se la condenó a cinco añosde prisión en un campo de trabajo, perose la excarceló en marzo de 1953,gracias a la amnistía que siguió a lamuerte de Stalin. ¿De acuerdo?

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—De acuerdo.—A su regreso a Moscú y a pesar de

las pocas probabilidades que existían deque dieran satisfacción a su demanda,solicitó un pasaporte para viajar alextranjero a fin de reunirse con sumarido en Francia. ¿De acuerdo?

—Él tenía cáncer —dijo—. Si no lohubiese solicitado, hubiera faltado a misdeberes de esposa.

El camarero llevó los platos con lastortillas y las frites y las dos cervezasde Alsacia, pero Ostrakova le pidió unthé citron: estaba sedienta y la cervezano le apetecía. Al dirigirse al jovencamarero, hizo vanos intentos por tender

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un puente con él mediante sonrisas y conla mirada. Pero su frialdad le chocó; sedio cuenta de que, además de las tresprostitutas, era la única mujer que estabaen el café. El desconocido puso laagenda a un lado, como si se tratase deun libro de himnos, se llevó un bocado ala boca y luego otro, mientras Ostrakovase apretaba la muñeca, el nombre deAlexandra golpeaba en su mente comouna herida sin cicatrizar y analizaba unmillar de graves problemas quepudieren exigir la inmediata atenciónde una madre.

El desconocido siguió exponiendouna burda historia acerca de ella

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mientras comía. ¿Comía por placer o lohacía para no volver a llamar laatención? La mujer llegó a la conclusiónde que el desconocido era una personaque comía ansiosamente.

—Mientras tanto… —anunció sindejar de comer.

—Mientras tanto —susurró ellainvoluntariamente.

—Mientras tanto, a pesar de sufingida preocupación por su esposo, eltraidor Ostrakov —prosiguió con laboca llena—, usted estableció unarelación adúltera con el supuestoestudiante de música Glikman, Joseph,un judío con cuatro condenas por

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conducta antisocial al que usted conociódurante su período de prisión. Cohabitócon ese judío en el apartamento de él.¿De acuerdo o no?

—Me sentía sola.—A consecuencia de esta unión con

Glikman dio a luz a una niña, Alexandra,en la Maternidad de la Revolución deOctubre, de Moscú. El certificado denacimiento estaba firmado por Glikman,Joseph y Ostrakova, María. La niña fueinscrita con el apellido del judíoGlikman. ¿De acuerdo o no?

—De acuerdo.—Mientras tanto, insistió en su

solicitud de un pasaporte para viajar al

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extranjero. ¿Por qué?—Ya se lo dije. Mi marido estaba

enfermo. Tenía el deber de insistir.El desconocido llevó un bocado a su

boca con tanta grosería que ella vio susdientes cariados.

—En enero de 1956, como acto declemencia, se le concedió un pasaporte acondición de que la niña Alexandra sequedara en Moscú. Usted excedió ellímite de tiempo autorizado y se quedóen Francia, abandonando a su hija.¿Verdad o mentira?

Las puertas que comunicaban con lacalle eran de cristal, así como lasparedes. Un enorme camión aparcó

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frente a la acera y súbitamente el caféquedó en la penumbra. El jovencamarero dejó ruidosamente la taza deté, sin mirarla.

—Verdad —volvió a decir y logrómirarle, sabiendo lo que vendría acontinuación, obligándose a mostrarleque, al menos en este sentido, no teníadudas ni remordimientos—. Verdad —repitió desafiante.

—Como condición para que lasautoridades consideraranfavorablemente su solicitud, firmó uncompromiso con los órganos deseguridad del Estado a fin de cumplirdeterminadas tareas para ellos durante

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su residencia en París. En primer lugar,convencer a su marido, el traidorOstrakov, de que regresase a la UniónSoviética…

—Tratar de convencerle —corrigiócon una ligera sonrisa—. No fuesensible a esa sugerencia.

—En segundo lugar, también secomprometió a proporcionarinformación respecto a las actividades ylas personalidades de los grupos deemigrados antisoviéticos revanchistas.Presentó dos informes sin ningún valor ydespués nada más. ¿Por qué?

—Mi marido despreciaba a esosgrupos y había dejado de tener contacto

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con ellos.—Pudo formar parte de dichos

grupos sin él. Firmó el documento y nocumplió su compromiso. ¿Sí o no?

—Sí.—¿Por eso abandona a su hija en

Rusia? ¿En manos de un judío? ¿A fin dededicar sus atenciones a un enemigo delpueblo, a un traidor al Estado? ¿Por esodescuida sus deberes? ¿Por eso excedeel período de tiempo permitido y sequeda en Francia?

—Mi marido se estaba muriendo.Me necesitaba.

—¿Y la pequeña Alexandra? ¿No lanecesitaba? ¿Un marido agonizante es

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más importante que una niña viva? ¿Untraidor? ¿Un conspirador contra elpueblo?

Ostrakova se soltó la muñeca, cogiódeliberadamente el té y vio el vaso quesubía hasta su rostro y el limón queflotaba en la superficie. Más allá vio elsucio suelo de mosaicos y más allá delsuelo el rostro amado, feroz ybondadoso de Glikman que lapresionaba, la exhortaba a firmar, a quese fuese, a jurar todo lo que ellosquisieran. La libertad de uno es más quela esclavitud de tres, había susurrado;una hija de padres como nosotros nopuede prosperar en Rusia, al margen de

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que te quedes o te vayas; déjanos yharemos todo lo posible por seguirte;firma lo que sea, vete y vive por todosnosotros; si me amas, márchate…

—Todavía corrían días difíciles —le respondió finalmente al desconocido,en un tono casi evocador—. Usted esdemasiado joven. Eran días difíciles,incluso después de la muerte de Stalin:todavía difíciles.

—¿El criminal Glikman sigueescribiéndole? —inquirió eldesconocido con actitud arrogante ymaliciosa.

—Jamás me escribió —mintió—.¿Cómo hubiera podido escribir un

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disidente sometido a restricciones? Ladecisión de permanecer en Francia mepertenece por completo —adjudícatetoda la responsabilidad, pensó; haz todolo posible por procurar salvar a los queestán en su poder—. No he tenidonoticias de Glikman desde que llegué aFrancia, hace más de veinte años —agregó y cobró valor—. Indirectamente,me enteré de que mi conductaantisoviética le enfureció. Ya nodeseaba tratar conmigo. Cuando le dejé,interiormente ya deseaba reformarse.

—¿No le escribió con respecto a lahija que tienen en común?

—No me escribió ni envió mensajes.

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Ya se lo he dicho.—¿Dónde está su hija ahora?—No lo sé.—¿Ha recibido noticias de ella?—Claro que no. Sólo me enteré de

que había ingresado en un orfanato delEstado y tomado otro nombre. Supongoque ignora mi existencia.

El desconocido volvió a comer conuna mano mientras con la otra sosteníala libreta. Se llenó la boca, masticó unpoco y acompañó la comida con un tragode cerveza. Pero la sonrisa desuperioridad seguía visible.

—Y ahora es el criminal Glikman elque está muerto —anunció el

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desconocido, desvelando su secreto.Siguió comiendo.

Súbitamente Ostrakova deseó queesos veinte años fueran doscientos. Alfin y al cabo, hubiera sido mejor queGlikman nunca la hubiese mirado, queella nunca le hubiese amado, ni sehubiese preocupado por él, ni hubieracocinado para él, ni se hubieseemborrachado con él día tras día en suexilio de una sola habitación, dondevivieron gracias a la caridad de losamigos, despojados del derecho detrabajar, de hacer cualquier cosa salvomúsica y el amor, emborracharse,pasear por el bosque y sentirse

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coartados por los vecinos.—De cualquier manera, se la

llevarán la próxima vez que tú o yovayamos a la cárcel. En cualquier caso,Alexandra está perdida —había dichoGlikman—. Pero tú puedes salvarte.

—Lo decidiré cuando esté allí —había respondido.

—Decídelo ahora.—Cuando esté allí.El desconocido apartó el plato vacío

y volvió a coger con las dos manos labrillante libreta francesa. Volvió unapágina, como si abordase un nuevocapítulo.

—Ocupémonos ahora de su criminal

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hija Alexandra —anunció con la bocallena.

—¿ Criminal? —susurró Ostrakova.Azorada, oyó que el desconocido

recitaba un nuevo repertorio de delitos.Mientras él lo hacía, Ostrakova perdiósu último asidero en el presente. Habíaclavado la mirada en el suelo demosaico y reparó en las cáscaras de lascigalas y en las migas de pan. Pero sumente estaba una vez más en el tribunalde Moscú, donde se repetía su propiojuicio. Si no era el de ella, entonces setrataba del de Glikman… pero tampocoera el de Glikman. ¿Entonces el dequién? Recordó juicios a los que ambos

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habían asistido como importunosespectadores. Juicios de amigos, aunquesólo fuesen amigos accidentales: porejemplo, personas que habían dudadodel derecho absoluto de las autoridades,o habían adorado a algún diosinaceptable, o habían pintado cuadroscriminalmente abstractos, o habíanpublicado poemas de amorpolíticamente peligrosos. Loscharlatanes parroquianos del café seconvirtieron en la sarcástica claque dela policía del Estado, y los golpes de lastragaperras en el estrépito de las puertasde hierro. En tal fecha, por fugarse delorfanato estatal de la calle no sé qué,

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tantos meses de arresto correctivo. Ental otra, por insultar a los órganos deseguridad estatal, tantos meses más,ampliados por mala conducta y seguidospor equis años de exilio dentro del país.Ostrakova sintió que se le revolvía elestómago y pensó que iba a vomitar.Apoyó las manos en el vaso de té y violas marcas rojas de los pellizcos en lamuñeca. El desconocido siguió sumonólogo y ella oyó que a su hija lapremiaban con dos años más pornegarse a aceptar trabajo en la fábricano sé qué, Dios la ayude, ¿y por qué nohabía de hacerlo? ¿Dónde lo habíaaprendido?, se preguntó Ostrakova

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incrédula. ¿Qué le había enseñadoGlikman a la niña, en el poco tiempoque pasaron juntos antes de que se laquitaran, que imprimió en ella su templey dio al traste con todos los esfuerzosdel sistema? El miedo, el júbilo y elasombro se confundieron en la mente deOstrakova hasta que algo que eldesconocido decía borró esasemociones.

—No le he oído —murmuró despuésde una eternidad—. Estoy algo dolorida.Tenga la amabilidad de repetir lo queacaba de decir.

El desconocido repitió lo que habíadicho y ella alzó la vista y le miró,

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intentando recordar todos los trucoscontra los cuales la habían advertido,pero había demasiados y ya no eraastuta. Ya no poseía la astucia deGlikman —si es que alguna vez la habíaposeído— para descubrir sus mentiras yanticiparse a sus juegos. Sólo sabía quehabía cometido un gran pecado, elmayor que puede cometer una madre,para salvarse y reunirse con su amadoOstrakov. El desconocido empezó aamenazarla, pero esta vez la amenazaparecía carecer de sentido. En el casode que no colaborase, decía, la policíafrancesa recibiría una copia delcompromiso que había firmado con las

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autoridades soviéticas. Entre losemigrados que sobrevivían en París —yDios sabía que últimamente quedabanbastante pocos— circularían copias desus dos informes inútiles… preparados,como él bien sabía, con el único fin detranquilizarlos. Pero, ¿por qué deberíasometerse a presiones con el fin deaceptar un don de valor taninconmensurable… cuando por algúninexplicable acto de clemencia esehombre, ese sistema le ofrecía laposibilidad de redimirse a sí misma yredimir a su hija? Ella supo que habíaobtenido respuesta a sus plegariasdiurnas y nocturnas, a los miles de

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velas, a los millares de lágrimas Se lohizo repetir por tercera vez. Le hizoapartar la libreta del rostro macilento yvio que su boca inexpresiva habíaesbozado una media sonrisa y que élparecía pedirle estúpidamente laabsolución, incluso mientras repetía esapregunta delirante y concedida por Dios:

—En el supuesto de que se hubiesedecidido librar a la Unión Soviética deeste elemento subversivo y antisocial,¿le gustaría que su hija Alexandrasiguiera sus pasos y viniera aquí, aFrancia?

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Durante las semanas posteriores aese encuentro y a través de lasactividades encubiertas que loacompañaron —visitas furtivas a laEmbajada soviética, cumplimentaciónde formularios, declaraciones juradas,certificats d’hébergement y loslaboriosos caminos a través desucesivos ministerios franceses—,Ostrakova siguió sus propiosmovimientos como si fuesen los de otrapersona. Rezaba a menudo, pero inclusocon las plegarias adoptó una actitud deconspiradora y las repartió entre variasiglesias ortodoxas rusas a fin de que enninguna la vieran sufrir un ataque

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excesivo de devoción. Algunas de lasiglesias sólo eran pequeñas casasparticulares esparcidas por los distritosquince y dieciséis, con sus típicascruces de madera contrachapada yviejos carteles escritos en ruso yhúmedos a causa de la lluvia, quecolgaban de los portales, en los que sesolicitaba alojamiento barato y seofrecían clases de piano. Asistió a laIglesia de los Rusos en el Extranjero, ala Iglesia de la Aparición de laSantísima Virgen y a la Iglesia de SanSerafín de Sarov. Fue a todas partes.Apretó timbres hasta que aparecíaalguien, un sacristán o una mujer de

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rostro frágil vestida de negro; lesentregó dinero y ellos le permitieronarrodillarse en la fría humedad, ante losiconos iluminados por la luz de las velasy aspirar el denso incienso hasta quedarmedio ebria. Hizo promesas alTodopoderoso, le mostró suagradecimiento, le pidió consejo,prácticamente le preguntó qué habríahecho Él si el desconocido le hubieseabordado en circunstancias semejantes,le recordó que de todos modos estabasometida a presiones y que ellos ladestruirían si no obedecía. Al mismotiempo, su indómita sensatez se afirmó yse preguntó una y otra vez: ¿por qué

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ella, esposa del traidor Ostrakov,amante del disidente Glikman, madre —eso le hicieron creer— de una hijarebelde y antisocial, había sido elegidaentre todas las personas para unaindulgencia tan poco frecuente?

Al presentar la primera solicitudformal en la Embajada soviética, latrataron con una consideración quejamás hubiera imaginado y que no ibacon una desertora, con una espíarenegada ni con la madre de unaprovocadora indomable. No le dieronbruscas órdenes para que pasara a lasala de espera, sino que la escoltaronhasta una sala de entrevistas, donde un

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funcionario joven y bien parecidomostró con ella una cortesíaindudablemente occidental e incluso laayudó, cuando le fallaron la pluma o elcoraje, a formular correctamente sucaso.

Y ella no se lo contó a nadie, nisiquiera a los más próximos… aunquelos más próximos no estaban muy cerca.La advertencia del hombre macilentosonaba día y noche en sus oídos: «unaindiscreción y no soltarán a su hija».

De todos modos, ¿a quién podíadirigirse salvo a Dios? ¿A suhermanastra Valentina que vivía en Lyony estaba casada con un vendedor de

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automóviles? La idea de que Ostrakovase había relacionado con un funcionariosecreto de Moscú la haría ir a buscarapresuradamente las sales aromáticas.¿En un café, María? ¿En pleno día,María? Sí, Valentina, y lo que él hadicho es verdad. Tuve una hija bastardacon un judío.

Era la nada lo que más la asustaba.Transcurrieron las semanas; en laEmbajada le comunicaron que susolicitud recibía «atención especial»;las autoridades francesas le aseguraronque Alexandra estaría rápidamente encondiciones de obtener la ciudadaníafrancesa. El desconocido macilento la

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convenció de que retrasara la fecha denacimiento de Alexandra a fin de quepudiesen presentarla como Ostrakova yno como Glikman; le dijo que lasautoridades francesas lo encontraríanmás aceptable y al parecer ya lo habíanhecho todo, pese a que ella jamás habíamencionado la existencia de la niñadurante las entrevistas para sunaturalización. Súbitamente no habíamás formularios que llenar ni nuevosobstáculos que salvar y Ostrakovaesperaba sin saber qué. ¿La reaparicióndel desconocido macilento? El ya noexistía. Aparentemente, una tortilla dejamón y frites, la cerveza alsaciana y

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dos rebanadas de pan crujientes habíansatisfecho todas sus necesidades. Ellano podía imaginar que él estuvieserelacionado con la Embajada: él lehabía dicho que se presentase allí y quela estarían esperando y no se habíaequivocado. Pero cuando Ostrakova serefirió a «ese caballero», incluso a «esecaballero rubio y fornido que me abordóla primera vez», se topó con una amableincomprensión.

Así, lo que esperaba dejógradualmente de existir. Primero estuvodelante de ella, después detrás, y notuvo conocimiento de su paso ni uninstante de satisfacción ¿Alexandra

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había llegado ya a Francia? Una vezconseguidos los documentos, ¿siguióviajando o se metió en una madriguera?Ostrakova empezó a pensar queprobablemente había hecho esto último.Entregada a un nuevo e inconsolablesentimiento de desengaño, incluso mirólos rostros de las muchachas quepasaban por la calle y se preguntó quéaspecto tendría Alexandra. Al volver acasa, miraba automáticamente el felpudocon la esperanza de hallar una notamanuscrita o un pneumatique: «Mamá,soy yo. Me hospedo en el hotel tal ycual…» un telegrama que anunciara unnúmero de vuelo llego a Orly mañana,

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esta noche; ¿o no era el aeropuerto deOrly sino el Charles De Gaulle? Comono estaba familiarizada con lascompañías aéreas, visitó a un agente deviajes, sólo para informarse. Podía sercualquiera de los dos aeropuertos.Pensó correr con los gastos de que leinstalaran el teléfono para queAlexandra pudiese llamarla. ¿Pero quédiablos esperaba después de tantosaños? ¿Lacrimógenos reencuentros conuna hija adulta a la que nunca habíaestado unida? ¿La ilusionada recreación,más de veinte años demasiado tarde, deuna relación a la que le había vueltodeliberadamente la espalda? No tengo

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ningún derecho con respecto a ella, sedijo Ostrakova seriamente, sólo tengodeudas y obligaciones. Hizoaveriguaciones en la Embajada, pero nosabían nada más. Las formalidadesestaban cumplidas, dijeron. Era todo loque sabían. ¿Y si Ostrakova queríaenviar dinero a su hija?, preguntó conastucia… por ejemplo para el pasaje opara el visado, ¿podían proporcionarleuna dirección o una oficina dondeencontrarla?

No somos un servicio postal, lerespondieron. Esa nueva frialdad laasustó. No volvió.

A partir de entonces, nuevamente la

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inquietaron las fotografías borrosas,todas iguales, que le habían entregadopara que adjuntase a las solicitudes. Lasfotos eran todo lo que había visto. Ahoradeseó haber hecho copias, pero no se lehabía ocurrido; había supuestoestúpidamente que pronto conocería eloriginal. ¡Las había tenido en la manomenos de una hora! Había corridodirectamente de la Embajada alMinisterio y cuando salió de éste, lasfotos ya se abrían paso a través de otraburocracia. ¡Pero las había estudiado!¡Dios mío, vaya si había estudiado esasfotos, fueran todas iguales o no! En elmetro, en la sala de espera del

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Ministerio, incluso en la acera antes deentrar, había observado la imageninanimada de su hija y tratado, con todassus fuerzas de percibir en las sombrasgrises e inexpresivas algún indicio delhombre al que había adorado. Perofalló. Hasta entonces, cada vez que seatrevió a preguntárselo, siempre imaginóque los rasgos de Glikman estaban tanclaramente dibujados en la niña endesarrollo como lo habían estado en larecién nacida. Parecía imposible que unhombre tan vigoroso no dejara profunday definitivamente su huella. PeroOstrakova no vio nada de Glikman enesa fotografía. Él había esgrimido su

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judaísmo como una bandera. Formabaparte de su revolución solitaria. No eraortodoxo, ni siquiera era religioso y laíntima devoción de Ostrakova ledesagradaba casi tanto como laburocracia soviética… pero le habíapedido prestadas las tenacillas pararizarse las patillas como los hasidim,según decía para llamar la atenciónsobre el antisemitismo de lasautoridades. Pero en el rostro de lafotografía Ostrakova no reconoció unasola gota de la sangre de Glikman ni lamenor chispa de su fuego… aunque,según el desconocido, su fuego ardíasorprendentemente en la chica.

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—No me sorprendería que hubiesenfotografiado a un cadáver para obteneresa foto —Ostrakova hablaba en vozalta consigo misma en su apartamento.Con esta observación expresó porprimera vez de forma explícita la dudaque crecía en su interior.

Mientras trabajaba en el almacén opasaba a solas las largas noches en suminúsculo apartamento, Ostrakova sedevanaba los sesos en busca de alguienen quien confiar; alguien que nocondonaría ni condenaría; alguien quevería los vericuetos del camino quehabía emprendido; por encima de todo,alguien que no hablara y de ese modo

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echara a perder —le habían aseguradoque así ocurriría—, echara a perder susposibilidades de reunirse conAlexandra. Una noche, Dios o suesforzada memoria le proporcionaronuna respuesta: ¡el general!, pensó; sesentó en la cama y encendió la luz. Esosgrupos de emigrados son una calamidady debes evitarlos como a la peste, solíadecir él. El único en quien puedesconfiar es en Vladimir, el general; es unviejo demonio mujeriego, pero es unhombre, tiene contactos y sabe mantenerel pico cerrado.

Pero Ostrakov había hecho esecomentario hacía alrededor de veinte

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años y ni siquiera los viejos generalesson inmortales. Además… ¿Vladimirqué? Ni siquiera conocía su apellido.Incluso el nombre de Vladimir —lehabía contado Ostrakov— había sidoadoptado en el momento de ingresar enel ejército, puesto que su verdaderonombre era estonio y en consecuenciainadecuado para el Ejército Rojo. Sinembargo, al día siguiente fue a lalibrería situada junto a la catedral deSan Alejandro Nevsky, donde a menudotenían información sobre la menguantepoblación rusa, y efectuó las primerasaveriguaciones. Consiguió un nombre ytambién un número de teléfono, pero no

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un domicilio. El teléfono estabadesconectado. Fue a correos, engatusó alos empleados y finalmente consiguióuna guía telefónica de 1976 en la quefiguraba el Movimiento por la Libertaddel Báltico, seguido de una dirección enMontparnasse. No era tonta. Buscó lasseñas y allí encontró cuatroorganizaciones más: el Grupo de Riga,la Asociación de Víctimas delImperialismo Soviético, el Comité delos Cuarenta y Ocho por una LetoniaLibre y el Comité para la Libertad deTallinn. Recordó vividamente lasmordaces opiniones de Ostrakov sobreesos grupos, a pesar de que había

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pagado sus cuotas. De todos modos, fuea ese domicilio y llamó al timbre, y lacasa parecía una de sus pequeñasiglesias: pintoresca y casi cerrada parasiempre. Por fin, abrió la puerta unanciano ruso blanco que llevaba unjersey mal abrochado, se apoyaba en unbastón y se daba aires de suficiencia.

—Se han ido —dijo, y señaló con elbastón la calle empedrada—. Semudaron. Liquidados. Las grandesorganizaciones los dejaron sin trabajo—agregó riendo—. Ellos eran muypocos, había demasiados grupos yreñían como niños. ¡No es extraño queel zar fuese derrotado!

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El viejo ruso blanco usaba unadentadura postiza que no encajaba yllevaba pelo ralo pegado al cráneo paraocultar la calvicie.

¿Y el general?, preguntó ella.¿Dónde estaba el general ¿Seguía vivo ohabía…?

El viejo ruso sonrió afectadamente yle preguntó si se trataba de un asunto denegocios.

Ostrakova respondió con astucia queno al recordar la fama de Tenorio delgeneral y esbozó una sonrisa de mujertímida. El viejo ruso rió y le castañeteóla dentadura. Volvió a reír y dijo: «¡Ah,el general!» Se fue y regresó con un

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pedazo de tarjeta postal en el cual, entinta violeta, alguien había escrito unasseñas de Londres. Se lo entregó. Elgeneral nunca cambiaría, comentó; sinduda alguna, cuando llegara al cielo sededicaría a perseguir ángeles eintentaría ponerlos boca abajo. Esanoche, mientras todo el barrio dormía,Ostrakova se sentó ante el escritorio desu difunto esposo y le escribió algeneral con la sinceridad que laspersonas solitarias reservan para losdesconocidos, utilizando el francés enlugar del ruso a fin de lograr una mayorobjetividad. Y habló de su amor porGlikman y se consoló al saber que el

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general amaba a las mujeres como lohacía aquél. Reconoció de inmediatoque había ido a Francia como espía yexplicó de qué modo había preparadolos dos informes poco serios que eran elmiserable precio de su libertad. Fuealgo à contre-coeur, explicó; mentira yevasión, dijo; una nadería. Pero losinformes existían, al igual que sucompromiso firmado, y ponían serioslímites a su libertad. Después le hablóde su alma y de las plegarias a Dios entodas las iglesias rusas. Dijo que en susdías se habían vuelto irreales desde elmomento en que la abordó eldesconocido macilento; tenía la

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sensación de que se le negaba unaexplicación natural de su vida, aunquefuese dolorosa. No le ocultó nada, pueslos sentimientos de culpa queexperimentaba no se relacionaban consus intentos de traer a Alexandra aOccidente sino con su decisión dequedarse en París y atender a Ostrakovhasta su muerte… después de lo cual,dijo, los soviéticos no le permitieronregresar; ella misma se había convertidoen desertora.

Escribió: «Pero, general, si estanoche tuviera que vérmelas con miHacedor en persona y decirle cuál es eldeseo más profundo de mi corazón, le

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diría a Él lo que ahora le digo a usted.Mi hija Alexandra nació con dolor.Luchó día y noche conmigo y yo repelísus ataques. Hasta en el útero era hija desu padre. No tuve tiempo para quererla;sólo la conocí como la pequeña guerrerajudía que hizo su padre. Pero, general,hay algo que sé: la niña de la fotografíano es de Glikman ni es mía. Intentandarme gato por liebre y aunque a unaparte de esta anciana le gustaría dejarseengañar, hay otra parte más fuerte queles odia por sus estratagemas.»

Cuando terminó la carta, la guardóinmediatamente en el sobre para novolver a leerla y cambiar de idea.

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Después pegó deliberadamentedemasiado franqueo, del mismo modoque podría haber encendido una vela porun ser querido.

No hubo novedades hasta dossemanas después del envío de esedocumento y, de acuerdo con lasextrañas actitudes femeninas, esesilencio significó un alivio para ella.Después de la tormenta llegó la calma,ella había hecho lo poco que podíahacer —había confesado susdebilidades, sus traiciones y su únicogran pecado— y lo demás estaba enmanos de Dios y del general. Lainterrupción de los servicios postales

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franceses no la afligió. La considerócomo otro obstáculo que aquellos quemodelaban su destino tendrían quesuperar si su voluntad era lo bastantefuerte. Asistía satisfecha al trabajo ydejó de dolerle la espalda, lo queconsideró un buen presagio. Inclusologró pensar de nuevo de formafilosófica. Es de este modo o del otro,se dijo; o Alexandra estaba enOccidente y mejor —ciertamente, si esque era Alexandra—, o se encontrabadonde había estado antes, pero no peor.Gradualmente, con otra parte de su ser,se explicó ese falso optimismo. Existíauna tercera posibilidad, que era la peor,

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y poco a poco llegó a considerarla comola más probable: es decir, que utilizabana Alexandra con un propósito siniestro yquizá perverso; que de algún modo laforzaban, tal como la habían forzado aella misma, y empleaban mal elhumanismo y el valor que Glikman, supadre, le había transmitido. Por eso ladecimocuarta noche Ostrakova sufrió unprofundo ataque de llanto y mientras laslágrimas caían por su rostro recorriómedio París en busca de una iglesia, decualquier iglesia que estuviese abierta,hasta llegar a la catedral de AlejandroNevsky. Estaba abierta. Se arrodilló ydurante muchas horas le rezó a San José,

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que al fin y al cabo era padre y protectory quien había dado el nombre de pila aGlikman, aunque éste se habría burladode semejante asociación. El díasiguiente a esos ejercicios espirituales,sus plegarias fueron atendidas. Llegóuna carta. No tenía sellos ni matasellos.Como medida de precaución habíaagregado las señas de su lugar detrabajo y la carta la esperaba allí cuandoella llegó, pues aparentemente habíasido entregada a mano en algún momentode la noche. Era una carta muy breve yno incluía el nombre del remitente ni susseñas. Estaba sin firmar. Igual que la deella, había sido escrita a mano y en un

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francés afectado, con los garabatosenérgicos, desgarbados y casinapoleónicos de una mano vieja ydictatorial que, supo de inmediato,pertenecía al general.

¡Madame! —comenzaba, como si setratara de una orden—. Su carta hallegado sana y salva a manos de quienesto escribe. Un amigo de nuestracausa la visitará muy pronto. Es unhombre honorable y se identificaraentregándole la otra mitad de la tarjetapostal que le adjunto. Le ruego que nohable con nadie sobre este asuntohasta que él llegue. Se presentara en suapartamento entre las ocho y las diez

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de la noche. Llamará tres veces altimbre de su casa. Él cuenta con miconfianza absoluta. Confíe en él,madame, y haremos todo lo posible porayudarla.

En medio de su alivio, Ostrakova sesintió interiormente divertida por el tonomelodramático del autor de la carta.¿Por qué no enviar la carta directamentea su domicilio?, se preguntó. ¿Acaso hede sentirme más segura porque me démedia tarjeta postal inglesa? Elfragmento de postal mostraba una partede Piccadilly Circus y no estaba cortadasino rasgada diagonalmente condeliberada brusquedad. La parte para el

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texto estaba en blanco.Para sorpresa de Ostrakova, el

enviado del general llegó esa mismanoche.

Llamó al timbre tres veces, comoanunciaba la carta, pero debió de saberque ella estaba en el apartamento —seguramente la vio entrar y encender laluz— pues lo único que Ostrakova oyófue el chasquido del buzón, un chasquidomucho más ruidoso que el que hacíanormalmente. Cuando se acercó a lapuerta, vio sobre el felpudo la mitad dela postal, sobre el mismo felpudo quehabía mirado con tanta frecuenciacuando esperaba noticias de su hija

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Alexandra. La cogió, corrió aldormitorio a buscar la Biblia dondeguardaba su mitad y, sí, las piezascoincidían, Dios estaba de su parte. SanJosé había intercedido por ella. (¡Detodos modos, era una tonteríainnecesaria!) Cuando le abrió la puerta,él pasó a su lado como una sombra: unduende menudo de gabán negro concuello de terciopelo, lo cual le conferíaun aire de conspirador lírico. Me hanenviado a un enano para atrapar a ungigante, fue la primera impresión deOstrakova. Tenía las cejas arqueadas, elrostro lleno de arrugas y, por encima delas orejas puntiagudas, unos cuernos de

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revuelto pelo negro que acicaló con lasmenudas palmas de sus manos ante elespejo del pasillo, tras quitarse elsombrero… tan jovial y cómico que, enotras circunstancias, Ostrakova sehubiese echado a reír ante la vitalidad,la gracia y la irreverencia contenidas enél.

Pero esa noche, no.Ostrakova percibió de inmediato que

esa noche él mostraba una solemnidadque no correspondía con su actitudnormal. Esa noche, como un atareadohombre de negocios que acabase debajar del avión —ella tuvo la sensaciónde que era la primera vez que él estaba

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en la ciudad: su pulcritud, su aire deviajar ligero de equipaje—, esa nochesólo deseaba ir al grano.

—Madame, ¿ha recibido mi carta sinproblemas? —inquirió velozmente enruso con acento estonio.

—Suponía que era una carta delgeneral —explicó afectando sin poderevitarlo cierto distanciamiento.

—Soy yo quien la trajo por él —agregó gravemente.

Buscaba algo en un bolsillo interiory ella tuvo la desagradable sensación deque, igual que el ruso corpulento,aparecería una libreta negra y brillante.Pero extrajo una fotografía y bastó una

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mirada; las facciones pálidas ybrillantes, la expresión de despreciohacia todas las mujeres, no sólo haciaella; la sugerencia de anhelar algo sinatreverse a tomarlo.

—Sí —dijo Ostrakova—. Este es eldesconocido.

Al ver que aumentaba el entusiasmodel visitante, ella supo de inmediato queél era lo que Glikman y sus amigosdenominaban «uno de los nuestros», nonecesariamente un judío, pero sí unhombre con sangre en las venas. A partirde ese momento, mentalmente le llamó«el mago». Pensaba que sus bolsillosestaban llenos de trucos astutos y que en

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sus ojos alegres había un algo mágico.

Ostrakova y el mago conversarondurante la mitad de la noche, con unentusiasmo que ella no había sentidodesde los tiempos de su relación conGlikman. En primer lugar, contó una vezmás toda la historia, la revivió conexactitud y se sorprendió íntimamente alcomprender cuantas cosas no habíaincluido en la carta, que el mago parecíaconocer de memoria. Le explicó sussentimientos, sus lágrimas y su terribleconfusión interior; describió la torpezadel sudoroso atormentador. Se mostró

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ta n incompetente —repetía asombrada— como si fuese la primera vez,explicó; el desconocido carecía desutileza y de aplomo. ¡Era tan extrañopensar que el demonio pudiese serchapucero! Le habló de la tortilla dejamón con frites y de la cerveza deAlsacia, y él se rió; le mencionó susensación de que era un hombrepeligrosamente tímido e inhibido —enmodo alguno un seductor—, y el menudomago estuvo cordialmente de acuerdocon ella en casi todo, como si él y elhombre macilento ya se conociesen.Confió plenamente en el mago, como lehabía recomendado el general; estaba

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harta de vivir con recelos. Despuéspensó que había hablado con la mismasinceridad con que en una ocasiónconversó con Ostrakov, cuando eranjóvenes y se amaban, en su propiaciudad natal, durante las noches en quepensaban que quizá no volverían averse, en que, mientras estaban sitiados,se abrazaban fuertemente y cuchicheabanen medio del crepitar de los fusiles quese acercaban; o como lo había hecho conGlikman mientras esperaban el martilleoen la puerta que volvería a llevárselo ala cárcel una vez más. Ostrakova sedirigió a su mirada atenta ycomprensiva, a la risa contenida en él,

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al sufrimiento que según percibió deinmediato era el mejor aspecto de sunaturaleza poco ortodoxa y quizásantisocial. Gradualmente, a medida queseguía hablando, su instinto femenino lereveló que alimentaba una pasión enél… esta vez no de amor, sino un enconoprofundo y personal que dio impulso ydirección a cada una de las preguntasque hizo. Ella no podía decirexactamente a qué o a quién odiaba él,pero temió por todos los hombres —fuese el desconocido macilento ocualquier otro— que hubiesendespertado el fuego del menudo mago.Recordó que la pasión de Glikman había

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sido una pasión universal y constantecontra la injusticia, que se manifestabacasi al azar en una sucesión de gestosimportantes o insignificantes. Pero la delmago era un rayo único fijado en unpunto que ella no podía descubrir.

Cuando el mago se fue —¡Dios mío,era casi la hora de ir a trabajar!, pensó—, Ostrakova ya se lo había dicho todoy éste, a cambio, había despertado enella sentimientos que durante años, hastaesa noche, sólo pertenecían a su pasado.A pesar de la complejidad de sussentimientos con respecto a Alexandra, así misma y a sus dos hombres muertos,rió ante su locura de mujer mientras

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ordenaba aturdida los platos y lasbotellas.

—¡Y ni siquiera sé su nombre! —exclamó en voz alta y movióburlonamente la cabeza.

«¿Cómo puedo comunicarme conusted?», había preguntado. «¿Cómopuedo avisarle si él regresa?»

El mago le había explicado que eraimposible. Si volvía a desencadenarseuna crisis, debía escribir nuevamente algeneral, pero bajo su nombre inglés y aotro domicilio. «Al señor Miller»,agregó seriamente, lo pronunció comoun francés y le entregó una tarjeta con undomicilio de Londres escrito a mano en

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letras mayúsculas. «Pero sea discreta»,le advirtió. «Debe utilizar un lenguajeindirecto.»

A lo largo de ese día y de losmuchos que siguieron, Ostrakovarecordó claramente la última imagen delmago que partía mientras se alejaba deella y bajaba por la escalera débilmenteiluminada. Su última mirada fervorosa,tensa de propósitos y entusiasmo:«Prometo liberarla. Gracias por hacerque tome las armas.» Su pequeña manoblanca bajó por la amplia barandilla delhueco de la escalera como un pañueloque se agita desde la ventanilla del tren,trazó una espiral descendente de

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despedida y desapareció en la oscuridaddel túnel.

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2El segundo de los dos

acontecimientos que sacaron a GeorgeSmiley de su retiro ocurrió pocassemanas después del primero, aprincipios de otoño del mismo año; y noen París, en absoluto, sino en la quehabía sido antigua, libre y hanseáticaciudad de Hamburgo, ahora herida demuerte por el huracán de su propiaprosperidad. Sin embargo, sigue siendoverdad que en ningún otro lugar sedisfruta de un final del verano tanespléndido como a lo largo de las

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doradas y anaranjadas riberas delAlster, que nadie ha convertido aún enalcantarillas o cubierto de cemento.George Smiley, no hay ni que decirlo, nohabía prestado atención alguna a eseesplendor del lánguido otoño. Smiley, eldía en cuestión, sin parar mientes enello, estaba esforzándose con toda ladedicación posible, en su habitualbutaca de la London Library de St.James Square, desde donde se veían dosespigados árboles al otro lado de laventana de guillotina de la sala delectura. La única relación con Hamburgoa que hubiese podido referirse —sihubiese deseado establecer esa relación,

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lo cual no hizo— hubiese sido en elterreno parnasiano de los poetas delbarroco germánico, ya que en esemomento estaba redactando unamonografía sobre el bardo Opitz,tratando de diferenciar con fidelidad laauténtica emoción de las molestasconvenciones literarias del período.

En Hamburgo eran poco más de lasonce de la mañana y el camino queconducía al malecón estaba moteado porla luz del sol y las hojas secas. Unabruma opaca pendía sobre las aguastranquilas del Aussenalster y, a travésde ésta, los tejados de la ribera orientalparecían manchas verdes que tocaban

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ligeramente el horizonte húmedo. Por laorilla se escabullían algunas ardillasrojas en busca de alimentos para elinvierno. Pero no las veía ni pensaba enellas el joven delgado y con aspecto deanarquista que se había detenido en elmalecón, ataviado con ropa deportiva yzapatillas de atletismo. Sus enrojecidosojos observaban en tensión el vapor quese acercaba y una barba de dos díasoscurecía su rostro chupado. Bajo elbrazo izquierdo llevaba un diario deHamburgo y una mirada tan penetrantecomo la de George Smiley hubieseadvertido de inmediato que no era laedición del día sino la del anterior. Con

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la mano derecha agarraba una cesta dejuncos para la compra, más adecuadapara la rolliza madame Ostrakova quepara ese atleta delgado y sucio queparecía a punto de sumergirse en el lago.En la cesta asomaban algunas naranjas yencima de éstas se veía un sobreamarillo de Kodak impreso en inglés.Por lo demás, el malecón estaba vacío yla bruma que cubría las aguasacrecentaba su soledad. Sólo tenía porcompañeros el horario del vapor y unanuncio arcaico, que probablementesobrevivió a la guerra, en el que seexplicaba cómo reanimar a losahogados; sus únicos pensamientos

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giraban en torno a las instrucciones delgeneral, que recitaba constantementepara sus adentros.

El vapor se acercó de costado y eljoven saltó a bordo como un muchachodanzarín: un frenesí de pasos y acontinuación la inmovilidad hasta que lamúsica vuelve a sonar. Desde hacíacuarenta y ocho horas, a lo largo del díay de la noche, no había pensado en nadasalvo en ese momento: ahora. Alconducir, había mirado el camino,vigilante, imaginando, entre visionesfugaces de su esposa y de la pequeña,los múltiples desastres que podíanocurrir. Sabía que tenía predisposición

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para el desastre. Durante las pocasparadas que hizo para tomar café, habíaordenado una docena de veces lasnaranjas y colocado el sobre a lo largo,de costado… no, este ángulo es mejor,resulta más adecuado, así es más fácilcogerlo. Antes de entrar en la ciudadhabía reunido moneda fraccionaria paratener el importe exacto del billete… ¿ysi el cobrador lo retenía y le dabacharla? ¡Disponía de tan poco tiempopara hacer lo que tenía que hacer! Habíadecidido no hablar en alemán. Hablaríaen murmullos, sonreiría, se mostraríareservado y se disculparía, pero no diríauna palabra. O pronunciaría unas pocas

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palabras en estonio, alguna frase de laBiblia que aún recordaba de su infancialuterana, antes de que su padre insistieraen que aprendiera ruso. Pero ahora queel momento estaba tan próximo, el jovendescubrió que su plan tenía un fallo. ¿Ysi sus compañeros de viaje acudían ensu ayuda? ¡En la políglota Hamburgo,con el Este a unos pocos kilómetros dedistancia, media docena de personaseran capaces de dominar la mismacantidad de idiomas! Era mejor guardarsilencio, mostrarse inexpresivo.

Lamentó no haberse afeitado. Deseollamar menos la atención.

El joven no miró a nadie una vez

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estuvo en el interior del salón principaldel vapor. Mantuvo baja la mirada; evita el contacto visual, había ordenadoel general. El cobrador conversaba conuna anciana y lo ignoró. Esperóincómodo e intentó mostrarse sereno.Había alrededor de treinta pasajeros.Tuvo la impresión de que hombres ymujeres iban vestidos del mismo modo,con abrigos verdes y sombreros defieltro verde, y de que todos lodesaprobaban. Le llegó el turno.Extendió la palma húmeda de la mano.Un marco, una moneda de cincuentacéntimos y un puñado de las de latón dediez céntimos. El cobrador tomó el

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importe del billete sin hablar. El jovense abrió paso torpemente entre losasientos, en dirección a popa. Elmalecón se alejaba. Sospechan que soyun terrorista, pensó el muchacho. Teníalas manos manchadas de aceite ylamentó no haberse lavado. Quizátambién me he ensuciado la cara.Muéstrate inexpresivo, había dicho elgeneral. Pasa inadvertido. Ni sonrías nifrunzas el ceño. Actúa con naturalidad.Miró la hora y procuró no adelantaracontecimientos. Se había arremangadoel puño izquierdo antes de subir, a fin detener el reloj a la vista. Aunque no eramuy alto, tuvo que agacharse para

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desembocar súbitamente en la secciónde popa, que estaba expuesta a lasinclemencias del tiempo y protegidasólo por un toldo. Era cuestión desegundos. Ya no se trataba de días ni dekilómetros ni de horas. Segundos. Elsegundero del reloj pasó al seis. Lapróxima vez que llegue al seis, temueves. Soplaba brisa, pero él apenaslo notó. El tiempo le preocupabaenormemente. Sabía que cuando seponía nervioso, perdía por completo elsentido del tiempo. Temía que elsegundero recorriera dos veces elcircuito antes de que él se diese cuenta yconvirtiera un minuto en dos. Todos los

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asientos de la sección de popa estabanvacíos. Anduvo con nerviosismo hastael último banco, abrazando la cesta denaranjas sobre el estómago con las dosmanos y apretando al mismo tiempo eldiario contra la axila: soy yo, descifradmis señales. Se sentía como un idiota.Las naranjas llamaban demasiado laatención. ¿Por qué demonios un jovensin afeitar y con ropa deportiva iría conuna cesta de naranjas y el diario del díaanterior? ¡Seguramente todo el barcohabía reparado en él! «¡Capitán… esejoven… el que está allí… es unterrorista! ¡Lleva una bomba en la cestay se propone atracarnos o hundir el

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barco!» Junto a la barandilla, una parejacogida del brazo miraba la bruma deespaldas al joven. El hombre era muypequeño, más bajo que la mujer. Usabaun gabán negro con cuello de terciopelo.La pareja lo ignoró. Siéntate lo másatrás que puedas y cerciórate de que lohaces junto al pasillo, había dicho elgeneral. Tomó asiento y rezó para quesaliera bien la primera vez, para que nofuese necesario apelar a ningún recurso.«Beckie, hago esto por ti», susurróinteriormente, pensó en su hija y recordólas palabras del general. A pesar de suorigen luterano, de su cuello colgaba unacruz de madera, regalo de su madre,

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pero la cremallera de la cazadora laocultaba. ¿Por qué había escondido lacruz? ¿Para que Dios no fuese testigo desu engaño? No lo sabía. Sólo queríavolver a conducir, conducir y conducirhasta caer o llegar sano y salvo a casa.

No detengas tu mirada en ningúnsitio, recordó que había dicho elgeneral. Sólo tenía que mirar haciaadelante: Tú eres la parte pasiva. Notienes que hacer nada salvoproporcionar la oportunidad. Nipalabras en código m nada; sólo lacesta, las naranjas, el sobre amarillo yel diario bajo el brazo. Nunca debíaceptar, pensó. He puesto en peligro a

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mi hija Beckie. Stella nunca me loperdonará. Perderé la ciudadanía, lo hearriesgado todo. Hazlo por nuestracausa, había dicho el general. General,yo no la tengo: no era mi causa sino lasuya, la de mi padre; por eso arrojé lasnaranjas por la borda.

Pero no lo hizo. Dejó el diario en elbanco de listones, a su lado, y vio queestaba empapado de sudor, que algunosfragmentos de letra impresa se habíanborroneado en la parte que habíaapretado. Miró la hora. El segunderoestaba en el diez. ¡Se ha detenido!Quince minutos desde que miré porúltima vez… ¡sencillamente es

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imposible! Una frenética mirada a laorilla le convenció de que ya seencontraban en medio del lago. Volvió amirar el reloj y vio que el segunderopasaba espasmódicamente hacia el once.Tonto, pensó, serénate. Se inclinó haciala derecha y fingió leer el diariomientras vigilaba constantemente laesfera del reloj. Terroristas. Nada másque terroristas, pensó al leer lostitulares por vigésima vez. No meextraña que los pasajeros crean que soyuno de ellos. Grossfahndung. Era lapalabra que ellos utilizaban paradesignar arrestos masivos. Lesorprendió recordar tanto alemán. Hazlo

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por nuestra causa.La cesta con las naranjas se

inclinaba precariamente junto a sus pies.Cuando te levantes, coloca la cestasobre el banco para reservar tu lugar,había dicho el general. ¿Y si se cae?Imaginó que las naranjas rodaban por lacubierta, con el sobre amarillo caídoentre ellas, fotos a diestra y siniestra,todas de Beckie. El segundero seacercaba al seis. Se puso de pie. Ahora.Tenía frío el diafragma. Tiró de lacazadora hacia abajo para cubrirse y sindarse cuenta dejó al descubierto la cruzde madera que le regalara su madreCerró la cremallera. Pasea tranquilo.

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No detengas tu mirada en ningún sitio.Simula que eres un tipo soñador. Tupadre no hubiera dudado un soloinstante, había dicho el general Y tútampoco. Levantó cuidadosamente lacesta hasta el banco, la apoyó con lasdos manos y luego la inclinó hacia elrespaldo para que tuviera másestabilidad. Después comprobó siestaba bien puesta. Se preguntó quéharía con el Abendblatt. ¿Lo cogía o lodejaba? ¿Y si su contacto no había vistola señal? Lo cogió y se lo puso bajo elbrazo.

Regresó al salón principal. Unasegunda pareja, de más edad y muy

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tranquila, se trasladó a la sección depopa, aparentemente para tomar el aire.La primera pareja era sensual, inclusovista de espaldas: el hombre menudo yla muchacha bien formada, la eleganciade ambos. Bastaba mirarlos para saberque lo pasaban bien en la cama. Pero lasegunda pareja parecía un par depolicías; era evidente que el hombre nosentía el menor placer al copular.¿Hacia dónde divaga mi mente?, pensóenloquecido. Hacia mi esposa, Stella,fue la respuesta. Hacia los prolongadosy exquisitos abrazos que quizá nuncavolvamos a compartir. Paseótranquilamente como le habían ordenado

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y bajó por el pasillo hacia la zonacerrada que ocupaba el piloto. Era fácilno mirar a nadie pues los pasajerosestaban sentados de espaldas a él. Habíallegado tan lejos como estaba permitido.El piloto se encontraba a su izquierda,sobre la plataforma elevada. Acércate ala ventanilla del piloto y admira lapanorámica. Permanece allíexactamente un minuto. Esa parte deltecho del salón era más baja y tuvo queagacharse. A través del enormeparabrisas vio árboles y edificios enmovimiento. Vio pasar una barca deremos para ocho, seguida de una diosarubia y solitaria en un esquife. Pechos

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como los de una estatua, pensó. A fin demostrar una mayor indiferencia, apoyóuna zapatilla en la plataforma del piloto.Dadme a una mujer, pensó desesperadoa medida que se acercaba el momentocrítico; dadme a mi Stella, adormecida yardiente, en la penumbra del amanecer.Había apoyado la muñeca izquierdasobre la barandilla y no perdía de vistael reloj.

—Aquí no limpiamos zapatos —gruñó el piloto.

El Joven apoyó a toda prisa el piesobre la cubierta. Ahora él sabe quehablo alemán, pensó, y sintió que leardía la cara de desconcierto. Pero de

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todos modos lo saben, pensóestúpidamente, pues, ¿por qué otromotivo llevaría un diario alemán?

Era la hora. Se irguióapresuradamente en toda su estatura, sevolvió demasiado deprisa, emprendió elcamino de regreso hacia su asiento y yano tenía sentido acordarse de no mirarlos rostros porque éstos lo miraban a ély desaprobaban su barba de dos días,sus prendas deportivas y su aspectodesaseado. Su mirada se apartaba de unrostro para encontrar otro. Pensó quejamás había visto semejante coro desilenciosa hostilidad. La cazadora sehabía abierto nuevamente a la altura del

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diafragma y dejaba ver un poco de vellonegro. Stella lava la ropa con aguademasiado caliente, pensó. Volvió aarreglarse la cazadora y salió a lasección de popa, con la cruz de maderacomo si fuese una medalla. Mientrassalía, casi simultáneamente tuvieronlugar dos hechos. En el banco, junto a lacesta, vio la marca que esperabaencontrar, hecha con tiza de coloramarillo canario sobre dos tablillas,marca que demostraba que la entregahabía tenido lugar con éxito. Al verla,una sensación de triunfo se apoderó deél; en su vida había conocido nadasemejante, una liberación más perfecta

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que la que podía proporcionar unamujer.

¿Por qué debemos hacerlo de estemodo?, le había preguntado al general.¿Por qué tiene que ser tan complicado?

Porque el objeto es único en elmundo, había replicado el general. Setrata de un tesoro incomparable. Supérdida sería una tragedia. Para elmundo libre.

Y me eligió a mí para ser suintermediario, pensó el joven conorgullo; de todos modos, en el fondoseguía pensando que el ancianoexageraba. Cogió tranquilamente elsobre amarillo, lo guardó en el bolsillo

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de la cazadora, subió la cremallera ypasó el dedo por los dientes paracerciorarse de que encajabacorrectamente.

Exactamente en ese mismo instantese dio cuenta de que le vigilaban. Lamujer situada junto a la barandilla aún ledaba la espalda y notó por segunda vezque sus caderas y sus piernas eran muybonitas. Pero su compañero menudo ysensual de gabán negro se había vueltopara mirarle y su expresión terminó conlas sensaciones agradables que el jovenacababa de experimentar. Sólo una vezhabía visto un rostro semejante, cuandosu padre agonizaba en el primer hogar

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inglés que tuvieron, una habitación enRuislip, pocos meses después de llegara Inglaterra. El joven no había vistonada tan desesperado, tan profundamentegrave y tan despojado de protección enninguna otra persona. Más alarmanteaún, supo —precisamente como lo habíasabido Ostrakova— que era unadesesperación que contrastaba con ladisposición natural de los rasgos, queeran los de un cómico… o, comoprefería Ostrakova, los de un mago. Demodo que la apasionada mirada de esedesconocido menudo y de rasgosdefinidos, con su mensaje de frenéticasúplica —«¡Muchacho, no tienes la

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menor idea de lo que llevas! ¡Protégelocon tu vida!»— fue como una revelacióndel alma misma del cómico.

El vapor se había detenido. Habíanllegado a la ribera opuesta. El jovencogió la cesta, saltó a tierra firme y, casia la carrera, se escabulló entre loscompradores apresurados, pasando deuna calle lateral a otra sin saber a dóndeconducían.

Durante el viaje de regreso, mientrasel volante vibraba en sus brazos y elmotor interpretaba en sus oídos unaescala resonante, el joven vio ese rostroen la carretera húmeda y, a medida quepasaban las horas, intentó dilucidar si se

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trataba de algo que sólo habíaimaginado a raíz de las emociones de laentrega. Con toda probabilidad, elverdadero contacto era alguiencompletamente distinto, pensó,intentando serenarse. Una de las señorasgordas con sombrero de fieltro verde…incluso el cobrador. Estaba muynervioso, se dijo. En un momento crucialun desconocido se volvió y me miró yyo le atribuí toda una historia e inclusoimaginé que era mi padre agonizante.

Cuando llegó a Dover, estaba casiconvencido de que había apartado de sumente al hombre. Había arrojado lasmalditas naranjas a una papelera; el

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sobre amarillo permanecía protegido enel bolsillo de la cazadora y aunque unángulo puntiagudo le pellizcaba la piel,eso era lo único que importaba. ¿Habíaelaborado teorías respecto a sucómplice secreto? Olvídalas. Aunquepor pura coincidencia estuviese en locierto y fuese ese rostro chupado y demirada penetrante… ¿entonces qué?Menos motivos aún para soplárselo algeneral, cuya preocupación por laseguridad el joven podía comparar conla pasión inalterable de un profeta. Laimagen de Stella se convirtió para él enuna necesidad dolorosa. Su deseo seacrecentó a cada kilómetro ruidoso que

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recorría. Aún era una hora muy tempranade la mañana. Imaginó que la despertabacon sus caricias; vio su sonrisasoñolienta que lentamente se convertíaen pasión.

Smiley recibió la llamada esa mismanoche. Resulta paradójico que elteléfono sonara largo rato junto a lacama antes de que respondiese, ya quetenía la impresión de no dormir biendurante ese período avanzado de suvida. Había vuelto a casa directamentede la biblioteca, luego cenó frugalmenteen un restaurante italiano de King’s

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Road y, a modo de protección, llevóconsigo los Viajes de Olearius. Habíavuelto a su casa de Bywater Street ysiguió trabajando en la monografía conla dedicación de alguien que no tieneotra cosa que hacer. Un par de horasdespués, abrió una botella de borgoñatinto, bebió hasta la mitad y escuchó porradio una lamentable comedia. Habíadormido a intervalos hasta que llegó lallamada. Pero en el instante en que oyóla voz de Lacon, tuvo la sensación deque lo arrancaban de un lugar cálido ymuy apreciado, en el que deseabapermanecer sin que le interrumpiesen.Además, y a pesar de que en realidad se

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movía deprisa, experimentó la sensaciónde que tardaba mucho tiempo en vestirsey se preguntó si era eso lo que hacíanlos viejos cuando recibían la noticia deuna muerte.

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3—Usted le conoció personalmente,

¿verdad, señor? — preguntó con respetoel jefe de detectives de la policía en untono de voz deliberadamente bajo—.Tal vez no debiera hacerle preguntas.

Los dos hombres estaban juntosdesde hacía quince minutos, pero ésa erala primera pregunta del superintendente.Durante unos segundos, Smiley parecióno oír, pero su silencio no resultóofensivo pues él poseía el don de laserenidad. Además, existe ciertocompañerismo entre dos hombres que

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contemplan un cadáver. Era antes delamanecer en Hampstead Heath, una horade nadie chorreante y neblinosa, nicaliente ni fría, con el firmamento teñidode tonos naranjas por el resplandorlondinense y los árboles brillantes comohule. Permanecían juntos en una avenidade hayas y el subjefe le llevaba unacabeza de altura: un joven gigantesco,prematuramente encanecido, quizás algopomposo pero con la suavidad de losgigantes, que lo hacía naturalmenteamistoso. Smiley cruzaba las manosgordinflonas sobre el estómago como unalcalde ante un cenotafio y sólo teníaojos para el cuerpo cubierto con un

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plástico que vacía a sus pies, iluminadopor el haz de luz de la linterna delsurperintendente. Era evidente que lacaminata le había dejado sin resuello, yaque jadeaba un poco mientras miraba.Desde la oscuridad que les rodeaba losreceptores de la policía crujían en elaire nocturno. No había ninguna otra luz;el surperintendente había ordenado quelas apagasen.

—Sólo era alguien con quien trabajé—explicó Smiley después de unaprolongada pausa.

—Eso me dieron a entender, señor—dijo el superintendente.

Aguardó esperanzado, pero no hubo

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más comentarios. «No le dirija siquierala palabra», le había dicho elsubcomisario (adjunto a Delitos yOperaciones). «Usted no le ha vistonunca y se trata de otros dos tipos.Limítese a mostrarle lo que quiera ypiérdalo de vista. Dese prisa.» Hastaese momento, el superintendente dedetectives de la policía había hechoprecisamente eso. Según sus cálculos sehabía movido a la velocidad de la luz.El fotógrafo había hecho unas tomas, elmédico había certificado la muerte, elforense había inspeccionado el cuerpoin situ como preludio de la autopsia…todo con una celeridad contraria a la

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marcha correcta del procedimiento, conel único fin de despejar el camino parael visitante irregular, como elsubcomisario (adjunto a Delitos yOperaciones) había querido llamarle. Elirregular había llegado —con losmismos cumplidos que un medidor decontadores, notó el superintendente y leguió hasta el lugar a medio galope.Habían estudiado las huellas rastreadoel camino del anciano hasta allí. Elsuperintendente había hecho unareconstrucción del crimen, lo mejor quepudo en esas circunstancias, y eso queera un hombre competente. Ahoraestaban en la pendiente, en el extremo en

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que la avenida giraba, donde la brumaoscilante era más densa. A la luz de lalinterna, el cadáver ocupaba el centro dela escena. Yacía boca abajo y con losmiembros extendidos, como si lohubiesen crucificado en la grava, y elplástico que le cubría ponía demanifiesto su falta de vida. Era elcadáver de un viejo, pero todavía dehombros erguidos, un cadáver que habíaluchado y aguantado. La blancacabellera estaba cortada al rape. Unamano fuerte y surcada de venas aúnagarraba un resistente bastón. Llevabaabrigo negro y chanclos de goma. A sulado, en el suelo, se veía una boina

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negra y la grava en la que descansaba lacabeza estaba teñida de sangre.Esparcidos cerca del cadáver se veíanalgunas monedas, un pañuelo de bolsilloy una pequeña navaja que, más que unarma, parecía un recuerdo.Probablemente habían empezado aregistrarlo y se detuvieron, señor, habíaexplicado el superintendente. Eraprobable que estuvieran inquietos, señorSmiley, señor. Smiley se habíapreguntado qué sentirías al tocar uncuerpo caliente al que acabaras dedisparar.

—Superintendente, si fuese posibleechar una ojeada a su rostro… —

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solicitó Smiley.En esta ocasión fue el

superintendente quien provocó latardanza.

—Ah, ¿está seguro, señor? —parecía ligeramente incómodo—. Sabráque hay modos de identificarlo mejoresque ése.

—Sí, sí. Estoy seguro —agregóSmiley impaciente, como si realmente lohubiese pensado a fondo.

El superintendente habló suavementeen dirección a la arboleda, donde sussubordinados permanecían junto a loscoches con los faros apagados como unanueva generación que esperase su

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oportunidad.—Ustedes. Hall. Sargento Pike.

Vengan aquí a paso vivo y pónganloboca arriba.

Dese prisa, había dicho elsubcomisario (adjunto a Delitos yOperaciones).

Dos hombres surgieron de entre lassombras. El mayor usaba barba negra.Los guantes de cirujano que cubrían susbrazos hasta el codo relucían con unbrillo gris espectral. Vestían mono azuly botas de goma hasta el muslo. Alagacharse el hombre de la barbadesajustó cuidadosamente el plásticomientras el policía más joven apoyaba

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una mano en el hombro del muerto,como si quisiese despertarlo.

—Muchacho, tendrá que hacer másfuerza —advirtió el superintendente contono enérgico.

El muchacho tiró, el sargento de labarba le ayudó y el cadáver se volvió demala gana, agitando tiesamente un brazomientras la otra mano aferraba el bastón.

—¡Oh, cielos! — exclamó el policía—. ¡Oh, puñetero infierno…!— secubrió la boca con la mano.

El sargento le cogió por el codo y loapartó de un empujón. Oyeron quevomitaba.

—No estoy de acuerdo con la

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política —le confió el superintendente aSmiley, sin darle importancia al asunto,con la mirada fija hacia bajo—. Noestoy de acuerdo con la política ni conlos políticos. En mi opinión, la mayoríade ellos son unos lunáticos con licencia.Para ser sincero, ése es el motivo por elque ingresé en el cuerpo de policía —lapenetrante niebla se enroscó de maneraextraña en la firme luz de la linterna—.Por casualidad no sabe lo que laprodujo, ¿verdad, señor? Hace quinceaños que no veo una herida semejante.

—Desgraciadamente, la balística noes mi especialidad —respondió Smileydespués de otra prolongada pausa para

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pensar.—No, suponía que no lo es. ¿Ya ha

visto lo suficiente, señor? —evidentemente, Smiley no había vistotodo lo que quería—. A decir verdad, lamayoría de las personas suponen que lesdispararán en el pecho, ¿no es así,señor? — comentó el superintendente entono más animado. Había aprendido queen ocasiones semejantes, a veces lacháchara relajaba el ambiente—. Elproyectil pulido y redondo que efectúauna elegante perforación. Eso es lo quesupone la mayoría de las personas. Lavíctima cae suavemente de rodillas alson de coros celestiales. Supongo que es

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la tele la que alimenta estas ideas. Peroactualmente el verdadero proyectilpuede arrancar un brazo o una pierna,según me han dicho especialistas amigosmíos —su voz adoptó un tono másconfidencial—, ¿Usaba bigote, señor?Mi sargento creyó ver un indicio de peloblanco en el labio superior.

—Un bigote militar —dijo Smileydespués de otra larga pausa y con elpulgar y el Índice dibujó distraídamentela forma del bigote sobre su propiolabio mientras seguía con la mirada fijaen el cadáver del anciano—.Superintendente, me pregunto si mepermitiría examinar el contenido de sus

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bolsillos.—Sargento Pike.—¡Sí, señor!—Vuelva a colocar ese plástico y

dígale al señor Murgotroyd que meprepare sus bolsillos en la furgoneta,mejor dicho, lo que queda de ellos. ¡Apaso vivo! — agregó el superintendentede forma rutinaria.

—¡Sí, señor!—Venga aquí —el superintendente

había tomado con delicadeza del brazoal sargento—. Dígale al joven policíaHall que no puedo impedir que vomite,pero que no aceptaré su lenguaje soez —en su territorio el superintendente era

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conocido como un devoto cristiano y nole molestaba que todos lo supiesen—.Por aquí, señor Smiley, señor —agregóen tono más amable.

A medida que subían por la avenida,el estrépito de las radios se desvanecióy oyeron los furiosos cantos de losgrajos y el gruñido de la ciudad. Elsuperintendente avanzó a buen paso y semantuvo a la izquierda de la zonaacordonada. Smiley corrió tras él. Entrelos árboles estaba aparcada unafurgoneta sin ventanillas, con las puertastraseras abiertas, en cuyo interiorbrillaba una débil luz. Entraron y sesentaron en duros bancos. El señor

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Murgotroyd era canoso y vestía trajegris. Se agachó delante de ellos con unsaco de plástico transparente semejantea una funda de almohada. El saco teníaun nudo en la parte superior, que éldeshizo. En el interior flotaban paquetesmás pequeños. A medida que el señorMurgotroyd los sacaba, el subjefe leíalas etiquetas a la luz de la linterna antesde entregarle los paquetes a Smiley paraque los examinase.

—Un gastado portamonedas decuero de aspecto continental. La mitaddentro del bolsillo y la mitad afuera,lado izquierdo de la chaqueta. Ya havisto las monedas alrededor del

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cadáver: setenta y dos peniques. Ese estodo el dinero que llevaba. ¿Solía usarcartera, señor?

—No lo sé.—Suponemos que ellos se llevaron

la cartera, empezaron a ocuparse delportamonedas y huyeron. Un llavero conllaves corrientes y diversas, ladoderecho del pantalón… —prosiguió,pero Smiley no cejó en su escrutinio.Algunas personas fingen tener memoria,pensó el superintendente al reparar en laconcentración de Smiley, y otras latienen A juicio del superintendente, lamemoria era la mitad más importante dela inteligencia y la consideraba el más

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elevado de los logros mentales: sabíaque Smiley la poseía—. Una tarjeta dela Biblioteca de Paddington a nombre deV. Miller, una caja de cerillas SwanVesta a medio usar, bolsillo izquierdodel abrigo. Una tarjeta del Registro deExtranjeros, cuyo número ya ha sidoconsignado, también a nombre deVladimir Miller Un frasco de píldoras,bolsillo izquierdo del abrigo. Señor,¿tiene idea de para qué sirven laspíldoras? Se llaman Sustax y, sirvanpara lo que sirvan han de tomarse dos otres veces al día.

—Para el corazón —respondióSmiley.

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—Y un recibo por la cantidad detrece libras del servicio de minitaxisStraight and Steady de Islington, North1.

—¿Puedo verlo? — preguntó Smileyy el superintendente se lo acercó paraque pudiese ver la fecha y la firma delconductor, J. Lamb, escritas con letratorpe y frenéticamente subrayadas.

El paquete siguiente contenía untrozo de tiza de color amarillo,milagrosamente intacta. El extremo másdelgado estaba teñido de color castañocomo por un solo trazo y la punta gruesano había sido utilizada.

—También había polvo de tiza

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amarilla en su mano izquierda —explicóel señor Murgotroyd al hablar porprimera vez Su tez era del color de lapiedra gris. Su voz también era gris y tanlúgubre como la de un empresario depompas fúnebres—. A decir verdad, nospreguntamos si se dedicaba a laenseñanza —agregó el señorMurgotroyd, pero Smiley, fuese adredeo por distracción, no respondió a suimplícita pregunta y el superintendenteno insistió.

Apareció un segundo pañuelo dealgodón, esta vez ofrecido por el señorMurgotroyd, en parte ensangrentado y enparte limpio y cuidadosamente

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planchado hasta formar un triángulo,para llevar en el bolsillo superior de lachaqueta.

—Nos preguntamos si se dirigía auna fiesta —dijo el señor Murgotroyd,esta vez sin la menor esperanza.

—Delitos y Operaciones al habla,señor —informó una voz desde lacabina de la furgoneta.

Sin pronunciar palabra, elsuperintendente se perdió en laoscuridad y dejó a Smiley ante ladeprimida mirada del señor Murgotroyd.

—¿Es usted un especialista, señor?— preguntó el señor Murgotroyddespués de estudiar de forma

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prolongada y melancólica a su invitado.—No. No, me temo que no —

respondió Smiley.—¿Del Ministerio del Interior,

señor?—Vaya, tampoco pertenezco al

Ministerio del Interior —explicó Smileymeneando benévolamente la cabeza, loque de algún modo le permitió compartirel desconcierto del señor Murgotroyd.

—Señor Smiley, mis superioresestán algo preocupados por la Prensa —explicó el superintendente y volvió ameter la cabeza en el interior de lafurgoneta—. Parece que vienen haciaaquí, señor.

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Smiley se apeó velozmente. Los doshombres quedaron frente a frente en laavenida.

—Ha sido muy amable —dijoSmiley—. Gracias.

—Es un honor —agregó elsuperintendente.

—¿Por casualidad no recuerda enqué bolsillo estaba la tiza? — inquirióSmiley.

—En el izquierdo del abrigo —respondió el superintendente algosorprendido.

—Con respecto al registro… ¿puedevolver a explicarme cómo lo veexactamente?

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—No tuvieron tiempo o no semolestaron en darle la vuelta. Searrodillaron a su lado, cogieron lacartera y tiraron del portamonedas. Alhacerlo, dispersaron algunos objetos.Para entonces ya tenían bastante.

—Gracias —repitió Smiley.Poco después, con más agilidad de

la que podía suponérsele en virtud de sugruesa figura, Smiley desapareció entrelos árboles. Pero un instante antes de supartida, el superintendente le iluminó lacara con la linterna, acción que hasta esemomento no había realizado pordiscreción. Dedicó una intensa miradaprofesional a esos rasgos legendarios,

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aunque sólo fuese para poder contar asus nietos, cuando fuese viejo, que unanoche George Smiley, otrora jefe de losservicios secretos y a la sazón retirado,salió de su madriguera para observar elcadáver de un extranjero que habíamuerto en circunstancias sumamentedesagradables.

Iluminado indirectamente y desdeabajo por la luz de la linterna, enrealidad no es un solo rostro, reflexionóel superintendente. Se trata más bien deuna serie de rostros, de una serie deretazos compuesta por épocas, personasy esfuerzos diferentes. Incluso dediverso credos, pensó el

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superintendente.«El mejor que conocí», había

comentado el viejo Mendel, en otraépoca superior del superintendente,mientras compartían amistosamente unacerveza. Al igual que Smiley, Mendel yaestaba retirado. Pero éste sabía de quéhablaba y Funnies no le caía mejor queal superintendente: la mayoría de elloseran unos aficionados afectados yentrometidos y, por añadidura, taimados.Pero Smiley, no. Smiley era distinto,había dicho Mendel. Smiley era elmejor, lisa y llanamente el mejorresponsable de casos que habíaconocido, y el viejo Mendel sabía lo

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que decía.Una reliquia, concluyó el

superintendente de detectives. Eso era,una reliquia. Introduciría esas palabrasen su sermón la próxima vez que letocara el turno. Una reliquia compuestapor todo tipo de épocas, estilos yconvicciones en conflicto. Cuanto máslo pensaba, más le gustaba esa metáfora.Cuando volviera a casa la comentaríacon su esposa: el hombre comoarquitectura de Dios, querida, modeladopor las manos de los siglos, infinito ensus afanes y en su diversidad… En esepunto de sus cavilaciones, elsuperintendente posó una mano

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restrictiva en su propia imaginaciónretórica. Después de todo, quizá no seaasí, pensó. Tal vez volamos demasiadoalto, amigo mío.

Ese rostro contenía otro elementoque el superintendente no olvidaríafácilmente. Habló de ello más tarde conel viejo Mendel, mientras conversabansobre diversos temas. Se trataba de lahumedad. Al principio supuso que erarocío… pero, de haber sido así, ¿porqué su propio rostro estabacompletamente seco? Si su corazonadaera correcta, no se trataba de rocío ni dellanto. Era algo que en ocasiones leocurría a él mismo y también a los

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muchachos, incluso a los más fogueados;sencillamente les invadía. Elsuperintendente vigilaba como un halcónsu aparición. Por lo general ocurría enlos casos relacionados con niños, en losque la falta de motivos te alterabarepentinamente: las palizas, lasagresiones criminales, las violacionesde menores. Entonces no te echabas allorar, no te golpeabas el pecho nihacías un drama. Simplemente apoyabasla mano en la cara y la encontrabashúmeda. En circunstancias semejantes tepreguntabas por qué demonios murióCristo en la cruz, si es que murió.

Cuando ese estado de ánimo se

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apodera de ti, se dijo el superintendentecon un ligero estremecimiento, lo mejorque puedes hacer es tomarte un par dedías libres e irte con tu esposa aMárgate. De lo contrario, descubríascasi sin darte cuenta que eras demasiadorudo con la gente y que eso no contribuíaa tu buena salud.

—¡Sargento! — le gritó elsuperintendente. La figura con barba sealzó ante él—. Encienda las luces y quetodo vuelva a la normalidad —ordenó—. Pídale al inspector Hallowes que sepresente aquí. ¡A paso vivo!

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4Habían quitado la cadena de la

puerta para que pasase; le habíaninterrogado antes de que se quitase elgabán, con laconismo y cortesía. ¿Habíaalgo comprometedor en los bolsillos,George? ¿Algo que pudiese relacionarlocon nosotros? ¡Dios mío, qué rato haspasado! Le habían mostrado dóndeasearse, olvidando que ya lo sabía:Hicieron que se sentase en una silla conbrazos, y allí se quedó Smiley, humildey marginado, mientras Oliver Lacon,jefe superior de Whitehall para los

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servicios de información, paseaba sobrela alfombra ajada como un hombreabrumado por su conciencia, y LauderStrickland se lo decía todo una y otravez de quince modos distintos a quinceinterlocutores diferentes, ante un viejoteléfono de pared, en un apartado rincónde la estancia:

«Pues entonces, mujer, póngame enseguida con el enlace de la policía…»,en tono intimidatorio o acariciador,según la jerarquía. El superintendenteestaba a una eternidad de distancia, sóloa diez minutos en realidad. El piso olíaa viejas alfombras y a colillas y estabaen la última planta de un apergaminado

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edificio eduardino de apartamentos amenos de doscientos metros deHampstead Heath. En la mente deSmiley se mezclaban visiones del rostroreventado de Vladimir con las pálidascaras de los vivos, aunque la muerte norepresentaba para él en ese momento unaconmoción, sino tan sólo unaconfirmación de que su propiaexistencia también estaba declinando, deque seguía vivo más allá de lo esperado.Y estaba sentado sin esperar nada.Estaba sentado como un anciano en unaestación rural de ferrocarril, viendopasar el expreso. Pero de todos modosestaba en guardia. Y recordaba otros

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viajes.Así era como se presentaban las

crisis, pensaba. Una confusión deconversaciones sin objeto. Un hombre alteléfono, otro muerto, un terceropaseando. La nerviosa ociosidad de losmovimientos en cámara lenta.

Miró a su alrededor e intentó centrarsu mente en las cosas que sedesmoronaban. Extintores despintados,publicaciones del Ministerio de ObrasPúblicas. Sofás pardos, desvencijados,con manchas que habían empeorado.Pensó que, a diferencia de los viejosgenerales, los pisos francos nuncamueren. Ni siquiera se desvanecen.

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Ante él, en la mesa, estaba dispuestoel antipático ceremonial de lahospitalidad entre agentes, como pararecuperar el irrecuperable invitado.Smiley hizo inventario. En un cubo dehielo derretido, una botella de vodkaStolichnaya, que se recordaba era lamarca preferida de Vladimir. Arenquesen salazón, aún en su lata. Pepinillos envinagre, comprados a granel y que yaestaban secándose. La obligada hogazade pan negro. Como todos los rusos queSmiley había conocido, el viejomuchacho apenas podía beber su vodkasin todo esto. Dos vasos de vodkaMarks Spencer que necesitaban una

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limpieza. Un paquete de cigarrillosrusos sin abrir; si hubiese acudido, selos hubiese fumado todos; no teníaninguno encima cuando murió.

Vladimir no llevaba ninguno encimacuando murió, repitió para sí, y tomófugaz nota mental de ello, un nudo en elpañuelo.

Un estruendo interrumpió laensoñación de Smiley. En la cocina aljoven Mostyn se le había caído un plato.Lauder Strickland, que estaba alteléfono, se volvió exigiendo silencio.Pero ya lo tenía. Y, ¿qué estabapreparando Mostyn en la cocina? ¿Lacena? ¿El desayuno? ¿Una torta de

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semillas aromáticas para el funeral? ¿Yqué era Mostyn? ¿Quién era Mostyn?Smiley había estrechado su manohúmeda y temblorosa y olvidórápidamente su aspecto, salvo el hechode que era muy joven. Pero por algúnmotivo Mostyn le resultaba conocido,aunque sólo fuese como prototipo.Mostyn es nuestro dolor, concluyóSmiley arbitrariamente.

Lacon, que no había dejado de darvueltas, se detuvo súbitamente.

—¡George! Pareces preocupado Nolo estés. En relación con este asunto,estamos todos limpios. ¡Todos nosotros!

—Oliver, no estoy preocupado.

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—Parece como si te reprocharasalgo a ti mismo. ¡Me doy cuenta!

—Cuando muere un agente… —agregó Smiley, pero no acabó la frase.

De todos modos, Lacon no podíaesperar. Volvió a moverse como quienha de recorrer a pie kilómetros. Lacon,Strickland y Mostyn, repitió Smileymientras el acento escocés de Stricklandseguía resonando en sus oídos. Unfactótum de la secretaría del gabinete, unorganizador del Circus, un muchachoasustado. ¿Por qué no personas reales?¿Por que no el oficial encargado delcaso Vladimir, sea quien sea? ¿Por quéno Saul Enderby, el jefe de todos ellos?

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En su mente resonó un pareado deAuden, que había leído cuando tenía laedad de Mostyn: Si podemos, honremosel hombre vertical, aunque a ningunovaloramos salvo al horizontal. ¿Eraasí? Algo por el estilo.

¿Y por qué Smiley?, pensó. Porencima de todo, ¿por qué yo? ¡Pensarque hay tanta gente y que, en lo que aellos se refiere, estoy más muerto que elviejo Vladimir!

—Señor Smiley, ¿quiere una taza deté o algo más fuerte? —preguntó Mostyndesde la puerta de la cocina.

Smiley se preguntó si normalmenteestaría tan pálido.

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—Sólo tomará té, Mostyn, gracias—barboteó Lacon volviéndose conbrusquedad—. Después de unaconmoción, el té es el mejor remedio.Con azúcar, ¿verdad, George? El azúcarrepone la energía perdida. ¿Fuehorrible, George? Algo tan tremendopara ti…

No, no fue tremendo, fue unarealidad, pensó Smiley. Le dispararon yle vi muerto. Quizá fuese demasiadopara ti.

Aparentemente incapaz de dejar soloa Smiley, Lacon se había dirigido alfondo de la estancia y le mirabaatentamente, con ojos inquisitivos y sin

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comprensión. Era un ser insulso, bruscopero sin energía, con rasgos juvenilescruelmente envejecidos y una insanaerupción en torno al cuello donde lacamisa había rozado la piel. A esa horareligiosa entre la noche y la mañana suchaleco negro y el blanco cuellorecordaban ligeramente una sotana.

—Apenas te he saludado —se quejóLacon, como si Smiley tuviese la culpa—. George, viejo amigo ¿cómo estás?

—Hola, Oliver —saludó Smiley.Lacon permaneció allí y le miró, con

la larga cabeza ladeada, como un niñoque estudia un insecto. Smiley recordóla nerviosa llamada telefónica que dos

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horas atrás le había hecho Lacon.—George, se trata de una

emergencia. ¿Te acuerdas de Vladimir?George, ¿estas despierto? ¿Teacuerdas del viejo general, George?Solía vivir en París.

—Sí, recuerdo al general —habíarespondido—. Sí, Oliver, me acuerdo deVladimir.

—George, necesitamos a alguien queesté relacionado con su pasado. Aalguien que haya conocido suspeculiaridades, que pueda identificarloy que sofoque un posible escándalo.George, te necesitamos. Ahora mismo.George, despierta.

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Había intentado hacerlo. Tambiénintentó pasar el teléfono al oído con quemejor oía y sentarse en una cama que lequedaba demasiado grande. Estabaechado en el frío espacio abandonadopor su esposa, porque el teléfono estabade ese lado.

—¿Quieres decir que lo han matado?—había repetido Smiley.

—George, ¿por qué no me escuchas?Le mataron de un tiro. Esta noche.¡George, despierta por amor de Dios!¡Te necesitamos!

Lacon se alejó a paso largo y tiró desu anillo de sello como si le apretarademasiado. Te necesito, pensó Smiley, y

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le vio volverse. Te quiero, te odio, tenecesito. Ese tipo de afirmacionesapocalípticas le recordaban a Anncuando se quedaba sin dinero o sinamor. El corazón de la oración es elsujeto, pensó. No es el verbo y, menosaún, el objeto. Es el yo, que exige suración.

¿Necesitarme para qué?, volvió apensar. ¿Para consolarlos? ¿Para darlesla absolución? ¿Qué habrán hecho paraque necesiten mi pasado para reajustarsu futuro?

En un extremo de la sala, LauderStrickland alzaba un brazo al estilofascista mientras se dirigía a la

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autoridad:—Sí, jefe. En este momento está con

nosotros, señor… Se lo diré, señor…Por supuesto, señor… Le transmitiré sumensaje… Sí, señor…

¿Por qué los escoceses se sienten tanatraídos por el servicio secreto?, sepreguntó Smiley, aunque no por primeravez en su carrera. Ingenieros navales,administradores coloniales, espías… Laherética historia escocesa les arrastrabaa lejanos templos.

—¡George! —exclamó Strickland, ypronunció el nombre de Smiley comouna orden—. ¡George, sir Saul te envíasu más afectuoso saludo personal! —Se

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había vuelto y aún mantenía el brazo enalto—. En un momento de mayortranquilidad te expresará su gratitud demanera más adecuada —volvió a hablarpor teléfono—: Sí, jefe, Oliver Lacontambién está aquí y su equivalente en elMinisterio del Interior estáparlamentando en este mismo momentocon el jefe de policía en lo que serefiere a nuestro interés anterior por elmuerto y a la preparación de la notanecrológica para la Prensa.

Interés anterior, registró Smiley. Uninterés anterior por su rostro destrozadoy ningún cigarrillo en el bolsillo. Tizaamarilla. Smiley estudió francamente a

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Strickland: el horrible traje verde, loszapatos de piel de cerdo cepillada quepasaba por ante. El único cambio queobservó en él fue un bigote rojizo, ni lamitad de militar que el de Vladimircuando aún lo usaba.

—Sí, señor, «un caso extinguido deinterés puramente histórico», señor —Strickland seguía hablando por teléfono.Extinguido es correcto, pensó Smiley.Extinguido, extinto, expulsado—. Esa esla terminología exacta. Oliver Laconpropone que sea literalmente incluido enla nota necrológica. ¿Doy en el blanco,Oliver?

—Historiográfico —corrigió Lacon,

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irritado—. Nada de interés histórico.¡Lo que nos faltaba! ¡Historiográfico! —anduvo con paso airado por la sala,aparentemente para mirar el día nacientepor la ventana.

—Oliver, ¿Enderby es todavía elresponsable? —preguntó Smiley a laespalda de Lacon.—Sí, sí. SaulEnderby, tu viejo rival, todavía es elresponsable. Hace maravillas —respondió Lacon con impaciencia. Tiróde la cortina y soltó varias anillasmóviles—. Reconozco que no tiene tuestilo, pero, ¿por qué habría de tenerlo?Es un hombre atlántico[1] —intentabaabrir la ventana por la fuerza—. Te

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aseguro que no es fácil estar a lasórdenes de un gobierno como éste —diootro tirón violento al pomo. Una fríacorriente de aire recorrió las rodillas deSmiley—. Exige mucho trabajo depiernas. Mostyn, ¿dónde está el té?Parece que hemos esperado unaeternidad.

Toda nuestra vida, pensó Smiley.Por encima del sonido de un camión

que rechinaba cuesta arriba, oyó queStrickland continuaba su conversacióninterminable con Saul Enderby:

—Jefe, me parece que con la Prensael asunto consiste en no quitarledemasiada importancia. En un caso

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como éste, lo anodino es primordial.Incluso el enfoque sobre su vida privadaresulta peligroso. Lo que queremosdestacar es la falta absoluta de cualquiertipo de importancia actual. Ah, cierto,cierto, por supuesto, jefe, de acuerdo…—Siguió zumbando, servil perovigilante.

—Oliver… —empezó a decirSmiley al perder la paciencia—. Oliver,¿te molestaría…?

Pero Lacon hablaba y no escuchaba.—¿Cómo está Ann? —preguntó

distraídamente junto a la ventana, yapoyó los brazos en el alféizar—.Quiero decir cómo está contigo y todo lo

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demás. No andará por ahí, ¿verdad?Dios, odio el otoño.

—Bien, gracias. ¿Cómo está…? —se esforzó por recordar el nombre de laesposa de Lacon, pero no lo logró.

—Me ha abandonado, maldita sea.Se largó con su fastidioso profesor deequitación. Me dejó con las niñas.Gracias a Dios, las chicas están en uninternado —Lacon estaba apoyado sobrelas manos y miraba el cielo cada vezmás claro—. ¿Aquélla es Orion,encajada como una pelota de golf entrelos tubos de las chimeneas?

Lo cual es otra muerte, pensó Smileycon pesar y meditó unos segundos sobre

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el matrimonio destrozado de Lacon.Recordó una mujer bonita y pocorealista y una sucesión de hijas quemontaban jacas en el jardín de sulaberíntica casa de Ascot.

—Lo lamento, Oliver —dijo.—¿Por qué? No es tu esposa sino la

mía. En el amor, cada individuo ha decuidar de sí mismo.

—¡Por favor, cierra esa ventana! —exclamó Strickland mientras marcaba unnúmero—. Este lugar parece el Ártico.

Lacon cerró la ventana irritado yanduvo serenamente hacia el centro dela habitación.

Smiley hizo un segundo intento y

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preguntó:—Oliver, ¿qué ocurre? ¿Por qué me

necesitabais?—En principio, sólo podía ser

alguien que le hubiese conocido.Strickland, ¿vas a colgar? Se parece alos altavoces del aeropuerto —le dijo aSmiley con una estúpida sonrisa—. Noparan nunca.

Oliver, podrías derrumbarte, pensóSmiley al reparar en la enajenación dela mirada de Lacon cuando éste quedóbajo la lámpara. Has tenido demasiado,concluyó con inesperada benevolencia.Los dos hemos tenido demasiado.

El misterioso Mostyn apareció con

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el té. Era un muchacho serio y deaspecto moderno, con pantalonesflamantes y melena oscura. Viéndoledepositar la bandeja, Smiley lo situófinalmente por referencia con su propiopasado. En cierta ocasión, Ann habíatenido un amante como él, un ordenadodel Wells Theological College. Ella lehabía recogido en la M—4 y despuésproclamó que le había salvado deconvertirse en maricón.

—Mostyn, ¿a qué secciónperteneces? —le preguntó Smiley convoz apacible.

—A Oddbins, señor —se agachóhasta quedar al nivel de la mesa y

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mostró cierta flexibilidad asiática—. Adecir verdad, señor, desde su época. Esuna especie de conjunto operativo. Setrata, principalmente, de novicios queesperan un puesto en ultramar.

—Comprendo.—Señor, asistí a su conferencia en

el parvulario de Sarratt. Sobre el cursode nuevos participantes. «Maniobras deun agente en acción.» Fue lo mejor delos dos años.

—Gracias —los ojos de ternero deMostyn seguían mirándole atentamente—. Gracias —repitió Smiley, aún másdesconcertado.

—Señor, ¿leche o limón? El limón

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era para él —agregó Mostyn en unaparte en voz baja, como si lo estuvieserecomendando.

Strickland había terminado de hablarpor teléfono y jugueteaba con sucinturón, aflojándolo o estrechándolo.

—¡Sí, claro, George, tenemos quesuavizar la verdad! —exclamó Laconrepentinamente y parecía ser unadeclaración de confianza personal—. Aveces las personas son inocentes y lascircunstancias hacen que parezcan todolo contrario. Jamás existió una edad deoro. Sólo existe el justo medio. Tenemosque recordarlo. Escribirlo con tiza en elespejo ante el que nos afeitamos.

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Strickland andaba como un patohacia el centro de la sala:

—Usted, Mostyn. Joven Nigel.¡Usted, señor! —Mostyn alzó su serioentrecejo castaño a modo de respuesta—, Sea como fuere, no ponga nada porescrito —le advirtió Strickland y sepasó el dorso de la mano por el bigotecomo si uno u otro estuvieran húmedos—, ¿Me oye? Es una orden de arriba.Como no hubo encuentro, no tienemotivos para rellenar la hoja deencuentros ni nada semejante. Lo únicoque tiene que hacer es mantener cerradala boca. ¿Comprende? Dará cuenta deldinero utilizado como desembolsos

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generales para gastos menores.Directamente a mí. Ninguna referenciaen el historial. ¿Comprende?

—Comprendo —repuso Mostyn.—Y nada de hacer confidencias a

las muchachas del Registro porque meenteraré. ¿Me oye? Sírvanos el té.

Algo ocurrió en el interior deGeorge Smiley cuando oyó esaconversación. Al margen de los rodeosinformales de esos diálogos y del horrorde la escena en el Heath, una sola ysorprendente verdad le golpeó. Sintió untirón en algún punto del pecho yexperimentó la sensación de unadesconexión momentánea de la sala y de

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los tres seres obsesionados que allíhabía encontrado. ¿Hoja de encuentros?¿No hubo encuentro? ¿Encuentro entreMostyn y Vladimir? ¡Dios de loscielos!, pensó y ajustó el circulodelirante. El Señor nos guarde, noscuide y nos proteja. ¡Mostyn era eloficial encargado del caso Vladimir!¡Ese anciano, un general, en otra épocanuestra gloria, y se lo adjudicaron a esemuchacho sin pulir! Sintió otra sacudidaaún más violenta cuando un estallido defuria interior barrió su sorpresa. Sintióque le temblaban los labios, que lagarganta se le cerraba de indignación yque las palabras se le atragantaban y, al

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volverse hacia Lacon, le pareció que lasgafas se le habían empañado a causa delcalor.

—Oliver, me pregunto si no temolestaría decirme por fin qué estoyhaciendo aquí —se oyó sugerir portercera vez, con un tono de voz que erapoco más que un murmullo.

Smiley estiró el brazo y cogió labotella de vodka. Aunque todavía no lehabían invitado, quitó el tapón y sesirvió un generoso trago.

También en ese momento Laconvaciló, reflexionó, buscó con los ojos ytardó en contestar. En su universo, laspreguntas directas eran la culminación

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del mal gusto, pero las respuestasdirectas eran aún peores. Durante unossegundos, atrapado en medio de un gestoen el centro de la sala, se limitó a mirara Smiley incrédulamente. Un cocheavanzó cuesta arriba y transmitiónoticias del mundo real que latía al otrolado de la ventana. Lauder Stricklandsorbió su té. Mostyn estabaremilgadamente sentado en un taburetede piano, a pesar de que no había piano.Con sus gestos espasmódicos, Laconsólo podía buscar palabras lo bastanteelípticas para ocultar lo que queríadecir.

—George —dijo. Una ráfaga de

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lluvia resonó contra la ventana, pero laignoró—. ¿Dónde está Mostyn? —inquirió.

Mostyn no había acabado deacomodarse cuando una necesidadnerviosa le obligó a retirarse ensilencio. Los demás oyeron el estrépitodel agua del lavabo, ruidoso como unabanda, y la regurgitación de las cañeríasa través del edificio.

Lacon se llevó una mano al cuello yrecorrió las manchas descarnadas.Volvió a hablar de mala gana:

—George, hace tres años…empecemos por aquí… poco después deque dejaras el Circus… tu sucesor Saul

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Enderby… tu digno sucesor…presionado por un gobierno inquieto…por inquieto quiero decir recientementeformado… decidió realizar algunoscambios de amplia repercusión en lasprácticas del servicio secreto. Te darél o s antecedentes, George —explicó,interrumpiendo su discurso—. Lo hagoporque eres quien eres, en nombre delos viejos tiempos y por… —señaló laventana con un movimiento brusco deldedo—… por lo que has visto ahí fuera.

Strickland se había desabrochado elchaleco y descansaba amodorrado ysatisfecho como un pasajero de primeraclase en un vuelo nocturno. Pero sus

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ojos pequeños y vigilantes seguían cadamovimiento de Lacon. La puerta se abrióy se cerró para dejar pasar a Mostyn,que volvió a ocupar su lugar en eltaburete.

—Mostyn, espero que haga oídossordos a todo esto. Estoy hablando dealta, alta política. George, uno de loscambios de amplia repercusión fue ladecisión de formar una comisióninterministerial de planificación. Unacomisión mixta —la dibujó en el airecon las manos—, en parte Westminster yen parte Whitehall, en la que estuvieranrepresentados el gobierno y también losprincipales parlamentarios. Se la conoce

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como los Sabios. Pero situada…George… situada entre la cofradía delos servicios secretos y el gobierno.Como canal, como filtro, como freno —aún tenía una mano en el aire y repartíaesas metáforas como barajas—. Paramirar por encima del hombro del Circus.Para controlar, George. Vigilancia yresponsabilidad en bien de un gobiernomás abierto. No te gusta. Me lo dice tuexpresión.

—Estoy fuera —afirmó Smiley—.No estoy en condiciones de juzgar.

Súbitamente el rostro de Laconadoptó una expresión aterrada y hablóen un tono próximo a la desesperación.

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—¡George, deberías oír a nuestrosnuevos amos! ¡Deberías oír la forma enque hablan del Circus! ¡Maldita sea, yocargo con la culpa de todo! ¡Lo sé! ¡Loaguanto todos los días! Mofas. Recelos.Desconfianza a cada paso, incluso porparte de ministros que tendrían quesaber lo que hacen. Como si el Circusfuese algún animal díscolo que supera sucomprensión. Como si los serviciossecretos británicos fueran una especiede filial del Partido Conservador ytotalmente sometida a él. No su aliadasino una víbora autónoma, dispuesta acomerse a los pichones del nidosocialista. Otra vez como en los años

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treinta. ¿Sabes que incluso estánreviviendo toda esa cháchara sobre unaley de libertad de información paraInglaterra según el modelo americano?¿Desde el interior del gobierno? ¿Unaley sobre vistas abiertas al público ysobre revelaciones, todo paraentretenimiento del personal? Tesorprenderías, George. Te daría pena.Piensa en las consecuencias quesemejante ley tendría para la moral.¿Acaso Mostyn habría ingresado en elCircus después de tanta publicidad en laPrensa y en todas partes? ¿Lo habríahecho, Mostyn?

La pregunta pareció golpear

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profundamente a Mostyn, ya que sus oíossolemnes, oscurecidos por su colorenfermizo, se mostraran aún más gravesy se llevó el pulgar y un dedo a loslabios y no habló.

—George, ¿dónde había quedado?—preguntó Lacon súbitamente confuso.

—Te referías a los Sabios —respondió Smiley con benevolencia.

Desde el sofá, Lauder Stricklandemitió su opinión sobre la comisión:

—Sabia lo es mi tía Fanny. Son unhato de mercaderes de tendenciasizquierdistas. Dirigen nuestras vidas.Nos dicen cómo administrar el negocio.Nos golpean en los nudillos cuando no

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sumamos bien.Lacon dirigió una mirada crítica a

Strickland pero no le contradijo.—George, uno de los ejercicios

menos discutidos de los Sabios… unode sus primeros deberes… que nuestrosamos les adjudicaron especialmente…contenido en una carta redactadaconjuntamente… consistía en hacerbalance. Pasar revista a los recursos delCircus en todo el mundo y asignarlos aobjetivos actuales legítimos. No mepreguntes qué es, según su punto devista, un objetivo actual legítimo. Setrata de algo muy discutible. De todosmodos, no debo ser desleal —volvió al

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texto—. Baste decir que el balance serealizó durante un período de seis mesesy que se resolvieron unas cuantas cosas—se interrumpió y clavó la mirada enSmiley—. George, ¿me sigues? —preguntó con desconcierto.

En ese momento era casi imposiblesaber si Smiley seguía a alguien. Casihabía cerrado sus pesados párpados y lopoco que le quedaba visible de los ojosestaba empañado por los gruesoscristales de las gafas. Permanecíaerguido en el asiento, pero había echadola cabeza hacia adelante hasta que eldoble mentón se apoyó en su pecho.

Lacon vaciló unos instantes y luego

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continuó:—Ahora bien, a consecuencia de ese

balance hecho por nuestros Sabios,determinadas categorías de operacionesclandestinas fueron prohibidas ipsofacto. Verboten. ¿Comprendes?

Postrado en el sofá, Stricklandmencionó lo indecible:

—Nada de pisar los talones. Nadade trampas tentadoras. Nada de dobles.Nada de deserciones estimuladas. Nadade emigrados. Ningún aparato deescucha.

—¿Cómo es eso? —preguntóSmiley, como si hubiese despertadobruscamente de un sueño profundo.

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Pero esa franca conversación no eradel agrado de Lacon, de modo que no sedio por enterado.

—Lauder, no seamos simplistas.Abordemos las cosas de formaordenada. En este caso el pensamientoconceptual es básico. George, losSabios compusieron un código —volvióa dirigirse a Smiley—. Un catálogo deprácticas proscritas. ¿De acuerdo? —más que escuchar, Smiley esperaba—.Analizaron todo el campo… sobre losusos y abusos de los agentes, sobrenuestros derechos pesqueros o la faltade ellos en las naciones de laCommonwealth… acerca de todo.

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Escuchas, vigilancia en ultramar,operaciones bajo bandera falsa… unatarea gigantesca y abordada con audacia—para asombro de todos salvo para símismo, Lacon entrelazó los dedos, echóhacia abajo las palmas e hizo crujir lascoyunturas con un desafiante stacatto.Prosiguió—: En la lista depr ohi b i c i ones también incluían…George, es un instrumento tosco, que norespeta las tradiciones… tambiénfiguran cuestiones como el empleoclásico de agentes dobles. Obsesión fueel nombre que nuestros nuevos amosdecidieron darle en susrecomendaciones. El viejo juego de

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pisar los talones… de volverse y seguiral espía enemigo… en tu época, unelemento indispensable delcontraespionaje… hoy, George, según laopinión colectiva de los Sabios… hoyse declara obsoleto. Antieconómico. Sedesecha.

Otro camión atronó vertiginosamentecuesta abajo o cuesta arriba. Oyeron elgolpe de los neumáticos contra elbordillo.

—Cristo —murmuró Strickland.—Por ejemplo… voy a correr el

albur… el énfasis excesivo con respectoa los grupos de exiliados.

Esta vez no se oyó ningún camión:

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sólo el silencio profundo y acusador quele siguió. Smiley mantuvo la mismaactitud, asimilando sin juzgar,concentrado únicamente en Lacon yescuchando con la intensidad de losciegos.

—Te interesará saber que los gruposde exiliados… —agregó Lacon— o,para decirlo más correctamente, lasrelaciones seculares del Circus conellos… los Sabios prefierendenominarlas dependencia, pero meparece una palabra algo fuerte… (meopuse, pero mi propuesta fue rechazada)… se consideran provocadoras yantidétente. Un costo excesivo. Los que

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los sobornaron están ahora bajo pena deexcomunión. Hablo en serio, George.Hasta ese extremo hemos llegado. Estees el alcance de su autoridad. Imagínate.

Con el gesto de desnudar el pechopara la embestida furiosa de Smiley,Lacon abrió los brazos, permaneció depie y lo observó como antes, mientras enel fondo el eco escocés de Stricklandvolvió a decir la misma verdad pero conmás brutalidad:

—George, han echado los grupos alcubo de la basura. A todos. Ordenes dearriba. No quieren ningún contacto, nisiquiera a distancia. Los artistas deldifunto Vladimir incluidos. En el quinto

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piso hay un archivo especial con dosllaves para ellos. Ningún funcionariotiene acceso a él sin el consentimientopor escrito del jefe. Una copia va alinforme semanal para la inspección delos Sabios. Tiempos turbulentos,George, de verdad, tiempos turbulentos.

—George, ahora serénate —aconsejó Lacon incómodo, pues habíacaptado algo que los demás no oyeron.

—¡Qué enorme tontería! —repitióSmiley deliberadamente. Habíalevantado la cabeza y miraba fijamente aLacon, como si pusiera de relieve labrusquedad de su contradicción—.Vladimir no era caro. Tampoco había

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indulgencia con él. Menos aún eraantieconómico. Sabes perfectamente quedetestaba aceptar nuestro dinero.Tuvimos que obligarle a que loaceptara, pues de lo contrario se hubiesemuerto de hambre. En cuanto a eso eprovocador… antidétente, cualquierasea el significado de esas palabras…bueno, de vez en cuando tuvimos quecontenerlo como ocurre con la mayoríade los buenos agentes, pero cuando setrataba de hacer algo, aceptaba nuestrasórdenes como un cordero. Oliver, tú loadmirabas. Sabes tan bien como yo queera un hombre valioso.

La serenidad de la voz de Smiley no

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ocultaba su ironía. Lacon también habíareparado en las peligrosas manchas decolor que aparecieron en sus mejillas.

Lacon se dirigió bruscamente al másdébil de los presentes:

—Mostyn, espero que se olvide detodo esto. ¿Me oye? Strickland, díselo.

Strickland obedeció con presteza:—¡Mostyn, hoy mismo a las diez y

media se presentará al ama de llaves yfirmará un certificado deadoctrinamiento que prepararé yverificaré personalmente!

—Sí, señor —replicó Mostyndespués de una pausa levementeatemorizada.

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Sólo en ese momento Laconrespondió a la cuestión planteada porSmiley:

—George, admiraba al hombre.Nunca a su grupo. Quiero hacer unadistinción absoluta respecto a estepunto. Al hombre, sí. Si quieres, era enmuchos sentidos una figura heroica. Perono a las personas que frecuentaba: losfantasiosos, los principitos venidos amenos. Ni a los infiltrados del Centro deMoscú que estrecharon tanfraternalmente contra sus pechos. Jamás.Los Sabios tienen razón y no puedesnegarlo.

Smiley se había quitado las gafas y

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las limpiaba con el extremo ancho de lacorbata. Bajo la tenue luz que ahoraatravesaba las cortinas su rostro rollizoparecía húmedo e indefenso.

—Vladimir fue uno de los mejoresagentes que tuvimos —declaró Smileyescuetamente.

—¿Lo dices porque era tuyo? —semofó Strickland a espaldas de Smiley.

—¡Porque era capaz! —exclamóSmiley y un sorprendido silenciodominó la estancia mientras serecuperaba—. Oliver, el padre deVladimir era estonio y un bolcheviqueapasionado —continuó con voz másserena—. Un profesional, un abogado.

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Stalin recompensó su lealtadasesinándolo durante las purgas. Elnombre de pila de Vladimir eraVoldemar, pero lo cambió por lealtad aMoscú y a la revolución. A pesar de loque le habían hecho a su padre, queríaconservar la fe. Se incorporó al EjércitoRojo y la gracia divina evitó quetambién lo purgaran. Ascendió durantela guerra, combatió como un león ycuando ésta acabó esperó la granliberalización rusa con la que habíasoñado y la liberación de su propiopueblo. Nunca llegó. Pero fue testigo dela implacable represión que el gobiernoal que había servido practicó en su

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tierra natal. Millares y millares deestonios acabaron en los campos, entreellos varios parientes suyos —Laconabrió la boca para interrumpirle, perofue lo bastante inteligente para volver acerrarla—. Los más afortunados huyerona Suecia y a Alemania. Estamoshablando de una población de un millónde personas sensatas y trabajadoras, unapoblación que fue aniquilada.Desesperado, una noche nos ofreció susservicios. A nosotros, los ingleses. Fueen Moscú. A partir de ese momento,durante tres años espió para nosotrosdesde el corazón mismo de la capital.Lo arriesgó todo por nosotros, día tras

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día.—Huelga decir que nuestro George,

aquí presente, lo dirigió —protestóStrickland y de algún modo intentabasugerir que ese hecho desautorizaba aSmiley.

Pero ya nada podía detener aSmiley. A sus pies, el joven Mostynhabía abierto desmesuradamente losojos y escuchaba como hipnotizado.

—Oliver, supongo que recuerdasque hasta le dimos una medalla.Obviamente, no para que la usara ni laposeyera. Pero en alguna parte, en untrozo de pergamino que de vez encuando se le permitía ver, había una

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firma muy parecida a la del monarca.—Eso es historia, George —

protestó Lacon débilmente—. Nopertenece a la actualidad.

—Durante tres largos años, Vladimirfue la mejor fuente que tuvimos acercade la capacidad y las intencionessoviéticas… en el momento culminantede la guerra fría. Estaba relacionado conlos grupos del servicio secreto soviéticoy también informó sobre ello. Pero undía, durante una visita de servicio aParís, aprovechó la oportunidad y saltó.Agradezcamos a Dios que lo hiciera,pues de lo contrario se lo habríancargado mucho antes.

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Súbitamente, Lacon estabadesorientado.

—¿Qué quieres decir? —preguntó—. ¿Qué significa mucho antes? ¿Dequé hablas ahora?

—Quiero decir que en aquella épocael Circus estaba dirigido,principalmente, por un agente del Centrode Moscú —replicó Smiley conmortífera paciencia—. Fue una suerteque Bill Haydon estuviese estacionadoen el extranjero mientras Vladimirtrabajaba para nosotros. Tres meses másy Bill lo habría lanzado a la luna.

Como Lacon no supo que decir,Strickland ocupó su lugar.

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—Bill Haydon esto y Bill Haydonaquello —se burló—. Sólo porquetuviste aquella dificultad extra con él…—tenía la intención de continuar, perolo pensó mejor—. Maldita sea, Haydonestá muerto —concluyó hoscamente—,igual que toda esa época.

—Igual que Vladimir —agregóSmiley serenamente y una nueva pausadominó el ambiente.

—George —entonó Lacon conseriedad, como si hubiese encontradotardíamente lo que buscaba en el librode plegarias—. Somos pragmáticos,George. Nos adaptamos. No somos losguardianes de ninguna llama sagrada.

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¡Te pido, te recomiendo que lorecuerdes!

Sereno aunque inflexible, Smileyaún no había concluido el obituario delviejo, pero quizá percibía ya que era laúnica nota necrológica que se le iba adedicar.

—Es verdad que cuando salióempezó a ser un valor en baja, comotodos los ex agentes —agregó.

—Eso digo yo —comentó Stricklandsotto voce.

—Se quedó en París y se consagróincondicionalmente al movimiento porla independencia del Báltico. Deacuerdo, era una causa perdida. Sucede

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que hasta hoy, los ingleses se hannegado a hacer un reconocimiento dejure de la anexión de los tres estadosbálticos por parte de los soviéticos…pero tampoco te preocupes por esto.Oliver, quizá sepas que Estoniamantiene una legación y un consuladogeneral totalmente respetables enQueen’s Gate. Al parecer, no nosmolesta apoyar causas perdidas, una vezque están totalmente perdidas —respiróprofundamente—. De acuerdo, en Parísformó un Grupo del Báltico y el grupoestaba en plena decadencia, comoocurre siempre con los grupos deemigrados y las causas perdidas…

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¡Oliver, déjame continuar, no suelohablar mucho!

—Mi querido compañero —dijoLacon ruborizándose—, expláyate todolo que quieras —agregó, y acalló unanueva protesta de Strickland.

—Su grupo se dividió y hubodiscusiones. Vladimir tenía prisa yquería unificar todas las facciones. Estastenían intereses creados y no se pusieronde acuerdo. Se desencadenó una batallacampal, rompieron algunas cabezas y losfranceses lo expulsaron. Lo trasladamosa Londres con un par de suslugartenientes. En su vejez, Vladimirretornó a la religión luterana de sus

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antepasados y cambió el salvadormarxista por el Mesías cristiano. Creoque también estimulamos estas cosas.Pero tal vez ya no sea ésa la política.Ahora él ha sido asesinado. Puesto quehablamos de antecedentes, éstos son losde Vladimir. Ahora bien, ¿por qué estoyaquí?

La campanilla de la puerta no pudosonar más oportunamente. Lacon seguíabastante sonrojado y Smiley, querespiraba pesadamente, se limpiaba unavez más las gafas. El acólito Mostyn sepuso respetuosamente de pie, quitó lacadena de la puerta e hizo pasar a unalto mensajero vestido de motociclista,

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de cuya mano enguantada colgaba unmanojo de llaves. Mostyn llevóreverentemente las llaves a Strickland,que firmó el recibo de entrega y apuntóalgo en su cuaderno. El mensajero partiódespués de dirigir una mirada atenta yenternecida a Smiley, que le dejó con lasensación culpable de que tendría quehaberlo reconocido incluso bajo todosaquellos chismes. Pero Smiley estabaocupado con ideas más acuciantes. Sinel menor respeto, Strickland dejó caerlas llaves en la mano extendida deLacon.

—¡De acuerdo, Mostyn, dígaselo! —atronó Lacon súbitamente y, le gustase o

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no a Smiley, poniendo fin a su diatriba—. Cuénteselo con sus propias palabras.

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5Mostyn permanecía sentado con una

rigidez muy personal. Hablóserenamente. Lacon se retiró a un rincónpara oírlo y apoyó las manos debajo desu nariz como un juez. Strickland sehabía erguido y, al igual que Mostyn,parecía controlar las palabras en buscade errores.

—Vladimir telefoneó hoy al Circus,a la hora de almorzar, señor —explicóMostyn, pero no aclaró a qué «señor» serefería—. Yo era el funcionario deguardia de Oddbins y recibí la llamada.

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Strickland le corrigió condesagradable celeridad:

—Querrá decir ayer. Por favor,exprésese con precisión.

—Lo siento, señor. Ayer —secorrigió Mostyn.

—Bien, hable con propiedad —aconsejó Strickland.

Mostyn explicó que actuar comofuncionario de guardia de Oddbins sólosuponía permanecer allí durante la pausadel almuerzo y controlar los escritoriosy las papeleras a la hora de salida.Como el personal de Oddbins tenía pocaantigüedad para cumplir guardiasnocturnas, sólo existía esa lista de turnos

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para el mediodía y las tardes.Vladimir, repitió, se comunicó a la

hora del almuerzo a través de la líneasalvavidas.

—¿Línea salvavidas? —preguntóSmiley desconcertado—. No sé qué eseso.

—Es el sistema que tenemos paramantenernos en contacto con los agentesmuertos, señor —respondió Mostyn,pero se llevó los dedos a la sien ymurmuró—: Oh, Dios mío —volvió aempezar—: Me refiero a los agentes quehan cumplido su cometido pero aúnfiguran en la nómina de asistenciasocial, señor —agregó tristemente.

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—Entonces él llamó y tú respondiste—sintetizó Smiley amablemente—.¿Qué hora era?

—Exactamente la una y cuarto,señor. Verá, Oddbins es una especie degabinete de lectura de Fleet Street. Haydoce escritorios y en un extremo elgallinero del jefe de sección, con untabique de vidrio entre él y nosotros. Lalínea salvavidas se guarda en una cajabajo llave. Normalmente, el jefe desección es quien guarda la llave. Pero ala hora del almuerzo se la entrega alperro de guardia. Abrí la caja y oí lavoz de un extranjero que decía «hola».

—Empiece de una vez, Mostyn —

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protestó Strickland.—Respondí con otro «hola», señor

Smiley. Es lo que hacemos todos. Éldijo: «Soy Gregory y llamo a Max.Tengo algo muy urgente para él. Porfavor, póngame inmediatamente conMax.» Le pregunté de dónde llamaba,que es algo de trámite, pero sólorespondió que tenía monedas de sobra.No hemos recibido órdenes de rastrearlas llamadas que entran y, de todosmodos, lleva mucho tiempo. Junto a lalínea salvavidas hay un selectorelectrónico de tarjetas, en el que figurantodos los nombres de trabajo. Le dijeque esperara y escribí «Gregory». Eso

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es lo que hacemos después de preguntarde dónde llaman. Apareció en elselector. «Gregory equivale a Vladimir,ex agente, ex general soviético, exdirigente del Grupo de Riga.» Acontinuación la referencia delexpediente. Escribí «Max» y le encontréa usted, señor —Smiley asintióligeramente con la cabeza—. «Maxequivale a Smiley.» Después escribí«Grupo de Riga» y me di cuenta de queusted había sido su último vicario,señor.

—¿El vicario de ellos? —preguntóLacon como si hubiese detectado unaherejía—. Mostyn, ¿Smiley fue su último

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vicario? ¿Qué demonios…?—Pensé que estabas enterado de

todo esto, Oliver —intervino Smileypara cortarlo.

—Sólo de lo fundamental —puntualizó Lacon—. Ante una crisis, unosólo se ocupa de los elementosprimordiales.

En su cerrado escocés y sin perderde vista a Mostyn, Stricklandproporcionó a Lacon la explicaciónobligada:

—Tradicionalmente, lasorganizaciones como el «Grupo deRiga» contaban con dos oficialesencargados del caso. El cartero, que les

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allanaba el camino, y el vicario, queestaba por encima de la lucha. Unafigura paternal —dijo y señaló condesgana a Smiley.

—Mostyn, ¿quién figuraba en latarjeta como el cartero más reciente? —preguntó Smiley ignorando por completoa Strickland.

—Esterhase, señor. Su nombre detrabajo es Héctor.

—¿Y no preguntó por él? —preguntóSmiley a Mostyn y volvió a ignorar aStrickland.

—No le he entendido, señor.—¿Vladimir no preguntó por Héctor,

su cartero? Preguntó por mí. Max. Sólo

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Max. ¿Está seguro?—Quería comunicarse con usted y

con nadie más, señor —respondióMostyn con la mayor seriedad.

—¿Tomó notas?—La línea salvavidas queda

grabada automáticamente, señor.También tiene adosado un relojacústico, por lo que conocemos la horaexacta.

—Maldito sea, Mostyn, es un asuntoconfidencial —se quejó Strickland—.Es verdad que el señor Smiley es un exmiembro distinguido, pero ya nopertenece a la familia.

—Mostyn, ¿qué hiciste después? —

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inquirió Smiley.—Señor, las instrucciones

permanentes apenas me proporcionaronorientación —respondió Mostyn y, aligual que Smiley, volvió a mostrar unadeliberada indiferencia hacia Strickland—. Tanto «Smiley» como «Esterhase»figuraban en lista de espera, es decir,que sólo se podía contactar con ellos através del quinto piso. Mi jefe desección había salido a comer y noregresaría hasta las dos y cuarto —seencogió ligeramente de hombros—. Lecontesté con evasivas. Le pedí quevolviera a llamar a las dos y media.

Smiley se volvió hacia Strickland.

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—Me parece que te oí decir que losexpedientes de todos los emigradosfueron enviados a un lugar especial.

—Así es.—¿Pero en el selector de tarjetas no

debía figurar algo a ese respecto?—Debía figurar y no estaba —

respondió Strickland.—Esa es precisamente la cuestión,

señor —coincidió Mostyn y sólo sedirigió a Smiley—. En esa fase noexistía el menor indicio de que Vladimiro su grupo se hubiesen desmadrado. Ajuzgar por la tarjeta, él sólo era comocualquier otro agente jubilado que da unsablazo. Supuse que quería dinero,

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compañía o algo así. Recibimos muchasllamadas de ese tipo. Déjaselo al jefe desección, pensé.

—Cuyo nombre no se dirá, Mostyn—intervino Strickland—. Recuérdelo.

En ese momento, por la mente deSmiley pasó la idea de que la reticenciade Mostyn —su actitud de rondar condisgusto algún secreto peligrosomientras hablaba— podía relacionarsecon el deseo de proteger a un superiornegligente. Pero las palabras quepronunció a continuación anularon dichaidea, ya que se desvivió por dar aentender que su superior estaba en falta.

—El problema consistió en que el

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jefe de mi sección no regresó hasta lastres y cuarto, de modo que cuandoVladimir telefoneó a las dos y media,tuve que desembarazarme nuevamentede él. Estaba furioso —dijo Mostyn—.Me refiero a Vladimir. Le pregunté simientras tanto podía hacer algo y dijo:«Encuentre a Max. Comuníqueme conMax. Dígale a Max que he estado encontacto con algunos amigos, y tambiéncon los vecinos a través de amigos.» Enla tarjeta figuraban un par de notas sobresu código y me enteré que «vecinos»quería decir servicio secreto soviético.

Una impasibilidad de mandarín sehabía apoderado del rostro de Smiley.

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La emoción anterior había desaparecidopor completo.

—¿Ya las tres y cuarto informastedebidamente de todo esto a tu jefe desección?

—Sí, señor.—¿Le hiciste oír la cinta?—No tenía tiempo para escucharla

—respondió Mostyn despiadadamente—. Tuvo que marcharse de inmediato aun largo fin de semana.

La testaruda concisión del discursode Mostyn era ahora tan evidente queStrickland se sintió obligado a cubrir laslagunas.

—Sí, bueno, George, no caben dudas

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de que si buscamos chivos expiatorios,el jefe de la sección de Mostyn hacometido un error gravísimo, no cabeduda —declaró Strickland—. Olvidópedir los papeles de Vladimir… aunque,desde luego, no habrían estadodisponibles. Olvidó informarse sobrelas órdenes permanentes respecto a losemigrados. Al parecer, tambiénsucumbió a una fuerte dosis de fiebre defin de semana y no dijo cuál sería suparadero si se le necesitaba. Dios leayude el lunes por la mañana. Ah, sí.Vamos, Mostyn. Muchacho, estamosesperando.

Mostyn reanudó obediente el relato.

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—Vladimir telefoneó por tercera yúltima vez a las tres y cuarenta y tres,señor —explicó hablando incluso conmás lentitud que antes—. Debió dehacerlo a las cuatro menos cuarto, perose adelantó dos minutos.

En este momento, Mostyn contabacon un informe incompleto de su jefe desección, que ahora repitió a Smiley.

—Lo considero una tontería. Yotenía que averiguar qué quería realmenteel viejo, si es que quería algo, y si todolo demás fracasaba concertaría una citacon él para tranquilizarle. Tenía queofrecerle un trago, señor, darlepalmadas en la espalda y no prometerle

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nada salvo que transmitiría cualquiermensaje que me llegase.

—¿Y los «vecinos»? —inquirióSmiley—. ¿No constituían un problemapara el jefe de su sección?

—Señor, pensó que se trataba de unaexageración dramática del agente.

—Comprendo. Sí, comprendo —pero sus ojos, en flagrantecontradicción, se cerraroncompletamente durante unos segundos—. ¿Y cómo se desarrolló el diálogocon Vladimir durante la tercerallamada?

—Señor, según Vladimir, tenía queproducirse un encuentro inmediato o

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nada. Puse a prueba las alternativassobre las cuales me habían instruido:«Escríbanos una carta… ¿es dinero loque quiere? Seguramente puede esperarhasta el lunes…» En ese momento, él megritaba por teléfono. «Un encuentro onada. Esta noche o nunca. Reglas deMoscú. Insisto en las Reglas de Moscú.Dígaselo a Max…» —Mostyn seinterrumpió, alzó la cabeza y, sinpestañear, devolvió la mirada hostil quele dirigía Lauder Strickland.

—¿Qué le dijera qué a Max? —preguntó Smiley y miró a cada uno delos presentes.

—Hablábamos en francés, señor. La

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tarjeta decía que el francés era su lenguapreferida después de la materna y yosólo he hecho dos niveles de ruso.

—No viene al caso —intervinoStrickland.

—¿Qué le dijera qué a Max? —repitió Smiley.

Los ojos de Mostyn estudiaron unpunto del suelo situado a uno o dosmetros de sus pies.

—Quería decir: dígale a Max queinsista en que se trata de las Reglas deMoscú.

Lacon, que durante los últimosminutos había permanecidoexcepcionalmente callado, habló en ese

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momento:—George, aquí hay un punto que

conviene resaltar. En este caso, elCircus no era el demandante. Él lo era.El ex agente. Él hacía todas laspresiones, iba a la cabeza de todo. Sihubiese aceptado nuestra sugerencia ypresentado por escrito su información,nada de esto hubiese ocurrido. Él mismose lo buscó. ¡George, insisto en quetengas en cuenta esta cuestión!

Strickland encendía otro cigarrillo.—De todas formas, ¿quién oyó

hablar de las Reglas de Moscú en mediodel sangriento Hampstead? —preguntóStrickland mientras apagaba el fósforo.

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—Eso de sangriento Hampstead escorrecto —opinó Smiley.

—Mostyn, concluye de una vez elrelato —ordenó Lacon y se ruborizó.

Habían acordado una hora, sintetizóMostyn inexpresivamente y se miraba lapalma de la mano izquierda como sileyera en ella su destino.

—Las diez y veinte, señor.Se habían puesto de acuerdo con

respecto a las Reglas de Moscú, agregó,y los procedimientos corrientes decontacto, que Mostyn había establecidomás temprano al consultar el índice deencuentros de Oddbins.

—¿Y cuáles eran exactamente los

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procedimientos de contacto? —preguntóSmiley.

—Una cita con un cuaderno deescritura, señor —respondió Mostyn—.Una vez más, el curso de adiestramientode Sarratt, señor.

Súbitamente, Smiley se sintióinvadido por la intimidad del respeto deMostyn. No deseaba convertirse en elhéroe de ese muchacho ni dejarseacariciar por su voz, su mirada, sus«señor». No estaba preparado para laadmiración agobiante de esedesconocido.

—En Hampstead Heath, a diezminutos de camino de East Heath Road,

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hay un vestuario que da a un campo dedeportes situado en el lado sur de laavenida, señor. La seña de seguridad erauna chincheta nueva clavada en lo altodel primer poste de madera de laizquierda según se entra.

—¿Y la contraseña? —preguntóSmiley, aunque ya conocía la respuesta.

—Una marca con tiza amarilla —dijo Mostyn—. Supongo que el amarilloera una especie de sello del grupo de losviejos tiempos —había adoptado el tonode quien está a punto de concluir sudiscurso—. Clavé la chincheta, volvíaquí y esperé. Como él no apareció,pensé: bueno, si está obsesionado por

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los secretos, tendré que volver alcobertizo y comprobar su contraseñapara saber que está por allí y que sepropone utilizar el recurso.

—¿Cuál era?—La recogida en coche cerca de la

estación de Swiss Cottage a las once ycuarenta, señor. Estaba a punto de salira echar un vistazo cuando el señorStrickland telefoneó y me ordenó que nome moviera hasta recibir nuevas órdenes—Smiley supuso que Mostyn ya habíaacabado, pero no era así. Aparentementeignorante de todo salvo de sí mismo,Mostyn meneó con lentitud su cabezarubia y bien formada—. No llegué a

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conocerlo —agregó estupefacto—, Fuemi primer agente, no llegué a conocerloy jamás sabré qué intentaba decirme. Miprimer agente y está muerto. ¡Esincreíble! Me siento como un Jonásconsumado —siguió meneando lacabeza después de su comentario.

Lacon agregó una rápida posdata:—Sí, bueno, George, actualmente

Scotland Yard cuenta con unacomputadora. La patrulla de Heathencontró el cadáver, acordonó la zona yen cuanto introdujeron el nombre en lacomputadora, se encendió una luz, unmontón de dígitos o algo así, por lo queinmediatamente supieron que él figuraba

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en nuestra lista de espera especial. Apartir de ese momento todo funcionócronométricamente. El comisariotelefoneó al Ministerio del interior, elMinisterio al Circus…

—Y tú me telefoneaste a mí —concluyó Smiley—. ¿Por qué, Oliver?¿Quién te sugirió que me hicierasentraren esto?

—George, ¿tiene importancia?—¿Enderby?—Si tanto insistes, pues sí, lo

sugirió Saul Enderby. George,escúchame.

Por fin había llegado el momento deLacon. La cuestión fuera cual fuese,

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estaba ante ellos, circunscrita si norealmente definida. Mostyn quedó almargen. Lacon permanecíaconfiadamente de pie ante la figurasentada de Smiley y se había arrogadolos derechos de un viejo amigo.

—George, tal como están las cosas,puedo presentarme ante los Sabios ydecir: «He investigado y las manos delCircus están limpias.» Puedo decirlo.Circus no estimuló a esas personas ni asu dirigente. ¡Durante un año entero nole han pagado nada!» Absolutamentehonesto. No son propietarios de suapartamento ni de su coche, no le paganel alquiler, ni educan a sus bastardos, ni

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envían flores a su amante ni mantienencon él o los suyos ninguna de lasrelaciones antiguas y lamentables. Elúnico vínculo era con el pasado. Losoficiales encargados de su caso hanabandonado para siempre la escena: túmismo y Esterhase, ambos de la viejaguardia, ya no figuráis en la nómina.Puedo decirlo con la mano sobre elcorazón. Decírselo a los Sabios y, si esnecesario, personalmente a mi ministro.

—No te entiendo —dijo Smiley condeliberada torpeza—. Vladimir eranuestro agente e intentaba decirnos algo.

— Nue s tr o ex agente, George.¿Cómo sabemos que intentaba decirnos

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algo? No le dimos ninguna información.Él habló de urgencia… incluso de losservicios secretos soviéticos… ¡comolo hacen tantos ex agentes cuando sedesviven por conseguir un subsidio!

—Vladimir, no —insistió Smiley.Pero los sofismas eran patrimonio

de Lacon. Había nacido para ellos, losrespiraba, era capaz de volar y nadar enellos y nadie en Whitehall lo superaba.

—¡George, no pueden considerarnosresponsables de cada ex agente que daun imprudente paseo nocturno por unode los espacios verdes de Londres quecada día resultan más peligrosos! —abrió las manos a modo de súplica—.

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George, ¿qué vamos a hacer? Elige.Elige tú. Por un lado, Vladimir dijo quequería hablar contigo. Camaradasretirados, una charla sobre los viejostiempos, ¿por qué no? A fin de dar unsablazo, como podría hacerlo cualquierade nosotros, fingió que tenía algo para ti.Una pepita informativa. ¿Por qué no?Todos lo hacen. Sobre esa base, miministro nos respaldará. No es necesarioque rueden cabezas, no habrá berrinchesni histerias de gabinete. Él nos ayudará aponer punto final al caso. Naturalmente,no sería una tapadera. Pero él utilizarásu criterio. Si lo cojo de buen humor,incluso es probable que opine que no

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tiene sentido preocupar a los Sabios contodo esto.

—Amén —dijo Strickland.—Por otro lado —insistió Lacon e

hizo acopio de toda su capacidadpersuasiva para el golpe final—, si lascosas fracasaran, George, y al ministrose le metiera en la cabeza quesolicitamos sus buenos oficios a fin deborrar las huellas de una aventura noautorizada que ha abortado… —volvía apasear rodeando un cenegal imaginario—, y se desencadenara un escándalo,George, y se demostrara que el Circusestaba comprometido… tu viejoservicio, George, al que estoy seguro

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que aún quieres… comprometido con ungrupo de emigrados notoriamenterevanchistas… volubles, locuaces,violentamente contrarios a la détente…con todo tipo de fijacionesanacrónicas… una resaca de los peoresdías de la guerra fría… el arquetipomismo de todo lo que nuestros jefes noshan dicho que evitemos… —habíallegado de nuevo a una esquinaligeramente apartada del círculo de luz—, George, ha habido una muerte… y unintento de cobertura, va que sin duda lollamarían así… con toda la publicidadderivada de ello… bueno, podría ser unescándalo demasiado grande. George, el

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servicio es todavía un niño débil yenfermizo, y en las manos de esta gentenueva se ha vuelto desesperadamentedelicado. En este período de surenacimiento, podría morir de un simpleresfriado. Si lo hace, tu generación noserá la menos responsable. Tienes undeber, como todos nosotros, lealtad.

¿Deber con qué? , se preguntóSmiley con esa parte de su persona quea veces parecía convertirse enespectadora. ¿Lealtad para con quién?«No hay lealtad sin traición», solíadecirle Ann cuando ambos eran jóvenesy él se había atrevido a quejarse de susinfidelidades. Durante unos instantes,

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nadie habló.—¿Y el arma? —preguntó

finalmente Smiley, con el tono dealguien que somete a prueba una teoría—. ¿Cómo lo explicas, Oliver?

—¿Qué arma? No había armaninguna. Le dispararon. Probablementesus propios camaradas, que conocíansus manejos. Para no hablar de suapetito por las esposas de los demás.

—Sí, le dispararon —coincidióSmiley—. En la cara. A una distanciamuy corta. Con una bala de puntaflexible. Y lo registraronsuperficialmente. Le quitaron la cartera.Ese es el diagnóstico de la policía. Pero

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el nuestro sería distinto, ¿no es así,Lauder?

—¡Imposible! —respondióStrickland y le miró con el ceñofruncido a través de una nube de humode cigarrillo.

—Bueno, mi diagnóstico sí seríadistinto.

—Oigámoslo entonces, George —propuso Lacon generosamente.

—El arma utilizada para asesinar aVladimir fue un mecanismo corriente deasesinato del Centro de Moscú —aseguró Smiley—. Iba oculta en unacámara, un maletín o cualquier objetoparecido. Una bala de punta flexible se

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dispara a quemarropa. Para destruir,castigar y desanimar a los demás. Si malno recuerdo, exhibían una en el museonegro de Sarratt.

—Aún la tienen y es horrenda —comentó Mostyn.

Strickland dedicó a Mostyn unamirada severa.

—¡Pero George! —exclamó Lacon.Smiley esperó pues sabía que, en eseestado de ánimo. Lacon era capaz derenegar del Big Ben—. Esas personas…esos emigrados… de los cuales estedesgraciado formaba parte… ¿acaso novienen de Rusia? ¿La mitad de ellos nohan estado en contacto con el Centro de

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Moscú… estemos enterados o no? Unarma como ésa… desde luego, no digoque tengas razón… ¡pero en el mundo deellos un arma como ésa podría ser tancomún como el queso!

Contra la estupidez, hasta losmismos dioses luchan en vano, pensóSmiley, pero Schiller no había tenido encuenta a los burócratas. Ahora Laconhablaba con Strickland.

—Lauder, sigue pendiente el asuntode la nota cronológica —era una orden—. Quizá debieras tratar de hablarnuevamente con ellos, ver hasta dóndehan llegado —con los pies cubiertosúnicamente por los calcetines,

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Strickland cruzó obedientemente la salahasta el teléfono y marcó un número—.Mostyn, creo que debería llevar estascosas a la cocina. No queremos dejarhuellas innecesarias, ¿verdad? —unavez despedido Mostyn, Smiley y Laconquedaron a solas. Lacon agregó—:George, tiene que ser sí o no. Hay quehacer una limpieza, dar explicaciones alos proveedores, esas cosas. Lacorrespondencia. La leche. Los amigos.Lo que esas personas tengan. Nadieconoce el campo como tú. Nadie. Lapolicía ha prometido darte ventaja en lasalida. No tardará mucho aunquerespetará un orden prudencial con

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respecto a las cosas y dejará que larutina haga lo suyo —con un saltonervioso, Lacon se acercó al sillón deSmiley y se sentó torpemente en el brazo—. George, fuiste su vicario. Deacuerdo, te estoy pidiendo que vayas aleer los oficios. El te buscaba a ti,George. No a nosotros sino a ti.

Strickland le interrumpió desde sulugar junto al teléfono:

—Oliver, preguntan por la firma dela nota necrológica. Si estás de acuerdo,les gustaría que fuera la tuya.

—¿Por qué no la del jefe? —inquirió Lacon cautelosamente.

—Supongo que piensan que la tuya

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es una firma de más peso.—Dile que espere un poco —agregó

Lacon y con un movimientorocambolesco se metió el puño en elbolsillo—. ¿Quieres que te dé lasllaves, George? —las balanceó delantedel rostro de Smiley—. Bajodeterminadas condiciones, ¿de acuerdo?—las llaves aún se balanceaban. Smileylas miró fijamente y quizá preguntó«¿qué condiciones?» o tal vez se limitóa mirar; en realidad, no estaba de humorpara conversar. Había concentrado sumente en Mostyn y en los cigarrillosdesaparecidos o en las llamadastelefónicas sobre los vecinos, en los

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agentes sin rostro, en el sueño. Lacon ledaba una gran importancia al hecho deenumerar sus frases—. Uno, no eres unciudadano público. Eres el albaceatestamentario de Vladimir, no el nuestro.Dos, perteneces al pasado y no alpresente y te comportas de acuerdo conello. Perteneces al pasado saneado.Verterás aceite sobre las aguas pero nolas enturbiarás. Naturalmente,reprimirás tu interés de viejoprofesional por él, pues eso daría aentender que existía el nuestro. En esascondiciones, puedo darte las llaves, ¿sío no?

Mostyn estaba junto a la puerta de la

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cocina. Se dirigía a Lacon, pero sus ojosserios se movían constantemente haciaSmiley.

—¿Qué quiere, Mostyn? —preguntóLacon—. ¡Dese prisa!

—Señor, acabo de recordar una notaque figuraba en la tarjeta de Vladimir.Tenía esposa en Tallinn. Me pregunté siella debía ser informada. Pensé que eramejor informar de esta cuestión.

—Una vez más, la tarjeta es inexacta—explicó Smiley y devolvió la miradade Mostyn—. Ella estaba con él enMoscú cuando Vladimir desertó. Laarrestaron y la trasladaron a un campode trabajos forzados. Murió allí.

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—El señor Smiley debe hacer lo queconsidere correcto con respecto a estascosas —dijo Lacon de prisa, deseoso deevitar un nuevo estallido, y dejó caer lasllaves en la pasiva palma de la mano deSmiley.

Súbitamente todo estaba enmovimiento. Smiley se había puesto depie, Lacon ya había recorrido la mitadde la sala y Strickland le ofrecía elteléfono. Mostyn se había deslizadohasta el pasillo a oscuras y cogía elimpermeable de Smiley de la percha.

—Mostyn, ¿qué más te dijo Vladimirpor teléfono? —inquirió Smiley en vozbaja y pasó un brazo por la manga del

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impermeable.—Dijo: «Dígale a Max que se

refiere al Genio fabuloso que hacedormir a los niños. Dígale que tengo dospruebas y que puedo llevarlas conmigo.Entonces es posible que esté dispuesto averme.» Lo repitió dos veces. Figurabaen la cinta, pero Strickland la borró.

—¿Sabes qué quería decir Vladimircon esa frase? Habla en voz baja.

—No, señor.—¿En la tarjeta no había nada?—No, señor.—¿Ellos saben a qué se refería? —

preguntó Smiley y señaló fugazmentecon la mano a Strickland y a Lacon.

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—Supongo que Strickland podríasaberlo, pero no estoy seguro.

—¿Es verdad que Vladimir nopreguntó por Esterhase?

—No, señor.Lacon había terminado de hablar por

teléfono. Strickland recuperó el aparatoy siguió hablando. Al ver a Smiley juntoa la puerta, Lacon cruzó la estancia agrandes pasos y le estrechó la mano.

—¡George! ¡Eres un buen hombre!¡Que te vaya bien! Escucha, en algúnmomento me gustaría hablar contigosobre el matrimonio. Un seminario sinlímites. ¡George, cuento contigo paraque me hables del arte del matrimonio!

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—Sí, deberíamos encontrarnos —agregó Smiley. Bajó la mirada y vio queLacon le estrechaba la mano.

Una extraña posdata de eseencuentro introduce confusión en suobjetivo conspirador. Las pautasnormales del Circus exigen que en lospisos francos se coloquen micrófonosocultos. Por extraño que parezca, losagentes lo aceptan, a pesar de que no seles informa de ello y a pesar de que losoficiales encargados de sus casos hacenel esfuerzo de tomar notas. Para la citacon Vladimir, Mostyn había conectadocorrectamente el sistema a la espera dela llegada del anciano y, en medio del

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pánico que posteriormente estalló, anadie se le ocurrió desconectarlo. Losprocedimientos de trámite llevaron lascintas a la sección de transcripcionesque, de buena fe, preparó varios textospara el lector corriente del Circus. Eldesafortunado jefe de Oddbins recibióuna copia, al igual que la secretaria ylos jefes de Personal, Operaciones yFinanzas. Sólo cuando una copiaaterrizó en la bandeja de entradas deLauder Strickland se desencadenó laexplosión y se hizo prometer secreto alos inocentes destinatarios mediantetodo tipo de terribles amenazas. Lagrabación es perfecta. La inquieta

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caminata de Lacon queda registrada, aligual que los apartes sotto voce deStrickland, algunos de los cualesresultaban groseros. Sólo se salvaronlas aturulladas confesiones de Mostyn enel pasillo.

En lo que respecta a Mostyn, no tuvonada más que ver con el asunto. Pocosmeses después dimitió por decisiónpropia, pasando a formar parte delporcentaje de los que abandonan y queactualmente preocupa a todo el mundo.

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6Cuando Smiley salió del piso franco

respiró el aire fresco de esa mañana enHampstead y encontró la misma luzmortecina que también dio los buenosdías a Ostrakova, a pesar de que elotoño estaba más avanzado en París y enlos sicómoros sólo quedaban unas pocashojas. Al igual que Smiley, ella tampocohabía pasado una buena noche. Se habíalevantado a oscuras, se vistió conesmero y, puesto que parecía hacer másfrío, se preguntó si ése sería el día enque se pondría las botas de invierno,

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dado que la corriente de aire en elalmacén podía resultar terrible y seensañaba, sobre todo, con sus piernas.Indecisas, retiró las botas del armario,les pasó un paño e incluso las lustró,pero aún no había decidido si se laspondría o no. Y eso era lo que siemprele ocurría cuando se esforzaba porresolver un problema serio: los nimiosse volvían insoportables. Conocía todaslas señales y las veía llegar, pero nopodía hacer nada. Perdería el bolso,armaría un lío con la contabilidad delalmacén, se quedaría fuera delapartamento sin la llave y tendría querecurrir a la vieja y tonta portera,

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madame la Pierre, que comistrajeaba yrespiraba ruidosamente como una cabraen un campo de ortigas. Cuando eseestado de ánimo se apoderaba de ella,era muy capaz, después de quince añosde hacer el mismo recorrido, de cogerun autobús que no correspondía yterminar, furiosa, en un barriodesconocido. Finalmente se calzó lasbotas —mientras para sus adentrosmurmuraba «vieja idiota, cretina» ycosas por el estilo— y cargada con lapesada bolsa de la compra que habíapreparado la noche anterior, emprendióel camino de costumbre, pasó junto a lastres tiendas en las que solía proveerse y

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no entró en ninguna de ellas, mientrasintentaba dilucidar si había perdido o nosu sano juicio.

Estoy loca. No estoy loca. Alguienintenta matarme, alguien intentaprotegerme. Estoy a salvo. Corro unpeligro mortal. Cavilabaincesantemente, pasando de uno a otroextremo.

Durante las cuatro semanas quehabían pasado desde que recibiera almenudo confesor estonio, Ostrakovahabía percibido muchos cambios en símisma y estaba satisfecha con lamayoría de ellos. El hecho de que sehubiese enamorado de él no era

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pertinente: su aparición fue oportuna y lapicardía del hombre reavivó su propiosentido inconformista en un momento enque corría el riesgo de extinguirse. Él lahabía estimulado. Quizá su aparienciade gato callejero fue lo que le hizorecordar a Glikman y a otros hombres.Ostrakova jamás había sidoestrictamente casta. Por si esto fuesepoco, pensó, el mago es un hombreguapo, conoce a las mujeres, aparece enmi vida con una foto de mi opresor y ladecisión de eliminarlo… ¡pues entoncessería totalmente absurdo, pese a ser unavieja tonta y solitaria, que no meenamorase de él a primera vista!

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Pero la solemnidad del hombre lahabía impresionado aún más que suencanto.

«No debe adornar las cosas», lehabía dicho con excepcional asperezacuando Ostrakova aplicó su sentidofestivo o su necesidad de variación y seapartó ligeramente de la versión quehabía expuesto por escrito al general.«No cometa el error de suponer que elpeligro ha pasado, simplemente por elhecho de que ahora se siente mástranquila.»

Ella había prometido hacer caso desus palabras.

—El peligro es absoluto —había

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dicho él antes de partir—. No está ensus manos acrecentarlo ni reducirlo.

Con anterioridad, algunas personasle habían hablado del peligro, perocuando el mago mencionó el tema,Ostrakova le creyó.

—¿Peligro para mi hija? —habíapreguntado—. ¿Peligro para Alexandra?

—Su hija no tiene nada que ver contodo esto. Puede estar segura de queignora todo lo que ocurre.

—Entonces, ¿peligro para quién?—Peligro para todos los que

conocemos esta cuestión —habíareplicado el mago mientras ella leconcedía graciosamente un único

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abrazo, en el umbral—. Sobre todo,peligro para usted.

Y ahora, durante los últimos tresdías —¿o eran dos, o diez?—,Ostrakova juraba que había visto que elpeligro se cernía sobre ella como unejército de fantasmas alrededor de supropio lecho de muerte. El peligro queera absoluto, que no estaba en sus manosacrecentar ni reducir. Y volvió apercibirlo la mañana de ese sábadomientras caminaba con paso decidido,con sus botas de invierno lustradas ybalanceando a un lado la pesada bolsade la compra: esos dos mismos hombresla perseguían, a pesar de que era fin de

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semana. Hombres duros. Más recios queel hombre macilento. Hombres quepermanecen en los cuarteles generales yescuchan los interrogatorios. Hombresque jamás pronuncian una palabra. Unoiba cinco metros detrás de ella mientrasel otro se mantenía a su altura por laacera de enfrente y en ese momentopasaba frente al umbral de esevagabundo de Mercier, el fabricante develas, cuyo toldo rojo y verde colgaba atan poca altura que suponía un peligroincluso para alguien de la modestaestatura de Ostrakova.

Cuando se permitió reparar en ellospor primera vez, llegó a la conclusión

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de que eran hombres del general.Ocurrió el lunes… ¿o fue el viernes? Elgeneral Vladimir me ha enviado a susguardaespaldas, pensó divertida, ydurante una peligrosa mañana pensó enlos gestos amistosos que les haría a finde expresar su gratitud: las sonrisas deuna complicidad que les dedicaríacuando nadie mirara, incluso la soupeque les prepararía y les llevaría paraayudarles a pasar su vigilia en losumbrales. ¡Dos guardaespaldascorpulentos y fornidos para una viejadama!, había pensado. Ostrakov teníarazón: ¡ese general era un auténticocaballero! Al segundo día, llegó a la

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conclusión de que no estaban allí y deque su voluntad de distinguir a esoshombres sólo era una consecuencia desu deseo de reunirse con el mago. Buscovínculos con él, pensó; del mismo modo,hasta ahora no he sido capaz de lavar elvaso del cual bebió su vodka y desacudir los almohadones en los que sesentó y desde los que me habló sobre elpeligro.

Pero durante el tercer día —¿o fue elquinto?—, tuvo una visión distinta y másdefinida de sus supuestos protectores.Dejó de jugar a la niña pequeña. Fuerael día que fuese, al salir temprano de suapartamento a fin de comprobar un envío

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especial que había llegado al almacén,había abandonado el santuario de susabstracciones sobre las calles deMoscú, tal como las había visto tan amenudo durante los años compartidoscon Glikman. Con excepción de uncoche negro aparcado a veinte metros desu casa, la calle empedrada ydébilmente iluminada estaba vacía. Eraprobable que el coche hubiese llegadoen ese momento. Más tarde creyó que lohabía visto aparcar, aparentemente paraque se apearan los centinelas que haríanla ronda. Frenó bruscamente en elmismo momento en que ella salió. Yapagó los faros. Ostrakova empezó a

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andar con decisión por la acera. «Sobretodo, peligro para usted», recordaba unay otra vez; «peligro para todos los queestamos enterados».

El coche la seguía.«Creen que soy una ramera —pensó

inútilmente—, una de las viejas que seocupan de la clientela de primeras horasde la mañana.»

Súbitamente su único objetivo fueentrar en una iglesia. En cualquieriglesia. La iglesia ortodoxa rusa máspróxima se encontraba a veinte minutosde distancia y era tan pequeña que rezaren ella parecía una sesión deespiritismo; la proximidad de la Sagrada

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Familia ofrecía el perdón por sí misma.Pero veinte minutos equivalían a unavida. Por norma, evitaba las iglesias noortodoxas: era una traición a sunacionalidad. Sin embargo, esa mañana,mientras el coche avanzaba lentamente asu espalda, Ostrakova abandonó susprejuicios y se internó en la primeraiglesia que apareció, que no sólo eracatólica sino católica moderna, de modoque oyó dos veces la misa entera en unfrancés deplorable, leída por una curaobrero que olía a ajo y a cosas peores.Cuando salió, los hombres no estaban ala vista y eso era lo único importante…a pesar de que cuando llegó al almacén

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tuvo que prometer que haría dos horasextraordinarias a fin de compensar losinconvenientes provocados por suretraso. De todos modos, eso fue loúnico importante que ocurrió.

A lo largo de los tres días siguientes—¿o fueron cinco?—, no ocurrió nada.Ostrakova se había vuelto tan incapaz deahorrar tiempo como dinero. Fueron treso cinco días, se habían ido, nunca habíanexistido. Todo correspondía a su modode «adornar las cosas», como habíadicho el mago, a su estúpida costumbrede ver demasiado, de mirar ademasiadas personas a los ojos, deinventar demasiados incidentes. Hasta

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hoy, en que estaban de regreso. Pero hoyera cincuenta mil veces peor, pues hoye r a ahora, y hoy la calle estaba tanvacía como el último día del mundo o elprimero y el hombre que se encontrabacinco metros atrás se acercaba y elhombre que había pasado bajo el toldoescandalosamente peligroso de la tiendade Mercier cruzaba la calle parareunirse con el primero.

Se suponía que lo ocurrido después,según las descripciones o laimaginación de Ostrakova, tuvo lugar ala velocidad del rayo. En un instanteestabas en posición vertical, andandopor la acera, y al siguiente, en medio de

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una ráfaga de luces y el aullido de lassirenas, te trasladaban por el aire hastala mesa de operaciones rodeada decirujanos con máscaras de todos loscolores. O estabas en el Cielo, ante elTodopoderoso, y musitabas excusas conrespecto a ciertos deslices de los que enrealidad no te arrepentías y a Él no leimportaban, si es que le entendías. O, enel peor de los casos, recuperabas elconocimiento y te devolvían a tuapartamento como una paciente en curaambulatoria y tu aburrida hermanastraValentina lo dejaba todo, muy aregañadientes, a fin de venir desde Lyony convertirse en una regañona incesante

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junto a tu cama.Ninguna de esas expectativas se

cumplió.Lo que ocurrió tuvo lugar con la

lentitud de un ballet acuático. El hombreque la seguía se colocó a su lado yocupó la posición derecha o interior. Enese mismo momento, el hombre quehabía cruzado la calle desde la tienda deMercier se acercó por la izquierda,andando junto al bordillo en lugar dehacerlo por la acera, de modo queaccidentalmente la salpicó con el aguade lluvia del día anterior mientrasavanzaba. Dada su fatal costumbre demirar a los ojos de la gente, Ostrakova

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observó a sus dos acompañantesindeseados y vio rostros que ya habíareconocido y que conocía de memoria.Ellos habían perseguido a Ostrakov,asesinado a Glikman y, en su opinión,habían asesinado durante siglos a todoel pueblo ruso, fuese en nombre del zar,de Dios o de Lenin. Apartó la mirada delos hombres y vio que el coche negroque la había seguido mientras iba haciala iglesia bajaba lentamente por la callevacía en dirección a ella. Por tanto, hizoexactamente lo que había pensadodurante toda la noche, aquello que lahabía mantenido despierta mientras loimaginaba. En la bolsa de la compra

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había guardado una vieja plancha, unachatarra que Ostrakov había compradoen la época en que suponía que podríaganar algunos francos vendiendoantigüedades. La bolsa de la compra erade cuero —de retazos verdes y pardos— y muy resistente. Ostrakova la echóhacia atrás y la dirigió con todas susfuerzas contra el hombre que andabajunto al bordillo… hacia sus ingles, elodiado centro de su persona. Éste lanzóuna maldición —ella no llegó a oír enqué idioma— y cayó de rodillas. En esemomento, el plan de Ostrakova naufragó.No esperaba tener un enemigo a cadalado y necesitaba tiempo para recuperar

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el equilibrio y balancear la plancha endirección al segundo hombre. Pero él nose lo permitió. Rodeó con sus brazos losde ella, la cogió como a un saco degrasa y la levantó del suelo. Ella viocaer la bolsa de la compra y oyó elruido de la plancha cuando ésta salió dela bolsa y chocó contra la tapa de undesagüe. Con la vista hacia abajo, vioque sus botas colgaban a diezcentímetros del suelo, igual que si sehubiese ahorcado como su hermanoNiki, cuyos pies estaban vueltos haciadentro como los de un inocentón. Notóque una de las punteras, la izquierda, sehabía rayado en la refriega. Ahora los

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brazos del agresor se apretaron con másfuerza contra su pecho y se preguntó sise le romperían las costillas antes deasfixiarse. Sintió que él la echaba haciaatrás y supuso que la estabaacomodando para introducirla en elcoche, que ahora bajaba por la calle abastante velocidad: la estaban raptando.Esa idea la aterrorizó. Nada, y menosaún la muerte, le resultó tan temible enese momento como la idea de que esoscerdos la llevasen de regreso a Rusia yla sometiesen a ese tipo de muertecarcelaria, lenta y doctrinaria que,estaba convencida, había acabado conGlikman. Se debatió con todas sus

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fuerzas y logró morderle una mano alhombre. Vio a un par de curiosos queparecían tan asustados como ella.Entonces se dio cuenta de que el cocheno reducía la velocidad y de que loshombres se proponían algo muy distinto:no pensaban raptarla sino asesinarla.

El hombre la soltó.Ostrakova se tambaleó pero no cayó

y cuando el coche viró para derribarla,dio gracias a Dios y a todos los ángelespor haber tomado la decisión de ponerselas botas de invierno, ya que elparachoques delantero le golpeó lasespinillas y cuando volvió a ver sus pieslos tenía delante de la cara, mientras sus

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muslos desnudos estaban separadoscomo para parir. Voló unos segundos ychocó contra el pavimento con todo elcuerpo: con la cabeza, la columnavertebral y los talones; después rodócomo una salchicha por el empedrado.El coche la había adelantado, pero oyóque daba un frenazo y se preguntó siharía marcha atrás y volvería parapasarle por encima. Intentó moversepero estaba demasiado atontada. Oyóvoces y los golpes de las puertas delcoche que se cerraban, oyó que el motorrugía y se desvanecía, de modo que elcoche se alejaba o ella perdía el sentidodel oído.

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—No la toquen —dijo alguien.«No, no», pensó.—Es la falta de oxígeno —se oyó

decir—. Ayúdenme a ponerme de pie yme recuperaré —¿por qué demoniospronunció esas palabras? ¿O acaso sólolas pensó?— Aubergines —agregó—.Llamen a las aubergines —no sabía sise refería a la compra de berenjenas o alas guardias femeninas de tráfico que,según la jerga parisina, se conocían conel nombre de aubergine.

Después unas manos de mujer lacubrieron con una manta y sedesencadenó una acalorada discusión enfrancés acerca de lo que había que

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hacer. ¿Alguien había visto lamatrícula?, deseaba preguntar. Pero enrealidad estaba demasiado soñolientapara preocuparse y, además, no teníaoxígeno… la caída lo había arrebatadode su cuerpo para siempre. Tuvo unavisión de aves medio muertas que habíavisto en el campo ruso, aves quealeteaban en vano sobre el suelomientras esperaban la llegada de losperros. General, pensó, ¿recibió misegunda carta? Mientras flotaba,Ostrakova lo recordó y le rogó que laleyera y respondiera a su súplica.General, lea mi segunda carta.

La había escrito hacía una semana,

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en un momento de desesperación. Lahabía enviado el día anterior, en otromomento desesperado.

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7En la zona de Paddington Station hay

hileras de casas victorianas, blancascomo lujosos barcos de crucero, y pordentro oscuras como sepulcros. Esesábado por la mañana, WestbourneTerrace, una de ellas, brillabaespléndidamente, pero el sendero queconducía hasta la parte que correspondíaa Vladimir estaba bloqueado en unextremo por un montón de colchonespodridos y, en el otro, como una barrerafronteriza, por una aplastada valla.

—Gracias, bajaré aquí —dijo

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Smiley amablemente y pagó al taxista.Había ido directamente allí desde

Hampstead y le dolían las rodillas. Eltaxista griego dedicó la carrera ahablarle de Chipre y, por cortesía, él sehabía acomodado en el asiento abatiblepara oírlo a pesar del estruendo delmotor. Vladimir, tendríamos quehabernos portado mejor contigo, pensómientras observaba la mugre de lasaceras y la mísera colada tendida en losbalcones. El Circus debiera haber hechomás honor a su hombre vertical.

Se refiere al Genio, pensó. Dígaleque tengo dos pruebas y que puedollevarlas conmigo.

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Anduvo lentamente, pues sabía quelas primeras horas de la mañana sonmejores para salir de un edificio quepara entrar en él. En la parada delautobús se había formado una pequeñacola. Un lechero hacía la ronda, al igualque el repartidor de periódicos. Unejército de gaviotas asentadas en tierrabuscaban graciosamente comida en loscubos desbordantes. Si las gaviotas setrasladan a las ciudades, pensó, ¿se iránlas palomas al mar? Al atravesar elsendero, vio a un motociclista con unsidecar negro de aspecto oficial queaparcaba su corcel junto al bordillo,cien metros más abajo. Algo en la

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posición del hombre le recordó al altomensajero que había llevado las llavesal piso franco: una firmeza similar,incluso a esa distancia, una atenciónrespetuosa de tipo casi militar.

Los castaños que mudaban las hojasensombrecían el umbral con columnas yun gato cubierto de cicatrices le observócautelosamente. El timbre era el másalto de los treinta que había, peroSmiley no lo apretó; al empujar la doblepuerta, ésta se abrió con demasiadafacilidad y dejó ver los mismos pasillososcuros cubiertos de pintura muybrillante para desalentar a los autores degraffitis y la misma escalera cubierta de

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linóleo que rechinaba como las camillasde un hospital. Recordaba todo eso.Nada había cambiado y ahora nadacambiaría. No había conmutador de laluz y las escaleras se tornaban másoscuras a medida que subía. ¿Por quélos asesinos no le robaron las llaves aVladimir?, se preguntó, y sintió queéstas chocaban contra su cadera a cadapaso que daba. Tal vez no lasnecesitaban. Quizá tenían ya su propiojuego. Llegó a un rellano y pasó junto aun costoso cochecito de niño. Oyó aullara un perro, el noticiario de la mañana enalemán y el chorro de agua de un lavabocomunal. Oyó que un niño le gritaba a su

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madre, después un golpe y el padre quele gritaba al niño. Dígale a Max que serefiere al Genio. Olía a curry, a friturasbaratas y a desinfectante. Olía a unexceso de personas con poco dineroencajadas en un espacio muy reducido.

Si le hubiésemos tratado mejorjamás habría ocurrido, meditó Smiley.Es demasiado fácil matar a losdesamparados, pensó en inconscienteafinidad con Ostrakova. Recordó el díaque lo llevaron allí: Smiley el vicario yToby Esterhase el cartero. Se habíantrasladado en coche hasta Heathrowpara recogerlo: Toby el organizador,curtido en todos los océanos, como solía

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decir de sí mismo. Toby conducíadesenfrenadamente y a pesar de ello casillegaron tarde. El avión habíaaterrizado. Se trasladaronapresuradamente hasta la barrera y allíestaba él: canoso y majestuoso, altivo ycompletamente inmóvil en el pasillo dela sala de llegadas mientras loscampesinos vulgares pasaban a su lado.Recordó el solemne abrazo que sedieron: «Max, viejo amigo, ¿realmenteeres tú?» «Soy yo, Vladimir, han vueltoa reunimos.» Recordó que Toby leshabía llevado misteriosamente por loslargos pasadizos traseros del serviciode inmigración debido a que la

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disgustada policía francesa habíaconfiscado los documentos del viejoantes de expulsarlo. Recordó que lostres habían comido en Scott’s, que elviejo estaba demasiado animado parabeber y que hablaba pomposamente delfuturo que, como todos sabían, no tenía.«Max, será Moscú una vez más. Inclusoes posible que tengamos una posibilidadcon el Genio.» Al día siguiente salierona buscar apartamento, «sólo paramostrarle algunas posibilidades,general», como había dicho TobyEsterhase. Era Navidad y ya habíanagotado el presupuesto de nuevosdestinos de ese año. Smiley apeló al

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Circus, a Finanzas. Presionó a Lacon yal Tesoro para obtener un presupuestocomplementario, pero no sirvió de nada.«Una dosis de realidad le hará poner lospies en el suelo», había declaradoLacon. «Recurre a la influencia quetienes sobre él, George, para eso tehemos llamado.» La primera dosis derealidad fue una casa de putas, enKensington, y la segunda daba a unaestación cercana a Waterloo.Westbourne Terrace fue la tercera y,mientras subían por esa misma escaleracrujiente con Toby abriendo la marcha,el viejo se había detenido bruscamente,echando atrás su cabezota entrecana y

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frunciendo teatralmente la nariz.—¡Ah! ¡Mira, si tengo hambre, me

bastará con asomarme al pasillo yolisquear, y así se me pasará! —habíadeclarado en su cerrado francés—. ¡Deesa forma no necesitare comer duranteuna semana!

Por entonces, incluso Vladimir habíaimaginado que le hacían a un ladodefinitivamente.

Smiley volvió al presente. Mientrascontinuaba su ascenso en solitario, notóque el rellano siguiente era musical. Através de una puerta se oía música derock al máximo volumen y a través deotra Sibelius y olía a tocino. Se asomó

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por la ventana y vio a dos hombres queholgazaneaban entre los castaños y queno estaban allí cuando él llegó. Unequipo haría eso, pensó. Un equiposituaría vigías mientras los demásentraban. A quién pertenecía el equipoera otro asunto. ¿A Moscú? ¿A lapolicía? ¿A Saul Enderby? Calle abajo,el alto motociclista había comprado unperiódico de formato reducido y sehabía sentado en su máquina para leerlo.

Una puerta se abrió junto a Smiley yapareció una anciana en bata con un gatoapoyado en el hombro. Smiley percibióel alcohol de la noche anterior en sualiento, incluso antes de que le dirigiese

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la palabra.—¿Eres un ladrón, querido? —

preguntó.—Lamentablemente, no —replicó

Smiley con una sonrisa—. Sólo unvisitante.

—De todos modos, es agradabletener imaginación, ¿no te parece,querido? —agregó ella.

—Por supuesto —respondió Smileycordialmente.

El último tramo de la escalera eraempinado, muy estrecho y estabailuminado por la luz natural que secolaba por una claraboya alambradaabierta en el techo inclinado. En el

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último rellano había dos puertas, ambascerradas y muy estrechas. Desde una deellas le miraba un cartel mecanografiadoque decía: «SR. V. MILLER,TRADUCCIONES». Smiley recordó ladiscusión sobre el alias de Vladimir enel momento en que se convirtiera en unlondinense para no hacerse notar. Nohubo problemas con «Miller». Por algúnmotivo, al viejo le parecía muydistinguido. «Miller, c’est bien», habíadeclarado. «Max, Miller me gusta.»Pero el «Sr.» no le cayó nada bien.Insistió a favor de general y luego seofreció a aceptar el rango de coronel.Pero Smiley, en su recuperado papel de

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vicario, fue inflexible a este respecto:había decretado que señor era muchomenos problemático que una graduaciónfalsa en un ejército inadecuado.

Llamó descaradamente a la puerta,pues sabía que un golpe suave es muchomás llamativo que uno enérgico. Oyó eleco de su llamada y nada más. No oyópasos, ni la súbita inmovilización de unsonido. Gritó «Vladimir» por el buzón,como si fuese un viejo amigo de visita.Probó una llave Yale del juego y ésta nose movió; probó otra y ésta giró. Entróen el apartamento y cerró la puerta, a laespera de que algo le golpease en lanuca, ya que prefería la idea del cráneo

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roto a que le volaran la cara de undisparo. Se sentía mareado y se diocuenta de que contenía la respiración. Lamisma pintura blanca, notó, exactamenteel mismo vacío carcelario. El mismosilencio extraño, como el de una cabinatelefónica, la misma mezcla de olorespúblicos.

Estábamos exactamente aquí,recordó Smiley… aquella tarde nosotrostres estábamos aquí. Toby y yoparecíamos remolcadores quelleváramos a tirones, entre los dos alviejo acorazado. Los detalles que habíadado el agente inmobiliario se referían aun «ático».

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—¡Esto es espantoso! —habíadeclarado Toby Esterhase, como decostumbre siempre el primero en hablar,en su francés con acento húngaro,mientras se volvía para abrir la puerta ylargarse—. Me parece absolutamentehorrible. Quiero decir que debí venirantes y echar un vistazo. Fui un idiota —agregó cuando vio que Vladimir ni seinmutaba—. General, por favor, aceptemis disculpas. Esto es un insultoignominioso.

Smiley ofreció sus garantías:—Vladi, podemos proporcionarte

algo mejor que esto, mucho mejor.Tendremos que insistir.

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Pero los ojos del viejo estaban fijosen la ventana, igual que los de Smileyahora, en ese bosque estrafalario detubos de chimeneas, mástiles y tejadosde pizarra que florecían al otro lado delalféizar. Súbitamente había posado unagarra enguantada en el hombro deSmiley para darle un consejo:

—Max, será mejor que guardes tudinero para liquidar a esos cerdos deMoscú.

Mientras las lágrimas rodaban porsus mejillas y con la misma sonrisadecidida, Vladimir siguió viendo laschimeneas de Moscú y sus sueños, cadavez más difusos, de volver a vivir bajo

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cielo ruso.— On reste ici —había declarado

finalmente, como si se defendiese,dispuesto a quemar hasta el últimocartucho.

Un diminuto sofá cama ocupaba unapared y junto el alféizar de la ventanareposaba un pequeño hornillo. A causadel olor a masilla, Smiley dedujo que elviejo había blanqueado el lugar por sucuenta, pintado las manchas de humedady tapado las grietas. En la mesa queutilizaba para escribir a máquina ycomer se veía una vieja Remingtoncolocada en vertical y un par degastados diccionarios. Su trabajo de

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traductor, pensó, los pocos peniquesextra con los que redondeaba susubsidio. Smiley echó hacia atrás loscodos como si le doliera la columnavertebral, se irguió en toda su estatura,aunque reducida, e inició los clásicosritos mortuorios consagrados a un espíadifunto.

En la mesita de noche, de madera depino, descansaba una Biblia en estonio.La exploró delicadamente en busca decavidades cortadas y luego la puso bocaabajo para que cayesen trozos de papelo fotografías. Abrió el cajón de lamesita y encontró un frasco de píldorasestimulantes para los que están

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sexualmente agotados y tres medallas alvalor concedidas por el Ejército Rojo ycolocadas en una barra de cromo. ¡Vayarecursos!, pensó Smiley y se preguntócómo demonios se las habían arregladoVladimir y sus numerosas amantes enuna cama tan reducida. De la cabeceracolgaba un retrato de Martín Lulero. Asu lado, una lámina en color titulada«Los tejados rojos de la antiguaTallinn», que Vladimir debió recortar dealguna revista y pegar sobre un cartón.Un segundo grabado mostraba «La costade Kazari» y el tercero «Molinos deviento y un castillo en ruinas». Investigódetrás de cada uno. La lámpara de la

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cama le llamó la atención. Apretó elbotón y como no se encendió ladesenchufó, retiró la bombilla y hurgóen la base de madera, pero sin éxito.Sólo una bombilla fundida, pensó. Unsúbito chillido procedente del exteriorle obligó a apretarse contra la pared ycuando se recuperó comprendió quesólo se trataba de las gaviotas: unacolonia entera se había posadoalrededor de las chimeneas. Volvió aasomarse para mirar a la calle. Los dosholgazanes habían desaparecido. Estánsubiendo, pensó; se ha agotado laventaja en la salida. Pero no sonpolicías, pensó, sino asesinos. Nadie

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ocupaba la moto con sidecar negro.Cerró la ventana y se preguntó si existíaun Valhalla especial para espías muertosen el que él y Vladimir se reunirían y loarreglarían todo. Se dijo que habíavivido una larga vida y que ese momentoera tan bueno como cualquier otro paraque terminase. Pero no lo creyó ni uninstante.

El cajón de la mesa contenía hojasde papel en blanco, una grapadora, unlápiz mordido, algunas bandas elásticasy una reciente cuenta trimestral delteléfono sin pagar, por valor de setenta yocho libras, cifra que le parecióexcepcionalmente elevada dado el

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modesto estilo de vida de Vladimir.Abrió la grapadora pero no encontrónada en su interior. Se guardó la facturadel teléfono en el bolsillo, paraanalizarla después, y continuóinvestigando, convencido de que no setrataba de un auténtico registro, de queun auténtico registro exigiría que treshombres trabajaran varios días antes depoder afirmar con certeza que habíanencontrado lo que había que encontrar.Si buscaba algo en especial,probablemente se trataba de una libretade direcciones, una agenda u otra cosaque sirviera como tal, incluso un trozode papel. Sabía que en ocasiones los

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viejos espías, incluso los mejores, separecían a los viejos amantes: a medidaque acumulaban años empezaban atrampear por temor a que sus facultadeslos abandonasen. Simulaban que loguardaban todo en la memoria, pero seasían secretamente a su virilidad,apuntaban cosas secretamente, a menudocon un código de fabricación casera que,aunque sólo ellos lo entendiesen,cualquiera que conociera el juego podíadescifrarlo en horas o minutos. Nombresy direcciones de contactos, subagentes.No había nada sagrado. Rutinas, horas ylugares de encuentro, nombres detrabajo, números telefónicos e incluso

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combinaciones de cajas fuertesapuntadas como el número de laSeguridad Social o las fechas decumpleaños. En sus tiempos, Smileyhabía visto peligrar redes enterasdebido a que algún agente va no seatrevía a confiar en su cerebro. No creíaque Vladimir hubiera hecho eso, perosiempre hay una primera vez.

Dígale que tengo dos pruebas y quepuedo llevarlas conmigo…

Estaba de pie en lo que el viejohabría denominado su cocina: el alféizarde la ventana, con el hornillo de gas y lapequeña despensa de fabricación caseraen la que había abierto agujeros para la

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ventilación. Nosotros, los hombres quecocinamos, somos seres a medias, pensóSmiley mientras registraba los dosestantes, tiraba de la cacerola y la sartény hurgaba en la pimienta. En cualquierotro lugar de la casa —incluso en lacama— puedes aislarte, leer tus libros yengañarte afirmando que lo mejor es lasoledad. Pero en la cocina los signos deinsuficiencia son demasiado evidentes.Media hogaza de pan negro. Mediasalchicha ordinaria. Media cebolla.Media pinta de leche. Medio limón.Medio paquete de té. Media vida. Abriótodo cuanto pudo abrir y revolvió lapimienta con los dedos. Encontró un

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azulejo flojo y lo arrancó; desatornillóel mango de la sartén. Cuando sedisponía a abrir el armario de la ropa,se detuvo como para volver a escuchar,pero esta vez no fue un sonido lo quellamó su atención sino algo que habíavisto.

En la parte superior de la despensahabía un cartón de cigarrillos GauloisesCaporal, la marca preferida de Vladimircuando no los conseguía rusos. Leyó lasdiversas etiquetas y supo que eran confiltro. «Libres de impuestos.» «Filtre.»También decía: «Exportación» y«Fabricados en Francia». Envueltos encelofán. Los bajó. De los diez paquetes

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que había originalmente faltaba uno. Enel cenicero, tres cigarrillos apagados dela misma marca. Y en la atmósfera,ahora que olisqueó atentamente porencima del olor a comida y a masilla, undébil aroma a cigarrillos franceses.

Pero ni un cigarrillo en susbolsillos, recordó.

Smiley sostuvo el cartón azul conambas manos, lo volvió lentamente eintentó comprender lo que significaba.El instinto —o, mejor dicho, unapercepción oculta que aún debía deascender a la superficie— emitióinsistentes señales de que algo noencajaba respecto a esos cigarrillos. No

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era su aspecto ni el hecho de queestuviesen rellenos de microfilms,explosivos de gran potencia, balas depunta flexible o cualquier otro de esosfastidiosos juguetes.

Lo que no encajaba era el merohecho de su presencia allí Yprecisamente allí.

Tan nuevos, tan carentes de polvo,sólo faltaba un paquete, tres cigarrillosconsumidos.

Pero ni un cigarrillo en susbolsillos.

Smiley trabajó con más rapidez,pues estaba ansioso de marcharse. Elapartamento era demasiado alto. Estaba

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demasiado vacío y demasiado lleno.Experimentó la creciente sensación deque algo estaba fuera de sitio. ¿Por quéno se llevaron sus llaves? Abrió elarmario. Contenía ropa y papeles, perolas pertenencias de Vladimir eranescasas. Los papeles eran, en sumayoría, octavillas ciclostiladas enruso, en inglés y en lo que Smileysupuso era una de las lenguas bálticas.Había una carpeta con cartas del viejocuartel general del grupo en París ycarteles que decían «RECORDADLETONIA», «RECORDAD ESTONIA»,«RECORDAD LITUANIA», queaparentemente exhibían en

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manifestaciones públicas. Había unacaja de tizas escolares, de coloramarillo, en la que faltaban un par depiezas. Y la apreciadísima chaqueta deNorfolk de Vladimir, en el suelo, caídade la percha. Quizá había caído cuandoVladimir cerró con demasiadabrusquedad la puerta del armario.

¿El presumido Vladimir?, pensóSmiley. ¿Con su aspecto castrense, ydeja caer desordenadamente su mejorchaqueta en el suelo del armario? ¿Oacaso fue una mano más descuidada quela de Vladimir la que no volvió acolgarla en el armario?

Smiley cogió la chaqueta, registró

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los bolsillos, volvió a colgarla y dio unportazo para comprobar si se caía.

La chaqueta cayó de la percha.Ellos no cogieron sus llaves ni

registraron su apartamento, pensó.Registraron a Vladimir pero, según elsuperintendente, habían trabajado deprisa.

Dígale que tengo dos pruebas y quepuedo llevarlas conmigo.

Regresó a la zona de la cocina, sedetuvo delante de la despensa y miróatentamente el paquete azul situado en loalto. Luego revisó la papelera. Volvió amirar el cenicero, recordando. Luegohurgó el cubo de la basura por si el

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paquete que faltaba estuviera allí,arrugado. Pero no lo encontró y, poralguna razón, eso le alegró.

Era hora de irse.Pero no lo hizo, todavía no. Durante

un cuarto de hora y con el oído atento acualquier interrupción, Smiley investigóy registró, levantó objetos y volvió aponerlos en su sitio, todavía en busca dela tabla del suelo suelta o del huecopredilecto detrás de los estantes. Peroesta vez no quería encontrar nada. Ahoraquería confirmar una ausencia. Sólocuando quedó tan satisfecho como lopermitían las circunstancias saliósilenciosamente al rellano y echó la

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llave a la puerta. En el primer tramo deescaleras se encontró con un carterosuplente —ya que no llevaba uniformesino un brazalete de la administracióngeneral de Correos— que surgió de otropasillo. Smiley le tocó el brazo.

—Si tiene algo para el apartamento6B, puedo ahorrarle el viaje —dijohumildemente.

El cartero revisó su bolsa y sacó unsobre color pardo. Matasellos de París,fecha de cinco días atrás, distritoquince. Smiley lo guardó en el bolsillo.Al final del segundo tramo de escalerahabía una puerta contra incendiosprovista de una barra de presión para

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abrirla únicamente desde el interior.Había anotado mentalmente suexistencia mientras subía. Empujó, lapuerta cedió, descendió por una horribleescalera de cemento y atravesó un patiointerior que daba a una caballerizaabandonada, sin dejar de pensar en laomisión. ¿Por qué no registraron suapartamento?, se preguntó. Al igual quecualquier burocracia mastodóntica, elCentro de Moscú tenía procedimientospreestablecidos. Decides matar a unhombre. En consecuencia, colocaspiquetes en el exterior de su casa, cercassu camino con vigías estáticos, hacesintervenir al equipo de asesinato y lo

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matas. Según el método clásico.Entonces, ¿por qué no registrar tambiénsu domicilio? Vladimir era un solterónque vivía en un edificiopermanentemente invadido porextranjeros. ¿Por qué no hacer entrar alos piquetes en el mismo momento enque él se pone en camino? Porquesabían lo que llevaba consigo, dedujoSmiley. ¿Y el registro del cadáver queel superintendente había considerado tansuperficial? ¿Y si suponemos que notrabajaron de prisa, sino queencontraron lo que buscaban?

Llamó a un taxi y le dijo alconductor.

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—Por favor, a Bywater Street,Chelsea, cerca de King’s Road.

Vuelve a casa, se aconsejó. Báñate,medita. Afeitate. Dígale que tengo dospruebas y que puedo llevarlas conmigo.

Súbitamente se echó hacia adelante,golpeó el tabique de vidrio y cambió dedestino. Mientras daban una vuelta en U,el alto motociclista que iba detrás clavólos frenos, desmontó y maniobró lavoluminosa moto con sidecar hastacolocarla en el carril contrario. Unlacayo, pensó Smiley sin dejar deobservarlo. Un lacayo que hace girar labandeja con ruedas mientras sirve el té.Igual que una escolta oficial, de espalda

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arqueada y amplios hombros, elmotorista le siguió por las afueras deCamden y después, conservando todavíala distancia reglamentaria, cuesta arriba.El taxi frenó y Smiley se inclinó haciaadelante para pagar la carrera. Mientraslo hacía, la figura oscura los adelantósolemnemente y levantó un brazo desdeel codo en un saludo revelador defortaleza física.

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8Desde el final de la avenida

observaba el túnel de hayas que, comoun ejército en retirada, se alejaba de élen la bruma. La oscuridad había cedidoel paso a un día encapotado, tenebroso.Podría haber sido la hora delcrepúsculo, la hora de tomar el té en unavieja casa de campo. Las farolas quetenía a ambos lados eran pobres velasque nada iluminaban. La atmósfera erapegajosa y opresiva. Había supuesto queaún estaría la policía y que habría unazona acordonada. Esperaba encontrar

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periodistas y curiosos espectadores. Nohabía ocurrido nunca, se dijo, mientrasbajaba con lentitud por la pendiente. Encuanto abandonó la escena, Vladimir sepuso jovialmente de pie, con el bastónen la mano, se quitó el horripilantemaquillaje y se fue con sus amigosactores hacia el cuartelillo para beberuna cerveza.

Con el bastón en la mano, repitiópara sus adentros y recordó algo que lehabía dicho el superintendente depolicía. ¿Mano izquierda o derecha?«También hay polvo de tiza amarilla ensu mano izquierda», había comentado elseñor Murgotroyd en el interior de la

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furgoneta. «En el pulgar y en los dosdedos siguientes.»

Avanzó, la avenida se ensombrecióy la bruma se hizo más espesa. Suspisadas resonaban metálicamente másadelante. Veinte metros más arriba, laluz solar parda ardía como una hogueralenta en su propia humareda. Pero abajo,en la pendiente, la bruma se habíaacumulado hasta formar una niebla fríay, después de todo, Vladimir estabamuertísimo. Vio huellas de neumáticosdonde habían estado aparcados loscoches de la policía. Reparó en laausencia de hojas y en la pulcritudanormal de la grava. ¿Qué hacen?, se

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preguntó. ¿Limpian la grava con unamanguera? ¿Guarda las hojas en bolsasde plástico?

Su fatiga había dado lugar a unanueva y curiosa lucidez. Siguió avenidaarriba y deseó buenos días y buenasnoches a Vladimir y no se sintió comoun tonto por ello, concentró supensamiento en chinchetas, tizas,cigarrillos franceses y Reglas de Moscúy buscó un vestuario contiguo a uncampo de deportes. Analízaloordenadamente, se dijo. Empieza por elprincipio. Deja los Caporal en suestante. Llegó a un cruce y lo atravesó,sin dejar de ascender. A su derecha

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aparecieron los postes de la portería y,más lejos, un vestuario verde de chapaacanalada, evidentemente vacío. Sedispuso a cruzar el campo de deportes yel agua de lluvia se filtró en sus zapatos.Detrás del cobertizo se extendía unbanco de arena lleno de toboganes paralos niños. Trepó por el banco de arena,se internó en un bosquecillo y siguiósubiendo. La niebla no había penetradoen el bosquecillo cuando llegó a lacumbre, el día estaba despejado. Nohabía nadie a la vista. Dio media vueltay se acercó al vestuario a través de losárboles. El vestuario sólo era una cajade hojalata con un lado abierto que daba

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al campo. El único mobiliario era unbasto banco de madera lleno de marcasy de incisiones hechas con navajas y suúnico ocupante era una figura postrada,con la cabeza cubierta por una manta yun par de botas de color castaño. A lolargo de unos locos segundos, Smiley sepreguntó si la figura postrada tambiéntenía destrozado el rostro. Algunas vigassustentaban el techo y seriasafirmaciones morales animaban lapintura verde desconchada. «El punk esdestructivo. La sociedad no lo necesita.»Esa afirmación le provocó unaindecisión fugaz Sintió deseos deresponder: «Ah, la sociedad sí lo

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necesita; la sociedad es una asociaciónde minorías.» La chincheta seencontraba donde había no dichoMostyn, exactamente a la altura de lacabeza, de acuerdo con la mejortradición sarrattiana de eficacia, con subrillante estructura de latón material delCircus— tan nueva y sin marcas como elmuchacho que la había colocado allí.

Continúe hacia el lugar de la cita—decía—, no hay ningún peligro a lavista.

Reglas de Moscú, pensó Smiley unavez más. Moscú, donde un agente podíatardar tres días en hacer llegar una cartaa un lugar seguro. Moscú, donde todas

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las minorías son punk.Dígale que tengo dos pruebas y que

puedo llevarlas conmigo.La respuesta de Vladimir, escrita

con tiza, aparecía al lado de lachincheta: un gusano vacilante yamarillo garabateado en todo el poste.Quizás el viejo estaba preocupado porla lluvia, pensó Smiley, quizá temía queésta borrase su marca. O quizás, a causade su estado emocional, se habíaapoyado con demasiada fuerza sobre latiza, del mismo modo que dejó caída suchaqueta Norfolk. Un encuentro o nada—le había dicho a Mostyn…—. Estanoche o nunca… Dígale que tengo dos

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pruebas y que puedo llevarlasconmigo… Sin embargo, sólo alguienque estuviera sobre aviso habríareparado en esa señal, pese a que era detrazo fuerte, o en la brillante chincheta;ni siquiera un individuo suspicaz sehubiera sorprendido, pues en HampsteadHeath la gente fija permanentementecarteles y mensajes y no todos sonespías. Hay mensajes de niños, deprostitutas, de fanáticos religiosos, deorganizadores de giras benéficas, depersonas que han perdido sus animalesdomésticos y hasta de algunosindividuos que buscan nuevasexperiencias amorosas y proclaman sus

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necesidades desde lo alto de la cuesta.Pero nunca les han volado la cara aquemarropa con un arma asesina delCentro de Moscú.

¿Y el propósito de esereconocimiento? En Moscú, cuandoSmiley, desde su escritorio londinense,tenía la responsabilidad final del casoVladimir… en Moscú, esas señales sepreparaban para agentes que podíandesaparecer de una hora a otra: eran lasramas quebradas a lo largo de unsendero que siempre podía ser el último.N o veo ningún peligro y continúosegún las instrucciones hacia la citaacordada, decía el último —y

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fatalmente equivocado— mensaje deVladimir al mundo de los vivos.

Al salir del cobertizo, Smileyretrocedió una corta distancia por elcamino por el cual había llegado.Mientras andaba, recordómeticulosamente la reconstrucción queel superintendente había hecho de laúltima caminata de Vladimir y recurrió asu memoria como si fuese un archivo.

—Esos chanclos de goma son algollovido del cielo, señor Smiley —habíadeclarado devotamente elsuperintendente—. Señor, son NorthBritish Century, con suelas en forma dediamantes, y apenas usadas ¡si fuera

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necesario, podríamos seguirlo en mediode una multitud de fanáticos del fútbol!—Como el tiempo apremiaba, habíaagregado rápidamente—: Le daré laversión autorizada. ¿Preparado, señorSmiley?

Preparado, había dicho Smiley.El superintendente cambió el tono de

voz. La conversación era un asunto y laspruebas otro muy distinto. Mientrashablaba, paseó progresivamente lalinterna por la grava húmeda de la zonaacordonada. Una conferencia conlinterna mágica, había pensado Smiley;un poco más y había empezado a tomarnotas. «Está aquí y ahora baja la cuesta,

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señor. ¿Lo ve? Un paso normal, buenmovimiento del talón y de los dedos delos pies, un avance normal, todo ocurreabiertamente. ¿Ve, señor Smiley?»

El señor Smiley lo había visto.—¿Y ve la marca del bastón que

aparece allí, mientras lo lleva en lamano derecha, señor?

Smiley también había visto que elbastón con contera de goma habíamarcado una huella profunda y redondacada dos pisadas.

—Pero es evidente que llevaba elbastón en la izquierda cuando ledispararon, ¿verdad? Me di cuenta deque usted también lo había notado,

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señor. ¿Usted sabe cuál era su piernaenferma, si es que sufría de alguna delas dos?

—La derecha —había respondidoSmiley.

—Ah. En ese caso lo más probablees que normalmente también llevara elbastón en la derecha. Por aquí, porfavor, señor, por aquí. Por favor, fíjese,aún caminaba normalmente —habíaagregado el superintendente.

Bajo el haz de luz de la linterna delsuperintendente aún contaron cincopasos más en los que las huellas deldiamante, del tacón y de la puntera eranimpecables. Ahora, bajo la luz del día,

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Smiley sólo vio el fantasma de esashuellas. La lluvia, otros pies y losneumáticos de los ciclistas infractoreshabían contribuido en gran medida a quedesaparecieran. Pero por la noche,durante el espectáculo iluminado por lalinterna del superintendente, las habíavisto nítidamente, tan nítidamente comovio el cadáver cubierto con un plásticoen la pendiente que se abría debajo deellos, donde acababa el sendero.

—Ahora bien —había declaradosatisfecho el superintendente y sedetuvo, posando el cono de la linternaen una superficie muy pisoteada—.Señor, ¿qué edad ha dicho que tenía?

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—No lo he dicho, pero declarabasesenta y nueve.

—Más un reciente ataque al corazón,supongo. Ahora bien, señor. En primerlugar, las paradas. En un orden definido.No me pregunte la causa. Quizá alguienle habló. Mi suposición es que oyó algo.A sus espaldas. Fíjese el mudo en que seacorta el paso, fíjese en la posición delos pies cuando se vuelve a medias ymira por encima del hombro o hace otromovimiento. En cualquier caso, sevuelve y por ese motivo digo «a susespaldas». Al margen de lo que viera ono viera, u oyera o no, decide echar acorrer. ¡Ahí va, mire! —insistió el

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superintendente con el entusiasmo súbitodel deportista.

»Pisada más larga y los taconesapenas tocan el suelo. Una huellacompletamente distinta, pues corre atoda velocidad. Incluso puede ver dóndese ayudó con el bastón para lograr unapoyo más firme.

Al verlo ahora iluminado por la luzdiurna, Smiley ya no podía ver concerteza, pero la noche anterior habíavisto —y en su memoria volvía a veresa mañana— las hendiduras súbitas ydesesperadas de la contera, primeroclavadas y luego hundidas de lado.

—El problema consiste en que lo

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que le mató estaba delante, ¿no? Bajoningún concepto se encontraba a susespaldas —comentó en voz baja elsuperintendente y recuperó su estilojudicial.

Estaba en ambos sitios, pensóSmiley ahora, con la ventaja de lashoras transcurridas. Le empujaron,concluyó, y sin éxito intentó recordar elnombre que daban en Sarratt a esatécnica. Ellos conocían su camino y leempujaron. El persecutor situado aespaldas del blanco lo empuja haciaadelante y el hombre del gatilloharaganea más adelante, sin seradvertido, hasta que el blanco choca con

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él. Es una verdad conocida hasta por losequipos de asesinos del Centro deMoscú, que hasta los más duchos pasanhoras preocupados por sus espaldas, susflancos, los coches que les adelantan ylos que no les adelantan, las calles quecruzan y las casas en que entran. Perocuando llega el momento no logranreconocer el peligro que se presentacara a cara.

—Aún corría —dijo elsuperintendente y siguió hacia elcadáver—. ¿Ve cómo aquí su paso sehace algo más largo debido a que lapendiente es más escarpada? Además,es irregular, ¿se ha dado cuenta? Pisadas

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por todas partes. Corría para salvar suvida. Aún llevaba el bastón en la manoderecha. ¿Ve que ahora da la vuelta yavanza hacia el borde del camino? Nome extrañaría que se hubieradesorientado. Ya hemos llegado.¡Explíqueme eso si puede!

La luz de la linterna iluminó unaserie de huellas juntas, cinco o seis entotal, que aparecían en una superficiemuy reducida al borde de la hierba,entre dos árboles altos.

—Ha vuelto a detenerse —anuncióel superintendente—. Quizá no fue unadetención, sino un titubeo. No mepregunte el motivo. Quizá pisó mal.

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Quizás empezó a preocuparse al ver queestaba tan cerca de los árboles. Quizásel corazón le jugó una mala pasada,puesto que usted me ha dicho que sufríadel corazón. Luego vuelve a andar igualque antes.

—Con el bastón en la manoizquierda —agregó Smiley serenamente.

—¿Por qué? Eso es lo que mepregunto, señor, pero quizá ustedessepan la respuesta. ¿Por qué? ¿Volvió aoír algo? ¿Recordó algo? ¿Para qué…cuando uno corre para salvar la vida…para qué detenerse, revolverse como unpato, cambiar de mano el bastón y seguircorriendo? ¿Cayó directamente en los

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brazos de quienquiera que fuese el quele disparó? A menos que, desde luego,lo que estuviera detrás lo alcanzaraaquí, diera un rodeo entre los árboles o,por así decirlo, trazara un arco. Desdesu perspectiva, señor Smiley, ¿leencuentra alguna explicación?

Mientras esa pregunta aún sonaba enlos oídos de Smiley, ambos llegaronhasta el cadáver, que flotaba como unembrión en la lámina de plástico.

Pero Smiley, a la mañana siguiente,se detuvo antes de llegar a la pendiente.Apoyó lo mejor que pudo sus zapatosempapados exactamente en cada huella yse propuso imitar los movimientos que

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el viejo pudo hacer. Puesto que Smileylo realizó todo en cámara lenta y con elaspecto de una persona profundamenteconcentrada bajo la mirada de dosseñoras con pantalones que paseaban asus perros alsacianos, ellasconsideraron que era un adepto a lanueva moda de practicar ejerciciosmarciales chinos y, por tanto, un loco.

En primer lugar, juntó los pies y losapuntó cuesta abajo. Luego adelantó elpie izquierdo y volvió el derecho hastaque la punta señaló un bosquecillo deárboles nuevos. Al hacerlo, su hombroderecho siguió naturalmente elmovimiento y el instinto le dijo que

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probablemente ése habría sido elmomento en que Vladimir pasó el bastóna su mano izquierda. Pero, ¿por qué?Cómo había preguntado elsuperintendente, ¿por qué cambiar demano el bastón? ¿Por qué, en elmomento más crítico de su vida, pasósolemnemente el bastón de la manoderecha a la izquierda? Ciertamente, nolo hizo para defenderse… ya que,recordaba Smiley, era diestro. Paradefenderse, le habría bastado con cogerel bastón con más firmeza. O sujetarloc o n ambas manos, como si fuese unacachiporra.

¿Lo hizo a fin de tener libre la mano

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derecha? ¿Pero libre para qué?Al reparar en que le observaban,

Smiley se volvió bruscamente y vio ados chiquillos que se habían detenido amirar al hombrecillo regordete con gafasque realizaba extrañas piruetas con lospies. Los miró con su expresión deprofesor y ellos reanudaronapresuradamente —la marcha.

¿A fin de tener la mano derecha librepara qué?, repitió Smiley para susadentros. ¿Y por qué volvió a correrpoco después?

Vladimir giró hacia la derecha,pensó Smiley, y una vez más armonizólo que pensaba con la acción. Vladimir

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giró a la derecha. Quedó frente albosquecillo y sujetó el bastón con lamano izquierda. Según elsuperintendente, permaneció quieto unsegundo. Después siguió corriendo.

Reglas de Moscú, pensó Smiley, yse observó la mano derecha. La bajólentamente hasta el bolsillo delimpermeable. Estaba vacío, tal comohabía estado vacío el bolsillo derechodel abrigo de Vladimir.

¿Quizá se había propuesto escribirun mensaje? Smiley se atormentaba conla teoría que estaba decidido a reprimir.Por ejemplo, ¿escribir un mensaje con latiza? ¿Acaso había reconocido a su

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perseguidor y deseaba escribir unnombre con tiza en alguna parte o dejaralguna señal? ¿Pero en qué? Sin duda nolo haría en los troncos húmedos. ¡Ni enel barro, ni en las hojas secas ni en lagrava! Al mirar a su alrededor Smileyreparó en una característica especial dellugar. Allí, casi entre los dos árboles, enel borde mismo de la avenida, en elpunto en que la bruma alcanzaba sumáximo espesor, se encontrabaprácticamente fuera de cualquier campode visión. La avenida descendía, sí, yvolvía a elevarse delante de él. Perotambién trazaba una curva y desde dondeestaba la perspectiva ascendente en

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ambas direcciones quedaba oculta porlos troncos de los árboles y por untupido matorral de árboles nuevos. A lolargo de la senda de la última y frenéticacaminata de Vladimir —recordemos quela conocía bien pues la había utilizadopara encuentros semejantes—, ése era elúnico punto en el que el hombre que huíaquedaba fuera de la vista tanto pordelante como por detrás, pensó Smileycon creciente satisfacción.

Y se había detenido.Había dejado libre su mano derecha.La había llevado —digamos— al

bolsillo.¿En busca de las píldoras para el

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corazón? No. Al igual que la tizaamarilla y las cerillas, llevaba laspíldoras en el bolsillo izquierdo, no enel derecho.

En busca de algo —digamos— queya no llevaba en el bolsillo cuando loencontraron muerto.

Entonces, ¿en busca de qué? Dígale que tengo dos pruebas y

que puedo llevarlas conmigo… Esposible que en ese caso esté dispuestoa verme… Soy Gregory y llamo a Max.Tengo algo para él, por favor…

Pruebas. Pruebas demasiado

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preciosas para enviarlas por correo. Élllevaba algo. Dos algo. No sólo en lacabeza… en el bolsillo. Y jugaba segúnlas Reglas de Moscú. Reglas quequedaron grabadas en el general desdeel día mismo de su reclutamiento comodesertor in situ. Ni más ni menos quepor el mismo Smiley así como por eloficial encargado de su caso allí mismo.Reglas que fueron inventadas para susupervivencia y la de su red. Smileysintió que la agitación le revolvía elestómago como una náusea. ¡Las Reglasde Moscú establecen que si transportascorporalmente un mensaje, también hasde llevar los medios para deshacerte de

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él! ¡Decretan que, al margen de cómoesté oculto o disfrazado —micropunto,escritura secreta, película sin revelar,cualquiera de los cien mediosmeticulosos y arriesgados—, comoobjeto debe ser lo primero y más livianoque llegue a las manos y lo menosllamativo cuando se abandone!

Por ejemplo, un frasco lleno depíldoras medicinales, pensó y se serenóligeramente. Por ejemplo, una caja defósforos.

Una caja de cerillas Swan Vestausada a medias, bolsillo izquierdo delabrigo, recordó. Nótese bien, fósforosde fumador.

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Y en el piso franco, pensóimplacablemente —se atormentó,aplazando la comprensión decisiva—,en la mesa, esperándole, un paquete decigarrillos, la marca favorita deVladimir. Y en Westbourne Terrace, enla despensa, nueve paquetes deGauloises Caporal. De un total de diez.

Pero no llevaba un solo cigarrillo enlos bolsillos. Ninguno, como hubieradicho el buen superintendente, en supersona. Mejor dicho, no llevabaninguno encima cuando lo encontraron.

¿Y la premisa, George?, se preguntóSmiley imitando a Lacon —agitóacusadoramente el dedo de prefecto de

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Lacon ante su propio rostro—, ¿y lapremisa? Oliver, hasta el momento lapremisa consiste en que un fumador, unfumador habitual, se dirige a unencuentro clandestino crucial provistode fósforos pero no lleva siquiera unpaquete vacío de cigarrillos a pesar deque posee, como es fácil, demostrar, unbuen acopio de tabaco. En consecuencia,los asesinos la encontraron y la retiraron—la prueba o las pruebas a las queVladimir se refería— o… ¿o qué? OVladimir pasó el bastón de la manoderecha a la izquierda a tiempo. Y sellevó la mano derecha al bolsillo atiempo. Y la retiró, también a tiempo,

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precisamente en el lugar en que nopodían verlo. Y se deshizo de ella o deellas según las Reglas de Moscú.

Después de satisfacer su propiaperseverancia con respecto a unaconcatenación lógica, George Smiley seinternó cautelosamente entre las altashierbas que conducían hacia elbosquecillo y se empapó desde lasrodillas hasta los pies. Durante mediahora o más, investigó, buscó a tientas enla hierba y entre el follaje, retrocediópor el camino ya recorrido, maldijo suspropios errores, se dio por vencido,volvió a comenzar y respondió a lasfatuas preguntas de los transeúntes, que

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iban desde la grosería hasta la excesivagentileza. Incluso aparecieron dosmonjes budistas de un seminario local,ataviados con túnicas de color azafrán,botas con cordones y gorras de lana, quele ofrecieron su ayuda. Smiley larechazó cortésmente. Encontró doscometas rotas y una infinidad de latas deCoca-Cola. Halló fotos de cuerposfemeninos, algunas en color y otras enblanco y negro, recortadas de revistas.Descubrió una gastada zapatilla degimnasia, negra, y los restos de unavieja manta quemada. Encontró cuatrobotellas de cerveza vacías y cuatropaquetes de cigarrillos, también vacíos,

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tan empapados y viejos que los rechazóapenas los vio. Y en una rama, encajadaen la horquilla donde se unía con eltronco madre, el quinto paquete —quizásea mejor decir el décimo— que nisiquiera estaba vacío: una cajetillarelativamente seca de GauloisesCaporal, Filtre y libres de impuestos.Smiley se empinó para cogerla como sise tratara de fruta prohibida y, al igualque ocurre con ésta, continuó fuera de sualcance. Saltó y sintió que se ledesgarraba la espalda: unainconfundible y desalentadoraseparación de los tejidos de la que seresintió y le atenazó durante varios días.

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Maldijo en voz alta y se frotó la zonadolorida, tal como había hechoOstrakova. Dos mecanógrafas que sedirigían al trabajo le consolaron con susrisitas. Smiley encontró un palo, cogióel paquete y lo abrió. Quedaban cuatrocigarrillos.

Y detrás de esos cuatro cigarrillos,oculto a medias y protegido por supropia capa de celofán, algo quereconoció pero que ni siquiera seatrevió a tocar con los dedos húmedos ytemblorosos. Algo que ni siquiera seatrevió a contemplar hasta verse fuerade ese lugar detestable dondemecanógrafas sonrientes y monjes

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budistas pisoteaban inocentemente ellugar donde había muerto Vladimir.Ellos tienen una y yo la otra, pensó. Hecompartido la herencia del viejo con susasesinos.

Desafió el tráfico y siguió laestrecha acera cuesta abajo hasta llegara South End Green, donde esperabaencontrar una cafetería para tomar unataza de té. Como no encontró ningunaabierta, se sentó en un banco frente a uncine y observó una vieja fuente demármol y un par de cabinas telefónicasrojas, una más sucia que la otra. Caía

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una llovizna tibia; algunos tenderoshabían empezado a bajar los toldos; unadelicatessen recibía el reparto de pan.Se sentó con los hombros hundidos y laspuntas húmedas del cuello delimpermeable le raspaban las mejillassin afeitar cada vez que volvía lacabeza. «¡Por Dios, llora su muerte!», lehabía gritado Ann una vez a Smiley,furiosa por su aparente composturadespués de la muerte de otro amigo. «Sino lloras a los muertos, ¿cómo podrásamar a los vivos?» Mientras calculabasu próximo paso, allí, sentado en elbanco, Smiley le dio la respuesta quecuando le hiciera la pregunta, no había

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logrado encontrar. «Te equivocas —dijoaturdido—. Lloro sinceramente a losmuertos y, en este momento,profundamente a Vladimir. Es el hechode amar a los vivos el que a vecesresulta algo problemático.»

Probó las dos cabinas, y la segundafuncionaba. Milagrosamente, inclusoestaba intacta la guía S-Z y, mássorprendente aún, el servicio deminitaxis Straight and Steady enIslington N.1. había pagado por elprivilegio de aparecer en un tipo deletra más gruesa. Marcó el número y,mientras esperaba, sintió terror de haberolvidado el nombre del firmante del

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recibo que Vladimir llevaba en elbolsillo. Colgó y recuperó los dospeniques. ¿Lane? ¿Lange? Volvió amarcar.

Una voz femenina respondió a lallamada con un aburrido sonsonete:

—¡Straight and Steady! ¡Nombre,cuándo y dónde por favor!

—Por favor, me gustaría hablar conel señor J. Lamb, uno de los taxistas —solicitó Smiley amablemente.

—Lo siento, pero por esta línea nose reciben llamadas personales —canturreó y colgó.

Marcó el mismo número por terceravez. Ahora que estaba más seguro del

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terreno que pisaba explicó malhumoradoque no era algo personal. Quería que elseñor Lamb fuese su chófer y noaceptaría a ningún otro.

—Dígale que se trata de un viajelargo. A Stratford-on-Avon —eligió unaciudad al azar—, dígale que quiero ir aStratford.

—Sampson —respondió cuando ellainsistió en que le dijese su nombre—.Sampson con «p».

Volvió al banco para seguiresperando.

¿Telefonear a Lacon? ¿Para qué?¿Volver corriendo a casa, abrir elpaquete de cigarrillos y descubrir su

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inapreciable contenido? Fue lo primerode lo que Vladimir se deshizo, pensó: enel mundo del espionaje, abandonamosprimero lo que más amamos. Al fin y alcabo, he obtenido la mejor parte de estenegocio. Un matrimonio mayor se habíasentado frente a él. El hombre llevaba unsombrero de ala rígida e interpretabacanciones bélicas con un silbato delatón. Su esposa sonreía inútilmente alos transeúntes. Con la intención deevitar su mirada, Smiley recordó elsobre de color pardo de París y lo abrió.¿Qué esperaba? Probablemente unafactura, algún resto de la vida del viejoen esa ciudad. O algún grito de combate

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en ciclostil, de esos que los emigradosenvían como tarjetas de Navidad. Perono se trataba de una factura ni de unacircular, sino de una carta personal: unasúplica, pero de un tipo muy especial.No llevaba firma ni remitente. Estabaescrita en francés y a mano con letraveloz. Smiley la leyó una vez y la releíacuando un Ford Cortina con varias capasde pintura, conducido por un joven quellevaba un jersey de cuello cisne, frenóvertiginosamente frente al cine. Smileyse guardó la carta en el bolsillo y cruzóla calle en dirección al coche.

—¿Sampson con p? —gritóimpertinentemente el joven por la

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ventanilla y abrió la puerta trasera desdeel interior del coche.

Smiley subió al taxi. Olía a lociónpara después de afeitarse mezclada conhumo de cigarrillo. Tenía en la mano unbillete de diez libras y lo mostró.

—¿Tendría la amabilidad de pararel motor? —preguntó Smiley.

El joven obedeció, sin dejar deobservarle por el retrovisor. Tenía elpelo castaño peinado al estilo afro.Manos blancas, minuciosamentecuidadas.

Smiley comenzó a explicarse:—Soy detective privado.

Seguramente se topa con muchos de

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nosotros y sé que somos molestos, peroestoy dispuesto a pagar a cambio decierta información. Ayer usted firmó unrecibo por valor de trece libras.¿Recuerda quién era el pasajero?

—Un individuo alto. Extranjero.Bigote blanco y cojo.

—¿Viejo?—Muy viejo. Con bastón y todo lo

demás.—¿Dónde lo recogió? —inquirió

Smiley.—En el restaurante Cosmo, Praed

Street, a las diez y media de la mañana—replicó el joven, con deliberadosonsonete.

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Praed Street quedaba a cincominutos a pie de Westbourne Terrace.

—Por favor, ¿podría decirmeadonde le llevó?

—A Charlton.—¿En el sudeste de Londres?—Sí, a

la iglesia de san no sé qué, cerca de laBattle-of-the-Nile Street. Quería ir a unpub que se llama The Defeated Frog.[2]

—¿Frog?—Francés.—¿Lo dejó allí?—Esperé una hora y volvimos a

Praed Street.—¿Hizo alguna parada más?—Una en una juguetería, a la ida, y

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otra en una cabina telefónica, alregresar. El individuo compró un patode madera con ruedas —se volvió,apoyó el mentón en el respaldo delasiento y abrió los brazos burlonamente,para indicar el tamaño del juguete—.Una gran cosa amarilla. La llamadatelefónica fue local.

—¿Cómo lo sabe?—Porque le presté dos peniques.

Después volvió y me pidió dos monedasde diez peniques, por las dudas.

Le pregunté de dónde telefoneabapero sólo me dijo que tenía monedas desobra, había comentado Mostyn.

Smiley entregó al muchacho el

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billete de diez libras y se estiró hacia laportezuela.

—Puede decirle a sus jefes que noaparecí —agregó Smiley.

—Les diré lo que me dé la gana, ¿nole parece?

Smiley se apeó y logró cerrar laportezuela antes de que el joven sealejara a la misma velocidad espantosacon que había llegado. De pie en laacera, terminó de leer por segunda vezla carta y así la grabó para siempre ensu memoria. Una mujer, concluyó,confiando en la primera impresión quetuvo. Ella cree que va a morir. Bien, atodos nos pasa lo mismo y acertamos.

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Fingía despreocupación, indiferencia.Cada hombre tiene su dosis decompasión, pensó, y yo he agotado lamía del día de hoy. Pero de todos modosla carta le asustó y acrecentó susensación de urgencia.

General, no deseo dramatizar peroalgunos hombres vigilan mi casa y nocreo que sean sus amigos ni los míos.Esta mañana tuve la impresión de quese proponen matarme. ¿No me enviaríauna vez más a su mágico amigo?

Tenía cosas que ocultar, queesconder, como insistían en decir enSarratt. Tomó varios autobuses, cambióde trayecto varias veces y permaneció

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atento a lo que ocurría a sus espaldas, altiempo que dormitaba. La motocicletanegra con sidecar no había vuelto aaparecer y tampoco advirtió otro tipo devigilancia. En una librería de BakerStreet compró una caja de cartón detamaño grande, algunos diarios, papelde envolver y un rollo de celo. Subió aun taxi y se agazapó en el asiento traseropara preparar el paquete. Guardó en lacaja la cajetilla de cigarrillos deVladimir y la carta de Ostrakova y llenóel resto del espacio con papel de diario.Envolvió la caja y se enredó los dedosen el celo. Este siempre le había jugadomalas pasadas. Escribió su nombre en la

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tapa y también:«Para recoger.» Despidió al taxi en

el Hotel Savoy y entregó la caja alencargado del guardarropa de hombres,al que también dio un billete de unalibra.

—No es tan pesado como paracontener una bomba, ¿verdad, señor? —preguntó el encargado y, chistosamente,se acercó el paquete a la oreja.

—Yo no me fiaría —replicó Smileyy ambos rieron.

Dígale a Max que se refiere al Geniopensó. «Vladimir —se preguntómelancólicamente—, ¿cuál era la otraprueba?»

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9El horizonte estaba abarrotado de

grúas y gasómetros; las indolenteschimeneas arrojaban un humo ocre hacialos nubarrones. De no haber sidosábado, Smiley habría utilizado lostransportes públicos, pero los sábadosestaba dispuesto a conducir, pese a quemantenía relaciones de odio recíprococon el motor de explosión. Habíacruzado el río por el Vauxhall Bridge.Greenwich quedaba a sus espaldas.Había penetrado en el interior monótonoy desordenado de los muelles. Mientras

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los limpiaparabrisas se estremecían,unas gruesas gotas de lluvia se colabanpor la carrocería de su maltrecho ypequeño coche inglés. Algunos niñosmalhumorados, protegidos en una paradade autobús, parecían decir: «Oye, chico,sigue avanzando.» Se había duchado yafeitado, pero no había dormido. Habíaenviado la factura telefónica deVladimir a Lacon y solicitado, concarácter urgente, el análisis de todas lasllamadas rastreables. Mientrasconducía, su mente estaba despejada,pero era víctima de anárquicos cambiosde humor. Llevaba un gabán demezclilla, de color pardo, el mismo que

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utilizaba cuando salía de viaje. Condujodando rodeos, coronó una pendiente ysúbitamente apareció ante él un elegantepub de estilo eduardino, con un cartelcon un guerrero de rostro rubicundo.Battle-of-the-Nile Street se alejabadesde el pub hacia una isla de céspedpisoteado en la que se alzaba la iglesiade San Salvador, de piedra, queproclamaba el mensaje de Dios a losdesmoronados almacenes Victorianos.Según el cartel, el sermón del domingolo pronunciaría un comandante femeninodel Ejército de Salvación; delante delcartel se encontraba el camión: ungigantesco remolque de dieciocho

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metros y medio, de color carmesí, conlas ventanillas adornadas conbanderines de equipos de fútbol y unapuerta cubierta de variadas pegatinas dematrículas extranjeras. Era lo másgrande que había a la vista, mayorincluso que la iglesia. En el fondo, oyóque el motor de una motocicleta reducíala velocidad y volvía a arrancar, pero nisiquiera se molestó en mirar hacia atrás:la conocida escolta le había seguidodesde Chelsea. Pero el miedo, comosolía predicar en Sarratt, siempre es unacuestión de elección.

Smiley siguió el sendero y entró enun cementerio sin tumbas. Las hileras de

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lápidas delimitaban el perímetro y unaescalera infantil y tres casas nuevas detipo estándar ocupaban el terrenocentral. La primera casa se llamabaSión, la segunda no tenía nombre y latercera era Número Tres. Todascontaban con ventanas amplias, peroNúmero Tres tenía cortinas de encaje ycuando abrió el portal sólo vio unasombra en el piso superior. Vio quepermanecía inmóvil y que luego caía ydesaparecía como si el suelo se lahubiese tragado y durante unos segundosse preguntó bastante atemorizado, siacababa de presenciar otro asesinato.Tocó el timbre que sonó en el interior de

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la casa. La puerta era de cristalesmerilado. Se apoyó contra ella y viola moqueta parda de la escalera y algoque parecía un cochecito de niño.Volvió a tocar el timbre y oyó unquejido que se inició con suavidad yluego creció; al principio pensó que setrataba de un niño, después de un gato yluego de una olla con avisador. Elsonido llegó al punto más alto, mantuvola nota y súbitamente cesó, ya fueseporque alguien había retirado la olla delfuego o porque la boquilla había salidodespedida. Smiley fue hasta la parte deatrás de la casa. Era igual que en lafachada, con excepción de los tubos de

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desagüe, un huerto y un pequeñoestanque para peces hecho de losasprefabricadas. No había agua en elestanque y, por tanto, tampoco peces,pero el cuenco de cemento contenía unpato amarillo de madera caído decostado. Permanecía con el pico abierto,los ojos fijos vueltos hacia el cielo ydos de las ruedas aún giraban.

«El individuo compró un pato demadera con ruedas» había dicho elconductor del minitaxi, que se volviópara ilustrarlo con las manos. «Una cosaamarilla.»

La puerta del fondo tenía aldaba.Smiley llamó suavemente y dio vuelta al

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picaporte, que cedió. Entró en la casa ycerro cuidadosamente la puerta. Seencontraba en el office que conducía a lacocina y lo primero que vio en ésta fuela olla retirada del fuego, de cuyaboquilla muda surgía una delgada líneade vapor. Además, dos tazas, unalechera y una tetera en una bandeja.

—¿Señora Graven? —llamó en vozbaja—. ¿Stella?

Cruzó el comedor y se detuvo en elpasillo, sobre la moqueta parda, junto alcochecito de niño, mientras mentalmentehacía pactos con Dios: ni más muertes nimás Vladimires y Te adoraré durante elresto de nuestras vidas.

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—¿Stella? Soy yo, Max —insistió.

Abrió la puerta de la sala y la viosentada en una esquina de la butaca,entre el piano y la ventana,observándole con fría decisión. Noestaba asustada y parecía odiarle.Llevaba un vestido de corte orientallargo, pero no se había maquillado.Tenía en brazos a la criatura y él nosupo si era niña o niño, ni logrórecordarlo. Ella apretaba la cabezadespeinada contra su hombro, le cubríala boca con una mano para evitar queemitiera sonido alguno y lo observaba

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por encima de la cabeza de la criatura,desafiante.

—¿Dónde está Villem? —preguntóSmiley.

Ella retiró lentamente la mano ySmiley supuso que la criatura gritaría,pero ésta se limitó a mirarle a modo desaludo.

—Se llama William —puntualizóella serenamente—. Métaselo en lacabeza, Max. Es lo que él ha elegido.William Graven. Inglés hasta lostuétanos. Ni estonio ni ruso, sino inglés—era una mujer hermosa, de pelo negroy permanecía inmóvil. Sentada en elborde de la banqueta y con la criatura en

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brazos, parecía pintada de formaindeleble contra el fondo oscuro.

—Stella, quiero hablar con él. No lepediré que haga nada. Incluso es posibleque le ayude.

—Me parece que ya he oído esaspalabras. Ha salido. Fue a trabajar,como debe ser.

Smiley digirió esa frase.—¿Qué hace entonces su camión en

la puerta? —objetó con toda delicadeza.—Ha ido al depósito. Vinieron a

buscarle en coche.Smiley también digirió esas

palabras.—¿Entonces para quién es la

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segunda taza que hay en la cocina?—Él no tiene nada que ver con eso

—replicó.Smiley subió la escalera y ella no se

opuso. Había una puerta frente a él yotras dos a izquierda y derecharespectivamente, ambas abiertas: unadaba a la habitación de la criatura y laotra al dormitorio principal. La puertaque tenía delante estaba cerrada ycuando llamó no obtuvo respuesta.

—Villem, soy Max —dijo—. Porfavor, tengo que hablar contigo. Teprometo que después me iré y te dejaréen paz.

Repitió esa frase palabra por

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palabra, volvió a bajar la empinadaescalera y entró en la sala. La criaturalloraba ruidosamente.

—Quizá, si preparases el té —sugirió entre los sollozos de la criatura.

—Max, no hablará a solas con él.No permitiré que vuelva a engatusarle.

—Jamás lo hice. No era ése mitrabajo.

—Aún piensa maravillas de usted y,para mí, eso es suficiente.

—Se trata de Vladimir —agregóSmiley.

—Ya lo sé. Han telefoneado durantecasi toda la noche ¿no?

—¿Quiénes?

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—«¿Dónde está Vladimir? ¿Dóndeestá Vladi?» ¿Qué creen que esWilliam? ¿Jack el Destripador? No hatenido noticias ni visto a Vladi desdehace mucho tiempo. ¡Oh, Beckie,querida, quédate quieta! —cruzó lasala, encontró una lata de galletas bajoun montón de ropa para la colada ymetió una galleta a la fuerza en la bocade la niña—. Generalmente no se portaasí.

—¿Quién ha preguntado por él? —insistió Smiley serenamente.

—Mikhel, ¿quién más podía ser?¿Se acuerda de Mikhel, nuestro as deRadio Libre, primer ministro de Estonia,

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revendedor de apuestas? A las tres de lamadrugada, mientras a Beckie le salía undiente, empezó a sonar el malditoteléfono. Era Mikhel, con su numerito derespiración jadeante «Stella, ¿dóndeestá Vladi? ¿Dónde está nuestro jefe?»Le respondí: «Eres un imbécil, ¿no?¿Crees que es más difícil interceptar unaconversación telefónica cuando la gentehabla en voz baja? Estás loco de atar.»Eso le dije. «Ocúpate de los caballos decarreras y abandona la política.»

—¿Por qué estaba tan preocupado?—inquirió Smiley.

—Porque Vladi le debía dinero.Cincuenta libras. Probablemente las

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perdieron juntos en alguna apuesta, unomás de sus numerosos fracasos. Habíaprometido llevarlas a casa de Mikhel yjugar con él una partida de ajedrez.Fíjese, en plena noche. Parece que,además de patriotas, son insomnes.Nuestro jefe no había aparecido: undrama. «¿Por qué demonios deberíasaber William dónde se ha metido?», lepregunté. «Vuelve a la cama.» Una horadespués, ¿quién había vuelto a llamarpor teléfono y respiraba igual que antes?Una vez más, nuestro comandanteMikhel, héroe de la Caballería Real deEstonia, que daba talonazos y pedíadisculpas. Había ido a la guarida de

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Vladimir, golpeado en la puerta y tocadoel timbre. Allí no había nadie. Le dije:«Escucha, Mikhel, no está aquí, no lehemos escondido en el desván. No lehemos visto desde el bautizo de Beckiey no hemos recibido noticias suyas. ¿Deacuerdo? William acaba de llegar deHamburgo, necesita dormir y no piensodespertarle.»

—Y entonces volvió a telefonear —sugirió Smiley.

—¡Vaya si lo hizo! Es unasanguijuela. «Villem es el preferido deVladi», dice. «¿Para qué?», preguntó.«¿La carrera de las tres y media enAscot? ¡Escucha, vete a la cama de una

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puñetera vez!» «Vladimir siempre medijo que si algo salía mal, debía recurrira Villem», explicó. Le pregunté: «¿Quéquieres que haga? ¿Qué vaya en elremolque hasta el centro y tambiénaporree la puerta de la casa de Vladi?»¡Jesús!

Sentó a la niña en una silla. Lacriatura se quedó allí y mordisqueósatisfecha la galleta.

Se oyó el sonido de una puerta quese cerraba violentamente, seguido depasos presurosos que bajaban por laescalera.

—Max, William está fuera de esto—advirtió Stella y miró directamente a

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los ojos de Smiley—. No es un políticoni un rastrero y ha superado el hecho deque su padre fuese un mártir. Ya es unadulto y tendrá que bastarse a sí mismo,¿de acuerdo? He preguntado, ¿deacuerdo?

Smiley se había trasladado al otroextremo de la sala a fin de alejarse de lapuerta. Villem entró vestido aún con lasprendas deportivas y las zapatillas degimnasia. Era aproximadamente diezaños más joven que Stella y demasiadodelgado para su propia seguridad. Seacomodó en el borde del sofá y sumirada concentrada pasaba de su esposaa Smiley, como si se preguntase cuál de

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los dos sería el primero en saltar. Sufrente alta quedaba extrañamente blancabajo la cabellera oscura peinada haciaatrás. Se había afeitado, por lo que sucara parecía más llena, lo cual le dabaun aspecto aún más juvenil. Sus ojos,enrojecidos de tanto conducir, eranpardos y apasionados.

—Hola, Villem —dijo Smiley.—William —corrigió Stella.Villem asintió tensamente con la

cabeza y aceptó ambas formas dedirigirse a él.

—Hola, Max —respondió Villem.Juntó las manos en el regazo y lasentrelazó—. Max, ¿cómo está? Así está

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bien, ¿no?—Supongo que ya te has enterado de

las novedades sobre Vladimir —agregóSmiley.

—¿Novedades? ¿Qué novedades,por favor?

Smiley se tomó el tiempo necesariopara observarle y captar su tensión.

—Ha desaparecido —replicó alfinal con bastante ligereza—. Supongoque sus amigos te han telefoneado ahoras intempestivas.

—¿Amigos? —Villem dirigió unamirada de sometimiento a Stella—.¿Viejos emigrados, beben té, juegantodo el día al ajedrez, hablan de

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política? ¿Hablan de sueños y delirios?Max, Mikhel no es mi amigo.

Habló apresuradamente, conimpaciencia, en esa lengua extraña queera una sustituía tan mezquina de lapropia. Pero Smiley hablaba como situviese todo el día por delante.

—Pero Vladi es tu amigo —objetó—. Antes de ser tu amigo, lo era de tupadre. Estuvieron juntos en París. Erancamaradas de armas. Vinieron juntos aInglaterra.

Violentado por el peso de eserecuerdo, el cuerpo menudo de Villemse convirtió en una tormenta de gestos.Separó las manos, con las que trazó

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furiosos arcos; enarcó las cejas y sucabellera castaña se agitó.

—¡Seguro! Vladimir era amigo demi padre. Su buen amigo. Tambiénpadrino de Beckie, ¿de acuerdo? Perono en política. Ya no —miró a Stella enbusca de su aprobación—. Yo soyWilliam Graven. Tengo un hogar inglés,una esposa inglesa, un nombre inglés.¿De acuerdo?

—Y un trabajo inglés —agregóStella suavemente, sin dejar deobservarlo.

—¡Un buen trabajo! Max, ¿sabecuánto gano? Compramos una casa,quizás un coche, ¿de acuerdo?

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Algo en la conducta de Villem —quizá su verborrea o la energía de susprotestas— había llamado la atención desu esposa, ya que ahora ésta lo estudiabatan atentamente como Smiley y sosteníadistraídamente a la criatura, casi sininterés.

—William, ¿cuándo lo viste porúltima vez? —preguntó Smiley.

—¿A quién, Max? ¿Ver a quién? Nole entiendo, por favor.

—Díselo, Bill —ordenó Stella a sumarido, sin dejar de mirarle ni uninstante.

—¿Cuándo viste por última vez aVladimir? —repitió Smiley

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pacientemente.—Hace mucho tiempo, Max.—¿Semanas?—Claro, semanas.—¿Meses?—Meses. ¡Seis meses! ¡Siete! En el

bautizo. Fue padrino, hacemos unafiesta. Pero nada de política.

Los silencios de Smiley habían dadopor resultado una incómoda tensión.

—¿Y desde entonces no lo hasvisto? —preguntó por último.

—No.Smiley se volvió hacia Stella, cuya

mirada seguía fija en su marido.—¿A qué hora regresó William

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ayer?—Temprano —repuso ella.—¿Es posible que a las diez de la

mañana?—Es posible. Yo no estaba en casa.

Fui a visitar a mi madre.—Ayer Vladimir vino aquí en taxi

—explicó Smiley dirigiéndose a Stella—. Creo que vio a William —nadie leayudó: ni Smiley ni su esposa. Hasta lacriatura se quedó quieta—. Mientrasvenía hacia aquí, compró un juguete. Eltaxi le esperó una hora en la calle yvolvió a llevarlo a Paddington, dondevive —agregó Smiley y tuvo buencuidado de hablar en presente.

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Finalmente Villem recuperó elhabla:

—¡Vladi es de Beckie el padrino! —protestó gesticulando otra vez, a medidaque su inglés amenazaba conabandonarle por completo—. A Stellano le gusta, así que debe venir aquícomo un ladrón, ¿de acuerdo? Trae a miBeckie un juguete, ¿de acuerdo? ¿Ya esun delito, Max? ¿Es una ley, un viejo nopuede llevar juguetes a su ahijada? —niSmiley ni Stella abrieron la boca.Ambos esperaban el mismoderrumbamiento inevitable—. ¡Max,Vladi es viejo! ¿Quién sabe cuándo vede nuevo a su Beckie? ¡Es amigo de la

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familia!—De esta familia, no —intervino

Stella—. Ya no.—¡Era amigo de mi padre!

¡Camaradas! En París luchan juntoscontra el bolchevismo. Por eso trae aBeckie un juguete. ¿Por qué no, porfavor? ¿Por qué no, Max?

—Dijiste que tú habías comprado elmaldito juguete —le reprochó Stella. Sellevó una mano al pecho y se cerró unbotón como si quisiera apartarse deWilliam.

Villem se volvió hacia Smiley yapeló a él:

—A Stella no le gusta el viejo, ¿de

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acuerdo? Tiene miedo de que haga máspolítica con él, ¿de acuerdo? Por eso nose lo cuento a Stella. Va a ver a sumadre al hospital de Staines y mientrasestá afuera, Vladi hace una corta visitapara ver a Beckie, saludarla, ¿por quéno? —desesperado, se levantó de unsalto y agitó los brazos en una exageradaprotesta—: ¡Stella, escúchame! ¿Así queVladi no vuelve a casa anoche? ¡Porfavor, lo siento tanto! Pero no es culpamía, ¿verdad? ¡Max! ¡Ese Vladi es unviejo! Solitario. Quizá por una vezencuentra a una mujer. ¿De acuerdo?Aunque no puede hacer mucho con ella,le agrada su compañía. ¡Creo que ser

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famoso por esto! ¿De acuerdo? ¿Por quéno?

—¿Y anteayer? —preguntó Smileydespués de una eternidad. Como alparecer Villem no comprendía, Smileyvolvió a plantear la cuestión—: Ayerviste a Vladimir. Vino en taxi y trajo unpato de madera, de color amarillo y conruedas, para Beckie.

—Seguro.—Muy bien. Pero anteayer… sin

hablar de ayer… ¿cuándo lo viste porúltima vez?

Algunas preguntas son aventuradas,algunas son instintivas y otras —comoésta— se basan en una comprensión

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prematura que es más que instintiva perono llega al conocimiento.

Villem se limpió los labios con eldorso de la mano.

—El lunes —respondió con pesar—. Lo veo el lunes. Me llama y nosencontramos. Seguro.

—Oh William —susurró Stella yabrazó a la niña, como a un soldadito,mientras observaba la alfombra deesparto con la esperanza de ordenar sussentimientos.

Empezó a sonar el teléfono. Comoun niño enfurecido, Villem saltó hastaél, lo descolgó y colgó violentamente,tiró el aparato al suelo y lo pateó. Luego

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se sentó.Stella se volvió hacia Smiley.—Quiero que se vaya —dijo—.

Quiero que salga de aquí y que novuelva más. Por favor, Max. Ahoramismo.

Durante un rato, Smiley parecióconsiderar seriamente ese ruego.Observó a Villem con afecto familiar yluego a Stella. Luego buscó algo en elbolsillo interior del gabán, retiró unejemplar doblado de la primera edicióndel Evening Standard y se lo entregó aStella más que a Villem, en parte por labarrera lingüística y en parte porquesospechaba que Villem sufriría un

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colapso.—William, me temo que Vladi ha

desaparecido para siempre —declarócon un tono de sencillo pesar—. Lodicen los periódicos. Lo han matado deun tiro. La policía querrá hacertepreguntas. Tengo que saber qué haocurrido y decirte cómo has deresponderlas.

En ese momento Villem dijo algodesesperado en ruso y Stella, conmovidapor su tono aunque no por sus palabras,dejó a una de las criaturas para consolara la otra y hubiese dado lo mismo queSmiley no estuviese presente. Éstepermaneció aislado un rato y pensó en el

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negativo de Vladimir —indescifrablehasta que lo positivara— quedescansaba en la caja del Hotel Savoy,junto con la carta anónima enviadadesde París con respecto a la cual nadapodía hacer. Pensó en la segundaprueba, se preguntó qué sería, cómo lahabía transportado el viejo y supuso quela llevaba en la cartera. Pero sabía quenunca lo sabría.

Villem se comportaba valientemente,como si ya estuviese en el funeral deVladimir. Stella permanecía a su lado,con una mano en la de él. La pequeña

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Beckie se había echado en el suelo ydormía. A veces, mientras Villemhablaba, las lágrimas caíanespontáneamente por sus pálidasmejillas.

—Por los demás, no doy nada —dijo Villem—. Por Vladi, todo. Quiero aese hombre —empezó de nuevo—:Después de la muerte de mi padre, Vladise convierte en padre para mí. A veceshasta le digo «mi padre». No tío sinopadre.

—Quizá podríamos empezar por ellunes —propuso Smiley—. Por elprimer encuentro.

Vladi había telefoneado, explicó

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Villem. Era la primera vez que teníanoticias de él o de cualquier miembrodel grupo desde hacía meses. Vladihabía telefoneado a Villeminesperadamente al depósito, mientraséste aseguraba su carga y controlaba losdocumentos de transbordo en la oficinaantes de salir para Dover. Ése era elacuerdo. Villem explicó que eso era loque habían acordado con el grupo. Élestaba fuera, más o menos como todoslos demás, pero si alguna vez lonecesitaban con urgencia, el lunes por lamañana en el depósito. No en casa,debido a Stella. Vladi era el padrino deBeckie y, como tal, podía telefonear en

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cualquier momento a la casa. Pero pornegocios, no. Nunca.

—Digo: «¡Vladi! ¿Qué quieres?Escucha, ¿cómo estás?»

Vladimir estaba en una cabinatelefónica calle abajo. Quería queconversaran personalmente y en esemismo momento. Saltándose las normasde la empresa, Villem lo recogió en elcruce y Vladimir hizo con él la mitad delcamino a Dover. «Negro», dijoVillem… es decir, «ilegalmente». Elviejo llevaba una cesta llena denaranjas, pero Villem no había estado dehumor para preguntarle por qué llevabatantos kilos de fruta. Al principio,

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Vladimir habló de París, del padre deVillem y de las grandes luchas quehabían compartido; después se refirió aun pequeño favor que Villem podíahacerle. Un pequeño favor en nombre delos viejos tiempos. En nombre deldifunto padre de Villem, al que Vladimirtanto había querido. En nombre delgrupo, del que otrora el padre de Villemfuera un gran héroe.

—Le digo: «Vladi, ese pequeñofavor es imposible para mí. ¡Se loprometo a Stella: es imposible!»

La mano de Stella se apartó de la desu marido y se sentó sola, dividida entreel deseo de consolarle por la muerte del

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viejo y el dolor que sentía porque élhubiese faltado a su promesa.

Sólo un pequeño favor, habíainsistido Vladimir. Pequeño, nada deproblemas ni de riesgos, pero resultaríamuy útil para la causa: también era eldeber de Villem. Después Vladi hizoaparecer las instantáneas que habíatomado durante el bautizo de Beckie.Estaban en un sobre amarillo de Kodak,las copias a un lado y los negativos conel celofán protector del otro y la etiquetaazul de la tienda donde fueron reveladasaparecía sujeta con una grapa en la parteexterior del sobre, todo muy inocente.

Las miraron un rato hasta que

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Vladimir agregó repentinamente:«Villem, es por Beckie. Lo que hacemoses por el futuro de Beckie.»

Al oír a Villem repetir esaexplicación, Stella apretó los puños ycuando levantó nuevamente la mirada, sela veía decidida y, por algún motivo,mucho más vieja, con islas deminúsculas arrugas alrededor de losojos.

Villem prosiguió el relato:—Entonces Vladimir me dice.

«Villem, todos los lunes vas a Hannovery a Hamburgo y vuelves el viernes. Porfavor, ¿cuánto tiempo te quedas enHamburgo?»

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Villem le había explicado que lomenos posible, pero que todo dependíade cuánto tardaba en descargar, de sientregaba la carga a la gente o alconsignatario, de la hora de llegada y dela cantidad de horas que ya figuraban ensu hoja de servicios. Hubo máspreguntas de ese tipo, preguntas queVillem mencionó en ese momento, lamayoría triviales —dónde dormía ydónde comía durante el viaje— y Smileycomprendió que el viejo, de un modomonstruoso, hacía lo que él mismohabría hecho: arrinconaba a Villemmediante las palabras, le hacíaresponder como preludio para hacerle

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obedecer. Sólo después Vladimirexplicó a Villem, haciendo uso de todasu autoridad militar y familiar lo quequería que hiciese.

—Me dice: «Villem, lleva estasnaranjas a Hamburgo en mi nombre.Lleva esta cesta.» «¿Para qué?», lepreguntó. «General, ¿para qué llevo estacesta?» Entonces me da cincuenta libras.«Para emergencias», me dice. «Aquí haycincuenta libras para emergencias.» Lepreguntó: «¿Pero por qué llevo estacesta? General, ¿qué emergencia se tieneen cuenta en este caso?»

A continuación Vladimir dioinstrucciones a Villem, instrucciones

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que incluían recursos y contingencias —incluso, si era necesario, quedarse unanoche más usando esas cincuenta libras—; Smiley reparó en que el viejo habíainsistido en las Reglas de Moscú, talcomo había hecho con Mostyn, y en queaquello era demasiado, como decostumbre… Cuanto más envejecía, másse había enredado el viejo en la tramade sus propias conspiraciones. Villemdebía dejar el sobre amarillo de Kodakcon las fotos de Beckie encima de lasnaranjas, debía ir hasta la partedelantera del salón… cosas que, a sudebido tiempo, había hecho, explicóVillem… y el sobre era la contraseña, y

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la señal de que se había cumplido seríauna marca de tiza, «amarilla como elsobre, pues ésa es la tradición denuestro grupo», agregó Villem.

—¿Y la señal de seguridad? —inquirió Smiley—. ¿La señal quesignifica «no me siguen»?

—Un diario de Hamburgo del díaanterior —respondió Villem de prisa,aunque confesó que había tenido unapequeña diferencia con Vladimir, apesar del respeto que le debía comojefe, como general y como amigo de supadre—. Me dice: «Villem, lleva eseperiódico en el bolsillo.» Pero le digo:«Vladi, por favor, mírame, llevo un traje

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de gimnasia que no tiene bolsillos.»Entonces dice: «Villem, entonces llevael diario bajo el brazo.»

—Bill —suspiró Stella en unaespecie de temor reverencial—. Oh,Bill, eres un imbécil —se volvió haciaSmiley—. Es decir, ¿por qué no loenviaron por el maldito correo, sea loque fuere, y así quedaba resuelto?

Porque era un negativo y sólo losnegativos son aceptables bajo las Reglasde Moscú. Porque al general le aterrabala traición, pensó Smiley. El viejo lapresentía en todas partes, en todos losque le rodeaban. Si la muerte es el juezdefinitivo, él tenía razón.

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—¿Y funcionó? —preguntó porúltimo Smiley a Villem con delicadeza—. ¿La entrega salió bien?

—¡Seguro! Salió bien —respondióVillem con entusiasmo y miró a Stellaprovocativamente.

—¿Tienes idea, por ejemplo, dequién pudo ser tu contacto en eseencuentro?

Después de muchas vacilaciones yde muchas presiones, algunas por partede Stella, Villem respondió a esapregunta: se refirió al rostro chupadoque había parecido tan desesperado yque le había recordado a su padre; a lamirada de advertencia, que era real o él

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lo había imaginado a causa de suagitación. Dijo que a veces, cuando veíafútbol por televisión —lo cual legustaba mucho—, la cámara captaba elrostro o la expresión de alguien yquedaba grabada en su memoria duranteel resto del partido, aunque no lavolviese a ver más… y que la cara delhombre del vapor era precisamente deese tipo. Describió los rizos revueltos y,con las puntas de los dedos, trazósuavemente surcos profundos en susmejillas sin marcas. Describió lapequeña estatura del hombre e inclusosu atractivo sexual… Villem dijo que senotaba. Describió su propia sensación

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de haber sido advertido por el hombre,advertido de que debía hacerse cargo dealgo precioso. ¡Él mismo tendría eseaspecto —le dijo a Stella con unrepentino comentario de tragediaimaginaria— si hubiese otra guerra,otros combates y tuviese que entregar aBeckie a un desconocido para que lacuidase! Ése fue al detonador queprovocó más lágrimas, nuevasreconciliaciones y más lamentos por lamuerte del viejo, a lo que la siguientepregunta de Smiley contribuyóinevitablemente.

—De modo que trajiste de regreso elsobre amarillo y ayer, cuando el general

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vino con un pato para Beckie, se loentregaste —sugirió con tanta suavidadcomo pudo, pero transcurrió un buenrato antes de que obtuviera un relato lisoy llano de los hechos.

Villem explicó que los viernes, antesde volver a su casa tenía la costumbrede dormir algunas horas en el depósito,en la cabina del camión, afeitarsedespués y tomar una taza de té con loscompañeros a fin de llegar tranquilo, enlugar de nervioso y de mal humor, a suhogar. Explicó que era un truco que lehabían enseñado los más veteranos:

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nada de volver corriendo a casa, pues ala larga te arrepentías. Pero el díaanterior fue distinto y, además —súbitamente convirtió los nombres enmonosílabos—, Stell había llevado aBeck a Staines para visitar a su ma. Demodo que, por una vez, volviódirectamente a casa, telefoneó aVladimir y le transmitió la palabra encódigo que habían acordado deantemano.

—¿Adónde le telefoneaste? —leinterrumpió Smiley para preguntárselo.

—Al apartamento. Me dijo:«Telefonéame únicamente alapartamento. Nunca a la biblioteca.

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Mikhel es un buen hombre, pero no estáinformado.»

Poco rato después —ya no sabíacuánto tiempo había transcurrido—,Vladimir había llegado a la casa enminitaxi, algo que nunca antes habíahecho, con el pato para Beck, prosiguióVillem. Le entregó el sobre amarillo conlas fotos y Vladimir las acercó a laventana y lentamente, «como si fuesenalgo sagrado de una iglesia, Max»,dándole la espalda, observó losnegativos al trasluz hasta queevidentemente encontró el que buscaba ydespués siguió mirándolo largo rato.

—¿Sólo uno? —preguntó Smiley de

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prisa, ya que volvía a pensar en las dospruebas—. ¿ Un negativo?

—Seguro.—¿Una foto o un rollo?Foto. Villem estaba seguro. Una

pequeña foto. Sí, de treinta y cincomilímetros, como las de su Agfaautomática. No, Villem no había logradover lo que contenían, si se trataba dealgo escrito o de otra cosa. Había vistoa Vladimir observándolo, eso era todo.

—Max, Vladi estaba rojo. Con elrostro desencajado, con los ojosbrillantes. Era un hombre envejecido.

—Durante el viaje —dijo Smiley einterrumpió el relato de Villem para

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hacer una pregunta crucial—, mientrasregresabas de Hamburgo, ¿no se teocurrió mirar?

—Era secreto, Max. Era secretomilitar. Smiley miró a Stella.

—No lo haría —dijo ellarespondiendo a su pregunta noformulada—. Es demasiado honrado.

Smiley lo creyó.Villem prosiguió el relato. Después

de guardar el sobre amarillo en elbolsillo, Vladimir lo llevó al jardín y ledio las gracias, apretó la mano deVillem entre las suyas y le dijo que loque había hecho era extraordinario, lomejor; que era hijo de su padre, mejor

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soldado aún que su padre… de la mejorestirpe estonia, sereno, consciente ydigno de toda confianza; que con esafotografía podrían pagar muchas deudasy hacer un daño considerable a losbolcheviques; que la foto era unaprueba, una prueba imposible deignorar. Pero no dijo qué era lo queprobaría… sólo que Max la vería,creería y recordaría. Villem no sabíapor qué habían salido al jardín, perosupuso que el viejo, dominado por unagran agitación, temía que hubiesemicrófonos, ya que hablaba mucho sobrela seguridad.

—Voy con él hasta la puerta pero no

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hasta el taxi. Me dice que no debo ir conél hasta el taxi. «Villem, soy un viejo»,me dice. Hablamos en ruso. «La semanaque viene podría morir. ¿A quién lepreocupa? Hoy hemos ganado una granbatalla. Max se sentirá muy orgulloso denosotros» —sorprendido por loacertado de las últimas palabras que elgeneral le había dicho, Villem volvió aponerse violentamente de pie, con losojos pardos encendidos—. ¡Fueronsoviéticos! —gritó—. ¡Fueron espíassoviéticos, Max, ellos matan a Vladimir!¡Él sabe demasiado!

—Y tú también —opinó Stella,después de lo cual se produjo un

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prolongado e incómodo silencio—.Igual que todos —agregó y miró aSmiley.

—¿Fue todo lo que dijo? —preguntóSmiley—. ¿No dijo nada más, porejemplo, con respecto al valor de lo quehabías hecho? ¿Sólo que Max locreería?

Villem movió la cabezaafirmativamente.

—Por ejemplo, ¿no dijo si habíaotras pruebas?

Nada, dijo Villem, nada más.—¿No mencionó cómo se había

comunicado con Hamburgo y de quémodo lo había organizado todo? ¿Dijo si

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había involucrados otros miembros delgrupo? Por favor piénsalo.

Villem reflexionó, sin éxito.—William, además de mí, ¿a quién

le has contado esto? —preguntó Smiley.—¡A nadie! ¡Max, a nadie!—No ha tenido tiempo —intervino

Stella.—¡A nadie! Durante el viaje duermo

en la cabina, ahorro diez libras pordietas nocturnas. ¡Compramos casa conese dinero! En Hamburgo no se lo digo anadie. ¡En el depósito, a nadie!

—¿Se lo había contado Vladimir aalguien… es decir, a alguien que túconozcas?

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—A nadie del grupo, sólo a Mikhel,porque era necesario, pero ni siquiera aMikhel se lo contó todo. Le pregunté:«Vladimir, ¿quién sabe que hago estopor ti?» «Sólo Mikhel, pero muy poco.»«Mikhel me presta dinero y lafotocopiadora y es mi amigo. Pero nisiquiera podemos confiar en los amigos.Villem, no temo a los enemigos, pero medan mucho miedo los amigos.»

Smiley se dirigió a Stella:—Si viene la policía… —dijo—, si

aparecen, sólo estarán enterados de queVladimir estuvo ayer aquí. Lo sabránpor el taxista, igual que yo.

Ella le observaba con sus ojos

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grandes y perspicaces.—¿Y…? —preguntó.—No les cuentes lo demás. Saben

todo lo que necesitan. Cualquier otracosa podría ser un estorbo para ellos.

—¿Para ellos o para usted? —inquirió Stella.

—Vladimir vino ayer para visitar aBeckie y traerle un regalo. Esa es lahistoria de cobertura, tal como la contóWilliam por primera vez. No sabía quehabías llevado a la niña a ver a tumadre. Vladimir encontró a Williamaquí, charlaron de los viejos tiempos ypasearon por el jardín. No podíaquedarse demasiado rato porque el taxi

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le esperaba, de modo que se marchó sinverte a ti ni a su ahijada. Eso es todo.

—¿Estuvo usted aquí? —Stellaseguía mirándolo.

—Si preguntan por mí, sí. Vine hoy yos comuniqué la mala noticia. A lapolicía no le interesa que Villemperteneciera al grupo. Sólo les preocupael presente —en ese momento Smiley sedirigió a Villem—: Dime, ¿trajiste algomás para Vladimir? Quiero decir, algoademás de lo que había en el sobre.¿Quizás un regalo? ¿Algo que le gustabay no podía comprar?

Villem se concentró en la pregunta ysúbitamente respondió a gritos:

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—¡Cigarrillos! En el vapor, lecompro cigarrillos franceses de regalo.Gauloises, Max. ¡Le gustan tanto!«Villem, Gauloises Caporal, con filtro.»¡Seguro!

—¿Y las cincuenta libras que lehabía pedido prestadas a Mikhel? —insistió Smiley.

—Las devuelvo, por supuesto.—¿Todas? —quiso saber Smiley.—Todas. Los cigarrillos son un

regalo. Max, quiero a ese hombre.

Stella le acompañó hasta la puerta.Allí, Smiley la cogió delicadamente del

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brazo y la guió algunos pasos por eljardín, fuera del alcance del oído de sumarido.

—Usted está atrasado de noticias —le dijo ella—. Sea lo que fuere lo queestá haciendo, tarde o temprano unos uotros tendrán que ponerle fin. Usted escomo el grupo.

—Tranquilízate y escucha —pidióSmiley—. ¿Me estás oyendo?

—Sí.—William no debe hablar con nadie

acerca de esto. ¿Con quién le gustacharlar en el depósito?

—Con todo el mundo.—Bueno, haz lo que puedas.

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Además de Mikhel, ¿telefoneó alguienmás? ¿Hubo quizá una llamadaequivocada? ¿Sonó el teléfono y luegose cortó? —Stella pensó y meneó lacabeza negativamente—. ¿Llamó alguiena la puerta? ¿Un vendedor, unencuestador, un evangelista? ¿Algúnproselitista en busca de votos? ¿Nadie?¿Estás segura?

Mientras le miraba, los ojos deStella parecieron reconocerle yapreciarle realmente. Pero volvió amenear negativamente la cabeza,negándole la complicidad que le pedía.

—Manténgase al margen, Max.Todos ustedes. Ocurra lo que ocurra y

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por muy malo que sea. Él ha crecido. Yano necesita consejero.

Stella le vio partir, quizá paracerciorarse de que realmente se iba.Durante un rato, mientras Smileyconducía la idea del negativo deVladimir protegido en la caja loconsumió como dinero oculto: ¿estaríatodavía a salvo? ¿Debía examinarlo ocambiarlo de lugar, ya que habíacruzado las fronteras al precio de unavida? Pero al acercarse al río cambió deidea y de propósitos. Evitó Chelsea y semezcló con el tráfico del sábado que sedirigía al norte y que se componía,principalmente, de familias jóvenes con

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coches viejos. Y de una conocida motocon sidecar negro, que fue pisándolefielmente los talones hasta Bloomsbury.

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10La Biblioteca Báltica Libre estaba

en el tercer piso, encima de unapolvorienta librería de viejoespecializada en temas espirituales. Suspequeñas ventanas daban a una saladelantera del Museo Británico. Smileyllegó a través de una escalera de caracolde madera y en su lento ascenso pasójunto a varios carteles hechos a mano yenvejecidos, colgados con chinchetas yuna pila de cajas de artículos detocador, de color pardo, pertenecientesa la farmacia vecina. Al llegar a lo alto,

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se dio cuenta de que se había quedadosin resuello y tuvo el buen tino de haceruna pausa antes de tocar el timbre.Mientras esperaba, presa de unagotamiento pasajero, sufrió unaalucinación. Creyó que visitaba una yotra vez el mismo sitio elevado: el pisofranco de Hampstead, el desván deVladimir en Westbourne Terrace y ahoraese obsesionante lugar de los añoscincuenta, otrora punto de reunión de losautodenominados irregulares deBloomsbury. Imaginó que todosconstituían un único lugar, un únicocampo de comprobación de virtudes aúnno establecidas. La alucinación se

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esfumó y Smiley hizo tres llamadasbreves y una prolongada, mientras sepreguntaba si habían cambiado lacontraseña, pero lo dudaba, aún estabapreocupado por Villem, quizá por Stellao quizá por la niña. Oyó el crujido delas tablas del suelo y supuso que alguienque se encontraba a treinta centímetrosde él le observaba a través de la mirilla.La puerta se abrió en seguida y entró enun pasillo oscuro al tiempo que dosbrazos delgados, aunque fuertes, locontenían en un abrazo. Olió lacalefacción, el sudor y el humo decigarrillo; un rostro sin afeitar se apretócontra el suyo… mejilla izquierda,

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mejilla derecha, como para otorgar unamedalla, y una vez más la izquierda,como muestra especial de afecto.

—Max —murmuró Mikhel con unavoz que era, en sí misma, un réquiem—.Has venido. Me alegro. Deseaba que lohicieras pero no me atrevía a esperarlo.De todos modos, te esperaba. Esperétodo el día hasta ahora. El te quería,Max. Fuiste el mejor. Siempre lo dijo.Fuiste su fuente de inspiración. Me lodijo. Su ejemplo.

—Lo lamento, Mikhel —dijo Smiley—. Lo lamento sinceramente.

—Como todos, Max. Como todos.Estamos desconsolados. Pero somos

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soldados.Era apuesto, de pecho prominente y

elegante, como correspondía al mayorde caballería retirado que afirmaba ser.Sus ojos pardos, enrojecidos por laguardia nocturna, tenían una inclinaciónque le sentaba bien. Llevaba unachaqueta negra sobre los hombros, comosi fuese una capa y botas negraspulcramente lustradas que, sin duda,podían servir para montar a caballo.Había peinado su cabello cano concorrección militar y su bigote era tupido,pero cuidadosamente recortado. Aprimera vista, su rostro resultaba juvenily sólo una mirada atenta a la

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fragmentación de su superficie clara eincontables y minúsculos deltasrevelaba que tenía sesenta años o más.Smiley le siguió en silencio hasta labiblioteca. Ésta ocupaba toda la casa yestaba dividida en nacionalidadesdesaparecidas que se extendían pordiversos aposentos: Letonia, Lituania y—no podía faltar— Estonia; cadaaposento contaba con una mesa y unabandera y en varias mesas se veíantableros de ajedrez, pero nadie jugaba nileía. No había nadie a excepción de unacuarentona rubia y rolliza, vestida confalda corta y calcetines hasta lostobillos. Su pelo pajizo, con las raíces

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oscuras, estaba recogido en un moñoaustero; la mujer descansaba junto a unsamovar y leía una revista de viajes quemostraba un paisaje otoñal con bosquesde abedules. Al llegar junto a ella,Mikhel se detuvo y pareció a punto depresentarlos, pero al ver a Smiley losojos de la mujer relampaguearon conuna ira intensa e inconfundible. Le miró,frunció despectivamente los labios ydesvió la mirada hacia la ventanamojada por la lluvia. Tenía las mejillasbrillantes a causa de las lágrimas y bajosus ojos de párpados inflamadosaparecían cardenales de color oliva.

—Elvira también le quería mucho —

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comentó Mikhel a modo de explicacióncuando estuvieron fuera del alcance desu ira—. Fue un hermano para ella. Laformó.

—¿Elvira?—Sí, es mi mujer. Después de

muchos años, nos hemos casado. Meresistía a hacerlo. No siempre es buenopara nuestro trabajo. Pero le debía estaseguridad.

Se sentaron. Alrededor de ellos y enlas paredes aparecían fotos de losmártires de movimientos olvidados. Eseya estaba en la cárcel y fue fotografiadoa través de las rejas. Aquél ya estabamuerto y —al igual que con Vladimir—,

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habían retirado la sábana para dejar aldescubierto su rostro ensangrentado. Untercero, sonriente, se tocaba con unagorra holgada de guerrillero y empuñabaun rifle de cañón largo. De más abajo dela estancia les llegó una ligeraexplosión, seguida de una estridentemaldición en ruso. Elvira, esposa deMikhel, encendía el samovar.

—Lo lamento —repitió Smiley.Villem, no temo a los enemigos,

pensó Smiley, pero me dan muchomiedo los amigos.

Estaban en el aposento personal de

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Mikhel, que él denominaba su despacho.En la mesa, junto a una máquina deescribir Remington idéntica a la quehabía en el apartamento de Vladimir, seveía un teléfono antiguo. Alguien debíahaber comprado una partida entera deesas máquinas de escribir, pensóSmiley. Pero el centro de atención erauna silla alta, tallada a mano, de patastorneadas y blasón monárquico bordadoen el respaldo. Mikhel se sentó en ellaceremoniosamente y juntó las rodillas ylas botas como un regente demasiadomenudo para el trono. Había encendidoun cigarrillo y lo sostenía como unaantorcha, verticalmente desde abajo. Por

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encima de él, flotaba una nube de humosemejante a una cortina de lluvia,exactamente como la recordaba Smiley.Vio en la papelera varios ejemplaresdesechados de Sporting Life.

—Era un líder, Max, era un héroe —declaró Mikhel—. Debemos tratar deaprovechar su valor y su ejemplo —hizouna pausa, como si esperase que Smileyapuntase esas palabras para publicarlas—. En estos casos, es natural que uno sepregunte cómo es posible continuar.¿Quién es digno de seguirlo? ¿Quiénposee su talla, su sentido del honor y deldestino? Por fortuna, nuestromovimiento es un proceso constante. Es

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mayor que cualquier individuo, inclusoque un grupo.

Al escuchar las pulidas frases deMikhel y mirar sus botas lustradas,Smiley se maravilló de la edad de esehombre. Los rusos ocuparon Estonia en1940, recordó. Si entonces era oficial decaballería, Mikhel ahora tenía, por lomenos, sesenta años. Intentó organizar elresto de la turbulenta biografía deMikhel: el largo camino a través deguerras ajenas y de brigadas étnicaspoco dignas de confianza, todos loscapítulos de historia contenidos en esecuerpo menudo. Se preguntó cuántosaños tendrían las botas.

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—Háblame de sus últimos días,Mikhel —pidió Smiley—. ¿Permanecióactivo hasta el final?

—Sí, Max, absolutamente, activo entodos los sentidos. Como patriota, comohombre y como dirigente.

Con la misma expresión dedesprecio que había mostrado antes,Elvira les sirvió té, dos tazas con limóny pastelillos de mazapán. Cuando semovía, era una mujer insinuante, demuslos flexibles y con un matiz dedesafío en la expresión. Smiley intentórecordar sus antecedentes pero se leescaparon o, quizás, nunca los habíaconocido. Fue un hermano para ella,

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pensó. La formó. Pero hacía muchotiempo que un elemento de su propiavida le había aconsejado quedesconfiara de las explicaciones, sobretodo de las amorosas.

—¿Y como miembro del grupo? —preguntó Smiley cuando la mujer seretiró—. ¿También fue activo?

—Siempre —respondió Mikhel congravedad.

Se produjo una breve pausa,mientras cada uno esperabaamablemente a que el otro tomase lapalabra.

—Mikhel, ¿quién crees que lo hizo?¿Fue traicionado?

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—Max, sabes tan bien como yoquién lo hizo. Todos corremos peligro.Todos nosotros. La llamada puede llegaren cualquier momento. Lo importante esque debemos estar listos. Yo mismo soyun soldado y estoy preparado, estoylisto. Si me voy, Elvira contará con suseguridad. Eso es todo. Para losbolcheviques, los exiliados seguimossiendo el enemigo número uno. Unanatema. Donde pueden, nos destruyen.Todavía lo hacen, del mismo modo queuna vez destruyeron nuestras iglesias,nuestras aldeas, nuestras escuelas ynuestra cultura. Y tienen razón, Max.Tienen razón al temernos porque un día

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los destruiremos.—¿Pero por qué eligieron este

preciso momento? —objetó Smileyserenamente, después de ese parlamentotan ritual—. Podrían haber matado aVladimir hace años.

Mikhel había cogido una caja chatade hojalata con dos rodillos pequeños,semejante a un exprimidor de ropa y unpaquete de papel para liar cigarrillos,grueso y amarillo. Humedeció el papelcon la lengua, lo acomodó sobre losrodillos y echó encima tabaco negro. Unchasquido, el exprimidor giró y en lasuperficie plateada apareció un pitillogrueso y flojamente liado. Estaba a

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punto de encenderlo cuando aparecióElvira y cogió el cigarrillo. Mikhel lióotro y se guardó la caja en el bolsillo.

—A menos que Vladimir tramaraalgo —prosiguió Smiley después de lapreparación de los cigarrillos—. Amenos que de algún modo losprovocara… cosa que, conociéndolo, esfactible.

—¿Quién puede saberlo? —preguntóMikhel y exhaló lentamente unabocanada de humo.

—Bueno, Mikhel, si alguien puedesaberlo, ése eres tú. Seguramente confióen ti. Durante veinte años o más fuiste subrazo derecho. Primero en París y

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después aquí. No me dirás que no confióen ti —agregó Smiley candorosamente.

—Max, nuestro jefe era un hombrereservado. En ello residía su fuerza.Tenía que ser reservado. Se trataba deuna necesidad militar.

—Pero seguramente no lo fuecontigo —insistió Smiley con su tonomás lisonjero—. Fuiste su ayudante enParís. Su edecán. ¿Su secretarioconfidencial? ¡Vamos, eres injustocontigo mismo!

Mikhel se echó hacia adelante en eltrono y apoyó firmemente una manomenuda sobre el corazón. Su voz roncaadoptó un tono aún más profundo.

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—Max, incluso conmigo. Al final,incluso con Mikhel. Fue paraprotegerme. Para evitarmeconocimientos peligrosos. Incluso medijo: «Mikhel, será mejor que tú nosepas lo que ha vomitado el pasado.» Selo imploré, pero fue en vano. Vino averme una noche. Yo estaba durmiendoarriba. Tocó el timbre con la señal:«Mikhel, necesito cincuenta libras.»

Elvira regresó, esta vez con uncenicero limpio y, mientras lo colocabaen la mesa, Smiley sintió una oleada detensión, semejante al efecto repentino deuna droga. A veces la experimentaba alconducir, cuando estaba a la expectativa

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de un choque que no se producía. Ytambién la sentía con Ann, al verlaregresar de una cita supuestamenteinocente pero sabiendo —simplementesabiendo— que no era así.

—¿Cuándo ocurrió? —preguntócuando ella se retiró nuevamente.

—Hace doce días. Hizo una semanael lunes pasado. Por su actitud, percibíinmediatamente que se trataba de unasunto oficial. Nunca me había pedidodinero. «General», le dije, «estáspreparando una conspiración. Dime dequé se trata». Pero movió negativamentela cabeza. Le dije: «Escucha, si se tratade una conspiración, acepta mis

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consejos y ve a ver a Max.» Rechazó miidea y me dijo: «Mikhel, Max es un buenhombre pero ya no confía en nuestrogrupo. Incluso desea que pongamos fin anuestra lucha. Pero cuando haya cogidoal pez gordo que espero capturar, iré aver a Max, reclamaré nuestros gastos yes posible que muchas otras cosas. Perolo haré después, no antes. Mientras tantono puedo realizar mis negocios con lacamisa sucia. Por favor, Mikhel,préstame cincuenta libras. Esta es lamisión más importante de mi vida. Llegahasta el fondo de nuestro pasado.» Éstasfueron exactamente sus palabras. Teníacincuenta libras en la cartera, ya que

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afortunadamente ese día había hecho unainversión fructífera, y se las di.«General», le dije, «llévate todo lo quetengo. Mis pertenencias son tuyas. Porfavor» —repitió Mikhel y para quitarleimportancia a su gesto, o para darleautenticidad, chupó con fuerza elcigarrillo amarillo.

En la sucia ventana que se alzabapor encima de ellos, Smiley había vistola imagen de Elvira de pie en mitad dela estancia, atenta a la conversación quesostenían. Mikhel también la había vistoe incluso la había mirado con el ceñofruncido, pero parecía poco dispuesto—y quizás era incapaz— a pedirle que

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se fuera.—Fue muy generoso por tu parte —

agregó Smiley, después de una pausaque consideró pertinente.

—Max, era mi deber. De corazón.No conozco ninguna otra ley.

Ella me desprecia por no ayudar alviejo, pensó Smiley. Estaba enterada, losabía, y ahora me desprecia por noayudarle en su hora de necesidad. Fueun hermano para ella, recordó. Laformó.

—Y ese acercamiento a ti… esapetición de fondos operativos, ¿surgióinesperadamente? —preguntó Smiley—.¿Antes no había ocurrido nada que te

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indicase que estaba tramando algogrande?

Mikhel volvió a fruncir el ceño, setomó el tiempo necesario y fue evidenteque no le interesaban mucho laspreguntas.

—Hace algunos meses, quizá dos,recibió una carta —repuso con cautela—. Aquí, en este domicilio.

—¿Recibía tan pocacorrespondencia?

—Era una carta especial —agregóMikhel con el mismo aire de cautela.

Súbitamente Smiley comprendió queMikhel estaba en lo que los inquisidoresde Sarratt denominaban el rincón del

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perdedor, pues ignoraba —sólo podíaimaginar— qué era lo que Smiley yasabía. Por tanto, Mikhel daríaparsimoniosamente su información, conla esperanza de descifrar losconocimientos de Smiley por suexpresión.

—¿Quién la envió?Como solía hacer con frecuencia,

Mikhel respondió a una pregunta algodistinta:

—Venía de París, Max, y era unacarta larga, de muchas páginas, escrita amano. Dirigida personalmente algeneral, no a Miller. Para el generalVladimir, estrictamente personal. En el

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sobre habían escrito en francés«estrictamente personal». Llegó la cartay la guardé en mi escritorio; él aparecióa las once, como de costumbre. «Mikhel,te saludo.» Créeme si te digo queincluso a veces nos saludábamos. Leentregué la carta y se sentó —señaló elextremo de la habitación ocupado porElvira—. Se sentó, la abriódistraídamente como si no esperase nadade ella y vi que gradualmente empezabaa preocuparse. Estaba absorto. Diría quefascinado. Incluso apasionado. Le hablé.No respondió. Volví a dirigirle lapalabra, ya le conoces, pero me ignorótotalmente. Salió a pasear. «Volveré»,

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dijo.—¿Se llevó la carta?—Por supuesto. Cuando tenía que

considerar un asunto serio, solía irse apasear. Cuando regresó, noté que estabamuy agitado. Tenso. «Mikhel.» Ya sabescómo hablaba. Todos debíamosobedecer. «Mikhel. Prepara lafotocopiadora. Coloca el papel. Tengoque copiar un documento.» Le preguntécuántas copias quería. Una. Le preguntécuántas hojas. «Siete. Por favor, quédatea cinco pasos de distancia mientrasmanejo la máquina», me dijo. «Nopuedo comprometerte en este asunto» —una vez más, Mikhel señaló el lugar

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como si ello probase la veracidadabsoluta del relato. La copiadora negrase alzaba sobre su propia mesa, comouna vieja locomotora, con rodillos yagujeros para verter las diversassustancias químicas—. Al general no sele daban las cosas mecánicas, Max. Lepreparé la máquina… y luego mequedé… aproximadamente aquí…mientras le dictaba las instruccionespara operar la copiadora. Cuandoterminó, cubrió las copias con el cuerpomientras se secaban, luego las dobló ylas guardó en el bolsillo.

—¿Y el original?—También lo guardó en el bolsillo.

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—¿De modo que no leíste la carta?—preguntó Smiley con tono de ligeraconmiseración.

—No, Max. Lamento decirte que nolo hice.

—Pero viste el sobre. Lo tuvisteaquí mientras esperabas que Vladimirllegara para entregárselo.

—Ya te lo dije, Max. Venía deParís.

—¿De qué distrito?Nuevamente vaciló antes de

contestar.—El decimoquinto —respondió

Mikhel—. Creo que el decimoquinto, enel que muchos de los nuestros solían

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vivir.—¿Y la fecha? ¿Puedes ser más

preciso en este punto? Dijiste alrededorde dos meses.

—Principios de septiembre. Diríaque fue a principios de septiembre.También es posible que a finales deagosto. Digamos que hace alrededor deseis semanas.

—¿La dirección del sobre tambiéniba manuscrita?

—Lo iba, Max, lo iba.—¿De qué color era el sobre?—Pardo.—¿Y la tinta?—Supongo que azul.

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—¿Venía cerrado?—¿Cómo?—¿El sobre estaba cerrado con

lacre o con celo o sólo engomado demanera corriente? —Mikhel se encogióde hombros, como si esos detallesfuesen indignos de él— Pero cabesuponer que el remitente escribiese sunombre en el exterior del sobre —insistió Smiley sin presionarle.

Aunque lo hubiera escrito, Mikhelno lo reconocería.

Durante unos instantes, la mente deSmiley se concentró en el sobre pardoescondido en el guardarropa del Savoy yen la apasionada petición de ayuda que

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c o nte ní a . Esta mañana tuve laimpresión de que se proponenmatarme. ¿No me enviaría una vez mása su mágico amigo? Con matasellos deParís, pensó. El distrito decimoquinto.Después de la primera carta, Vladimirdio las señas de su casa a quien laescribió, pensó. Del mismo modo quedio el número de teléfono de su hogar aVillem. Después de la primera carta,Vladimir se ocupó de evitar el contactocon Mikhel.

Sonó un teléfono y Mikhel respondióde inmediato, pronunció un monosílaboy después escuchó.

—Entonces póngame cinco de cada

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—murmuró y colgó con dignidad demagistrado.

Al acercarse al objetivo principal desu visita a Mikhel Smiley tuvo elcuidado de proceder con gran cautela.Recordó que Mikhel —que en la épocaen que se unió al grupo de París habíavisto el interior de la mitad de loscentros de interrogatorio de Europa delEste— tenía la costumbre de contenersecuando le aguijoneaban y que de esemodo, en su época, había enloquecido alos inquisidores de Sarratt.

—Mikhel, ¿puedo preguntarte algo?—dijo Smiley, meditó y escogió unalínea tangencial al propósito principal

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de su investigación.—Por supuesto.—La noche en que te visitó a ti para

pedirte dinero prestado, ¿se quedó? ¿Lepreparaste una taza de té? ¿Quizá jugastecon él al ajedrez? Por favor, ¿puedesdescribirme brevemente esa velada?

—Jugamos al ajedrez, pero sinconcentración. Max, él estabapreocupado.

—¿Dijo algo más sobre el pezgordo?

Los ojos caídos estudiaronapreciativamente a Smiley.

—¿Cómo, Max?—El pez gordo. La operación que,

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según dijo, estaba organizando. Megustaría saber si se explayó sobre estetema.

—Nada. Nada de nada, Max. Semostró totalmente reservado.

—¿Tuviste la impresión de queafectaba a otro país?

—Sólo mencionó que no teníapasaporte. Estaba dolido… Max, te digosinceramente que se sentía heridoporque el Circus no le proporcionaba unpasaporte. Después de tantos servicios,de tanta devoción, se sentía dolido.

—Era por su propio bien, Mikhel.— M a x , yo lo comprendo

perfectamente. Soy más joven, un

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hombre de mundo, flexible. Max, enocasiones el general era impulsivo.Incluso los que le admirábamosteníamos que tomar medidas paracontener sus energías. Pero a él leresultaba incomprensible, insultante.

A sus espaldas, Smiley oyó un ruidosordo de pisadas mientras Elviraregresaba desdeñosamente a su rincón.

—Entonces, ¿quién pensaba quedebía viajar en su lugar? —preguntóSmiley e ignoró nuevamente a la mujer.

—Villem —contestó Mikhel conevidente desaprobación. —No seexpresó con claridad, pero creo queenvió a Villem. Esa fue la impresión que

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me dio: que Villem iría. El generalVladimir hablaba orgullosamente de lajuventud y el honor de Villem. Tambiénde su padre Incluso hizo una referenciahistórica. Habló de introducir a la nuevageneración para reparar las injusticiasde la vieja. Estaba muy conmovido.

—¿Adónde lo envió? ¿Vladi aludióa este tema?

—No me lo dijo. Sólo comentó:«Villem tiene pasaporte, es un chicovaliente, un buen báltico, y puede viajar,pero de todos modos es necesarioprotegerlo.» Yo no me inmiscuyo, Max,no me entrometo. No tengo porcostumbre hacerlo y lo sabes.

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—De todos modos, supongo que teformaste alguna impresión —agregóSmiley—. Todos lo hacemos. Al fin y alcabo, Villem no es libre de ir a tantoslugares. Menos aún con cincuenta libras.También hay que tener en cuenta eltrabajo de Villem, ¿verdad? Por nohablar de su esposa. No podíadesaparecer inopinadamente cuando ledaba la gana.

Mikhel hizo un gesto claramentemilitar: proyectó los labios adelantehasta que el bigote quedó casi del revésy se tironeó astutamente de la nariz conel pulgar y el índice.

—El general también me pidió

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mapas —explicó por último—. Dudabaen decírtelo. Eres su vicario, Max, perono perteneces a nuestra causa. De todosmodos, como confío en ti, te lo digo.

—¿Mapas de dónde?—Mapas callejeros —abarcó con

una mano los estantes como si lesordenara que se acercasen—. Mapas deciudades. De Danzig, Hamburgo,Lubeck, Helsinki. El litoral norteño. Ledije: «General, déjame ayudarte. Porfavor. Soy tu ayudante en todo. Tengoderecho. Vladimir, déjame ayudarte.»Me rechazó. Deseaba actuar solo.

Reglas de Moscú, pensó Smiley porenésima vez. Muchos mapas, pero sólo

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uno es el adecuado. Notó una vez másque Vladimir tomaba medidas paraconfundir sus intenciones ante su lealayudante de París.

—¿Y después se fue? —preguntó.—Así es.—¿A qué hora?—Ya era tarde.—¿Puedes precisar la hora?—Las dos, las tres y hasta es posible

que fueran las cuatro. No estoy seguro.Smiley notó que la mirada de Mikhel

pasaba ligeramente por encima de suhombro y quedaba fija en un punto másalejado. Un instinto por el cual se habíaguiado desde que tenía memoria le llevó

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a preguntar:—¿Vladimir vino solo?—Naturalmente, Max, ¿quién podía

acompañarle?El estrépito de la vajilla los

interrumpió cuando Elvira reanudótorpemente sus tareas en el otro extremode la estancia. En ese momento Smileyse atrevió a mirar a Mikhel y vio queobservaba a su esposa con unaexpresión que reconoció pero que,durante unas décimas de segundo, nologró interpretar: desesperada yafectuosa a la vez, dividida entre ladependencia y el hastío. Con enfermizasimpatía Smiley descubrió que miraba

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su propio rostro tal como lo había vistomuy a menudo, con los ojos rojos comolos de Mikhel, en los bonitos espejosdorados de Ann en la casa de BywaterStreet.

—Puesto que no permitió que leayudaras, ¿qué hiciste? —preguntóSmiley también con estudiadaindiferencia—. ¿Te sentaste a leer,jugaste al ajedrez con Elvira?

Los ojos pardos de Mikhel leobservaron unos instantes, se apartarony volvieron a posarse en él.

—No, Max —replicó con sumacortesía—. Le di los mapas. Deseabaestudiarlos a solas. Me despedí de él.

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Cuando se fue, yo ya dormía.Evidentemente, Elvira no dormía,

pensó Smiley. Elvira se quedó para quesu hermano de adopción la formara.Activo como patriota, como hombre ycomo dirigente, ensayó Smiley. Activoen todos los sentidos.

—¿Qué contacto has tenido con éldesde entonces? —quiso saber Smiley.

Mikhel recordó súbitamente el díaanterior. Ninguno hasta el día anterior,dijo:

—Me telefoneó ayer por la tarde.Max, te juro que hace muchos años quesu voz no sonaba tan entusiasmada.Feliz, diría que estaba eufórico.

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«¡Mikhel! ¡Mikhel!» Max, era un hombredichoso. Vendría a verme por la noche.Anoche. Probablemente tarde, perotraería mis cincuenta libras. Le dije:«General, ¿qué son cincuenta libras?¿Estás bien? ¿Estás a salvo? Cuéntame.»«Mikhel, he estado pescando y me sientodichoso. Espérame despierto —me dijo—. Me reuniré contigo a las once o pocodespués. Tendré el dinero. Además,necesito ganarte una partida de ajedrezpara calmar mis nervios.» Me quedolevantado, preparo té, le espero. Y sigoesperando. Max, yo soy un soldado, notemo por mí. Pero temía por elgeneral… por el viejo, Max. Llamé por

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teléfono al Circus pues se trataba de unaemergencia. Me colgaron. ¿Por qué?Max, por favor, ¿por qué hiciste eso?

—No estaba de guardia —repusoSmiley, que ahora observaba a Mikhelcon tanta atención como se atrevía—.Sigue, Mikhel —agregódeliberadamente.

—Sí, Max.—¿Qué supusiste que haría Vladimir

después de telefonearte para darte labuena nueva… y antes de venir adevolverte las cincuenta libras?

Mikhel no vaciló:—Naturalmente, supuse que iría a

ver a Max. Había capturado al pez

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gordo. En consecuencia, visitaría a Max,reclamaría los gastos y le ofrecería lagran noticia, naturalmente —repitió ymiró demasiado directamente a Smiley alos ojos.

Naturalmente, pensó Smiley, ysabías al segundo el momento en quesaldría del apartamento y al centímetroel camino que seguiría para ir al piso deHampstead.

—Como no apareció, telefoneaste alCircus, pero nosotros fuimos pocoserviciales —sintetizó Smiley—. Losiento. ¿Qué hiciste después?

—Telefoneé a Villem. En primerlugar, para cerciorarme de que se

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encontraba bien y también parapreguntarle dónde estaba nuestro jefe.Su esposa inglesa me echó unrapapolvo. Al final fui a su piso. Noquería hacerlo, era una invasión, su vidaprivada le pertenece, pero de todosmodos fui. Llamé al timbre. No me abrióla puerta. Volví a casa. Esta mañana, alas once en punto, telefoneó Jüri. Yo nohabía leído la primera edición de losperiódicos de la tarde pues la Prensainglesa no me agrada. Pero Jüri loshabía leído. Vladimir, nuestro jefe,estaba muerto —concluyó.

Elvira estaba a su lado. Sostenía unabandeja con dos vasos de vodka.

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—Sírvete —pidió Mikhel. Smileycogió un vaso y Mikhel el otro—. ¡Porla vida! —brindó en voz muy alta ybebió mientras se le llenaban los ojos delágrimas.

—Por la vida —repitió Smiley ynotó que Elvira les observaba.

Ella fue con él, pensó Smiley.Obligó a Mikhel a ir al piso del viejo, loarrastró hasta la puerta.

—Mikhel, ¿has hablado con alguienmás de este asunto? —preguntó Smileydespués de que ella se retirara.

—No confío en Jüri —replicóMikhel mientras se sonaba la nariz.

—¿Le hablaste a Jüri de Villem?

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—¿Cómo?—¿Le mencionaste a Villem?

¿Sugeriste a Jüri en algún sentido queVillem podía estar enredado conVladimir? —evidentemente, Mikhel nohabía cometido ninguno de esos pecados—. Dada la situación, no debes confiaren nadie —agregó Smiley en un tonomás formal mientras se disponía amarcharse—. Ni siquiera en la policía.Ésas son las órdenes. La policía no debesaber que Vladimir trabajaba en unaoperación cuando murió. Es importantepor motivos de seguridad. Tanto la tuyacomo la nuestra. ¿No te dio ningún otromensaje? Por ejemplo, ¿ninguna palabra

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para Max?Dígale a Max que se refiere al

Genio, pensó.Mikhel sonrió pesarosamente.—¿Mencionó Vladimir

recientemente a Héctor?—Para él, Héctor no era competente.—¿Vladimir ha dicho eso?—Por favor, Max. Personalmente,

no tengo nada contra Héctor. Héctor esHéctor y no es un caballero, pero ennuestro trabajo debemos utilizar muchasvariedades humanas. Esas fueron laspalabras del general. Nuestro jefe era unhombre mayor. «Héctor —me dijoVladimir—. Héctor no es competente.

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Nuestro buen cartero Héctor se parece alos bancos. Dicen que cuando llueve losbancos te quitan el paraguas. Nuestrocartero Héctor es igual.» Por favor, ésasson palabras de Vladimir, no de micosecha. «Héctor no es competente.»

—¿Cuándo lo dijo?—Lo mencionó varias veces.—¿Últimamente?—Sí.—¿Cuánto hace de eso?—Quizá dos meses, quizá menos.—¿Antes o después de recibir la

carta de París?—Después, sin la menor duda.Mikhel le acompañó hasta la puerta,

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como un caballero, aunque TobyEsterhase no lo fuese. De nuevo junto alsamovar, Elvira fumaba delante de lamisma fotografía de un bosque deabedules. Al pasar a su lado, Smiley oyóuna especie de siseo producido con lanariz o con la boca, o con ambas a lavez, como declaración final de sudesprecio.

—¿Qué harás ahora? —preguntó aMikhel de manera semejante a la quehubiera utilizado para preguntar lomismo a los deudos. Por el rabillo delojo vio que ella levantaba la cabeza aloír su pregunta y que extendía los dedossobre la página. Se le ocurrió una última

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idea y preguntó—: ¿No reconociste laletra?

—¿A qué letra te refieres, Max?—A la del sobre de París —de

repente no le quedó tiempo para esperaruna respuesta; de repente se sintió hartode evasivas—. Adiós, Mikhel.

—Que te vaya bien, Max.La cabeza de Elvira volvió a caer

sobre los abedules. Nunca lo sabré,pensó Smiley, mientras bajabavelozmente por la escalera de madera.Ninguno de nosotros lo sabrá. ¿EraMikhel el traidor ofendido porque elviejo compartía su mujer y pretendía lacorona que le había sido negada durante

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tanto tiempo? ¿O era el oficial y elcaballero desinteresado, el servidorsiempre leal? ¿O quizá, como tantosservidores fieles, ambas cosas?

Pensó en el orgullo de Mikhel, unorgullo típico de los hombres de lacaballería, tan escrupuloso como elculto a la virilidad y el heroísmo. Suorgullo de ser el guardián del general, elorgullo de ser su sátrapa. Su sentido delperjuicio que se le había causado alhaberse visto excluido. Una vez más suorgullo… ¡cuántos caminos recorría!¿Pero hasta dónde se extendía? ¿Hasta elorgullo de entregarse noblemente a cadaamo, por ejemplo?

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Caballeros, os he servido bien aambos, dice el agente doble perfecto enel crepúsculo de su vida. Y también diceque fue por orgullo, pensó Smiley, quehabía conocido a algunos.

Pensó en la carta de siete páginas deParís. Pensó en segundas pruebas. Sepreguntó en qué manos había terminadola fotocopia… ¿quizás en las deEsterhase? Se preguntó dónde estaba eloriginal. Entonces, ¿quién fue a París?Si Villem fue a Hamburgo, ¿quién era elmago menudo? Estaba muy cansado. Elagotamiento le dominó como un virusrepentino. Lo sentía en las rodillas, enlas caderas, en todo su cuerpo que se

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desmoronaba. Pero siguió andandoporque su mente se negaba a descansar.Además, había llegado el momento enque no quería escolta, fuese amiga oenemiga.

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11Ostrakova apenas podía andar y, sin

embargo, andar era lo único quedeseaba hacer. Caminar y esperar almago. No se había roto ningún hueso.Aunque después de que le dieran unbaño su cuerpo regordete y menudoapareció ennegrecido y morado como unmapa de la cuenca minera siberiana, nose había roto un solo hueso. Su sufridotrasero, que le había causado algunasmolestias en el almacén, tenía el mismoaspecto que si los ejércitos secretosreunidos de la Rusia soviética le

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hubiesen ido dando patadas de unextremo al otro de París; pero no sehabía roto un solo hueso. Le habíanhecho radiografías de la cabeza a lospies y la habían pinchado como un trozode carne dudoso en busca de señales dehemorragias internas. Por último, sinembargo, declararon con pesimismo quehabía sido víctima de un milagro.

Por todos esos motivos, habíanquerido que se quedara. Habían queridotratarla por conmoción, sedarla… ¡almenos durante una noche! La policía,que había encontrado seis testigos consiete relatos contradictorios sobre elaccidente (¿el coche era gris o azul?, ¿la

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matrícula era de Marsella oextranjera?), la policía le había tomadouna larga declaración y amenazó conregresar y tomarle otra.

De todos modos, Ostrakova se diode alta por su cuenta.

¿Tenía hijos que la cuidaran?, lehabían preguntado. ¡Vaya, tenía unbatallón de hijos!, respondió. ¡Hijas quepor todos los medios intentaríansatisfacer sus menores caprichos, hijosque la ayudarían a subir y bajarescaleras! ¡Cualquier cantidad… tantoscomo ellos quisieran! Para contentar alas monjitas, incluso les inventó vidas, apesar de que le latía la cabeza como un

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tambor de guerra. Había pedido ropas.Las suyas estaban destrozadas y hastaDios se habría ruborizado al ver elestado en que se hallaba cuando laencontraron. Dio una dirección falsapara acompañar el nombre falso; noquería más investigaciones ni visitantes.Esa tarde, a las seis en punto, por purafuerza de voluntad Ostrakova seconvirtió en otra ex paciente que bajabacon cautela y sumamente dolorida por larampa del enorme hospital negro, a finde reunirse con el mismo mundo que esemismo día había hecho todo lo posiblepor librarse de ella para siempre.Llevaba puestas las botas que, como

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ella, estaban maltrechas peromisteriosamente intactas, Ostrakova sesentía orgullosa de la forma en que lahabían sustentado.

Todavía las tenía puestas. Las lucíacomo un uniforme en la penumbra de suapartamento, sentada en el destartaladosillón de Ostrakov mientras luchabapacientemente con el viejo revólvermilitar que había pertenecido a sumarido e intentaba averiguar cómodemonios se cargaba, se amartillaba y sedisparaba. «Soy un ejército compuestopor una sola persona.» Permanecer convida: ése era su único objetivo y, cuantomás lo hiciera, mayor sería su victoria.

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Permanecer con vida hasta que llegarael general o enviara al mago.

¿Huir de ellos, como Ostrakov? Sí,lo había hecho. ¿Burlarse de ellos, comoGlikman, arrinconarlos donde no teníanmás alternativa que contemplar supropia indecencia? Le gustaba pensarque, en sus tiempos, también lo habíahecho. Pero sobrevivir, lo había hechocomo ninguno de sus hombres; aferrarsea la vida contra todos los intentos de eseuniverso desalmado y lleno defuncionarios embrutecidos; ser unaespina para ellos durante todas las horasdel día por el mero hecho de seguir convida, de respirar, de comer, de moverse

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y de conservar su presencia de ánimo…Ostrakova había llegado a la conclusiónde que era una actividad digna de sutemple, de su fe y de sus dos amores.Había puesto inmediatamente manos a laobra, con la adecuada devoción. Yahabía enviado a la tonta de la portera aque le hiciera la compra: su momentáneaincapacidad física tenía algunasventajas.

«He sufrido un pequeño ataque,madame la Fierre», pero no le aclaró ala vieja chiva si el ataque era delcorazón, del estómago o de la policíasecreta rusa. «Me han aconsejado quedeje el trabajo durante algunas semanas

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y que me dedique únicamente adescansar. Estoy agotada, madame…hay momentos en que una desea estarsola. Ah, madame, tome esto… no comolas demás, tan avaras y excesivamentevigilantes.» Madame la Fierre cogió elbillete y miró una de sus esquinas antesde guardarlo. «Escuche, madame, sialguien pregunta por mí, hágame el favorde responder que no estoy. Noencenderé ninguna de las luces que seven desde la calle. Nosotras, lasmujeres sensibles, tenemos derecho a unpoco de paz, ¿no le parece? Madame,por favor, recuerde quiénes son losvisitantes y dígamelo… el empleado del

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gas, gente de las sociedades benéficas,cuéntemelo todo. Me interesa saber quela vida sigue su curso a mi alrededor.»

Sin duda alguna, la portera llegó a laconclusión de que estaba loca, pero sudinero no contenía locura, era lo quemás le gustaba y, además, la propiaportera estaba loca. En pocas horas,Ostrakova se había vuelto aún másingeniosa que en Moscú. Subió elmarido de la portera —un bandido peorque la vieja chiva— y, atraído por otrosbilletes, colocó cadenas en la puerta desu casa. Al día siguiente instalaría unamirilla, también a cambio de dinero. Laportera prometió encargarse de la

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correspondencia y entregársela sólo adeterminadas horas: exactamente a lasonce de la mañana y a las seis de latarde, con dos timbrazos cortos… pordinero. Si abría por la fuerza el pequeñorespiradero del lavabo de servicio y seencaramaba a una silla, Ostrakova podíaobservar el patio siempre que quería,ver las personas que entraban y salían.Había enviado una nota al almacén en laque explicaba que estaba enferma. Nologró mover la cama de matrimonio,pero con las almohadas y el edredón sepreparó un lecho en el sofá y lo situó demodo tal que apuntaba como un torpedo,a través de la puerta abierta de la sala, a

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la puerta de entrada del apartamento.Bastaba con que se acostase apuntandocon las botas al intruso y dispararasegún la línea de éstas; si no se volabalos pies, lo cogería por sorpresa en elprimer momento, mientras arremetíacontra ella: ya lo había solucionado. Lelatía y le zumbaba la cabeza, su visiónse confundía cada vez que la movíademasiado deprisa, tenía una fiebreatroz y a veces perdía a medias elconocimiento. Pero ya lo habíasolucionado, había hecho todos lospreparativos y, hasta que aparecieran elgeneral o el mago, todo era como enMoscú.

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—Estás sola, vieja tonta —se dijoen voz alta—. No puedes confiar ennadie salvo en ti misma, de modo quepon manos a la obra.

Con una foto de Glikman y otra deOstrakov en el suelo, junto a ella, y unicono de la Virgen bajo el edredón,Ostrakova inició la primera noche devigilia y rezó a una multitud de santos —entre ellos a San José— para queenviaran a su redentor, el mago.

Ni un solo mensaje transmitido porlas cañerías de agua pensó. Ni siquierael insulto de un guardia que medespertara.

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12Era un día agotadoramente largo,

interminable. Después de salir de lacasa de Mikhel, George Smiley dejódurante un rato que sus piernas lecondujeran, sin saber a dónde,demasiado cansado, demasiado agitadopara ponerse a conducir pero lo bastantedespejado para mirar hacia atrás, parahacer esos giros imprecisos perorepentinos que atrapan con la guardiabaja a los presuntos seguidores.Empapado y con los ojos soñolientos,esperó a que su mente se serenase, se

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librara del inquietante impulso de susdesasosegados esfuerzos de esa maratónde veinticuatro horas. Tan pronto estabaen el Embankment como en un pubcercano a Northumberland Avenue,probablemente el Sherlock Holmes,donde se concentró en un whisky doble yvaciló entre llamar o no a Stella… ¿seencontraba bien? Llegó a la conclusiónde que no tenía sentido —no podíatelefonear todas las noches parapreguntar si ella y Villem seguían convida— y volvió a caminar hasta queacabó en el Soho, que los sábados por lanoche era aún más tenebroso que decostumbre. Desafía a Lacon, pensó.

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Exige protección para la familia. Pero lebastó con imaginar la escena para saberque la idea se malograría. Si Vladimirno era responsabilidad del Circus,menos aún podía serlo Villem. Además,¿cómo se adjunta un equipo de cangurosa un camionero que recorre largasdistancias? Su único consuelo consistíaen que, evidentemente, los asesinos deVladimir habían encontrado lo quebuscaban: no tenían otras necesidades.¿Y la mujer de París? ¿Qué pensar de lapersona que había enviado las doscartas?

Vuelve a casa, se aconsejó. En dosocasiones, hizo llamadas falsas desde

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una cabina para vigilar la acera. Entróen un callejón sin salida y se volvió,atento a la pisada lenta, al ojo queesquivaba su mirada. Pensó alquilar unahabitación de hotel. A veces lo hacía,para pasar una noche en paz. A veces sucasa le resultaba un lugar demasiadopeligroso. Pensó en el fragmento denegativo: era hora de abrir la caja.Descubrió que gravitaba instintivamentehacia su viejo cuartel de CambridgeCircus y se dirigió rápidamente hacia eleste para terminar, una vez más, junto alcoche. Convencido de que no eraobservado, condujo hasta Bayswater, sinacercarse para nada al camino de

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costumbre, pero de todos modos miróatentamente por el retrovisor. A unferretero paquistaní que vendía de todo,le compró dos palanganas de plástico yun rectángulo de cristal corriente denueve centímetros por doce y medio; enuna tienda situada tres puertas másabajo, adquirió diez hojas de papelsensible de grado 2 del mismo tamaño yuna linterna de bolsillo para niños, conun astronauta en el mango y un filtro rojoque cubría la lente cuando se apretabaun botón de níquel. Desde Bayswater y através de un complicado camino,condujo hasta el Savoy y entró por ellado del Embankment. Seguía solo. El

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mismo encargado estaba de guardia enel guardarropa e incluso recordaba labroma.

—Aún espero que explote —comentó con una sonrisa y le entregó lacaja—. Creo que la he oído hacer tictacuna o dos veces.

En la puerta de entrada de su casa,seguían en su sitio las diminutas cuñasque había colocado antes de ir aCharlton. A través de las ventanas vio asus vecinos, que comían y conversaban ala luz de las velas, como siempre hacíanlas noches de los sábados. Pero en sucasa, las cortinas seguían corridas, talcomo las había dejado y en el pasillo le

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recibió el bonito y pequeño reloj de laabuela de Ann en medio de la oscuridadmás absoluta, que se apresuró acorregir.

A pesar de que estaba rendido decansancio, procedió metódicamente.

En primer lugar, echó tres teas en laparrilla del hogar del salón, lasencendió, colocó encima carbónantihumo y puso delante de la chimeneael tendedero interior de Ann. A modo demono, se puso un viejo delantal decocina y ató firmemente las cintasalrededor de su amplio diafragma a finde tener una mayor protección. Dedebajo de la escalera desenterró unos

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fragmentos de tela verde que durante laguerra utilizaron para impedir el paso dela luz al exterior, y un par de vasosmedidores de cocina, que llevó alsótano. Después de tapar la ventana,desenvolvió la caja, la abrió y no habíauna bomba sino una carta y un maltrechopaquete de cigarrillos que contenía eltrozo de negativo de Vladimir. Lo retiró,regresó al sótano, encendió la linternaroja y puso manos a la obra, aunqueDios sabe que carecía de aptitudes parala fotografía y que, en teoría, habríalogrado que la sección fotográfica delCircus, a través de Lauder Strickland, lehiciera el trabajo en una fracción del

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tiempo que le llevaría a él. Ya que enesto estamos, lo podría haber llevado acualquiera de la media docena de«proveedores», tal como se les conocesegún la jerga: colaboradores marcadosy especializados en determinadoscampos que se han comprometido aabandonarlo todo en el momento que seay a poner su capacidad a disposición delservicio sin hacer preguntas. Uno deesos proveedores vivía a dos pasos, enSloane Square, y era un alma bondadosaque se especializaba en fotografías debodas. A Smiley le habría bastadocaminar diez minutos y llamar a lapuerta del hombre para tener las fotos en

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media hora. Pero no lo hizo. Prefirió losinconvenientes y las imperfecciones dehacer una prueba de contacto en laintimidad del hogar, mientras arribasonaba el teléfono y lo ignoraba.

Prefería el sistema de tanteo, o seaexponer el negativo demasiado tiempo ydespués demasiado poco a la luz de lahabitación principal. Utilizar comomedida el molesto reloj automático de lacocina que hacía tictac y rechinabacomo algo surgido de Coppelia. Prefirióprotestar, maldecir irritado, sudar aoscuras y desperdiciar al menos seishojas de papel sensible hasta que elrevelador colocado en la palangana

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produjo una imagen relativamenteaceptable, que sumergió durante tresminutos en el fijador rápido. Lavó lafoto. La tocó delicadamente con un pañode cocina limpio, con lo queprobablemente lo estropeódefinitivamente, pero no lo sabía. Lallevó arriba y la sujetó con pinzas en eltendedero. Para los que gustan de lossimbolismos cargados de significado, esun hecho que el fuego, a pesar de lasteas, estaba prácticamente apagadodebido a que el carbón era, sobre todo,escoria húmeda, y que George Smileytuvo que soplar las llamas para evitarque se apagaran y para ello se colocó a

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cuatro patas. Así, se le pudo ocurrir —aunque no se le ocurrió, pues una vezque su curiosidad estuvo nuevamentedespierta, había dejado de lado laactitud introspectiva— que su actividadera exactamente la opuesta a la tajanteorden de Lacon de apagar las llamas enlugar de avivarlas.

A continuación, con la fotofirmemente colgada sobre la alfombra,Smiley se acercó a un bonito escritoriode marquetería en el que Ann guardabasus «cosas» con desconcertantefranqueza. Por ejemplo, una hoja depapel de carta en la que había escrito lapalabra «querido» pero no siguió, quizá

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porque no sabía a qué queridoescribirle. Por ejemplo, cajas decerillas de restaurantes en los que éljamás había estado y cartas escritas conuna letra que él desconocía. De esasdolorosas curiosidades extrajo unavoluminosa lupa victoriana con mangode madreperla que ella utilizaba paraleer las explicaciones de loscrucigramas que jamás terminaba.Armado con la lupa —debido a sufatiga, la secuencia de esas actividadescarecía de un matiz lógico definido—,puso un disco de Mahler, que Ann lehabía regalado, y se sentó en el sillón decuero para lectura, que contaba con un

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atril de caoba diseñado de tal modo quegiraba como una de esas bandejas que secolocan en la cama a la altura delestómago del ocupante. Agotado una vezmás, cerró imprudentemente los ojosmientras escuchaba en parte la música,en parte el pat-pat ocasional de lafotografía chorreante y en parte elchisporroteo crepitante del fuego.Treinta minutos más tarde despertósobresaltado y descubrió que la foto sehabía secado y que Mahler girabamudamente en el tocadiscos.

Estudió la prueba de contacto, con

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las gafas en una mano mientras con laotra movía lentamente la lupa.

La foto mostraba a un grupo, pero nose trataba de política ni representabauna reunión alrededor de la piscina yaque nadie llevaba traje de baño. Se veíaun cuarteto, dos hombres y dos mujeres,que descansaban en sofás acolchadosalrededor de una mesa baja cubierta debotellas y cigarrillos. Las mujeresestaban desnudas y eran jóvenes ybonitas. Los hombres, apenas cubiertos,estaban uno al lado del otro y lasmuchachas se habían entrelazadosumisamente en torno a susacompañantes. La iluminación de la foto

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era amarillenta y misteriosa y, a pesarde que sabía muy poco sobre el tema,Smiley llegó a la conclusión de que setrataba de película ultrasensible, pues lacopia era, además, granulada Al meditarsobre este asunto, la textura de la foto lerecordó las fotografías que se ven tan amenudo de rehenes de los terroristas,salvo por el hecho de que estos cuatroestaban ocupados consigo mismos entanto los rehenes tienen la costumbre demirar la lente como si se tratara delcañón de un arma. Siguiendo en buscade lo que habría denominadointeligencia operativa, calculó laposición probable de la cámara y llegó a

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la conclusión de que debió de estar porencima de los sujetos. Al parecer, loscuatro estaban en el centro de un foso yla cámara los enfocaba desde arriba.

Una sombra muy oscura —unabalaustrada, quizá un alféizar osimplemente el hombro de alguien quese encontraba delante— aparecía en elprimer plano inferior. Era como si, apesar del lugar estratégico en queestaba, sólo la mitad de la lente sehubiera atrevido a levantarse por encimade la línea de visión.

En ese momento, Smiley extrajo laprimera conclusión provisional. Unpaso… no se trataba de un paso

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importante, pero ya tenía suficientespasos importantes en su mente.Llamémosle un paso técnico: un modestopaso técnico. La fotografía tenía todoslos indicios de ser lo que en ese mundose denominaba un robado. Además, unrobado con vistas a la quema, quequería decir «chantaje». ¿Pero chantajea quién? ¿Con qué propósito?

Probablemente se quedó dormidomientras consideraba el problema. Elteléfono estaba sobre el pequeñoescritorio de Ann y seguramente sonótres o cuatro veces hasta que reparó enél.

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—¿Sí, Oliver? —dijo Smileycautelosamente.

—Ah, George. Intenté hablar contigoantes. Confío en que hayas regresado sinproblemas.

—¿De dónde? —preguntó Smiley.Lacon prefirió no responder a esa

pregunta.—Creo que te debía una llamada,

George. Nuestra despedida fue pocoafable. Me mostré brusco. Tengodemasiados asuntos entre manos. Tepido disculpas. ¿Cómo van las cosas?¿Has terminado?

Como fondo, Smiley oyó a las hijasde Lacon, que discutían cuánto se podía

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pagar de alquiler por un hotel de ParkLane. Las ha llevado a pasar el fin desemana con él, pensó Smiley.

—George, he vuelto a estar encontacto con el Ministerio del Interior—agregó Lacon en voz más baja, sinesperar respuesta—. Han recibido elinforme del patólogo y el cadáverquedará libre. Se aconseja una prontacremación. Pensé que si te daba elnombre de la empresa que se ocupa detodo, quizá te tomaras la molestia decomunicárselo a quien corresponda. Sincompromiso, por supuesto. ¿Has visto ladeclaración a la Prensa? ¿Qué opinión temerece? A mí me pareció acertada.

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Creo que captó correctamente el tono.—Buscaré algo para escribir —dijo

Smiley y revolvió el cajón una vez máshasta que encontró un objeto de plásticoen forma de pera provisto de un cordelde cuero, que a veces usaba Ann. Tuvodificultades para abrirlo y apuntó lo queLacon le dictaba: la empresa, ladirección, una vez más la empresa y denuevo la dirección.

—¿Ya está? ¿Quieres que la repita?Quizás sea mejor que me lo leas paraasegurarnos por partida doble.

—Creo que la tengo, gracias —respondió Smiley. Aunque tardíamentese dio cuenta de que Lacon estaba

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borracho.—Bueno, George, no olvides que

tenemos una cita. Un seminario sinlimitaciones sobre el matrimonio. Te henombrado estratega en jefe para esteasunto. Debajo de casa hay unrestaurante especializado en carnes quemerece la pena y te ofreceré unacomilona mientras me transmites tusabiduría. ¿Tienes la agenda por ahí?Apunta un día de éstos —con sombríospresentimientos, Smiley acordó unafecha. Después de una vida de inventartapaderas para cada ocasión, para élseguía siendo imposible salvarse de unainvitación a cenar—. ¿No encontraste

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nada? —preguntó Lacon con mayorcautela—, ¿Ni obstáculos, ni problemas,ni cabos sueltos? ¿Fue, tal comosuponíamos, una tempestad en un vasode agua?

Una infinidad de respuestas cruzaronla mente de Smiley, pero no encontrósentido para ninguna de ellas.

—¿Hay alguna novedad sobre lafactura telefónica? —preguntó Smiley.

—¿Factura telefónica? ¿De quéfactura telefónica me hablas? Ah, terefieres a la de él. Págala y envíame elrecibo. No habrá ningún problema.Mejor aún, inclúyela en el correo paraStrickland.

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—Ya te la he enviado —explicóSmiley pacientemente—. Te pedí unanálisis de todas las llamadaslocalizables.

—Me ocuparé inmediatamente deello —respondió Lacon en voz baja—.¿Nada más?

—No, creo que no. Nada más.—Que descanses. Pareces agotado.—Buenas noches —se despidió

Smiley.

Con la lupa de Ann una vez más ensu mano rolliza, Smiley prosiguió elanálisis. El suelo del foso estaba

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alfombrado, aparentemente en colorblanco; los sofás acolchados formabanuna herradura que seguía la línea de lascortinas que abarcaban el perímetrotrasero. Al fondo se veía una puertatapizada y la ropa que los dos hombresse habían quitado —chaquetas, corbatas,pantalones— colgaban de ella conpulcritud quirúrgica. Sobre la mesahabía un cenicero y Smiley trató de leerla inscripción del borde. Después demucho manipular la lupa, dedujo lo queel filólogo latente que había en éldescribió como «forma asterisca» (oputativa) de las letras «A-C-H-T», perono supo si se trataba de una palabra por

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derecho propio —que significaba«ocho» o «atención», además de otrosconceptos menos precisos— o de cuatroletras correspondientes a una palabramás larga. En ese momento no semolestó en averiguarlo, pues preferíalimitarse a almacenar información en elfondo de su mente hasta que entrara enjuego otra parte del rompecabezas.

Ann telefoneó. Quizá volvió adormirse, pues más tarde no recordabahaber oído el timbre del teléfono sino lavoz de ella mientras llevaba lentamenteel aparato al oído: «George, George»,

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como si hubiese estado llamándole largorato y ahora Smiley hubiese logradoconcentrar energías o tomarse lamolestia de responder.

Iniciaron la conversación comodesconocidos, de forma muy parecida acomo hacían el amor.

—¿Cómo estás? —preguntó Ann.—Muy bien, gracias. ¿Y tú? ¿Puedo

hacer algo por ti?—Hablo en serio —insistió Ann—.

¿Cómo estás? Quiero saberlo.—Ya te he dicho que estoy bien.—Te telefoneé por la mañana. ¿Por

qué no contestaste?—Había salido.

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Se desencadenó un prolongadosilencio mientras ella analizaba esaexcusa poco convincente. El teléfonojamás había sido un estorbo para Ann.No le proporcionaba la menor sensaciónde urgencia.

—¿Saliste a trabajar? —preguntó.—Un asunto administrativo para

Lacon.—Actualmente se ocupa temprano

de sus asuntos administrativos.—Su esposa le ha dejado —agregó

Smiley a modo de explicación. No huborespuesta, por lo que añadió—: Solíasdecir que le convendría hacerlo. Solíasdecir que debería largarse pronto, antes

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de convertirse en otra geisha del ramocivil de la administración pública.

—He cambiado de idea. Él lanecesita.

—Pero sospecho que ella no lenecesita a él —puntualizó Smileyrefugiándose en un tono académico.

—Es una tonta —afirmó Ann y sedesencadenó un silencio aún másprolongado, en esta ocasión provocadopor Smiley mientras analizaba la súbitay no deseada montaña de alternativasque ella le había sugerido.

Volver a estar juntos, como a vecesdecía Ann.

Olvidar los pesares, la lista de

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amantes; olvidar a Bill Haydon, el quetraicionó al Circus, aquel cuya sombraaún recorría el rostro de Ann cada vezque él se le acercaba aquel cuyorecuerdo arrastraba como un dolorconstante. Bill su amigo, Bill el mejorde su generación, el bufón, el hechicero,el obediente iconoclasta. Bill elimpostor nato, cuya búsqueda de latraición final le condujo a la cama de losrusos y a la de Ann. Organizar otra lunade miel, huir al sur de Francia, gozar delas comidas, comprar ropa, todo el«imaginemos que…» al que juegan losamantes. ¿Durante cuánto tiempo?¿Cuánto tiempo pasaría hasta que su

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sonrisa desapareciera, sus ojosperdieran brillo y esas relacionesmíticas necesitaran de ella para curarsus achaques míticos en lugaresremotos?

—¿Dónde estás? —preguntó Smiley.—En casa de Hilda.—Creí que estabas en Cornwell.Hilda era una divorciada muy ligera

de cascos. Vivía en Kensington, a menosde veinte minutos de camino.

—¿Y dónde está Hilda? —preguntódespués de asimilar esa información.

—Ha salido.—¿Pasará fuera toda la noche?—Supongo que sí, conozco a Hilda.

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A menos que lo traiga.—Bueno, supongo que tendrás que

entretenerte a ti misma lo mejor quepuedas sin ella —agregó, pero mientraslo decía oyó que ella susurraba sunombre.

Un miedo profundo y vehemente seapoderó del corazón de Smiley. Miró lasilla de lectura y vio la prueba decontacto en el atril, junto a la lupa deAnn; en un solo recorrido evocador,reconstruyó todas las cosas que lehabían lanzado alusiones y susurros a lolargo de ese día interminable; oyó lostamborilees de su propio pasado, que leconvocaban a un último esfuerzo por

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exteriorizar y resolver el conflicto en elque había vivido; ahora no queríatenerla cerca. Dígale a Max que serefiere al Genio. Dotado de la claridadque pueden dar el hambre, el cansancioy la confusión, Smiley tuvo la certeza deque ella no debía participar en lo que éltenía que hacer. Aunque sólo estaba enlos inicios, supo que era posible, apesar de todo, que a una edad tardía lehubiesen ofrecido la oportunidad deretornar a las grandes batallas de la viday de librarlas. En ese caso, ni Ann, niuna falsa paz ni un corrompido testigode sus actividades debía perturbar susolitaria investigación. Hasta ese

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momento no había tenido claras lasideas: ahora las tenía.

—No debes hacerlo —dijo—.¿Ann? Escúchame. No debes venir aquí.No tiene nada que ver con lo que unodesee, sino con cosas prácticas. Nodebes venir aquí —las palabras queacababa de pronunciar le sonaronextrañas.

—Entonces ven tú aquí —le pidióella.

Smiley colgó. Imaginó que ellalloraba y luego cogía la libreta dedirecciones para ver cuál de losPrimeros Once, tal como los llamaba,podía consolarla en lugar de él. Se

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sirvió un whisky puro: la solución deLacon. Fue a la cocina, olvidó el motivoy anduvo distraídamente hasta suestudio. Soda, se dijo. Demasiado tarde.Arréglate sin ella. Debí de estar loco,pensó. Persigo fantasmas. No hay nadaallí. Un general senil tenía un sueño ymurió por él. Recordó a Wilde: el hechode que un hombre muera por una causano la vuelve justa. Una foto estabatorcida. La enderezó, primerodemasiado y después demasiado poco,retrocediendo cada vez que la ajustaba.Dígale que se refiere al Genio. Regresóa la silla de lectura y a sus dosprostitutas y las enfocó con la lupa de

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Ann con tanta energía que, de ser real laescena, las habría obligado a refugiarsede inmediato detrás de sus chulos.

Evidentemente, pertenecían a laaristocracia de su profesión pues eranjóvenes, de cuerpos lozanos y biencuidados. Al parecer, quien las habíaelegido las había diferenciadodeliberadamente, pero tal vez sólo setrataba de una coincidencia. La de laizquierda era rubia, delicada e inclusode formas clásicas, con muslos largos ypechos pequeños y altos. Su compañeraera morena y maciza, de caderas anchasy rasgos luminosos, quizás euroasiática.Reparó en que la rubia llevaba

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pendientes con forma de ancla, hechoque le llamó la atención porque, en sulimitada experiencia con las mujeres,los pendientes era lo primero que sequitaban. Bastaba con que Ann salierade la casa sin pendientes para que se lecayera el alma a los pies. Al margen deeste detalle, no se le ocurrió ningúncomentario inteligente relativo acualquiera de las muchachas y por ello,después de beber otro trago generoso dewhisky puro, concentró una vez más suatención en los hombres… pues a ellosla había dedicado, si es que estabadispuesto a admitirlo, desde el momentoen que había empezado a analizar la

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foto. Al igual que las mujeres, los doshombres eran claramente distintos, peroen ellos las diferencias —puesto queeran bastante maduros— se resolvían enuna mayor profundidad y definición dela personalidad. El hombre que estabacon la rubia también tenía el pelo cenizay, a primera vista, parecía aburrido, entanto que el que atendía a la morena nosólo era de piel aceitunada sino que susrasgos mostraban una viveza latina,incluso levantina, y tenía una sonrisacontagiosa que era el único rasgoatractivo de la fotografía. El rubio eracorpulento y se había sentadodesgarbadamente; el moreno era menudo

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y lo bastante alegre para ser su bufón: unduendecillo de rostro amable y rizosrevueltos por encima de las orejas.

Un nerviosismo repentino —retrospectivamente, quizás fuera unpresentimiento— le llevó a estudiarprimero al rubio. Ya era hora de sentirsemás cómodo con los desconocidos.

El torso del hombre era fornido,pero no atlético, y sus miembrosresultaban pesados sin sugerir fuerza. Lablancura de su piel y su pelo rubiodestacaban su obesidad. Sus manos, unaapoyada en el flanco de la muchacha y laotra alrededor de su cintura, eranregordetas y desmañadas. Smiley paseó

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lentamente la lupa por el pecho desnudoy llegó a la cabeza. Una personainteligente había escrito algo siniestro: alos cuarenta años, cada hombre tiene elrostro que merece. Smiley dudaba.Había conocido almas poéticascondenadas a cadena perpetua trasrostros duros, y delincuentes conaspecto de ángeles. De todos modos, noera un rostro de ganador ni la cámara lohabía captado en su mejor momento.Desde el punto de vista de lapersonalidad, parecía dividido en dospartes: la inferior, que mostraba un gestode tosca fogosidad mientras,boquiabierto, le decía algo a su

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compañero, y la superior, que estabadominada por dos ojos pequeños ypálidos que no denotaban la menoralegría ni fogosidad, sino que parecíanmirar desde su entorno pastoso con lasuavidad fría y sin pestañeos de un niño.La nariz era chata y llevaba el pelopeinado al estilo centro-europeo.

Codicioso, hubiese dicho Ann, quetenía la costumbre de emitir un juiciodefinitivo sobre las personas despuésdel mero hecho de estudiar sus retratosen la Prensa. Codicioso, débil, vicioso.Evitarlo. Era una pena que no hubiesellegado a la misma conclusión conrespecto a Haydon, pensó Smiley; o que

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no la hubiese alcanzado a tiempo.Smiley volvió a la cocina, se lavó la

cara y recordó que había ido a buscarsoda para el whisky. Se acomodó en lasilla de lectura y centró la lupa en elrostro del segundo hombre, el bufón. Elwhisky lo mantenía despierto perotambién lo adormecía. ¿Por qué no llamade nuevo?, pensó. Si lo hace, iré a verla.Pero en realidad su mente se habíaconcentrado en el segundo rostro porquesu familiaridad le perturbaba, casi delmismo modo con que su apremiantecomplicidad había perturbado antes aVillem y a Ostrakova. Lo estudió y elcansancio le abandonó, pues parecía

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extraer energías de él. Como habíasugerido Villem esa mañana, conocemosalgunos rostros incluso antes de verlos;hay otros que vemos una vez y losrecordamos toda la vida; y hay otros quevemos todos los días y nuncarecordamos. ¿A qué categoríacorrespondía éste?

Un rostro de Toulouse-Lautrec,pensó Smiley mientras lo mirabamaravillado… captado en el instante enque los ojos se desviaban hacia unadistracción intensa y, quizás, erótica.Ann se habría encariñadoinstantáneamente de él; poseía esacaracterística peligrosa que le gustaba.

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Un rostro de Toulouse-Lautrec, captadocuando un fragmento descarriado de laluz del parque de atracciones iluminabauna mejilla magra y mundana. Un rostrobronceado, puntiagudo y de rasgosacusados, del cual la frente, la nariz y lamandíbula aparentemente habíansucumbido a los mismos vendavalesdevastadores. Un rostro de Toulouse-Lautrec, ágil y amistoso. Rostro decamarero, jamás de comensal. Con la iratípica del camarero que ardía con sumáxima furia tras una sonrisa servil. AAnn esa faceta le gustaría menos. Smileydejó la foto en su lugar, se pusolentamente de pie para mantenerse

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despierto y paseó por la habitaciónmientras intentaba situar esa cara, perofracasó y se preguntó si todo eraproducto de su imaginación. Algunaspersonas transmiten, pensó. Algunaspersonas… cuando las conoces, teentregan todo su pasado como un donnatural. Algunas personas son laquintaesencia de la intimidad.

Se detuvo junto al escritorio de Annpara observar una vez más el teléfono.El de ella. De ella y Haydon. De ella ytodos los demás. Modelo de líneaesbelta, pensó. ¿O acaso se decía delínea sencilla? Cinco libras más a latelefónica por el dudoso placer de su

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línea anticuada y futurista. El teléfonode la fulana que hay en mí, solía decirAnn. El trino suave para los pequeñosamores y el gorjeo vibrante para losgrandes amores. Smiley se dio cuentade que sonaba. El trino suave para lospequeños amores sonaba desde hacíarato. Dejó el vaso y siguió mirando elteléfono mientras trinaba. Recordó quecuando escuchaba música, Ann solíadejarlo en el suelo, entre los discos.Solía echarse con él —allí, junto alfuego y también más allá—, con unapierna descuidadamente levantada por sila reclamaba. Cuando se acostaba, lodesenchufaba y se lo llevaba para que la

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consolase durante la noche. Smileysabía que, cuando hacían el amor, él erael sustituto de todos los hombres que nohabían telefoneado. De los PrimerosOnce. De Bill Haydon, a pesar de queestuviese muerto.

Había dejado de sonar.¿Qué hará ella ahora? ¿Probar con

los Segundos Once? Ser hermosa y Annes una cuestión, le había dicho hacíapoco tiempo; ser hermosa y tener laedad de Ann pronto será otra cuestión.Y ser feo y tener mis años también esotro asunto, pensó con ira. Cogió laprueba de contacto y, con renovadaintensidad, continuó con su

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contemplación.Sombras, pensó. Manchas en

claroscuro ante nosotros detrás denosotros mientras avanzamos dandotumbos por nuestras sendas. Cuernos deduende, cuernos de diablo, nuestrassombras tanto más grandes que nosotrosmismos. ¿Quién es? ¿Quién era? Leconocí. Me negué a hacerlo. Y si meniego a hacerlo, ¿cómo puedoconocerlo? Era una especie desuplicante, un hombre que tenía algopara vender… ¿información? ¿Sueños?Desvelado, se recostó en el sofá —cualquier cosa menos subir a acostarse ala planta superior— y con la foto ante

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sus ojos, empezó a deambularlentamente por las largas galerías de sumemoria profesional, acercando lalámpara a los retratos semiolvidados decharlatanes, vendedores de quimeras,inventores, buhoneros, intermediarios,truhanes, picaros y, en ocasiones,héroes, seres que componían el repartosecundario de sus múltiples conocidos;buscaba el rostro santificado que, comoun participante secreto, parecía habersurgido del pequeño contacto parahospedarse en su conciencia vacilante.La luz de la lámpara parpadeó, titubeó, yrecuperó su intensidad. Fui engañadopor la oscuridad, pensó. Le conocí a la

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luz. Vio una horrible habitación de hoteliluminada con luces de neón… hilomusical y empapelado de cuadros y elmenudo desconocido, que le llamabaMax, sentado sonriente en un rincón. Unpequeño embajador… pero, ¿qué causa,a qué país representaba? Recordó ungabán con cuello de terciopelo y manospequeñas y callosas que interpretabanespasmódicamente su propia danza.Recordó los ojos apasionados yrisueños, la boca nerviosa que se abría yse cerraba velozmente, pero no oyópalabras. Experimentó una sensación depérdida, de errar el blanco, de que otrasombra amenazadora estaba presente

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mientras hablaban.Quizá, pensó. Todo es posible. Al

fin y al cabo, quizás un marido celosomató a Vladimir, pensó, mientras eltimbre le taladraba los oídos: dostimbrazos.

Como de costumbre, Ann se haolvidado la llave, pensó. Atravesóvelozmente el pasillo y luchó con lacerradura. Comprendió que aunque ellatuviera la llave de nada serviría; igualque Ostrakova, había puesto la cadena ala puerta. Forcejeó con la cadena ygritó:

—¡Ann, espera! —tenía los dedosentumecidos. Hizo chocar el cerrojo

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contra la corredera y oyó que el ecoresonaba en toda la casa—. ¡En seguidavoy! ¡Espera! ¡Note vayas!

Abrió la puerta de par en par, setambaleó en el umbral y a modo desacrificio ofreció su rostro rollizo alaire de medianoche a la relumbrantefigura de cuero negro que, con el cascoprotector bajo el brazo, se alzaba ante élcomo el centinela de la muerte.

—Señor, le aseguro que no deseabaalarmarle —dijo el desconocido. Smileyse apoyó en el vano de la puerta y loúnico que pudo hacer fue mirar alintruso. Era alto, llevaba el pelo cortadoal rape y sus ojos denotaban una lealtad

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no correspondida—. Soy Ferguson,señor. ¿Se acuerda de mí, señor, deFerguson? Antes administraba el equipode transporte de los faroles del señorEsterhase.

La moto negra con sidecar estabaaparcada junto al bordillo, a susespaldas, y su superficieprimorosamente lustrada resplandecíabajo el farol.

—Creía que la sección de faroleroshabía sido disuelta —comentó Smiley,sin dejar de mirarlo.

—Así es, señor. Lamento decir quese han dispersado a los cuatro vientos.La camaradería y el espíritu han

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desaparecido para siempre.—Entonces, ¿quién le emplea?—Bueno, nadie, señor. Al menos

oficialmente, podríamos decir. Pero detodos modos estoy de parte de losángeles.

—No sabía que tuviésemos ángeles.—No, bueno, es verdad, señor. Yo

digo que todos los hombres son falibles.Sobre todo actualmente —tenía un sobrede color pardo y esperó a que Smiley locogiera—, Digamos que de parte dealgunos amigos suyos, señor. Tengoentendido que se relaciona con unafactura de teléfonos sobre la cual ustedquería averiguar algo. Diré que, en

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general, la telefónica nos da buenasrespuestas. Buenas noches, señor.Lamento haberle molestado. Es hora deque descanse, ¿no le parece? Siempredigo que los hombres capaces escasean.

—Buenas noches —saludó Smiley.Pero el visitante se quedó un rato

más como alguien que espera unapropina.

—En realidad, usted se acuerda demí, ¿verdad, señor?

—Claro que sí.Al cerrar la puerta, Smiley notó que

el cielo estaba estrellado. Estrellasbrillantes inflamadas por el rocío.Tembloroso, cogió uno de los

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numerosos álbumes de fotos de Ann y loabrió por en medio. Cuando una foto legustaba, tenía la costumbre de colocardetrás el negativo. Smiley eligió unafoto de ambos en Cap Ferrat —Ann entraje de baño y él prudentementecubierto—, retiró el negativo y guardóallí el de Vladimir. Guardó lassustancias químicas y el equipo ydeslizó la foto dentro del tomo doce desu Oxford Dictionary, en la Y deyesterday. Abrió el sobre que Fergusonle había entregado, ojeó hastiado elcontenido, reparó en un par deanotaciones y en la palabra «Hamburgo»y lo metió todo en un cajón del

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escritorio. Mañana, pensó, mañana esotro enigma. Se acostó y, como siempre,no sabía de qué lado dormir. Cerró losojos y las preguntas le bombardearoninstantáneamente, como sabía queocurriría, en salvas delirantes einconexas.

¿Por qué Vladimir no pidió hablarcon Héctor?, se preguntó por centésimavez. ¿Por qué el viejo comparó aEsterhase, alias Héctor, con los bancosque te quitan el paraguas cuando llueve?

Dígale a Max que se refiere alGenio.

¿Llamarla por teléfono? ¿Vestirse ycorrer hasta allí para ser recibido como

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su amante secreto, el que se escabulle alamanecer?

Demasiado tarde. Ella ya estabaocupada.

Súbitamente la deseaba con todassus fuerzas. No soportaba los espaciosque lo rodeaban y que no la contenían,anhelaba su cuerpo risueño y temblorosomientras le decía que era su únicoamante verdadero, el mejor, que noquería a nadie más. «George, lasmujeres somos ingobernables», le habíadicho una vez, mientras descansaban enmedio de una extraña paz. «¿Y yo quésoy?», le había preguntado y Annrespondió: «Mi ley.» «¿Entonces qué

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era Haydon?», le había preguntado. Annse echó a reír y dijo: «Mi anarquía.»

Smiley volvió a ver la foto pequeña,grabada como el desconocido menudoen su memoria que empezaba a vacilar.Un hombre pequeño con una enormesombra. Recordó la descripción quehabía hecho Villem de la diminuta figuraen el transbordador de Hamburgo, losrizos del pelo revuelto, el rostroestragado, los ojos que advertían.General, pensó caóticamente, ¿no meenviaría una vez mas a su mágicoamigo?

Quizá. Todo es posible.Hamburgo, pensó, se levantó a toda

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prisa y se puso el batín. En el escritoriode Ann, se dedicó a estudiar seriamenteel análisis de la factura telefónica deVladimir, reproducida con la hermosaletra de un empleado de la empresa.Cogió una hoja, apuntó fechas y tomónotas.

Dato: a principios de septiembre,Vladimir recibe la carta de París y laaparta del alcance de Mikhel.

Dato: aproximadamente en la mismafecha, Vladimir pide una rara y costosaconferencia internacional conHamburgo, a través de la operadora,aparentemente para poder reclamar mástarde el importe.

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Dato: tres días después, el ocho,Vladimir acepta una llamada con cobrorevertido desde Hamburgo, por unimporte de dos libras ochenta; figuranorigen, duración y hora; el origen es elmismo número al que Vladimir habíatelefoneado tres días antes.

Hamburgo, repitió Smiley y su mentevolvió una vez más al diablillo de lafotografía. El tráfico telefónicorevertido había continuadointermitentemente hasta hacía tres días.Nueve llamadas cuyo importe totalascendía a veintiuna libras, todas deHamburgo a Vladimir. ¿Pero quién lellamaba? ¿Desde Hamburgo? ¿Quién?

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Súbitamente recordó.La figura amenazadora de la

habitación de hotel, la enorme sombradel duende, correspondía a Vladimir.Los vio juntos, ambos con gabán negro:el gigante y el enano. El horroroso hotelcon hilo musical y empapelado acuadros se encontraba cerca delaeropuerto de Heathrow, donde esos doshombres tan dispares se habían reunidopara celebrar una conferencia en elmismo momento de la vida de Smiley enque su carrera profesional sederrumbaba estrepitosamente. Max, tenecesitamos. Max, danos laoportunidad.

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Smiley descolgó el teléfono, marcóel número de Hamburgo y oyó una vozmasculina que pronunció suavemente lapalabra «sí,, en alemán. Hubo unossegundos de silencio.

—Quisiera hablar con Herr DieterFassbender —solicitó Smiley, que habíaelegido un nombre al azar. El alemán erasu segunda lengua, y en ocasiones, lamaterna.

—Aquí no hay ningún Fassbender —dijo fríamente la misma voz después deuna pausa, como si en el ínterin el quehablaba hubiese consultado algo. Smileyoía una débil música de fondo.

—Soy Leber —insistió Smiley—.

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Necesito hablar urgentemente con HerrFassbender. Soy su socio.

Se produjo otra pausa.—No es posible —declaró

tajantemente el hombre después de otrosilencio… y colgó.

No se trata de una casa particular,concluyó Smiley y anotó rápidamentesus impresiones: el que hablaba habíatenido muchas opciones. Tampoco es undespacho porque, ¿en qué tipo dedespacho se oye música suave de fondoy está abierto un sábado a medianoche?¿Un hotel? Es posible, pero cualquierhotel con cierta capacidad le hubiesecomunicado con recepción y mostrado

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un mínimo de cortesía. ¿Un restaurante?Demasiado furtivo, demasiadoprotegido… Además, seguramentehubiesen anunciado su nombre alresponder al teléfono.

No coloques las piezas por la fuerza,se aconsejó. Almacénalas. Tenpaciencia. ¿Pero cómo podía serpaciente cuando tenía tan poco tiempo?

Volvió a la cama, abrió un ejemplard e Rural Rides, de Cobbett, e intentóleer mientras meditaba distraídamente,entre otros asuntos importantes, susentido de la civitas y cuánto, o cuanpoco le debía a Oliver Lacon: «Tudeber George.» Pero, ¿quién podía ser

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seriamente hombre de Lacon?, sepreguntó. ¿Quién podía pensar que losdébiles argumentos de Lacon equivalíana los derechos del César?

—Emigrados dentro y emigradosfuera. Dos piernas sanas y dos piernasenfermas —murmuró en voz alta.

A Smiley le pareció que a lo largode toda su vida profesional habíaescuchado bufonadas verbalesparecidas, que supuestamentedemostraban grandes cambios en lacetrina de Whitehall; demostrabanlimitación, abnegación, siempre otromotivo para no hacer nada. Había vistocómo subían y volvían a bajar las faldas

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de Whitehall, de qué modo se ajustaban,se aflojaban y volvían a ajustar suscinturones. Había sido testigo o víctima—e incluso reacio profeta— de cultostan falsos como el lateralismo, elparalelismo, el separatismo, ladelegación operativa y ahora, sirecordaba correctamente los laberintosmás recientes de Lacon, la integración.Cada una de las nuevas modas fueaclamada como una panacea: «¡Ahoravenceremos, ahora la organizaciónfuncionará!» Cada una de ellasdesapareció con un gemido y dejó trasde sí el conocido galimatías inglés delcual, retrospectivamente, había sido

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cada vez más un arbitro de toda la vida.Había sido paciente, con la esperanza deque los demás también lo fueran, perono fue así. Se había afanado en cuartostraseros mientras hombres más frívolosse ocupaban de dirigir el cotarro.Todavía lo dirigían. Cinco años atrás,bajo ningún concepto lo habríareconocido. Pero hoy, que escudriñabaserenamente su corazón, Smiley supoque estaba desatado y que quizá fueraimposible ponerle las riendas, que lasúnicas limitaciones existentes eran lasde su propia razón y humanismo. Tantoen su matrimonio como en el serviciopúblico. Invertí mi vida en instituciones,

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pensó sin rencores, y todo lo que mequeda soy yo mismo.

Y Karla, pensó, mi Grial negro.No podía evitarlo: su mente inquieta

aún no le dejaba en paz. Atisbando en lapenumbra, imaginó que veía a Karla depie ante él, que Karla se quebraba yvolvía a formarse en las partículasmovedizas de la oscuridad. Vio los ojoscastaños y vigilantes que le observaban,tal como le habían mirado una vez desdela oscuridad de la celda deinterrogatorios de la cárcel de Delhi,hacía cien años: ojos que a primeravista eran sensibles y parecían expresarcompañerismo. Después, como cristal

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derretido, se endurecían lentamentehasta hacerse quebradizos e inflexibles.Se vio mientras andaba por la pistacubierta de polvo del aeropuerto deDelhi y retrocedía cuando el calor de laIndia le agredía desde el alquitranado:Smiley alias Barraclough o Standfast ocualquier apellido que esa semana sehubiese sacado de la manga… ya no seacordaba. De todos modos, un Smiley delos años sesenta, un Smiley al quellamaban el viajero comercial, a quienel Circus había encomendado recorrer elglobo para ofrecer acuerdos derehabilitación a los oficiales del Centrode Moscú que pensaran abandonar la

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nave. En ese momento, el Centrorealizaba una de sus purgas periódicas yel terreno estaba repleto de oficialesrusos que temían regresar a su país. UnSmiley que era el marido de Ann y elcolega de Bill Haydon, un Smiley cuyasúltimas ilusiones seguían intactas. Decualquier modo, un Smiley próximo a lacrisis interior, ya que fue el año en queAnn se enamoró de un bailarín de ballet:el turno de Bill aún no había llegado.

En la penumbra del dormitorio deAnn, recordó el viaje hasta la cárcel enun jeep traqueteante cuya bocina sonabaincesantemente y a los niños risueñosque se colgaban de la parte trasera; vio

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los carros tirados por bueyes, laseternas muchedumbres hindúes y laschabolas a orillas del río. Percibió losolores a excrementos y a hoguerassiempre humeantes: fuegos para cocinar,fuegos para purificar, fuegos paraeliminar a los muertos. Vio que la verjade hierro de la vieja cárcel lo cercaba ylos uniformes ingleses de losguardianes, primorosamente planchados,mientras éstos se abrían paso entre lospresos: «Por aquí, su señoría, señor.¡Por favor, su excelencia, tenga laamabilidad de seguirnos!»

Un preso europeo que se hacíallamar Gerstmann.

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Un hombrecillo canoso, de ojoscastaños y túnica de percal, que parecíael único superviviente de una religiónextinguida. Le habían puesto esposas enlas muñecas.

«Por favor, oficial, quítele lasesposas y tráigale cigarrillos», solicitóSmiley.

Un preso al que Londres habíaidentificado como agente del Centro deMoscú y que no sería deportado a Rusia.Parecía un menudo soldado de la guerrafría, un hombre que sabía —conseguridad absoluta— que ser repatriadoa Moscú significaba afrontar lareclusión en un campo, el pelotón de

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fusilamiento o ambas cosas; sabía quehaber caído en manos del enemigoequivalía, a los ojos del Centro, ahaberse convertido en el enemigo: elhecho de que hablase o guardase susecreto carecía de importancia.

Únete a nosotros, le había dichoSmiley desde el otro lado de la mesa dehierro.

Únete a nosotros y vivirás.Vuelve a tu país y serás hombre

muerto.Sus manos sudaban… las de Smiley.

El calor era sofocante. Fúmate uncigarrillo, había propuesto Smiley…ten, usa mi encendedor. Éste era de oro

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y sus manos húmedas lo habíanmanchado. Llevaba una inscripción. Annse lo había regalado para compensaralguna ofensa. Para George de Ann, contodo mi amor. Hay pequeños y grandesamores, solía decir Ann, y en elmomento en que hizo grabar esainscripción le concedió ambos.Probablemente fue la única ocasión enque lo hizo.

Únete a nosotros, había dichoSmiley. Sálvate. No tienes derecho arenunciar a tu vida. En principio de unmodo mecánico y despuésapasionadamente, Smiley había repetidolos argumentos conocidos mientras su

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sudor caía pat-pat sobre la mesa. Únetea nosotros. No tienes nada que perder.Los que están en Rusia y te aman yaestán perdidos. Tu regreso no mejorarálas cosas para ellos; por el contrario, lasempeorará. Únete a nosotros. Te loruego. Escúchame, presta atención aestos argumentos, a estas razones.

Esperó en vano e interminablementea obtener una mínima repuesta a susúplica cada vez más desesperada.Esperó que los ojos castañosparpadearan, que los labios rígidospronunciaran una sola palabra entre lasbocanadas de humo de cigarrillo: sí, meuniré a vosotros. Sí, acepto que me

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desinformen. Sí, aceptaré vuestrodinero, vuestras promesas derehabilitación y la vida de un desertor,compuesta de sobras. Él esperó que lasmanos liberadas dejaran de acariciarnerviosamente en encendedor de Ann,para George de Ann, con todo mi amor.

Cuanto más imploraba Smiley, máscerrado era el silencio de Gerstmann.Smiley le sirvió respuestas en bandeja,pero Gerstmann no tenía preguntas quelas sustentaran. Gradualmente suentereza resultó abrumadora. Era unhombre que se había preparado para lahorca, que prefería morir a manos de susamigos antes que vivir en manos de sus

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enemigos. Se separaron la mañanasiguiente, cada uno en dirección a sudestino: contra todo lo previsible,Gerstmann regresó en avión a Moscúpara sobrevivir a la purga y prosperar.Smiley, con mucha fiebre, regresó a Anny a no todo su amor y al conocimientoposterior de que Gerstmann no era nimás ni menos que Karla, reclutador,mentor y oficial encargado del caso BillHaydon, el hombre que había metido aBill en la cama de Ann —precisamentela misma cama en la que ahora estabaacostado— con el fin de empañar laveterana perspicacia de Smiley acercade la mayor traición de Bill, la que iba

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contra el servicio secreto y sus agentes.Karla, pensó mientras sus ojos

taladraban la oscuridad, ¿para qué mequieres ahora? Dígale a Max que serefiere al Genio que hace dormir a losniños.

Genio que hace dormir a los niños,¿por qué me despiertas cuando lo quedebes hacer es dormirme?

Encarcelada en un pequeñoapartamento parisino y atormentadatanto mental como físicamente,Ostrakova no habría podido dormiraunque hubiese querido: ni siquiera el

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encanto del Genio que hace dormir a losniños la habría ayudado. Se acomodó delado y sus costillas maltrechasprotestaron como si los brazos delasesino aún la sujetaran para arrojarlabajo el automóvil. Se puso boca arriba yel dolor en el trasero fue tan intenso quevomitó. Cuando se acostó boca abajo,los pechos se le irritaron como cuandohabía intentado amamantar a Alexandra,meses antes de abandonarla, y losmaldijo.

Es un castigo de Dios, se dijo sindemasiada convicción. Después de quehubiera amanecido volvió a ocupar elsillón de Ostrakov —con el revólver

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sobre el regazo— y sólo entonces pudodescansar un par de horas.

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13La galería se encontraba en lo que

los comerciantes en obras de artedenominan la parte escabrosa de BondStreet y aquel lunes por la mañanaSmiley llegó antes de que se hubieralevantado cualquier marcharía que sepreciase.

El domingo había transcurrido consingular tranquilidad. Bywater despertótarde y Smiley también. Su memoriahabía funcionado mientras dormía ydurante el día siguió ayudándole conmodestos espasmos de esclarecimiento.

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Al menos por lo que respecta a lamemoria, su Grial negro se habíaacercado un poco. El teléfono no habíasonado ni una sola vez; una resacaligera, pero persistente, le mantuvo enun estado de ánimo contemplativo. Apesar de su opinión en sentido contrario,Smiley era socio de un club cercano aPall—Mall y allí comió,majestuosamente solo, pastel de carne yriñones recalentados. Después, solicitóal jefe de conserjes que retirase su cajade la caja de caudales del club y tomódiscretamente algunas pertenenciasilícitas, entre ellas un pasaportebritánico con su anterior nombre de

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trabajo de Standfast, que nunca habíadevuelto a los Caseros del Circus; uncarnet de conducir internacional,expedido a ese mismo nombre y unaconsiderable suma de francos suizos, sinduda alguna suyos, aunque eraigualmente seguro que los había retenidodesafiando la Ley de Control deCambios. Ahora llevaba todo eso en elbolsillo.

La galería era de una blancuradeslumbrante y las telas del escaparatede cristal blindado eran prácticamenteiguales: blanco sobre blanco, con ellevísimo perfil de una mezquita o de lacatedral de San Pablo —¿o era

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Washington?— dibujado con un dedosobre el pigmento espeso. Seis mesesatrás, el letrero colgado encima de lapuerta proclamaba «Cafetería TheWandering Snail». Hoy decía«ATELIER BENATI, GOÛT ÁRABE,PARÍS, NUEVA YORK, MÓNACO» yun discreto cartel pegado en la puertadetallaba las especialidades del nuevoc h e f : «Islam classique—moderne.Diseño interior conceptual. Escriturasde compraventa. Sonnez.»

Smiley siguió las instrucciones, seoyó un zumbador y la puerta de cristal seabrió. Una muchacha de cabello colorceniza y medio dormida, con aspecto de

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haber trasnochado, lo estudiócautelosamente desde el escritorioblanco.

—Me gustaría echar un vistazo —dijo Smiley.

La muchacha levantó ligeramente lavista hacia el cielo islámico.

—Los pequeños puntos rojosquieren decir vendido —explicó lenta ypesadamente, le entregó una lista deprecios escrita a máquina, suspiró yvolvió a ocuparse de su cigarrillo y suhoróscopo.

Smiley paseó incómodo de una tela aotra hasta que volvió a quedar delantede la muchacha.

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—Me gustaría hablar con el señorBenati —dijo.

—Ay, me temo que en este momentoel signor Benati está muy ocupado. Ésees el problema de ser internacional —agregó con ironía.

—Por favor, dígale que se trata delseñor Ángel —agregó Smiley con elmismo estilo—. Bastará con que le digaeso. Ángel, Alan Ángel. Me conoce.

Tomó asiento en el sofá en forma deS. Costaba dos mil libras esterlinas yestaba cubierto por un celofán protector,que crujió cuando Smiley se acomodó.Oyó que ella levantaba el teléfono ysuspiraba.

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—Tengo un ángel para usted —explicó con voz de persona dormida—.Como en el paraíso, un ángel.

Poco después Smiley bajaba por unaescalera de caracol hacia la oscuridad.Llegó al pie y esperó. Se oyó unchasquido y media docena de lucesespeciales iluminaron espacios vacíosde los que no colgaba ningún cuadro. Seabrió una puerta y vio una figuramenuda, apuesta y totalmente inmóvil.Había peinado con gallardía hacia atrássu cabellera blanca. Vestía traje negro,corbata ancha y zapatos con vistosashebillas. Sin lugar a dudas, la corbata lequedaba demasiado grande. Tenía el

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puño derecho cerrado en el bolsillo dela chaqueta, pero cuando vio a Smiley loretiró lentamente, abrió la mano y se laofreció como una espada afilada.

—Vaya, señor Ángel —declaró conun acento claramente centroeuropeo, ydirigiendo una rápida mirada a laescalera, como para averiguar quiénescuchaba—. Es un placer para mí,señor. Ha pasado mucho tiempo. Porfavor, pase.

Se estrecharon la mano y los dosguardaron las distancias.

—Hola, señor Benati —dijo Smiley.Le siguió hasta una habitación

interior y a través de ésta hasta otra, en

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la que el señor Benati cerró la puerta yse apoyó suavemente de espaldas contraella, quizá como protección contra lasinvasiones.

Durante unos instantes, ninguno delos dos habló, ya que ambos preferíananalizar al otro en un silencio surgidodel respeto mutuo. Los ojos del señorBenati eran castaños y húmedos, no sedetenían mucho rato en ningún sitio ytodo lo miraban con algún propósito. Enla habitación el clima era como el de untocador desordenado; en un rincón habíauna chaise longue y una palangana rosa.

—Toby, ¿cómo van los negocios? —preguntó Smiley.

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Toby Esterhase tenía una sonrisaespecial para esa pregunta y un modopeculiar de inclinar la palma de su manopequeña.

—Hemos tenido suerte, George.Hicimos una buena inauguración y elverano ha sido excelente. El otoño,George… —de nuevo el mismo gesto—,diría que en otoño todo cae. En realidad,tienes que vivir a salto de mata.¿Quieres un café? La chica puedeprepararlo.

—Vladimir ha muerto —comunicóSmiley tras una pausa—. Se lo cargaronde un disparo en Hampstead Heath.

—Es una pena. Es una pena que al

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viejo le pasara eso, ¿no?—Oliver Lacon me ha pedido que

recoja los fragmentos. Como eras elcartero del grupo, decidí hablar comiso—

—Por supuesto —dijo Tobyafablemente.

—Entonces estabas enterado de sumuerte.

—Me enteré por el diario.La mirada de Smiley vagabundeó

por la habitación. No había un soloperiódico a la vista.

—¿Alguna teoría acerca de quién lohizo? —inquirió Smiley.

—¿A su edad, George? ¿Después de

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una vida de desilusiones, podríamosdecir? Ni familia, ni perspectivas, elgrupo deshecho supuse que se habíasuicidado.

Smiley se sentó lentamente en el sofáy, vigilado por Toby, cogió de la mesauna estatuilla de bronce querepresentaba a una bailarina.

—Toby, si es de Degas, ¿no deberíaestar numerada? —preguntó Smiley.

—Degas es un terreno muy confuso,George. Tienes que saber exactamentecon qué traficas.

—¿Y ésta es auténtica? —inquirióSmiley con el aire de quien realmentedesea saberlo.

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—Absolutamente.—¿Me la venderías?—¿Qué dices?—Sólo por interés académico. ¿Está

en venta? Si me ofreciera a comprarla,¿estaría planteando algo ridículo?

Toby se encogió de hombros,ligeramente incómodo.

—George, escúchame, hablamos demiles, ¿comprendes lo que quiero decir?De la pensión de un año o algo por elestilo.

—Toby, ¿cuándo fue la última vezque realmente tuviste algo que ver con lared de Vladimir? —quiso saber Smileyy dejó la bailarina sobre la mesa.

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Toby tardó deliberadamente enresponder a esa pregunta.

—¿Red? —preguntó incrédulo—.¿He oído bien, George? ¿Has dicho red?—por lo general, la risa jugaba un papelpoco importante en las costumbres deToby, pero en ese momento lanzó unacarcajada breve aunque tensa—.¿Llamas red a ese grupo de locos? ¿Esque veinte bálticos chiflados y enquienes se puede confiar muy pocopueden formar una red?

—Bueno, de algún modo tenemosque llamarlos —replicó Smiley conserenidad.

—Estoy de acuerdo en que los

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llamemos de algún modo, pero no red,¿de acuerdo?

—Bien, ¿cuál es la respuesta?—¿Qué respuesta?—¿Cuándo tuviste tratos con el

grupo por última vez?—Hace años. Antes de que me

despidieran. Hace años.—¿Cuántos?—No me acuerdo.—¿Tres?—Puede ser.—¿Dos?—George, ¿intentas obligarme a

concretar?—Sí, así es.

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Toby asintió seriamente con unmovimiento de cabeza, como si lohubiese sospechado en todo momento.

—George, ¿has olvidado lo queocurría con nosotros, los faroleros?¿Recuerdas el exceso de trabajo queteníamos? ¿Te acuerdas de que mismuchachos y yo hacíamos de carteros dela mitad de las redes del Circus?¿Recuerdas cuántos encuentros yrecogidas hacíamos por semana?¿Veinte, treinta? Y una vez, en latemporada alta… ¿cuarenta? George,consulta el Registro. Si Lacon terespalda, ve al Registro, retira elhistorial y comprueba las hojas de

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encuentros. Así lo verás con precisión.No vengas aquí para tratar de hacermela zancadilla, ¿entiendes? Degas,Vladimir… esas preguntas no me gustan.Un amigo, un ex jefe, mi propia casa…me desagrada, ¿de acuerdo? —sudiscurso había durado mucho más de loque evidentemente ambos esperaban, yToby hizo una pausa, como esperando aque Smiley explicara su locuacidad.Después dio un paso al frente y volviólas palmas de las manos hacia arriba amodo de apelación—. George —dijo amodo de reproche—, George, me llamoBenati, ¿comprendes? —al parecer,Smiley estaba dominado por el

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abatimiento. Miraba sombríamente losmontones de sucios catálogos de artediseminados sobre la alfombra—. Nosoy Héctor ni, definitivamente,Esterhase —insistió Toby— Tengo unacoartada para todos los días del año…que oculto al director de mi banco.¿Crees que quiero que los problemas mecubran hasta el cuello? ¿Inmigración, oincluso la policía? George, ¿es esto uninterrogatorio?

—Me conoces, Toby.—Claro que te conozco, George.

¿Quieres fósforos para quemarme lospies?

La mirada de Smiley seguía fija en

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los catálogos.—Antes de morir… pocas horas

antes… Vladimir telefoneó al Circus —explicó—. Dijo que quería darnosinformación.

—¡Pero, George, Vladimir era unviejo! —insistió Toby, y protestódemasiado, al menos en opinión deSmiley—. Escucha, hay muchos comoél. Buenos antecedentes, han estadodemasiado tiempo en la nómina;envejecen, se les reblandece el cerebro,se dedican a escribir memoriasdisparatadas y ven complots mundialesen todas partes, ¿entiendes lo que digo?

Smiley siguió contemplando los

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catálogos, con su cabeza redondaapoyada en los puños cerrados.

—Bueno, Toby, ¿por qué dicesprecisamente eso? —preguntó con tonocrítico—. No entiendo tu razonamiento.

—¿Por qué me haces esta pregunta?Los viejos desertores y los viejos espíasse vuelven un poco lelos. Oyen voces,hablan con fantasmas, es corriente.

—¿Vladimir oía voces?—¿Cómo puedo saberlo?—Eso era lo que te preguntaba,

Toby —les explicó Smiley con sensateza los catálogos—. Te he dicho queVladimir afirmaba tener noticias paranosotros y tú me has respondido que

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estaba reblandecido. Me pregunto cómolo sabías. Me refiero alreblandecimiento de Vladimir. Mepregunto si tu información sobre suestado de ánimo es reciente y por qué lequitaste importancia a todo lo que élpudiera decir. Eso es todo.

—George, estás recurriendo aartilugios muy conocidos. Notergiverses mis palabras, ¿de acuerdo?Si quieres hacerme preguntas, adelante.Pero, por favor, no tergiverses mispalabras.

—Toby, no fue un suicidio —aseguró Smiley sin mirarle—.Decididamente no fue un suicidio. Vi el

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cadáver, créeme. Tampoco lo hizo unmarido celoso. No lo hizo a menos queestuviera provisto de un arma asesinadel Centro de Moscú. ¿Qué nombredábamos a esas armas? «Matadoresinhumanos», ¿no? Bueno, eso es lo queusó Moscú: un matador inhumano —Smiley volvió a meditar y esta vez,aunque fuese demasiado tarde, Tobytuvo el buen tino de esperar en silencio—. Verás, Toby, cuando Vladimirtelefoneó al Circus, preguntó por Max.O sea, preguntó por mí. No por sucartero, que habías sido tú. Tampocopor Héctor. Preguntó por su vicario y,para bien o para mal, ese era yo. En

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oposición al protocolo, en oposición atodo el entrenamiento y en oposición atodos los precedentes. Nunca antes sehabía hecho algo semejante. Yo noestaba allí, claro, de modo que leofrecieron un sustituto, un chiquilloidiota llamado Mostyn. Pero no tieneimportancia porque, de todos modos, nose encontraron. ¿Tú puedes decirme porqué no pidió hablar con Héctor?

—¡George, seamos realmenteserios! ¡Persigues fantasmas! ¿Cómopuedo saber por qué no preguntó pormí? ¿O será que, de repente, somosresponsables de los descuidos de otros?¿Qué significa esto?

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—¿Discutiste con él? ¿Podría serése un motivo?

—¿Por qué iba a discutir conVladimir? Montó un espectáculo,George. Así actúan los viejoscompañeros cuando se retiran —Tobyhizo una pausa, como para dar aentender que Smiley no estaba más alláde esas manías—. Se aburren, añoran laacción, quieren recibir atenciones y poreso inventan desatinos.

—Pero no todos acaban asesinados,¿verdad, Toby? Verás, eso es loinquietante: la causa y el efecto. Un díaToby discute con Vladimir y al siguientese cargan a Vladimir con un arma rusa.

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En términos policiales eso se denominauna embarazosa cadena deacontecimientos. A decir verdad, ennuestros términos también.

—George, ¿estás loco? ¿Quédemonios quieres decir con discutir? Yate lo he dicho: ¡en mi vida he discutidocon el viejo!

—Mikhel dijo que habías peleadocon él.

—¿Mikhel? ¿Has ido a hablar conMikhel?

—Según Mikhel, el viejo estaba muymolesto contigo. «Héctor no escompetente», le dijo Vladimir enreiteradas ocasiones. Mikhel citó

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exactamente sus palabras. «Héctor no escompetente., Mikhel quedó muysorprendido. Vladimir solía tener unaexcelente opinión de ti. Mikhel no podíaimaginar qué había ocurrido entrevosotros dos para desencadenar uncambio tan profundo de sentimientos.«Héctor no es competente.» Toby, ¿porqué no eras competente? ¿Qué ocurriópara que Vladimir se apasionara tantocon respecto a ti? Verás, si es posibleme gustaría mantener todo esto almargen de la policía. Por todosnosotros.

Pero el hombre de acción que habíaen Toby Esterhase ya estaba totalmente

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alerta y sabía que los interrogatorios, aligual que las batallas, nunca se ganan,sino que se pierden.

—George, esto es absurdo —declaró más compadecido que dolido—.Es evidente que me estás engañando.¿Sabes una cosa? ¿Acaso un viejoconstruye castillos en el aire y entoncestú quieres recurrir a la policía? ¿Paraeso te ha llamado Lacon? ¿Son ésos losfragmentos que estás recogiendo?

En esta ocasión el prolongadosilencio pareció obligar a Smiley atomar una decisión y cuando volvió ahablar lo hizo como si no le quedaramucho tiempo. Su tono era enérgico e

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incluso impaciente:—Vladimir apeló a ti. Ignoro la

fecha exacta, pero fue durante lasúltimas semanas. Te encontraste con él ohablasteis por teléfono… de cabina acabina o mediante cualquier otratécnica. Te pidió que hicieras algo porél. Te negaste. Por eso exigió hablar conMax cuando el viernes por la nochetelefoneó al Circus. Ya conocía larespuesta de Héctor, que era negativa. Ypor ese motivo Héctor «no eracompetente». Lo rechazaste —Toby nointentó interrumpirle—. Si me permitesque lo diga, estás asustado —prosiguióSmiley y evitó cuidadosamente mirar el

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bulto del bolsillo de la chaqueta deToby—. Sabes lo suficiente acerca dequienes se cargaron a Vladimir parasuponer que también podrían darte elpasaporte a ti. Hasta creíste posible queyo no fuese el ángel correspondiente —esperó, pero Toby no se inmutó. Suavizóel tono de voz—: Toby, ¿recuerdas tú loque solíamos decir en Sarratt… acercade que el miedo es información, pero sinsolución? ¿Recuerdas que decíamosrespetarlo? Bien, Toby, respeto el tuyo.Pero quiero saber más sobre tu miedo,de dónde surge y si debo compartirlo.Eso es todo.

Pero Toby Esterhase era un hombre

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de acción y se resistió. Junto a la puertay con las menudas palmas de las manosapretadas contra los paneles, estudiócon suma atención a Smiley, sin perderni un ápice de su compostura. A travésde la profundidad y el examen de sumirada, logró sugerir que ahora estabamás preocupado por Smiley que por símismo. En consonancia con esa atentaactitud dio un paso y luego otro hacia elinterior de la habitación… pero lo hizocomo si tanteara el terreno, como sivisitara a un amigo enfermo en elhospital. En ese momento y con unaimitación aceptable de los modales quese adoptan junto al lecho de un enfermo,

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respondió a las acusaciones de Smileycon una pregunta sumamente incisiva,pregunta que el mismo Smiley habíaanalizado con cierta profundidad durantelos dos últimos días:

—George, ten la amabilidad deresponderme. ¿Quién está hablandorealmente? ¿Se trata de George Smiley?¿De Oliver Lacon? ¿De Mikhel? Porfavor, ¿quién está hablando? —como noobtuvo una respuesta inmediata, avanzóhasta su sucio taburete forrado de raso,en el que se sentó con felina elegancia yapoyó una mano encima de cada rodilla—. George, me parece que si vienes enplan oficial, estás haciendo algunas

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preguntas endemoniadamente oficiosas.Creo que has adoptado una actitud muypoco oficial.

—Viste a Vladimir y hablaste con él.¿Qué ocurrió? —preguntó Smiley sindejarse desviar por ese desafío—.Respóndeme y te diré quién estáhablando.

En el rincón más lejano del techohabía una claraboya de cristalamarillento de alrededor de un metrocuadrado y las sombras que jugaban enella eran los pies de los transeúntes quepasaban por la calle. Por algún motivo,Toby había fijado su mirada en esepunto y de allí pareció extraer su

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decisión, como de una de esas órdenesque aparecen en una pantalla.

—Vladimir lanzó un cohete deseñales —dijo Toby con el mismo tonode voz, sin reconocer ni confiar nada. Adecir verdad, mediante algún truco deltono o de la inflexión de la voz, logróintroducir un matiz de advertencia en suexpresión.

—¿A través del Circus?—A través de amigos míos —aclaró

Toby.—¿Cuándo?Toby mencionó una fecha. Dos

semanas atrás. Una reunión de urgencia.Smiley le preguntó dónde tuvo lugar.

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—En el Museo de Ciencias —contestó Toby con una confianza reciénencontrada—. En la cafetería del últimopiso, George. Tomamos café yadmiramos los viejos aeroplanos quecuelgan del techo. George, ¿lecomunicarás todo esto a Lacon? Ereslibre de hacerlo, ¿de acuerdo? No tesientas presionado. No tengo nada queocultar.

—¿Y planteó su propuesta?—Claro, me hizo una propuesta.

Quería que yo hiciese un trabajo defarolero. Que fuera su camello. Esa erala broma que hacíamos en los tiemposde Moscú, ¿te acuerdas? Recoger,

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trasladar a través del desierto yentregar. «Toby, no tengo pasaporte.Aidez—moi. Mon ami, aidez moi.» Yasabes que hablaba de De Gaulle.¿Recuerdas que solíamos llamarle… «elotro general»?

—¿Trasladar qué?—No fue claro. Era algo

documental, pequeño y no habíanecesidad de disponer de un lugar dondeocultarlo. Fue todo lo que me dijo.

—Parece haberte contado muchascosas para ser alguien que hacía unsondeo.

—También pedía mucho —puntualizó Toby con calma esperó la

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siguiente pregunta de Smiley.—¿Dónde? —inquirió Smiley—.

¿Te lo dijo?—En Alemania.—¿En qué Alemania?—En la nuestra. Al norte.—¿Un encuentro casual? «¿Buzones

pasivos o activos?» ¿Qué tipo deencuentro?

—En movimiento. Yo debía viajaren tren. Desde el norte de Hamburgo. Laentrega tendría lugar en el tren y losdetalles se darían al aceptarla.

—Y sería un acuerdo privado. ¿Niel Circus ni Max?

—Por el momento, muy privado.

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Smiley escogió las palabras consuma discreción:

—¿Cuál sería la compensación portus esfuerzos? Un marcado escepticismodefinió la respuesta de Toby:

—Si conseguimos el documento…así lo llamó él, ¿entendido? Documento.Si conseguimos el documento y esauténtico, cosa que él juraba,conseguiremos inmediatamente un lugaren el cielo. Primero le llevaríamos eldocumento a Max, le contaríamos lahistoria. Max comprendería susignificado, Max conocería laimportancia crucial… del documento.Max nos recompensaría. Regalos,

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ascensos, medallas, Max nos pondría enla Cámara de los Lores. Claro que sí. Elúnico problema consistía en queVladimir ignoraba que Max estabarelegado y que el Circus se había unidoa los boy—scouts.

—¿Sabía que Héctor estabarelegado?

—A medias, George.—¿Qué quieres decir? —Smiley

anuló la pregunta diciéndole que no sepreocupara y se concentróprofundamente.

—George, será mejor que abandonesesta línea de investigación —recomendóToby sinceramente—. Es el mejor

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consejo que puedo darte, abandónala —agregó y esperó.

Quizá Smiley no le oyó.Momentáneamente desconcertado,parecía juzgar el alcance del error deToby.

—La cuestión es que le mandaste ahacer puñetas —murmuró y siguió con lamirada perdida—. Él apeló a ti y lecerraste la puerta en las narices. Toby,¿cómo pudiste hacerlo? Entre tantagente, ¿por qué tú?

El reproche hizo que Toby sepusiera de pie furioso reacción quequizá Smiley se proponía provocar. Elhúngaro latente en él estaba totalmente

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despierto, con los ojos y las mejillasencendidos.

—¿Quieres saber por qué lo hice?¿Quieres saber por qué le dije:«Vladimir, váyase al infierno. Por favor,desaparezca de mi vista pues me daasco»? Tal vez quieras saber quién es suenlace allí… ese muchacho mágico delnorte de Alemania que, con su cántarode la lechera nos hará ricos de la nochea la mañana. George, ¿quieres conocersu identidad exacta? ¿Por casualidadrecuerdas el nombre de Otto Leipzig,titular muchas veces de nuestro premioPelotillero del Año, inventor, buhonerode información, timador, maníaco

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sexual, chulo y delincuente de diversascategorías? ¿Recuerdas a este granhéroe?

Smiley volvió a ver las paredes concuadros de la habitación del hotel y lasespantosas escenas de caza de Jorrocks,con los perros en plena persecución; viodos figuras con gabán negro, el gigante yel enano, y la mano enorme y manchadadel general apoyada en el hombrominúsculo de su protegido. «Max, éstees mi buen amigo Otto. Lo he traídopara que cuente su propia historia.»Oyó el retumbar constante de losaviones que aterrizaban y despegaban enel aeropuerto de Heathrow.

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—Vagamente —respondió Smiley—. Sí, recuerdo vagamente a un OttoLeipzig. Háblame de él. Creo recordarque tenía una buena cantidad denombres. Igual que todos nosotros, ¿no?

—Alrededor de doscientos, peroterminó quedándose con Leipzig. ¿Sabespor qué? Porque le gustaba la cárcel deLeipzig, en Alemania oriental. Era unbromista retorcido. ¿Recuerdas porcasualidad el material que ofrecía? —convencido de que le correspondía lainiciativa, Toby avanzó descaradamentey se detuvo junto a un Smiley pasivo—.George, ¿no recuerdas las increíblestonterías que, año tras año, este

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miserable enviaba bajo quince nombresde fuentes distintas a nuestras estacionesde Europa occidental, sobre todo aAlemania? ¿No recuerdas a nuestroexperto sobre el nuevo orden estonio,nuestra fuente sobre los envíos de armassoviéticas desde Leningrado, nuestrooído interno en el Centro de Moscú,nuestro principal observador de Karla?—Smiley no se inmutó—. ¿Recuerdascómo desenmascaró él solo a nuestroresidente en Berlín por dos mil marcosalemanes, a cambio de rehacer unartículo de la revista Stern? ¿Teacuerdas de cómo despistó al viejogeneral, lo chupó una y otra vez como

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una sanguijuela… «nosotros losbálticos», ese tipo de frases hechas?«General, le he guardado las joyas de lacorona… pero el problema es que notengo para el billete de avión.» ¡Jesús!

—Pero no todo fueron inventos,¿verdad, Toby? —objetó Smiley conmoderación—. Creo recordar que unaparte… al menos en lo que se refiere adeterminados campos resultó sermaterial de muy buena calidad.

—Se puede contar con un dedo de lamano.

—Por ejemplo, su material sobre elCentro de Moscú. Nunca le encontramosdefectos, ¿verdad?

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—¡Está bien! ¡Ocasionalmente elCentro le proporcionó informacióndecente para que pudiera transmitirnosla basura restante! Por Dios, ¿de quéotro modo juega un agente doble?

Smiley parecía dispuesto a discutirese punto, pero cambió de idea.

—Comprendo —dijo por último,como si estuviera derrotado—. Sí,entiendo lo que dices. Un trucoincriminatorio.

—Nada de trucos, sólo unmiserable. Un poco de esto y un poco deaquello. Un comerciante sin principiosni normas. Trabaja para cualquiera quele haga el juego.

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—Comprendo —repitió Smileyseriamente, con el mismo tono de voz—.Como era de prever, también seestableció en el norte de Alemania, ¿no?En algún lugar cercano a Travemünde.

—Otto Leipzig nunca se asentó enningún sitio —explicó Toby con desdén—. George, este tío vive sin rumbo, esun vagabundo redomado. Se viste comoun Rothschild y es propietario de un gatoy una bicicleta. ¿Sabes cuál fue el últimotrabajo de este gran espía? ¡Guardianocturno en una piojosa consigna decarga de Hamburgo! Olvídalo.

—Tenía un socio —comentó Smileycon el mismo tono inocentemente

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evocador—. Sí, ahora me acuerdo. Uninmigrante, un alemán oriental.

—Algo peor que alemán oriental: unsajón. Apellidado Kretzschmar, sunombre de pila era Claus. Claus con«C», aunque ignoro el motivo. Estos tíoscarecen de lógica. Claus también era unmiserable. Juntos robaban, juntos hacíande chulos, juntos falsificaban informes.

—Toby, eso ocurrió hace muchotiempo —puntualizó Smiley suavemente.

—¿A quién le importa? Unmatrimonio perfecto.

—Supongo, entonces, que no duró—agregó Smiley en un aparte para símismo.

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Quizás en esta ocasión Smiley habíaexagerado su humildad o quizá Toby loconocía muy bien, ya que en sus ojosvivaces y húngaros se había encendidouna luz de advertencia y en su frentetersa apareció un pliegue dedesconfianza. Retrocedió y, sin dejar decontemplar a Smiley, se pasópensativamente una mano por lacabellera blanca e inmaculada.

—George —dijo—, escúchame, ¿aquién pretendes engañar? —Smiley norespondió sino que levantó la estatuillade Degas, le dio vuelta y volvió acolocarla en su sitio—. George,escúchame esta vez. ¡Por favor! ¿De

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acuerdo, George? Alguna vez puedodarte un sermón —Smiley le miró yluego apartó la vista—. George, estoy endeuda contigo. Tienes que oírme. Mearrancaste del arroyo en Viena cuandoera un muchacho repugnante. Yo era unLeipzig. Un vagabundo. Me conseguistetrabajo en el Circus. Estuvimos juntosmuchas veces, birlamos algunoscaballos. George, ¿recuerdas la primeraregla del retiro? «No tener un empleosecundario. Nada de jugar con cabossueltos. Jamás una empresa privada.»¿Recuerdas quién predicaba esa regla enSarratt y en los pasillos? Ni más nimenos que George Smiley. «Cuando se

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acaba, se acaba. ¡Bajar las cortinas yvolver a casa!» ¿Pero qué es lo querepentinamente quieres hacer? ¡Jugar alos besitos con un general viejo y locoque está muerto, pero no descansa, y conun cómico de cinco caras como OttoLeipzig! ¿Qué significa esto? ¿La últimay repentina carga de caballería contra elKremlin? Estamos acabados, George.No tenemos licencia. Ya no nos quieren.Olvídalo —vaciló, súbitamenteincómodo—. Está bien, Ann te las hizopasar duras con Bill Haydon. EstáKarla, que era el padrazo de Bill enMoscú. George, quiero decir que esto sepone muy difícil, ¿comprendes?

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Dejó caer las manos a los lados delcuerpo. Estudió la figura inmóvil quetenía ante él. Los párpados de Smileyestaban casi cerrados. Había dejadocaer la cabeza hacia adelante. Alcambiar de posición las mejillas,alrededor de la boca y de los ojoshabían aparecido profundas arrugas.

—Jamás encontramos defectos enlos informes de Leipzig sobre el Centrode Moscú —dijo Smiley como si nohubiera oído la última parte—.Recuerdo claramente que fue así.Tampoco fueron defectuosos losrelativos a Karla. Vladimir confiabaincondicionalmente en él. En lo que

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respecta al material de Moscú, nosotrostambién.

—George, ¿quién le encontró algunavez defectos a algún informe sobre elCentro de Moscú? Seamos sensatos. Deacuerdo, de vez en cuando conseguimosun desertor que nos dice: «esto esbasura y esto puede ser cierto». ¿Perodónde está la garantía? ¿Dónde está labase firme, como solías decir? Algunostíos te presentan una historia: «Karlaacaba de construir un nuevo parvulariopara espías en Siberia.» ¿Quién puedeasegurar que no es así? Si resultaimpreciso, no puedes perder.

—Por eso lo aguantamos —agregó

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Smiley como si no hubiese oído nada—.En lo que se refería al serviciosoviético, jugó limpio.

—George —murmuró Toby y meneóla cabeza—, tienes que despertar. Elpúblico ya ha vuelto a casa.

—Toby, ¿me contarás ahora lo quefalta? ¿Me repetirás qué te dijoexactamente Vladimir? Por favor.

Al final, como si le hiciera un regaloamistoso a regañadientes, Toby le contóa Smiley lo que éste le pedía,directamente, con una sinceridad que separecía a la derrota.

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La estatuilla que podía ser obra deDegas representaba a una bailarina conlos brazos levantados por encima de lacabeza. El cuerpo estaba arqueado haciaatrás, tenía los labios entreabiertos en loque podía ser una expresión de éxtasis yno cabían dudas de que, falsa oauténtica, tenía un parecido molestoaunque superficial con Ann. Smileyhabía vuelto a cogerla, la hacía girarlentamente y la miraba desde diversosángulos, pero sin apreciarla conclaridad. Toby había regresado altaburete de raso. En el cristal del techo,las sombras de los pies pasabanágilmente.

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Vladimir y él se habían encontradoen la cafetería del Museo de Ciencias,en la planta dedicada a aeronáutica,repitió Toby. Vladimir estaba muyagitado y asía el brazo de Toby, gestoque a éste no le agradó pues resultaballamativo. Otto Leipzig había logrado loimposible, repetía Vladimir. Era algoextraordinario, la única posibilidadentre un millón, Toby. Otto Leipzighabía cazado a aquél con quien Maxsiempre había soñado, «la satisfacciónplena de todas nuestrasreivindicaciones», según dijo Vladimir.Cuando Toby le preguntó con ciertamordacidad a qué reivindicaciones se

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refería, Vladimir no pudo o no quisoresponder: «Pregúnteselo a Max —insistió—. Si no me cree, pregúnteselo aMax, dígale que se trata del pez gordo.»

Toby le había preguntado cuál era eltrato, pues sabía que en lo que se referíaa Otto Leipzig primero llegaba la facturay la mercancía aparecía mucho, muchodespués. «¿Cuánto quiere el granhéroe?»

Toby le confesó a Smiley que lehabía resultado difícil ocultar suescepticismo, «lo cual dio mal cariz alencuentro desde el primer momento».Vladimir planteó los términos. Leipzigtenía la historia, explicó, y también

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algunas pruebas materiales de que eraauténtica. En primer lugar, había undocumento, al que Leipzig denominabaVorspeise o aperitivo. También habíauna segunda prueba, una carta, queestaba en manos de Vladimir. Tambiénestaba la historia propiamente dicha,que sería entregada con otras pruebas yque Leipzig había puesto a buenrecaudo. El documento demostrabacómo se obtuvo la historia y las pruebaseran irrefutables.

—¿Y el asunto? —inquirió Smiley.—No fue revelado —respondió

Toby secamente—. No se le reveló aHéctor. Si conseguía a Max, perfecto…

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Vladimir revelaba el asunto. Pero demomento Héctor tenía que cerrar el picoy cumplir los recados —durante unossegundos pareció que Toby iniciaría unsegundo discurso derrotista—. George,fíjate bien, el viejo estaba totalmenteloco. Otto Leipzig le hizo dar la vueltaentera —al ver la expresión de Smiley,tan espiritual e inaccesible, se satisfizocon repetir las exigencias totalmenteindignantes de Otto Leipzig—. Vladimirentregaría personalmente el documento aMax, Reglas de Moscú en todos losaspectos, ni intermediarios nicorrespondencia. Ya habían hecho lospreparativos por teléfono, mediante un

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código de palabras.—¿Comunicación telefónica entre

Londres y Hamburgo? —interrumpióSmiley y con el tono de voz dio aentender que se trataba de unainformación nueva e inoportuna.

—Mediante un código de palabraspropio. Le dije a Vladimir: «Grandioso.Ha utilizado el teléfono de Europacontinental. Ahora el Kremlin seenterará antes que Max.» Me explicóque utilizaron un código de palabras,que eran viejos camaradas y que sabíandespistar. Pero con las pruebas no, dijoVladi, con las pruebas no hay despisteposible. Ni teléfonos, ni envíos por

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correspondencia, ni camiones, necesitanun camello. Vladimir pareceenloquecido por las medidas deseguridad, ya lo sabemos. A partir deese momento, sólo rigen las Reglas deMoscú.

Smiley recordó la llamada telefónicaque había hecho a Hamburgo el sábadopor la noche y se preguntó qué tipo delocal había utilizado Otto Leipzig paraesos intercambios.

—En cuanto el Circus se mostrarainteresado —agregó Toby—, le darían aOtto Leipzig cinco mil francos suizos deanticipo como honorarios por hablar.¡George, cinco mil suizos! ¡Y eso en

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principio! Sólo para entrar en la cacería.A continuación… George, oye esto… acontinuación, Otto Leipzig seríatrasladado en avión a un piso franco deInglaterra para que hablara. George,nunca oí tantas locuras juntas. ¿Quieressaber el resto? Si después de la charlael Circus quisiera comprar el material…¿te interesa saber cuánto pedía? —aSmiley le interesaba—. Cincuenta milsuizos. ¿No quieres firmarme un cheque?—Toby esperaba una exclamación deasombro, pero no llegó a producirse.

—¿Todo ese dinero era paraLeipzig?

—Sí, ésas fueron sus exigencias.

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¿Puede haber un loco mayor?—¿Qué quería Vladimir?Toby vaciló un instante y luego

respondió de mala gana:—¡Nada! —deseoso de cambiar de tema, arremetióindignado—: Basta[3]. Lo único queHéctor tenía que hacer era trasladarse enavión a Hamburgo, pagando de subolsillo, tomar un tren hacia el norte yhacer de presa en una delirante caceríaque Otto Leipzig había preparado conlos alemanes del este, los rusos, lospolacos, los búlgaros, los cubanos y, sinduda alguna y para ser modernos, loschinos. Le dije… George, escúchame…le dije: «Vladimir, viejo amigo,

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discúlpeme, pero por una vez hágamecaso. Dígame qué demonios puede habertan importante para que el Circus estédispuesto a entregar cinco mil francossuizos de sus amados fondosextraordinarios a cambio de unamiserable conversación con OttoLeipzig. María Callas nunca cobró tantoy, además, cantaba mucho mejor queOtto.» El viejo me tenía cogido delbrazo, por aquí —para demostrarloToby se cogió su propio bíceps—. Meexprimió como a una naranja. Teaseguro que el viejo tenía fuerza.«Héctor, vaya a buscar el documento enmi lugar.» Hablaba en ruso. El museo es

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un lugar muy tranquilo y todo el mundose había detenido a escuchar.Experimenté una sensacióndesagradable. Vladimir lloraba. «Ennombre de Dios, Héctor, soy un viejo.No tengo piernas ni pasaporte ni nadieen quien confiar, salvo en Otto Leipzig.Vaya a Hamburgo y recoja eldocumento. Cuando vea la prueba, Maxme creerá. Max tiene fe.» Intentéconsolarle y le di algunos consejos. Leexpliqué que los emigrados ya noestaban de moda, le hablé del cambio depolítica y del nuevo Gobierno. Leaconsejé. «Vladimir vuelva a su casa,juegue al ajedrez. Escuche, algún día iré

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a la biblioteca y echaremos unapartida.» Me respondió: «Héctor, yo heiniciado esto. He sido yo el que envió laorden a Otto Leipzig para que analizarala situación. Fui yo el que le envió eldinero para los trabajos preliminares,todo lo que tenía.» Oye, era un viejoacabado. Ya está bien —Toby hizo unapausa, pero Smiley no se movió. Tobyse puso de pie, se acercó al armario,sirvió dos copas de un jerez mediocre ydejó una sobra la mesa, junto a laestatuilla de Degas. Hizo un brindis yvació su copa, pero Smiley seguíainmóvil. La inercia de éste avivó su ira—. Y entonces lo maté, ¿de acuerdo,

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George? Héctor tiene la culpa, ¿verdad?Héctor es personal y totalmenteresponsable de la muerte del viejo. Eslo que me faltaba —extendió ambasmanos con las palmas hacia arriba—.¡George, aconséjame! George, ¿debí iroficiosamente, sin cobertura ni canguroa Hamburgo, a buscar esa historia?¿Sabes a qué distancia está la fronteracon Alemania oriental? ¿Acaso no está ados kilómetros o menos de Lübeck? ¿Teacuerdas? En Travemünde, tienes quequedarte a la izquierda de la calle odesertas por error —Smiley no rió—. Yen el caso poco probable de queregresara, debía recurrir a George

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Smiley, ir en su compañía a ver a SaulEnderby, llamar a la puerta trasera comoun vagabundo… «Saul, por favor,déjenos pasar, tenemos informacióninteresante y de toda confianza de partede Otto Leipzig, que sólo pide cinco milsuizos a cambio de una conversaciónque se refiere a cuestiones totalmenteprohibidas por las leyes de los boysscouts. ¿Debía hacerlo, George?

De un bolsillo interior, Smiley retiróun arrugado paquete de cigarrillosingleses. De éste extrajo la prueba decontacto que había hecho en su casa y ladeslizó en silencio a través de la mesapara que Toby la estudiara.

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—¿Quién es el segundo hombre? —inquirió Smiley.

—No lo sé.—¿No se trata de su socio, el sajón,

el hombre con quien robaba en otrostiempos? ¿No es Kretzschmar?

Toby Esterhase meneó la cabeza ysiguió estudiando la foto.

—¿Entonces quién es el segundohombre? —repitió Smiley.

Toby le devolvió la foto.—George, por favor, presta atención

—pidió en voz baja—. ¿Me oyes?Quizá Smiley le oyese, pero Toby no

obtuvo respuesta. Estaba ocupadoguardando la foto en el paquete de

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cigarrillos.—Actualmente la gente falsifica

cosas como ésta, ¿lo sabías? Es muyfácil hacerlo, George. Si quiero poneruna cabeza sobre los hombros de otrotío y cuento con el equipo, me lleva a losumo dos minutos. Tú no eres untécnico, George, no entiendes estascosas. Ni le compras fotos a OttoLeipzig ni le compras Degas al signorBenati, ¿me entiendes?

—¿Falsifican negativos?—Por supuesto. Falsificas la foto, la

fotografías y haces un nuevo negativo,¿por qué no?

—¿Ésta es falsificada? —preguntó

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Smiley.Toby dudó un largo rato.—Creo que no.—Leipzig viajaba mucho. ¿Cómo

establecíamos contacto con él cuando lonecesitábamos?

—Se encontraba, lisa y llanamente, adistancia prudencial.

—¿Pero cómo establecíamoscontacto?

—Para una cita de trámite, a travésde los anuncios matrimoniales delHamburger Abendblatt. Petra, veintidósaños, rubia, menuda, ex cantante… esasidioteces. George, escúchame, Leipziges un trotamundos peligroso con muchas

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relaciones desagradables, la mayoría delas cuales siguen en Moscú.

—¿Y si se planteaba unaemergencia? ¿Tenía una casa una chica?

—Jamás en su vida tuvo una casa. Sise trataba de una reunión de urgencia,Claus Kretzschmar hacía deintermediario. Por Dios, George,escúchame esta vez.

—¿Cómo nos poníamos en contactocon Kretzschmar?

—Tiene un par de locales nocturnoscon gatitas. Dejábamos un mensaje allí.

Sonó un zumbador de advertencia yde arriba llegaron voces que discutían.

—Lamento decirle que hoy el signor

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Benati tiene una conferencia enFlorencia —decía la rubia con evidentehipocresía—. Esa es la dificultad de serinternacional.

Pero el visitante se negó a creerle ySmiley oyó sus protestas crecientes.Durante una fracción de segundo, Tobyalzó bruscamente sus ojos castaños aloír el sonido y luego, con un suspiro,abrió un armario y retiró unimpermeable mugriento y un sombrerocolor chocolate, a pesar de la luz del solque se filtraba por el cristal del techo.

—¿Cómo se llama? —inquirióSmiley—. Me refiero al club nocturnode Kretzschmar… ¿cómo se llama?

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—El Diamante Azul. George, no lohagas, ¿de acuerdo? Sea lo que fuere,abandónalo. Si la foto es auténtica, ¿quéimportancia tiene? El Circus tiene unafoto de algún tipo que rueda sobre lanieve, cortesía de Otto Leipzig. ¿Depronto te parece que es una mina de oro?¿Crees que esa foto puede ponercachondo a Saul Enderby?

Smiley miró a Toby, lo recordó ytambién se acordó de que a lo largo delos años que hacía que le conocía ydurante los cuales habían trabajadojuntos, Toby jamás había ofrecidovoluntariamente la verdad pues lainformación significaba dinero para él;

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aunque la considerara sin valor, jamásla desperdiciaba.

—¿Qué más te dijo Vladimir conrespecto a la información de Leipzig? —insistió Smiley.

—Dijo que se trataba de un viejocaso que se había vuelto activo. Años deinversión. Alguna tontería sobre elGenio. Por Dios, era de nuevo un niñoque recuerda cuentos de hadas,¿entiendes?

—¿Qué tiene que ver el Genio?—Había que decirte que se refería

al Genio, eso es todo. El Genio estápreparando una leyenda para unamuchacha. Max comprenderá. Por Dios,

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George, estaba llorando. Habría dichotodo lo que se le ocurriera. Queríaentrar en acción. Era un viejo espía conprisas. Tú solías decir que ésos eran lospeores.

Toby estaba en la puerta más lejanay ya casi había salido. Pero se dio lavuelta y regresó, a pesar del torbellinocada vez más cercano que llegaba dearriba, pues algo en la actitud de Smileypareció perturbarle… «una miradaindudablemente más intensa —explicódespués—, como si le hubiese ofendidoprofundamente».

—¿George? George, soy Toby,¿recuerdas? Si no sales inmediatamente

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de aquí, el tipo que está arriba tesecuestrará como parte del pago. ¿Meoyes?

Smiley apenas le prestaba atención.—¿Años de inversión y que el Genio

preparaba una leyenda para unamuchacha? —repitió—. ¿Qué más?¡Toby, qué más!

—Que volvía a comportarse comoun loco.

—¿El general? ¿Vladi?—No, el Genio. George, escucha:

«El Genio vuelve a comportarse comoun loco, el Genio prepara una leyendapara una muchacha, Max entenderá.»Finito. Basura total y absoluta. Ya te lo

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he dicho todo. Ahora vete en paz, ¿meoyes?

En la planta superior, la discusión sehizo más acalorada. Sonó un portazo yoyeron pisadas que se dirigían hacia laescalera. Toby dio a Smiley una última yrápida palmada en el brazo.

—Adiós, George. Si algún díanecesitas una canguro húngara llámame.¿Me oyes? Si te metes con un tipo comoOtto Leipzig, será mejor que un tipocomo Toby cuide de ti. No salgas solopor la noche, eres demasiado joven.

Al trepar por la escalera de regresoa la galería, Smiley estuvo a punto dechocar con un colérico acreedor que

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bajaba. Pero eso no fue importante paraSmiley, como tampoco lo fue elinsolente suspiro que lanzó la rubiacuando él salió a la calle. Lo queimportaba era que le había puesto unnombre al segundo rostro de lafotografía y que había adjudicado lahistoria a ese nombre que, como undolor sin diagnosticar, habíaatormentado su memoria durante lasúltimas treinta y seis horas… comohubiese dicho Toby, la historia de unaleyenda. A decir verdad, ése es eldilema de los supuestos historiadoresque, pocos meses después de cerrado elcaso, se ocuparon de analizar la relación

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entre los informes y las acciones deSmiley. Como Toby le dijo esto,afirman, él hizo aquello. O, si esto yaquello no hubiese sucedido, no hubieseadoptado tal resolución. Pero la verdades mucho más compleja y mucho menosaccesible. Del mismo modo que unenfermo hace sus pruebas al recuperarsede la anestesia —esta pierna, la otra,¿las manos siguen abriéndose ycerrándose?—, Smiley, mediante unasecuencia de cautelosos movimientosllegó a ser fuerte física y mentalmente,sondeando los motivos de su adversarioa la vez que exploraba los propios.

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14Smiley conducía su coche a través

de una elevada meseta que se alzaba porencima de las copas de los pinos, pueséstos fueron plantados en el punto másbajo de la hondonada. Era la hora delcrepúsculo de ese mismo día y, en elllano, las primeras luces atravesaban lahúmeda penumbra. Sobre el horizonteemergía la ciudad de Oxford, queimponía su presencia a causa de labruma a ras del suelo: una Jerusalénuniversitaria. La vista, desde el valle,era nueva para Smiley y acrecentó su

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sensación de irrealidad, de ser llevadoen lugar de decidir su propio viaje, deestar bajo el dominio de pensamientosque no estaba en su poder controlar.Aunque, discutible, su visita a TobyEsterhase quedaba dentro de losambiguos límites de las instrucciones deLacon, pero sabía que ese viaje, parabien o para mal, correspondía al terrenoprohibido de sus intereses ocultos. Sinembargo, no conocía otra alternativa nila quería. Al igual que un arqueólogoque ha investigado en vano a lo largo detoda su vida, Smiley había pedido unúltimo día y ya lo tenía.

Al principio había mirado

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constantemente por el retrovisor y habíavisto que la conocida moto le seguíacomo una gaviota en mar abierto. Perocuando atravesó el último cruce,Ferguson no lo seguía y cuando sedetuvo en el arcén para consultar elmapa de carreteras, ningún vehículo leadelantó, en consecuencia, o elloshabían adivinado su destino o, poralguna extraña y misteriosa cuestión deprocedimiento, habían prohibido a suhombre que cruzara la frontera entre loscondados. A ratos, mientras conducía,una cierta agitación le dominaba. Déjalaen paz, pensó. Había oído comentarios,no muchos, pero lo suficiente para

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adivinar lo demás. Déjala tranquila,deja que encuentre la paz donde pueda.Pero Smiley sabía que no estaba en susmanos dar paz, que la batalla en la queestaba empeñado debía ser permanentepara dotarla de algún sentido.

El cartel de la perrera parecía unamueca pintada. PENSIÓN PARAANIMALES MERRILEE. SEACEPTAN TODO TIPO DEANIMALES DOMÉSTICOS. VENTADE HUEVOS. Un perro pintado de coloramarillo y coronado por una chisteraseñalaba con una pata hacia una sendapara carros, al tomar ese camino, Smileyse dio cuenta de que descendía tan a

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pico que parecía una caída en el vacío.Pasó junto a un poste y oyó el fragor delviento contra él; entró en la arboleda.Primero aparecieron los árboles jóvenesy luego los viejos lo oscurecieron todo asu alrededor y Smiley estaba en la SelvaNegra de su infancia en Alemania,mientras se dirigía a un interior ignoto.Encendió los faros del coche, trazó unacurva cerrada, otra, una tercera y allíestaba la cabaña, casi idéntica a la quehabía imaginado… ella solía llamarla sudacha… Antaño ella había tenido lacasa de Oxford y la dacha como refugio.Ahora sólo tenía la dacha; ella habíaabandonado las ciudades

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definitivamente. La cabaña se alzaba enun terreno libre de tocones y de barropisoteado, tenía una destartalada galería,tejado de tablas de madera y unachimenea de hojalata de la que salíahumo. Las paredes de tabla de chillaestaban oscurecidas con creosota y unacuba con piensos, de hierro galvanizado,prácticamente cubría la entrada. En unrincón del césped se alzaba uncomedero para aves, de confeccióncasera, que contenía pan suficiente paraalimentar a las aves del Arca de Noé;alrededor del claro, como parcelasedificadas, se alzaban los cobertizos deamianto y los corrales alambrados que

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albergaban, indiscriminadamente, aves ytodo tipo de animales domésticos.

Karla, pensó Smiley, ¡vaya lugardonde buscarte! ¡Maldito seas!

Aparcó el coche y su llegadadesencadenó un alboroto: los perrosladraron y aullaron nerviosos y lasdelgadas paredes se estremecieron conel movimiento de los cuerpos de lasagitadas bestias. Smiley anduvo hasta lacasa, con una pequeña bolsa de plásticoen la mano; las botellas chocaban contrasus piernas. En medio del alboroto, oyóel sonido de sus pisadas mientras subíalos seis peldaños desvencijados de lagalería. En la puerta vio un cartel que

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decía: «Si estamos FUERA, NO DEJÉISANIMALES.» Debajo, aparente menteagregado con ira, se leía: «Nada depuñeteros monos.»

La cuerda de la campana era unacola de burro confeccionada conmaterial plástico. Se dispuso a tirar deella pero la puerta ya estaba abierta yuna mujer, frágil y bonita, le observabadesde la oscuridad del interior de lacabaña. Sus ojos eran tímidos y de colorgris y poseía esa clásica belleza inglesaque otrora había pertenecido a Ann:acogedora y seria. Ella le vio y se quedópasmada.

—Oh, Dios —susurró—. ¡Caray! —

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después bajó la mirada hasta sus gruesasabarcas y con un dedo se apartó delrostro un mechón de pelo mientras losperros le ladraban a Smiley desde detrásde la alambrada.

—Lo siento, Hilary —dijo Smileycon suma delicadeza—. Te prometo quesólo será una hora. Eso es todo, unahora.

Desde la oscuridad que reinaba aespaldas de la mujer se oyó una voz muylenta y hombruna:

—¿De qué se trata, Hils? —gruñó lavoz—. ¿Gorgojo del pantano, periquitoo jirafa?

Después se oyó un golpe seco y

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lento, como el movimiento de un pañopor encima de algo hueco.

—Es humano, Con —respondióHilary por encima del hombro y volvióa estudiar sus abarcas.

—¿Humano ella o humano él? —inquirió la voz.

—Es George. Con, no te enfades.—¿George? ¿Qué George? ¿George

el camionero que me humedece elcarbón o George el carnicero queenvenena a mis perros?

—Sólo quiero hacerle algunaspreguntas —aseguró Smiley a Hilarycon el mismo tono profundamentecompasivo—. Un viejo caso. Te aseguro

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que no es nada trascendental.—George, no te preocupes —dijo

Hilary, todavía con la vista baja—. Tedigo sinceramente que está bien.

—¡Acaba con ese coqueteo! —ordenó la voz desde el interior de lacasa—. ¡Seas quien seas, quítale lasmanos de encima!

A medida que el seco sonido seacercaba, Smiley pasó junto a Hilary ydijo desde el vano de la puerta:

—Connie, soy yo —una vez más,hizo todo lo posible para que su vozreflejara cordialidad y buenospropósitos.

Primero aparecieron los cachorros

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—cuatro en total, probablementelebreles—, a la carrera. A continuaciónsurgió un perro mestizo viejo y sarnoso,que a duras penas logró llegar a lagalería y echarse. Después la puerta seabrió completamente y surgió una mujercolosal, encorvada, apoyada en dosgruesas muletas de madera que, alparecer, no sujetaba. Su blancacabellera era muy corta y los ojosacuosos y sagaces le contemplaronfijamente. Le observó tanprolongadamente, su examen fue tanlento y minucioso —su rostro serio, sutraje holgado, la bolsa de plástico quecolgaba de su mano izquierda, su

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posición mientras esperabahumildemente a que le dejasen pasar—que le confirió una autoridad casi regiasobre él, autoridad reforzada por suinmovilidad, su respiración laboriosa ysu condición de lisiada.

—¡Por todos los santos! —exclamósin dejar de observarle, mientraslanzaba una bocanada de aire—. ¡Nopuedo creerlo! Maldito seas, GeorgeSmiley. Malditos seáis tú y todos losque zarpan contigo. Bienvenido aSiberia.

Entonces ella sonrió y su sonrisa fuetan repentina, tan fresca y juvenil queprácticamente anuló el prolongado

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examen a que le había sometido.—Hola, Con —saludó Smiley.Aunque sonreía, no había apartado

la vista de él. Sus ojos tenían la palidezde un recién nacido.

—Hils— la llamó—. ¡He dichoHils!

—¿Qué quieres, Con?—Querida, ocúpate de dar de comer

a los perritos. Después alimenta a lossucios patos americanos. Atiborra a lasbestias. Cuando hayas hecho eso,prepara el alimento de mañana, y cuandohayas hecho eso, tráeme a la bestia matahumanos para despachar rápidamente alparaíso a este entrometido. George,

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sígueme —Hilary sonrió pero no semovió hasta que Connie le dio un suavecodazo—. Vete, querida. Él ya no puedehacerte nada. Hizo todo lo que pudo lomismo que tú y, bien lo sabe Dios, lomismo que yo.

Era una casa en la quesimultáneamente convivían lo diurno ylo nocturno. En el centro de la estancia,sobre una mesa de madera de pino en laque aún quedaban restos de tostadasuntadas con extracto de carne, se alzabauna vieja lámpara de aceite que emitíaun círculo de luz amarilla. La llama

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acrecentaba la oscuridad del ambiente.El destello de los nubarrones azulesatravesados por la luz del sol ponientecubría las puertas ventanas del otroextremo. Poco a poco, mientras seguía laprocesión agónica y lenta de Connie,Smiley comprendió que esa habitaciónde madera era toda la casa. Comodespacho, contaban con el escritorio detapa deslizante, atestado de facturas ypulguicidas. Como dormitorio, con elarmazón de bronce de una cama dematrimonio, cubierto con una infinidadde animales disecados que yacían comosoldados muertos entre las almohadas,como sala, con la mecedora de Connie y

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con un destartalado sofá de mimbre;como cocina, con un hornillo de gascolocado sobre un cilindro; comoadornos, con los escombros indeleblesde la vejez.

—Connie no regresa, George —aseguró mientras cojeaba delante de él—. Los caballos salvajes puedenresollar hasta perder sus corazonesmelancólicos, pero la vieja tonta hacolgado las botas definitivamente —alllegar a la mecedora, emprendió ladifícil tarea de darse la vuelta hastaquedar de espaldas—. Si eso es lo quebuscas, puedes decirle a Saul Enderbyque lo mezcle con el tabaco y se lo fume

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—abrió los brazos y Smiley creyó queella deseaba que la besara—. Eso no,maníaco sexual. ¡Sujétame las manos!

Smiley obedeció y la ayudó asentarse en la mecedora.

—No he venido por eso, Connie —explicó—. Te aseguro que no intentosolicitar tu participación.

En primer lugar, me estoy muriendo—declaró con firmeza y no parecióreparar en la intervención de Smiley—.Esta vieja tonta está preparada para ir ala tumba y ya era hora. El matasanosintentó engañarme, como es lógico. Lohace así porque es un cobarde.Bronquitis. Reumatismo. La influencia

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del clima. Tonterías, todo lo quequieras, pero se trata de la muerte, deeso estoy enferma. La invasiónsistemática de la M con mayúscula.¿Llevas alcohol en esa bolsa?

—Sí, lo has adivinado —repusoSmiley.

—¡Perfecto! ¡Bebamos sin control!¿Cómo está la endemoniada Ann?

Smiley encontró dos vasos en elescurridor, en medio de una pila deplatos sucios, y los llenó hasta la mitad.

—Supongo que floreciente —replicó.

Con su amable sonrisa, Smileycorrespondió al placer evidente que ella

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sentía por su visita y le ofreció un vasoque Connie asió con las manos cubiertascon mitones.

—Supones —repitió—. Ojalápudieras tenerla. Lo que deberías haceres quedarte con ella para siempre. O, delo contrario, poner vidrio molido en elcafé. Ahora bien, ¿a qué has venido? —preguntó—. Jamás te he visto hacer algosin un motivo. ¡Salud y dinero!

—Lo mismo te digo, Con —repusoSmiley a su brindis.

Para beber, Connie tuvo que acercarel cuerpo al vaso. Cuando su inmensacabeza quedó iluminada por la lámpara,Smiley vio —lo sabía por experiencia—

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que ella sólo decía la verdad y que sucarne poseía la blancura leprosa de lamuerte.

—Vamos, dilo de una vez —ordenócon su tono más severo—. Perorecuerda que no sé si te voy a ayudar.Descubrí el amor después de que nosseparáramos. Pudre las hormonas.Afloja los dientes.

Smiley hubiera querido tener tiempopara volver a conocerla. No estabaseguro de ella.

—Con, sólo se trata de uno denuestros viejos casos —explicó en tonode disculpa—. Ha vuelto a entrar enactividad como suele ocurrir —intentó

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que el tono de su voz sonaradespreocupado—. Necesitamos másdetalles. Ya sabemos lo buena que eraspara mantener el archivo —agregójocosamente. Los ojos de Connie no seapartaron de su rostro—. Kirov —continuó y pronunció el nombre muydespacio—. Kirov, nombre de pila deOleg. ¿Hace sonar alguna campana?Segundo secretario de la Embajadasoviética en París hace tres o cuatroaños. Llegamos a la conclusión de queera una especie de hombre del Centro deMoscú.

—Lo era —afirmó y se echóligeramente hacia atrás sin dejar de

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observarle. Señaló los cigarrillos. En lamesa había un paquete de diez pitillos.Smiley le puso uno entre los labios y loencendió. La mirada de Connie seguíafija en su rostro—. Saul Enderby arrojóese caso por la ventana —agregó,acomodando luego los labios como paratocar la flauta y lanzando una bocanadade humo hacia abajo, para evitar elrostro de Smiley.

—Decidió que debía abandonarse—la corrigió Smiley.

—¿Cuál es la diferencia?Smiley no esperaba tener que

defender a Saul Enderby.—Marchó durante un tiempo, y en el

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período de transición en que dejé elcargo y él lo asumió, decidió que eraimproductivo, lo cual es muycomprensible —explicó Smileyescogiendo las palabras con cuidado.

—Pero ahora ha cambiado de idea—afirmó Connie.

—Con, cuento con fragmentos y loquiero todo.

—Como de costumbre, George —murmuró—. George Smiley. ¡Eres elmismo de siempre! Dios nos bendiga ynos proteja. George —su mirada era enparte posesiva y en parte de reproche,como si él fuese un hijo descarriado alque quería. Le observó unos instantes

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más y luego miró a través de losventanales el cielo cada vez más oscuro.

—Kirov —repitió Smiley pararecordárselo y esperó, preguntándose sipara ella todo había terminado, si sumente agonizaba junto con su cuerpo y sino había esperanzas.

—Kirov, Oleg —repitió Connieconcentrándose—. Nacido enLeningrado en octubre de 1929, segúnfigura en su pasaporte, lo cual nosignifica nada, salvo el hecho de queprobablemente nunca puso un pie enLeningrado —sonrió, como si ésa fuerala costumbre de un mundo perverso—.Llegó a París el 1 de junio de 1974, con

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el rango y la categoría de segundosecretario comercial. ¿Has dicho tres ocuatro años atrás? Cielos, podrían serveinte. Es verdad, querido, era untruhán. ¡Ya lo creo! Fue identificado porla logia parisina del pobre Grupo deRiga, lo cual no nos ayudó en lo másmínimo, y menos aún en el quinto piso.¿Cuál era su verdadero nombre? Kursky.Eso es. Sí, creo recordar perfectamentea Oleg Kirov né Kursky —sonrió otravez, lo cual la hacía bonita—, Debióser el último caso de Vladimir. ¿Cómoestá ese viejo armiño? —preguntó y susojos húmedos e inteligentesaguardaron la respuesta.

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—Bien, presto al combate —dijoSmiley.

—¿Todavía aterroriza a las vírgenesde Paddington?

—Estoy seguro de que sí.—Bendito seas, querido —agregó

Connie y volvió la cabeza hasta quedarde perfil, a oscuras, a excepción de ladelgada línea dibujada por la luz de lalámpara de aceite, mientras miraba unavez más por los ventanales—. Querido,¿me harás el favor de averiguar cómoestá esa zorra loca? —preguntócariñosamente—. Cerciórate de que latonta no se haya caído en el canal delmolino ni se haya bebido el herbicida

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universal.Smiley salió, se detuvo en la galería

y, en medio de la penumbra cada vezmás densa, divisó la figura de Hilaryque se agitaba torpemente en losgallineros. Oyó el estruendo queproducía la cuchara al chocar contra elcubo y su voz mientras pronunciabanombres infantiles:

—Vamos, Whitey, Flopsy, Bo.—Está bien —dijo Smiley al

regresar al interior de la cabaña—. Estáalimentando a las gallinas.

—Debería decirle que cambiaradrásticamente de vida, ¿no te parece,George? —comentó e ignoró por

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completo la información que él le habíadado—, «Hils, querida mía, sal almundo.» Eso es lo que debería decirle.«No te enredes con una vieja perdidacomo Con. Cásate con un tonto imberbe,engendra mocosos y realízateplenamente como mujer.» —Smileyrecordó que Connie tenía un tono de vozpara cada persona: incluso para símisma. Aún conservaba esa costumbre—. No estoy dispuesta a hacerlo,George. La quiero, quiero cada dichosofragmento de su ser. Si pudiera me lallevaría conmigo. Alguna vez querrásintentarlo —hizo una pausa—. ¿Cómoestán todos los muchachos y las chicas?

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—durante unos segundos, Smiley nocomprendió su pregunta, pues aúnpensaba en Hilary y en Ann—. ¿Suexcelencia Saul Enderby sigue siendo eljefe? ¿Come bien? ¿No ha mudado elplumaje?

—Saul sólo deja una buena posiciónpor otra mejor.

—¿Ese sapo de Sam Collins siguesiendo jefe de operaciones?

Sus preguntas denotaban ciertatensión, pero Smiley no tenía másalternativa que responder.

—Sam también está bien.;—¿Toby Esterhase todavía recorre

los pasillos?

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—Todo está como entonces…Ahora la oscuridad ocultaba tanto su

rostro que Smiley no supo si Connieseguiría hablando. Oyó su respiración yel ronquido de su pecho. Sin embargo,sabía que aún era objeto de su análisis.

—George, tú jamás trabajarías paraesa manada —comentó ella finalmentecomo si se tratara de la más evidente delas perogrulladas—. Tú jamás lo harías.Sírveme otro trago —deseoso demoverse, Smiley volvió a cruzar lahabitación—. ¿Has dicho Kirov? —exclamó Connie desde el oro extremo.

—Eso es —repuso Smiley conentusiasmo y volvió después de llenar el

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vaso.—Ese pequeño hurón de Otto

Leipzig fue el primer obstáculo —recordó animada después de beber ungeneroso trago—. El quinto piso nocreía en él, ¿verdad? ¡En nuestropequeño Otto, no…! ¡Oh, no! ¡Otto eraun mentiroso y punto final!

—Pues no creo que Leipzig nosmintiera con respecto al blanco deMoscú —opinó Smiley y se sumó altono evocador de Connie.

—No, querido, no lo hizo —afirmó—. Reconozco que tenía susdebilidades, pero cuando se trataba dematerial importante, siempre hacía un

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lanzamiento limpio. Tú fuiste el únicode toda la tribu que le comprendió,tengo que reconocerlo. Pero noconseguiste mucho apoyo de los demásbarones, ¿verdad?

—Tampoco le mintió a Vladimir —agregó Smiley— Fueron las líneas dehuida de Vladimir las que le permitieronsalir de Rusia.

—Bueno, bueno —murmuró Conniedespués de un prolongado silencio—.Kirov né Kursky, el Cerdo Rubio.

Volvió a repetirlo: «Kirov néKursky», una llamada de atención a sumemoria colosal. Cuando Connie lorepitió, Smiley volvió a ver mentalmente

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la habitación del hotel próximo alaeropuerto y a los dos extrañosconspiradores sentados ante él con susgabanes negros: uno enorme y el otromenudo; el viejo general utilizaba sucorpulencia para poner de relieve suapasionada súplica; el pequeño Leipzigparecía un perro furioso a su lado.

Ella estaba fascinada.El resplandor de la lámpara de

aceite se había convertido en unahumeante bola de luz y Connie —lamadre Rusia personificada, como lallamaban en Circus, seguía sentada en elborde de la mecedora, con su consumidorostro santificado por los recuerdos

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mientras relataba la historia de uno delos hijos pródigos de su innumerablefamilia. Cualesquiera fuesen lassospechas que abrigaba con respecto almotivo de la visita de Smiley, las habíaanulado; para eso había vivido; ésa erasu canción, aunque se tratase de laúltima; esos fabulosos momentos deevocación ponían de relieve sugenialidad. Smiley recordó que en losviejos tiempos ella le habría tomado elpelo, habría coqueteado con la voz,trazado infinitas parábolas a través dedatos aparentemente inconexos de lahistoria del Centro de Moscú, con laintención de que él se acercara. Pero esa

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noche su recitado había adquirido unapasmosa sobriedad, como si supiese quesus días estaban contados.

—Oleg Kirov llegó a Parísdirectamente de Moscú —repitió—.Querido, ese mismo mes de junio, aquelen que diluvió y diluvió y en que elpartido anual de cricket de Sarratt tuvoque suspenderse tres domingos seguidos.El gordo Oleg figuraba como soltero yno reemplazó a nadie. Su despachoestaba en el segundo piso y daba a laRué Saint-Simon, una calle de muchotráfico, pero bonita, querido, en tantoque la residencia del Centro de Moscúacaparaba las plantas tercera y cuarta, lo

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cual enfurecía al embajador, queopinaba que sus poco queridos vecinoslo confinaban en un armario. En esascondiciones, Kirov parecía, a primeravista, esa rara avis de la comunidaddiplomática soviética: un diplomáticohonrado. En aquellos tiempos —y, porlo que Connie sabía, también en laactualidad—, tenían la costumbre derepartir entre los jefes tribales de losemigrados de París la fotografía de todorostro nuevo que aparecía en laEmbajada soviética.

En su momento, la foto del hermanoKirov llegó a manos de los grupos deemigrados. El viejo demonio de

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Vladimir llamó de inmediato a la puertadel oficial encargado de su caso, presade una enorme agitación. Eran los díasen que Paris estaba a cargo de SteveMackelvore, al que Dios tenga en sugloria, ya que poco después murió de unataque al corazón, pero ésta es otrahistoria… Vladimir insistió en que «sugente» identificó a Kirov como a unanti guo agent provocateur llamadoKursky que, mientras estudiaba en elInstituto Politécnico de Tallinn, habíacreado un circulo de obreros portuariosestonios disidentes. El círculo eraconocido como «el club de discusión delos no alineados» y Kirov confeccionó

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una lista de sus miembros, lista queposteriormente entregó a la policíasecreta. La fuente de Vladimir, que a lasazón visitaba París, era uno de esosdesdichados trabajadores que para suinfortunio había sido amigo personal deKursky hasta el momento en que éste lostraicionó.

Todo iba sobre ruedas, pero lafuente de Vladimir —explicó Connie—era nada menos que el perverso ymenudo Otto, de modo que desde elprimer momento estuvo claro que habríajaleo.

A medida que Connie hablaba, losrecuerdos de Smiley complementaban su

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evocación. Se vio a sí mismo durantelos últimos meses en que era jefe delCircus, recordó con qué hastío bajabadesde el quinto piso por la destartaladaescalera de madera para asistir a lareunión de los lunes, con un fajo deexpedientes manoseados bajo el brazo.Recordó que entonces el Circus parecíaun edificio devastado, con susfuncionarios a la deriva, el presupuestocongelado y sus agentes aniquilados,muertos o en paro forzoso. Eldesenmascaramiento de Bill Haydon erauna herida abierta en la mente de todos:lo llamaban la Caída y compartían unamisma vergüenza original. Tal vez en el

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fondo de sus almas considerabanresponsable a Smiley por haberloprovocado, ya que fue él quien acabócon la traición de Bill. Se vio a símismo en la cabecera de la mesa deconferencias y evocó el círculo derostros hostiles que de antemano estabancontra él, mientras presentaban uno poruno los casos de la semana y lossometían a las preguntas de trámite:¿Desarrollamos o no este caso? ¿Ledamos otra semana, otro mes, otro año?¿Es una trampa, es denegable entradentro de nuestra Carta? ¿Qué recursosharán falta? ¿Es mejor adjudicarlos aotro caso? ¿Quién lo autorizará? ¿Quién

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será informado? ¿Cuánto costará? Evocóel desmesurado exabrupto que el meronombre —o nombre de trabajo— deOtto Leipzig desencadenóinstantáneamente en jueces tan pocoecuánimes como Lauder Strickland, SamCollins y los de su calaña. Intentórecordar quiénes habían participado enesas reuniones, además de Connie y susadláteres de Investigación Soviética, eldirector de Finanzas, el director deEuropa Occidental y el director deAtaques Soviéticos, la mayoría de loscuales ya eran hombres de SaulEnderby. También recordó a Enderby,que nominalmente todavía era un

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funcionario de Exteriores, enchufado porsus contactos palaciegos bajo el disfrazde enlace con Whitehall, pero cuyasonrisa ya era la risa de ellos y su ceñofruncido su desaprobación. Smiley sevio a sí mismo deslizándose hacia lasumisión —junto con Connie— tal comoahora ella lo repetía, ahora unida a losresultados de su investigaciónpreliminar.

La historia de Otto se sostenía,insistió Connie. Hasta ese momento nose le pudo encontrar ningún fallo.Mostró el fruto de sus esfuerzos.

Su Sección de InvestigaciónSoviética había confirmado a través de

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fuentes impresas que un tal Oleg Kursky,estudiante de derecho, estabamatriculado en el Instituto Politécnicode Tallinn durante el periodo encuestión, dijo.

En los archivos de AsuntosExteriores figuraban los disturbiosportuarios de la época.

El informe de un desertor, enviadopor los primos americanos, mencionabaa un tal Kursky (¿Karsky?), abogado,nombre de pila Oleg, que en 1971 habíaconcluido en Kiev un curso deadiestramiento del Centro de Moscú.

La misma fuente, aunque poco defiar, daba a entender que Kursky había

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cambiado posteriormente de nombre porconsejo de sus superiores, «debido a suanterior experiencia activa».

Los informes de trámite del enlacefrancés, aunque notoriamente pocofidedignos, comentaban que, para sersegundo secretario comercial en París,Kirov gozaba de libertadesexcepcionales, tales como salir solo decompras y asistir a recepcionesofrecidas por representaciones delTercer Mundo sin los quinceacompañantes de costumbre.

Todo lo cual, en síntesis —concluyóConnie con demasiado ímpetu para gustodel quinto piso—, confirmaba la historia

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de Leipzig y la sospecha de que Kirovdesempeñaba un papel en el mundo delespionaje. Después dejó el expedientesobre la mesa y mostró las fotos… lasmismas que, tomadas rutinariamente porlos equipos franceses de vigilancia,habían levantado tanto alboroto en elcuartel general del Grupo de Riga enParís. Kirov sube a un coche de laEmbajada. Kirov sale del Narodni deMoscú con una cartera en la mano;Kirov se detiene junto al escaparate deuna librería de obras pornográficas ymira hoscamente las tapas de lasrevistas.

Pero ninguna, reflexionó Smiley —y

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volvió al presente—, ninguna mostrabaa Oleg Kirov y a su antigua víctima, OttoLeipzig, divirtiéndose con un par deseñoras.

—Y bien, querido, ése fue el caso—anunció Connie después de beber ungeneroso trago—. En el expediente delpequeño Otto había pruebas suficientespara demostrar que tenía razón. Tambiéncontábamos con un resguardo de otrasfuentes… te aseguro que no era mucho,pero tampoco estaba mal. Kirov era untruhán y acababan de darle un cargo,pero todos intentaban adivinar qué clase

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de truhán era. Eso lo volvió interesante,¿no es así, querido?

—Si —repuso Smiley distraído—.Sí, Connie, recuerdo que fue así.

—Desde el primer día supimos queno pertenecía al personal permanente dela residencia. No utilizaba los coches dela residencia ni hacía turnos nocturnos,ni se codeaba con los funcionariosidentificados, ni utilizaba la habitaciónde claves, ni asistía a las oracionessemanales, ni daba de comer al gato dela residencia ni nada por el estilo. Porotro lado, Kirov tampoco era hombre deKarla, ¿verdad, querido? Eso era loextraño.

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—¿Por qué dices que no era hombrede Karla? —preguntó Smiley sinmirarla.

Pero Connie sí miró a Smiley.Connie produjo una de sus prolongadaspausas a fin de observarlo mientrasafuera en los olmos moribundos, losgrajos escogían sabiamente esa calmarepentina para emitir unosshakespearianos chillidos de presagio.

—Querido, porque Karla ya tenía asu hombre en París —explicópacientemente—. Tú lo sabes muy bien.Ese viejo rigorista de Pudín, el ayudantedel agregado militar. Tú recuerdas queKarla adoraba a los militares. Por lo

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que sé aún los quiere —se interrumpió afin de estudiar una vez más el impasiblerostro de Smiley. Éste había apoyado elmentón en las manos y sus ojosentrecerrados miraban al suelo—.Además, Kirov era un idiota y a Karlajamás le cayeron bien los idiotas,¿verdad? Si lo pienso, tú tampoco erasdemasiado amable con ellos. OlegKirov era grosero apestaba, sudaba y sedelataba como un pez fuera del agua.Karla hubiera huido a un kilómetro antesde contratar a semejante patán —volvióa hacer una pausa y agregó—: Y tútambién.

Smiley levantó una mano y la apoyó

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en la frente, con los dedos hacia arriba,como un estudiante en un examen.

—A menos que… —dijo.—A menos que, ¿qué? ¡Supongo que

a menos que hubiese perdido la chaveta!Me gustaría ver ese día.

—También era la época de losrumores —agregó Smiley desde lo másprofundo de sus pensamientos.

—¿Qué rumores? Siempre huborumores, iluso.

—Bueno, sólo informes dedesertores —agregó en términosdespectivos—. Historias sobre sucesosextraños en la corte de Karla. Como eslógico, procedían de fuentes

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secundarias. Pero, ¿no…?—¿No qué?—Bueno, ¿no sugerían que él incluía

a personas muy extrañas en la nómina?¿Que celebraba entrevistas con ellos aaltas horas de la noche? Reconozco queera material de baja calidad. Sólo lomenciono de pasada.

—Recibimos la orden deconsiderarlo exagerado —declaróConnie con firmeza—. Kirov era elblanco, no Karla. Ese fue el decreto delquinto piso, George, y no olvidemos quetú formabas parte de ello. «Dejad demirar la luna y ocupaos de asuntosterrenales», dijiste —apretó los labios,

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echó hacia atrás la cabeza e hizo unaimitación incómodamente realista deSaul Enderby—: «Este servicio seocupa de recoger información, no demantener disputas contra la oposición»—dijo arrastrando las palabras—.Querido, no me digas que ha cambiadode tono. ¿Lo ha hecho? ¿George? —susurró—. ¡Oh, George, qué malo eres!

Smiley le sirvió otro trago y alregresar vio que los ojos de Conniebrillaban con perversa agitación. Tirabade los mechones de su blanca cabelleracomo hacía cuando llevaba el pelolargo.

—Con, la cuestión radica en que

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autorizamos la operación —afirmóSmiley con un tono objetivo queintentaba contener a Connie—.Rechazamos a los escépticos y teautorizamos para que llevaras a Kirov aprimera base. ¿Qué ocurrió a partir deentonces?

El alcohol, los recuerdos y larevivida agitación de aquellapersecución la lanzaron a un ritmo queSmiley no podía controlar, por muysevero que fuese su tono. MientrasConnie hablaba, se le aceleró larespiración hasta roncar como una viejalocomotora con los mandospeligrosamente libres. Narraba la

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historia de Leipzig, tal como éste se lahabía contado a Vladimir. Smiley pensóque estaba de nuevo con ella en elCircus, precisamente en el momento enque se disponían a iniciar la operacióncontra Kirov. En su imaginación, Conniehabía saltado a la antigua ciudad deTallinn, más de veinticinco años atrás.Con su mente excepcional, había estadoallí, había conocido a Leipzig y a Kirovcuando eran amigos. Una historia deamor, insistió. El menudo Otto y elgordo Oleg. Ése fue el punto central,afirmó; deja que esta vieja tonta te locuente tal como ocurrió, agregó, ycontinúa con tus perversos propósitos

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mientras sigo adelante.—La tortuga y la liebre, querido, eso

era. Kirov era el bebé grande y tristeque estudiaba sus textos de derecho enel Politécnico y utilizaba como papá a labrutal policía soviética; el menudo OttoLeipzig era el diablo propiamente dicho,con un dedo metido en todas lastrampas, una temporada en la cárcel asus espaldas, un hombrecillo quetrabajaba todo el día en el puerto y porla noche se dedicaba al proselitismo ypredicaba la insurrección entre los noalineados. Se encontraron en un bar. Fueun caso de amor a primera vista. Ottoligaba a las chicas y Oleg Kirov iba

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detrás de él, recogiendo las sobrasGeorge, ¿qué haces? ¿Intentas hacer demí una Juana de Arco?

Smiley le había encendido uncigarrillo y se lo había dejado en loslabios, con la esperanza de serenarla,pero con la conversación exaltada deConnie, se había consumido tanto quesintió que se quemaba. Smiley cogió lacolilla y la aplastó en la tapa de hojalataque ella utilizaba como cenicero.

—Durante una temporada llegaron acompartir una chica —agregó Connie envoz tan alta que prácticamente gritaba—.Lo creas o no, un día, la muy boba fue aver a Otto y le hizo una clara

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advertencia: «Tu amigo el gordo estáceloso y es un chivato de la policíasoviética. El club de discusión de los noalineados sólo sirve para dar el salto.¡Cuidado con los idus de marzo!»

—Serénate, Con —sugirió Smileypreocupado—. ¡Con, serénate!

El tono de voz de Connie se elevómás:

—Otto echó a la muchacha y unasemana después arrestaron a todo elmundo. Incluido el gordo Oleg, desdeluego, que era quien los habíadelatado… pero ellos lo sabían. ¡Ah,ellos estaban enterados! —titubeó comosi se hubiera confundido—. Y la muy

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tonta que habló con Otto murió —agregó—. Se supone que desapareció mientrasla interrogaban. Otto removió cielo ytierra hasta que encontró a alguien quehabía estado preso con ella. Más muertaque mi abuela. Dos muertos. Como loestaré yo muy pronto.

—Descansemos un rato —propusoSmiley.

La habría interrumpido y preparadoté, habría hablado del tiempo, cualquiercosa con tal de detener su vertiginosomonólogo… pero ella había dado otrosalto y ya estaba en París y describía dequé modo Otto Leipzig, con ladesganada aprobación del quinto piso y

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la apasionada colaboración del general,después de tantos años perdidos sedispuso a organizar el reencuentro conel segundo secretario Kirov, a quienConnie apodaba el Cerdo Rubio. Smileysupuso que era el nombre que ella ledaba en aquella época. El rostro deConnie estaba rojo y respiraba condificultad, de modo que la historiasurgía a través de un estertor, pero seobligó a proseguir.

—Connie —le suplicó Smileynuevamente, pero no sirvió de nada. Sinduda nada habría impedido que Conniesiguiese hablando aguadamente.

En primer lugar, explicó, en su

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búsqueda del Cerdo Rubio, el menudoOtto conectó con las diversassociedades de amistad franco-soviéticaque sabía que Kirov frecuentaba.

—El pobre Otto debió ver quinceveces El acorazado Potemkin, pero elCerdo Rubio nunca apareció.

Se supo que Kirov se interesabaseriamente por los emigrados, sepresentaba como simpatizante secreto deellos y les preguntaba si, en sucondición de funcionario subalterno,podía hacer algo para ayudar a losfamiliares que permanecían en la UniónSoviética.

Con la ayuda de Vladimir, Leipzig

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intentó cruzarse en el camino de Kirov,pero la suerte volvió a jugarle una malapasada. Después Kirov empezó aviajar… viajó a todas partes, querido,un verdadero buque fantasma… de modoque Connie y sus muchachos sepreguntaron si era una especie deadministrador burocrático del Centro deMoscú que nada tenía que ver con lascuestiones operativas: por ejemplo, elauditor contable de un grupo deresidencias occidentales… Bonn,Madrid, Estocolmo, Viena… con Paríscomo centro.

—¿De Karla o del personalpermanente? —preguntó Smiley con

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serenidad.—Todo el mundo era libre de pensar

lo que quisiera —dijo Connie, pero ellaapostaba todo lo que tenía a quetrabajaba para Karla. A pesar de quePudín ya estaba allí y a pesar de queKirov era un idiota y no un militar, teníaque ser para Karla, insistió Connierepitiendo obstinadamente sus propiasafirmaciones. Si Kirov hubiese visitadolas residencias de personal permanente,los funcionarios de espionajeidentificados lo habrían recibido yhospedado. Pero vivió según sucobertura y sólo se mezcló con suscolegas nacionales de las secciones

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comerciales.De todos modos, el vuelo dio

resultado, prosiguió Connie. El menudoOtto esperó a que Kirov reservarapasaje en un vuelo a Viena, se cercioróde que viajaba solo, subió al mismoavión y ya estaban en el negocio.

—Una trampa tentadora perfecta,eso era lo que queríamos —canturreóConnie en voz muy alta—. Una auténticaquema a la antigua. Un operadorimportante podría burlarse de estemétodo, pero no el hermano Kirov ymenos aún si figuraba en la nómina deKarla. Buscábamos fotografíascomprometedoras e información con

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amenazas. Cuando le hubiéramosliquidado, averiguado qué tramaba,quiénes eran sus sucios amigos y quiénle daba esa embriagadora libertad,decidiríamos si lo comprábamos comodesertor o lo echábamos al estanque,según lo que quedara de él —callóbruscamente. Abrió la boca, la cerró,respiró y le tendió el vaso—. Querido,haz el favor de servirme otro trago. AConnie le ha dado el ataque. No, no lohagas, quédate donde estás —Smiley sedesconcertó durante un fatídico segundo—. ¿George?

—¡Connie, estoy aquí! ¿Qué te pasa?Smiley actuó de inmediato pero no

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fue lo bastante rápido. Vio que el rostrode Connie se tensaba, que sus manoscrispadas subían hasta su rostro y quevolvía los ojos frenéticamente, como sihubiese presenciado un espantosoaccidente.

—¡Hils, ven, date prisa! —gritóConnie—. ¡Oh, cielos!

Smiley la abrazó y sintió que losbrazos de Connie se cruzaban detrás desu nuca para sujetarlo con más fuerza.Tenía la piel fría y temblaba de terror.La sostuvo y olió a whisky, a medicinasy a vejez mientras intentaba consolarla.Las lágrimas de Connie cubrían susmejillas y Smiley la sintió y percibió

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esa sal cuando ella le apartó. Busco elbolso de Connie y lo abrió; luego sedirigió rápidamente a la galería y llamóa Hilary. Ella surgió de la oscuridad conlos puños cerrados y movió los codos Ylas caderas de un modo gracioso. Entrócorriendo y sonrió con timidez. Smileypermaneció en la galería y sintió que elaire nocturno hería sus mejillas mientrasobservaba los nubarrones cada vez másgrandes y los pinos plateados por laluna. Los ladridos de los perros habíancesado. Sólo los grajos que trazabancírculos en el aire emitían sus ásperasadvertencias. Vete, se dijo. Sal de aquí.Lárgate. El coche estaba a menos de

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treinta metros y la escarcha cubría lacapota. Imaginó que subía de un salto,conducía cuesta arriba, atravesaba lagranja y se iba para no volver jamás.Pero supo que no podría hacerlo.

—George, ella quiere que vuelvas aentrar —dijo Hilary bruscamente desdeel vano de la puerta, con esa autoridadtípica de los que cuidan a losmoribundos.

Cuando Smiley volvió a entrar, todoestaba en paz.

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15Todo estaba en paz. Connie seguía,

empolvada y austera, en su mecedora.Cuando Smiley entró, los ojos de ella leobservaron como lo hizo a su llegada.Hilary la había calmado, la habíaserenado y ahora tenía las manos en elcuello de Connie, con los pulgares haciaadentro, mientras le masajeabasuavemente la nuca.

—Un ataque de timor mortis,querido —explicó Connie—. Elmatasanos receta Valium, pero la viejatonta prefiere el alcohol. No le

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mencionarás esto a Saul Enderby cuandole presentes el informe, ¿verdad,querido?

—No, Connie, claro que no.—Entré paréntesis, querido, ¿cuándo

presentaras el informe?—Pronto —repuso Smiley.—¿Esta noche, cuando vuelvas a tu

casa?—Depende de lo que haya que

contar.—George, sabes que Connie lo

escribió todo —continuó—, Losinformes que la vieja tonta hizo del casoeran muy completos, estoy segura. Muydetallados. Para variar, muy

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circunstanciales. Pero no los hasconsultado —Smiley guardó silencio—.Se han perdido. Fueron destruidos. Nohas tenido tiempo. Está bien. Eres tanterrible cuando se trata de papeles. Masarriba, Hils —ordenó sin apartar susojos chispeantes de Smiley—. Másarriba, querida. En el lugar donde lasvértebras se encajan en las amígdalas —Smiley se sentó en el viejo sofá demimbre—. Esos juegos dobles-doblessolían encantarme —confesó Conniesoñadora y volvió la cabeza paraacariciar con ésta las manos de Hilary—. ¿No es así, Hils? Toda la vidahumana estaba presente allí. Tú ya no lo

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sabes, ¿verdad? No desde que loarrojaste todo por la borda —volvió adirigirse a Smiley—. ¿Quieres que siga,querido? —preguntó con su voz defulana del East End.

—Si pudieras hacerlo brevemente—pidió Smiley—. Pero no si…

—¿Dónde habíamos quedado? Yasé. En el avión, con el Cerdo Rubio. Sedirige a Viena y ha metido sus manos decerdo en una cuba de cerveza. Levantala mirada y delante, como si se tratarade su mala conciencia, ve a su queridocompinche de veinticinco años atrás, elmenudo Otto, que sonríe como Patillas.¿ Q u é siente? , nos preguntamos,

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suponiendo que fuera capaz de tenersentimientos. Se pregunta: ¿Sabe Ottoque fui yo el pícaro que le delató alGulag? ¿Y entonces qué hace?

—¿Qué hace? —preguntó Smiley,pero no reaccionó ante la burla deConnie.

—Decide apelar al sentimentalismo,querido. ¿No es así, Hils? Elogia elcaviar y dice: «Gracias a Dios» —susurró algo y Hilary bajo la cabezapara oírla y rió—. «¡Champán!», diceél. Beben, él paga, beben más,comparten un taxi hasta la ciudad eincluso toman una copa en un café antesde que el Cerdo Rubio se ocupe de sus

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deberes furtivos. A Kirov le gusta Otto—insistió Connie—. Lo ama, ¿no es así,Hils? Son una pareja de como se llamen,alocados, como nosotras. Otto es sexy,Otto es divertido, Otto es atractivo yantiautoritario y ágil… y… ¡bueno, todolo que el Cerdo Rubio jamás llegaría aser! ¿Por qué el quinto piso siempresupuso que la gente sólo tenía que contarcon un motivo?

—Te aseguro que no era ése mipunto de vista —declaró Smileyfervorosamente.

Pero Connie volvía a hablar conHilary y no hacía el menor caso aSmiley.

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—Querida, Kirov estaba aburrido.Otto significaba la vida para él. Igualque tú para mí. Tú me has acelerado elpaso, ¿no es así, amor? Eso no impidióque Kirov lo delatara, pero es natural.

Hilary asintió distraída con lacabeza sin dejar de masajearsuavemente la espalda de Connie.

—¿Qué significaba Kirov para OttoLeipzig? —inquirió Smiley.

—El odio, querido mío —replicóConnie sin vacilar—. Odio puro ysimple. Un desprecio simple, abierto ytenebroso. Odio y dinero. Ésas eran lasdos cosas mejores de Otto. Otto siempresintió que se le debía algo por todos los

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años que había pasado en chirona.También quería cobrar por la muchacha.Su gran sueño consistía en que algún díadelataría a Kirov a cambio de montonesde dinero. Montones, montones ymontones de dinero.

La furia de un lacayo, pensóSmiley, y recordó la prueba de contacto.Volvió a recordar la habitaciónempapelada a cuadros, cercana alaeropuerto, y la serena voz alemana deOtto, con su deje seductor; evocó susojos pardos y fijos, que eran como lasventanas de su alma que ardía sin llama.

Después del encuentro en Viena,prosiguió Connie, los dos hombres

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acordaron volver a verse en París y Ottotuvo el buen tino de dar largas al asunto.En Viena, Otto no había hecho una solapregunta que pudiera ofender al CerdoRubio; Otto era un profesional, aseguróConnie. Otto le había preguntado aKirov si se había casado. Éste alzó losbrazos y se desternilló de risa, dando aentender que estaba preparado paradejar de estarlo en cualquier momento.Casado pero con la esposa en Moscú;había informado Otto… lo cual haríamás eficaz una trampa tentadora. Kirovle había preguntado a Leipzig en quétrabajaba y éste replicó,magnánimamente, que en

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«importaciones-exportaciones», con locual se presentó como una especie deaudaz hombre de negocios que un díaestaba en Viena y al siguiente enHamburgo. Tal como ocurrieron lascosas, Otto esperó un mes entero —después de veinticinco años, dijoConnie, podía permitirse el lujo deesperar— y durante ese período losfranceses observaron que Kirov hacíatres trabajos para unos ancianosemigrados rusos que vivían en París: untaxista, un tendero y el propietario de unrestaurante, los cuales tenían familiaresen la Unión Soviética. Se ofreció allevar cartas, mensajes y domicilios.

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Incluso se ofreció a llevar dinero y,siempre que no fueran demasiadovoluminosos, regalos. También propusorealizar un servicio en ambasdirecciones después de su regreso.Nadie le hizo caso. Durante la quintasemana, Otto se presentó en el piso deKirov, le dijo que acababa de llegar deHamburgo y le propuso que salieran dejuerga. Mientras cenaban, Otto escogióel momento adecuado para decir que losgastos corrían a su cargo; acababa detener un gran éxito con un determinadoenvío a cierto país y nadaba en dinero.

—Ése era el anzuelo que lehabíamos preparado, querido —explicó

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Connie y por fin se dirigió rectamente aSmiley—. Y el Cerdo Rubio picó, comolo hacen todos, benditos sean; el salmónsiempre va hacia la mosca.

¿Qué tipo de envío?, habíapreguntado Kirov a Otto. ¿A qué país? Amodo de respuesta, Leipzig dibujó en elaire una nariz ganchuda siguiendo elextremo de la propia y se echó a reír.Kirov rió pero, evidentemente, estabamuy interesado. ¿A Israel?, preguntó.¿Qué tipo de envío? Leipzig apuntó conel mismo dedo a Kirov y fingió apretarun gatillo. ¿Armas a Israel?, preguntóKirov azorado, pero Leipzig era unprofesional y ya no abrió la boca.

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Bebieron, fueron a un club de destape yhablaron de los viejos tiempos. Kirovmencionó a la muchacha que habíancompartido y le preguntó si sabía quéhabía sido de ella. Leipzig dijo que notenía la menor idea. En algún momentode la madrugada, Leipzig le habíapropuesto que buscaran compañía y lallevaran al piso de Kirov, pero éste senegó, para decepción de Otto. En Parísno, era demasiado peligroso. En Viena oHamburgo, encantado, pero en París no.Se separaron borrachos a la hora dedesayunar y al Circus le quedaban cienlibras menos.

—Entonces se desencadenó la

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sangrienta lucha cuerpo a cuerpo —dijoConnie, que repentinamente habíacambiado de tema—. El Gran Debate dela Oficina Principal. De debate, nada.Tú estabas fuera, Saul Enderby metióuna garra cuidada por la manicura y losdemás sufrieron rápidamente los efectosde los vapores… eso es lo que ocurrió—volvió a utilizar su voz de barón—:«Otto Leipzig nos ha llevado a pasear…No hemos acordado la operación conlos franceses… el Foreign Office estápreocupado por sus derivaciones… lode Kirov es un truco… y el Grupo deRiga una base totalmente falsa paraplantear una estratagema de este

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alcance…» Dicho sea de paso, ¿dóndeestabas? ¿En el horrible Berlín?

—En Hong Kong.—Ah, allí —dijo distraídamente y

se recostó en la silla mientras se lecerraban los ojos.

Smiley le había pedido a Hilary quepreparase té y ahora ella acomodaba lavajilla en el otro extremo de la estancia.La miró, se preguntó si debía hablarle yla vio de pie, tal como la había visto porúltima vez en el Circus la noche que lellamaron: rígida y con los nudillosapoyados en la boca, reprimiendo un

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grito mudo. Smiley había trabajado hastatarde —era aproximadamente la mismaépoca, sí, estaba preparando su partidahacia Hong-Kong— cuando súbitamentesonó el teléfono interno y oyó una voz dehombre muy tensa, que le pedía quefuera de inmediato a la sala de cifrado,«señor Smiley, señor, es urgente». Pocodespués corría por un pasillo desnudo,flanqueado por dos conserjespreocupados. Le abrieron la puerta,entró y ambos hombres esperaron fuera.Vio las máquinas destrozadas, losarchivos, los índices de las tarjetas, lostelegramas esparcidos por la sala comoobjetos arrojados a un campo de fútbol y

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las obscenas pintadas embadurnadas concarmín de labios en la pared. En elcentro de ese desbarajuste vio a Hilary,la culpable —exactamente como estabaahora—, que miraba desesperada através de las gruesas cortinas de tul elcielo libre y blanco del exterior: Hilary,nuestra vestal, tan bien educada; Hilary,nuestra novia del Circus.

—Hils, ¿qué demonios estástramando? —preguntó Conniebruscamente desde la mecedora.

—Preparo el té, Con. George quiereuna taza de té.

—A la mierda con lo que quieraGeorge —agregó encolerizada—.

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George pertenece al quinto piso. Georgeacabó definitivamente con el caso Kirovy ahora intenta enderezarlo, se proponevolar solo en su vejez. ¿No es así,George? ¿No es así? ¡Hasta me mintiósobre el viejo demonio de Vladimir, quese encontró con una bala en HampsteadHeath, según los diarios, queevidentemente no lee como tampoco leemis informes!

Tomaron té. La tormenta estaba apunto de desencadenarse. Las primerasgotas martilleaban sobre el tejado demadera.

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Smiley la había hechizado, la habíalisonjeado, la había convencido de quecontinuara. Por él, Connie habíadesenredado la mitad de la madeja.Ahora estaba decidido a que completarala tarea.

—Necesito saberlo todo, Con —repitió—. He de oírlo todo, tal como lorecuerdas, aunque el final sea doloroso.

—El puñetero final es doloroso —contestó.

Pero su voz, su rostro y el brillo desu memoria flaqueaban y Smileycomprendió que se trataba de unacarrera contra reloj.

Ahora le tocaba a Kirov jugar la

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partida clásica, explicó fatigada.Durante el siguiente encuentro, que secelebró en Bruselas un mes más tarde,Kirov se refirió al envío de armas aIsrael y comentó que había mencionadola conversación a un amigo de lasección comercial de la Embajada,hombre que estaba haciendo un estudiosobre la economía militar israelí y queincluso disponía de fondos parainvestigar. ¿Leipzig estaría dispuesto —¡no, hablo en serio, Otto!— a hablar conel hombre o, mejor aún, a contárselo enese momento a su viejo compinche Oleg,que quizás así lograría algunos honores?Otto respondió: «Siempre que pague y

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que esto no perjudique a nadie.» Acontinuación le dio solemnemente aKirov una bolsa de informaciónpreparada por Connie y la gente deOriente Medio —desde luego,información auténtica e indudablementecomprobable, aunque a nadie le sirvierade mucho—, que éste apuntó con lamisma solemnidad a pesar de que ambossabían, según expuso Connie, que niKirov ni su amo, fuera quien fuese,tenían el menor interés por Israel, lasarmas, los envíos o su economíamilitar… al menos en este caso. Lo queKirov se proponía era crear una relaciónde carácter conspiratorio, como

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demuestra la reunión siguiente que tuvolugar en París. Kirov mostró un granentusiasmo por el informe e insistió enque Otto aceptara quinientos dólares poraquél, a cambio de la formalidadsecundaria de firmar un recibo. Despuésde que Otto lo hiciera y quedaratotalmente atrapado, Kirov se lanzó contoda la vulgaridad que era capaz demostrar —y en opinión de Connie eramucha— y le preguntó si estaba bienrelacionado con los emigrados rusoslocales.

—Por favor, Con —susurró Smiley—. ¡Casi hemos llegado! —ella estabamuy cerca del punto decisivo y él sentía

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que se alejaba cada vez más. Hilary sehabía sentado en el suelo, con la cabezaapoyada en las rodillas de Connie.Distraídamente, las manos enmitonadasde Connie habían cogido los cabellos deHilary a modo de consuelo yprácticamente había cerrado los ojos—.¡Connie! —insistió Smiley.

Connie abrió los ojos y sonriódesganadamente.

—Sólo fue la danza del abanico,querido —respondió—. El juego de élsabe que yo sé que tú sabes. La danzadel abanico —repitió indulgentemente yvolvió a cerrar los ojos.

—¿Qué respondió Leipzig? ¡Connie!

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—Hizo lo que haríamos nosotros,querido —musitó—. Respondió conevasivas. Reconoció que tenía buenasrelaciones con los grupos de emigradosy que se entendía confidencialmente conel general. Después dio algunos rodeos.Dijo que no iba tan a menudo de visita aParís. «¿Por qué no contratas a alguiende aquí?», preguntó. Hils, querida, comoverás, se estaba burlando. Volvió apreguntar: ¿Haría daño a alguien? Decualquier manera, preguntó en quéconsistía el trabajo. ¿Cuál era la paga?Hils, sírveme otro trago.

—No —respondió Hilary.—Sírvemelo.

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Smiley le sirvió dos dedos dewhisky y la observó mientras bebía.

—¿Qué era lo que Kirov quería quehiciese Otto con los emigrados? —preguntó.

—Kirov quería una leyenda —respondió—. Quería una leyenda parauna muchacha.

Nada en la actitud de Smiley daba aentender que, pocas horas antes, habíaoído esa frase en boca de TobyEsterhase. Hacía cuatro años, OlegKirov había querido una leyenda, repitióConnie. Del mismo modo que el Genio,según Toby y el general, quería hoy unaleyenda, pensó Smiley. Kirov quería una

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historia de cobertura para infiltrar enFrancia a una agente. Eso era lo másimportante, dijo Connie. Desde luego,Kirov no lo planteó así sino de un modototalmente distinto. Explicó a Otto queMoscú había enviado instruccionessecretas a todas las Embajadas paraanunciar la posibilidad de que, bajodeterminadas circunstancias, lasfamilias rusas separadas se reunieran enel extranjero. Si se conseguíansuficientes familias deseosas de hacerlo,decían las instrucciones, Moscú daría aconocer la idea y de ese modo mejoraríala imagen de la Unión Soviética en elcampo de los derechos humanos.

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Idealmente, les interesaban casos con untoque conmovedor: por ejemplo, hijasen Rusia, separadas de sus familiaresque estaban en Occidente, muchachassolteras, quizá casaderas. Kirov agregóque era indispensable mantener elsecreto hasta que se hubieseconfeccionado una lista de casosadecuados… ¡piensa en el escándaloque se desencadenaría si la historia seconociese antes de tiempo!

El Cerdo Rubio planteó tan mal lascosas, agregó Connie, que al principioOtto tuvo que burlarse de la propuestapor una cuestión de verosimilitud; erademasiado delirante demasiado

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inverosímil, dijo… ¡listas secretas, quétontería! ¿Por qué Kirov no abordaba alas organizaciones de emigrados y lasobligaba a guardar el secreto? ¿Para quérecurrir a un intruso para que hiciera eltrabajo sucio? A medida que Leipzig semofaba, Kirov se acaloraba cada vezmás. No era tarea de Leipzig burlarse delas decisiones secretas de Moscú, dijoKirov. Empezó a gritar y Connietambién encontró fuerzas para gritar o,por lo menos, para alzar el tono de vozpor encima de su nivel cansino y paradarle el deje gutural ruso que, suponía,debía tener Kirov:

—«¿Y tu compasión? —le preguntó

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Kirov—. ¿No quieres ayudar a la gente?¿Te burlas de un gesto humano por elsimple hecho de que viene de Rusia?»

Connie dijo que Kirov explicó quehabía establecido contacto con algunasfamilias, pero no le concedieron suconfianza, de modo que no habíaprogresado. Presionó a Leipzig, primerosobre una base personal —«¿no quieresayudarme en mi carrera?»— y comofracasó le dio a entender que, puesto queya había proporcionado informaciónsecreta a la Embajada a cambio dedinero, quizá le pareciera prudenteseguir haciéndolo para evitar que lasautoridades de Alemania occidental se

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enteraran de esa relación y le expulsarande Hamburgo… tal vez de Alemania.¿Le gustaría eso a Otto? Finalmente, dijoConnie, Kirov ofreció dinero y eso obróel milagro.

—Por cada reencuentro logrado,diez mil dólares americanos —anuncióConnie—. Por cada candidato adecuado,tuviera lugar o no el reencuentro, mildólares americanos pagaderos alcontado.

Obviamente, en ese momento elquinto piso decidió que Kirov estabaloco de atar y ordenó que el caso seabandonara de inmediato.

—Y yo regresé del Lejano Oriente

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—comentó Smiley.—¡Así es, querido, como el pobre

rey Ricardo regresó de las Cruzadas! —coincidió Connie—. Y te encontraste alos campesinos en plena rebelión y a tumalévolo hermano en el trono. Te lomereces —bostezó a placer—. Un casopara la papelera —declaró—. Lapolicía alemana quería que Franciaconcediera la extradición de Leipzig. Nohubiésemos tenido dificultades paraconvencerlos, pero no lo hicimos. Nitrampa tentadora ni dividendos ni nadade nada. Asunto cancelado.

—¿Cómo lo asimiló Vladimir? —preguntó Smiley como si realmente lo

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ignorara.Connie hizo un esfuerzo por abrir los

ojos.—¿Asimilar qué?—La cancelación del asunto.— A h protestó, ¿qué más podía

hacer? Protestó y protestó. Dijo quehabíamos echado a perder la cacería delsiglo. Juró que continuaría la guerra porotros medios.

—¿Qué tipo de cacería?Connie ignoró su pregunta.—George, sabrás que ya no se trata

de una guerra a tiros —agregó mientrasse le cerraban los ojos—. Ese es elproblema. Se vuelve difusa.

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Semiángeles que luchan contrasemidemonios. Ya nadie sabe cuáles sonlos límites. Se acabaron los disparos.

Mentalmente, Smiley vio una vezmás la habitación de hotel empapelada acuadros y los dos gabanes negros juntos,mientras Vladimir apelabadesesperadamente para que se reabrierael caso: «¡Max, óyenos una vez más,entérate de lo que ha ocurrido desde quenos ordenaste que dejáramos laoperación!» Se habían trasladado enavión desde Paris corriendo con losgastos para decírselo dado que lasección de Finanzas, por orden deEnderby, había clausurado la cuenta del

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caso. «Max, por favor, óyenos», habíasuplicado Vladimir. «Anoche, a últimahora, Kirov hizo ir a Otto a su piso.Celebraron otra reunión. ¡Kirov seemborrachó y dijo cosassorprendentes!»

Se vio nuevamente a sí mismo en suviejo despacho del Circus con Enderbyinstalado en su escritorio. Ocurrió elmismo día, pocas horas después.

—Parece el último y más tenazesfuerzo del menudo Otto para no caeren manos de los hunos —comentóEnderby después de oír a Smiley—,¿Por qué lo quieren, por robo o porviolación?

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—Por fraude —había replicadoSmiley sin esperanzas, ya que,desdichadamente, era la verdad.

Connie tarareaba una canción eintentó recitar una copla jocosa.Deseaba beber, pero Hilary le habíaquitado el vaso.

—Quiero que te vayas —Hilary sedirigió a Smiley bruscamente.

Echado hacia adelante en el sofá demimbre, Smiley hizo la última pregunta.Podría suponerse que la planteó de malagana, casi con disgusto. Su rostrobondadoso se había endurecido, pero no

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lo suficiente para ocultar las huellas dedesaprobación.

—Con, ¿recuerdas una historia quesolía contar el viejo Vladimir, unahistoria que jamás compartió con nadie?¿Una historia que guardaba como unaespecie de tesoro privado? ¿Algoreferido a que Karla tenía una amante,alguien a quien quería?

—Su Ann —repuso ella sordamente.—¿Una historia acerca de que ella

era lo único que le importaba en elmundo, acerca de que ella le volvíaloco? —Connie levantó lentamente lacabeza y él vio su rostro despierto, demodo que su voz creció y ganó confianza

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—. ¿Cómo era aquel rumor quecirculaba en el Centro de Moscú… entrelos que estaban en el ajo? ¿La invenciónde Karla… su creación? ¿No se decíaque él la había encontrado cuando eraniña, durante la guerra, mientrasdeambulaba por una aldea arrasada?¿No la adoptó, la educó y se enamoró deella?

Smiley la observaba y, a pesar delwhisky y del cansancio mortal, percibióel último entusiasmo que encendíalentamente sus facciones, como la últimagota de la botella.

—Karla estaba detrás de las líneasalemanas —recordó Connie—. Corrían

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los años cuarenta. Allí había un equipoque se ocupaba de reclutar a losbálticos. Formaban redes, grupos derezagados. Fue una operaciónimportante. Karla era el jefe. Ella seconvirtió en la mascota de todos ellos.No se separaba de la niña ni a sol ni asombra. ¡Oh, George!

Smiley contenía la respiración a finde captar las palabras de Connie. Elestrépito en el tejado creció y oyó elfragor creciente del bosque a medidaque el aguacero arreciaba. Su rostroestaba muy próximo al de ella y, legustase o no, ambos mostraban la mismaanimación.

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—¿Y después qué pasó? —inquirióSmiley.

—Después se la cargó, querido. Esofue lo que pasó.

—¿Por qué? —Smiley se acercó aúnmás, como si temiera que a Connie lefallara el habla en ese momento crucial—, ¿Por qué, Connie? ¿Por qué la matósi la amaba?

—Lo había hecho todo por ella. Leconsiguió padres adoptivos. La educó.La preparó para que fuese la mujerideal. Hizo de padre, de amante y deDios. Ella era su juguete. Pero un día selevantó y empezó a darse aires desuperioridad, a tener ideas raras.

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—¿Qué tipo de ideas?—Sobre la revolución. Se mezcló

con intelectuales malditos. Queríaaplastar al Estado. Hacía preguntasincisivas. Karla le dijo que debía cerrarel pico. Pero ella no le hizo caso. Teníaun demonio en el alma. Él hizo que laencarcelaran, pero las cosasempeoraron.

—También había una criatura —observó Smiley y cogió la manoenguantada de Con entre las suyas—. Élle dio un hijo, ¿recuerdas? —la mano deConnie se interponía entre ellos, entresus rostros—. Tú investigaste esteasunto, ¿no es así, Con? En un mal

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momento te autoricé a que lo hicieras.Te dije: «Rastréalo, Con. Síguelo telleve a donde te lleve.» ¿Recuerdas?

Sometida a los estímulos de Smiley,la historia de Connie había adquirido elfervor del último amor. Ella hablaba deprisa, con los ojos encendidos. Volvíaal pasado, recorría los laberintos de sumemoria… Karla tenía esa mujer… sí,querido, ésa era la historia, ¿me oyes?Sí, Connie, te oigo, continúa. Entoncespresta atención. Él la crió, la convirtióen su amante, hubo una criatura y laspeleas se referían a la criatura. George,querido, ¿me quieres como en los viejostiempos? Vamos, Con, cuéntame lo que

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falta, sí, claro que te quiero. Él la acusóde deformar la hermosa mente de lacriatura con ideas peligrosas. Porejemplo, sobre la libertad. O el amor.Era una niña, vivo retrato de su madre,según decían una belleza. Al final, elamor del viejo déspota se convirtió enodio e hizo eliminar a su ideal: éste esel final de la historia… Primero lasupimos por Vladimir, luego nosenteramos de algunos fragmentos, peronunca contamos con la base firme…Nombre desconocido, querido, porqueél destruyó todos los archivos en los quehabía datos sobre ella, mató aquienquiera que pudiera estar enterado

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pues ése es el modo de actuar de Karla,bendito sea, ¿no es así, querido?,siempre lo fue. Otros dijeron que ella noestaba muerta, que la historia de suasesinato sólo era desinformación paraponer fin a las pistas. Pero ella logrófastidiarle, ¿no? ¡La vieja tontarecuerda!

—¿Y la criatura? —preguntó Smiley—. ¿La niña que era el vivo retrato desu madre? Tuvimos el informe de undesertor… ¿de qué trataba?

Connie no perdió un segundo.También había recordado ese informe ysu mente galopaba, del mismo modo quesu voz corría más que su respiración.

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Un catedrático de la Universidad deLeningrado, dijo Connie. Afirmó que lehabían ordenado que, por las noches, seocupara de una muchacha extraña paradarle clases especiales de instrucciónpolítica… una especie de pacienteprivada que mostraba tendenciasantisociales, hija de un importantefuncionario… Tatiana, sólo lepermitieron conocerla como Tatiana.Ella se había dedicado a crearproblemas, pero como su padre era uncapitoste del régimen, no podían tocarla.La muchacha intentó seducirle,probablemente lo logró, y después lecontó que papá había hecho matar a

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mamá porque ella no había mostrado lafe necesaria en el proceso histórico. Aldía siguiente, el titular de la cátedra lomandó llamar y le explicó que si algunavez repetía una palabra de lo que habíasucedido durante esa sesión con lamuchacha, acabaría resbalando porculpa de una piel de plátano muy grande.

Connie divagó, describió pistas queno conducían a ninguna parte y fuentesque desaparecieron en el momento dedescubrirlas. Parecía imposible que sucuerpo atormentado y empapado dealcohol hubiera reunido tantas fuerzasuna vez más.

—¡Oh, George, querido, llévame

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contigo! ¡Si eso es lo que buscas, yo lotengo! Sé quién mató a Vladimir y porqué lo hizo. Lo vi en tu fea cara cuandoentraste. No lograba concretarlo, peroahora puedo hacerlo. ¡Tienes el aspectode Karla! ¡Vladi volvió a abrir la vena,de modo que Karla lo hizo matar! Esa estu bandera, George. Te veo desfilando.¡Por Dios, George, llévame contigo!Dejaré a Hils, lo abandonaré todo, nadade alcohol. ¡Lo juro! ¡Elévame aLondres y te encontraré a su mujer,aunque ella no exista, aunque sea loúltimo que haga en la vida!

—¿Por qué Vladimir lo llamó elGenio que hace dormir a los niños? —

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preguntó Smiley, a pesar de que yaconocía la respuesta.

—Era un chiste. Se refiere a uncuento de hadas nórdico que Vladi oyóen Estonia de boca de uno de susantepasados. «Karla es nuestro Genio.Todo el que se acerca demasiado a élsuele quedarse dormido.» No losabíamos, querido ¿cómo podríamoshaberlo sabido? En la Lubianka, alguienhabía conocido a un hombre que habíaconocido a una mujer que la habíaconocido a ella. Otra persona conoció aalguien que ayudó a enterrarla. George,esa bruja era el santuario de Karla. Y letraicionó. Solíamos decir que vosotros

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erais ciudades hermanas, las dosmitades de una misma naranja. ¡George,querido, no! ¡Por favor, no!

Connie había dejado de hablar y élse dio cuenta de que le mirabaatemorizada, que su rostro estaba pordebajo del de él; Smiley se había puestode pie y la miraba con ira. Hilary sehabía apoyado contra la pared y gritaba«¡basta, basta!» Smiley se alzaba porencima de Connie, encolerizado por suinjusta y obscena comparación,consciente de que ni los métodos ni elabsolutismo de Karla formaban parte desus prácticas. Se oyó gritar: «¡no,Connie!» y descubrió que había

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levantado las manos hasta su pecho, conlas palmas hacia abajo y rígidas, comosi apretase algo contra el suelo. Se diocuenta de que su exaltación la habíaasustado, de que jamás había mostradotanta convicción o pasión delante deConnie.

—Estoy envejeciendo —murmuróSmiley y sonrió tímidamente.

Mientras él hablaba, el cuerpo deConnie se relajó lentamente y perdió elentusiasmo. Las manos que lo habíanasido pocos segundos antes estabanahora sobre el regazo, como doscadáveres en una trinchera.

—Fue todo una porquería —dijo

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Connie hoscamente. Una apatía profundae insuperable se había apoderado deella—. Historias de aburridosemigrados que lloran con el vaso devodka en la mano. Abandona, George.Karla te ha derrotado en todo. Tedespistó, ridiculizó tu época. Nuestra,época —bebió, sin preocuparse ya porlo que decía. Su cabeza volvió a caeradelante y, durante unos instantes,Smiley creyó que estaba dormida—. Tedespistó, me despistó y cuando creísteque había gato encerrado, hechizó alsangriento Bill para que sedujera a Anna fin de confundir el rastro —levantódificultosamente la cabeza para mirarle

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una vez más—. Regresa a casa, George.Karla no te permitirá recuperar elpasado. Vuélvete como esta vieja tonta.Consigue un poco de amor y espera elArmagedón.

Connie empezó a toserirresistiblemente, en un ataque tras otrode tos seca.

Había dejado de llover. Smiley mirópor las puertas ventanas y volvió a verla luz de la luna sobre las jaulas,acariciando la escarcha de laalambrada; vio las copas heladas de losabetos que subían por la colina hacia un

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cielo negro; vio un mundo invertido, conlas cosas claras oscurecidas hasta sersombras y las cosas oscuras destacadascomo faros sobre el blanco terreno. Viouna luna repentina que se apartaba de lasnubes y le llamaba para que penetrase enhendiduras burbujeantes. Vio una figuranegra con botas de goma y un pañuelo enla cabeza, una figura que corría caminoarriba, y se dio cuenta de que era Hilary;debió de salir sin que él lo notara.Recordó haber oído un portazo. Regresójunto a Connie y se sentó en el sofá, a sulado. Connie lloraba y divagaba,hablaba del amor. El amor era unafuerza positiva, dijo distraídamente…

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pregúntaselo a Hils. Pero no podíapreguntárselo porque Hils no estaba allí.El amor era una piedra arrojada al aguay si había piedras suficientes y todosamábamos simultáneamente, las ondasserían lo bastante fuertes para alcanzarla otra orilla y doblegar a los que odiany a los cínicos… «incluso a ese serhorrible que es Karla, querido», leaseguró.

—Eso es lo que dice Hils.Tonterías, ¿no es así? ¡Son tonterías,Hils! —gritó.

Connie volvió a cerrar los ojos ypoco después, a juzgar por surespiración, parecía dormitar. Tal vez

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sólo fingía para evitar el dolor de tenerque despedirse de él Smiley salió depuntillas a la noche fría. El motor delcoche arrancó milagrosamente; subiópor el camino, atento para ver sidistinguía a Hilary. Tomó una curva y lavio iluminada por los faros. Hilaryestaba agazapada entre los árboles yesperaba a que él se marchase pararegresar junto a Connie. Tenía una vezmás las manos en la cara y Smiley creyóver sangre; quizá se había arañado consus propias uñas. La adelantó y la viopor el espejo retrovisor; ella leobservaba iluminada por los farostraseros y durante unos segundos pensó

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que Hilary representaba todos estosturbios fantasmas que son las verdaderasvíctimas del conflicto: los que salentambaleándose entre las hogueras de laguerra, maltrechos, famélicos ydespojados de todo. Smiley esperó hastaque la vio bajar la colina hacia las lucesde la dacha. Estaba consultando mipropia memoria, pensó, y fingí que erala de ella.

En el aeropuerto de Heathrow,Smiley compró un billete para el vuelode la mañana siguiente y después seacostó en la cama de la habitación delhotel… por lo que sabía, el mismo,aunque el empapelado de las paredes no

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era a cuadros. El hotel pasó la noche envela y Smiley también. Oyó el estrépitode las cañerías, los timbres de losteléfonos y los sonidos de los amantesque no querían o no podían dormir.

Max, óyenos una vez más, ensayó;fue el Genio en persona quien envió aKirov a ver a los emigrados paraencontrar la leyenda.

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16Smiley llegó a Hamburgo a media

mañana y tomó el autobús delaeropuerto para trasladarse al centro dela ciudad. La niebla era persistente yhacía mucho frío. Después de variosfracasos, en la Plaza de la Estaciónencontró un hotel viejo y poco atractivoque contaba con un ascensor en el quepodían subir tres personas a la vez. Seinscribió como Standfast, anduvo hastala agencia de alquiler de automóviles ysalió de allí con un Opel pequeño, queaparcó en un garaje subterráneo de

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cuyos altavoces surgía una sinfonía deBeethoven. El coche era su salidatrasera. Ignoraba si lo necesitaría, perosabía que era necesario que estuvieseallí. Volvió a caminar en dirección alAlster y lo percibió todo conexcepcional agudeza: el tráficodelirante, las jugueterías para los hijosde los millonarios. El bullicio de laciudad le alcanzó como una llamarada yle hizo olvidar el frío. Alemania era susegunda naturaleza, incluso su segundaalma. En su juventud, la literaturaalemana había sido su pasión y sudisciplina. Podía vestir su idioma comoun uniforme y hablarlo con audacia.

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Pero percibía riesgos a cada paso,porque en su juventud había pasado lamitad de la guerra allí, en medio delterror solitario del espía, y la concienciade estar en territorio enemigo habíaquedado grabada indeleblemente en él.En su adolescencia había conocidoHamburgo como una ciudad portuariarica y elegante, una ciudad que ocultabasu alma errabunda tras un manto decaracterísticas inglesas; en su juventud,como una ciudad hundida en eloscurantismo medieval por milincursiones aéreas. La había visitadodurante los primeros años de laposguerra: un lugar arrasado por las

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bombas, infinito y humeante, cuyossupervivientes trabajaban en las ruinascomo si fuesen campos. Hoy la veíazambullida en el anonimato de la músicagrabada, los rascacielos de cemento y elcristal ahumado.

Llegó al santuario del Alster ycaminó por el bonito sendero hasta elmalecón en el que Villem habíaabordado el vapor. Tomó nota de que delunes a viernes el primer transbordadorsalía a las siete y diez y el último a lasveinte quince; Villem había estado allíun día laborable. Un vapor zarparíaquince minutos más tarde. Mientrasesperaba, observó las espadillas y las

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ardillas rojas, como había hecho Villem,y cuando el transbordador llegó, subió yse sentó en la popa, donde se habíasentado Villem, al aire libre, bajo eltoldo. Sus compañeros de viaje eran ungrupo de escolares y tres monjas. Sesentó con los ojos casi cerrados paraevitar el resplandor y escuchó susconversaciones. A mitad de camino selevantó, cruzó los salones hasta laventanilla delantera, observó con elpropósito evidente de comprobar algo,miró la hora y volvió a su asiento, dondepermaneció hasta llegar al Jungfernstieg,donde desembarcó.

La historia de Villem era coherente.

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Smiley no esperaba lo contrario, pero enun mundo de dudas perpetuas, laconfirmación nunca estaba de más.

Comió, se dirigió al correo central ydurante una hora estudió viejos listinesde teléfonos, tal como había hechoOstrakova en París, aunque por otrosmotivos. Una vez concluidas susinvestigaciones, se acomodó satisfechoen el salón del Hotel Cuatro Estacionesy leyó diversos periódicos hasta elanochecer.

En una guía de Hamburgo sobreestablecimientos dedicados a diversos

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placeres, el Diamante Azul no figurababajo el epígrafe de clubs nocturnos sinobajo «amour» y merecía tres estrellaspor su carácter exclusivo y sus precios.Quedaba en St. Pauli, perodiscretamente alejado de la zona másruidosa, en un callejón empedrado, enpendiente, oscuro y con olor a pescado.Smiley tocó el timbre y la puerta seabrió automáticamente. Entró y seencontró en una elegante antesalaatestada de aparatos electrónicos decolor gris que manejaba un joven guapode traje gris. En la pared, las bobinasmagnetofónicas grises girabanlentamente, aunque la música sonaba en

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otra parte. Sobre el escritorioparpadeaba y sonaba un complicadosistema telefónico.

—Me gustaría pasar un rato aquí —dijo Smiley.

«Aquí respondieron a mi llamadatelefónica cuando llamé al corresponsalde Vladimir en Hamburgo», pensó.

El joven guapo retiró un formulariodel escritorio y, en un murmulloconfidencial, le explicó elprocedimiento, tal como lo haría unabogado, profesión que probablementeejercía durante el día. Hacerse sociocostaba ciento setenta y cinco marcos,dijo en voz baja. Se trataba de una

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suscripción anual válida por un únicoperíodo que le daba derecho a entrargratuitamente tantas veces como quisieraa lo largo de un año. La primera copa lecostaría veinticinco marcos y a partir deallí los precios eran elevados pero noexcesivos. La primera copa eraobligatoria y, al igual que la cuota desocio, se pagaba antes de entrar. Losdemás entretenimientos estaban libres degastos, aunque las muchachas recibíanregalos de agradecimiento. Smiley debíarellenar el formulario con el nombre quele apeteciera. El joven lo archivaríapersonalmente. La próxima vez quefuese, lo único que tendría que hacer

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sería recordar el nombre con el que sehabía inscrito y le dejarían pasar sinmás formalidades.

Smiley pagó y agregó otro nombrefalso a las docenas que había utilizadodurante su vida. Bajó por una escalerahasta una segunda puerta, que también seabrió electrónicamente y desembocabaen un estrecho pasillo que daba a unahilera de cubículos, aún vacíos debido aque en ese mundo la noche todavíaestaba en pañales. Al final del pasilloaparecía una tercera puerta y, despuésde atravesarla, se vio inmerso en laoscuridad total dominada por elvolumen de la música de los

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magnetófonos del joven guapo. Una vozmasculina le habló y un sendero de lucesle condujo hasta una mesa. Le entregaronuna lista de bebidas. «Propietario C.Kretzschmar», leyó al pie de la lista, enletra pequeña. Pidió whisky.

—Quiero estar solo, nada decompañía.

—Avisaré a la casa, señor —repusoel camarero con confiada dignidad yaceptó la propina.

—En lo que se refiere a HerrKretzschmar, ¿es por casualidad deSajonia?

—Sí, señor.Peor que alemán oriental, había

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dicho Toby Esterhase. Sajón. Robabanjuntos, hacían juntos de chulos,falsificaban informes juntos. Fue unmatrimonio perfecto.

Bebió el whisky mientras esperaba aque sus ojos se adaptaran a lailuminación. En algún punto surgía unbrillo azul que hacía resaltarmisteriosamente los puños y los cuellos.Vio rostros y cuerpos blancos. El ámbitoestaba dividido en dos niveles. Elinferior, donde se encontraba, estabaamueblado con mesas y sillones. Elsuperior se componía de seis chambres

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séparées, como palcos de un teatro,cada uno de los cuales contaba con supropio brillo azul. Llego a la conclusiónde que fue en uno de ellos donde,conscientemente o no, el cuarteto habíaposado para la foto. Recordó el ángulodesde el cual había sido tomada. Fuedesde arriba… desde muy arriba. Pero«muy arriba» quería decir algún puntode la negrura de las paredes altas,negrura que ningún ojo podía penetrar,ni siquiera el de Smiley.

La música cesó y por los mismosaltavoces se anunció un espectáculo decabaret. El título, explicó elpresentador, era Viejo Berlín, y su voz

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también era del viejo Berlín: chula,nasal y sugerente. El joven guapo hacambiado de cinta, pensó Smiley. Sealzó el telón y apareció un pequeñoescenario. Gracias a la luz que emitía,Smiley volvió a mirar rápidamente haciaarriba y en esta ocasión vio lo quebuscaba: un pequeño mirador de cristalahumado situado a gran altura en lapared. El fotógrafo utilizó cámarasespeciales, pensó distraído; le habíandicho que actualmente la oscuridad yano constituía una dificultad para tomarfotografías. Debí preguntárselo a Toby,pensó; conoce estos chismes al dedillo.En el escenario había empezado una

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representación mecánica, inútil ydeprimente de la cópula. Smileyconsagró su atención a los demás sociosque ocupaban la sala. Las muchachaseran hermosas, jóvenes e iban desnudas,del mismo modo que eran jóvenes laschicas de la foto. Las que estabanacompañadas abrazaban a suscaballeros, aparentemente encantadascon su senilidad y su fealdad. Las queestaban solas formaban un gruposilencioso, como los futbolistas queesperan en el banquillo. El sonidoprocedente de los altavoces se elevó:una mezcla de música y de narraciónhistérica. En Berlín interpretaban Viejo

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Hamburgo, pensó Smiley. En elescenario, la pareja hizo grandesesfuerzos, pero con poco éxito. Smileyse preguntó si reconocería a lasmuchachas de la foto en el caso de queaparecieran allí. Supuso que no. Cayó eltelón. Aliviado, pidió, otro whisky.

—¿Está Herr Kretzschmar en la casaesta noche? —preguntó al camarero.

Herr Kretzschmar era un hombre conmuchos compromisos, explicó elcamarero. Herr Kretzschmar se veíaobligado a repartir su tiempo entrevarios establecimientos.

—Tenga la amabilidad de avisarmesi viene.

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—Estará aquí a las once en punto,señor.

En el bar habían empezado a bailaralgunas parejas desnudas. Lo soportódurante media hora más hasta que volvióal despacho de la entrada a través delpasillo de los cubículos, algunos de loscuales ahora estaban ocupados. El jovenguapo preguntó a quién debía anunciar.

—Dígale que se trata de una peticiónespecial —repuso Smiley.

El joven guapo apretó un botón yhabló en voz muy baja, tal como habíahecho Smiley.

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El despacho de la planta superiorera tan pulcro como la consulta de unmédico y contaba con un escritorio deplástico pulido y con otra serie deaparatos de música. Un circuito cerradode televisión proporcionaba una versióndiurna de la escena que se desarrollabaabajo. El mismo mirador que Smiley yahabía visto daba a las séparées. HerrKretzschmar era lo que los hombresdenominan una persona seria: uncincuentón acicalado y rechoncho, detraje oscuro y corbata clara. Su cabelloera rubio pajizo, como corresponde a unbuen sajón, y su rostro delicado no eraacogedor ni rechazaba a nadie. Estrechó

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enérgicamente la mano de Smiley y leindicó que tomase asiento. Parecía muyacostumbrado a ocuparse de «peticionesespeciales».

—Por favor —dijo HerrKretzschmar y allí acabaron todos lospreliminares.

No quedaba más alternativa quelanzarse.

—Tengo entendido que, en otrotiempo, usted fue socio de un conocidomío llamado Otto Leipzig —comenzóSmiley con un tono de voz que resultabademasiado enérgico incluso para símismo—. Ocurre que estoy de visita enHamburgo y pensé que tal vez usted

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podría decirme dónde está. Al parecer,sus señas no figuran en ninguna parte.

Herr Kretzschmar tomó café de unataza de plata cuya asa estaba cubiertacon una servilleta de papel que impedíaquemarse al cogerla. Apoyó la tazacuidadosamente sobre el escritorio paraque no hiciera ruido.

—Por favor, ¿quién es usted? —inquirió Herr Kretzschmar. El acentosajón enronquecía su voz. El ceñoligeramente fruncido subrayaba suaspecto de respetabilidad.

—Otto me llamaba Max —respondió Smiley.

Herr Kretzschmar no reaccionó ante

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esta información, sino que se tomótiempo para plantear la siguientepregunta. Smiley notó que su mirada eraextrañamente inocente. Jamás en su vidatuvo Otto una casa, había dicho Toby.Para las reuniones de urgencia,Kretzschmar hacía de intermediario.

—Si me permite, ¿cuáles eran susnegocios con Herr Leipzig?

—Represento a una gran compañía—repuso Smiley—. Entre otrosnegocios somos dueños de una agencialiteraria y fotográfica para periodistasindependientes.

—¿Y?—En el pasado, mi casa matriz

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aceptaba de buena gana ofertasesporádicas de Herr Leipzig… a travésde intermediarios… y las entregaba anuestros clientes para su elaboración yventa a un grupo de publicaciones.

—¿Y? —repitió Herr Kretzschmar.Había levantado ligeramente la cabeza,pero su expresión era la misma.

—Recientemente se reanudó larelación comercial entre mi casa matrizy Herr Leipzig —hizo una breve pausa—. En principio, a través del teléfono—explicó, pero quizá Herr Kretzschmarno sabía nada respecto al teléfono—.Una vez más, nos envió una muestra desu trabajo a través de intermediarios y,

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de buena gana, se lo colocamos. Hevenido para hablar de cuestiones detrabajo y para hacerle otros encargos.Obviamente, en el supuesto de que HerrLeipzig esté en condiciones deproporcionar el material.

—Por favor, Herr Max, ¿cuál era lanaturaleza de ese trabajo, por favor…de ese trabajo que Herr Leipzig leenvió?

—Se trataba de un negativofotográfico de contenido erótico. Miempresa siempre insiste en que seannegativos. Naturalmente, Herr Leipzig losabía —Smiley señaló con cuidadohacia el otro extremo de la habitación—.

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Me parece que fue tomado desde esemirador. Una peculiaridad de dicha fotoconsiste en que el mismo Herr Leipzighacía de modelo. En consecuencia, unosupone que un amigo o un socio operó lacámara.

Los ojos azules de Herr Kretzschmareran tan directos e inocentes como antes.Su rostro, extrañamente terso, le parecióvaliente a Smiley, aunque no supo porqué.

Si te metes con un canalla comoLeipzig, será mejor que un canallacomo yo cuide de ti, había dicho Toby.

—También hay otro aspecto —agregó Smiley.

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—¿Sí?—Por desgracia, el caballero que en

esta ocasión actuaba de intermediariosufrió un grave accidente poco despuésde que el negativo llegara a nuestrasmanos. En consecuencia, se cortó lalínea habitual de comunicación con HerrLeipzig.

Herr Kretzschmar no ocultó suinquietud. Una mueca de preocupaciónaparentemente auténtica empañó surostro sereno y preguntó bruscamente.

—¿Un accidente? ¿Qué tipo deaccidente?

—Un accidente fatal. Vine paracomunicárselo a Otto y para hablar con

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él.Herr Kretzschmar era dueño de una

hermosa pluma de oro. La extrajo de unbolsillo interior, la destapó y, con elceño fruncido, trazó un círculo perfectoen el bloc que tenía delante. Después ledibujó una cruz encima, atravesó sucreación con una línea, hizo un gesto dedesaprobación, murmuró que era unalástima y cuando acabó se irguió y hablólacónicamente a través de unintercomunicador.

—Que nadie me moleste —dijo. Lavoz del recepcionista vestido de grisrecibió las instrucciones con unmurmullo. Herr Kretzschmar siguió

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hablando con Smiley—: ¿Ha dicho queHerr Leipzig era un viejo conocido desu casa matriz?

—Según creo, usted también lo fuehace mucho tiempo, Herr Kretzschmar.

—Por favor, sea más concreto —solicitó Herr Kretzschmar, y dio vueltalentamente a la pluma con ambas manos,como si estudiase la calidad del oro.

—Obviamente, se trata de antiguashistorias —agregó Smiley con tonodesaprobador.

—Comprendo.—Cuando escapó de Rusia, Herr

Leipzig se trasladó a Schleswig-Holstein —explicó Smiley—. La

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organización que preparó su huida teníasu base en París, pero, en su condiciónde báltico, prefirió vivir en el norte deAlemania. Alemania aún estaba ocupaday a él le resultó difícil ganarse la vida.

—A todos —le corrigió HerrKretzschmar—. A todos nos resultódifícil ganarnos la vida. Fue una épocamuy difícil. Los jóvenes de hoy notienen la menor idea.

—Ninguna —coincidió Smiley—.Fue una época especialmente difícilpara los refugiados. Vinieran de Estoniao de Sajonia, les costó ganarse elsustento.

—Lo que dice es absolutamente

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correcto. Los refugiados fueron quienesmás padecieron. Por favor, prosiga.

—En aquella época existía unaimportante industria de información. Detodo tipo: militar, industrial, política yeconómica. Las potencias victoriosasestaban dispuestas a pagar grandessumas a cambio de materialesclarecedor sobre las demás. Mi casamatriz estaba relacionada con estenegocio y tenía un representante aquí,cuya tarea consistía en recoger dichomaterial y hacerlo llegar a Londres.Herr Leipzig y su socio se convirtieronen clientes ocasionales sobre la base detrabajar con independencia.

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A pesar de la noticia del accidentefatal del general, una sonrisa fugaz ysumamente inesperada cruzó lasfacciones de Herr Kretzschmar.

—Trabajo independiente —dijo elsajón como si las palabras le gustaran yle resultaran nuevas—. Trabajoindependiente —repitió—. Eso es loque hacíamos.

—Naturalmente, dichas relacionesfueron de carácter temporal —continuóSmiley—. Pero Herr Leipzig, comobáltico, tenía otros intereses y durantemucho tiempo siguió siendocorresponsal de mi empresa a través deunos intermediarios de París —hizo una

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pausa—, Sobre todo a través de ciertogeneral. Hace algunos años, después deuna discusión, el general se vio obligadoa trasladarse a Londres, pero Otto semantuvo en contacto con él. Por su parte,el general siguió actuando comointermediario.

—Hasta el accidente —intervinoHerr Kretzschmar.

—Eso es —respondió Smiley.—¿Fue un accidente de tráfico? Un

anciano… se descuidó…—Le dispararon —puntualizó

Smiley y vio que el rostro de HerrKretzschmar se demudaba—. Loasesinaron —agregó Smiley—. No fue

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un suicidio ni un accidente ni nadasemejante.

—Ya —murmuró Herr Kretzschmary ofreció un cigarrillo a Smiley. Este noaceptó, por lo que el sajón encendió unpitillo, dio unas pocas chupadas y loapagó. Su piel clara estaba ligeramentemás pálida—. ¿Ha visto alguna vez aOtto? ¿Le conoce? —preguntó HerrKretzschmar con el tono de quien intentadesarrollar una conversaciónintranscendente.

—Le he visto una vez.—¿Dónde?—No estoy autorizado a responder a

esta pregunta.

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Herr Kretzschmar frunció el ceño,aunque más perplejo que molesto.

—Por favor, explíqueme una cosa.Si su casa matriz… está bien, Londres…quería comunicarse directamente conHerr Leipzig, ¿qué pasos daba? —inquirió Herr Kretzschmar.

—Existía un acuerdo relativo alHamburger Abendblatt.

—¿Y si deseaban contactar con élcon suma urgencia?

—Contábamos con usted.—¿Pertenece usted a la policía? —

preguntó Herr Kretzschmar serenamente—. ¿A Scotland Yard?

—No —Smiley miró a Herr

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Kretzschmar y éste le sostuvo la mirada.—¿Me ha traído algo? —inquirió

Herr Kretzschmar. Desconcertado,Smiley no respondió en el acto—. Porejemplo, una carta de presentación o unatarjeta.

—No.—¿No tiene nada que mostrarme?

Sería una pena.—Es posible que cuando haya visto

a Otto, entienda claramente su pregunta.—Pero evidentemente usted ha visto

esa foto. ¿Por casualidad la tieneencima?

Smiley sacó su billetero y le pasó laprueba de contacto por encima del

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escritorio. Herr Kretzschmar la cogiópor los bordes, la observó unosinstantes, pero sólo a modo deconfirmación, y luego la apoyó en lasuperficie de plástico del escritorio.Mientras lo hacía, un sexto sentidoadvirtió a Smiley que Herr Kretzschmarse disponía a hacer una declaración, talcomo en ocasiones los alemanes hacendeclaraciones, sean filosóficas, dedisculpa personal o con el propósito decaer bien o sentirse compadecidos.Tuvo la sospecha de que HerrKretzschmar, al menos según su propiaopinión, era un hombre simpático peroincomprendido, un hombre sensible,

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incluso un buen hombre; su actitudreservada del primer momento era algoque utilizaba como una máscaraprofesional, de mala gana, en un mundoque a menudo no mostraba comprensiónhacia su personalidad espontáneamenteafectuosa.

—Quiero explicarle que aquí dirijoun establecimiento decente —comentóHerr Kretzschmar después de mirar unavez más, con la lámpara moderna comola de una clínica el contacto que teníasobre el escritorio—. No tengo lacostumbre de fotografiar a los clientes.Algunas personas venden corbatas, yovendo sexo. Para mí, lo importante es

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orientar mis negocios de modo correctoy ordenado. Pero esto no fue un negociosino una cuestión de amistad —Smileytuvo el tino de guardar silencio. HerrKretzschmar frunció el ceño. Bajó lavoz y habló en tono confidencial—:Herr Max, ¿conoció al viejo general?¿Estuvo personalmente relacionado conél?

—Tengo entendido que era unhombre especial.

—Claro que lo era.—Un león, ¿no?—Un león.—Otto estaba loco por él. Me llamo

Claus. Solía decirme: «Claus, adoro a

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este hombre, a Vladimir.» ¿Meentiende? Otto es una persona muy leal,¿el general también?

—Lo era —dijo Smiley.—Existen muchas personas que no

creen en Otto. Su casa matriz no siemprecreía en él. Me parece comprensible, noestoy haciendo reproches. Pero elgeneral creía en Otto, no en los detallessino en las cosas importantes —HerrKretzschmar levantó el brazo, cerró elpuño y de pronto se notó que era unpuño muy grande—. Cuando las cosas sepusieron difíciles, el viejo general creyóen Otto a rajatabla. Yo también creo enél, Herr Max, en las cosas importantes.

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Pero soy alemán, no intervengo enpolítica, soy un hombre de negocios.Para mí esas historias de refugiados sehan acabado. ¿Me sigue?

—Por supuesto.—Pero para Otto, no. Nunca. Otto es

un fanático. Puedo utilizar esta palabra:fanático. Es uno de los motivos por elcual nuestras vidas se han distanciado.De todos modos, es amigo mío. Sialguien le hace daño, Kretzschmar se lohará pasar mal —su rostro seensombreció, momentáneamenteconfundido—. Herr Max, ¿está segurode que no tiene nada para mí?

—Al margen de la foto, no tengo

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nada para usted.De mala gana, Herr Kretzschmar

volvió a descartar la cuestión, pero lellevó tiempo; estaba inquieto.

—¿Mataron al viejo general enInglaterra? —preguntó finalmente.

—Sí.—De todos modos, ¿usted cree que

Otto corre peligro?—Sí, pero creo que ha elegido que

las cosas sean así.Herr Kretzschmar estaba conforme

con esa respuesta y asintióenérgicamente con la cabeza.

—Yo también, por supuesto. En estesentido, tengo ideas claras sobre él.

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Muchas veces le dije: «Otto, tendríasque haber sido acróbata.» En miopinión, Otto considera que no vale lapena vivir ni un solo día a menos que, enseis ocasiones distintas, exista laposibilidad de que sea el último. ¿Mepermite hacer algunas observacionessobre mi relación con Otto?

—Por supuesto —respondió Smileyamablemente.

Herr Kretzschmar apoyó los brazosen la superficie de plástico y seacomodó para hacer sus confidencias.

—Hubo una época en que Otto yClaus Kretzschmar lo hacían todojuntos… robaron un montón de caballos,

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como solemos decir nosotros. Yo soy deSajonia. Otto venía del Este. Un báltico.No de Rusia, insistía, sino de Estonia.Había pasado una época difícil y habíaconocido el interior de varias cárceles,ya que un mal tipo le había traicionadoen Estonia. Una muchacha había muertoy eso le enfurecía. Tenía un tío cerca deKiel, pero, si me permite, era un cerdo.Un auténtico cerdo. Nosotros noteníamos dinero, pero éramos camaradasy compañeros en el robo. Eso eranormal, Herr Max —Smiley reconocióeste comentario aleccionador—. Una denuestras líneas comerciales consistía envender información. Ha dicho algo

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correcto cuando afirmó que, en aquellaépoca, la información era una mercancíade valor. Por ejemplo, nos enterábamosde que acababa de llegar un refugiadoque aún no había sido entrevistado porlos aliados. O un ruso que acababa dedesertar o el capitán de un carguero.Nos enterábamos de su llegada y leinterrogábamos. Si éramos hábiles,lográbamos vender distintas versionesdel mismo informe a dos o incluso trescompradores. Los americanos, losfranceses, los ingleses. También a losalemanes, sí, que ya estaban de nuevo enel poder. A veces a condición de que elinforme fuera impreciso, incluso a cinco

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compradores —rió estentóreamente—.Pero sólo si era impreciso, ¿comprende?En otras ocasiones, si nos quedábamossin fuentes, inventábamos… no cabe lamenor duda. Temamos mapas, buenaimaginación y buenos contactos. No meinterprete mal: Kretzschmar es unenemigo del comunismo. Herr Max,como usted ha dicho, hablamos dehistoria antigua. Existía la necesidad desobrevivir. Otto tuvo la idea yKretzschmar hizo el trabajo. Diría queOtto no fue el inventor del trabajo —frunció el ceño—. Pero en un sentidoOtto era un hombre muy serio. Tenía quesaldar una deuda. Siempre hablaba de

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ello. Quizá contra el tipo que letraicionó y mató a su chica, quizá contratoda la raza humana. ¿Cómo puedosaberlo? Necesitaba sentirse activo,políticamente activo. Con ese propósito,se trasladó a París en numerosasocasiones, muchísimas —HerrKretzschmar dedicó unos instantes a lareflexión y anunció—. Voy a sersincero.

—Respetaré su confianza —dijoSmiley.

—Le creo. Usted es Max. Otto medijo que el general era amigo de usted.Otto le vio una vez y le admiraba. Estábien. Seré sincero con usted. Hace

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muchos años, Otto Leipzig fue a lacárcel por mí. En aquella época, yo noera una persona respetable. Ahora quetengo dinero, puedo permitirme el lujode serlo. Robamos algo, lo atraparon,mintió y pagó los platos rotos. Quisecompensarle. Me dijo: «¿De quédemonios hablas? Si eres Otto Leipzig,un año en la cárcel es como unasvacaciones.» Le visité todas lassemanas, soborné a los carceleros parallevarle alimentos especiales… incluso,en una ocasión, una mujer. Cuando salióvolví a intentar pagárselo. Rechazó mioferta y me dijo: «Algún día te pediréalgo, quizás a tu esposa.» «La tendrás,

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no hay ningún problema», le respondí.Herr Max, por lo que sé, usted es inglés.Sé que comprenderá mi actitud.

—Naturalmente —dijo Smiley.—Hace dos meses… quizá más,

quizá menos tiempo, el viejo general sepuso en contacto conmigo por teléfono.Necesitaba urgentemente a Otto. «Nomañana, sino esta noche.» A vecesllamaba con la misma urgencia desdeParís, utilizando nombres en código,todas esas tonterías. El viejo general esun hombre sigiloso. Otto también.Parecen niños, ¿me entiende? Noimporta —Herr Kretzschmar se pasótiernamente la mano por el rostro como

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si apartase una telaraña—. Le dije:«Escúcheme, no sé dónde está Otto. Laúltima vez que supe algo de él, teníaserios problemas con un negocio quehabía emprendido. He de encontrarlo ynecesito tiempo. Quizá mañana, quizádentro de diez días.» El anciano medijo: «Le envié una carta para él.Protéjala con su vida.» Al día siguientellegó una carta urgente para Kretzschmarcon matasellos de Londres. En elinterior había un segundo sobre.«Urgente y estrictamente confidencialpara Otto.» Estrictamente confidencial,¿comprende? El viejo estaba loco. Noimporta. ¿Conoce su enorme letra, firme

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como una orden militar?—Sí —reconoció Smiley.—Encontré a Otto. Escapaba de

algunos problemas y no tenía dinero.Sólo tenía un traje, pero se vestía comouna estrella de cine. Le di la carta delviejo.

—Que era voluminosa —sugirióSmiley al pensar en las siete hojas depapel fotocopiadas, al pensar en lamáquina negra de Mikhel aparcadacomo un viejo tanque en la biblioteca.

—Exacto. Una carta larga. La abrióen mi presencia… —Herr Kretzschmarse interrumpió y miró a Smiley; éstecreyó percibir cierta contención en la

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expresión de su interlocutor—. Unacarta larga —repitió—. De muchaspáginas. La leyó y se turbó intensamente.Me dijo: «Claus, préstame dinero. Deboir a París.» Le presté quinientos marcos,sin hacer preguntas. A partir deentonces, no le he visto mucho. Vino unpar de veces para hablar por teléfono.No escuché la conversación. Hace unmes vino a visitarme —calló de nuevo ySmiley volvió a percibir su contención—. Soy sincero —dijo, como si quisieraobligar a Smiley a guardar el secreto—,Otto estaba… bueno, diría que agitado.

—Quería utilizar el club nocturno —sugirió Smiley amablemente.

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—«Claus —me dijo—, haz lo que tepido y habrás saldado tu deudaconmigo.» Dijo que era una trampatentadora. Traería a un hombre al club,un tal Iván, alguien a quien conocía bien,tras cuyos pasos había ido durantemuchos años, explicó, un cerdo muyespecial. Ese hombre era el blanco. Ottolo llamó «el blanco». Dijo que era laoportunidad de su vida, todo cuantohabía deseado. Las mejores chicas, elmejor champán, el mejor espectáculo.Por una noche, cortesía de Kretzschmar.Afirmó que sería la coronación de susesfuerzos. La oportunidad de saldarviejas deudas y también de ganar dinero.

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Se lo debían, dijo. Ahora la gananciasería para él. Me prometió que notendría ninguna repercusión. Le dije queno había ningún problema. «Claus,además quiero que nos fotografíes», mepidió. Volví a decirle que no habíaningún problema. Vino y trajo a sublanco.

Súbitamente el relato de HerrKretzschmar se tornó muy deshilvanado.En una interrupción, Smiley intercalóuna pregunta cuyo propósito iba más alládel contexto.

—¿En qué idioma hablaron?Herr Kretzschmar titubeó, frunció el

ceño y finalmente respondió:

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—Al principio, el blanco fingió serfrancés, pero como las chicas nodominan ese idioma, les habló enalemán. Sin embargo, con Otto habló enruso. Era un blanco desagradable.Apestaba, sudaba copiosamente, ytampoco era un caballero en otrosaspectos. Las chicas no querían estarcon él. Vinieron a verme y se quejaron.Hice que volviesen, pero protestaron —parecía incómodo.

—Me gustaría hacerle otra pregunta—dijo Smiley a pesar de lo incómodode la situación.

—Usted dirá.—¿Por qué prometió Otto que este

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asunto no tendría repercusiones en elmismo momento en que, aparentemente,se proponía chantajear a ese individuo?

—El blanco no era el fin —respondió Herr Kretzschmar y apretó loslabios para poner de relieve esapuntualización—. Era el medio.

—¿El medio hacia otra persona?—Otto no fue explícito, utilizó la

expresión «un peldaño en la escalera delgeneral». «Claus, para mí el blanco essuficiente. El blanco y después eldinero. Pero para el general sólo es unpeldaño de la escalera. Y para Maxtambién.» Por motivos que nocomprendí, el dinero también dependía

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de la satisfacción del general. O quizáde la suya —hizo una pausa, como siabrigase la esperanza de que Smileypudiera esclarecerlo. Smiley guardósilencio—. No era mi intención hacerpreguntas ni poner condiciones —prosiguió Herr Kretzschmar y escogiólas palabras más rigurosamente—. Ottoy su blanco entraron por la puerta deservicio y les acompañarondirectamente a una séparée. Decidimosque no aparecería ningún elemento quemostrara el nombre del local. Hace unosmeses quebró un club nocturno situadoun poco más abajo —explicó HerrKretzschmar en un tono que sugería que

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esa cuestión no le preocupaba—. Unlugar llamado Freudenjacht. En lasubasta que tuvo lugar, compré algunoselementos del Freudenjacht. Cosas comocajas de fósforos y vajilla. Los pusimosen el reservado.

Smiley recordó las letras «ACHT»que aparecían en el cenicero de la foto.

—¿Puede decirme de qué hablaron?—No —respondió y decidió

plantear la respuesta de otro modo—.No sé ruso —hizo un movimiento derechazo con la mano—. En alemánhablaron de lo divino y de lo humano, deesas cosas.

—Comprendo.

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—Es todo lo que sé.—¿Cuál era la actitud de Otto? —

quiso saber Smiley—. ¿Seguíaentusiasmado?

—¡Jamás había visto tan exaltado aOtto! Reía como un verdugo, hablabatres idiomas a la vez, no estaba borrachosino sumamente animado, cantaba, hacíachistes, en fin, no sé qué más decir. Estodo lo que sé —repitió HerrKretzschmar incómodo.

Smiley observó con discreción elmirador y las cajas grises de losaparatos electrónicos. Una vez más, viopor la pequeña pantalla de televisión deHerr Kretzschmar el mudo espectáculo

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del entrelazamiento y la separación delos cuerpos blancos, al otro lado de lapared. Imaginó su última pregunta,reconoció su contenido lógico, presintióel caudal de riqueza que albergaba. Peroel mismo instinto vital que le habíallevado hasta ese punto, ahora lecontenía. En ese momento no había nada,ningún beneficio a corto plazo, quemereciera correr el riesgo de ganarse laantipatía de Kretzschmar y cerrar elcamino que conducía a Otto Leipzig.

—¿Otto no hizo ninguna otradescripción de su blanco? —inquirióSmiley por preguntar algo, paracontribuir al coloquio.

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—Durante la velada, vino a vermeuna vez a mi despacho. Se disculpó consus acompañantes por dejarles unmomento y subió para cerciorarse deque todo estaba en orden. Miró lapantalla y rió: «Ahora lo he llevadohasta el precipicio y no puederetroceder», comentó. No le hiceninguna pregunta. Eso es todo lo queocurrió.

Herr Kretzschmar escribía lasinstrucciones que daría a Smiley en unbloc de tapas de cuero con los cantosdorados.

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—Otto vive en circunstanciasdeplorables —dijo—. Pero esimposible cambiarlas. Darle dinero nomejora su nivel social. Sigue siendo…—Herr Kretzschmar titubeó—, HerrMax, en el fondo sigue siendo un gitano.No me interprete mal.

—¿Le hará saber que iré a verlo?—Hemos acordado no utilizar el

teléfono. El vínculo oficial entrenosotros está totalmente cortado —leentregó el papel—. Le ruego seacuidadoso. Otto se enfurecerá cuandosepa que han matado al viejo general —acompañó a Smiley hasta la puerta—.¿Qué le cobraron abajo?

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—¿Cómo dice?—En la entrada. ¿Cuánto dinero le

sacaron?—Ciento setenta y cinco marcos por

hacerme socio.—Más las bebidas, es decir un

mínimo de doscientos. Les diré que se lodevuelvan cuando salga. Actualmentelos ingleses son pobres, hay demasiadossindicatos. ¿Qué le pareció elespectáculo?

—Es muy artístico —respondióSmiley.

La respuesta agradó a HerrKretzschmar. Palmeó el hombro deSmiley.

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—Quizá debiera haberse divertidomás en la vida, Herr Max.

—Es posible —coincidió Smiley.—Dele mis saludos a Otto —agregó

Herr Kretzschmar.—Lo haré —contestó Smiley.Herr Kretzschmar titubeó y el mismo

desconcierto momentáneo de antes seapoderó de él.

—¿Está seguro de que no tiene nadapara mí? —insistió— Por ejemplo,algún papel.

—No.—Es una pena.Mientras Smiley salía, Herr

Kretzschmar volvió a ocuparse del

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teléfono, de otras peticiones especiales.

Smiley regresó al hotel. Un conserjenocturno borracho le abrió la puerta y lehizo infinidad de sugerencias sobre lasmaravillosas muchachas que podíaenviar a su habitación. Despertó, si esque había dormido, con las campanadasde las iglesias y las sirenas de losbarcos del puerto, que el viento llevó asus oídos. Pero hay pesadillas que nodesaparecen con la luz del día y,mientras atravesaba los pantanos endirección al norte en el Opel alquilado,los terrores que se arremolinaban en la

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niebla eran como los que le habíanamargado la noche.

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17Los caminos y el paisaje parecían

abandonados. A través de los claros quede vez en cuando rompían la densaniebla, Smiley vislumbró ora un maizal,ora una casa de labranza pintada derojo, sometida al azote del viento. Pasójunto a un cartel azul en el que se leía:«KAI.»[4] Giró bruscamente parainternarse en un pasaje entre dosmuelles, descendió la pendiente y antesus ojos apareció el puerto: unasucesión de barracones grises y chatos,empequeñecidos por las cubiertas de los

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cargueros. Una barrera roja y blancaimpedía la entrada. Junto a ésta había unanuncio de la aduana, escrito en variosidiomas, pero no se veía un alma en losalrededores. Smiley paró el coche, seapeó y anduvo ágilmente hasta labarrera. El botón pulsador rojo era deltamaño de un plato. Lo apretó y elsonido de la campanilla hizo levantar elvuelo a un par de garzas reales en labruma blanca. A su izquierda se elevabauna torre de control montada sobrepilotes tubulares. Oyó un portazo y unsonido metálico; vio que una figura conbarba y uniforme azul descendía por laescalera de hierro y se detenía en el

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último peldaño. El hombre preguntó agritos qué quería. Sin esperar respuesta,levantó la barrera e hizo señales aSmiley para que pasara. El alquitranadoparecía un inmenso lugar bombardeadoy cubierto de cemento, rodeado de grúasy aplastado por el cielo blanco ybrumoso. A lo lejos, las aguas pocoprofundas parecían demasiado frágilespara soportar el peso de tantas naves.Smiley miró por el espejo retrovisor yvio los tejados de una ciudad marítimagrabada al aguafuerte como una viejaestampa. Miró hacia el mar y, entre labruma, divisó la línea de boyas y deluces titilantes que señalizaban la

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frontera marítima con Alemania orientaly el principio de doce mil kilómetros deimperio soviético. Hacia allá fueron lasgarzas reales, pensó. Avanzaba muydespacio entre los conos rojos y blancosde tráfico, en dirección a unaparcamiento de contenedores repletode neumáticos y de troncos. «Gire a laizquierda en el aparcamiento decontenedores», había dicho HerrKretzschmar. Smiley giróobedientemente hacia la izquierda ybuscó una casa vieja, a pesar de queparecía prácticamente imposible que enese vertedero hanseático hubiese unacasa vieja. Pero Herr Kretzschmar había

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dicho «busque una casa vieja en la quese lee “Oficina”», y aquél era un hombreque no cometía errores.

Smiley cruzó las vías del ferrocarrily se dirigió hacia los cargueros. Losrayos del sol matinal atravesaban laniebla y creaban un resplandor teñido deblanco. Entró en un callejón compuestopor las cabinas de mando de las grúas,cada una de las cuales parecía unamoderna garita de señales, con suspalancas verdes y sus grandesventanales. Al final del callejón,exactamente donde había dicho HerrKretzschmar, se alzaba la vieja casa deplanchas, con un alto tejado de dos

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vertientes de chapa calada, coronadapor un asta desconchada. El tendidoeléctrico que llegaba hasta la casaparecía mantenerla en pie; a su ladohabía una vieja bomba de agua, quegoteaba, con un jarro de hojalata sujetoal pedestal. En la puerta de madera, condesdibujada letra gótica, se destacaba lapalabra «BUREAU», escrita en francésy no en alemán, sobre un cartel másreciente en el que se leía: «P. K.BERGEN, IMPORTACIÓN-EXPORTACIÓN.» Trabaja allí comoempleado nocturno, había dicho HerrKretzschmar. Sólo Dios y el diablosaben lo que hace durante el día.

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Tocó el timbre y después se alejó dela puerta, para quedar bien visible.Mantuvo las manos lejos de losbolsillos para que también fuesenvisibles. Se había cerrado el abrigohasta el cuello. No llevaba sombrero.Había aparcado el coche de lado conrespecto a la casa para que todo el quese encontrase en el interior de ésta vieseque estaba vacío. Estoy solo ydesarmado, intentaba decir. No soy suhombre sino el vuestro. Volvió a tocarel timbre y gritó «¡Herr Leipzig!». Seabrió una ventana de la planta alta por laque se asomó una mujer bonita con losojos legañosos, que se cubría los

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hombros con una manta.—Lo siento —se disculpó Smiley

amablemente—. Busco a Herr Leipzig,es muy importante.

—No está aquí —repuso ella ysonrió.

Un hombre se reunió con lamuchacha. Era joven, iba sin afeitar ytenía tatuajes en los brazos y el pecho.Hablaron unos instantes entre sí ySmiley supuso que lo hacían en polaco.

—Nix hier —confirmó el hombrecon circunspección—. Otto nix hier.

—Sólo somos inquilinos temporales—gritó la muchacha—. Cuando está sinblanca, Otto va a su villa de campo y

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nos alquila el apartamento.Ella repitió sus palabras al hombre,

que se echó a reír.—Nix hier —insistió—. No hay

dinero. Nadie tiene dinero.Ambos disfrutaban de la mañana

fresca y de la presencia del visitante.—¿Cuándo le vieron por última vez?

—inquirió Smiley.Otra conferencia. ¿Fue tal o cuál

día? Smiley tuvo la impresión de quehabían perdido la noción del tiempo.

—El jueves —declaró la muchachay volvió a sonreír.

—El jueves repitió el hombre.—Traigo buenas noticias para él —

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explicó Smiley con alegría y se unió alestado de ánimo de la joven. Se palmeóel bolsillo—. Dinero. Pinka-pinka.Todo para Otto. Es una comisión. Ayerprometí que se lo traería.

La muchacha tradujo las palabras deSmiley y el hombre discutió con ella. Lamuchacha volvió a reír.

—¡Mi amigo dice que no se lo déporque entonces Otto volverá, nospedirá que nos vayamos y ya notendremos dónde hacer el amor!

La muchacha le aconsejó que lobuscara en el campamento del lago yseñaló con el brazo desnudo. Doskilómetros por el camino principal,

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cruzar la vía férrea y después de pasarel molino de viento, a la derecha —ellase miró las manos y luego acercó unaelegantemente a su amante—, sí a laderecha; luego debía seguir recto haciael lago, aunque éste no se ve hastallegar.

—¿Cómo se llama el lugar? —preguntó Smiley.

—No tiene nombre —respondió ella—. Es sólo un lugar. Pregunte por lascasas de veraneo para alquilar y luegosiga hacia las embarcaciones. Preguntepor Walther. Si Otto está allí, Walthersabrá dónde encontrarlo. ¡Walther losabe todo! —gritó—. Parece un

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profesor.La joven también tradujo esas

palabras, pero su acompañante parecióenfurecerse pues gritó:

— ¡ Mal profesor! ¡Walther es unmal tipo!

—¿Usted también es profesor? —lepreguntó la muchacha a Smiley.

—No, desgraciadamente no —seechó a reír, les dio las gracias y ellos leobservaron subir al coche como niñosen una fiesta. El día, el sol cada vez másfuerte, su visita… todo les parecíadivertido. Smiley bajó la ventanilla paradespedirse y oyó que ella gritaba algoque no entendió—. ¿Qué ha dicho? —le

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preguntó sonriente.—Dije: «¡Para variar, la fortuna ha

llamado dos veces a la puerta de Otto!»—repitió la joven.

—¿Por qué? —quiso saber Smiley yparó el motor—. ¿Por qué la fortuna hallamado dos veces a su puerta?

La muchacha se encogió de hombros.La manta se le caía y era lo único que lacubría. El hombre la rodeó con un brazoy volvió a cubrirla con la manta.

—La semana pasada recibió unavisita inesperada del Este —respondió—. Y hoy, dinero —extendió las manos—. Por una vez, Otto ha tenido suerte.Eso es todo.

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En ese momento la chica reparó enla expresión de Smiley y perdió toda laalegría.

—¿Un visitante? —preguntó Smiley—. ¿Quién era el visitante?

—Vino del Este —repitió ella.Al ver la consternación de la joven y

temeroso de que desapareciera, Smileyse esforzó por recuperar el aspecto debuen humor.

—No sería su hermano, ¿verdad? —insistió jovialmente, lleno deentusiasmo. Extendió una mano con laque cubrió la cabeza del hermano mítico—. ¿Un tío pequeño, con gafas como lasmías?

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—¡No, no! Un hombre corpulento,con chófer, rico.

Smiley meneó la cabeza y simulóuna risueña desilusión.

—Entonces no lo conozco —dijo—.El hermano de Otto nunca fue rico —logró reír francamente—. A menos quefuera el chófer —agregó.

Smiley siguió las instrucciones de lamuchacha al pie de la letra, con laserenidad interior de la urgencia.Dejarse llevar. Carecer de voluntadpropia. Dejarse ir, orar, hacer tratos contu Hacedor. Oh, Dios, que no ocurra, si

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no hay otro Vladimir, iré todos losdomingos a misa durante el resto de mivida. A la luz del sol, los camposparduzcos se habían vuelto dorados,pero el sudor que corría por la espaldade Smiley era como una mano fría que leescocía en la piel. Siguió lasinstrucciones de la muchacha y lo viotodo como si fuese su último día,sabiendo que el hombre corpulento conchófer se le había adelantado. Vio lacasa de labranza con un viejo arado decaballo en el establo, el defectuosoletrero de cerveza cuyas luces de neónparpadeaban, las jardineras en lasventanas con geranios color sangre. Vio

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el molino de viento como si fuera ungigantesco molinillo de pimienta y elcampo rebosante de ocas blancas quecorrían bajo el soplo del vientoracheado. Vio las garzas reales que,como velas, volaban rasantes sobre lospantanos. Conducía a demasiadavelocidad. Debería conducir más amenudo, pensó; he perdido práctica,dominio. El camino era de alquitrán,después de grava y más tarde de tierra,de polvo que se arremolinaba alrededordel coche como una tempestad de arena.Se internó en un pinar y al otro lado vioun letrero en el que se leía «CASAS DEVERANEO PARA ALQUILAR» y una

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hilera de bungalows de amianto,cerrados a cal y canto, que aguardabanla pintura estival. Siguió avanzando y alo lejos vio un bosquecillo de hayucos y,en lo más profundo de la depresión, unariera de aguas fangosas. Se dirigió hacialos hayucos, se tropezó con un bache yoyó un poderoso crujido en los bajos delcoche. Supuso que se trataba del tubo deescape porque repentinamente el ruidodel motor fue más intenso y la mitad delos pájaros acuáticos de Schleswig-Holstein se asustaron.

Pasó junto a una granja y se internóen la oscuridad protectora de losárboles para desembocar en un marco

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brillante de blancura, cuyo primer planoestaba compuesto por un malecóncuarteado y algunos juncos frágiles decolor oliva; un inmenso cielo ocupaba elresto. Las embarcaciones se encontrabana su derecha, junto a una cala. A lo largodel sendero que conducía hasta ellas vioaparcadas algunas caravanas en malestado, de cuyas antenas de televisiónpendía la colada. Pasó junto a una tiendade campaña que contaba con huertopropio, junto a un par de cabañasdesvencijadas que en otra época fueronpabellones militares. En una de ellashabían pintado un amanecer psicodélico,que se estaba desconchando. A su lado

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había tres coches viejos y un montón debasura. Aparcó el coche y siguió unsendero que se internaba entre losjuncos para llegar a la orilla. En elpuerto cubierto de hierba se elevabanuna serie de habitaciones flotantesimprovisadas, algunas de las cuales eranbarcazas de desembarco, de la guerra,que habían remodelado. Aquí hacía másfrío y, por alguna razón, estaba másoscuro. Las embarcaciones que habíavisto eran de recreo y estaban amarradasen un grupo aislado, la mayoría de ellascubiertas por lienzos alquitranados.Smiley oyó los sonidos de un par deradios, pero, al principio, no vio a

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nadie. Después vio un remanso y,amarrado en él, un bote azul. En elinterior vio a un viejo encorvado, conchaqueta de lona y gorra negra convisera, que se masajeaba el cuello comosi acabara de despertar.

—¿Usted es Walther? —preguntóSmiley. El viejo pareció asentir con lacabeza, sin dejar de frotarse el cuello—.Busco a Otto Leipzig. En el muelle medijeron que podría encontrarlo aquí.

Los ojos de Walther parecíanrecortados en forma de almendra en elpergamino castaño de su piel.

—El Isadora —dijo.El viejo Walther señaló un

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destartalado embarcadero situado orillaabajo. El Isadora estaba al final y erauna lancha motora de cuarenta pies a laque la suerte había dado la espalda, unGran Hotel a la espera del piquete dederribo. Las portillas tenían las cortinascorridas, una de ellas estaba rota y habíaotra cuidadosamente arreglada. Lostablones del embarcadero cedieronalarmantemente bajo el peso de Smiley.En una ocasión estuvo a punto de caer ydos veces, con el fin de salvar lasgrietas, tuvo que dar pasos mucho máslargos de lo que parecía seguro para suscortas piernas. Al llegar al final delembarcadero se dio cuenta de que el

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Isadora estaba a la deriva. Habíasoltado las amarras de popa e iba a laderiva tres metros y medio lago adentro,probablemente el viaje más lejano queharía. Las puertas del camarote estabancerradas y las ventanas tenían lascortinas corridas. No había ningún botepequeño a la vista.

El viejo permanecía a sesentametros de distancia, recostado sobre losremos. Se había alejado del remansopara mirar. Smiley hizo bocina con lasmanos y gritó:

—¿Cómo puedo llegar hasta Otto?—Si le interesa, llámelo —repuso el

viejo, aparentemente sin levantar la voz.

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Smiley se volvió hacia la lanchamotora y pronunció el nombre de Otto.Lo hizo suavemente y después a gritos,pero nada se movió en el interior delIsadora. Prestó atención a las cortinas.Observó el agua sucia de petróleo quedaba contra el casco podrido. Se dedicóa escuchar y creyó oír una música comola del club de Herr Kretzschmar, peropudo ser un sonido procedente de otraembarcación. El rostro amarillento deWalther seguía observándole desde elbote.

—Llame de nuevo —gruñó—. Siquiere encontrarle, siga llamando.

Pero Smiley reaccionó en contra de

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las órdenes del viejo. Percibió suautoridad y su desdén y ambos lemolestaron.

—¿Está o no? —preguntó Smiley—.He preguntado si está allí —el viejo nose inmutó. Smiley insistió—. ¿Le viosubir a bordo?

Vio que la cabeza se volvía y se diocuenta de que el viejo escupía en elagua.

—El cerdo salvaje entra y sale —leoyó decir Smiley—. ¡Qué mierda meimporta!

—¿Cuándo entró por última vez?Al oír sus voces, un par de cabezas

se habían alzado desde el interior de

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otras embarcaciones. Miraban a Smileyinexpresivamente: el desconocido gordoy menudo que permanecía de pie en elextremo del destartalado embarcadero.Un grupo de curiosos se había reunidoen la orilla: una muchacha conpantalones cortos, una vieja y dosadolescentes rubios vestidos del mismomodo. Había algo que en su disparidadlos unía: un aspecto carcelario, elsometimiento a las mismas reglasmalditas.

—Busco a Otto Leipzig —gritóSmiley al grupo de la orilla—. Porfavor, ¿alguien puede decirme si estáaquí? —en una casa flotante no muy

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lejana, un hombre con barba bajaba uncubo hacia el agua. La mirada de Smileylo eligió para preguntarle—: ¿Hayalguien a bordo del Isadora?

El cubo gorgoteó y se llenó de agua.El hombre con barba lo recogió, pero nodijo una sola palabra.

—Debería mirar en su coche —gritóuna mujer con voz aguda desde la orilla,aunque quizás fuera una niña—. Lollevaron al bosque.

El bosque empezaba a cien metrosde la orilla y se componía,principalmente, de árboles nuevos yabedules.

—¿Quiénes? —preguntó Smiley—,

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¿Quiénes lo llevaron allí?Quien había hablado antes decidió

no contestar. El viejo remaba hacia elembarcadero. Smiley lo vio acercarse yechar hacia atrás la popa, hacia losescalones del embarcadero. Subió albote sin la menor vacilación. El viejohundió los remos y en un instanteestuvieron junto al Isadora. Walthersostenía un cigarrillo entre los labiosagrietados que, al igual que sus ojosresaltaban anormalmente la perversamelancolía de su rostro curtido por lasinclemencias del tiempo.

—¿Viene de lejos? —preguntó elviejo.

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—Soy un amigo suyo —dijo Smiley.Había orín y hierbas en la escala del

Isadora y cuando Smiley llegó acubierta vio que estaba resbaladiza acausa del rocío. Buscó señales de vidapero no encontró ninguna. Buscó huellasen medio del rocío, pero fue inútil. Unpar de sedales fijos se hundían en elagua y estaban amarrados a la bordaoxidada, pero podían llevar semanasallí. Prestó atención y volvió a oír, muydébilmente, los compases de una músicalenta interpretada por una orquesta.¿Venía de la orilla o de más lejos? Nadade eso. El sonido surgía de debajo desus pies y era como si alguien hubiese

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puesto disco de setenta y ocho a unavelocidad de treinta y tres revolucionespor minuto.

Smiley bajó la mirada y vio al viejoen el bote, inclinado con la visera de lagorra sobre los ojos, mientras seguíalentamente el ritmo. Intentó abrir lapuerta del camarote, pero estaba cerradacon llave; la puerta no parecía resistente—no había nada que pareciese resistente—, de modo que anduvo por la cubiertahasta encontrar un destornilladoroxidado que utilizó como palanqueta. Loencajó en la cerradura, lo movió haciaun lado y hacia el otro y súbitamente sesorprendió al ver que la puerta entera, el

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marco, los goznes, la cerradura y todo lodemás cedían, con un ruido semejante auna explosión, acompañados por unalluvia de polvo rojo de la maderapodrida. Una polilla grande y lentachocó contra su mejilla, que durante unbuen rato le siguió picando, hasta que sepreguntó si no sería una abeja. Elinterior del camarote estaba oscurocomo boca de lobo, pero la músicasonaba algo más fuerte. Estaba en elpeldaño más alto de la escalerilla y, apesar de la luz del sol que tenía a susespaldas, la oscuridad de abajo seguíasiendo absoluta. Apretó el conmutadorde la luz. Nada se encendió, de modo

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que retrocedió y le gritó al viejo queseguía en el bote:

—Cerillas.Smiley estuvo a punto de perder la

paciencia. La gorra con visera no semovió ni cesó el movimiento al ritmo dela música. Gritó y esta vez una caja decerillas aterrizó a sus pies. Entró en elcamarote, encendió una cerilla y vio laagotada radio de transistores que, con suúltima energía, aún emitía música y queera prácticamente el único objetointacto, lo único que todavía funcionabaen medio de la devastación circundante.

Como la cerilla se apagó, Smileydescorrió las cortinas, pero no del lado

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que daba a tierra. No quería que el viejose pusiese a fisgar. A la mortecina luzque penetraba lateralmente, Leipzig separecía ridículamente al minúsculoretrato de la fotografía tomada por HerrKretzschmar. Estaba desnudo y yacíadonde lo habían atado, aunque allí nohabía ninguna chica ni Kirov alguno. Elrostro labrado de Toulouse-Lautrec,ennegrecido por los cardenales yamordazado con varios trozos decuerda, era en la muerte tan desigual yarticulado como Smiley lo recordaba envida. Debieron de utilizar la músicapara ahogar los ruidos mientras lotorturaban, pensó Smiley. Pero dudaba

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de que la música hubiese sido suficiente.Siguió con la mirada fija en la radiocomo punto de referencia, algo a lo queregresar con los oídos y los ojos cuandofuese demasiado insoportable seguirmirando el cadáver antes de que elfósforo se apagara. Reparó en que laradio era japonesa. «Qué extraño —pensó—. Fíjate en la singularidad deeste hecho. Qué extraño que losalemanes amantes de la técnica comprenradios japonesas.» Se preguntó si losjaponeses devolvían el cumplido.«Sigue haciéndote preguntas —seapremió impetuosamente—; ocupa tumente con este interesante fenómeno

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económico del intercambio demercancías entre naciones altamenteindustrializadas.»

Con la vista fija en la radio, Smileycogió una silla de tijera y se sentó.Paseó lentamente la mirada hasta elrostro de Leipzig. Los rostros de algunosmuertos, reflexionó muestran el aspectoapagado e incluso estúpido de unpaciente anestesiado. Otros conservanalguna de las disposiciones de ánimo desu naturaleza otrora variopinta: elmuerto como amante, como padre, comoconductor de un automóvil, comojugador de bridge, como tirano. Y hayotros, como el de Vladimir, que ya no

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conservan nada. Pero el rostro deLeipzig, a pesar de estar cruzado porcuerdas mostraba cierta disposición deánimo, que era de ira: ira intensificadapor el dolor, convertida en furia; ira quehabía aumentado y se convirtió en elhombre entero a medida que el cuerpoperdía sus fuerzas.

El odio, había dicho Connie. Smileymiró metódicamente a su alrededor,pensó con tanta lentitud como pudo y, apartir de las ruinas, intentó reconstruirlos pasos de ellos. En primer lugar, lalucha hasta que lo dominaron, lucha quededujo de los destrozos de las patas dela mesa, las sillas, las lámparas, los

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estantes y todo lo que podía arrancarsede sus ensambladuras y empuñarse o serarrojado. Después el registro, que tuvolugar después de que le ataran, en losintervalos que hacían mientras lointerrogaban. La frustración de ellosaparecía en todas partes. Habíanarrancado las tablas de las paredes y delsuelo, los cajones de los armarios,destrozado las ropas y los colchones y,al final todo lo que podía romperse,todo lo que no fuese un componente dela estructura, pues Otto Leipzig aún senegaba a hablar. También reparó en quehabía sangre en lugares sorprendentes:la palangana, el hornillo. Le agradó la

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idea de que no toda la sangre fuera deOtto. Por último, desesperados, lohabían asesinado porque ésas eran lasórdenes de Karla, los métodos de Karla.«Primero está la matanza y después elinterrogatorio», solía decir Vladimir.

Yo también creo en Otto, pensóSmiley estúpidamente al recordar laspalabras de Herr Kretzschmar. No enlos detalles sino en las cosasimportantes. Yo también, pensó. Enaquel momento, Otto creyó en sí mismo,con la misma certeza con que creía en lamuerte y en el Genio. Para Otto, lomismo que para Vladimir, la muertehabía decretado que decía la verdad.

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Oyó que una mujer gritaba desde laorilla.

—¿Qué ha encontrado? ¿Haencontrado algo? ¿Quién es ese hombre?

Smiley volvió a cubierta. El viejohabía recogido los remos y dejado elbote a la deriva. Permanecía sentado deespaldas a la escalera, con la cabezahundida entre sus grandes hombros.Había terminado el cigarrillo yencendido un cigarro, como si fueradomingo. En el mismo instante en quevio al viejo, Smiley también divisó lamarca de tiza. Se encontraba en lamisma línea de visión, pero muypróxima a él, flotando en las lentes

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empañadas de sus gafas. Tuvo que bajarla cabeza y mirar por encima de lasgafas para verla. Una marca de tizanítida y amarilla. Una línea trazadacuidadosamente sobre el óxido de laborda y, a treinta centímetros, un carretede sedal asegurado con un nudomarinero. El viejo lo observaba y, porlo que sabía, lo mismo hacía el grupo demirones de la orilla, pero no le quedabaotra alternativa. Tiró del sedal ydescubrió que pesaba. Lo recogióacompasadamente, una mano tras otra,hasta que el sedal pasó a ser cuerda detripa, de la que también tiró. La cuerdade tripa se tensó repentinamente. Siguió

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recogiéndola con cuidado. La gente dela orilla se mostraba ahora expectante:Smiley percibía su curiosidad. El viejohabía echado la cabeza hacia atrás y leobservaba a través de la sombra negrade la gorra. De repente, con un paf, lopescado surgió del agua y losespectadores lanzaron una carcajadairreverente y regocijada: una viejazapatilla de gimnasia, verde, con elcordón todavía pasado y, además, elanzuelo que la unía a la cuerda era lobastante grande para capturar un tiburón.Las risas se apagaron lentamente.Smiley separó la zapatilla del anzuelo.Después, como si tuviera que ocuparse

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de otros asuntos, anduvo lentamentehacia el camarote hasta desaparecer dela vista de los demás y de la puertaentreabierta para tener luz.

Llevó consigo la zapatilla, con airedistraído.

Alguien había cosido a mano unpaquete de hule en la puntera de lazapatilla. Smiley lo arrancó. Se tratabade una bolsa para tabaco, con la partesuperior cosida y doblada varias veces.Reglas de Moscú, pensó fríamenteReglas de Moscú hasta las últimasconsecuencias. ¿De cuántos muertosmás he de heredar?, se preguntó Smiley.Aunque a ninguno valoramos salvo al

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horizontal. Quitó las puntadas de labolsa. En su interior había otraenvoltura, esta vez una funda de gomacon un nudo en un extremo. Oculto en elinterior de la funda, un duro taco decartón más pequeño que un sobre decerillas. Smiley lo desplegó. Era lamitad de una tarjeta postal. En blanco ynegro, ni siquiera de color. Media postalopaca del paisaje de Schleswig-Holstein con medio rebaño de ganado delas islas Frisias que pastaba bajo la luzde un sol gris. La tarjeta estaba rasgadacon deliberada irregularidad. En la partede atrás no había nada escrito, ni señasni sello. Sólo era media postal trivial

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que nunca se había enviado; ellos lehabían torturado y después le mataronpor la postal, pero ni siquiera entoncesla encontraron, como tampocodescubrieron ninguno de los tesoros alos que apuntaba. Smiley guardó lapostal y la envoltura en el bolsillointerior de la chaqueta y regresó acubierta. El viejo Walther habíaacercado el bote. Sin cruzar palabra,Smiley bajó lentamente la escalerilla. Elgrupo de personas de la orilla habíaaumentado.

—¿Está borracho? —preguntó elviejo—. ¿Sigue durmiendo la mona?

Smiley subió al bote y, mientras el

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viejo remaba, miró una vez más hacia elIsadora. Vio la portilla rota y pensó enla destrucción de la cabina, en lasparedes delgadas como papel que lepermitían oír incluso el arrastrar de unospies en la orilla. Imaginó la pelea y losgritos de Leipzig llenandoestruendosamente todo el campamento.Imaginó el grupo silencioso de pieexactamente donde estaba ahora, sin quemediara entre ellos una voz o una manosolidaria.

—Hubo una fiesta —dijo el viejodespreocupadamente mientras amarrabael bote al embarcadero—. Muchamúsica y canciones. Nos advirtieron de

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que harían ruido —hizo un nudo—.Quizá discutieron. ¿Y qué? Todo elmundo discute. Ellos hicieron ruido ytocaron jazz. ¿Y qué? Aquí nos va lamúsica.

—Eran policías —dijo una mujerdel grupo reunido en la orilla—. Cuandola policía se ocupa de sus asuntos, elciudadano tiene el deber de cerrar elpico.

—Enséñeme su coche —pidióSmiley.

El grupo avanzó como una multitudsin que nadie tomara la delantera. Elviejo caminaba al lado de Smiley, mitadcustodio y mitad guardaespaldas, y le

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abría paso con burlona cortesía. Losniños corrían por todas partes, pero semantenían lejos del viejo. ElVolkswagen se encontraba en medio deun soto y estaba destrozado, como elcamarote del Isadora. La capota abatiblecolgaba hecha jirones y habíanarrancado los asientos para abrirlos acuchilladas. Faltaban las ruedas, peroSmiley dedujo lo que había ocurrido conellas. La gente del campamentopermanecía respetuosamente alrededordel coche, como si éste fuera un objetosagrado. Alguien había intentado quemarel vehículo, pero el fuego no habíaprendido.

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—Era un canalla —explicó el viejo—. Todos lo son. Mírelos. Emigrados,delincuentes, seres infrahumanos.

El Opel de Smiley seguía donde lohabía aparcado, junto al sendero, cercade los cubos de basura; los dos rubiosvestidos del mismo modo estabanencima del maletero y daba martillazosa la tapa. Mientras se acercaba a ellos,Smiley notó que sus rizos saltaban acada golpe que daban. Usaba téjanos ybotas negras tachonadas con margaritas.

—Dígales que dejen de golpear micoche —pidió Smiley al viejo.

La gente del campamento les seguíaa distancia prudencial. Volvió a oír el

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furtivo arrastrar de sus pies, como si setratara de un ejército de refugiados.Smiley llegó junto al coche con lasllaves en la mano y los dos muchachosseguían inclinados sobre el maletero,golpeándolo con todas sus fuerzas.Cuando anduvo a su alrededor paraechar un vistazo, Smiley vio que loúnico que habían logrado era arrancar latapa del maletero, doblarla y achatarlahasta que quedó en el suelo como unpaquete mal hecho. Miró las ruedas,pero no vio nada más. No sabía qué otrodesperfecto buscar. Entonces vio que,con un cordel, habían atado un cubo debasura al parachoques trasero. Desde

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cierta distancia, tiró del cordel pararomperlo, pero no cedió. Probó acortarlo con los dientes, pero no logrónada. El viejo le prestó una navaja ySmiley cortó el cordel, sin acercarse alos muchachos de los martillos. La gentedel campamento había formado unsemicírculo, y alzaban a los niños paradespedirlo. Smiley subió al coche y elviejo cerró la portezuela con undescomunal portazo. Smiley habíapuesto la llave en el contacto, perocuando le dio la vuelta uno de loschavales se había sentado sobre el capócon la languidez de una modelo en unaexposición de automóviles, y el otro

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golpeaba amablemente la ventanilla.Smiley bajó el cristal.—¿Qué quieres? —preguntó.El chaval extendió la palma de la

mano.—Reparaciones —dijo—. El

maletero no cerraba correctamente.Tiempo y recambios. Gastos generales.Aparcamiento —se señaló la uña delpulgar—. Mi colega, aquí presente, sehirió la mano. Pudo ser grave.

Smiley miró la cara del chaval y novio en ella ningún elemento humano quepudiera comprender.

—No habéis reparado nada. Habéisproducido desperfectos. Dile a tu amigo

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que se aparte del coche.Los chicos discutieron y, al parecer,

no se pusieron de acuerdo. Hablaronbajo la mirada del grupo, de manerarazonable, se empujaron suavemente enel hombro y esbozaron gestos retóricosque no coincidían con sus expresiones.Hablaron sobre la naturaleza y depolítica; ese diálogo platónico hubiesecontinuado indefinidamente si el chicoque estaba sobre el capó no se hubieselevantado para resaltar en todo suesplendor una cuestión polémica. Alerguirse, rompió un limpiaparabrisascomo si fuese una flor y se lo entregó alviejo Walther. Al alejarse, Smiley miró

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por el retrovisor y vio un círculo derostros, con el viejo en el centro, que loobservaba. Ninguna mano se agitó paradespedirle.

Condujo sin prisa y calculó lasposibilidades mientras el automóvilsonaba como un viejo coche debomberos. Supuso que le habían hechoalgo más, algo que no había logradodescubrir. Había abandonado Alemaniacon anterioridad había entrado y salidoilegalmente, se había dedicado a la cazamientras huía y, a pesar de que ahora eraviejo y se encontraba en una Alemania

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distinta, se sentía como si hubieseregresado a un territorio desconocido.Le era imposible saber si en elcampamento del lago alguien habíatelefoneado a la policía, por lo que lodio como un hecho consumado. Laembarcación estaba abierta y su secretose había divulgado. Aquellos que habíanapartado la mirada serían los primerosen presentarse como ciudadanosresponsables. También había visto esaactitud con anterioridad.

Entró en una ciudad balneario y elmaletero —si es que era el maletero—seguía sonando. «Tal vez sea el tubo deescape», pensó; golpeó en un bache

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mientras iba al campamento. Un solardiente e implacable había remplazadolas brumas matinales. No había árboles.Un brillo sorprendente se desplegaba asu alrededor. Aún era temprano y loscoches tirados por caballos,desocupados, esperaban a los primerosturistas. Los cráteres que los adoradoresdel sol habían abierto en verano paraprotegerse del viento formaban undibujo en la arena de la playa. Oía eleco cascado de su coche al avanzar enmedio de los escaparates pintados, ecoque la luz del sol parecía destacar aúnmás. Al pasar junto a la gente, Smileyvio que ésta levantaba la cabeza y

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miraba a causa del estrépito queproducía el coche.

«Reconocerán el coche», pensó.Aunque ninguno de los miembros delcampamento del lago recordara lamatrícula, el maletero destrozado lodelataría. Abandonó la calle principal.Sin duda alguna, el sol era muy brillante.«Vino un hombre, Herr Watchmeister»,dirían a la patrulla policial. «Estamañana, Herr Watchmeister. Dijo queera un amigo. Registró la embarcación yluego se marchó en coche. No nospreguntó nada, capitán. Se mostróimpasible. Pescó una zapatilla, HerrWatchmeister. ¡Imagínese… una

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zapatilla!»Se dirigía a la estación del tren y

seguía los carteles, en busca de un lugardonde pudiese dejar el coche durante eldía. La estación era un imponenteedificio de ladrillo rojo, supuso que deantes de la guerra. Pasó de largo y a suizquierda encontró un enormeaparcamiento. Éste estaba atravesadopor una hilera de árboles que mudabanlas hojas y algunas de ellas habían caídosobre los coches. Una máquina cogió sudinero y le entregó un resguardo quedebía colocar en el parabrisas.Retrocedió hasta la mitad de una fila ypuso el maletero tan lejos de la vista

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como le fue posible, contra un banco dearena. Se apeó del coche y el solfulgurante le agredió como unacuchillada. No corría la menor brisa.Cerró el coche con llave y dejó elllavero en el tubo de escape, aunque nosupo por qué lo hacía, salvo que sentíaganas de pedir disculpas a la compañíaque se lo había alquilado. Pateó hojas yarena hasta que la matrícula delanteraquedó prácticamente cubierta. Graciasal veranillo, una hora más tarde elaparcamiento estaría a rebosar decoches.

Al pasar por la calle principal,había visto una tienda de prendas de

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vestir para caballeros, en donde sólocompró una chaqueta de lino, puesquienes se proveen de un vestuariocompleto suelen ser recordados. No sela puso, sino que la llevó en una bolsade plástico. Adquirió en una boutiquede una calle lateral un llamativosombrero de paja, en una papelería, unmapa turístico de la zona y un horario detrenes de la región formada porHamburgo, Schleswig-Holstein y BajaSajonia. No se puso el sombrero, queguardó en la bolsa junto con la chaqueta.Sudaba copiosamente a causa delrepentino calor. El bochorno le irritaba,pues en ese momento era tan absurdo

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como una nevada en verano. Entró enuna cabina telefónica y consultó loslistines locales. El de Hamburgo noincluía a ningún Claus Kretzschmar peroalguien con ese apellido figuraba en unode los de Schleswig-Holstein, en unpueblo del que Smiley jamás había oídohablar. Estudió el mapa y, en la líneaferroviaria principal a Hamburgo,encontró una pequeña población quecorrespondía a ese nombre. Seconsideró satisfecho.

Con pleno dominio de sí mismo,Smiley descartó cualquier otra idea y seconcentró en nuevos cálculos: pocodespués de encontrar el coche, la policía

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se comunicaría con la agencia deHamburgo que se lo había alquilado.Después de hablar con ellos y deconseguir su nombre y descripción, lapolicía vigilaría el aeropuerto y otrospuntos clave. Por otro lado, Kretzschmarera noctámbulo y seguramente dormíahasta bien entrada la mañana. Lapoblación en la que vivía se encontrabaa una hora de viaje en tren-tranvía.

Smiley regresó a la estaciónferroviaria. La sala central era como lafantasía wagneriana de una corte gótica,con su techo abovedado y una enormevidriera de colores que arrojaba unapolicromía de rayos de sol sobre el

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suelo de cerámica. Telefoneó desde unacabina al aeropuerto de Hamburgo ydijo que su nombre era «Standfast,inicial J», que era el que figuraba en elpasaporte que retiró del club londinense.El primer vuelo a Londres salía esatarde a las seis, pero sólo había pasajesen primera. Reservó una plaza y dijoque cuando llegara al aeropuertocompensaría la diferencia de su billetede clase turística. La telefonista le pidióque tuviera la amabilidad de llegarmedia hora antes del control depasaportes. Smiley prometió que loharía —quería impresionarla— pero…no, lamentablemente el señor Standfast

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no tenía un número telefónico al quepudiera llamarle en el ínterin. En el tonode la empleada no había nada quesugiriese que tenía a su lado a un oficialde seguridad con un telex en la mano yque le susurraba instrucciones al oído,pero Smiley supuso que dentro de un parde horas la reserva de plaza del señorStandfast haría sonar un montón decampanas, ya que era él quien habíaalquilado el Opel. Regresó a la sala y alos haces de luz policroma. Había dostaquillas y dos colas cortas. En laprimera, le atendió una muchachainteligente a la que compró un billete deida en segunda clase hasta Hamburgo.

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Pero fue una adquisicióndeliberadamente difícil, cargada deindecisión y de nerviosismo, y alconcluirla él insistió en apuntar loshorarios de salida y de llegada ytambién en que la joven le prestara subolígrafo y un papel.

En el lavabo de hombres, después detrasladar el contenido de los bolsillos—en primer lugar, la preciosa mitad depostal de la embarcación de Leipzig—,Smiley se puso la chaqueta de lino y elsombrero de paja; a continuación sedirigió a la segunda taquilla y, con lamayor discreción, adquirió un billetepara el tren tranvía que paraba en la

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población de Kretzschmar. Evitó miraral expendedor desde debajo del ala desu llamativo sombrero de paja y seconcentró en el billete y en el cambio.Tomó una última precaución antes departir. Telefoneó a Herr Kretzschmar yse equivocó de número, por lo que apartir de la respuesta de una esposaindignada estableció que era unescándalo telefonear a horas tantempranas. Como última medida, guardólas bolsas de plástico en el bolsillo.

Una sucesión de casas rigurosamentemodeladas, rodeadas de amplios

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jardines, formaban ese pueblo apartadoy de calles arboladas. Lo que antañohabía sido expresión de la vidacampestre aparecía erosionado por laacción de las turbas suburbanas, pero labrillante luz solar tornaba hermoso ellugar. El número 8 se destacaba en laacera de la derecha y era una sólidaresidencia de dos plantas, con tejadosescandinavos en pendiente, garaje dobley una variada selección de árbolesnuevos muy poco separados entre sí. Enel jardín se veía un columpio conasiento de plástico floreado y un nuevoestanque de peces en el más puro estiloromántico. Pero la atracción principal

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—y el orgullo de Herr Kretzschmar— laconstituía una piscina al aire libre consu propio patio de baldosas de colorrojo intenso. Aquel increíble día deotoño Smiley lo encontró allí, en el senode su familia, agasajando a algunosvecinos durante una fiesta improvisada.El mismo Herr Kretzschmar, de pantalóncorto, preparaba la barbacoa y cuandoSmiley descorrió el cerrojo de la verja,el sajón levantó la mirada para verquién había llegado. Pero el sombrerode paja y la chaqueta de lino loconfundieron, por lo que llamó a suesposa.

Frau Kretzschmar bajó por el

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sendero, ataviada con un traje de bañorosa y una capa transparente, también decolor rosa, que flotaba audazmente a susespaldas. Llevaba una copa de champánen la mano, como si se tratara de unaantorcha.

—¿Quién es? ¿Cuál es la bonitasorpresa que acaba de llegar? —preguntaba coquetamente. Tambiénpodía estar hablándole a su perrito.

La mujer se detuvo ante Smiley.Estaba bronceada, era alta y, al igualque su marido, se notaba que llegaría avieja. Smiley apenas vio su rostro, yaque llevaba gafas de sol y un pico deplástico blanco para protegerse la nariz

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de las quemaduras.—Aquí tiene a la familia

Kretzschmar en plena diversión —comentó discreta, pues él aún no sehabía presentado—. Señor, ¿quépodemos hacer por usted? ¿En quépodemos servirle?

—Tengo que hablar con su marido—dijo Smiley. Era la primera vez quehablaba desde que comprara el billetede tren y su voz sonó áspera y artificial.

—Pues Cläuschen no se ocupa denegocios durante el día —agregó confirmeza, sin dejar de sonreír—. Pordecreto familiar, los beneficiosdescansan durante el día. ¿He de

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esposar a mi marido para demostrarleque hasta el anochecer es nuestroprisionero?

Su traje de baño era un dos piezas ysu vientre suave y redondo estabacubierto de lociones. Usaba una cadenade oro alrededor de la cintura, alparecer como otra muestra denaturalidad, lo mismo que sus sandaliasdoradas de tacón muy alto.

—Tenga la amabilidad de decirle asu marido que no se trata de un negociosino de una cuestión amistosa —explicóSmiley.

Frau Kretzschmar bebió un sorbo dechampán y después se quitó las gafas de

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sol y el pico, como si revelara suidentidad en medio de un bal masqué.Su nariz era chata y su rostro, aunqueagradable, estaba bastante másavejentado que su cuerpo.

—¿Cómo es posible que se trate deuna cuestión de amistad si ni siquieraconozco su nombre? —preguntó FrauKretzschmar, sin saber si debíamostrarse encantadora o desalentadora.

En ese momento, Herr Kretzschmarhabía bajado por el sendero, se detuvoante ellos y pasó la mirada de Smiley asu esposa y nuevamente a Smiley. Quizála expresión y la actitud decidida deSmiley, además de su mirada fija,

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anunciaron a Herr Kretzschmar elmotivo de su presencia.

—Ocúpate de la comida —le dijosecamente a su esposa.

Herr Kretzschmar tomó del brazo aSmiley y lo condujo hasta un salón conarañas de bronce y un gran ventanallleno de cactus tropicales.

—Otto Leipzig está muerto —dijoSmiley sin rodeos en cuanto estuvieron apuerta cerrada—. Lo mataron doshombres en el campamento del lago —Herr Kretzschmar abriódesmesuradamente los ojos y después,sin la menor muestra de recato, dio laespalda a Smiley y se secó los ojos con

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las manos—. Usted hizo una grabaciónmagnetofónica —agregó Smiley pasandopor alto esa manifestación emocional—.Existe la fotografía que le mostré y enalguna parte también hay una grabaciónque usted guarda para él —HerrKretzschmar mantuvo inmóvil la espaldacomo si no hubiese oído—. Anoche mehabló usted de este asunto —agregóSmiley con el mismo tono cortante—.Dijo que hablaron de lo divino y de lohumano. Dijo que Otto reía como unverdugo, hablaba en tres idiomas a lavez, cantaba y contaba chistes. Tomó lasfotos para Otto y también grabó laconversación. Sospecho que también

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tiene la carta que recibió de Londrespara él.

Herr Kretzschmar se había dado lavuelta y miraba ultrajado a Smiley.

—¿Quién le mató? —inquirió—.¡Herr Max, se lo pregunto comosoldado! —Smiley había cogido delbolsillo la mitad de la postal—. ¿Quiénle mató? —repitió Herr Kretzschmar—.¡Insisto en saberlo!

—Esto es lo que usted esperaba quele entregara anoche —dijo Smiley eignoró la pregunta—. Quien se loentregue podrá contar con las cintas ycon cualquier otra cosa de Otto queusted guarde. Eso es lo que él acordó

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con usted.Kretzschmar cogió la tarjeta postal.—Lo denominó Reglas de Moscú —

comentó Kretzschmar—. Aunquepersonalmente me pareció ridículo, Ottoy el general insistieron en ello.

—¿Tiene la otra mitad de la tarjeta?—quiso saber Smiley.

—Sí —repuso Kretzschmar.—Entonces júntelas y entrégueme el

material. Lo utilizaré exactamente comolo hubiera hecho Otto.

Tuvo que plantear la misma frasedos veces de modo distinto para queKretzschmar reaccionara.

—¿Me lo promete? —preguntó

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Kretzschmar.—Sí, se lo prometo.—¿Y los asesinos? ¿Qué hará con

ellos?—Probablemente ya están sanos y

salvos al otro lado de la fronteramarítima —contestó Smiley—. Sólotenían que recorrer en coche unos pocoskilómetros.

—¿Entonces de qué sirve elmaterial?

—El material significa un estorbopara el hombre que envió a los asesinos—explicó Smiley.

Es posible que en ese momento laférrea serenidad de la actitud de Smiley

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advirtiera a Herr Kretzschmar de que suvisitante estaba tan acongojado comoél… quizá más, aun que de un modo muypersonal.

—¿El material lo matará? —inquirióHerr Kretzschmar.

Smiley tardó en responder a esapregunta.

—Hará algo peor que matarlo —afirmó.

Durante unos instantes, HerrKretzschmar pareció a punto depreguntar qué era peor que el hecho dematarlo, pero no lo hizo. Cogióflojamente la postal y abandonó el salón.Smiley esperó pacientemente. Un reloj

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automático, de bronce, trazaba su cursopermanente y los peces rojos leatisbaban desde el acuario. Kretzschmarregresó con una caja de cartón blanco.En su interior, protegidos con papelhigiénico, se encontraban un tacoplegado de papel de fotocopiar escritocon una letra que ahora le resultabaconocida y seis cassettes en miniatura,de plástico azul, del tipo que prefierenlos hombres de costumbres modernas.

—Me los confió —comentó HerrKretzschmar.

—Era inteligente —opinó Smiley.Herr Kretzschmar apoyó una firme

mano en el hombro de Smiley.

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—Si necesita algo, hágamelo saber—dijo—. Tengo amigos. Vivimostiempos violentos.

Desde una cabina, Smiley volvió atelefonear al aeropuerto de Hamburgopara confirmar una vez más el vuelo deStandfast a Londres. A continuacióncompró sellos y un sobre resistente, enel que escribió una dirección inventadade Adelaida, Australia. Metió en elsobre el pasaporte del señor Standfast ylo echó en un buzón. Después,sencillamente como señor GeorgeSmiley, de profesión empleado regresóa la estación del ferrocarril y cruzó sinincidentes la frontera con Dinamarca.

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Durante el viaje, fue al lavabo y leyó lacarta de Ostrakova, las siete páginasenteras, la copia que el general habíahecho personalmente en la anticuadamáquina de Mikhel, en la pequeñabiblioteca contigua al Museo Británico.Lo que leyó, sumado a lo que ya habíavisto ese día, le produjo una alarmacreciente y casi irrefrenable. En tren,transbordador y finalmente en taxi, setrasladó a toda prisa al aeropuertoCastrup, en Copenhague. Allí tomó elavión de media tarde a París y, a pesarde que el vuelo sólo duró una hora, en elmundo de Smiley se prolongó unaeternidad que le transportó por todo el

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campo de sus recuerdos, emociones yesperanzas. Brotó su ira por el asesinatode Leipzig, que hasta el momento habíareprimido pero fue desplazada ante sustemores por Ostrakova: si le habíanhecho tantas cosas a Leipzig y algeneral, ¿qué no le harían a ella? Lacarrera por Schleswig-Holstein le habíaproporcionado el impulso de unajuventud recuperada, pero ahora, en elanticlimax de la escapada, le acometióla incurable indiferencia de la edadprovecta. Con la muerte tan próxima, tanomnipresente, pensó, ¿cuál era elsentido de seguir en la lucha? Volvió apensar en Karla y en su absolutismo que,

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al menos, daba sentido al caos perpetuo,esa condición de la vida; sentido a laviolencia y a la muerte; pensó en Karla,para quien el crimen nunca fue algo másque el complemento imprescindible deun gran proyecto.

Solo y entre la duda y el sentido dela honestidad, ¿cómo puedo ganar —cómo puede ganar cualquiera denosotros— en esta lucha sórdida eimplacable?, se preguntó Smiley.

El descenso del avión y la promesade que la persecución se reanudaría ledevolvieron las energías. Existen dosKarla, meditó al recordar otra vez elrostro estoico, los ojos pardos y

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serenos, el cuerpo delgado, pero fuerte,que esperaba filosóficamente su propiadestrucción. Está el Karla profesional,tan dueño de sí mismo que, si fueranecesario, podría esperar diez años paraque una operación diese frutos —en elcaso de Bill Haydon, veinte—, Karla elviejo espía, el pragmático, dispuesto acambiar una docena de derrotas por ungran triunfo.

Y también existe otro Karla, elKarla sensible, el de un único y granamor, el Karla con fallos humanos. Nodebo desalentarme si, con el fin dedefender su debilidad, Karla recurre alos métodos de su oficio.

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Smiley se estiró para coger susombrero de paja del compartimiento deencima del asiento y, mientras con otraparte de su mente organizaba los pasosque tendría que dar, recordó que una vezhabía dado su palabra de honor conrelación a la caída definitiva de Karla.«No —había respondido a una preguntamuy parecida a la que acababa deplantearse—, no, Karla no esincombustible porque se trata de unfanático. Si yo tengo algo que ver con sucaída, algún día esa falta de moderaciónserá su ruina.»

Corrió hasta la parada de taxis yrecordó que había dado esa respuesta a

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un tal Peter Guillam, personaje que enese momento no se apartaba de suspensamientos.

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18Acostada en el diván, Ostrakova

observó el crepúsculo y se preguntó contrágica inquietud si auguraba el fin delmundo.

Durante todo el día la mismapenumbra gris había dominado el patio,convirtiendo su reducido universo en unanochecer eterno. Al alba, un brilloparduzco lo había ensombrecido y amediodía, poco después de que llegaranlos hombres, se produjo un apagóncelestial que dio un tono negrocavernoso a la penumbra, a la espera del

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fin de Ostrakova. Ahora, al anochecer,una bruma progresiva había fortalecidoel poder de las tinieblas sobre lasfuerzas de la luz en retirada. Lo mismome ocurre a mí, pensó Ostrakova sinamargura: a mi cuerpo lacerado ycubierto de morados negros y azules, ami asedio y a mis esperanzas de lasegunda llegada del redentor; me ocurreexactamente lo mismo: un declinar de mipropio día.

Esa madrugada había despertado ycreyó que estaba atada de pies y manos.Había intentado mover una pierna y, deinmediato, unas cuerdas abrasadorasciñeron sus muslos, su pecho y su

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vientre. Había levantado un brazo, perosólo mediante un gran esfuerzo contra elpeso de unas ligaduras de hierro. Habíatardado una eternidad en arrastrarsehasta el cuarto de baño y otra endesvestirse y entrar en la bañera llenade agua caliente. Cuando se sumergió, seasustó ante la idea de desmayarse dedolor y su carne lacerada le ardíaespantosamente a causa de las heridas.Oyó un martilleo y creyó que sonabadentro de su cabeza hasta que se diocuenta de que era obra de algún vecinofurioso. Contó las campanadas del relojde la iglesia y comprobó que sólo eranlas cuatro; en consecuencia, no era

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extraño que un vecino protestara por elalboroto que hacía el agua en lasgastadas cañerías. El esfuerzo depreparar café la había agotado;repentinamente le resultó insoportableestar sentada y acostarse era igualmenteimposible. El único modo que tenía dedescansar era echarse adelante y apoyarlos codos en el escurreplatos. Desde allípodía vigilar el patio como pasatiempoy como medida de precaución, y desdeallí había visto a los hombres, dos seresde las tinieblas —ahora pensaba enellos de ese modo—, que hablaron conla portera, y la vieja chiva les respondiómoviendo su tonta cabeza: «No,

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Ostrakova no está aquí, no está aquí», noestá aquí de diez modos distintos queresonaron como un aria en el patio, noestá aquí, ahogando los golpes de lasmujeres que sacudían las alfombras, elgriterío de los niños y los chismes de lasdos comadres del tercer piso, que seasomaban por las ventanas situadas ados metros de distancia… ¡no está aquí!Hasta que ni siquiera un niño la hubiesecreído.

Si quería leer, Ostrakova tenía quecolocar el libro sobre el escurreplatosque, después de que llegaron loshombres, fue el lugar en que tambiéndejó el revólver hasta que reparó en el

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eslabón de la culata y, con prácticoespíritu femenino, improvisó un collarcon un cordel de cocina. Así, con elrevólver colgado del cuello, disponía delos dos brazos cuando necesitabamoverse. Pero en el momento en que elarma chocó contra sus pechos, creyó quevomitaría de dolor. Cuando los hombresse fueron, tal como se había prometidohacer durante el encarcelamiento,empezó a recitar en voz alta mientrascumplía sus tareas. «Un hombre alto, unabrigo de cuero, un sombrero flexible»,había murmurado al servirse unagenerosa medida de vodka pararecuperar las fuerzas. «¡Un hombre

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fuerte, una mollera calva, zapatosgrises de pala inglesa!» Haré cancionespara ayudar a mi memoria, se habíapropuesto; se las cantaré al mago, algeneral… ay, ¿por qué no responden ami segunda carta?

Volvía a ser una niña que se caía desu jaca y el animal regresaba y lapisoteaba. Volvía a ser una mujer queintentaba convertirse en madre. Recordólos tres días de sufrimiento inenarrableen los que Alexandra se negóobstinadamente a nacer bajo la luz gris ypeligrosa de una sucia clínica dematernidad moscovita… La misma luzque ahora veía al otro lado de la ventana

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y que, como un polvo extraño, se posabasobre los suelos encerados de suapartamento. Se oyó llamar a Glikman:«Traédmelo, traédmelo.» Recordó que aveces le había parecido que era a él, asu amado Glikman, a su bien amadoamante, a quien paría y no al hijo deambos… como si su cuerpo robusto yvelludo luchara para salir de ella —¿opara entrar?—, como si dar a luz fueseentregar a Glikman al cautiverio que ellatanto temía.

¿Por qué no está aquí, por qué noviene?, se preguntó Ostrakova yconfundió a Glikman tanto con el generalcomo con el mago. ¿Por qué no

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responden a mi carta?Conocía muy bien el motivo por el

cual Glikman no había ido a verlamientras ella luchaba con Alexandra. Lehabía suplicado que no se acercase:«Tienes valor para sufrir y ya esbastante», le había dicho. «Pero notienes valor para presenciar elsufrimiento de los otros y también teamo por eso. Para Cristo fue tododemasiado fácil», le explicó. «Cristopodía curar a los leprosos, Cristo podíadevolver la vista a los ciegos y la vida alos muertos. Incluso podía morir por unacausa justa. Pero tú no eres Cristo, túeres Glikman y nada puedes hacer por

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mis sufrimientos salvo presenciarlos ysufrir, lo cual no le hace ningún bien anadie.»

Pero el general y el mago erandiferentes, pensó con algo deresentimiento, ¡se han erigido enmédicos de mi enfermedad y tengoderecho a contar con ellos!

A la hora acordada, la porteracretina y vociferante había subido, encompañía del troglodita de su maridoque llevaba un destornillador. Estabanentusiasmados con Ostrakova ycontentos de poderle llevar novedadestan alentadoras. Ostrakova se habíaacicalado minuciosamente para la visita,

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puso música, se maquilló y acumulólibros junto al diván para crear unambiente de dichosa introspección.

—Visitas, madame, hombres… No,no dejaron el nombre… han venido delextranjero para hacerle una brevevisita… conocieron a su marido,madame. Emigrados, como usted… No,madame, querían que fuera unasorpresa… Dijeron que traían regalosde sus parientes, madame… un secreto,madame, uno de ellos era tan robusto,tan fuerte y guapo… No, volverán enotro momento, han venido por negocios,dijeron que tenían muchoscompromisos… No, en taxi y lo hicieron

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esperar… ¡Imagínese lo que les habráncobrado!

Ostrakova se había reído y apoyadola mano en el brazo de la portera paraincluirla físicamente en un gran secreto,mientras el troglodita permanecía junto aellas y les lanzaba su aliento de tabaco yajo.

—Escúchenme los dos —pidióOstrakova—, préstenme atención. Sémuy bien quiénes son estos visitantesricos y guapos. Se trata de los malvadossobrinos de mi marido que viven enMarsella, unos diablos perezosos ygrandes vagabundos. Si me traen unregalo, pueden estar seguros de que

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también querrán una cama y,probablemente, la cena. Tengan laamabilidad de decirles que pasaré unosdías más en el campo. Los quieromucho, pero necesito estar en paz.

Ostrakova compró con dinerocualquier duda o desilusión quepudieran albergar la portera y sumarido, y ahora volvía a estar sola, conel revólver colgado al cuello. Se habíaestirado en el diván y levantaba lacadera de un modo que le resultaramedianamente soportable. Tenía elrevólver en la mano y apuntaba hacia lapuerta; oía las pisadas que subían laescalera, dos pares de pisadas, unas

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pesadas y las otras ligeras.Ensayó: «Un hombre alto, un abrigo

de cuero… un hombre fuerte, zapatosgrises con pala inglesa…»

Después la llamada, tímida comouna propuesta de amor infantil. Y la vozdesconocida, que hablaba francés con unacento extraño, lento y clásico como elde su marido Ostrakov y con la mismaternura seductora.

—Madame Ostrakova, por favor,déjeme pasar. He venido a ayudarla.

Con la sensación de que todollegaba a su fin, Ostrakova amartillódeliberadamente el revólver de sudifunto esposo y avanzó hasta la puerta

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con paso firme, aunque penoso. Caminódescalza y como un cangrejo;desconfiaba de la mirilla de ojo depescado. No había nada que pudieraconvencerla de que era imposible miraren ambas direcciones. En consecuencia,se desvió por la habitación con laesperanza de eludir el campo visual dela mirilla y al hacerlo pasó junto alretrato borroso de Ostrakov y le molestómuchísimo el hecho de que él hubiesetenido el egoísmo de morir tanprematuramente en lugar de seguir convida para protegerla. No, he salido delapuro. Tengo mi propio coraje, pensó.

¡Vaya si lo tenía! Iba a la guerra y

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cada instante podía ser el último, perolos dolores habían desaparecido, sucuerpo estaba tan dispuesto como lohabía estado siempre, en cualquiermomento, para Glikman; sentía que laenergía de él corría por sus miembroscomo si fuesen refuerzos. Tenía aGlikman a su lado y recordó su fortalezasin anhelarla. Tuvo la visión bíblica deque la infatigable cópula que habíancompartido la había aprestado para esemomento. Poseía la serenidad y el honorde Ostrakov y, además, su revólver.Pero su coraje desesperado y solitariole pertenecía decididamente porque erael valor de una madre provocada,

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despojada y furiosa: ¡Alexandra! Loshombres que habían ido a matarla eranlos mismos que le reprocharon sumaternidad truncada, que asesinaron aOstrakov y a Glikman y que acabaríancon todo el mundo si ella no se loimpedía.

Sólo deseaba apuntar antes dedisparar y se había dado cuenta de quemientras la puerta permaneciera cerraday con la cadena puesta, y la mirilla en susitio, podría apuntar desde muy cerca…cuanto más cerca, mejor, pues erasensatamente modesta con respecto a supuntería.

Tapó la mirilla con el dedo para

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evitar que ellos miraran hacia elinterior, después acercó un ojo paraaveriguar quiénes eran y lo primero quevio fue a la tonta de la portera, muycerca, redonda como una cebolla acausa de la lente distorsionada, con peloverde por el reflejo de las baldosas decerámica del rellano, una inmensasonrisa gomosa y una nariz que sedestacaba como el pico de un pato.Entonces Ostrakova pensó que laspisadas ligeras habían sido las de laportera… la ligereza, como el dolor y lafelicidad, siempre está subordinada a loque ha ocurrido antes o después. Ensegundo lugar vio a un hombre menudo

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con abrigo de mezclilla de color pardoque, a causa de la mirilla de ojo de pez,aparecía tan gordo como el anuncio delos neumáticos Michelin. MientrasOstrakova observaba, él se quitóseriamente un sombrero de paja queparecía salido de una novela deTurgenev y lo sostuvo a un lado delcuerpo, como si acabara de oír el himnonacional de su país. De ese gesto,Ostrakova dedujo que el hombrecillo ledecía que sabía que estaba asustada, quesabía que lo más que temía era un rostroen sombras y, al descubrirse, de algúnmodo le mostraba su buena disposición.

Su inmovilidad y su seriedad

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sugerían una obediente sumisión que, aligual que su voz, le recordó una vez mása Ostrakov; la lente podía hacer quepareciere una rana pero jamás lodespojaría de su porte. Sus gafastambién le recordaron a Ostrakov, pueseran tan necesarias para ver como lo esun bastón para un inválido. Ostrakovaasimiló todo esto durante su primera yprolongada inspección, con el corazónpalpitante pero con mirada serena,mientras apretaba el cañón del revólvercontra la puerta, con el dedo apoyado enel gatillo, y decidía si dispararía o no enese momento… «¡Éste por Glikman,éste por Ostrakov y éste por

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Alexandra!»En virtud de su desconfianza,

Ostrakova estaba convencida de quehabían elegido al hombre por su aspectohumano, porque sabían que Ostrakovhabía tenido la misma capacidad de ser,a la vez, gordo y majestuoso.

—No necesito ayuda —respondióOstrakova finalmente y, aterrorizada, sedispuso a ver el efecto que sus palabrasejercían en el hombre.

Mientras prestaba atención, laestúpida de la portera decidió gritar porcuenta propia:

—¡Madame, es un caballero! ¡Esinglés! ¡Está preocupado por usted!

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¡Madame, está enferma y todo el barrioestá preocupado por usted! Madame, nopuede seguir encerrada —hizo una pausa—. Madame, es un doctor… ¿no es así,monsieur? ¡Un médico eminente quetrata las enfermedades del espíritu! —Ostrakova oyó que a continuación laidiota susurraba al hombrecillo—:Monsieur, dígaselo. ¡Dígale que esdoctor!

Pero el desconocido meneó lacabeza desaprobadoramente y contestó:

—No, no, eso no es verdad.—¡Madame —gritó la portera—, si

no abre la puerta llamaré a la policía!¡Es inadmisible que una rusa se permita

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armar tanto escándalo! ¡No faltaría más!Ostrakova elevó el tono de voz y

repitió:—¡No necesito ayuda!Sin embargo, sabía que ayuda era lo

que más necesitaba. Del mismo modoque Glikman era incapaz de matar,Ostrakova sabía que nada haría sin suapoyo. Aunque el mismísimo demonioestuviese delante de ella, seríaabsolutamente incapaz de matar al hijode otra mujer.

Mientras Ostrakova continuaba suvigilancia, el hombrecillo dio un cortopaso al frente hasta que su rostro,distorsionado como una figura bajo el

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agua, fue lo único que percibió a travésde la lente; por primera vez vio la fatigade ese rostro, los ojos enrojecidosdetrás de las gafas y las profundasojeras; percibió en él una apasionadapreocupación por ella que nada teníaque ver con la muerte sino con lasupervivencia; percibió que observabaun rostro preocupado en lugar de unacara que había desterrado para siemprela compasión. El rostro se acercó aúnmás y el chasquido del buzón bastó paraque casi apretara por error el gatillo, locual la aterró. Sintió la sacudida de sumano y sólo la detuvo en el instanteinmediato a la acción. Después se

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agachó para recoger el sobre que habíacaído sobre el felpudo. Era la carta quehabía escrito al general… la segunda, laque decía en francés «alguien intentamatarme». Como último y testarudogesto de resistencia, Ostrakova fingiópreguntarse si la carta era una trampa, siellos la habían interceptado, comprado,robado o falsificado. Pero al ver la cartay reconocer las primeras palabras y eltono desesperado, se sintióprofundamente hastiada de engaños, derecelos y de tratar de ver el mal dondemás deseaba hallar el bien. Oyó una vezmás la voz del hombre grueso, unfrancés bien aprendido pero algo

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defectuoso, y evocó las cancionesescolares, que apenas recordaba. Si élestaba mintiendo, entonces se trataba dela mentira más ingeniosa que Ostrakovahabía oído en su vida.

—Madame, el mago ha muerto —dijo y empañó la mirilla de ojo depescado con el aliento—. He venido deLondres para ayudarla.

En años sucesivos —y,probablemente, durante toda su vida—,Peter Guillam contaría con diversosgrados de franqueza la historia de suregreso a casa aquella tarde. Pondría de

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manifiesto que se trataba decircunstancias especiales. En primerlugar, estaba de mal humor y lo habíaestado todo el día. En segundo lugar, elembajador le había criticadopúblicamente durante la reunión semanalpor un comentario ligeramenteindecoroso que hizo acerca de labalanza de pagos de Inglaterra. En tercerlugar, hacía poco que se había casado ysu jovencísima esposa estabaembarazada. En cuarto lugar, recibió lallamada telefónica de su esposa pocodespués de descifrar una extensa yespantosamente aburrida advertencia delCircus en la que se le recordaba por

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decimoquinta vez que en territoriofrancés no podía emprenderse ningunaoperación que no estuviese autorizadapor adelantado y por escrito desde laoficina central. Y, en quinto lugar, letout Paris sufría otro de sus periódicosataques de pánico a causa de lossecuestros. En último término, erasabido que el cargo de residente en jefedel Circus en París era un escaparatepara exhibición de los funcionarios queserían enterrados poco después y queofrecía poco más que la oportunidad decompartir interminables almuerzos condiversos jefes sumamente corruptos yaburridos de los servicios franceses de

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espionaje que rivalizaban entre sí,quienes dedicaban más tiempo aespiarse mutuamente que a sus presuntosenemigos. Más tarde, Guillam insistiríaen que debían tenerse en cuenta todosesos factores antes de acusarlo de haberactuado irreflexivamente. Quizáconvenga agregar que Guillam era undeportista medio francés, pero másinglés a causa de ello; era esbelto, casiguapo… y, a pesar de que luchabacontra ellos hasta las últimasconsecuencias, rondaba los cincuentaaños, edad que marca el límite que muypocos agentes activos superan en suscarreras. Además, era dueño de un

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Porsche alemán que acababa deestrenar, coche que había comprado,algo avergonzado, a precio diplomáticoy aparcado, pese a la estrepitosadesaprobación del embajador, en elaparcamiento de la Embajada.

Marie-Claire Guillam telefoneó a sumarido a las seis en punto, en elmomento en que él guardaba bajo llavesus libros de códigos. Guillam contabacon dos líneas telefónicas, una de ellasdirecta y teóricamente operativa. Lasegunda pasaba por la centralita. Marie-Claire le telefoneó por la línea directa,que era lo que habían acordado queharía si se presentaba un imprevisto.

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Habló en francés, que era su lenguamaterna, aunque en los últimos tiemposse habían comunicado en inglés para queella mejorase su dominio de esteidioma.

—Peter —dijo.Él percibió de inmediato la tensión

contenida en su voz.—¿Marie-Claire? ¿Qué ocurre?—Peter, hay alguien aquí. Quiere

que vengas de inmediato.—¿Quién?—No puedo decirlo. Es importante.

Por favor, ven de inmediato a casa —repitió y colgó.

El adjunto de Guillam, el señor

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Anstruther, estaba de pie junto a lacámara acorazada cuando sonó elteléfono, a la espera de que aquélmanipulara la cerradura de combinaciónpara que ambos guardasen las llaves. Através de la puerta abierta del despachode Guillam, vio que éste colgababruscamente el teléfono y que acontinuación arrojaba —un lanzamientolargo, probablemente de cinco metros—la sagrada llave personal del residenteen jefe, prácticamente el símbolo de sucargo, que Anstruther cogió por milagro:levantó la mano izquierda y la atrapócon la palma, como un jugadoramericano de béisbol; más tarde explicó

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a Guillam que, aunque lo hubieseintentado cien veces más, no lo habríalogrado.

—¡No te muevas de aquí hasta que tetelefonee! —gritó Guillam—. Siéntateen mi escritorio y ocúpate de losteléfonos. ¿Me oyes?

Anstruther acató sus indicaciones.Guillam ya había bajado la mitad de laelegante escalera de la Embajada,abriéndose paso entre mecanógrafas,guardianes de la cancillería y jóvenespresumidos que partían hacia la rondade cócteles nocturnos. Segundos mástarde, se encontraba al volante de suPorsche y aceleraba el motor como un

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conductor de coches de carrera,profesión que podría haberdesempeñado en otra vida. La casa deGuillam se encontraba en Neuilly ynormalmente esas carreras deportivas enmedio del tráfico de la hora punta ledivertían, recordándole dos veces al día—según decía— que por muyenloquecedoramente aburrida que fuesela rutina de la Embajada, la vida a sualrededor era estimulante, agresiva ydivertida. Solía cronometrar el tiempoque tardaba en cubrir esa distancia. Sitomaba por la Avenue Charles de Gaulley tenía suerte con los semáforos, no eraimposible recorrer en veinticinco

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minutos la distancia en medio del tráficonocturno. A última hora de la noche o aprimera de la mañana, con las callesvacías y matrícula diplomática, podíahacerlo en quince minutos, pero en lahora punta tardar treinta y cinco minutossignificaba ir a mucha velocidad y, porlo general, tardaba cuarenta. Esa tarde,acosado por las visiones de Marie-Claire amenazada a punta de pistola porun grupo de nihilistas delirantes,recorrió la distancia exactamente endieciocho minutos. Los informespoliciales que más tarde le fueronpresentados al embajador mencionabanque se había saltado tres semáforos en

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rojo y rozado los ciento cuarentakilómetros en el último tramo. Pero setrata, necesariamente, de unareconstrucción, ya que nadie intentóalcanzarlo. El mismo Guillam apenasrecuerda ese viaje en coche, salvo uncasi encontronazo con un camión demudanzas y un ciclista chiflado a quiense le metió en la cabeza girar a laizquierda cuando Guillam sólo seencontraba ciento cincuenta metros másatrás.

Vivía en el tercer piso de una villa.Frenó antes de llegar a la entrada, paróel motor y dejó que el coche sedeslizase, para saltar hasta la puerta tan

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silenciosamente como se lo permitía laprisa que tenía. Esperaba ver un cocheaparcado en los alrededores,probablemente con un conductor alvolante listo para huir pero, para sualivio momentáneo, no vio a nadie. Sinembargo, la luz de su dormitorio estabaencendida, de modo que en ese momentoimaginó a Marie-Claire amordazada yatada a la cama y a los raptores a sulado esperando que él llegara. Si lo queles interesaba era él, Guillam no tenía lamenor intención de decepcionarlos.Había ido desarmado, pues no lequedaba otra alternativa. Los caserosdel Circus sentían un terror místico por

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las armas y su revólver ilegal estabaguardado en el cajón de la mesita denoche, de modo que seguramente ellosya lo habían encontrado. Subió ensilencio los tres pisos y al llegar a lapuerta del apartamento se quitó lachaqueta y la arrojó al suelo, junto a él.Llevaba la llave en la mano, la introdujotan suavemente como pudo en lacerradura, apretó el timbre y luego gritó:«Facteur» —cartero— por el buzón ydespués «Exprès». Con la mano en lallave, esperó hasta oír pasos que seacercaban y que, reconoció deinmediato, no pertenecían a Marie-Claire. Eran pisadas lentas, incluso

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pesadas y tal como sonaron al oído deGuillam, medianamente seguras de símismas. Llegaban desde el dormitorio.Realizó varias operacionessimultáneamente. Sabía que para abrir lapuerta desde el interior era necesariohacer dos movimientos distintos.Primero había que quitar la cadena ydespués abrir el pestillo de golpe.Acuclillado, Guillam esperó hasta oírque la cadena estaba libre y luegoempleó su único factor sorpresa: utilizósu llave y apoyó todo su peso contra lapuerta; al hacerlo, experimentó laprofunda satisfacción de ver que unafigura masculina y rolliza salía

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despedida hacia el espejo del pasillo ylo arrancaba de la pared mientras él lecogía del brazo y le hacía una terriblellave… para descubrir el rostrosorprendido de su mentor y amigo detoda la vida, George Smiley, que lemiraba indefenso.

Guillam describe vagamente lasconsecuencias de ese encuentro; desdeluego, no había recibido aviso de lallegada de Smiley y éste —quizá portemor a los micrófonos— poco dijo enel interior del piso para esclarecerlo.Marie-Claire se encontraba en el

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dormitorio, pero no estaba atada niamordazada; fue Ostrakova quien, porinsistencia de Marie-Claire, se acostóen la cama con su viejo vestido negro yla joven la atendía de todos los modosposibles: con pechuga de pollo, jalea, téde menta y todos los alimentos paraenfermos que había preparadodiligentemente para el maravilloso díaque aún no había llegado, en queGuillam caería enfermo y tendría quecuidarlo. Al parecer, Ostrakova habíarecibido una paliza, notó Guillam(aunque todavía no conocía su nombre).Tenía amplios morados grises alrededorde los ojos y los labios, y los dedos

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destrozados, evidentemente a causa deque había intentado defenderse. Despuésde mostrar brevemente a Guillam esaescena —la dama maltrecha atendidapor la preocupada esposa-niña, Smileycondujo a Guillam hasta el salón y, consu autoridad de ex jefe del dueño decasa, planteó en pocos minutos susnecesidades. Tal como ocurrieron lascosas, sólo en ese momento quedójustificada la prisa de Guillam.Ostrakova —Smiley se refirió a ellallamándola «nuestra invitada»— debíaabandonar París esa misma noche,explicó. El piso franco de la estación delas afueras de Orleans —al que

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denominó «nuestra mansióncampestre»— no era lo bastante seguro,pues ella necesitaba un lugar en el que leproporcionaran cuidados y protección.Guillam recordó a un matrimoniofrancés —un agente retirado y su esposa— que vivían en Arras y que en elpasado habían proporcionado refugio alas ocasionales aves de paso del Circus.Acordaron que él les telefonearía perono desde su casa: Smiley le mandóbuscar un teléfono público. MientrasGuillam realizaba los preparativosnecesarios y regresaba, Smiley escribióun mensaje en una hoja del horriblepapel de carta de Marie-Claire, con

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conejitos que comían hierbas, mensajeque quería que Guillam transmitierainmediatamente al Circus: «Personalpara Saul Enderby, descífrelo ustedmismo.» El texto, que Smiley insistió enque Guillam debía leer (pero no en vozalta), solicitaba amablemente a Enderby—«en vista de la segunda muerte que sinduda ya te ha sido comunicada»— quecelebraran una reunión en el Lugar deBen cuarenta y ocho horas más tarde.Guillam no tenía la más remota idea delo que era el Lugar de Ben.

—Ah, Peter…—¿Sí? Dime, George —repuso

Guillam todavía desconcertado.

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—Supongo que existe una guíaoficial de los diplomáticos acreditadosen París. ¿Por casualidad la tienes aquí?

Así era. A decir verdad, Marie-Claire no se separaba de ella. Como notenía memoria para los nombres, la guíaestaba junto al teléfono del dormitorio ala espera de la llamada de un miembrode una Embajada para hacerles otrainvitación a un cóctel, a cenar o, peoraún, a las fiestas patrióticas. Guillam lafue a buscar y unos instantes después lamiraba por encima del hombro deSmiley. «Kirov», leyó, pero no en vozalta, mientras seguía la línea trazada porla uña del pulgar de Smiley. «Kirov,

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Oleg, segundo secretario (comercial),soltero.» Después aparecía unadirección del ghetto de la Embajadasoviética, en el distrito séptimo.

—¿Alguna vez te has topado con él?—inquirió Smiley.

Guillam sacudió negativamente lacabeza.

—Hace algunos años le echamos unvistazo. Figuraba como «manos libres»—respondió.

—¿Cuándo se editó esta guía? —preguntó Smiley. La respuesta figurabaen la tapa: en diciembre del añoanterior. Agregó—: Bueno, cuandollegues a la oficina…

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—Echaré un vistazo al expediente—prometió Guillam.

—También está esto —dijo Smileybruscamente y entregó a Guillam unasencilla bolsa de plástico que, según viodespués, contenía varios micro-cassettesy un abultado sobre de papel manila—.Por favor, que salga con el primercorreo diplomático de mañana —pidióSmiley—. La misma clasificación y elmismo destinatario del telegrama.

Guillam dejó a Smiley concentradoen la guía y a las dos mujeres encerradasen el dormitorio, y regresó a toda prisa ala Embajada. Después de liberar alconfundido Anstruther de su vigilia junto

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a los teléfonos, le entregó la bolsa deplástico y las instrucciones de Smiley.La tensión de Smiley había afectadonotoriamente a Guillam, que ahorasudaba. Más tarde afirmó que en losaños que hacía que conocía a George,nunca lo había visto tan ensimismado,tan absorto, tan indirecto ni tandesesperado. Volvió a abrir la cámaraacorazada, codificó y enviópersonalmente el telegrama y sóloesperó el tiempo que tardó en llegar elacuse de recibo de la oficina centralpara extraer el expediente de losmovimientos de la Embajada soviética yhojear los números atrasados de las

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listas de espera. No tuvo que revisardemasiados papeles. La tercera serie,con copia a Londres, le permitió saberlo que quería. Oleg Kirov, segundosecretario comercial, descrito en estaocasión como «casado, pero su esposano está con él», había regresado aMoscú dos semanas atrás. En el espaciodedicado a comentarios diversos, elservicio de enlace francés habíaagregado que, según fuentes soviéticasbien informadas, Kirov «fue llamadopor la cancillería soviética con pocotiempo de anticipación a fin de que sehiciese cargo de un nombramiento demayor categoría que había quedado libre

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inesperadamente». En consecuencia, nofue posible celebrar las tradicionalesfiestas de despedida.

En Neuilly, Smiley recibió lainformación de Guillam en el másabsoluto silencio. No pareciósorprendido sino, en cierto sentido,aterrado y cuando finalmente habló —cosa que no hizo hasta que los tres seencontraron en el coche dirigiéndose atoda velocidad hacia Arras— su voztenía un acento casi desesperanzado.

—Sí… —dijo como si Guillamconociese a fondo la historia—. Sí,obviamente es eso lo que haría, ¿no?Mandaría llamar a Kirov con el pretexto

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de un ascenso a fin de asegurarse de querealmente iba.

George no había hablado así, dijoGuillam —sin duda ayudado por unaimagen retrospectiva—, desde la nocheen que desenmascaró a Bill Haydoncomo topo de Karla y como amante deAnn.

Mirando hacia atrás, Ostrakovaapenas tenía recuerdos coherentes sobreaquella noche, sobre el viaje en cochedurante el cual logró dormir, ni sobre elsereno pero persistente interrogatorio alque la sometió el hombrecillo rollizo a

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la mañana siguiente, después de quedespertara. Quizá había perdidotransitoriamente la capacidad deimpresionarse… y, por ende, derecordar. Respondió a sus preguntas, ledio las gracias y le proporcionó —sinentusiasmo ni «adornos»— la mismainformación que le había dado al mago,a pesar de que él parecía conocerla casitoda.

—El mago está muerto —murmuróuna vez—. ¡Dios mío!

Preguntó por el general, pero apenasprestó atención a la respuesta evasiva deSmiley. Pensaba: primero Ostrakov,después Glikman y ahora el mago… y ni

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siquiera sabía su nombre. Susanfitriones también eran amables peroaún no habían producido la menorimpresión en ella. Llovía y Ostrakova nolograba divisar los campos distantes.

De todos modos, a medida quepasaban las semanas, Ostrakova sepermitió el lujo de caer, poco a poco, enun estado de hibernación idílica. Elcrudo invierno llegó temprano y elladejó que sus nieves la abrazaran; alprincipio andaba poco, pero fueprolongando sus paseos, se retirabatemprano, rara vez hablaba y, a medidaque su cuerpo se recuperaba, lo mismole ocurría a su espíritu. En los primeros

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momentos, una comprensible confusiónreinó en su mente y pensaba en su hija enlos términos en los cuales la habíadescrito el desconocido macilento:como una impetuosa disidente y unarebelde indomable. Lentamente, lalógica de la cuestión surgió ante ella. Enalgún lugar, dedujo, estaba la verdaderaAlexandra, que vivía y era dueña de sí,como antes. O, como antes, ni vivía niera dueña de su persona. Fuera cualfuese el caso, las mentiras del hombremacilento se referían a un ser totalmentedistinto, a un ser que ellos habíaninventado para satisfacer susnecesidades. Incluso logró hallar

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consuelo en la posibilidad de que suhija, si es que vivía, ignorara porcompleto sus maquinaciones.

Es posible que los daños que habíasufrido —tanto mentales comocorporales— lograran lo que años deplegarias y de angustia no habían podidohacer y la liberaran de lasrecriminaciones que se había hecho a símisma con respecto a Alexandra.Lamentó cuanto quiso la muerte deGlikman y tuvo conciencia de que estabatotalmente sola en el mundo, pero en elpaisaje invernal la soledad no leresultaba desagradable. Un brigadierretirado le propuso matrimonio, pero

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Ostrakova lo rechazó. Más tarde se supoque el brigadier hacía esa proposición atodas las mujeres que conocía. PeterGuillam la visitaba como mínimo unavez por semana y a veces daban paseosde una o dos horas. En un francésimpecable, él le hablaba principalmentede arquitectura de jardines, tema sobreel cual poseía conocimientosinagotables. Esa fue la vida deOstrakova en lo que se refiere a estahistoria. Y la vivía ignorando totalmentelos acontecimientos que habíadesencadenado su primera carta algeneral.

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19—¿Sabes si su verdadero apellido

es Ferguson? —preguntó Saul Enderbyarrastrando lentamente las palabras, conel típico tono de salón del elegantebarrio londinense de Belgravia, queconstituye la culminación de lavulgaridad de la clase alta inglesa.

—Jamás lo he dudado —respondióSmiley.

—De la vieja cuadra de faroleros, éles prácticamente lo único que nosqueda. En la actualidad, los Sabios noaprueban la vigilancia interior. Va

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contra el partido o alguna estupidez porel estilo —Enderby prosiguió con elestudio del voluminoso documento quetenía en la mano—. ¿Entonces cuál es tunombre, George? ¿Sherlock Holmessiguiéndole los pasos al pobre y viejoMoriaty? ¿El capitán Achabpersiguiendo a su enorme ballenablanca? ¿Quién eres tú? —Smiley norespondió—, Confieso que me gustaríatener un enemigo —comentó Enderbymientras volvía algunas páginas—. Hacemuchos años que lo busco. ¿No es así,Sam?

—Noche y día, jefe —coincidióSam Collins entusiasmado, mientras

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dedicaba a su amo una confiada sonrisa.El Lugar de Ben era el cuarto

interior de un sombrío hotel deKnightsbridge y los tres hombres sehabían reunido allí hacía una hora. En uncartel colgado de la puerta se leíaDIRECCIÓN, ESTRICTAMENTEPRIVADO. Al entrar aparecía unaantesala para dejar los abrigos y lossombreros; después se veía un despachoprivado de paneles de roble repleto delibros y con olor a almizcle que, a suvez, daba a un rectángulo de jardínamurallado robado al parque, con unestanque para peces, un ángel de mármoly un sendero para pasear mientras se

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meditaba. La identidad de Ben, si algunavez la tuvo, se perdió en los archivos noescritos de la mitología del Circus. Perosu lugar seguía existiendo como un plusno declarado del mandato de Enderby—y del de George Smiley antes de él—y como lugar de cita para reuniones quenunca tuvieron lugar.

—Si no te molesta, volveré a leerlas—dijo Enderby—. A esta hora del díaestoy algo torpe.

—Jefe, me parece que sería muy útil—intercaló Collins.

Enderby se acomodó sus gafas demedia luna, pero sólo para mirar porencima de ellas. Secretamente, Smiley

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sustentaba la teoría de que eran decristal común.

—Kirov es el que habla. Ocurredespués de que Leipzig le lanzara elanzuelo, ¿verdad, George? —Smileyasintió distraídamente con la cabeza—.Siguen en el club nocturno sinpantalones, pero son las cinco de lamañana y han enviado a las chicas a sucasa. Primero aparece el lloroso cómo-pudiste-hacerme-esto de Kirov. «¡Otto,creí que eras amigo mío!», dice. ¡Cielos,aquí se equivocó! Después aparece sudeclaración, que los traductores hanpuesto en un pésimo inglés. Han hechoun concordato… ¿es ésa la expresión,

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George? Omitir todos los términoscoloquiales.

Fuese o no la expresión, Smiley norespondió. Quizá nadie esperaba que lohiciese. Permanecía inmóvil en un sillónde cuero, echado hacia adelante, con lasmanos cruzadas, y no se había quitado elabrigo de mezclilla de color pardo. A laaltura del codo tenía una copiamecanografiada de las transcripcionesde Kirov. Se le veían ojeras y más tardeEnderby comentó que parecía estar adieta. Sam Collins, jefe de operaciones—hombre apuesto, de sonrisa ostentosay siempre a punto—, permanecíaliteralmente a la sombra de Enderby.

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Hubo una época en que Collins fue elhombre duro del Circus, a quien losaños de actividad le habían enseñado adespreciar la jerga del quinto piso.Ahora era el cazador furtivo convertidoen guardabosques y alimentaba sujubilación y su seguridad social delmismo modo que otrora alimentara susredes. Una traviesa confusión se habíaapoderado de él. Fumaba cigarrillosnegros pero sólo hasta la mitad,momento en que los apagaba en unaconcha marina resquebrajada mientrassu mirada de sabueso reposabafielmente en Enderby, su amo. Estepermanecía apoyado contra la columna

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de las puertas vidrieras, destacado porla luz que entraba desde el exterior, yutilizaba una astilla de un fósforo demadera para limpiarse los dientes. Unpañuelo de seda asomaba por el puño dela manga izquierda de la camisa y estabade pie con una rodilla hacia adelante yligeramente doblada, como si seencontrase en Ascot, en el recinto parasocios. En el jardín, fragmentos debruma se extendían como delgada gasasobre el césped. Enderby echó haciaatrás la cabeza y apartó el documento,como quien lee un menú.

—Empecemos. Yo soy Kirov.«Como responsable de finanzas, desde

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1970 hasta 1974, trabajé para el Centrode Moscú, y mi deber consistía endescubrir irregularidades en las cuentasde las residencias del exterior y enllamar a capítulo a los culpables.» —Seinterrumpió y volvió a mirar por encimade las gafas—. Todo esto ocurrió antesde que Kirov fuese destinado a París.¿De acuerdo?

—Absolutamente —dijo Collins enalta voz y miró a Smiley en busca deapoyo, pero no lo obtuvo.

—Verás, George, sólo estoyhaciendo cálculos —explicó Enderby—.Organizo mis ideas. ¿No utilizas tumateria gris? —Sam Collins sonrió de

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oreja a oreja ante la muestra demodestia de su jefe. Enderby prosiguió—. «A consecuencia de la realizaciónde estas investigaciones sumamentedelicadas y confidenciales, que enalgunos casos condujeron al castigo defuncionarios de categoría del Centro deMoscú, conocí al jefe de laindependiente Decimotercera Direcciónde Seguridad, subordinada al ComitéCentral del partido, a quien en el Centrosólo se conoce por su nombre de trabajoa Karla. Se trata de un nombre de mujery, según se dice corresponde a laprimera red que controló.» ¿No es asíGeorge?

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—Fue durante la guerra civilespañola —dijo Smiley.

—El gran patio de recreo. Bueno,bueno, continuemos «La DecimoterceraDirección es un servicio aparte dentrodel Centro de Moscú, dado que suprincipal misión consiste en elreclutamiento, el adiestramiento y elemplazamiento de agentes ilegales bajocobertura profunda en los paísesfascistas, agentes a los que también seconoce como topos… bla… bla… bla.A menudo un topo tarda muchos años enencontrar su lugar dentro del paíselegido como blanco y en volverseactivo en el servicio secreto. Fantasmas

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del Sangriento Bill Haydon. La tarea demantener a dichos topos no seencomienda a las residencias normalesen el exterior sino a un representante deKarla, como así se le conoce,generalmente un funcionario militar quedurante el día trabaja como agregado deuna Embajada. Esos representantes sonelegidos personalmente por Karla,constituyen una élite… bla… bla…bla… y gozan de privilegio de confianzay libertad que no tienen otrosfuncionarios del Centro, además depoder viajar y disponer de dinero. Enconsecuencia, son objeto de celos porparte del resto del servicio.» —Enderby

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fingió respirar y exclamó—: ¡ Cielos,vaya traductores! Quizá Kirov sólo seaun pelmazo agonizante. Se supone que unhombre que hace su confesión de últimahora debe tener el buen gusto de serbreve, ¿no? Pero no, claro que no,nuestro Kirov no. ¿Cómo estás, Sam?

—Bien, jefe, bien.—Volvamos al asunto —agregó

Enderby volviendo a su tono ritual—:«En el transcurso de mis investigacionesgenerales sobre irregularidadesfinancieras, quedó en duda la integridadde un residente de Karla, el coronelOrlov, destacado en Lisboa. Karlaconvocó a un tribunal secreto con su

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gente para tratar el caso y aconsecuencia de mis pruebas el coronelOrlov fue liquidado en Moscú el 10 dejunio de 1973.» Sam, ¿has dicho queesto se ha comprobado?

—Contamos con el informe noconfirmado de un desertor, según el cuallo mató un pelotón de ejecución —respondió Sam Collinsdespreocupadamente.

—Felicidades, camarada Kirov,amigo del desfalcador. ¡Cielos, qué nidode víboras, son peores que nosotros! —Enderby prosiguió la lectura de lastranscripciones—: «A causa de miparticipación para llevar ante el tribunal

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al delincuente Orlov, fui felicitadopersonalmente por Karla y tambiénobligado a guardar secreto, pues élopinaba que la irregularidad del coronelOrlov era una vergüenza para suDirección y menoscababa su posición enel Centro de Moscú. A Karla se leconoce como un camarada de elevadasnormas de integridad y, por este motivo,cuenta con muchos enemigos entre lasfilas de los que se permiten excesos.»—Enderby hizo una pausa deliberada yvolvió a mirar a Smiley por encima desus gafas de medialuna—. Todosnosotros hilamos las cuerdas que nosahorcan, ¿no es así, George?

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—Somos un grupo de arañassuicidas, jefe —intervino Sam Collinscon entusiasmo y dirigió una sonrisa aúnmás amplia a un punto situado entre losdos hombres.

Pero Smiley estaba concentrado enla lectura de la declaración de Kirov yno estaba de humor para bromas.

—Pasemos por alto el año siguientede la vida y los amores del hermanoKirov y concentrémonos en su posteriorencuentro con Karla —propuso Enderbysin inmutarse por el silencio de Smiley—. Las llamadas nocturnas… deduzcoque es algo corriente —volvió un par depáginas. Smiley, que repetía los

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movimientos de Enderby, hizo lo mismo—. Un coche se detiene delante delapartamento moscovita de Kirov…Cielos, ¿por qué no dicen piso comotodo el mundo? Lo arrancan de la camay lo llevan a un destino desconocido.Me parece que los gorilas del Centro deMoscú llevan una vida extraña y nuncasaben si recibirán una medalla o unbalazo —volvió a referirse al informe—. Todo esto concuerda, ¿no es así,George? Me refiero al viaje y a lodemás, a la media hora en coche, alavión pequeño, etcétera.

—La Decimotercera Direccióncuenta con tres o cuatro

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establecimientos, incluido un ampliocampo de adiestramiento próximo aMinsk —apuntó Smiley.

Enderby pasó algunas páginas más.—Aquí tenemos de nuevo a Kirov en

presencia de Karla: en medio de lanada, la misma noche. Karla y Kirovestán totalmente solos. Una pequeñacabaña de madera, una atmósferamonástica, ni adornos ni testigos… almenos, ninguno visible. Karla va directoal grano. ¿Le gustaría a Kirov serdestinado a París? A Kirov le gustaríamucho, señor… —pasó a otra página—,Kirov siempre admiró la DecimoterceraDirección, señor, bla, bla… siempre fue

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un gran admirador de Karla… y sigueadulándolo. Habla como tú, Sam. Esinteresante observar que Kirov pensabaque Karla parecía cansado… ¿hasreparado en ello? Parecía crispado.Karla sometido a tensión, fumaba comouna chimenea.

—Siempre lo hizo —afirmó Smiley.—¿Qué es lo que siempre hizo?—Siempre fumó excesivamente —

puntualizó Smiley.—¿Realmente? Por Dios, ¿es

verdad? —Enderby volvió otra página ydijo—: Ahora aparece la información deKirov. Karla se la explicadetalladamente. «Para mi trabajo diurno,

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tendría el cargo de funcionariocomercial de la Embajada y en mitrabajo especial sería responsable delcontrol y el manejo de las cuentasfinancieras de todas las estaciones de laDecimotercera Dirección en el exterior.Las estaciones estaban situadas en lassiguientes ciudades…» A continuación,Kirov las enumera. Figura Bonn, pero noHamburgo. ¿Me sigues, Sam?

—Perfectamente, jefe.—¿No te pierdes en el laberinto?—En absoluto, jefe.—Estos rusos son inteligentes.—Y diabólicos.—Vuelve a hablar Kirov: «Me

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convenció de la gran importancia de mitarea… bla, bla… recordó mi excelentetrabajo en el caso Orlov y me advirtióque, en vista de la extrema delicadezade las cuestiones de que me ocupaba,rendiría cuentas directamente a laoficina privada de Karla y contaría conun juego separado de cifras…»Volvamos a la página quince.

Aquí está la página quince, jefe —dijo Collins. Smiley ya la habíaencontrado.

—«Karla me comunicó que, ademásde trabajar como censor de cuentas delas estaciones de la DecimoterceraDirección en Europa occidental, tendría

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que realizar determinadas actividadesclandestinas con miras a encontrarantecedentes de cobertura, o leyendas,para futuros agentes. Dijo que todos losmiembros de su Dirección participabanen la creación de leyendas pero que, detodos modos, era algo sumamentesecreto y bajo ninguna circunstanciadebía comentarlo con nadie. Ni con miembajador ni con el mayor Pudin, queera el representante operativopermanente de Karla dentro de nuestraEmbajada en París. Naturalmente,acepté el nombramiento y tomé posesiónde mi cargo después de asistir a uncurso especial de seguridad y

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comunicaciones. Hacía poco que estabaen París cuando una señal personal deKarla me avisó que se necesitabaurgentemente una leyenda para unaagente de alrededor de veintiún años deedad.» Hemos llegado al quid de lacuestión —comentó Enderby satisfecho—. «La señal de Karla mencionaba avarias familias de emigrados a las que,mediante presiones, se podía convencerpara que adoptasen a dicha agente comosu propia hija, dado que Karla consideraque el chantaje es una técnica preferibleal soborno.» ¡Vaya si lo es! —afirmóEnderby con entusiasmo—. Con la tasaactual de inflación el chantaje es lo

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único que mantiene su valor —SamCollins celebró estas palabras con unarisa de aprobación—. Gracias, Sam —agregó Enderby amablemente—,muchísimas gracias.

Quizás un hombre menosescrupuloso que Enderby —o menosinconmovible— hubiese pasado por altolas páginas siguientes, dado queconsistían, principalmente, en unajustificación de las peticiones queConnie Sachs y Smiley habían planteadotres años antes para que se explotara larelación Leipzig-Kirov.

—Kirov rastrea obedientemente alos emigrados, Pero sin éxito —anunció

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Enderby como si leyera los subtítulos deuna película—. Karla exhorta a Kirov aque haga más esfuerzos y éste se afanaun poco más, pero vuelve a cometer uncraso error —Enderby se interrumpió ymiró a Smiley, esta vez con sumaseriedad—. Kirov no servíaabsolutamente para nada, ¿verdad,George? —preguntó.

—No —respondió Smiley.—Karla no podía confiar en sus

propios compañeros, ése es turazonamiento. Tuvo que salir al bosquey reclutar a un irregular como Kirov.

—Sí.—Un patán. El tipo de persona que

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jamás superaría una prueba en Sarratt.—Exactamente.—En síntesis, podríamos decir que

después de montar su aparato yadiestrarlo para que aceptara sus férreasnormas, Karla no se atrevió a utilizarlopara este asunto. ¿Ese es turazonamiento?

—Sí —repuso Smiley—, ése es mirazonamiento.

—Así, cuando Kirov se topó conLeipzig en el avión a Viena —prosiguióEnderby parafraseando el relato deKirov— Leipzig se le apareció como larespuesta a todas sus plegarias. Noimportaba que tuviera su base en

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Hamburgo ni que en Tallinn hubiesenocurrido algunas cosas horribles: Ottoera un emigrado, mantenía buenasrelaciones con los grupos de emigrados,Otto el Muchacho de Oro. Kirov envióun mensaje urgente a Karla en el cual leproponía que se reclutara a Leipzigcomo fuente entre los emigrados y comodescubridor de talentos entre ellos.Karla estuvo de acuerdo.

—Si lo piensas, esto también resultaextraño —comentó Enderby—. ¡Cielos!Quiero decir que nadie en su sano juicioy sin una gota de alcohol en las venasapostaría a favor de un caballo con losantecedentes de Leipzig. Sobre todo

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para semejante trabajo.—Karla estaba sometido a tensiones

—recordó Smiley—. Lo dijo Kirov ytambién lo sabemos por otras fuentes.Tenía prisa. Se vio obligado a correrriesgos.

—¿Cómo cargarse a algunos tíos?—Eso fue más reciente —puntualizó

Smiley con tal tono de comprensión queEnderby le miró bruscamente.

—Últimamente estás muymisericordioso, ¿no es así, George? —preguntó con desconfianza.

—¿Yo? —la pregunta pareciódesconcertar a Smiley—. Si tú lo dices,Saul…

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—Y, por añadidura,endiabladamente humilde —volvió a lastranscripciones—. Página veintiuno ynos acercamos al final. Página veintiuno—repitió. Leyó lentamente para dar másdramatismo al párrafo—: «Después deléxito en el reclutamiento de Ostrakova yde la expedición formal de un permisofrancés para su hija Alexandra, recibíinstrucciones de separar inmediatamentediez mil dólares americanos mensualesde los anticipos del erario de París, conel fin de mantener a ese nuevo topo,quien a partir de entonces recibió elnombre de trabajo de KOMET. Además,la agente KOMET recibió la más alta

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clasificación de reserva dentro de laDirección, lo cual exigía que todas lascomunicaciones relativas a ella fuesenenviadas al director en persona,mediante códigos de persona a personay sin intermediarios. Sin embargo, erapreferible que dichas comunicacionesfuesen enviadas por correo diplomático,ya que Karla se opone al uso excesivode la radio.» George, ¿hay algo deverdad en estas palabras? —preguntóEnderby distraídamente.

—Así lo atrapamos en la India —respondió Smiley sin levantar la vista delas transcripciones—. Desciframos suscódigos y más tarde él prometió que no

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volvería a usar la radio. Pero comoocurre con la mayoría de las promesas,recapacitó y volvió a utilizarla.

Enderby arrancó con los dientes unaastilla del fósforo de madera y se lapasó por el dorso de la mano.

—George, ¿no quieres quitarte elabrigo? —preguntó—. Sam, ofrécelealgo de beber.

Sam ofreció a Smiley algo de beber,pero éste estaba demasiado concentradoen las transcripciones para responder.

Enderby continuó la lectura en vozalta:

—«También recibí instrucciones enel sentido de que debía cerciorarme de

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que no apareciera ninguna referencia aKOMET en las cuentas anuales deEuropa occidental que, como censor decuentas, estaba obligado a firmar y aentregar a Karla al final de cada añofinanciero, para que él las presentase algrupo colegiado del Centro de Moscú…No, nunca vi a la agente KOMET, ni séqué se ha hecho de ella ni en qué paísopera. Sólo sé que vive bajo el nombrede Alexandra Ostrakova, hija de padresnaturalizados franceses…» —nuevomovimiento de páginas—. «Yo no era elencargado de utilizar el pago mensual dediez mil dólares sin que los transfería aun banco de Thun, en el cantón suizo de

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Berna. La transferencia se ingresabasegún el reglamento en la cuenta de untal doctor Adolph Glaser. Éste es eltitular nominal de la cuenta, pero creoque sólo es el nombre de trabajo de unoperario de Karla en la Embajadasoviética en Berna, cuyo verdaderoapellido es Grigoriev. Creo que es asíporque en una ocasión en que mandédinero a Thun, el banco emisor cometióun error y no llegó; cuando Karla seenteró, me ordenó que de inmediatoenviara una cifra equivalente a laperdida a Grigoriev, mientrasproseguían las pesquisas bancarias.Hice lo que me ordenó y posteriormente

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recuperé la suma enviada dos veces. Estodo lo que sé. Otto amigo mío, tesuplico que mantengas reserva sobreestas confidencias que te he hecho puespodrían costarme la vida.» Estaba en locierto. Se lo cargaron —Enderby dejólas transcripciones sobre una mesa—.Podríamos decir que se trata de laúltima voluntad y del testamento deKirov. ¿No es así, George?

—Sí, Saul.—¿De veras no quieres beber nada?—No, gracias, estoy bien.—Tendré que hacer cálculos porque

aún estoy un poco lento. Vigila miscuentas. En modo alguno soy tan bueno

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como tú para las matemáticas. Observatodos mis movimientos —al recordar aLacon, Enderby alzó una mano blanca yseparó los dedos como preludio paracontar—. Uno, Ostrakova envía unacarta a Vladimir. Su mensaje hace sonarantiguas campanas. ProbablementeMikhel interceptó la carta y la leyó, peronunca lo sabremos. Podríamossonsacarlo pero sospecho que noserviría de nada y, si lo hiciéramosseguramente levantaríamos la perdizentre los sabuesos de Karla —cogióotro dedo—. Dos, Vladimir envía unacopia de la carta de Ostrakova a OttoLeipzig y le apremia para que reanude

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de inmediato su relación con Kirov.Tres, Leipzig se larga a París, visita aOstrakova, se acerca a su viejocompinche Kirov y le tienta para quevaya a Hamburgo… donde, después detodo, Kirov tiene la libertad de ir, yaque Leipzig aún figura en los libros deKarla como agente de aquél. Aquí hayun punto interesante, George —Smileyesperó en silencio—. En Hamburgo,Leipzig quema totalmente a Kirov. ¿Deacuerdo? Tienes la prueba en tussudorosas manos. Pero me gustaríasaber cómo lo quemó.

¿Smiley no seguía realmente elrazonamiento de Enderby o sólo quería

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que éste se esforzara un poco más?Fuera como fuese, prefirió considerarretórica la pregunta de Enderby.

—¿Cómo lo quemó Leipzig? —insinuó Enderby—. ¿Cuál fue lapresión? Un sucio duende… bueno, deacuerdo. Karla es un puritano y Kirovtambién. Pero, no estamos en los añoscincuenta, ¿verdad? Actualmente todo elmundo tiene derecho a echar una cana alaire, ¿no?

Smiley no hizo el menor comentariosobre las costumbres rusas pero en lacuestión de la presión fue tan precisocomo lo habría sido Karla:

—Se trata de una ética distinta a la

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nuestra. No soporta a los tontos.Nosotros creemos ser más sensibles quelos rusos a las presiones. Pero no esverdad. Lisa y llanamente, no es verdad—parecía muy seguro de susafirmaciones. Daba la impresión de queen los últimos tiempos había pensadomucho sobre este asunto—: Kirov fueincompetente e indiscreto. Y Karla lohabría destruido sólo por suindiscreción. Leipzig tenía pruebas deella. Recordarás que cuando iniciamosla operación original contra Kirov, éstese emborrachó e inesperadamente hablóde Karla. Le contó a Leipzig que fueKarla en persona quien le ordenó que

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preparara la leyenda para un agente. Ensu momento rechazaste la historia, peroera cierta.

Enderby no era un hombre propensoa ruborizarse, pero tuvo el buen gusto dehacer una mueca irónica antes de hurgaren su bolsillo en busca de otro fósforo.

—Éstos son los riesgos de escupirhacia arriba —comentó satisfecho,aunque no estaba claro si se refería a sunegligencia o a la de Kirov—.«Compañero, cuéntanos lo demás o lecomunicaré a Karla lo que ya me hascontado», dice el pequeño Otto. ¡Cielos,tienes razón, en realidad ya tenía cogidoa Kirov por los cojones!

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Sam Collins se atrevió a intercalarun comentario tranquilizador:

—Jefe, me parece que elrazonamiento de George coincide a laperfección con la referencia de la páginados —dijo—. Hay un párrafo en el queLeipzig menciona «nuestrasconversaciones en París». No cabe lamenor duda de que aquí Otto estámoviendo el cuchillo de Karla, ¿no esasí, George?

A juzgar por la atención que lededicaron ambos, Sam Collins podíahaber estado hablando en otrahabitación.

—Leipzig también tenía la carta de

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Ostrakova —agregó Smiley—. Y ésta nohablaba bien de Kirov.

—Algo más —dijo Enderby.—¿Sí, Saul?—Cuatro años, ¿verdad? Han

pasado cuatro años desde que Kirov lehizo su primera propuesta a Leipzig. Depronto cae sobre Ostrakova en busca delo mismo. Cuatro años después.¿Sugieres que fanfarroneó durante todoese tiempo con el mismo informe deKarla y que no adelantó nada?

La respuesta de Smiley fueextrañamente burocrática:

—Sólo podemos suponer que elrequisito de Karla dejó de tener

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vigencia y luego se reavivó —repusopuntillosamente y Enderby fue lobastante sensato para no presionarle.

—El razonamiento consiste en queLeipzig quema absolutamente a Kirov yle comunica a Vladimir que lo halogrado —resumió Enderby mientrasvolvía a levantar los dedos extendidospara seguir contando—. Vladimir envíaa Villem para que haga de estafeta.Mientras tanto, en el rancho de Moscú, oKarla sospecha que hay gato encerradoo Mikhel ha cantado, que es lo másprobable. Sea como fuere, Karla haceregresar a Kirov al país con el pretextode un ascenso y le da un tirón de orejas.

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Kirov canta rápidamente, como haría yo.Karla intenta volver a meter la pastadentífrica dentro del tubo. Asesina aVladimir mientras éste se dirige a la citacon nosotros, armado con la carta deOstrakova. Se carga a Leipzig. Hace unintento contra la vieja pero falla. ¿Cuáles su estado de ánimo ahora?

—Está en Moscú, esperando queHolmes o el capitán Achab le den caza—sugirió Sam Collins con su vozaterciopelada y encendió otro cigarrillonegro.

El comentario no le hizo ningunagracia a Enderby.

—George, ¿por qué Karla no

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desentierra su tesoro? Planteémoslo deotro modo. Si Kirov le ha confesado aKarla lo que le confesó a Leipzig, elprimer movimiento de Karla deberíaconsistir en borrar las huellas.

—Quizás el tesoro no es trasladable—opinó Smiley—. Quizás a Karla se lehan acabado las opciones.

—¡Pero sería una locura totalmantener intacta esa cuenta bancaria!

—Fue una locura total utilizar a untonto como Kirov —afirmó Smiley condemasiada aspereza—. Fue una locuradejar que éste reclutara a Leipzig, fueuna locura permitir que se acercara aOstrakova y también fue una locura por

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su parte suponer que matando a trespersonas podría interrumpir lafiltración. En consecuencia, no podemoshablar de equilibrio mental. ¿Por quétendría que haberlo? —hizo una pausa—. Evidentemente, Karla lo cree, puesde lo contrario Grigoriev no seguiría enBerna. Y tú has dicho que sigue allí,¿no? —dirigió una brevísima mirada aCollins.

—Hoy seguía sentado en sudespacho —comunicó Collins con susonrisa permanente.

—En consecuencia, trasladar lacuenta bancaria no sería un paso lógico—comentó Smiley y agregó—: Ni

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siquiera para un loco.Posteriormente, Collins y Enderby

coincidieron, en privado, en que laspalabras de Smiley parecían atravesar laestancia como una corriente de aire frío;también estuvieron de acuerdo en que,por algún motivo que no llegaron acomprender, ellos mismos se habíantrasladado a un orden superior deconducta humana para el cual no estabanpreparados.

—¿Entonces quién es su misteriosadama? —preguntó Enderby francamente—. ¿Quién merece diez mil mensuales ytoda su carrera? ¿Quién es ella, que leobliga a utilizar a unos idiotas en lugar

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de sus asesinos regulares? Debe ser todauna mujer.

También la decisión de Smiley de nocontestar a esa pregunta pareciómisteriosa. Quizá sólo pueda explicarlosu testaruda inaccesibilidad o quizásestemos ante la terca negativa del típicoresponsable de casos que se opone arevelar a su superior algo que no seafundamental para la colaboración entreambos. Sin lugar a dudas, su decisiónera de naturaleza filosófica.Interiormente, Smiley ya no eraresponsable ante nadie, salvo ante símismo: ¿por qué debía actuar como silas cosas fuesen de otro modo? «Todas

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las pistas conducen hasta mi propiavida», pudo pensar Smiley. «¿Por quéentregar los extremos de las cuerdas ami adversario, sólo para que puedamanipularme?» Una vez más, es posibleque supusiera —probablemente conjusticia— que Enderby le conocía tantocomo conocía las complejidades de losantecedentes de Karla y que, aunque nofuese así, había hecho trabajar toda lanoche a su Sección de InvestigaciónSoviética hasta que ésta encontró lasrespuestas que él necesitaba.

De todos modos, la realidad es queSmiley guardó silencio.

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—¿George? —preguntó Enderbyfinalmente.

Pasó un avión a muy poca altura.—Se trata, sencillamente, de si

quieres o no el producto —concluyóSmiley—. En el fondo, no veo que nadasea más importante.

—¡Por Dios, no lo ves! —exclamóEnderby y apartó la mano de la bocajunto con el fósforo—. Ah, claro que loquiero a él —agregó como si sólo fuesela mitad del razonamiento—. Quiero laMona Lisa, el presidente de laRepública Popular China y el ganadordel próximo año de la regata irlandesa.Quiero poner a Karla en una situación

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difícil en Sarratt y que exponga lahistoria de su vida ante los inquisidores.Quiero que los primos americanoscoman de mi mano durante los próximosaños. Quiero el oro y el moro, claro quesí. Pero todo eso no me libra del apuro—extrañamente, a Smiley no parecíaimportarle en lo más mínimo elproblema de Enderby—. ¿El hermanoLacon te contó los hechos de la vida?¿Te habló del punto muerto y todo lodemás? —preguntó Enderby—. ¿Elgobierno joven e idealista, embobadocon la idea de la détente, que predicauna política abierta y todas esasidioteces? ¿Lo del fin de los reflejos

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condicionados de la guerra fría? ¿Y lode oler una conspiración conservadorabajo todas las camas de Whitehall,sobre todo de las nuestras? ¿Te locontó? ¿Te dijo que se proponen lanzaruna maldita iniciativa de paz anglo-bolchevique, otra más, que caerádebidamente de culo la próximaNavidad?

—No, esa parte no me la contó.—Bueno, ésos son los hechos de la

vida. Y nosotros no debemos ponerlosen peligro, tralalá. Fíjate, los mismostíos que tocan los tambores de paz sonlos que gritan hasta desgañitarse cuandono entregamos la mercadería. Me parece

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lógico. Incluso ahora han empezado apreguntar cuál será la postura soviética.¿Fue siempre así?

Smiley tardó tanto en responder queparecía dedicado a la aprobación deljuicio final.

—Sí, supongo que sí. Creo que, enun sentido u otro, siempre fue así —respondió por último, como si larespuesta le preocupara profundamente.

—Ojalá me hubieses avisado.Enderby anduvo serenamente hasta

el centro de la estancia, se acercó a unaparador y se sirvió un vaso de soda;miró a Smiley con una expresión queparecía sinceramente indecisa. Le miró,

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volvió la cabeza y le miró otra vez,mostrando todos los indicios de estarfrente a un problema insoluble.

—Es difícil, jefe, realmente lo es —dijo Sam Collins sin que ninguno de losdos hombres le hiciera el menor caso.

—George, ¿no se trata de unperverso complot bolchevique para queavancemos ciegamente hasta nuestrapropia ruina? ¿Estás seguro de esto?

—Sospecho que ya no valemos lapena, Saul —repuso Smiley con unasonrisa llena de disculpas.

A Enderby no le interesaba que lerecordasen las limitaciones de lagrandeza británica y durante unos

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segundos apretó hoscamente la boca.—Está bien —dijo por último—.

Salgamos al jardín.Pasearon juntos. Enderby hizo una

seña a Collins para que se quedara en laestancia. La llovizna agitaba lasuperficie del estanque y hacía que elángel de mármol resplandeciera a la luzcrepuscular. A veces soplaba la brisa yde las ramas caía una cadena de gotas delluvia, que mojaba a uno a otro. PeroEnderby era un caballero inglés yaunque la lluvia de Dios podía caersobre el resto de la humanidad, locolgarían antes de que cayera sobre él.La luz le llegaba fragmentariamente.

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Desde las puertas vidrieras del Lugar deBen, salían unos rectángulos amarillosque cruzaban el estanque. Por encimadel muro de ladrillo les llegaba elenfermizo brillo verde de un farolmoderno. Dieron un paseo por todo eljardín antes de que Enderby hablara:

George, nos dirigiste durante todo elbaile, es la verdad: Villem, Mikhel,Toby, Connie. El pobre Ferguson apenastenía tiempo de rellenar las hojas degastos cuando tú ya te habías puesto enmarcha una vez más. «¿Nunca duerme?»,me preguntaba. «¿Nunca bebe?»

—Lo siento —contestó Smiley pordecir algo.

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—Oh, no, no lo sientes —agregóEnderby y se detuvo bruscamente—.Malditos cordones —murmuró y seagachó—. Siempre ocurre lo mismo conel ante. El problema es que tienen muypocos ojales. ¿Te imaginabas que losmalditos británicos conseguirían sertacaños hasta con los agujeros? —Enderby bajó un pie y levantó el otro—.George, lo quiero sano y salvo, ¿meoyes? Entrégame un Karla vivo y locuaz,que lo aceptaré y más tarde presentarémis disculpas. ¿Karla pide asilo?Bueno, hmmm, sí, de muy mala gana,pero lo tendrá. Cuando los Sabioscarguen sus escopetas para apuntarlas

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contra mí, ya le habré arrancado losuficiente para lograr que cierren el picopara siempre. Karla vivo o nada, ¿meentiendes? —caminaban de nuevo ySmiley iba algo rezagado. A pesar deque hablaba, Enderby no volvió lacabeza—. Tampoco creas que te van adejar en paz —advirtió—, CuandoKarla y tú estéis atascados en unasaliente de las cataratas de Reichenbachy hayas puesto las manos alrededor desu cuello, el hermano Lacon estarádetrás, sosteniéndote los faldones ydiciéndote que no seas bruto con losrusos. ¿Has entendido?

Smiley dijo que sí, que había

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entendido.—Por el momento, ¿qué tienes

contra él? ¿Uso indebido de lasatribuciones de su cargo? ¡Supongo quesí! Fraude. Malversación. Lo mismo porlo cual se cargó a aquel tío de Lisboa.Operaciones ilegales en el extranjero,incluidos un par de asesinatos. Supongoque, si te pones a pensar, puedes llenarun libro de acusaciones. Y porañadidura todos los castores celosos delCentro que se mueren por tener unaexcusa para acuchillarlo. Karla tienerazón: el chantaje es una técnicaendiabladamente superior al soborno.

Smiley dijo que sí, que le parecía

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que sí.—Necesitarás gente: canguros,

faroleros, todos los juguetes prohibidos.No me hables de esto, encuéntrala por tucuenta. El dinero es otra cuestión. Dadala forma en que trabajan los payasos delTesoro, puedo incluirte en las cuentasdurante años sin que se enteren. Bastaráque me digas cuánto, cuándo y dónde.Seré un Karla para ti y falsificaré lascuentas. ¿Cómo estás de pasaportes y dematerial? ¿Necesitas algunosdomicilios?

—Gracias, pero creo que puedoarreglármelas.

—Te vigilaré día y noche. Si la

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estratagema fracasa y se arma unescándalo no permitiré que la gente mediga que debí acorralarte. Diré quesospechaba que quizás estabas aflojandolas riendas en el asunto Vladimir y que,por las dudas, decidí vigilarte. Diré quela catástrofe se debe a la ridículainiciativa privada de un espía senil queha perdido el juicio.

Smiley afirmó que le parecía unabuena idea.

—Quizá no pueda sacar mucho arelucir, pero aún estoy en condicionesde intervenirte el teléfono, abrirte lacorrespondencia al vapor y, si quiero,colocar escuchas en tu dormitorio. A

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decir verdad, hemos escuchadoclandestinamente desde el sábado. Nopasó nada, desde luego, pero, ¿quéesperas?

Smiley asintió comprensivamentecon la cabeza.

—Si tu partida al extranjero meparece precipitada o sospechosa,informaré de ello. También necesito unahistoria de cobertura para tus visitas alos archivos del Circus. Irás por lanoche, pero podrían reconocerte ytampoco permitiré que se metan conmigopor eso.

—En una época existió el proyectode escribir una historia de los

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entretelones del servicio —sugirióSmiley amablemente—. Desde luego, nose trataba de algo publicable, sino deuna especie de memorias puestas al díapermanentemente, de las que podríandisponer los nuevos ingresados ydeterminados servicios de enlace.

—Te enviaré una carta formal —agregó Enderby—. También me ocuparéde ponerle fecha atrasada. Yo no tendréla culpa si abusas de tu autorizacióncuando estés en el interior del edificio.Ese tío de Berna al que mencionó Kirovel consejero comercial Grigoriev, ¿es elque recibía el dinero?

Smiley parecía ensimismado.

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—Sí, sí, por supuesto —respondió—. Grigoriev.

—Supongo que será tu próximaescala, ¿no?

Una estrella fugaz atravesó el cieloy, durante unos instantes, ambos laobservaron.

Enderby sacó un papel doblado delbolsillo interior de la chaqueta.

—Bueno, éste es el pedigree deGrigoriev, por lo que nosotros sabemos.Es tan puro como una doncella. Un casoexcepcional. Fue profesor de economíapolítica en alguna universidadbolchevique. Su mujer es una arpía.

—Gracias —dijo Smiley

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cortésmente—. Muchísimas gracias.—En el ínterin, cuentas con mi

bendición, pero si es necesario tedesautorizaré —agregó Enderbymientras emprendían el regreso a lacasa.

—Gracias —repitió Smiley.—Lamento que te hayas convertido

en un instrumento de la hipocresíaimperial, pero abunda y hay muchasuelta.

—No te preocupes —dijo Smiley.Enderby se detuvo para que Smiley

le alcanzara.—¿Cómo está Ann?—Bien, gracias.

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—¿Cuánto…? —súbitamente sehabía quedado sin resuello—. George,planteémoslo de otro modo —propuso,después de disfrutar unos instantes delaire nocturno—. ¿En este asunto viajaspor negocios o por placer? ¿De qué setrata?

La respuesta de Smiley también fuelenta e igualmente indirecta:

—Jamás tuve conciencia del placer—respondió—. Quizá sea mejor decirque nunca fui consciente de ladiferencia.

—¿Karla todavía tiene elencendedor que ella te regaló? Eso escierto, ¿no? Dicen que Karla te robó el

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encendedor aquella vez que leinterrogaste en Delhi… cuando tratastede que desertara. ¿Todavía lo tiene?¿Todavía lo usa? Si fuese mío, meresultaría bastante molesto.

—Sólo era un Ronson común —explicó Smiley—. De todos modos, loshacen para que duren, ¿no?

Se separaron sin decirse adiós.

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20George Smiley dedicó las semanas

posteriores a su encuentro con Enderbya las múltiples tareas de lospreparativos. Su estado de ánimo eracomplejo y voluble: no estaba en paz. Apesar del estímulo constante de sudeterminación, como individuo se sentíainseguro. Cazador, amante aislado,solitario en busca de gratificación,jugador astuto del Gran Juego, vengador,escéptico en pos de una confianzarenovada, Smiley era, alternativamente,cada uno de estos personajes y, en

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ocasiones, más de uno a la vez. Entre losque más tarde lo recordarían —el viejoMendel, policía retirado y uno de suspocos confidentes; la señora Gray,patrona de la humilde pensión paracaballeros de Pimlico, que por razonesde seguridad él convirtió en cuartelgeneral provisional; o Toby Esterhase,alias Benati, famoso comerciante en arteárabe—, la mayoría se refirió a unasiniestra dedicación, a un sosiego, a unaeconomía de expresiones y de miradasque cada uno describió según su propiaposición en la vida y de acuerdo con losconocimientos que de él tenían.

Mendel, un hombre rigurosamente

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observador que caminaba a grandeszancadas y criaba abejas, declaró consinceridad que George medía sus pasosante la inminencia del gran combate. Ensus años mozos, Mendel había subido alcuadrilátero de los aficionados, boxeadocomo peso medio para la División;afirmaba que era capaz de reconocer lasseñales de la víspera del combate:cierta sobriedad, una esclarecedorasoledad y lo que denominaba una miradafija, demostraban que Smiley «pensabaen sus manos». Al parecer Mendel lerecibió algunas veces y le invitó acomer. Como era un hombre muyperspicaz, Mendel reparó en las demás

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facetas: en la perplejidad, encubierta amenudo como inhibición social; en sucostumbre de largarse mediante unaexcusa poco convincente, como sirepentinamente el hecho de permanecerquieto le pesara demasiado, como sinecesitara la acción para escapar de símismo.

Para la señora Gray, su patrona,Smiley estaba, lisa y llanamente,afligido. Nada sabía acerca de él comopersona, salvo el hecho de que sellamaba Lorimer y que era bibliotecariojubilado. Comentó con los otroshuéspedes que se daba cuenta de que élhabía sufrido una pérdida, motivo por el

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cual había abandonado el trabajo, salíamucho pero siempre solo y dormía conla luz encendida. Agregó que lerecordaba a su padre «después de lamuerte de mamá». Evidentemente, laseñora Gray fue muy aguda en suspercepciones, ya que durante eseintervalo de calma las consecuencias delas dos muertes violentas pesaron muchoen Smiley aun que en modo algunosignificaron un freno. También acertócuando dijo que lo consideraba unho mb r e dividido y que cambiabaconstantemente de idea con respecto acosas intrascendentes; al igual que aOstrakova, a Smiley le resultaba cada

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vez más difícil tomar decisiones vitalesde menor importancia.

Toby Esterhase, rebosante deentusiasmo por estar de nuevo enactividad, emitió un juicio con másconocimiento de causa, ya que tuvomuchos más tratos con él. Laperspectiva de jugar con Karla «en lagran mesa», como insistía en describirla situación, convirtió a Toby en unhombre nuevo. Sin duda alguna, el señorBenati se había vuelto internacional.Durante dos semanas recorrió loscaminos apartados de las ciudades mássórdidas de Europa y reunió a suestrafalario ejército de especialistas

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descartados: los artistas de la acera, losladrones de sonido, los conductores ylos fotógrafos. Estuviera dondeestuviese, todos los días telefoneó aSmiley a diversas cabinas de losalrededores de la pensión con el fin decomunicarle, mediante un código depalabras previamente establecido, susprogresos. Si Toby estaba de paso enLondres, Smiley se trasladaba en cochehasta un hotel del aeropuerto y recibía lainformación en una de las habitacionesque ahora le resultaban conocidas. Tobydeclaró que George estaba haciendo unaFlucht nach vorn, expresión que nadieha logrado traducir. Literalmente

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significa «escapada hacia adelante» ysin duda entraña desesperación, perotambién una debilidad a las espaldas, sino un auténtico quemar las naves. Tobyera incapaz de describir en qué consistíadicha debilidad. Decía: «Escucha,George siempre tuvo tendencia amagullarse, ¿entiendes lo que quierodecir? Ves muchas cosas… y a la largate duelen mucho los ojos. Quizá Georgevio demasiado.» Acuñó una expresiónque ocupó un modesto lugar en lasmitologías del Circus: «George tienedemasiadas cabezas bajo el sombrero.»

Por otro lado, Toby no tenía lamenor duda con respecto a la aptitud de

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Smiley para el mando. «Meticuloso enextremo», declaró con respeto, a pesarde que el extremo incluía controlar losfondos de Toby hasta el último Rappensuizo, disciplina que aceptó con tristeelegancia. Toby afirmó que Georgeestaba nervioso, como todos los demás,y que su nerviosismo estallónaturalmente cuando él empezó aconcentrar los equipos en pares y entríos, en Berna —la ciudad blanco—, ycuando con suma cautela dieron losprimeros pasos hacia la víctima. «Se havuelto demasiado minucioso —se quejóToby—. Actúa como si deseara estar enla calle con nosotros. Como responsable

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de casos, le resulta difícil delegar ennadie, ¿me entiendes?»

Después de reunir a todos losequipos, darles las explicaciones einformarlos, Smiley insistió desde subase londinense en que se tomaran tresdías de inactividad efectiva para quetodos le «tomasen el ritmo a la ciudad»,compraran ropa, utilizaran los mediosde transporte y pusieran a prueba lossistemas de comunicación. «Es unacortina de encaje hasta las últimasconsecuencias, Toby», repetíapreocupado. «Karla se sentirá muchomás seguro por cada semana quetranscurra sin que ocurra nada. Pero

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bastará con asustar una vez a la presapara que el pánico se apodere de Karlay nosotros estemos perdidos.» Despuésdel primer desplazamiento operativo,Smiley hizo que Toby se trasladara aInglaterra para que le diese noticias unavez más: «¿Estás seguro de que no hubocontacto ocular? ¿Has hecho todas lasmodificaciones? ¿Necesitas más coches,más personas?» Según contó Toby, acontinuación tuvo que repetir lamaniobra entera una vez más, con laayuda de mapas de calles y defotografías de la casa blanco, paraexplicarle dónde estaban colocadosexactamente los puestos estáticos y de

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dónde se había retirado de prisa unequipo para dejar lugar al siguiente.«Espera a conocer sus pautas —le dijoSmiley cuando se separaron—. Irécuando conozcas sus pautas de conducta,no antes.»

Toby asegura que George se tomótodo el tiempo necesario, sin lugar adudas.

Desde luego, no existe la menormemoria oficial sobre las visitas deSmiley al Circus durante ese difícilperíodo. Entraba allí como si fuese elfantasma de sí mismo y flotaba como unser invisible por los conocidos pasillos.Por sugerencia de Enderby, llegaba a las

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seis y cuarto de la tarde, poco despuésde la salida del turno diurno y antes deque el personal nocturno alcanzara elritmo acostumbrado. Esperaba toparsecon barreras y tuvo escrúpulos ante laidea de que conserjes que conocía desdehacía veinte años telefonearan al quintopiso para que les dieran el visto bueno.Pero Enderby había organizado lascosas de otro modo y cuando Smiley sepresentó sin pase en el mostrador dechapa de madera dura, un muchacho alque nunca había visto le indicóindiferentemente que subiera al ascensorabierto. Desde allí se dirigió hasta elsótano sin que nadie le diera el alto.

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Bajó y lo primero que vio fue el tablerodel club de asistencia social y losmismos anuncios de su época repetidospalabra por palabra: se regalabangatitos a un buen hogar; el viernes, en lacantina, el grupo de teatro del personalsubalterno leería The AdmirableCrichton, mal escrito. El mismocampeonato de squash, con losjugadores inscritos con sus nombres detrabajo por razones de seguridad. Losmismos ventiladores que emitían suinquieto zumbido. Por tanto, cuandoempujó la puerta de vidrio con tela dealambre del registro y olió a tintatipográfica y a polvo de biblioteca,

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Smiley casi esperaba ver su figurarolliza inclinada sobre el escritorio deuna esquina, bajo la luz de la lámpara delectura cincelada y de color verde, talcomo había estado a menudo en la épocaen que exploraba los desmanes traidoresde Bill Haydon e intentaba, mediante unproceso lógico invertido, señalar lasdebilidades de la armadura del Centrode Moscú.

—Ah, he oído decir que ahora sededica a escribir sobre nuestro gloriosopasado —tarareó indulgentemente laencargada nocturna del registro. Era unamuchacha alta y de porte aristocrático,con el andar de Hilary: parecía

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balancearse incluso cuando estabasentada. Colocó sobre el mostrador unviejo archivador de metal—. Se loenvió el quinto piso, con todo cariño —explicó—. Grite si quiere que le traigaalgo. ¿De acuerdo?

En la etiqueta colgada del asa seleía: «Cosas notables y dignas derecuerdo.» Smiley levantó la tapa y viouna pila de viejos expedientes de colorde ante, atados con una cinta verde.Desató delicadamente la cinta, abrió latapa del primer tomo y se encontró conque la desdibujada foto de Karla leobservaba fijamente, como un cadáverdesde la oscuridad del féretro. Smiley

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leyó toda la noche y apenas se movió.Se hundió en su propio pasado tantocomo en el de Karla y por un momentotuvo la impresión de que una vida sóloera complemento de la otra, que ambaseran causas de la misma enfermedadincurable. Se preguntó, como habíahecho anteriormente tantas veces, quéhabría sido su vida si hubiese vivido lainfancia de Karla, si hubiese ardido enlos mismos hornos de rebeliónrevolucionaria. Lo intentó pero, al igualque antes, no logró resistir sufascinación por la magnitud misma delsufrimiento ruso, su intensidad, suheroísmo. En comparación se sintió

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pequeño y blando, aunque considerabaque en su vida el dolor no había estadoausente. Cuando llegó el fin del turno dela noche, Smiley seguía allí, con lamirada fija en las páginas amarillentas,«como un caballo, que duerme de pie»,comentó la encargada nocturna, queasistía a reuniones deportivas. Cuandole quitó los expedientes paradevolverlos al quinto piso, él siguió conla mirada fija hasta que ella le sacudiósuavemente el brazo.

Fue dos noches más, luegodesapareció y regresó una semanadespués sin dar explicaciones. Cuandoacabó con Karla, estudió los

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expedientes de Kirov, de Mikhel, deVillem y del Grupo de Riga en general,aunque sólo fuese para tener,retrospectivamente, una sólidacomprensión documental sobre todo loque había oído y recordado acerca de lahistoria Leipzig-Kirov. Pues había otrafaceta de Smiley —llámesela pedante,llámesela erudita— para lo cual elexpediente era la única verdad y todo lodemás una simple extravagancia hastaque se comparaba con el documento y seajustaba a éste. Retiró los archivossobre Otto Leipzig y sobre el general y,aunque sólo fuese como homenaje a susmemorias, agregó en cada uno una nota

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que explicaba serenamente lasverdaderas circunstancias de susmuertes.

Finalmente, solicitó el expediente deBill Haydon. Al principio hubo titubeosy el oficial de guardia del quinto piso,fuera quien fuese aquella noche, llamó aEnderby a una cena privada conmiembros del gabinete para pedirleautorización. Es necesario consignar, enfavor de Enderby, que éste se pusofurioso:

—Santo cielo, hombre, él escribióel maldito informe, ¿no es así? SiGeorge no puede leer sus propiosinformes, ¿quién demonios puede

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hacerlo?En realidad, Smiley ni siquiera lo

leyó entonces, informó el encargado, quellevaba una lista secreta de todo lo queretiraba. Fue más bien un hojearociosamente, explicó la joven delRegistro y describió un movimientolento y especulativo de las páginas,«como alguien que busca una foto que havisto y no logra volver a encontrarla».Smiley sólo utilizó el expedientealrededor de una hora y lo devolvió conunas amables palabras deagradecimiento. Ya no volvió, pero losconserjes cuentan que esa misma noche,después de las once, después de que

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Smiley ordenase sus papeles, limpiaseel escritorio y tirase las pocas notas quehabía tomado en la papelera paradesperdicios secretos, se le viopermanecer de pie durante largo rato enel patio trasero —un lugar tétrico,cubierto de azulejos blancos, con negrostubos de desagüe y hedor a gato— conla mirada fija en el edificio que sedisponía a abandonar y en la luz quebrillaba débilmente en el que había sidosu escritorio del mismo modo que losviejos miran las casas donde nacieron,las escuelas donde estudiaron y lasiglesias donde se casaron. Para sorpresade todos, en Cambridge Circus —ya

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eran las once y media— Smiley cogió untaxi a Paddington y subió al coche camaque iba a Penzance, que sale pocodespués de medianoche. No habíaadquirido el billete con antelación ni losolicitó por teléfono; no llevaba unmaletín, ni siquiera una maquinilla deafeitar, pues por la mañana le pidió unaprestada al mozo. Para ese momento,Sam Collins ya había reunido a unequipo mediocre de observadores,indudablemente un grupo de aficionados,que lo único que después pudieron decirfue que él hizo una llamada telefónicadesde una cabina, pero no tuvierontiempo de hacer nada.

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—Un momento bastante extraño paratomarse unas vacaciones, ¿no? —comentó Enderby con tono petulantecuando le transmitieron la información,junto con las quejas del personalsubalterno sobre horas extraordinarias,horas de viaje y subvenciones portrabajar en horarios especiales. Despuésrecordó algo y agregó—. Ah, claro, haido a visitar a su diosa prostituta. ¿Notiene bastantes problemas ocupándosede Karla sin ayuda de nadie?

Ese episodio molestó a Enderby deun modo especial. Echó pestes todo eldía e insultó a Sam Collins delante detodos. En su condición de ex

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diplomático, sentía un gran despreciopor las abstracciones, pese a que serefugiaba constantemente en ellas.

La casa estaba emplazada sobre unacolina, en un bosquecillo de olmosdesnudos que aún esperaban la llegadade la decadencia. Era una inmensaestructura de granito que sedesmoronaba y contaba con una multitudde tejados de dos aguas que searremolinaban como rasgadas tiendas decampaña de color negro por encima delas copas de los árboles. Unos terrenoscon invernaderos destruidos conducían

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hasta la casa y debajo, en el valle, seveían cuadras derruidas y un huerto sincultivar. Las colinas, de color oliva ypeladas, otrora habían sido fortalezas.Ella las llamaba «el fortín de Harry enCornualles». Entre las colinas sedivisaba la línea del mar, que esamañana aparecía de color pizarra bajolos amenazadores bancos de nubes. Untaxi le condujo por el camino lleno debaches, un vetusto Humber semejante aun coche del estado mayor en tiempos deguerra. Aquí es donde ella pasó lainfancia, pensó Smiley, y donde adoptóla mía. La calzada estaba cubierta dehoyos y a ambos lados, como lápidas

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sepulcrales, se alzaban los tocones delos árboles talados. Seguramente ellaestá en la casa principal, pensó. Lacasita en la que habían compartido lasvacaciones se erguía sobre elprecipicio, pero cuando estaba sola sehospedaba en la casa, en la habitaciónque había ocupado cuando era niña.Smiley le dijo al taxista que no esperaray emprendió la marcha hacia la puertaprincipal, abriéndose paso ensimismadoentre los charcos, con sus zapatos deandar por la ciudad. Ya no es mi mundo,pensó. Es el de ella, el de ellos. Susojos observadores recorrieron lasnumerosas ventanas de la fachada

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principal e intentaron vislumbrar susombra. Ella me habría recogido en laestación pero confundió los horarios,pensó, concediéndole el beneficio de laduda. Pero su coche estaba a resguardoen las cuadras, cubierto todavía por laescarcha matinal; Smiley lo había vistomientras pagaba al taxista. Tocó eltimbre y oyó los pasos de ella en laslosas, pero fue la señora Tremeddaquien le abrió la puerta y le hizo pasar auna de las salas… sala de fumar, salapara desayunar, sala, Smiley nunca lashabía distinguido. La chimenea de leñosestaba encendida.

—Iré a buscarla —dijo la señora

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Tremedda.Al menos no tengo que hablar de los

comunistas para enloquecer a Harry,pensó Smiley mientras esperaba. Almenos no tengo que oír que todos loscamareros chinos de Penzance estánlistos para cumplir la orden deenvenenar a sus clientes, enviada desdePekín. O que habría que poner contra elparedón a los malditos huelguistas yliquidarlos… por Dios, ¿dónde está susentido del deber? O que Hitler pudo serun canalla, pero tenía una idea acertadacon respecto a los judíos. O alguna otraidea igualmente monstruosa y seriamentesostenida.

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«Ella le ha dicho a su familia que noaparezca», pensó.

Percibía olor a miel entre el delhumo de la madera y se preguntó, comohacía siempre, de dónde procedía. ¿Dela cera para los muebles? ¿O acaso enun recoveco de las catacumbas habíauna sala para la miel, del mismo modoque existían una sala de caza, una salade pesca, una sala de trastos y, por loque sabía, una sala para hacer el amor?Buscó con la mirada el dibujo deTiépolo —una escena de la vidaveneciana— que solía estar encima dela chimenea. Lo han vendido, pensó.Cada vez que iba, la colección había

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perdido otra pieza. Todos intentabansaber en qué gastaba Harry el dinero…aunque, sin duda alguna, no lo dedicabaa mantener la casa.

Ella cruzó la estancia en dirección aél y Smiley se alegró de no ser quiencaminaba, pues habría tropezado conalgo. Tenía la boca seca y una especiede cactus en el estómago; no deseabatenerla cerca, pero, de repente, larealidad de ella le resultó abrumadora.Se la veía hermosa y celta, como ocurríasiempre allí, y al acercarse a él sus ojospardos le observaron intentando percibirsu estado de ánimo. Le besó en loslabios, apoyó los dedos en su nuca para

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guiarlo y la sombra de Haydon cayóentre ambos como una espada.

—¿Se te ocurrió comprar unperiódico de la mañana en la estación?—preguntó ella—. Harry ha vuelto aordenar que no los envíen.

Le preguntó si había desayunado;Smiley mintió y respondióafirmativamente. Quizá podrían dar unlargo paseo, sugirió ella, como si élfuese alguien que desease ver la finca.Le llevó hasta la sala de caza, dondebuscaron un par de botas que lesirvieran. Había botas que brillabancomo castañas y otras que parecíanpermanentemente húmedas. Desde la

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bahía, el sendero costero se bifurcaba endos direcciones. Harry lo atravesabaperiódicamente con barricadas dealambres de púas o colocaba anunciosen los que se leía: «PELIGRO MINASTERRESTRES.» Sostenía una luchacontinua con el Ayuntamiento para quelo autorizaran a instalar un camping y,como le negaban el permiso, enocasiones se enfurecía. Escogieron laladera norte de la colina y el viento; ellale cogió del brazo para escucharle. Laladera norte era más ventosa, pero en ladel sur había que ir en fila india entrelas aulagas.

—Me iré por un tiempo, Ann —dijo

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Smiley e intentó pronunciar su nombrecon naturalidad—. No quería decírtelopor teléfono —utilizó su voz de tiemposde guerra y se sintió como un idiota aloírse. Debió decir: «Me voy achantajear a un amante.»

—¿Te vas a algún lugar en particularo simplemente te alejas de mí?

—Tengo que hacer un trabajo en elextranjero —repuso, tratando todavía deeludir su papel de piloto galante, perono lo logró—. Me parece mejor que novayas a Bywater Street mientras estéafuera.

Ella había entrelazado sus dedos conlos de él y estaba acostumbrada a hacer

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esas cosas, sabía tratar naturalmente alas personas, a todas las personas. Másabajo, en la hendidura entre las rocas,rompieron las olas formando frenéticasfiguras de agitada espuma.

—¿Y has venido hasta aquí sólopara decirme que la casa es inaccesible?—inquirió Ann. Smiley no respondió—.Déjame plantearlo de otro modo —propuso ella después de un rato—. SiBywater Street hubiese sido accesible,¿me habrías sugerido que fuera? ¿Oacaso intentas decirme que esinaccesible para siempre?

Ann se detuvo, le miró, le apartó eintentó adivinar su respuesta. Susurró

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«por Dios» y Smiley vio la duda, elorgullo y las esperanzas mezclados en surostro y se preguntó qué veía ella en elsuyo, pues él mismo ignoraba qué sentía,salvo el hecho de que no pertenecía aningún lugar próximo a ella, a ningúnlugar cercano a ese sitio; ella era comouna muchacha en una isla flotante que sealejaba rápidamente de él, rodeada porla sombra de todos sus amantes. Él laamaba, le era indiferente y la observabacon maldita objetividad, pero ella leabandonaba. Si no me conozco a mímismo, pensó, ¿cómo puedo decir quiéneres tú? Vio las arrugas que la edad, elsufrimiento y los esfuerzos de la vida

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compartida habían dejado en ella. Annera todo lo que él quería, no era nada, lerecordaba a alguien que había conocidohacía mucho tiempo; ella le resultabalejana, Smiley la conocíaprofundamente. Vio la seriedad de surostro y durante unos instantes sepreguntó si alguna vez la habría tomadopor profundidad, unos momentosdespués, despreció la dependencia deAnn con él y sólo deseó verse libre deella. Deseó gritar «regresa», pero no lohizo; ni siquiera extendió una mano paraevitar que ella resbalara.

—Solías decirme que nunca dejarade mirar —dijo Smiley. La afirmación

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comenzó como el prefacio de unapregunta que no tuvo lugar.

Ann aguardó y luego afirmó:—George, soy una cómica. Necesito

a un hombre recto. Te necesito.Pero él la veía como si se encontrara

a gran distancia.—Se trata del trabajo —explicó.—No puedo vivir con ellos. No

puedo vivir sin ellos —Smiley supusoque volvía a referirse a sus amantes—.Hay algo peor que el cambio: el statuquo. Detesto elegir. Te quiero.¿Comprendes? —se produjo un silenciocuando él debió de decir algo. Noconfiaba en él, pero se apoyó en él

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mientras lloraba, pues las lágrimas lahabían dejado sin fuerza—. George,nunca comprendiste cuan libre eras —laoyó decir—. Tuve que ser libre por losdos —Ann pareció comprender eldisparate que acababa de decir y seechó a reír.

Le soltó el brazo y siguieronandando, mientras ella intentabarectificar el curso de la nave haciendopreguntas sencillas. Él respondió quesemanas, quizá más tiempo. Dijo «en unhotel», pero no mencionó en qué ciudadni de qué país. Ann volvió a mirarlo,súbitamente empapada en lágrimas, peorque antes, pero Smiley no se conmovió

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tanto como deseaba.—George, te aseguro que eso es

todo lo que hay —afirmó y se detuvopara dar fuerza a su súplica—. Elencanto se ha perdido, tanto en tu mundocomo en el mío. Los dos hemos llegadoa la misma isla desierta. No hay nadamás. Según la ley de los términosmedios, somos el pueblo más satisfechode la Tierra.

Smiley asintió con la cabeza ypareció asimilar el hecho de que ellahabía estado en algún lugar que él noconocía, pero no lo consideró decisivo.Anduvieron un rato más y él notó quecuando Ann no hablaba lograba

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relacionarse con ella, pero sólo en elsentido de que era otro ser viviente queavanzaba por el mismo sendero.

—Tiene que ver con las personasque acabaron con Bill Haydon —leexplicó como consuelo o como excusapor su retraimiento, pero pensó: «Queacabaron contigo.»

Había perdido el tren y tuvo queesperar dos horas.

Como la marea estaba baja, anduvopor la orilla, cerca de Marazion,asustado ante su propia indiferencia. Eldía estaba nublado y las aves marinas sedestacaban blanquísimas contra el marcolor pizarra. Un par de chiquillos

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valientes chapoteaban en la rompiente.Soy un ladrón del espíritu, pensó conpesimismo. Desleal, sigo la pista de lasconvicciones de otro hombre, quemadopor más fuegos de los que yo encendí.Miró a los niños y recordó unos versosde los tiempos en que leía poesía:Volverse como nadadores hacia elsalto puro,dichosos de abandonar un mundoenvejecido, frío y tedioso.

Sí, pensó sombríamente, ése soy yo.

—Bueno, George —dijo Lacon—.¿Crees que tenemos una opinión

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demasiado elevada de nuestras mujeres?¿Es éste el fallo que cometemos loshombres de clase media? Lo plantearéde otro modo, ¿te parece que nosotros,los ingleses, con nuestras tradiciones ynuestras escuelas, esperamos quenuestras mujeres signifiquen demasiadoy después las culpamos de norepresentar absolutamente nada…? ¿Meentiendes? Las vemos como conceptos yno como seres de carne y hueso, ¿es ésenuestro error? —Smiley respondió queera posible—. Bueno, si no lo es, ¿porqué Val siempre se enamora deimbéciles? —agregó Laconagresivamente y el volumen de su voz

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sorprendió a la pareja que estaba en lamesa de al lado.

Smiley ignoraba la respuesta a esapregunta. La cena había sido pésima enel restaurante especializado en carnes ala brasa que Lacon había sugerido.Bebieron un borgoña español y Lacondesvarió frenéticamente sobre losproblemas políticos de Inglaterra. Ahoratomaban café y un coñac de dudosaprocedencia. La fobia anticomunista erauna exageración, había declarado Laconcon firmeza. Al fin y al cabo, loscomunistas sólo eran seres humanoscomo los demás. Ya no eran monstruosde afilados colmillos. Los comunistas

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deseaban lo mismo que todo el mundo:prosperidad, un poco de paz ytranquilidad; la posibilidad de tomarseun respiro en las endemoniadashostilidades. Y si no era así… Bueno,de todos modos, ¿qué podemos hacer?,había preguntado. Algunos problemas —por ejemplo, el de Irlanda— soninsolubles, aunque es imposible lograrque los americanos reconozcan que algoes insoluble. Inglaterra es ingobernabley lo mismo ocurrirá en todas partes enpocos años. Nuestro futuro reposa en locolectivo, pero nuestra supervivencia sebasa en el individuo y la paradoja nosmata diariamente.

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—George, ¿cómo lo ves tú? Ahorano trabajas. Posees una visión objetiva,una perspectiva global.

Smiley se oyó murmurar unatrivialidad relativa a una amplia gamade posibilidades.

Finalmente arribaron al punto queSmiley había temido durante toda lavelada: había comenzado el seminariosobre el matrimonio.

— A nosotros siempre nosenseñaron que debíamos proteger a lasmujeres —declaró Lacon fastidiado—.Si uno no logra que se sientan amadaslas veinticuatro horas del día, sedescarrían. Pero el tío con el que se ha

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juntado Val… bueno, si ella le molesta ohabla cuando no corresponde, él escapaz de ponerle un ojo morado. Tú y yojamás haríamos algo semejante,¿verdad?

—Claro que no —respondió Smiley.—¿Te parece que si fuera a verla…

si la desafiara en la casa de él… siadoptara una actitud realmente dura… sila amenazara con emprender accioneslegales y todo eso… crees que ellopodría modificar la situación? Dios sabeque soy más corpulento que él. ¡Y loentiendas como lo entiendas también soycapaz de dar una bofetada!

Se detuvieron en la acera, bajo el

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cielo estrellado, a esperar el taxi deSmiley. Lacon prosiguió:

—De todos modos, espero que pasesunas buenas vacaciones. Te lasmerecías. ¿Irás a algún lugar cálido?

—Pensé que lo mejor sería largarmey deambular.

—¡Qué suerte tienes! ¡Dios mío,cuánto envidio tu libertad! De todosmodos, me has sido sumamente útil.Seguiré tus consejos al pie de la letra.

—Vamos, Oliver, no te di ningúnconsejo —protestó Smiley ligeramentepreocupado.

Lacon lo ignoró.—He oído decir que el otro asunto

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está totalmente resuelto —comentóserenamente—. Ni cabos sueltos nitrapos sucios al sol. George, eso esbueno para ti. Has sido leal. Trataré deque se te reconozcan los méritos. ¿Yahas recibido algo? Precisamente, el otrodía alguien dijo en el Ateneo quemereces que te hagan caballero —llegóel taxi y, para incomodidad de Smiley,Lacon insistió en estrecharle la mano—,George, bendito seas. Siempre has sidouna buena persona. George, somos lobosde la misma carnada. Ambos somospatriotas, dadores y no tomadores.Siempre estamos listos para cumplir connuestros deberes y con nuestro país:

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somos hombres con vocación deservicio. Debemos pagar el precio. SiAnn hubiese sido una de tus agentes enlugar de tu esposa, probablemente lahabrías orientado bastante bien.

La tarde siguiente, después de unallamada telefónica de Toby paracomunicarle que «el acuerdo estaba apunto de concretarse», George Smileypartió plácidamente a Suiza, bajo elnombre de trabajo de Barraclough. En elaeropuerto de Zurich abordó el avión deSwissair con destino a Berna, donde fuedirectamente al Hotel Bellevue Palace,

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un edificio inmenso y suntuoso deimpecable serenidad eduardina desde elcual, los días claros, se divisan enmedio de las colinas los brillantesAlpes. Pero esa tarde estaba envuelto enuna pegajosa bruma invernal. Smileyhabía pensado ir a algún lugar másrecoleto e, incluso, en utilizar uno de lospisos francos de Toby. Pero éste leconvenció de que el Bellevue Palace erael lugar más adecuado. Contaba convarias salidas, quedaba en la zonacéntrica y era el primer lugar de Bernaen el que a cualquiera se le ocurriríapreguntar por Smiley y, en consecuencia,el último en el que Karla esperaría

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encontrarlo si es que había salido abuscarle. Al entrar en el enormevestíbulo, Smiley tuvo la sensación deabordar un transatlántico vacío en altamar.

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21Su habitación era una miniatura suiza

de Versalles. El escritorio bombé teníaincrustaciones de bronce y sobre demármol; encima de las pulcras camasgemelas colgaba un grabado de Bartlettque representaba al Childe Harold delord Byron. La ventana dejaba ver unapared gris formada por la bruma.Deshizo la maleta y bajó al bar, dondeun pianista anciano interpretaba unpopurrí de éxitos de los años cincuenta,melodías que habían sido favoritas deAnn y, supuso, de él mismo. Comió una

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ración de queso y bebió una copa deFendant, sin dejar de pensar. Ahora.Ahora es el principio. A partir de ahorano hay retroceso ni vacilación posible.A las diez se dirigió hacia la ciudadvieja, zona que adoraba. Las calles eranempedradas y el aire frío olía a castañasasadas y a cigarros. Las antiguas fuentessalieron a su encuentro de entre la brumay las casonas medievales se erigieron entelón de fondo de una pieza dramática enla que no tenía arte ni parte. Entró en lasarcadas y pasó junto a galerías de arte, atiendas de antigüedades y a portales lobastante altos para cruzarlos a caballo.Se detuvo en el puente Nydegg y

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observó el río. Tantas noches, pensó.Tantas calles hasta llegar a este sitio.Evocó a Hesse: Cuan extraño esdeambular en medio de la bruma…ningún árbol reconoce al próximo. Laneblina helada se arremolinaba sobrelas aguas agitadas y un color amarillopastel iluminaba la represa.

Una furgoneta Volvo color naranja,con matrícula de Berna, se acercó desdeatrás, y apagó los faros unos instantes.Mientras Smiley se encaminaba hacia elvehículo, se abrió la portezuela del ladodel acompañante y gracias a la luz delinterior divisó a Toby Esterhase alvolante y, en el asiento trasero, a una

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mujer de aspecto austero con uniformede ama de casa bernesa, con un chiquilloque saltaba sobre sus rodillas. Losutiliza como cobertura, pensó Smiley,para lograr lo que los observadoresdenominan la imagen. El coche arrancóy la mujer empezó a hablar con el niño.Su tono suizo alemán tenía una notaconstante de irritación:

—Eduard, mira la grúa… ahorapasamos junto al foso de los osos,Eduard… Mira, Eduard, un tranvía…

Smiley recordó que losobservadores siempre quedaninsatisfechos: es el destino de todovoyeur. Ella movía las manos y dirigía

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la mirada del niño a todas partes. Unavelada familiar, oficial, acotación parala escena—. Hemos salido de visita ennuestro hermoso Volvo naranja,oficial. Ahora volvemos a casa.Naturalmente, oficial, los hombres vansentados delante.

Habían entrado en Elfenau, el ghettodiplomático de Berna. En medio de labruma, Smiley divisó jardinesenmarañados y teñidos de blanco por lahelada, y los pórticos verdes de lasmansiones. Los faros iluminaron unaplaca de bronce con el nombre de unpaís árabe y a los dos guardianes que laprotegían. Pasaron junto a una iglesia

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anglicana y una serie de pistas de tenis;se internaron en una avenida bordeadapor hayas deshojadas. Los farolespendían de éstas como globos blancos.

—El número dieciocho se encuentraquinientos metros más adelante, a laizquierda —explicó Toby en voz baja—. Grigoriev y su esposa ocupan laplanta baja —conducía a muy pocavelocidad y utilizaba la bruma comoexcusa.

—¡Eduard, aquí vive gente muy rica!—canturreaba la mujer desde el asientotrasero—. Todos vienen del extranjero.Puedes estar seguro de que son muchomás ricos que nosotros. ¡Presta atención

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y quizá veas a un negro! ¡Hasta losnegros son ricos!

—La mayor parte de la gente delotro lado del telón de acero no vive enElfenau sino en Muri —agregó Toby—.Es una comuna y lo hacen todo en grupo.Van de tiendas en grupo, salen de paseoen grupo, cualquier cosa que se te ocurrala hacen en grupo. Los Grigoriev sondiferentes. Se mudaron de Muri hacetres meses y arrendaron este piso a títulopersonal. El alquiler asciende a tres milquinientos francos mensuales que élpaga al dueño directamente.

—¿En efectivo?—Mensualmente, en billetes de cien.

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—¿Cómo paga la Embajada el restode los alquileres?

—Por intermedio de las cuentas dela misión. Pero no el de Grigoriev. Estees la excepción a la regla.

Un patrullero de la policía losadelantó con la lentitud de una gabarra;Smiley vio que, desde el interior, trescabezas se volvían hacia ellos.

—¡Mira, Eduard, la policía! —exclamó la mujer e intentó que el niñolos saludara con la mano—. Losdiplomáticos no pagan impuestos —explicó al pequeño—. Es tu madre laque paga impuestos. Los diplomáticospueden aparcar el coche donde se les

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antoje. Así son las cosas.Toby tuvo el tino de no dejar de

hablar:—Los chicos de la policía se

preocupan por las bombas —comentó—. Creen que los palestinos harán volarel mundo en mil pedazos. Por un lado,George, esto es bueno para nosotros,pero también tiene sus desventajas. Sisomos torpes, Grigoriev puede llegar acreer que somos custodios locales. Peroéste no será el criterio de la policía.Faltan cien metros. George, trata de verun Mercedes negro en el jardín dedelante. El resto del personal utiliza loscoches de la Embajada, pero Grigoriev

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no. Él conduce su propio Mercedes.—¿Cuándo lo compró? —preguntó

Smiley.—Hace tres meses, de segunda

mano. En la misma época en que dejóMuri. Para él supuso un gran pasoadelante. Recibió tantas cosas queparecía un cumpleaños. El coche, lacasa, el ascenso de primer secretario aconsejero.

Era una villa estucada, emplazada enun extenso jardín que no tenía fin a causade la bruma. En una ventana salediza dela fachada, Smiley vislumbró unalámpara encendida detrás de lascortinas. En el jardín había un tobogán y

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una piscina que parecía estar vacía. Enla calzada curva de grava se destacabaun Mercedes negro con matrículadiplomática.

—El número de las matrículas detodos los coches de la Embajadasoviética termina en 73 —dijo Toby—.A los ingleses les han asignado el 72.Hace dos meses, Grigorieva obtuvo elpermiso de conducir. En la Embajadasólo lo tienen dos mujeres. Ella es unade esas privilegiadas y te aseguro que esuna pésima conductora.

—¿Quién ocupa el resto deledificio?

—El propietario. Es profesor en la

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Universidad de Berna, un pelotillero.Hace un tiempo se le acercaron losprimos americanos, le explicaron quequerían colocar un par de micrófonos desondeo en la planta baja y le ofrecierondinero. El profesor aceptó el dinero y,como buen ciudadano, los denunció a laBundespolizei. Y ésta se asustó.Prometió a los primos que haría la vistagorda a cambio de poder mirar elproducto. La operación fue abandonada.Al parecer, los primos no estabanespecialmente interesados en Grigorievy sólo era un asunto de rutina.

—¿Dónde están los hijos deGrigoriev?

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—Son internos de la Escuela de laMisión Soviética en Ginebra. Losviernes por la noche vuelven a su casa.Durante el fin de semana, la familia salede excursión, retoza en los bosques,sigue el curso de los ríos, juega albadminton, recoge setas. Grigorieva esuna fanática de la vida natural. Además,ahora se dedican a ir en bicicleta —agregó Toby.

—¿Grigoriev va a esas excursionescon la familia?

—George, trabaja los sábados…estoy convencido de que para librarsede su familia.

Smiley notó que Toby tenía

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opiniones claras sobre el matrimonioGrigoriev. Se preguntó si éstascontenían ecos del de Toby.

Habían abandonado la avenida yentrado en una calle lateral.

—Escúchame, George —decíaToby, refiriéndose todavía a los fines desemana de Grigoriev—. ¿De acuerdo?Los observadores imaginan cosas.Deben hacerlo, pues ése es su trabajo.En la Sección de visados trabaja unamuchacha morena y, para ser rusa, degran atractivo sexual. Los muchachos lallaman «Pequeña Natasha». Suverdadero nombre es otro, pero paraellos es Natasha. Los sábados trabaja en

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la Embajada. En un par de ocasiones,Grigoriev la llevó en coche hasta sucasa en Muri. Hicimos algunas fotos,que no están mal. Ella se apeó del cocheantes de llegar a su apartamento yrecorrió a pie los últimos quinientosmetros. ¿Por qué? En otra ocasión, lallevó a dar un paseo… sólo una vueltapor el Gurten, pero hablaron muyamistosamente. Quizá los muchachosquieren que la relación sea así a causade Grigorieva. George, este tío les caebien. Ya sabes cómo son losobservadores. Siempre es cuestión deamor u odio. Les cae bien.

Toby estaba a punto de parar el

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coche. Las luces de un pequeño cafébrillaban en la bruma. Frente a éste seencontraba un Citroën dos caballosverde, con matrícula de Ginebra, unapila de cajas de cartón en el asientotrasero —de muestras comerciales— yuna cola de zorro que colgaba de laantena de la radio. Toby se apeó de unsalto, abrió la frágil puerta del doscaballos y empujó a Smiley hasta elasiento del acompañante; después leentregó un sombrero flexible que Smileyse puso. Para sí, Toby contaba con unapiel de estilo ruso. Partieron y Smileyvio que la matrona bernesa subía alasiento delantero del Volvo naranja que

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acababan de abandonar. El niño lesdespidió tristemente por el cristaltrasero mientras se alejaban.

—¿Cómo están todos? —inquirióSmiley.

—Perfectamente bien, George, delprimero al último firmes en su lugar.Uno de los hermanos Sartor tenía un hijoenfermo, por lo que tuvo que regresar asu casa de Viena. Casi se le partió elcorazón de pena. Por lo demás, todo estáa la perfección. Eres el número uno paratodos ellos. El que se acerca por laderecha es Harry Slingo. ¿Te acuerdasde él? Era compañero mío en Acton.

—Me enteré de que su hijo ganó una

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beca de estudios en Oxford —comentóSmiley.

—Becado en física en Wadham,Oxford. Ese muchacho es un genio.George, no muevas la cabeza, siguemirando hacia delante.

Adelantaron a una camionetaaparcada, en uno de cuyos lados,pintado en letras vistosas, se leía «Auto-Schnelldients». El conductor dormitabaante el volante.

—¿Quién va en la parte de atrás? —preguntó Smiley cuando se alejaron.

—Pete Lusty, que solía ser cazadorde cabezas. Estos chicos han sufridomucho. George, si no hay trabajo

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tampoco hay acción. Pete se alistó en elejército rodesiano. Mató a unos cuantos,no le importó un comino y volvió. No esextraño que te adoren —volvieron apasar junto a la casa de Grigoriev. Unaluz se destacaba a través de otra ventana—. Los Grigoriev se acuestan temprano—agregó Toby con cierto respeto.Delante de ellos estaba aparcada unalimusina con matrícula consular deZurich. En el asiento del conductor, unchofer leía un libro de bolsillo—. Esees Canadá Bill —explicó Toby—. SiGrigoriev sale de la casa y se dirige a laderecha, pasa junto a Pete Lusty. Si va ala izquierda, pasa junto a Canadá Bill.

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Son buenos chicos, muy despiertos.—¿Quién está detrás de nosotros?—Las chicas Meinertzhagen. La

grandota se casó.La bruma tornaba muy íntima y

serena la marcha. Descendieron por unasuave pendiente y pasaron junto a laresidencia del embajador británico y asu Rolls-Royce, aparcado en la calzadacurva, ambos situados a la derecha. Lacalle daba vuelta hacia la izquierda yToby la siguió. Al hacerlo, el coche queiba detrás los adelantó, encendiendoconvenientemente las luces largas.Gracias a esa iluminación, Toby vio unarbolado callejón sin salida que

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acababa en un par de portales altos,cerrados y protegidos desde el interiorpor un pequeño grupo de hombres. Losárboles impedían la visión de todo lodemás.

—George, bienvenido a laEmbajada soviética —saludó Toby convoz muy suave—. Veinticuatrodiplomáticos, cincuenta miembros deotras jerarquías… codificadores,mecanógrafos y algunos espantososconductores, todos con base en estelugar. La delegación comercial seencuentra en otro edificio, en laSchanzeneckstrasse número diecisiete.Grigoriev la visita a menudo. En Berna

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también contamos con Tass y conNovosti, en su mayoría rufianes delpersonal fijo. La residencia matriz estáen Ginebra, con cobertura de lasNaciones Unidas, y cuentaaproximadamente con doscientaspersonas. Este lugar cumple una funciónsecundaria: doce quince en total, perosólo crece lentamente. El consulado esun anexo de la parte trasera de laEmbajada. Entras en él a través de unportal de la verja, como si penetraras enun fumadero de opio o en un burdel. Enel camino cuentan con una cámara que seconecta con un circuito cerrado detelevisión y en la sala de espera han

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colocado dispositivos de exploración.Intenta solicitar un visado alguna vez.

—Muchas gracias, pero creo que meperderé esa experiencia —respondióSmiley y, excepcionalmente, Toby rió.

—El parque de la Embajada —explicó Toby cuando los farosiluminaron el bosque en pendiente quecaía hacia la derecha—. AquíGrigorieva juega al balón volea yadoctrina políticamente a los niños.George, créeme si te digo que es unamujer con mucha trastienda. Elparvulario de la Embajada, las clases devulgata marxista, el club de ping-pong,badminton para mujeres… esa tía

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maneja todo el cotarro. Si no me crees,oye a mi gente hablar de ella —mientrassalían del callejón sin salida, Smileylevantó la mirada hacia la ventana altade la casa de la esquina y vio que unaluz se apagaba y volvía a encenderse—.Ese es Pauli Skordeno que dice«bienvenido a Berna» —dijo Toby—.La semana pasada logramos alquilar elúltimo piso de esa residencia. Pauli escolaborador de Reuter. Hasta lefalsificamos un carnet de periodista.Tiene permiso para transmitir cables ytodo lo necesario —Toby aparcó elcoche cerca de la Thunplatz. Uncampanario daba las once. Caían

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algunos copos de nieve, pero la brumano se había dispersado. Durante unosminutos ninguno de los dos habló—.George, el día de hoy fue una copia dela semana pasada y la semana pasadauna copia de la anterior —agregó Toby—. Todos los jueves ocurre lo mismo.Al salir del trabajo, Grigoriev lleva elMercedes al garaje, llena el depósito degasolina comprueba el nivel de aceite yel agua de la batería y solicita un recibo.Vuelve a su casa. A las seis o poco mástarde, un coche de la Embajada sedetiene en la puerta de su casa y de él seapea Krassky, el correo diplomático deMoscú. Va solo. Krassky es un

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personaje muy irritante, un profesional.En todas las demás situaciones, Krasskyno va a ningún sitio sin Bogdanov, sucompañero. Vuelan juntos, se trasladanjuntos, comen juntos. Pero para la visitaa Grigoriev, Krassky rompe filas y vasolo. Se queda media hora y se marcha.¿Por qué? George, es una conducta muyirregular para un correo diplomático. Ycréeme que muy peligrosa si no tienerespaldo.

—Toby, ¿qué opinión te mereceGrigoriev? ¿Qué es?

Toby inclinó la palma de la manoextendida.

—George, Grigoriev no es un rufián

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bien adiestrado. Carece de oficio y,mejor dicho, es un desastre total. Creoque es un mestizo.

«Igual que Kirov», pensó Smiley.—¿Opinas que tenemos suficientes

cosas con respecto a él? —inquirióSmiley.

—Técnicamente, no hay problemas.El banco, la identidad falsa, incluso laPequeña Natasha: técnicamente,contamos con una mano de ases.

—Y crees que se quemará —agregóSmiley, más como confirmación quecomo pregunta.

En la oscuridad, Toby volvió ainclinar una vez más la palma de la

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mano hacia un lado y hacia el otro.—George, la quema siempre es un

riesgo, ¿comprendes? Algunosmuchachos se sienten heroicos yrepentinamente desean morir por supaís. Otros se dan la vuelta y se quedanquietos en cuanto les pones una manoencima. Pero la quema despierta latestarudez de algunas personas. ¿Meentiendes?

—Sí, creo que sí —respondióSmiley. Recordó Delhi una vez más y elrostro mudo que le observaba entre elhumo: de los cigarrillos.

—George, ve con calma. ¿Deacuerdo? Alguna vez tienes que

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descansar.—Buenas noches —se despidió

Smiley.Alcanzó el último tranvía, que le

llevó hasta el centro de la ciudad.Cuando entró en el Bellevue Palace,nevaba copiosamente: copos grandesque se arremolinaban bajo la luzmortecina, demasiado húmedos paraasentarse. Puso el despertador a lassiete.

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22Cuando la campana matinal llamó a

reunión, hacía exactamente una hora quela joven a la que llamaban Alexandrahabía despertado. Al oírla, doblóinmediatamente las rodillas dentro delcamisón de calicó, cerró con fuerza lospárpados y se juró a sí misma que aúndormía, que era una niña que necesitabadescansar. Al igual que el despertadorde Smiley, la campana que llamaba areunión sonó a las siete, pero a las seisella había oído el repique de loscampanarios del valle, primero el de los

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católicos, a continuación el de losprotestantes y luego el delAyuntamiento, pero no creía en ningunode ellos. Ni en este Dios ni en aquél ymenos aún en los vecinos con sus carasde carniceros, los mismos que durantelas fiestas anuales habían permanecidoen posición de firmes y erguidosmientras el coro del cuerpo debomberos desafinaba con cancionespatrióticas en dialecto cantonal.

Conocía las fiestas anuales porqueconstituían una de las pocasExpediciones Permitidas y últimamentele habían concedido el privilegio deasistir. Fue la primera que presenció y

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le resultó divertido enterarse de queestaba consagrada a la celebración de lacebolla común. Había ocupado su lugarentre la hermana Úrsula y la hermanaBeatitud y se dio cuenta de que las dosestaban atentas por si ella intentaba huiro ensimismarse y tener un berrinche.Estuvo presente durante la hora que duróla disertación más aburrida que puedaimaginarse y durante la hora de cantosacompañados por la tediosa músicamarcial de la banda. A continuación vioun desfile de personas ataviadas con losvestidos típicos de la aldea, quellevaban ristras de cebollas colgadas depalos largos, con el abanderado de la

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aldea a la cabeza, el chico que los díascorrientes llevaba la leche a laresidencia y —si lograba pasarinadvertido— llegaba hasta la puerta deledificio con la esperanza de ver a unamuchacha en una ventana, o quizás eraella la que intentaba verle a él.

Después de que los campanarios dela aldea dieran las seis, Alexandra,desde el rincón más abrigado de sucama decidió contar los minutos hasta elinfinito. En su papel autoimpuesto deniña, lo hizo contando cada segundo enun murmullo: «Mil uno, mil dos.» A lasseis y doce minutos, según su cálculoinfantil, oyó las ostentosas protestas de

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madre Felicidad mientras bajaba por lacalzada al volver de misa, diciendo atodos que Felicidad-Felicidad —clac-clac— y nadie más —clac-clac— eranuestra supervisora y la iniciadoraoficial del día; nadie más —clac-clac—servía. Ello resultaba gracioso, pues suverdadero nombre no era Felicidad;Felicidad era el que había elegido paraque lo utilizaran las otras monjas. Suverdadero nombre, le había contado aAlexandra en secreto, era Nadezhda, quesignifica «Esperanza». Por esoAlexandra le había contado a Felicidadque su verdadero nombre era Tatiana,no Alexandra. Le explicó que Alexandra

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era un nombre nuevo, preparado parausarlo en Suiza. Pero Felicidad-Felicidad le respondió ásperamente queno fuese tonta.

Después de la llegada de madreFelicidad, Alexandra se cubrió los ojoscon la sábana blanca y llegó a laconclusión de que el tiempo notranscurría, de que se encontraba en unlimbo blanco para niños, donde todocarecía de sombra, incluso Alexandra,incluso Tatiana. Bombillas blancas, paredes blancas, la armazón de hierro blancoen la cama. Radiadores blancos. Al otrolado de las ventanas altas, montañasblancas contra un cielo blanco.

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Doctor Rüedi, pensó, tengo un nuevosueño para contarle durante nuestracharla del próximo jueves… ¿o es elmartes?

Doctor, escuche con atención. ¿Sabesuficiente ruso? A veces fingecomprender más de lo que realmenteentiende. Muy bien, empezaré. Me llamoTatiana y estoy de pie, con mi camisónblanco, delante del paisaje alpinoblanco, intentando escribir en la laderade la montaña con una tiza blanca deFelicidad-Felicidad, cuyo verdaderonombre es Nadezhda. No llevo nadadebajo del camisón. Finge serindiferente a estas cuestiones, pero

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cuando le digo cuánto amo mi cuerpousted presta mucha atención. ¿No es así,doctor Rüedi? Hago garabatos con latiza en la ladera de la montaña, laaplasto como un cigarrillo. Pienso en laspalabras más groseras que conozco… sí,doctor Rüedi, en esta palabra y tambiénen aquélla… pero sospecho que es pocoprobable que estén incluidas en suvocabulario ruso. Intento escribirlas,pero blanco sobre blanco… Doctor, lepregunto, ¿qué impacto puede produciruna mocosa?

Doctor, es terrible, usted nunca debesoñar mis sueños. ¿Sabe que una vez fuiuna ramera llamada Tatiana? ¿Sabe que

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no puedo hacer ningún mal? ¿Que puedoincendiar cosas, incluso a mí misma, yvilipendiar al Estado y que de todosmodos los sabios que están en el poderno me castigarán? En lugar de ello, medejan salir por la puerta trasera, «vete,Tatiana, vete»… ¿Lo sabía?

Alexandra oyó pisadas en el pasilloy se hundió aún más en la ropa de cama.Llevan al lavabo a la francesa, pensó.La francesa era la muchacha máshermosa de la residencia. Alexandra laadoraba simplemente por su belleza.Con su hermosura derrotaba a todo elsistema. Incluso cuando le pusieron lacamisa —por arañarse o lastimarse a sí

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misma o por romper algo—, su rostroangelical las observaba como si fuese unicono. Incluso cuando llevaba elcamisón sin forma definida m botones,sus pechos se alzaban hasta formar unpuente frágil y ninguna podía hacer nada,ni siquiera la más celosa, ni Felicidad-Felicidad —cuyo nombre secreto eraEsperanza—, para evitar que parecierauna estrella del cine. Cuando searrancaba la ropa, hasta las monjas lamiraban con una especie de codiciosoterror. Sólo la americana había sidoigualmente bella, pero se la habíanllevado porque era muy mala. Lafrancesa ya era bastante mala con sus

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berrinches nudistas, sus cortes en lasvenas y sus ataques de furia contraFelicidad-Felicidad, pero era una santacomparada con la americana en la épocaen que se fue. Las monjas tuvieron que ira buscar a Kranko a la vivienda delportero para sujetarla, solamente parasedarla. Tuvieron que cerrar toda el alade descanso mientras lo hacían y cuandola camioneta se llevó a la americana, fuecomo una muerte en la familia y lahermana Beatitud lloró durante lasplegarias de la tarde. Más tarde, cuandoAlexandra la obligó a contárselo, lamonja la llamó por su diminutivocariñoso, Sasha, indicio cierto de su

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congoja. «La americana ha ido aUntersee», dijo llorosa cuandoAlexandra la obligó a contárselo. «Oh,Sasha, Sasha, prométeme que nunca irása Untersee.» Al igual que en la vida queno podía mencionar le habían suplicado:«¡Tatiana, no hagas esas cosasdelirantes y peligrosas!»

A partir de entonces, Untersee seconvirtió en el terror más obsesionantede Alexandra, en una amenaza que lallevaba a guardar silencio en cualquiermomento, incluso en los peores: «Sasha,si eres mala, irás a Untersee. Simolestas al doctor Rüedi, te levantas lafalda y cruzas las piernas delante de él,

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la madre Felicidad tendrá que enviarte aUntersee. Cállate o te mandarán aUntersee.»

Las pisadas regresaron por elpasillo. Llevaban a la francesa paravestirla. A veces ella forcejeaba yacababa con la camisa puesta. Otrasveces la enviaban a ella paratranquilizarla, lo que lograba cepillandosin cesar el pelo de la francesa, sinhablar, hasta que la muchacha serelajaba y le besaba las manos. Despuésse llevaban a Alexandra porque el amorno figuraba, no figuraba en el programa.

La puerta se abrió repentinamente yAlexandra oyó la voz seca de Felicidad-

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Felicidad, que la acosaba como unavieja enfermera de una obra teatral rusa:

—¡Sasha! ¡Debes levantarte ahoramismo! ¡Sasha, despiertainmediatamente! ¡Sasha, despierta!¡Sasha!

La monja dio un paso hacia elinterior. Alexandra se preguntó si lequitaría la ropa de cama y la pondría depie de un tirón. A pesar de su sangrearistocrática, la madre Felicidad podíaser brutal como un soldado. No eraintimida dora sino franca y fácil deprovocar.

—Sasha, llegarás tarde a desayunar.Las otras chicas te mirarán, se reirán y

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dirán que nosotras, las estúpidas rusas,siempre llegamos tarde. ¿Sasha? Sasha,¿quieres perderte las oraciones? Dios seenojará mucho contigo. Se pondrá tristey llorará. Sasha, quizás Él tenga quepensar en cómo castigarte.

Sasha, ¿quieres ir a Untersee?Alexandra cerró con fuerza los

párpados. Madre Felicidad, tengo seisaños y necesito dormir. Dios, hazme decinco años; Dios, hazme de cuatro.Madre Felicidad, tengo tres años ynecesito dormir.

—Sasha, ¿has olvidado que es tu díaespecial? Sasha, ¿has olvidado que hoyrecibirás a tu visitante?

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Dios, hazme de dos años; Dios,hazme de uno; Dios, conviérteme ennada y en no nacida. No, madreFelicidad, no he olvidado a mi visitante.Lo he recordado antes de dormirme, hesoñado con él y no he pensado en nadamás des de que desperté. MadreFelicidad, lo que ocurre es que noquiero al visitante ni hoy ni ningún otrodía. ¡No puedo, no puedo soportar lamentira, no sé cómo hacerlo y por esemotivo no permitiré, no permitiré queempiece el día!

Obedientemente, Alexandra selevantó de la cama.

—Toma —dijo madre Felicidad y le

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besó distraídamente la mejilla antes deapresurarse pasillo abajo—. ¡De nuevollegas tarde! ¡De nuevo llegas tarde!¡Fuera, fuera! —dio palmas y gritó delmismo modo que lo haría ante un tropelde tontas gallinas.

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23El viaje en tren hasta Thun duró

media hora. Smiley se apeó en laestación y anduvo ociosamente, sinrumbo fijo, mirando escaparates.Algunos muchachos se sienten heroicosy desean morir por su país…, pensó,…pero la quema despierta la testarudezde las personas… Smiley se preguntóqué despertaría en él.

Era un día de penumbra y confusión.Los pocos transeúntes parecían levessombras a causa de la bruma y lasembarcaciones del lago estaban

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congeladas en las esclusas. A veces lastinieblas se despejaban lo suficientepara permitirle vislumbrar un castillo,un árbol, un fragmento de la muralla dela ciudad. Pero volvían a cubrirlosrápidamente. Había nieve en elempedrado y en las cruces de losárboles nudosos del balneario. Lospocos coches que se veían avanzabancon los faros encendidos y losneumáticos crujían sobre la nieve medioderretida. Los únicos colorescorrespondían a los escaparates: relojesde oro y prendas para esquiar comosímbolos de la vida nacional. «No temolestes en llegar antes de las once»,

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había dicho Toby: «George, en realidadlas once es muy temprano, pues ellos nollegarán hasta las doce.» Sólo eran lasdiez y media, pero quería disponer detiempo, quería trazar círculos antes dedetenerse, necesitaba tiempo, como diríaEnderby, para organizar las ideas.Penetró en una calle estrecha y vio queel castillo se alzaba directamente antesus ojos, en lo alto. El pasadizo seconvirtió en acera, luego en unaescalera, más tarde en una pendienteescarpada y Smiley continuó su ascenso.Pasó junto a una sala-de-té inglesa, a unbar-americano y a un club-nocturnoOasis, todos con guión, todos

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iluminados con luces de neón, cada unode ellos una copia sanitizida del originalperdido. Pero esos lugares no lograbandestruir su amor por Suiza. Llegó a unaplaza y vio el edificio del banco, elmismísimo banco, y enfrente el pequeñohotel, tal como lo había descrito Toby,con el restaurante-cafetería en la plantabaja y una infinidad de habitaciones enla alta. Vio la camioneta amarilla decorreos aparcada descaradamente enzona prohibida y supo que se trataba delpuesto estático de Toby, que siemprehabía creído en la eficacia de utilizarcamionetas de correos; las robaba allídonde estuviese y sostenía que nadie

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reparaba en ellas ni las recordaba. Lehabía puesto otra matrícula, que parecíamás vieja que la camioneta. Smileycruzó la plaza. En la puerta del bancohabía un letrero en el que se leía«ABIERTO DE LUNES A JUEVES07.45-17.00, VIERNES 07.45-18.15».Toby le había explicado que a Grigorievle gustaba ir al banco a mediodía porqueen Thun nadie desaprovecha ese rato.«George, él ha confundido totalmentetranquilidad con seguridad. Lugaresvacíos y horas muertas en los queGrigoriev llama tanto la atención queresulta desconcertante.»

Smiley atravesó un paso de

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peatones. Eran las once menos diez.Cruzó la calle y se dirigió al pequeñohotel, desde el que tendría unapanorámica sin obstáculos del banco deGrigoriev. Tensión en el vacío, pensó alescuchar sus pisadas y el gorgoteo delagua en los canalones; la poblaciónestaba fuera de temporada y fuera deltiempo. George, la quema siempre esun riesgo. ¿Cómo la realizaría Karla?,se preguntó. ¿Qué haría el absolutistaademás de lo que nosotros ya estamoshaciendo? A Smiley no se le ocurríanada más, salvo un secuestro. Karlaacumularía la información operativa,pensó, y luego plantearía su

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acercamiento… corriendo el riesgo.Smiley empujó la puerta del café y elaire tibio le acarició la cara. Se dirigióa una mesa situada junto a, la ventana, enla que reposaba un letrero que decíaRESERVADA.

—Estoy esperando al señor Jacobi—le dijo a la camarera. Ella asintió demala gana y evitó su mirada. Lamuchacha tenía una palidez de claustro ycarecía de expresión. Smiley pidió café-crême en un vaso, pero ella le explicóque si se lo llevaba en un vaso tambiéntendría que beber ginebra—. Entoncesen una taza —capituló.

En principio, ¿por qué había pedido

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un vaso?Tensión en el vacío, volvió a pensar

y miró a su alrededor. Riesgos en unlugar confuso.

El café era una moderna antigüedadsuiza. De las columnas de estuco habíancolgado, en forma de cruz, lanzas deplástico. Los altavoces ocultos emitíanuna música inocua y la voz monocordecambiaba de idioma cada vez quetransmitía un anuncio. En un rincón,cuatro hombres jugaban en silencio a lascartas. Miró por la ventana la plazavacía. Llovía otra vez, motivo por elcual lo blanco se volvía gris. Pasó unmuchacho en bicicleta, cubierto con una

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gorra de lana roja que rodó por elpavimento como una antorcha hasta quela bruma la cubrió. Reparó en que laspuertas del banco eran dobles y seabrían mediante una célula fotoeléctrica.Miró la hora: las diez y diez. Sonó unacaja registradora. Silbó una máquina decafé. Los jugadores barajaban una nuevamano. De la pared colgaban platos demadera: parejas de bailarines con losvestidos nacionales. ¿Qué otra cosapodía mirar? Las arañas eran de hierroforjado, pero la iluminación procedía deuna banda continua del techo, cuya luzera muy intensa. Se acordó de HongKong, de las cervecerías bávaras

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situadas en el decimoquinto piso: lamisma sensación de esperarexplicaciones que jamás se darían. Yhoy sólo se trata de los preparativos,pensó: hoy ni siquiera tendrá lugar elacercamiento. Miró nuevamente hacia elbanco. Nadie entraba ni salía. Recordóque toda su vida había esperado algoque ya no podía definir: llamémosloresolución. Pensó en Ann y en el últimopaseo que compartieron. Resolución enel vacío. Oyó crujir una silla y vio lamano de Toby, extendida al estilo suizopara que la estrechara, y su rostro alegreque resplandecía como si acabara deregresar de un paseo.

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—Los Grigoriev salieron de la casade Elfenau hace cinco minutos —dijo envoz baja—. Grigorieva conduce elcoche. Probablemente morirán antes dellegar.

—¿Y las bicicletas? —quiso saberSmiley, pues estaba preocupado.

—Como de costumbre —respondióToby y acercó una silla a la mesa.

—¿La semana pasada conducía ella?—Sí, igual que la anterior. Insiste en

hacerlo. George, te aseguro que esamujer es un monstruo —la muchacha lesirvió un café sin que se lo hubiesepedido—. A decir verdad, la semanapasada echó a Grigoriev del asiento del

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conductor, condujo hasta el poste de laverja y aplastó el guardabarros. Pauli yCanadá Bill se reían tanto que temimosque los descubrieran —apoyó una manoamistosa en el hombro de Smiley—.Escucha, hoy será un buen día, créeme.Buena luz y un bonito plan. Lo único quetienes que hacer es acomodarte en elasiento y disfrutar del espectáculo.

Sonó el teléfono y la muchacha gritó:—Herr Jacobi.Toby caminó airosamente hasta el

mostrador. La joven camarera le pasó elteléfono y se ruborizó ante algo que él lesusurró.

El chef salió de la cocina en

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compañía de su hijito y exclamó:—¡Hola, Herr Jacobi!Los crisantemos que decoraban la

mesa de Smiley eran de plástico, peroalguien había llenado de agua el jarrón.

—Ciao —se despidió Tobyalegremente por teléfono y retornó a lamesa—. Todos están en su puesto y sondichosos —declaró satisfecho—. ¿Noquieres comer algo? Diviértete, George,estás en Suiza.

Toby salió a la calle entusiasmado.Disfruta del espectáculo, pensó Smiley.Eso es. Yo escribí el guión, Toby loprodujo y ahora lo único que me quedaes hacer de espectador. Pero no, pensó,

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y se corrigió: Karla escribió este guióny a veces eso le había preocupadomuchísimo.

Dos muchachas vestidas deexcursionistas atravesaron las puertasdobles del banco. Segundos después,Toby las siguió. Está llenando el banco,pensó Smiley. Pondrá dos hombres encada ventanilla. Después de Toby entróun joven matrimonio cogido del brazo ya continuación una mujer rolliza con dosbolsas de la compra. La camionetaamarilla de correos permanecía en susitio: nadie mueve un vehículo decorreos. Reparó en una cabina deteléfonos y en las dos figuras

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agazapadas en su interior, quizá paraprotegerse de la lluvia. Dos personasson menos llamativas que una, solíandecir en Sarratt, y tres son menosevidentes que un par. Pasó un autocar deturismo vacío. Un reloj dio las doce y,como si obedeciera al traspunte, unMercedes negro surgió de la niebla y susfaros a media intensidadresplandecieron en el empedrado. Seacercó torpemente al bordillo y parófrente a la puerta del banco, a dosmetros de la camioneta de correos deToby. Los números de las matrículas delos coches de la Embajada soviéticaterminan en 73, había dicho Toby. Ella

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deja a Grigoriev en la puerta y da dosvueltas a la manzana en espera de queél salga. Pero hoy, a causa del climadesapacible, los Grigoriev decidieronno hacer caso de los reglamentos deaparcamiento ni de las leyes de Karla yconfiar en que la matrícula diplomáticales evitaría problemas. Se abrió laportezuela del acompañante y una figurarechoncha, con traje oscuro y gafas,corrió hacia la entrada del banco,cargada con un maletín. Smiley apenashabía tenido tiempo de recordar laespesa cabellera gris y las gafas sin arode las fotos de Grigoriev en el momentoen que un camión le impidió la visión.

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Cuando el camión pasó, Grigoriev yahabía desaparecido, pero Smiley tuvouna clara visión de la descomunal molede Grigorieva, con su cabellerapelirroja y su ceño de conductoraprincipiante, sentada sola ante elvolante. George, créeme si te digo quees una mujer con mucha trastienda. Alver su mandíbula rígida y su miradaintimidatoria, aunque con reservas,Smiley logró compartir por primera vezel optimismo de Toby. Si el miedo erael elemento más importante de todaquema con éxito, sin duda algunaGrigorieva era alguien temible.

Mentalmente, Smiley imaginó la

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escena que se desarrollaba en el interiordel banco, tal como Toby y él la habíanplanificado. Era una entidad bancariapequeña y un equipo de siete personaspodía llenarla. Toby había abierto unacuenta personal a su nombre: HerrJacobi, unos pocos miles de francos.Toby se acercaría a uno de losmostradores y se ocuparía de realizarpequeñas transacciones. El sector decambio de moneda tampoco constituíaun problema. Dos de los ayudantes deToby, provistos de diversas monedasextranjeras podían mantenerlo ocupadodurante algunos minutos. Imaginó elruido confuso de la alegría de Toby,

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motivo por el cual Grigoriev tendría queelevar la voz. Imaginó a las dosexcursionistas realizando un acto doble,con una mochila descuidadamenteechada a los pies de Grigoriev, paragrabar todo lo que él le decía al cajero,y las cámaras ocultas que tomaban fotosdesde los bolsos marineros, lasmochilas, los maletines, los sacos dedormir o cualquier otro lugar dondeestuvieran ocultas, «Ocurre lo mismoque con el pelotón de ejecución»,explicó Toby cuando Smiley dijo que elruido del obturador le preocupaba.«George, con excepción de la víctima,todos oyen el golpe seco.»

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Las puertas del banco se abrieron ysalieron dos hombres de negocios, quese acomodaron los impermeables comosi acabaran de abandonar el lavabo. Lossiguió la mujer rolliza con las dosbolsas de la compra y Toby salió trasella charlando locuazmente con lasexcursionistas. A continuación surgióGrigoriev. Ignorante de todo, saltó alinterior del Mercedes negro y besó a sumujer en la mejilla sin darle tiempo aapartarse. Smiley vio que la boca deella se fruncía críticamente y notó lasonrisa apaciguadora de Grigoriev alresponder. Sí, pensó Smiley, ciertamentetiene algo de lo que sentirse culpable; sí,

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pensó al recordar el afecto que losobservadores sentían por él sí, tambiénlo comprendo. Pero el matrimonio nopartió de inmediato. Grigoriev apenashabía cerrado la portezuela cuando unamujer alta y vagamente conocida, conabrigo Loden verde, se acercó al paso,golpeó furiosa la ventanilla delacompañante y pronunció lo que parecíaser una homilía sobre los pecados deaparcar en la acera. Grigoriev estabaincómodo y Grigorieva se inclinó pordelante de él y gritó —Smiley inclusooyó la palabra diplomático en un rígidoalemán que le llegó a pesar del ruido delos coches—, pero la mujer permaneció

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en su sitio, con el bolso bajo el brazo, yno dejó de maldecirles mientras sealejaba. Los fotografió dentro del coche,con las puertas del banco al fondo,pensó Smiley. Se toman fotografías através de perforaciones: media docenade agujeros hechos con un alfiler y lapanorámica de la lente es perfecta.

Toby había regresado y estabasentado a su lado. Encendió un cigarropequeño. Smiley percibió que temblabacomo un perro después de la cacería.

—Grigoriev ingresó los diez milacostumbrados —comunicó. Hablóatolondradamente en inglés—. Igual quela semana pasada y que la anterior.

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George, ya tenemos la escena completa.Los muchachos están muy contentos y laschicas también. Te aseguro que sonfantásticos. Lisa y llanamente, losmejores. Nunca conté con gente tancapaz. ¿Qué opinas de Grigoriev?

Una áspera voz masculina lointerrumpió:

—¡Herr Jacobi! —era el chef, quealzó un vaso de ginebra para beber a lasalud de Toby.

Sorprendido por la pregunta, Smileyse echó a reír.

—Sin duda, está dominado por sumujer —comentó.

—Y es un buen tipo, ¿me entiendes?

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Sensato. Sospecho que también actuarásensatamente. George, ésa es miopinión. Los muchachos la comparten.

—¿A dónde van los Grigorievcuando salen del banco?

—Comen en la cantina de laestación, en el sector de primera clase.Grigorieva pide chuleta de cerdo conpatatas fritas y Grigoriev un filete y unvaso de cerveza. A veces también bebenvodka.

—¿Qué hacen después de comer?Toby meneó rápidamente la cabeza,

como si la pregunta no demandaraninguna aclaración.

—Claro que sí —afirmó—. Es ahí

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donde van. George, alégrate. Te aseguroque este tipo se quebrará. Tú jamástuviste una esposa semejante. Y Natashaes una chica muy lista —bajó la voz—.George, Karla es el sustento deGrigoriev. A veces no se comprendenlas cosas más sencillas. ¿Crees que ellale permitiría renunciar al nuevo piso y alMercedes?

Puntual como de costumbre, elvisitante semanal de Alexandra llegó eseviernes después de la hora de reposo. Ala una en punto habían servido elalmuerzo, que los viernes se componía

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de carne fría, Rösti y Kompott demanzanas —cuando no de ciruelas,según la temporada—, pero comoAlexandra detestaba ese postre a vecesfingía una descomposición, o corría allavabo, o llamaba a Felicidad-Felicidady se quejaba de la calidad de la comidaen el más soez de los lenguajes. Laresidencia se enorgullecía de producirsus propias frutas; los folletos deldespacho de Felicidad-Felicidadincluían una serie de fotografías defrutas, flores, ríos y montañas alpinosmezclados indiscriminadamente, comosi Dios, las monjas o el doctor Rüedilos cultivasen especialmente para las

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residentes. Después de la comidadisponían de una hora de descanso, queen el caso de los viernes era la peor detoda la semana para Alexandra, puestenía que acostarse en la cama de hierroblanco y simular que se relajabamientras le rezaba a cualquier Diosdispuesto a escucharla y le implorabaque el tío Anton fuese atropellado por uncoche, sufriese un ataque al corazón o,mejor aún, dejase de existir… y ladejara encerrada con su propio pasado,sus secretos y su nombre de Tatiana.Pensó en las gafas sin aros de tío Antone imaginariamente se las hundió en lacabeza y las sacó por la nuca junto con

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los ojos, para ver a través de éstos elmundo exterior y no su miradaesponjosa.

Por fin concluyó la hora de reposo;Alexandra se encontraba en el comedorvacío, ataviada con su mejor vestido ymiraba la casa del portero a través de laventana, dos criadas fregaban el suelode baldosas. Se sentía mal. Estréllatepensó. Estréllate con tu estúpidabicicleta. Las otras chicas recibían lossábados y ninguna tenía un tío Anton: enrealidad muy pocas recibían visitasmasculinas. En general se trataba depálidas tías y aburridas hermanas.Ninguna disponía del estudio de

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Felicidad-Felicidad, a puerta cerrada ya solas con el visitante; la hermanaBeatitud nunca se cansaba de repetir quese trataba de un privilegio que sólogozaban Alexandra y su tío Anton. PeroAlexandra hubiese cambiado esosprivilegios —y varios más— por el deno recibir jamás la visita de tío Anton.

El portal situado junto a la casa delportero se abrió y Alexandra empezó atemblar adrede, a agitar las manos comosi hubiese visto una rata, una araña o aun hombre desnudo excitado por ella.Por la calzada bajó en bicicleta unafigura rechoncha con un traje colorpardo. La indecisión de los movimientos

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del hombre le demostraban a Alexandraque no era un ciclista nato. No habíarecorrido una gran distancia en bicicletani traía consigo el oxígeno del mundoexterior. Podía hacer un calorbochornoso, pero tío Anton no sudaba niestaba acalorado. Podía llovercopiosamente, pero el impermeable y elsombrero del tío Anton, cuando llegabaa la puerta de entrada, apenas estabanhúmedos y sus zapatos jamás se llenabande barro. Sólo cuando cayó la grannevada, tres semanas atrás —o digamosque años atrás—, y depositó unacolchado extra de un metro de espesoralrededor de la tenebrosa fortaleza, el

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tío Anton se asemejó a un hombre realen contacto con elementos reales; consus gruesas botas hasta las rodillas, elanorak y el sombrero de piel, rodeó elpinar penosamente calzada arriba ysurgió de los recuerdos que ella nodebía mencionar. Cuando la abrazó, lallamó «hijita mía» y dejó caer susabrigados guantes sobre la mesa lustradade Felicidad-Felicidad, Alexandrasintió brotar en ella un vínculo tan fuertede afinidades y esperanzas, que hastavarios días después no se le borró lasonrisa de los labios.

«Fue tan cariñoso», le confió a lahermana Beatitud apelando a sus

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escasos conocimientos de francés. «¡Meabrazó como a una amiga! ¿Por qué lanieve le vuelve tan tierno?»

Pero hoy sólo había aguanieve,bruma y enormes copos flotantes que nose posaban en la grava amarilla.

Sasha, viene en coche, con unamujer, le había contado una vez lahermana Beatitud. Los había visto endos ocasiones. Naturalmente, la monjalos observó, como corresponde a unabuena suiza. Llevaban dos bicicletasatadas en la baca del coche, con lasruedas hacia arriba y conducía la mujer,una mujer corpulenta y fuerte, algoparecida a madre Felicidad pero no tan

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cristiana, con el pelo lo bastantepelirrojo para azuzar a un toro. Cuandollegaron al límite de la aldea, aparcaronel coche detrás del granero de AndreasGertsch y tío Anton desató su bicicleta ypedaleó hasta la casa del portero. Perola mujer se quedó en el coche, fumandoy leyendo Schweizer Illustrierte,frunciendo a veces el ceño ante elespejo retrovisor; su bicicleta noabandonó la baca. ¡Permaneció allícomo una marrana patas arriba mientrasla mujer leía la revista! ¡Adivina unacosa! ¡La bicicleta de tío Anton esilegal! La bicicleta —como correspondea una buena suiza, la hermana Beatitud

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había comprobado la cuestión,naturalmente—, la bicicleta de tío Antonno tenía placa ni licencia, él era unaespecie de infractor y también la mujer,aunque seguramente estaba demasiadogorda para pedalear.

Pero Alexandra no tenía el menorinterés por las bicicletas ilegales.Quería conocer detalles sobre el coche.¿Qué modelo? ¿Ostentoso o modesto?¿De qué color y, sobre todo de dóndeera? ¿De Moscú, de París, de dónde?Pero la hermana Beatitud era unasencilla campesina y en el mundo deallende las montañas todos los lugaresdesconocidos eran semejantes para ella.

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Entonces, por Dios, tonta, ¿qué letrasfiguraban en la matricula?, había gritadoAlexandra. La hermana Beatitud nohabía reparado en esas tonterías: meneóla cabeza como la tonta moza de establoque, en realidad era. Entendía de vacasy de bicicletas, pero los cochessuperaban su comprensión.

Alexandra vio llegar a Grigoriev yesperó el momento en que él inclinó lacabeza por encima del manillar, levantósu amplio trasero en el aire y pasó sucorta pierna por encima de la barracomo si se separase de una mujerdespués de hacer el amor. Notó que elbreve paseo le había hecho subir los

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colores a la cara y le vio desatar elmaletín de la rejilla colocada sobre larueda trasera. Alexandra corrió hasta lapuerta e intentó besarlo, primero en lamejilla y después en los labios, ya quepensaba introducirle la lengua en laboca como expresión de bienvenida,pero él la eludió cabizbajo como si yaestuviera regresando junto a su esposa.

—Alexandra Borisovna, te saludo—le oyó susurrar agitado, pronunciandosu patronímico como si fuese un secretode Estado.

—Tío Anton, te saludo —respondió.En ese momento la hermana Beatitud lacogió bruscamente del brazo y le

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aconsejó que se comportara con decoro.

El estudio de madre Felicidad era, ala vez, sobrio y suntuoso. Como lascriadas lo fregaban y lustraban susmuebles diariamente, el ambientepequeño y pulcro olía igual que unapiscina. Los pocos recuerdos de Rusiacontenidos en él brillaban comocofrecillos. Madre Felicidad teníaiconos, fotografías color sepia yexquisitamente enmarcadas de princesasa las que había amado y obispos a losque había servido; el día de su santo —¿o acaso fue el de su cumpleaños o el

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día del cumpleaños del obispo?— cogiótodos esos elementos y preparó unescenario con ellos, velas, una virgen yun niño Dios. Alexandra lo sabía, puesFelicidad-Felicidad la llamó para que lehiciera compañía, le leyó viejasplegarias rusas, entonó fragmentoslitúrgicos a ritmo de marcha para ella yle dio pastel y una copa de vino dulce afin de tener compañía rusa el día de susanto… ¿no fue en Pascua o enNavidad? Los rusos eran lo mejor delmundo, afirmó. Gradualmente, debido aque le hablan administrado una montañade píldoras, Alexandra se dio cuenta deque Felicidad-Felicidad estaba borracha

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como una cuba, de modo que acomodósus cansados pies, le alcanzó unalmohadón, le besó el pelo y la dejódormir en el sofá de mezclilla en el quese sentaban los padres cuando iban ainscribir a nuevas pacientes. Era elmismo sofá en el que ahora estabaAlexandra, atenta a tío Anton mientraséste cogía una pequeña libreta de subolsillo. La joven reparó en que él teníaun día pardo: traje pardo, corbata parda,camisa parda.

—Deberías comprarte pinzas decolor pardo para pedalear —le dijo enruso.

Tío Anton no rió la gracia. Mantenía

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cerrada la libreta con un trozo deelástico negro semejante a una liga, queahora desarrollaba con actitud astuta ydisplicente a al tiempo que humedecíasus labios de funcionario. A vecesAlexandra pensaba que era un policía,otras un cura disfrazado, otras unabogado o un profesor de instituto y aveces un tipo especial de médico. Perofuera lo que fuese, evidentemente tíoAnton quería que ella supiese, medianteel elástico, la libreta y las nerviosasexpresiones de benevolencia, que existíauna Ley Superior de la cual ninguno delos dos era personalmente responsable,que no se proponía ser su carcelero y

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que deseaba su perdón —si no suauténtico amor— por haberla encerrado.Alexandra también sabía que él deseabahacerle saber que estaba triste, inclusosolo, que sentía cariño por ella y que enun mundo mejor hubiese sido el tío quele llevaba fielmente regalos decumpleaños y de Navidad y que cadaaño le hacia la mamola y le decía «vaya,vaya, Sasha, cómo has crecido», seguidode una con tenida palmada en alguna desus redondeces, que quería decir:«Vaya, vaya, Sasha, pronto estarás listapara la cazuela.»

—¿Progresas en tus lecturas,Alexandra? —le preguntó mientras

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acomodaba la libreta y movía laspáginas en busca de la lista.

Evidentemente, esa pregunta era unrodeo. No se trataba de la Ley Superior.Era como hablar del clima, del bonitovestido que llevaba puesto o de locontenta que parecía estar hoy… enmodo alguno como la semana anterior.

—Me llamo Tatiana y vengo de laluna —respondió.

Tío Anton se comportó como si no lahubiese oído, de modo que quizásAlexandra sólo había respondido parasus adentros, en el silencio de su mente,donde decía muchas cosas.

—¿Has terminado la novela de

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Turgenev que te traje? —preguntó—.Creo que estabas leyendo Aguasprimaverales.

—Madre Felicidad me lo estabaleyendo, pero tiene la garganta irritada—dijo Alexandra.

—Bien.Era una mentira. Felicidad-Felicidad

había dejado de leerle como castigo portirar la comida al suelo.

Tío Anton encontró la página de lalibreta donde figuraba la lista, y tambiénla pluma, una pluma de plata concapuchón de presión; parecía muyorgulloso de este chisme.

—Bien —repitió—. ¡Alexandra, ya

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está bien!De pronto Alexandra sintió que no

quería esperar a que le planteara laspreguntas. De pronto sintió que no podíahacerlo. Pensó en bajarle los pantalonesy hacerle el amor. Pensó alborotar en unrincón, como la francesa. Le mostró lasangre que tenía en las manos, allí dondese había mordido. Por intermedio de sudivina sangre, necesitaba explicarle queno deseaba oír la primera pregunta. Sepuso de pie y le ofreció una manomientras hundía los dientes en la otra.Deseaba demostrar definitivamente a tíoAnton que la pregunta en la que él estabapensando le resultaba obscena,

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insultante, inaceptable y delirante y, conese propósito, había elegido el ejemplode Cristo como el más próximo y elmejor: ¿acaso El no estaba colgado en lapared del estudio de Felicidad-Felicidad, delante mismo de sus ojos, yla sangre caía por sus muñecas? TíoAnton, la he derramado por ti, explicóy pensó en la Pascua, cuando Felicidad-Felicidad daba vueltas por la fortaleza ycascaba huevos. Por favor. Tío Anton,ésta es mi sangre. La he derramado porti. Pero como tenía la otra mano metidaen la boca lo único que logró emitir fueun sollozo. Finalmente se sentó con elceño fruncido y las manos sobre el

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regazo; notó que, aunque en realidad nosangraban, al menos estaban húmedasde saliva.

Tío Anton mantenía abierta la libretacon la mano derecha y con la izquierdasostenía la pluma con capuchón depresión. Era la primera persona zurdaque Alexandra conocía y a veces, alverle escribir, se preguntaba si era unaimagen del espejo cuya versión auténticaestaba sentada en el coche, detrás delgranero de Andreas Gertsch. Pensó cuanmaravilloso sería el día en que lograramanejar lo que el doctor Rüedidenominaba la «naturaleza dividida»:enviar a una mitad en bicicleta mientras

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la otra se quedaba en el coche con lapelirroja que le hacía de chófer.Felicidad-Felicidad, si me prestas tubicicleta chirriante, enviaré lejos miparte mala.

Súbitamente se oyó hablar a símisma. Era un sonido maravilloso. Lavolvía semejante a todas las vocesfuertes y sanas que la rodeaban: lospolíticos por la radio, los médicos quete miran despectivamente cuando estásen cama.

«Por favor, tío Anton, ¿de dóndevienes?», se oyó preguntar concontenida curiosidad. «Por favor, tíoAnton, préstame atención mientras hago

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una declaración. Me niego a responder atus preguntas hasta que me digas quiéneres, si eres realmente mi tío y cuál es elnúmero de la matrícula de tu cochenegro y grande. Lo lamento, pero esnecesario. Además, ¿la pelirroja es tumujer o Felicidad-Felicidad con el peloteñido, como me asegura la hermanaBeatitud?»

Pero con demasiada frecuencia lamente de Alexandra pronunciabapalabras que su boca no transmitía y enconsecuencia las palabras sólo fluían ensu interior y ella se convertía encarcelera involuntaria, así como tíoAnton simulaba ser su carcelero.

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«¿Quién te da el dinero para pagar aFelicidad-Felicidad mi encierro en estelugar? ¿Quién paga al doctor Rüedi?¿Quién dicta las preguntas que todas lassemanas aparecen en tu libreta? ¿Aquién transmites mis respuestas,respuestas que escribes tanmeticulosamente?»

Pero una vez más, las palabrasaletearon en su cerebro como lospájaros en el invernáculo de Kranko enla temporada de la fruta y Alexandra nopudo hacer nada para persuadirlas deque debían salir.

—¿Y bien? —repitió tío Anton portercera vez, con la misma sonrisa

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ambigua que exhibía el doctor Rüedicuando estaba a punto de ponerle unainyección—. Alexandra, por favor, enprimer lugar debes decirme tu nombrecompleto.

Alexandra levantó tres dedos y contócomo una niña buena.

—Alexandra Borisovna Ostrakova—respondió con voz infantil.

—De acuerdo. Sasha, ¿cómo te hassentido esta semana?

Alexandra sonrió diligentemente yrespondió:

—Gracias, tío Anton, esta semaname he sentido mucho mejor. El doctorRüedi dice que mi crisis ha quedado

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atrás.—¿Has recibido por algún medio,

sea por correo, por teléfono o depalabra alguna comunicación depersonas de fuera?

Alexandra había llegado a laconclusión de que era una santa. Cruzólas manos sobre el regazo, inclinó lacabeza aun lado y creyó ser una de lassantas ortodoxas rusas que Felicidad-Felicidad tenía en la pared de detrás delescritorio. Vera, que representaba la fe;Liubov, que era el amor; Sofía, Olga,Irma o Xenia… todos los nombres quemadre Felicidad le enseñó aquella vezque le confió que su verdadero nombre

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era Esperanza, en tanto Alexandra eraAlexandra o Sasha, pero nunca, nuncaTatiana y será mejor que lo recuerdes.Alexandra le sonrió a tío Anton y supoque su sonrisa era sublime, tolerante ysabia; supo que oía la voz de Dios y nola de tío Anton; tío Anton también locomprendió pues lanzó un prolongadosuspiro, cerró la libreta y cogió lacampanilla para llamar a madreFelicidad a fin de celebrar la ceremoniacrematística.

Madre Felicidad llegó en seguida yAlexandra dedujo que no había estadolejos de la puerta. Tenía la factura en lamano. Tío Anton le echó un vistazo,

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frunció el ceño como de costumbre yluego contó los billetes sobre elescritorio, los azules a un lado y losnaranjas al otro, de modo que cada unose transparentaba unos instantes bajo laluz de la lámpara de lectura. Después tíoAnton palmeó el hombro de Alexandracomo si tuviese quince años en lugar deveinticinco o veinte o cualquiera fuesela edad que tenía cuando recortó losfragmentos prohibidos de su vida. Unavez más, le vio pasar por la puerta comoun pato y subir a la bicicleta. Vio elmovimiento de su trasero mientrasganaba velocidad alejándose de ella ypasaba junto a la casa del portero, junto

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a Kranko, para luego descender por lapendiente hacia la aldea. Mientras loobservaba, Alexandra vio algo extraño,algo que antes nunca había ocurrido, queal menos no le había ocurrido a tíoAnton. De la nada surgieron dos figurasresueltas: un hombre y una mujer quellevaban un ciclomotor. Seguramentehabían estado sentados en uno de losbancos, del otro lado de la portería,fuera de la vista, quizá para hacer elamor. Salieron a la calzada y miraron atío Anton, pero no subieron de inmediatoal ciclomotor. Esperaron hasta que tíoAnton casi desapareció de la vista parair tras él cuesta abajo. En ese momento

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Alexandra decidió gritar y esta vezencontró su voz. El grito estremeció laresidencia hasta que la hermana Beatitudavanzó hacia ella para enmudecerla conuna fuerte bofetada en la boca.

—Son las mismas personas —chillóAlexandra.

—¿Quiénes? —inquirió la hermanaBeatitud y apartó la mano por sinecesitaba volver a usarla—. ¿Quiénesson las mismas personas, mala?

—Son las mismas personas quesiguieron a mi madre antes de llevárselaa rastras para matarla.

La hermana Beatitud lanzó un bufidode incredulidad.

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—¡Supongo que con caballosnegros! —se burló—. Y la arrastraronen un trineo de un extremo al otro deSiberia, ¿no?

No era la primera vez que Alexandracontaba esas historias. Había dicho quesu padre era un príncipe secreto máspoderoso que el zar; que gobernaba porla noche, tal como los mochuelos reinancuando los halcones descansan; que susreservados ojos grises la seguían a todaspartes, que sus oídos secretos oían cadapalabra que ella pronunciaba. Tambiéncontó que una noche, al oír a su madrerezar en sueños, hizo que sus hombresfueran a buscarla y éstos se la llevaron

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hacia las nieves y nunca más se la vio:ni siquiera Dios. Él aún la buscaba.

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24Tal como posteriormente figuró en la

mitología del Circus, la quema de TonyTriquiñuelas —caprichoso nombre encódigo que los observadores asignaron aGrigoriev— fue una de esas operacionesexcepcionales en las que la suerte laoportunidad y los preparativos se aúnanpara constituir una perfecta unión. Desdeel primer momento sabían que elproblema consistiría en encontrar asolas a Grigoriev en una ocasión quepermitiera su acelerada reintroducciónen la vida normal pocas horas después.

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Durante el fin de semana siguiente a lavigilancia del banco de Thun, laminuciosa investigación sobre lascostumbres de Grigoriev no habíaproducido ninguna pista palpablerespecto de cuál podía ser ese momento.Desesperados, Skordeno y De Silsky —los hombres duros de Toby—desarrollaron un proyecto descabelladopara cogerlo mientras iba al trabajo, enlos pocos cientos de metros queseparaban su casa de la Embajada. Tobylo rechazó en el acto. Una de lasmuchachas se ofreció como señuelo:quizá lograra que la llevase en autostop.Su gesto fue considerado, pero no

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solucionaba ninguna cuestión práctica.El problema principal consistía en

que Grigoriev estaba sometido a unadoble vigilancia. No sólo lo controlabael personal de seguridad de laEmbajada, como asunto de trámite, sinoque su esposa hacía lo propio. Losobservadores estaban persuadidos deque ella sospechaba que Grigorievsentía cierta inclinación por la PequeñaNatasha. Los temores se confirmaroncuando los escuchas de Toby se lasingeniaron para forzar la caja deempalmes telefónicos de la esquina. Ensólo un día de escucha, Grigorievatelefoneó a su esposo no menos de tres

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veces, sin otro motivo aparente quecomprobar que él no se había movido dela Embajada.

—George, te aseguro que esa mujeres un monstruo —declaró Toby cuandolo supo—. El amor me parece bien, perocondeno absolutamente la posesividad.Para mí es una cuestión de principios.

El único resquicio era el viaje quelos jueves por la tarde Grigoriev hacíaal garaje para que le pusieran a punto elMercedes. Si un experto mecánico capazde manipular un coche, por ejemploGanada Bill, lograba provocar un falloen el motor durante la noche delmiércoles, un fallo que sólo permitiera

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mover un poco el coche, ¿no seríaposible coger a Grigoriev en el garajemientras esperaba que encontraran elfallo y lo solucionaran? El planpresentaba muchas incógnitas. Aunquetodo saliera bien, ¿cuánto tiempopodrían retenerle? Además, los juevesGrigoriev debía regresar a su casa apunto para recibir la visita semanal delcorreo diplomático Krassky. De todosmodos, era el único plan que tenían —elpeor salvo los demás ya rechazados,aseguró Toby— y, en consecuencia,acordaron una recelosa espera de cincodías mientras Toby y los jefes de susequipos preparaban los recursos para

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las múltiples contingenciasdesagradables que surgirían si elproyecto fracasaba: todos cogerían susbártulos y abandonarían el hotel; en todomomento debían llevar encimadocumentos y dinero para la huida; elequipo de radio se guardaría en cajas yse ocultaría bajo identidad americana enlas cámaras acorazadas de los bancosmás importantes, de modo que cualquierpista inculpara a los primos y no a ellos;no habría otra forma de reunión queencuentros de pasada y diálogo en lascalles; las longitudes de onda semodificarían cada cuatro horas. Tobyaseguró que conocía a la policía suiza.

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No era la primera vez que estaba decacería en la Confederación Helvética.Si el globo salía volando, cuantos menosde sus colaboradores estuvieran allípara responder preguntas, mejor sería.

—Podemos dar gracias a Dios deque los suizos sólo sean neutrales,¿comprendéis?

Como consuelo desesperado y comoestímulo para la maltrecha moral de losobservadores, Smiley y Toby decidieronque se vigilaría permanentemente aGrigoriev durante los días de espera. Elpuesto de observación deBrunnadernrain funcionaría lasveinticuatro horas del día; se

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incrementarían las patrullas en coche yen vehículos de dos ruedas; todosdebían estar preparados para la remotaposibilidad de que Dios, en el momentomás inesperado, decidiera favorecer alos justos.

En realidad, lo que hizo Dios fueenviar un domingo excepcionalmenteagradable, que resultó ser decisivo. Alas diez de la mañana parecía que el solalpino había bajado de las tierras altaspara alegrar las vidas de los habitantesde las tierras bajas, siempre envueltosen la niebla. En el Bellevue Palace,donde los domingos impera una calmaabrumadora, un camarero acababa de

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servir a Smiley. Este tomaba caféociosamente y procuraba concentrarseen la edición de fin de semana delHerald Tribune cuando levantó la vistay vio ante sus ojos la atenta figura deFranz, el jefe de conserjes.

—Lamento molestarle, señorBarraclough, pero le llaman porteléfono. De parte del señor Anselm.

Las cabinas telefónicas seencontraban en el vestíbulo central, lavoz pertenecía a Toby y el nombreAnselm quería decir urgencia.

—La oficina de Ginebra acaba deavisarnos que, en este mismo momento,el director gerente ha salido para Berna.

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La oficina de Ginebra era el códigode palabras que significaba el puesto deobservación de Brunnadernrain.

—¿Va con su esposa? —preguntóSmiley.

—Lamentablemente madame hasalido de excursión con los niños —respondió Toby—. Señor Barraclough,¿puede pasar por mi despacho?

Toby había instalado su despacho enuna soleada glorieta del primoroso ycuidado jardín decorativo contiguo a laBundeshaus. Smiley llegó cinco minutosmás tarde. A sus pies se extendía elbarranco del río de aguas verdes y másallá se veían, bajo un cielo

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límpidamente azul, las majestuosascumbres de las Oberland bernesasdestacadas a la luz del sol.

En cuanto Smiley estuvo a su lado,Toby le informó:

—Grigoriev ha salido solo de laEmbajada, hace cinco minutos, vestidocon abrigo y sombrero. Se dirige a laciudad a pie. Lo mismo que hizo elprimer domingo que le vigilamos. Vaandando hasta la Embajada y diezminutos después sale en dirección a laciudad. George, estoy seguro de que iráa ver la partida de ajedrez. ¿Quéopinas?

—¿Quiénes están con él?

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—Skordeno y De Silsky le siguen apie. Detrás va un coche de apoyo ycontamos con dos más adelante. En estemismo momento un equipo se dirige alatrio de la catedral. George, ¿vamos ono? —durante unos segundos Tobypercibió el desconcierto que parecíadominar a Smiley cada vez que laoperación cobraba impulso: no setrataba de indecisión sino de una extrañaapatía ante la acción. Toby insistió—:George, ¿contamos con luz verde o no?¡Vamos, por favor! ¡Es cuestión desegundos!

—¿La casa seguirá vigilada hastaque regresen Grigorieva y los niños?

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—Por supuesto.Smiley vaciló unos segundos más.

Sopesó el método y el premio: la figuragris y lejana de Karla parecíaamonestarle.

—Entonces, adelante con la luzverde —declaró Smiley—. Sí, enmarcha.

Apenas había terminado depronunciar esas palabras y Toby yahabía entrado en la cabina telefónica quese encontraba a menos de veinte metrosde la glorieta. Según declaró más tarde,«con el corazón ardiente como unalocomotora», pero también con un fulgorbélico en la mirada.

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En Sarratt existe un modelo a escalade la escena y en ocasiones el personaldirectivo lo hace aparecer y cuenta lahistoria.

El mejor modo de describir laantigua ciudad de Berna consiste endecir que es, a la vez, una montaña, unafortaleza y una península, tal como se veen el modelo. El Aar corre en forma deherradura entre los puentes Kirchenfeldy Kornhaus, hasta formar una vertiginosahondonada y la ciudad vieja anidaprudentemente en su interior, en laderasascendentes de calles medievales, hastaalcanzar la espléndida aguja gótica

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tardía de la catedral, que constituye lacumbre de la montaña y su gloria. Juntoa la catedral y a la misma altura seencuentra el mirador, en cuyo lado sur elvisitante desprevenido puedeencontrarse en lo alto de treinta metrosde ladera rocosa, contemplando lasaguas arremolinadas del río. Es un sitioque atrae a los suicidas y no cabe dudade que hubo algunos suicidios. Según latradición oral, es un lugar desde el cualarrojaron de su caballo a un hombrepiadoso aunque en su caída recorrió ésteesa pasmosa distancia, sobreviviógracias a la divina providencia, paraservir a la Iglesia durante treinta años

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más y morir pacíficamente a edad muyavanzada. El resto del mirador es unlugar sereno y apacible, provisto debancos, árboles decorativos y un patiode juegos para niños. En los últimosaños la gente lo ha convertido en unlugar público donde se juega al ajedrez.Las piezas tienen sesenta centímetros opoco más de altura y son lo bastanteligeras como para moverlas, pero losuficientemente pesadas para resistir lasráfagas ocasionales del viento sur queazota las colinas circundantes. EnSarratt guardan réplicas de las piezas deajedrez, que forman parte del modelo aescala.

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La mañana de aquel domingo,cuando Toby llegó al mirador, elhermoso día soleado había atraído a unpequeño pero ordenado núcleo deajedrecistas que permanecían en pie osentados en la acera a cuadros. En elcentro, a menos de dos metros de Toby eignorante de su entorno, como era dedesear, estaba el consejero AntonGrigoriev —de la Embajada soviéticaen Berna, alejado del trabajo y de lafamilia—, que a través de sus gafas sinaros seguía atentamente los movimientosde los jugadores. Detrás de Grigoriev seencontraban Skordeno y De Silsky, quele vigilaban. Los jugadores eran

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jóvenes, barbudos y ágiles… si no eranestudiantes de bellas artes, al menosdeseaban parecerlo. Tenían una claraconciencia de mantener un duelo bajo lamirada del público.

No era la primera vez que Toby sehallaba tan cerca del ruso, pero nunca lohabía estado cuando la atención de éstese encontraba tan concentrada en otraparte. Con la serenidad que leembargaba ante la inminente batalla,Toby le miró de arriba a abajo yconfirmó lo que había sostenido en todomomento: Anton Grigoriev no era unhombre de acción en el terreno de losservicios secretos. Su concentración y la

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imprudente franqueza de sus expresionescada vez que se realizaba o se analizabauna jugada, poseían una inocencia quejamás hubiese sobrevivido a las luchasintestinas del Centro de Moscú.

El aspecto personal de Toby fue otrade las coincidencias dichosas de aqueldía. Por respeto al domingo bernés, sehabía puesto un abrigo oscuro y elsombrero de piel negra. Enconsecuencia, en ese momento cruciallleno de improvisaciones, teníaprecisamente el aspecto que hubieradeseado si lo hubiese planificado todohasta el último detalle: un hombre debuena posición que sale el domingo con

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la intención de relajarse.Toby dirigió sus ojos oscuros hacia

el atrio de la catedral. Los coches de laescapada estaban en sus puestos.

Se oyeron algunas carcajadas. Conuna gesticulación, uno de los jugadoresbarbudos levantó su reina, simuló que supeso era agobiante, se tambaleó con elladurante un par de pasos y la dejó caercon un quejido. El rostro de Grigorievse ensombreció al analizar la inesperadajugada. Ante una señal de Toby,Skordeno y De Silsky se colocaron unoa cada lado del ruso, tan cerca que elhombro de Skordeno rozaba el de lapresa, pero ésta no le prestó la menor

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atención. Los observadores de Tobyconsideraron que ésa era la señal parala acción, se mezclaron lentamente conlos reunidos y formaron una segundalínea detrás de Skordeno y De Silsky.Toby no esperó más. Se situó delante deGrigoriev, sonrió y se quitó elsombrero. Grigoriev devolvió la sonrisa—inseguro, como se hace ante un colegaapenas recordado— y también quitó elsombrero.

—Consejero, ¿cómo está usted? —lepreguntó Toby en ruso, con tono desereno buen humor.

Más desconcertado que nunca,Grigoriev respondió:

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—Muy bien, gracias.—Espero que haya disfrutado de la

excursión que el viernes hizo al campo—agregó Toby con la misma serenidadmientras entrecruzaba su brazo con el deGrigoriev—. A mi juicio, los miembrosde nuestra distinguida comunidaddiplomática no aprecian como es debidola antigua ciudad de Thun. Creo queThun debiera ser promocionada por suantigüedad y por sus entidadesbancarias, ¿no le parece?

Esa jugada inicial fue lo bastanteaguda y perturbadora para apartarsumisamente a Grigoriev del corro.Skordeno y De Silsky les pisaban los

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talones.Sin soltar el brazo de Grigoriev,

Toby susurró en su oído:—Señor, me llamo Kurt Siebel. Soy

el jefe de interventores del BancoBernés de Thun. Deseamos hacerlealgunas preguntas relativas a la cuentadel doctor Adolph Glaser. Será mejorque simule conocerme —siguieronandando. Detrás de ellos aparecían losobservadores que formaban una líneaescalonada, semejantes a jugadores derugby preparados para impedir unacarrera repentina—. Por favor, no sealarme —agregó Toby y contó los pasosmientras Grigoriev seguía avanzando—.

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Señor, estoy seguro de que si nosconcediera una hora podríamos aclararesta cuestión sin afectar su situaciónprofesional ni su vida familiar. Porfavor.

En el mundo de un agente secreto lafrontera entre seguridad y riesgoabsoluto es casi nula: semeja unamembrana que puede estallar encualquier momento. Un agente secretopuede ocuparse durante años de unapersona a fin de prepararla paraplantearle sus insinuaciones. Pero lainsinuación en sí —el «¿sí o no?»— esun salto después del cual sólo existe eldesastre o la victoria. Durante unos

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segundos, Toby creyó que se habíatopado cara a cara con el desastre.Grigoriev se había detenido y se volviópara mirarle. Estaba pálido como unenfermo. Alzó el mentón y abrió la bocapara lanzar un torrente de insultos.Intentó apartar su brazo de la mano deToby, pero éste no cedió. Skordeno y DeSilsky estaban cerca, pero aún faltabanquince metros para llegar al coche,distancia que en opinión de Toby eraexcesiva para arrastrar a un rusofornido. Entretanto, Toby siguióhablando, pues todos sus instintos leindicaban que debía hacerlo:

—Consejero, existen

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irregularidades, serias irregularidades.Tenemos un expediente sobre suexcelente persona, cuya lectura resultalamentable. Si se lo presentara a lapolicía rusa, no habría protestadiplomática para protegerle de algunasdificultades públicas sumamentedesagradables. Creo que no necesitomencionar las consecuencias que ellotendría en su carrera. Por favor. Hedicho por favor.

Grigoriev no se había movido.Parecía paralizado a causa de laindecisión. Toby tironeó de su brazo,pero él permaneció en su sitio, alparecer ignorante de la presión ejercida

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sobre él. Toby empujó con más fuerza.Skordeno y De Silsky se acercaron, peroGrigoriev poseía la testaruda fuerza delos dementes.

—¿Qué irregularidades? —preguntópor fin. El sobresalto y la mansedumbrede su voz suscitaron esperanzas. Sucuerpo fornido permanecía rígidamenteinmóvil, negándose a todo movimiento—. ¿Quién es ese Glaser del que habla?—preguntó con voz ronca, con el mismotono de sorpresa—. Yo no soy Glaser.Soy diplomático y me llamo Grigoriev.La cuenta a la que se refiere ha sidoutilizada con absoluta corrección. En micondición de consejero comercial, gozo

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de inmunidades. Además, tengo derechoa abrir cuentas bancarias aquí.

Toby disparó la única bala que lequedaba. El dinero y la muchacha,había dicho Smiley. El dinero y lamuchacha es todo lo que tienes parapresionarle.

—Señor, también hemos de tener encuenta la delicada cuestión de sumatrimonio —agregó Toby aregañadientes—. Debo advertirle quesus devaneos en la Embajada han puestoen grave peligro su situación familiar.

Grigoriev se sobresaltó y se le oyómurmurar «banquero», aunque nuncasabremos si lo hizo incrédula o

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burlonamente. Cerró los ojos y se le oyórepetir esa palabra, en esta ocasión —según Skordeno— unida a unaobscenidad. Pero lo que importa es quereanudó la marcha. La puerta trasera delcoche permanecía abierta. El automóvilde apoyo esperaba un poco más atrás.Toby decía alguna tontería relativadescuento anticipado de lascontribuciones que podía pagarse conlos intereses que procedían de lascuentas bancarias suizas, pero sabía que,en realidad, Grigoriev no le escuchaba.De Silsky se adelantó, entró de un saltoen el asiento trasero del coche y acontinuación Skordeno arrojó a

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Grigoriev al interior del vehículo, sesentó a su lado y cerró la portezuelaviolentamente. Toby ocupó el asientodel acompañante. La conductora era unade las chicas Meinertzhagen. En alemán,Toby le dijo que condujera con calma yque, por Dios, recordara que eradomingo en Berna. Nada de inglés en mipresencia, había dicho Smiley.

En algún punto cercano a la estación,Grigoriev debió de pensarlo mejor, puesse desencadenó una breve refriega ycuando miró por el retrovisor, Toby vioque el rostro del ruso estaba demudadode dolor y que se protegía la entrepiernacon ambas manos. Se trasladaron hasta

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la Länggassstrasse, una calle larga ypoco transitada situada detrás de laUniversidad. La puerta de la casa deapartamentos se abrió en cuanto paró elcoche. Una delgada ama de casaesperaba en el portal. Era MillieMcCraig, antigua reservista del Circus.Al ver su sonrisa, Grigoriev sedesconcertó y en ese momento loimportante ya no era la cobertura sino larapidez. Skordeno saltó a la acera, cogióuno de los brazos de Grigoriev y estuvoa punto de arrancárselo; De Silsky debiógolpearle otra vez, aunque más tardejuró que había sido un accidente, ya queGrigoriev bajó inclinado del coche.

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Ambos hombres lo trasladaron hasta lapuerta del apartamento como si fueseuna novia y entraron atropelladamenteen la sala. Smiley les esperaba sentadoen un rincón. Era una habitación conadornos y encajes de color chocolate. Alcerrar la puerta, los raptores sepermitieron exteriorizar una muestra deregocijo. Aliviados, Skordeno y DeSilsky se echaron a reír. Toby se quitóel sombrero y se secó el sudor de lafrente.

—Ruhe —dijo suavemente, pidiendosilencio. Todos obedecieron en el acto.

Grigoriev se frotaba el hombro yevidentemente no le importaba nada

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salvo el dolor. Al estudiarlo, Smiley sealegró por ese gesto de preocupaciónpor sí mismo: de manera inconsciente,Grigoriev declaraba ser un perdedor enla vida. Smiley recordó a Kirov, suschapuceras insinuaciones a Ostrakova ysu difícil reclutamiento de Otto Leipzig.Observó a Grigoriev y en todo lo quevio encontró la misma mediocridadinsuperable: en el traje a rayas nuevopero mal elegido, ya que destacaba sugordura; en los costosos zapatos grises,con perforaciones que dejaban pasar elaire, pero demasiado ceñidos pararesultar cómodos; en el cabelloondulado y acicalado. Esos leves e

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inútiles actos de vanidad transmitieron;a Smiley una aspiración de grandezaque, sabía —como también parecíasaber Grigoriev—, jamás se satisfaría.

Ex catedrático, recordó que habíaleído en el documento que Enderby leentregó en el Lugar de Ben. Al parecer,abandonó la enseñanza universitariapara gozar de los privilegios másrentables de la burocracia.

Un fracasado, hubiese dicho Annevaluando a primera vista su sexualidad.Recházalo.

Pero Smiley no podía rechazarlo,Grigoriev era un pez cogido en elanzuelo y a Smiley sólo le quedaban

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unos segundos para decidir cuál era elmejor modo de sacarlo del agua. El rusousaba gafas sin aros y tenía unaconsiderable papada. La loción capilarque utilizaba, calentada por el calor desu cuerpo, emitía un vapor con olor alimón. Sin dejar de frotarse el hombro,Grigoriev empezó a estudiar a sussecuestradores. El sudor resbalaba porsu cara como gotas de lluvia.

—¿Dónde estoy? preguntóagresivamente, ignoró a Smiley y eligióa Toby como jefe. Su voz era áspera yaguda. Habló en alemán, con cierto dejeeslavo.

Tres años como primer secretario

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comercial de la misión soviética enPotsdam, recordó Smiley . Al parecer,no tiene relaciones con los servicios deinformación.

—¡Exijo saber dónde estoy! —gritóGrigoriev—. Soy un diplomáticosoviético de importancia. ¡Exijo hablarinmediatamente con mi embajador! —elmovimiento constante de la mano sobreel hombro dolorido limaba las asperezasde su indignación—. ¡He sido raptado!¡Estoy aquí contra mi voluntad! ¡Si nome devuelven inmediatamente a miembajador estallará un grave incidenteinternacional! —Grigoriev tenía lapalabra, pero no sabía qué decir. Toby

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había comunicado a su equipo que sóloGeorge haría preguntas y respondería alas que se plantearan. Pero Smileypermanecía inmóvil, como un directorde pompas fúnebres; parecía que nadapodía animarlo—. ¿Quieren un rescate?—exclamó Grigoriev ante todos. Alparecer, una idea terrible cruzó por sumente y susurró—: ¿Son ustedesterroristas? En ese caso, ¿por qué no metapan los ojos? ¿Por qué me dejan versus rostros? —miró a De Silsky y luegoa Skordeno—. Deben taparse la cara.¡Cúbranse! ¡No quiero conocerles! —irritado por el prolongado silencio,Grigoriev hizo chocar su rollizo puno

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contra la palma abierta de la otra mano ygritó «exijo» dos veces.

En ese momento, Smiley, con aire depesar oficial, abrió una libreta que teníaen el regazo, tal como lo hubiera hechoKirov, y lanzó un suspiro suave, tambiénmuy oficial:

—¿Es usted el consejero Grigoriev,de la Embajada soviética en Berna? —preguntó con el tono de voz más frío queera capaz de emitir.

—¡Grigoriev! Claro que soyGrigoriev. ¡Sí, bien dicho, soyGrigoriev! A propósito, ¿quién es usted?¿Al Capone? ¿Quién es usted? ¿Por quéme grita como un comisario?

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No había nada mejor que la palabracomisario para describir la actitud deSmiley: plomiza hasta el extremo de laindiferencia.

—Consejero, en ese caso y debido aque no podemos permitirnos másretrasos, le pido que estudie las fotosincriminadoras que se encuentran en lamesa que tiene detrás —dijo Smiley conla misma frialdad calculada.

—¿Fotos? ¿Qué fotos? ¿Cómo puedeincriminar a un diplomático? ¡Exijotelefonear inmediatamente a miembajador!

—Sugiero al consejero que primeromire las fotos —agregó Smiley en un

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alemán sombrío que era imposibleatribuir a una región determinada—.Después de mirar las fotos, tendrá lalibertad de telefonear a quien quiera.Tenga la amabilidad de empezar por laizquierda —agregó—. Las fotos hansido dispuestas de izquierda a derecha.

Un hombre chantajeado posee ladignidad de nuestras debilidades, pensóSmiley mientras observabadisimuladamente a Grigoriev, quearrastraba los pies junto a la mesa comosi estudiara otro banquete diplomático.Un chantajeado es cualquiera denosotros atrapado en la puerta cuandointenta librarse de la trampa. Smiley en

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persona había preparado la disposiciónde las fotos; había imaginado, en lamente de Grigoriev, una sucesiónorquestada de desastres. Los Grigorievaparcando el Mercedes frente al banco.Grigorieva, con su mueca perpetua deinsatisfacción, esperando sola en elasiento del conductor, aferrada alvolante por si alguien intentabaarrebatárselo. Grigoriev y la PequeñaNatasha en una toma desde lejos,sentados muy juntos en un banco delparque. Grigoriev en el interior delbanco, varias fotografías queculminaban en una fabulosa toma porencima del hombro en la que él firmaba

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el recibo de caja y en la que se veíaclaramente mecanografiado el nombrede Adolph Glaser en el renglón dearriba de su firma. Aquí estabaGrigoriev, incómodo en la bicicleta, apunto de entrar en la residencia; en éstaaparecía Grigorieva, también sentada demal humor en el coche, esta vez junto algranero de Gertsch y se veía su bicicletasujeta con correas a la baca. Pero lafotografía que más atrajo la atención deGrigoriev, notó Smiley, fue la borrosatoma a distancia que habían hecho laschicas Meinertzhagen. No era una buenafoto, pero se podían reconocer las doscabezas del interior del coche, a pesar

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de que estaban unidas boca a boca. Unapertenecía a Grigoriev. La otra, apretadacontra él, como si quisiera comérselovivo, era la cabeza de la PequeñaNatasha.

—Consejero, el teléfono está a sudisposición —le comunicó Smileyserenamente cuando vio que Grigorievno se movía.

Grigoriev estaba fascinado por laúltima foto y, a juzga por su expresión,totalmente desolado. No sólo es unhombre descubierto, pensó Smiley; es unhombre cuyo sueño de amor, hasta ahoraconservado en secreto, de súbito sevuelve público y ridículo.

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Con su tono sombrío de exigenciaoficial, Smiley se dispuso a mencionarlo que Karla habría denominado laspresiones. En opinión de Toby, otrosinquisidores habrían ofrecido unaposibilidad a Grigoriev para acrecentarinevitablemente la obstinación rusa quehabía en él y la inclinación rusa a laautodestrucción: los mismos impulsosque habían provocado la catástrofe.Toby insiste en que otros inquisidoreshubiesen amenazado, elevado la voz,recurrido a gestos histriónicos e inclusoa abusos físicos. Pero George, no,asegura: jamás. George representó almedido contemporizador oficial;

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Grigoriev, al igual que todos losGrigoriev del mundo, lo aceptó como sudestino ineludible. George evitótotalmente la alternativa. Con serenidad,le explicó a Grigoriev por qué motivono tenía la menor opción:

—Consejero, lo importante —dijoSmiley como si exigiese el pago de unimpuesto— es considerar el impacto quetendrán estas fotografías en los lugaresdonde muy pronto serán analizadas si nose hace nada por impedir sudistribución. En primer lugar, lasautoridades suizas, que evidentemente seindignarán ante el uso incorrecto de unpasaporte suizo por parte de un

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diplomático acreditado, para no hablarde la grave infracción de las leyesbancarias. Presentarán una enérgicaprotesta oficial y todos los Grigorievregresarán inmediatamente a Moscú,para no volver a gozar jamás de losfrutos de un cargo en el exterior. Detodos modos en Moscú usted tampocoserá bien recibido —explicó Smiley—.Sus superiores del Ministerio de asuntosexteriores tendrán una visióncatastrófica de su conducta, tantoprivada como profesional. Susposibilidades de una carrera en laAdministración se verán truncadas. Seráun exiliado en su propio país y también

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lo será su familia. Toda su familia.Imagine que tiene que hacer frenteveinticuatro horas diarias a la ira deGrigorieva en los hielos de Siberia.

En ese momento Grigoriev se dejócaer en una silla y cruzó las manos sobrela coronilla, como si temiera que se levolase la cabeza.

—Por último, consejero… —dijoSmiley y apartó unos instantes los ojosde su libreta. Dios sabrá lo que leyó allídijo Toby, ya que sus páginas de papelrayado estaban en blanco—… porúltimo, hemos de analizar lasconsecuencias que supondrían dichasfotos en determinados órganos de la

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seguridad estatal.En ese punto, Grigoriev se soltó la

cabeza, cogió el pañuelo del bolsillosuperior y se secó la frente, pero pormucho que se secara, el sudor volvía abrotar. Surgía con la misma rapidez queel de Smiley en la celda deinterrogatorios de Delhi, en la que habíaestado frente a frente con Karla.

Totalmente compenetrado con supapel de mensajero burocrático de loinevitable, Smiley volvió a suspirar ypasó minuciosamente otra página de lalibreta.

—Consejero, ¿me permitepreguntarle a qué hora supone que

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regresarán su esposa y los niños de laexcursión? —Grigoriev seguíasecándose con el pañuelo y parecíademasiado preocupado para escuchar—.Grigorieva y los niños han ido deexcursión al bosque de Elfenau —lerecordó Smiley—. Deseamos hacerlealgunas preguntas a usted, pero sería unapena que su ausencia despertarainquietud.

Grigoriev guardó el pañuelo.—¿Son espías? —murmuró—.

¿Ustedes son espías occidentales?—Consejero, será mejor que no sepa

quiénes somos —repuso Smileyseriamente—. Esa información tiene un

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valor muy peligroso. Cuando haya hecholo que le pedimos saldrá de aquí comohombre libre. Se lo garantizamos. Ni suesposa ni el Centro de Moscú tienen porqué enterarse de esto. Por favor, dígamea qué hora regresa su familia deElfenau… —Smiley calló.

Aunque con poco entusiasmo,Grigoriev hizo ademán de huirprecipitadamente. Se levantó y dio unsalto hacia la puerta. Para ser un hombreduro, Paul Skordeno parecía demasiadolánguido, pero cogió al fugitivo con unallave de brazo antes de que pudiera darun segundo paso y lo de volviósuavemente a su sitio, teniendo buen

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cuidado de no dejarle marcas. Con otroquejido falso, Grigoriev alzó los brazosabrumadoramente desesperado. Su caragorda enrojeció y se convulsionó; susanchos hombros temblaron deimpotencia mientras lanzaba un afligidotorrente de recriminaciones contra símismo. Habló a medias en ruso y amedias en alemán. Se maldijo a símismo con entusiasmo pausado y ritual;a continuación maldijo a su madre, a suesposa, a su mala suerte y a su espantosaflaqueza como padre. Debió quedarse enMoscú, en el Ministerio de comercio.Jamás debió permitir que le alejaran delos círculos académicos sólo porque la

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idiota de su mujer quería ropa y músicaextranjeras y privilegios. Debiódivorciarse de ella mucho tiempo atráspero no soportaba la idea de renunciar alos niños; era un imbécil y un payaso.Merecía estar en la residencia en lugarde la muchacha. Cuando Moscú lemandó llamar, debió decir que no, debiórechazar las presiones y comunicarle elasunto a su embajador en cuanto regresó—¡Ay, Grigoriev! —gimió—. ¡Ay,Grigoriev! ¡Eres tan débil, tan débil!

A continuación, lanzó una diatribacontra la conspiración. La conspiraciónera anatema para él, varias veces a lolargo de su carrera se había visto

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obligado a colaborar con los odiosos«vecinos» en una empresa estrafalariaque siempre acabó en desastre. Laspersonas dedicadas al espionaje erandelincuentes, charlatanes e idiotas, unamasonería de monstruos. ¿Por qué losrusos estaban tan enamorados de ellas?¡Ay, el fallo fatal en la discreción delalma rusa!

—¡La conspiración ha sustituido a lareligión! —se quejó Grigoriev enalemán delante de todos ellos—. ¡Esnuestro sustituto místico! ¡Sus agentesson nuestros jesuitas esos cerdos quetodo lo estropean!

En ese momento cerró los puños, los

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acercó a sus mejillas y se aporreó presadel remordimiento hasta que Smiley, conun movimiento de la libreta que tenía enel regazo, le obligó severamente avolver al asunto que les ocupaba.

—Consejero, volvamos aGrigorieva y a los niños —dijo—. Leaseguro que es de suma importancia quesepamos a qué hora regresarán a sucasa.

En todo interrogatorio provechoso—como gusta de pontificar TobyEsterhase con respecto a ese momento—, se produce un desliz que no tiene

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rectificación posible: se trata de ungesto, implícito o explícito, quizá de unasonrisa velada o de la aceptación de uncigarrillo, de una expresión que marcael paso de la resistencia a lacolaboración. Según el relato que Tobyhace de la escena, Grigoriev cometió eldesliz fatal en ese momento.

—Volverá a casa a la una —murmuró y evitó tanto la mirada deSmiley como la de Toby.

Smiley miró la hora. Para alegríaintima de Toby, Grigoriev hizo lomismo.

—¿Es posible que se retrase? —quiso saber Smiley.

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—Ella jamás se retrasa —replicóGrigoriev malhumorado.

—Entonces tenga la amabilidad dehablarme de su relación con la jovenOstrakova —agregó Smileyinesperadamente, como afirma Toby,pero logró dar a entender que supetición era la continuación natural de lacuestión de la puntualidad de madameGrigorieva.

En ese momento, Smiley preparó lapluma de modo tal cuenta Toby, que unhombre como Grigoriev se sentiríaclaramente obligado a proporcionarlealgo para escribir. Pese a todo, laresistencia de Grigoriev aún no había

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desaparecido. Su amour propre exigía,como mínimo, otro exabrupto. Porconsiguiente, abrió los brazos y apeló aToby.

—¡Ostrakova! —repitió conexagerado desdén—. ¿Él me preguntaalgo sobre una mujer llamadaOstrakova? No conozco a esa persona.Quizás él la conozca, pero yo no. Soy undiplomático. Suélteme inmediatamente.Tengo importantes compromisos quecumplir.

Grigoriev sabía tan bien comocualquiera de los presentes que alprotestar se debilitaba y perdía eldesarrollo lógico de la conversación.

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—Alexandra Borisovna Ostrakova—entonó Smiley mientras limpiaba lasgafas con la punta más gruesa de lacorbata—. Una rusa que tiene pasaportefrancés —se caló las gafas—. Igual queusted, consejero, que es ruso pero tieneun pasaporte suizo, aunque con nombrefalso. Bueno, me gustaría saber cómo seenredó con ella.

—¿Enredarme? ¡Ahora dice queestuve enredado con ella! ¿Cree que soytan degenerado como para acostarmecon una loca? Me chantajearon. Fuichantajeado, del mismo modo que ustedme chantajea ahora. ¡Presiones!¡Siempre presiones, siempre, al pobre

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Grigoriev!—Entonces explíqueme cómo le

chantajearon —propuso Smiley y apenaslo miró.

Grigoriev se miró las manos, laslevantó y las dejó caer nuevamentesobre sus rodillas, esta vez sinutilizarlas. Se secó los labios con elpañuelo. Meneó la cabeza ante lainjusticia del mundo.

—Estaba en Moscú —respondió y,tal como declararía Toby más tarde,esas palabras sonaron como si coros deángeles entonaran el Aleluya.

George había dado en el blanco yempezó la confesión de Grigoriev.

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Por su parte, Smiley no mostró elmenor entusiasmo ante ese logro. Por elcontrario, una mueca de irritación arrugósu rostro regordete.

—Consejero, por favor, la fecha —dijo como si el lugar no tuvieraimportancia—. Diga la fecha en queestuvo en Moscú. De ahora en adelante,tenga la amabilidad de mencionar lasfechas en todo momento.

A Toby le gusta explicar que es unatreta demasiado clásica: el inquisidorsagaz siempre enciende algunas fogatasfalsas.

—En septiembre —respondió

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Grigoriev confundido.—¿De qué año? —preguntó Smiley

sin dejar de escribir.Grigoriev volvió a mirar

lastimeramente a Toby.—¡De qué año! Digo que en

septiembre y me pregunta en quéseptiembre. ¿Es historiador? Me pareceque sí. Este mes de septiembre —replicó a Smiley de mala gana—. Memandaron llamar urgentemente deMoscú para asistir a una conferenciacomercial. Soy experto en algunoscampos económicos altamenteespecializados. Dicha conferenciahubiese carecido de significado sin mi

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presencia.—¿Le acompañó su esposa en ese

viaje?Grigoriev rió huecamente.—¡Ahora cree que somos

capitalistas! —le comentó a Toby—.Cree que llevamos a nuestras esposas enprimera clase de Swissair para asistir aconferencias que duran dos semanas.

—En septiembre de este año meordenaron que me trasladara solo enavión a Moscú con el fin de asistirdurante dos semanas a una conferenciasobre economía —recitó Smiley como siestuviera leyendo en voz alta ladeclaración de Grigoriev—. Mi esposa

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se quedó en Berna. Consejero, tenga laamabilidad de describir el objeto de laconferencia.

El tema de nuestras discusiones dealto nivel era sumamente secreto —respondió Grigoriev resignado—. MiMinisterio deseaba encontrar formas deapoyar la actitud oficial soviética hacialas naciones que vendían armas a China.Discutiríamos qué sanciones podíanaplicarse a dichas naciones.

Según Toby, el estilodespersonalizado de Smiley y su actitudde pesarosa imperiosidad burocrática nosólo estaban claros, sino que eranperfectos: Grigoriev los había aceptado

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plenamente, con pesimismo filosófico ymuy ruso. En cuando al resto de lospresentes, apenas podían creer despuésque Grigoriev no hubiese llegado alapartamento con ganas de hablar.

—¿Dónde se celebró la conferencia?—inquirió Smiley, como si lascuestiones secretas le preocuparanmenos que los detalles formales.

—En el Ministerio de comercio. Enel cuarto piso… en el salón deconferencias. Frente a los lavabos —concluyó Grigoriev con humordesesperanzado.

—¿Dónde se hospedó?—En un parador para funcionarios

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de alto rango —repuso Grigoriev. Dijola dirección e, irónicamente, el númerode la habitación. A partir de esemomento, ofreció generosa yvoluntariamente información—: A vecesnuestras discusiones terminaban a altashoras de la noche, pero el viernes,puesto que aún hacía buen tiempo ycalor, cerramos temprano la sesión paraque los que deseaban ir al campopudieran hacerlo. Pero yo no tenía esosplanes. Tenía motivos por los cuales meproponía pasar el fin de semana enMoscú. Había acordado que pasaría dosdías en el apartamento de una muchachallamada Evdokia, que había sido mi

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secretaria. Su marido estaba fuera,cumpliendo tareas militares —explicó,como si se tratara de una transacciónabsolutamente normal entre hombres demundo; transacción que, al menos Toby,en tanto alma gemela, apreciaría, aunquelos comisarios desalmados no lohicieran. Para sorpresa de Toby, en esemomento Grigoriev abordó el quid de lacuestión. De sus juegos amorosos conEvdokia pasó, sin la menor advertenciani preámbulo, a la esencia de lainvestigación de la gente de Smiley—:Desdichadamente, la intervención de losmiembros de la DecimoterceraDirección del Centro de Moscú,

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conocida también como la Dirección deKarla, me impidió cumplir con esecompromiso. Me convocaron para queasistiera inmediatamente a unaentrevista.

En ese momento sonó el teléfono.Toby levantó el auricular, prestóatención, colgó y le dijo a Smiley enalemán.

—Ella ha regresado a casa.Sin vacilación, Smiley se dirigió a

Grigoriev:—Consejero, acaban de

comunicarnos que su esposa ha

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regresado. En consecuencia es necesarioque la telefonee.

—¡Telefonearla! —horrorizado,Grigoriev recurrió a Toby—. ¡Meordena que la telefonee! ¿Y qué le digo?«Grigorieva, aquí está tu amante esposo.¡He sido raptado por espíasoccidentales!» ¡Su comisario está loco,loco de atar!

—Tendrá la amabilidad deexplicarle que se retrasaráinevitablemente —agregó Smiley.

La placidez de Smiley echó leña alfuego del estallido de Grigoriev.

—¿Quiere que le diga eso a miesposa? ¿A Grigorieva? ¿Supone que

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ella me creerá? Lo que hará esdenunciarme inmediatamente alembajador. «¡Embajador, mi marido hahuido! Encuéntrelo.»

—El correo diplomático Krassky leentrega todas las semanas las órdenes deMoscú, ¿no es así? —inquirió Smiley.

—Este comisario sabe mucho —dijoGrigoriev a Toby y se pasó la mano porel mentón—. Puesto qué sabe tanto ¿porqué no habla él con Grigorieva?

—Consejero, ha de utilizar un tonooficial con ella —aconsejó Smiley—.No mencione a Krassky, pero dé aentender que le ha pedido que se reúnacon él en algún lugar de la ciudad con

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motivo de una conversación secreta.Diga que se trata de una emergencia.Krassky ha cambiado de planes. Ustedno sabe a qué hora regresará ni lo que élquiere Si su esposa protesta, regáñela.Dígale que se trata de un secreto deEstado.

Todos percibieron la preocupaciónde Grigoriev y su asombro. Por últimovieron que una ligera sonrisa iluminabasu rostro.

—Un secreto —repitió Grigorievpara sí mismo—, Un secreto de Estado.Sí.

Se acercó con atrevimiento alteléfono y marcó un número. Toby

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permaneció a su lado y preparódiscretamente una mano para cortar lacomunicación si Grigoriev intentabaalguna triquiñuela, pero Smiley le indicóque se alejara con un ligero movimientode cabeza. Oyeron que la voz deGrigorieva decía «hola» en alemán.Oyeron la osada respuesta de Grigorievy a continuación a su esposa —todoquedó grabado en la cinta—, que lepreguntaba imperiosamente dóndeestaba. Vieron que él se ponía rígido,alzaba el mentón y adoptaba unaexpresión de funcionario; le oyeronpronunciar algunas frases breves y haceruna pregunta que aparentemente no tuvo

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respuesta. Vieron que Grigorievcolgaba, con los ojos brillantes ysonrosado de placer, y que agitaba condeleite sus brazos cortos en el aire,como quien ha marcado un gol. Lo quenotaron después fue que él se echaba areír; prolongadas y generosas carcajadasde risa eslava que recorrían de cabo arabo toda la escala musical. Sin podersecontrolar, los demás se unieron a suscarcajadas Skordeno, De Silsky y Toby.Grigoriev estrechó la mano de Toby.

—¡Hoy me encanta la conspiración!—exclamó Grigoriev en medio denuevas ráfagas de risa liberadora—. ¡Laconspiración es hoy algo fabuloso!

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Smiley no había participado de laalgarabía general pues se apartódeliberadamente, como un aguafiestas.Se ocupaba de volver las páginas de lalibreta, a la espera de que cesaran lasrisas.

—Estaba describiendo cómo leabordaron los miembros de laDecimotercera Dirección —dijo Smileycuando volvió a reinar el silencio—,conocida también como la Dirección deKarla. Tenga la amabilidad decontinuar.

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25¿Percibió Grigoriev la nueva

sensación de alerta de los que lerodeaban, el casi imperceptibleendurecimiento de sus gestos? ¿Reparóen que los ojos de Skordeno y de DeSilsky buscaban el rostro impasible deSmiley? ¿Se dio cuenta de que MillieMcCraig iba sigilosamente a la cocinapara controlar los magnetófonos por siun dios malévolo había inutilizado elequipo principal y el de reserva? ¿Notóla humildad desprovista de interés y casioriental de Smiley? ¿Vio cómo su

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inquisidor hundía el cuerpo entre losnumerosos pliegues del abrigo de tweedpardo mientras se humedecía el índice yel pulgar y volvía pacientemente unapágina?

Toby sí reparó en todos los detalles.Sentado en un oscuro rincón junto alteléfono, tenía el privilegio de observartoda la escena sin ser visto. Ni siquierauna mosca habría logrado ir de un lado aotro de la estancia sin que Tobyregistrara su paso. Más tarde describiósus sensaciones del momento: calor enel cuello, un anudamiento de losmúsculos de la garganta y del estómago.Soportó todas esas molestias y las

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registró fielmente. Que Grigoriev fuerao no sensible a ese clima es harina deotro costal. Probablemente estabaatrapado por la conciencia de su propiopapel de protagonista. El triunfo quesupuso su comunicación telefónica conGrigorieva le estimuló y reavivó suconfianza en sí mismo. Es significativoel hecho de que al volver a hablar,Grigoriev no se refiriese a la Direcciónde Karla sino a sus proezas comoamante de la Pequeña Natasha.

—Los hombres de nuestra edadnecesitamos una muchacha como ella —explicó dirigiéndose a Toby y guiñó unojo—. ¡Logran que volvamos a ser los

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jóvenes que fuimos!—Ya, eso está claro. Ahora bien,

usted viajó solo en avión a Moscú —sintetizó Smiley bruscamente—. Laconferencia estaba en marcha y leabordaron para celebrar una entrevista.Por favor, prosiga a partir de este punto.Como sabe, no disponemos de toda latarde.

—La conferencia se inició el lunes—afirmó Grigoriev, reanudandoobedientemente su declaración—. Elviernes por la tarde, regresé al paradordonde me hospedaba a fin de recogermis cosas y llevarlas al apartamento deEvdokia, ya que pensábamos pasar

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juntos ese fin de semana. Sin embargo,en lugar de hacer lo que tenía pensado,me topé con tres hombres que meobligaron a subir a un coche sin darmemás explicaciones que las que me diousted —miró a Toby—, ya que sólo medijeron que se me necesitaba para untrabajo especial. Durante el viaje, mecomunicaron que eran miembros de laDecimotercera Dirección del Centro deMoscú. Como sabe cualquier miembrode la Administración moscovita, laDecimotercera Dirección es la élite.Tuve la impresión de que se trataba depersonas inteligentes, de personas queestaban por encima de las capacidades

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corrientes de su profesión, ya que, sinánimo de subestimarle, señor, éstas nosuelen ser muy elevadas. Tuve laimpresión de que debían serfuncionarios y no meros lacayos. Detodos modos, no estaba muypreocupado. Supuse que necesitaban demi experiencia profesional para elcumplimiento de alguna actividadrelacionada con los servicios secretos.Los hombres fueron amables e inclusome sentí halagado…

—¿Cuánto tiempo duró el viaje? —lo interrumpió Smiley mientras tomabanotas.

—Cruzamos la ciudad —respondió

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Grigoriev con imprecisión—. Cruzamosla ciudad y fuimos por el campo hasta elanochecer. Hasta que encontramos a esehombrecillo parecido a un monje, queparecía ser el amo de mis compañerosde viaje, esperando en un cuartopequeño.

Una vez más, Toby insiste en ponerde relieve la singular maestría deSmiley en esta ocasión. La prueba másfirme del oficio de Smiley —así comode su dominio de Grigoriev—, sostieneToby, consiste en que durante elprolongado relato del ruso, George ni

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una sola vez se apartó del papeldespersonalizado que había asumidodurante el interrogatorio ni siquiera conuna pregunta complementaria demasiadoapresurada ni con la menor inflexiónfalsa de la voz. Toby asegura quemediante su humildad, George dominó lasituación «como si sostuviera un huevode zorzal en la mano». El menormovimiento descuidado por su parte lohubiese destruido todo, pero no lo hizo.Como ejemplo supremo, Toby gusta decitar el momento crucial en que emergiópor primera vez la figura concreta deKarla. Ante la mención del«hombrecillo como un monje que

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parecía ser el amo de sus compañerosde viaje», cualquier otro inquisidorhubiese solicitado una descripción: suedad, rango, qué ropa llevaba, si fumabao no, cómo sabía que era el amo de losotros. Pero Smiley no lo hizo. Con unaexclamación contenida de irritación,George golpeó la libreta con elbolígrafo y con tono de fastidio pidió aGrigoriev que a partir de ese momentotuviera la amabilidad de no desviarse delos hechos:

—Permítame plantear nuevamente lapregunta. ¿Cuánto tiempo duró el viaje?Por favor, descríbalo tal como lorecuerda y sigamos a partir de este

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punto.Deprimido, Grigoriev pidió

disculpas. Señor, calculo que viajamosen coche alrededor de cuatro horas,quizá más. En ese momento recordó quese habían detenido dos veces para hacersus necesidades. Cuatro horas despuésentraron en una zona vigilada. No,señor, no vi guardias uniformados, todosiban de paisano… Seguimos comomínimo media hora más hasta llegar alcorazón de la zona reservada. Fue comouna pesadilla.

Smiley volvió a poner reparos, puesestaba decidido a que no hubieraincongruencias. Quería saber cómo pudo

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ser una pesadilla si pocos segundosantes Grigoriev había dicho que noestaba asustado.

Señor, no fue exactamente unapesadilla sino algo semejante a unsueño. En ese momento, Grigoriev tuvola impresión de que le conducían hastael mismísimo propietario —utilizó lapalabra rusa y Toby la tradujo —altiempo que se sentía cada vez más comoun campesino pobre. En consecuencia,señor, no estaba asustado, pues no teníaningún dominio sobre la situación y, porende, nada que reprocharme. Cuando elcoche finalmente se detuvo, uno de loshombres le apoyó una mano en el brazo

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y le lanzó una advertencia. En esemomento su actitud cambióradicalmente. El hombre me dijo: «Estáa punto de conocer a un magníficoluchador soviético que también espoderoso. Si es irrespetuoso o intentamentir, es posible que no vuelva a ver asu esposa ni a sus hijos.» Grigorievpreguntó cuál era el nombre de esehombre. Sus compañeros de viajerespondieron, con absoluta seriedad,que ese luchador soviético no teníanombre. Grigoriev preguntó si se tratabade Karla en persona, pues sabía que éseera el nombre en código del jefe de laDecimotercera Dirección. Los hombres

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se limitaron a repetir que el magníficoluchador no tenía nombre.

—Señor, en ese momento el sueñose convirtió en una pesadilla —dijoGrigoriev con humildad—. También medijeron que podía despedirme de un finde semana amoroso. Dijeron que lajoven Evdokia tendría que buscarse otrocompañero de juegos. Entonces uno deellos rió.

En ese momento un gran temordominó a Grigoriev y cuando cruzó laprimera habitación y llegó a la segundapuerta, estaba tan asustado que letemblaban las rodillas. Incluso tuvotiempo de preocuparse por su querida

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Evdokia. Respetuoso, se preguntó quiénera ese ser sobrenatural capaz de saber,casi antes que él mismo, que habíaacordado pasar el fin de semana conella.

—Y entonces llamó a la puerta —dijo Smiley mientras escribía.

¡Y me ordenaron entrar!, prosiguióGrigoriev. Su entusiasmo por laconfesión crecía, lo mismo que ladependencia respecto de suinterrogador. El tono de su voz se habíaelevado y sus movimientos eran másespontáneos. Toby afirma que era comosi intentara presionar a Smiley para queabandonase su actitud reticente mientras

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que, en realidad, era la fingidaindiferencia de éste la que presionaba aGrigoriev a sincerarse.

Señor, no entré en un despachoamplio y espléndido, como correspondea un funcionario de alta jerarquía y a unmagnífico luchador soviético, sino en uncuarto tan modesto que hubiese podidoservir como celda. En el centro delcuarto había un sencillo escritorio demadera y una incómoda silla para elvisitante.

—¡Imagínese, señor, un magníficoluchador soviético que también era unhombre poderoso! ¡Y pensar que loúnico que tenía era un sencillo escritorio

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iluminado por la más barata de laslámparas! Señor, detrás del escritorioestaba sentado ese sacerdote, un hombresin afectaciones ni ostentaciones… diríaque un hombre de mucha experiencia…un hombre con profundas raíces en supaís… Se trataba de un hombre de pelocanoso corto, de ojos pequeños yvivaces, que tenía la costumbre deentrelazar las manos cuando fumaba.

Al tiempo que seguía escribiendo,Smiley preguntó:

—¿ Qué fumaba?—¿Cómo…?—¿Qué fumaba? Es una pregunta

muy sencilla. ¿Fumaba en pipa,

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cigarrillos, cigarros?—Cigarrillos americanos. El cuarto

estaba impregnado de ese aroma.Parecía Potsdam, en la época en quenegociamos con los funcionariosamericanos de Berlín. Pensé: «Si estehombre fuma siempre cigarrillosamericanos, no cabe duda de que espersona influyente» —entusiasmado, seacercó a Toby y le dijo lo mismo enruso: fumar cigarrillos americanos,fumar uno tras otro, ¡imagínese el precioy las influencias que se necesitan paraconseguir tantos paquetes!

Fiel a su actitud pedante, Smileypidió a Grigoriev que le demostrara qué

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quería decir «entrelazar las manos»cuando fumaba. Observó impasiblemientras Grigoriev cogía un lápiz,cruzaba sus manos regordetas delante dela cara, sostenía el lápiz con ambasmanos y le daba una caricaturescachupada, como alguien que bebe de unpichel sosteniéndolo con las dos manos.

—¡Eso es todo! — exclamóGrigoriev y con un rápido cambio dehumor le gritó jocosamente algo en rusoa Toby, que en su momento éste noconsideró oportuno traducir y que en lastranscripciones sólo aparece como«obsceno».

El sacerdote ordenó a Grigoriev que

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tomara asiento. Durante diez minutos ledescribió los detalles más íntimos de suaventura amorosa con Evdokia y susindiscreciones con otras dos muchachas,que habían sido sus secretarias —una enPotsdam y otra en Bonn— y habíanacabado, sin que Grigorieva se enterara,compartiendo su cama. En ese momento,si hemos de creer en sus palabras,Grigoriev dio una muestra de valor, sepuso de pie y exigió saber si le habíanhecho cruzar media Rusia con el fin desometerle a un tribunal moral.

—¡Le expliqué que dormir con unasecretaria no era un fenómenodesconocido, ni siquiera en el Politburó!

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Le aseguré que jamás había sidoindiscreto con extranjeras, sólo conrusas. Me dijo que sabía que decía laverdad pero que era poco probable queGrigorieva apreciara la diferencia.

Para asombro constante de Toby, enese momento Grigoriev dio rienda sueltaa otro estallido de risas guturales.Aunque De Silsky y Skordeno lesecundaron discretamente, Grigoriev lossuperó en jocosidad, por lo que tuvieronque esperar a que se calmase.

—Por favor, tenga la amabilidad dedecirnos para qué le mandó llamar elhombre al que denomina el sacerdote —solicitó Smiley desde los pliegues de su

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abrigo pardo.—Me anunció que tenía un trabajo

especial para mí en Berna, a las órdenesde la Decimotercera Dirección. Nodebía revelárselo a nadie, ni siquiera ami embajador, pues se trataba de unasunto sumamente secreto. «Pero se locontará a su esposa», dijo el sacerdote.«Dadas sus circunstancias personales,es imposible que usted participe en unaconspiración sin que su esposa esté altanto. Grigoriev, como lo sé, dígaselo.»¡Vaya si tenía razón! — comentóGrigoriev—. ¡Fue muy inteligente por suparte! Era una clara demostración deque ese hombre conoce la condición

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humana.Smiley pasó una página y siguió

escribiendo.—Por favor, prosiga.

En primer lugar, dijo el sacerdote,Grigoriev abriría una cuenta personal enun banco de Suiza. El sacerdote leentregó mil francos suizos y le pidió quelos aceptara como anticipo. No debíaabrir la cuenta en Berna, donde leconocían, ni en Zurich, donde había unbanco comercial soviético.

—El Vozhod —explicó Grigorievgratuitamente—. Es un banco que se

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utiliza para muchas transaccionesoficiales y extraoficiales.

En consecuencia, no abriría unacuenta en un banco de Zurich sino en unode la pequeña población de Thun,situada a pocos kilómetros de Berna. Seharía pasar por súbdito suizo y utilizaríael alias de Glaser. Pero Grigorievinsistió en que era un diplomáticosoviético y que no se llamaba Glasersino Grigoriev.

Sin que ello le afectase, el sacerdotele entregó un pasaporte suizo a nombrede Adolph Glaser. Entonces le explicóque mensualmente se ingresarían en esacuenta varios miles de francos suizos, a

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veces diez o quince mil. Ahora le haríasaber cómo debía utilizarlos. Era algomuy secreto, repitió pacientemente elsacerdote: mantener la más absolutareserva sobre el asunto suponía unarecompensa y no hacerlo un castigo. Talcomo había hecho Smiley una horaantes, el sacerdote planteó tajantementela situación.

—Señor, tendría que haber visto laserenidad que mostró conmigo —dijoGrigoriev a Smiley con incredulidad—,¡Su tranquilidad, su dominio de todas lascircunstancias! En una partida deajedrez, todo lo ganaría gracias a susnervios.

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—Pero no estaba jugando al ajedrez—objetó Smiley secamente.

—Claro que no, señor —coincidióGrigoriev, meneó pesarosamente lacabeza y prosiguió el relato.

Un premio y un castigo, repitió.El castigo consistía en que se

informaría al ministro de que Grigorievera poco de fiar debido a sus devaneosamorosos y, en consecuencia, se lodebía excluir de cualquier cargo en elextranjero. Ello arruinaría la carrera deGrigoriev y también su matrimonio.

—Eso sería terrible para mí —agregó Grigoriev innecesariamente.

A continuación planteó el premio,

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que era considerable. Si se comportabacorrectamente y guardaba una reservaabsoluta, haría carrera y se pasarían poralto sus veleidades. En Berna tendría laoportunidad de mudarse a una viviendamás confortable, lo cual agradaría aGrigorieva; le darían fondos para que secomprase un coche impresionante, loque haría saltar de alegría a Grigorieva;además, no dependería de los chóferesde la Embajada, la mayoría de loscuales indudablemente eran vecinos,pero no conocían ese gran secreto. Porúltimo, agregó el sacerdote, seaceleraría su ascenso a consejero con elfin de justificar la elevación de su nivel

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de vida.Grigoriev miró el fajo de francos

suizos que se encontraba sobre elescritorio, entre ambos, luego elpasaporte suizo y por último alsacerdote. Preguntó qué le ocurriría sirespondía que prefería no participar enesa conspiración. El sacerdote movió lacabeza de un lado a otro. Le aseguró aGrigoriev que él también habíaconsiderado esa tercera posibilidadpero, desdichadamente, la urgencia delcaso no dejaba lugar a dicha opción.«Entonces explíqueme qué debo hacercon este dinero», pidió Grigoriev.

El sacerdote respondió que era un

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asunto de trámite, otro de los motivospor los que le habían escogido: «Me handicho que usted es excelente para losasuntos de trámite.» Aunque estababastante asustado por las palabras delsacerdote, el elogio halagó a Grigoriev.

—Había recibido buenos informessobre mí —le explicó satisfecho aSmiley.

A continuación, el sacerdote lehabló a Grigoriev sobre la muchachademente.

Smiley no se inmutó. Mientrastomaba notas, tenía los ojos casi

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cerrados, pero en ningún momento dejóde escribir… aunque Dios sabe quéescribió, dijo Toby, ya que a Georgejamás se le hubiese ocurrido consignaralgo ni siquiera de importancia pasajeraen una libreta. Según Toby, mientrasGrigoriev seguía hablando, de vez encuando George apartaba lo suficiente lacabeza del cuello del abrigo paraestudiar las manos e incluso el rostrodel que hablaba. En todo lo demás,parecía al margen de todo y de todos losque se encontraban en la habitación.Millie McCraig permanecía en el vanode la puerta y De Silsky y Skordeno semantenían inmóviles como estatuas,

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mientras Toby rezaba para queGrigoriev «siguiera hablando, quierodecir hablando a cualquier precio, ¿aquién le preocupa? Obtuvimos datossobre la profesionalidad de Karla através de su subordinado»

El sacerdote le aseguró a Grigorievque se proponía no ocultarle nada… locual, como comprendieron de inmediatotodos los presentes salvo el ruso, era elpreludio que demostraba que ocultabaalgo.

En una clínica psiquiátrica privadade Suiza, dijo el sacerdote, seencontraba recluida una joven rusa quesufría un avanzado estado de

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esquizofrenia. «Este tipo de enfermedadno se entiende con claridad en la UniónSoviética», agregó. Grigoriev recordóque la firmeza del sacerdote leconmovió de un modo extraño. «Amenudo, el diagnóstico y el tratamientose complican a causa de que intervienenconsideraciones políticas», continuó elsacerdote. «Durante los cuatro años queestuvo sometida a tratamiento ennuestros hospitales, la joven Alexandrafue acusada de muchas cosas por losmédicos: “reformista paranoide y condelirios de grandeza… Estimaciónexcesiva de su personalidad… Falta deadaptación al entorno social… Opinión

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exageradamente elevada de suscapacidades… Decadencia burguesa ensu conducta sexual”. Los médicossoviéticos le han ordenado, en repetidasocasiones, que renuncie a sus ideasincorrectas. Pero eso no es medicinasino política», comentó pesarosamenteel sacerdote ante Grigoriev. «En loshospitales suizos existen actitudes másabiertas ante estas cuestiones.¡Grigoriev, la joven Alexandra debe ir aSuiza!»

A esas alturas, Grigoriev tenía claroque el funcionario de alto rango se habíacomprometido a encargarsepersonalmente del problema de la

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muchacha y que conocía todos susaspectos. El mismo Grigoriev empezabaa sentir pena por ella. La muchacha erahija de un héroe soviético que habíapertenecido al Ejército Rojo y que, bajoel disfraz de traidor a Rusia, vivía encircunstancias miserables entre loszaristas contrarrevolucionarios de París.

«Su nombre…», dijo en esemomento el sacerdote y dio a conocer aGrigoriev el más grande de los secretos,«su nombre es coronel Ostrakov. Es unode nuestros agentes secretos más activosy capaces. Confiamos plenamente en élpara la información relativa a losconspiradores contrarrevolucionarios de

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París.»Según Toby, ninguno de los

presentes mostró la menor sorpresa antela repentina deificación de un desertorruso muerto y enterrado.

El sacerdote, prosiguió Grigoriev,describió la vida del heroico agenteOstrakov, al tiempo que le iniciaba enlos misterios del servicio secreto. Conel fin de eludir la vigilancia delcontraespionaje imperialista, aclaró elsacerdote, era necesario inventar paraun agente una leyenda o biografía falsaque lo hiciese aceptable para loselementos antisoviéticos. Por tanto,aparentemente Ostrakov era un desertor

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del Ejército Rojo que había «huido» aBerlín Occidental y de allí a París,abandonando esposa e hija en Moscú.Con el fin de salvaguardar la posiciónde Ostrakov entre los emigrados: deParis, era lógicamente necesario que laesposa sufriera a causa de la traición desu marido.

«Al fin y al cabo, si los espíasimperialistas informaban que Ostrakova,mujer de un desertor y renegado, vivíabien en Moscú… por ejemplo, querecibía el salario de su marido uocupaba el mismo apartamento…¡imagínese las consecuencias que ellohubiese tenido respecto a la fiabilidad

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de Ostrakov», agregó el sacerdote.Grigoriev repuso que lo imaginaba.

Agregó entre paréntesis que el sacerdoteno era en modo alguno autoritario y quele trató como a un igual, sin duda porrespeto a sus títulos universitarios.

—Sin duda —dijo Smiley y tomó unapunte.

El sacerdote prosiguió su discurso.En consecuencia, Ostrakova y su hijaAlexandra, con pleno consentimiento delmarido, fueron trasladadas a unaprovincia lejana, se les proporcionó unavivienda, otros nombres e incluso, a sumanera modesta y desinteresada, supropia leyenda. Esa fue la dolorosa

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realidad de los que se consagraron atrabajos especiales. Grigoriev, piense…piense en las consecuencias que esasprivaciones, subterfugios e inclusoduplicidad provocaron en una hijasensible que quizá ya estabadesequilibrada: ¡un padre ausente cuyonombre había sido desarraigado de suvida! ¡Una madre que, antes de sertrasladada a un lugar seguro, se veobligada a soportar todo el peso de ladesgracia pública! Imagínese, insistió elsacerdote, imagine, usted que espadre… ¡las tensiones a las que se viosometida la naturaleza joven y delicadade una muchacha en proceso de

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maduración!Rendido ante tan enérgica

elocuencia, Grigoriev se apresuró adecir que, como padre, imaginabafácilmente esas tensiones. En esemomento Toby pensó —comoprobablemente lo hicieron todos losdemás— que Grigoriev era lo queafirmaba ser: un hombre humano ydecente atrapado en una maraña deacontecimientos que superaban sucomprensión y su dominio.

El sacerdote siguió hablando contono cargado de pesar. Durante losúltimos años, la joven Alexandra —o,como se llamaba a sí misma, Tatiana—

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había sido una libertina y una pariasocial en la provincia donde vivía.Sometida a las presiones de susituación, había cometido diversos actosdelictivos, entre ellos incendiospremeditados y hurtos en lugarespúblicos. Había tomado partido pordelincuentes pseudointelectuales y porlos peores elementos antisociales quepuedan imaginarse. Se había entregadolibremente a los hombres, a menudo avanos en un mismo día. En un principiocuando la arrestaban, el sacerdote y susayudantes habían logrado aplazar losprocesos legales normales. Perogradualmente, por cuestiones de

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seguridad, tuvieron que despojarla deesa protección y en más de una ocasiónAlexandra fue recluida en clínicaspsiquiátricas estatales, especializadasen el tratamiento de los inadaptadossociales congénitos… con los resultadosnegativos que ya había descrito.

«En varias ocasiones, también fueinternada en una cárcel paradelincuentes comunes», explicó elsacerdote en voz baja. Según Grigoriev,el hombrecillo sintetizó así esta tristehistoria: «Querido Grigoriev, en sucondición de académico, de padre y dehombre de mundo, apreciará sindificultades la forma trágica en que las

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noticias cada día más alarmantes delinfortunio de su hija afectaron la utilidadde nuestro heroico agente Ostrakov en suexilio solitario de París.»

Una vez más, Grigoriev quedóafectado por la conmovedora impresión—incluso la consideraría una sensaciónde responsabilidad personal directa—que le produjo el relato del sacerdote.

Con la voz seca de toda la escena,Smiley volvió a interrumpirle parapreguntar:

—Consejero, según el sacerdote,¿dónde está ahora la madre?

—Ha muerto —respondió Grigoriev—. Murió en la provincia a la que la

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enviaron. Naturalmente, la enterraroncon otro nombre. Según la historia queme contó el sacerdote a madre muriócon el corazón destrozado. Ello tambiénsignificó un gran pesar para el heroicoagente del sacerdote en París —agregó—. Y para las autoridades soviéticas.

—Naturalmente —agregó Smiley ylas cuatro figuras inmóviles queocupaban la estancia compartieron susolemnidad.

Por último, continuó Grigoriev, elsacerdote mencionó el motivo exactopor el cual le había mandado llamar. Lamuerte de Ostrakova, sumada alespantoso destino de Alexandra

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desencadenó una grave crisis en la vidadel heroico agente de Moscú en elexterior. Durante un breve período llegóa sentir la tentación de abandonar sutrabajo de vital importancia en París conel propósito de regresar a Rusia yhacerse cargo de su hija trastornada yhuérfana de madre. Sin embargo,finalmente se encontró una solución.Puesto que Ostrakov no podía ir a Rusia,su hija debía trasladarse a Occidente yser atendida en una clínica privadadonde su padre pudiera visitarla cadavez que quisiese. Francia era un lugardemasiado peligroso, pero al otro ladode la frontera, en Suiza, podrían tratar a

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la joven lejos de la mirada desconfiadade los compañeroscontrarrevolucionarios de Ostrakov. Ensu condición de ciudadano francés, elpadre reclamaría a la muchacha yconseguiría los documentos necesarios.Ya habían encontrado una clínicaconveniente cerca de Berna. Lo queGrigoriev debía hacer era ocuparse dela manutención de la joven a partir delmomento en que ella llegara a Suiza.Debía visitarla, pagar la clínica einformar semanalmente a Moscú de susprogresos, a fin de que pudierantransmitir de inmediato esa informacióna su padre. Ese era el propósito de la

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cuenta bancaria y de lo que el sacerdotedenominó la identidad suiza deGrigoriev.

—Y usted accedió —dijo Smileycuando Grigoriev hizo una pausa. Todosle oyeron escribir afanosamente.

—Pero no de inmediato. Antes lehice dos preguntas —puntualizóGrigoriev en una extraña muestra devanidad—. Comprenderá que nosotroslos académicos no nos dejamos engañarcon tanta facilidad. En primer lugar,naturalmente le pregunté por qué nopodía ocuparse de esa tarea uno de lostantos representantes de nuestraseguridad estatal asentados en Suiza.

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—Una pregunta excelente —declaróSmiley en una singular muestraapreciativa—. ¿Cuál fue la respuesta?

—Que era un asunto sumamentesecreto. Explicó que la reserva es unacuestión de compartimientos. Nodeseaba que el nombre de Ostrakova serelacionara con el de los miembros delpersonal fijo del Centro de Moscú. Talcomo estaban las cosas, si alguna veztenía lugar una filtración, sabría quesólo yo era personalmente responsable.No me sentí agradecido por esadistinción —comentó Grigoriev y sonriócon cierta tristeza a Nick de Silsky.

—Consejero, ¿cuál fue la segunda

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pregunta?—Se refería a la frecuencia con que

la visitaría su padre desde París. Si lohacía a menudo, mi posición como padresustituto era superflua. Se podía llegar aun acuerdo para pagar directamente a laclínica y si podía ir a visitarla todos losmeses desde París, el padre se podíaocupar de su propia hija. El sacerdoterespondió que el padre sólo podría ir averla en contadísimas ocasiones y quejamás debía mencionarlo en las charlascon la joven Alexandra. Agregó, sincoherencia, que el tema de la hija eramuy doloroso para el padre y que podíaesperarse que nunca la visitara. Dijo que

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debía sentirme honrado de realizar unimportante servicio en nombre de unhéroe secreto de la Unión Soviética.Adoptó una actitud severa. Dijo que nome correspondía aplicar la lógica delaficionado al arte de los profesionales.Me disculpé. Le aseguré que me sentíahonrado y orgulloso de contribuir entodo lo que pudiera a la luchaantiimperialista.

—¿Pero habló sin estar convencidointeriormente? — sugirió Smiley,levantó la mirada y dejó de escribir.

—Así es.—¿Por qué? — al principio,

Grigoriev parecía ignorar las causas.

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Quizá nunca antes le habían propuestoque dijera la verdad sobre sussentimientos. Smiley agregó—: ¿Quizáno creyó en lo que le dijo el sacerdote?

—El relato estaba plagado deincoherencias —repitió Grigoriev con elceño fruncido—. Sin duda, eso esinevitable en los trabajos secretos. Sinembargo, una buena parte de la historiame pareció poco probable o falsa.

—¿Puede explicar por qué motivo?En la catarsis de la confesión,

Grigoriev olvidó una vez más el peligroque corría y sonrió con aire desuperioridad.

—El sacerdote se mostró demasiado

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sensible —repuso—. Al día siguiente,acostado junto a Evdokia mientrasdiscutía el asunto con ella, me pregunté:¿qué ocurrió entre el sacerdote yOstrakov? ¿Son hermanos, viejoscamaradas? Me llevaron a ver a estehombre grandioso, tan poderoso ysecreto… a este hombre que conspira,presiona y realiza actividadesespeciales a lo largo y a lo ancho delmundo. Es un hombre implacable conuna profesión implacable. Pero cuandoyo, Grigoriev, estoy hablando con élsobre la hija trastornada de otro hombre,tengo la sensación de estar leyendo suscartas de amor más intimas. Le dije:

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«Camarada está hablando demasiado.No me diga lo que no necesito saber.Explíqueme sólo lo que debo hacer.»Pero él me respondió: «Grigoriev, debeser un amigo para esta muchacha.Entonces será amigo mío. Lacomplicada vida de su padre la haafectado negativamente. La joven nosabe quién es y dónde están sus raíces.Habla de la libertad sin comprender susignificado. Es víctima de dañinasfantasías burguesas. Utiliza un horriblelenguaje que no es el más convenientepara una joven. Cuando miente, posee elgenio de la locura o de demencia. Peroella no es responsable de nada de esto.»

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Le pregunté si conocía a la muchachapero sólo me respondió: «Grigoriev,debe ser un padre para ella. En muchossentidos, su madre tampoco fue unamujer sin complicaciones. Ustedcomprende estas cosas. En sus últimosaños, se convirtió en una personaamargada e incluso apoyó algunas de lasmanifestaciones antisociales de su hija»—Grigoriev guardó silencio unosinstantes y Toby Esterhase, aturdidotodavía por la noticia de que aquél habíadiscutido la propuesta de Karla con suamante ocasional pocas horas despuésde planteada, agradeció esa pausa—.Sentí que él dependía de mí —agregó

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Grigoriev—. Me pareció que no sóloocultaba datos sino sentimientos.

Sólo faltaban los detalles prácticos,prosiguió Grigoriev. El sacerdote losproporcionó. La supervisora de laclínica era una rusa blanca, una monjaque había pertenecido a la comunidadortodoxa rusa de Jerusalén, una mujer debuenos sentimientos. En estos casos, nodebemos ser demasiado escrupulosospolíticamente, se justificó el sacerdote.Esa mujer se había encontrado conAlexandra en París y la acompañó hastaSuiza. La clínica también disponía delos servicios de un psiquiatra quehablaba ruso. Gracias al origen de su

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madre, la joven también sabía alemán,pero frecuentemente se negaba ahablarlo. Esos factores, sumados a loaislado del lugar, explicaban suelección. El dinero ingresado en elbanco de Thun bastaría para pagar loshonorarios de la clínica, y para laatención médica hasta un tope de milfrancos mensuales y como subsidioencubierto del nuevo estilo de vida deGrigoriev. Dispondría de más dinero silo consideraba necesario, pero no debíaconservar facturas ni recibos; elsacerdote se enteraría rápidamente de sile timaba. Debía hacer una visitasemanal a la clínica para pagar las

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cuentas y ponerse al tanto del estado dela muchacha. Informarían al embajadorsoviético en Berna de que se le habíaencomendado a los Grigoriev un trabajosecreto y, en consecuencia, debíandárseles facilidades.

En ese momento el sacerdote abordóel tema de las comunicaciones deGrigoriev con Moscú.

—Me preguntó: «¿Conoce al correodiplomático Krassky?» Le respondí quesí, que Krassky iba una vez por semanaa la Embajada, y a veces dos, encompañía de su escolta. Si eres amablecon él, quizá te lleve de Moscú unahogaza de pan negro.

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En el futuro, dijo el sacerdote,Krassky se ocuparía de reunirse conGrigoriev en privado todos los juevespor la tarde, durante su visita regular aBerna. Se encontrarían en casa deGrigoriev o en su despacho en laEmbajada, pero era mejor el primerlugar. No tendría lugar ningunaconversación conspiratoria y Krassky leentregaría un sobre que contendría,aparentemente, una carta personal de sutía de Moscú. Grigoriev llevaría la cartaa un lugar seguro y la trataría a lastemperaturas correspondientes con tressoluciones químicas que se adquiríanlibremente en el mercado, soluciones

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químicas que el sacerdote nombró y queahora Grigoriev repitió. En el texto queaparecería, Grigoriev encontrarla unalista de preguntas que debía hacerle aAlexandra en su próxima visita semanal.Durante el mismo encuentro conKrassky, Grigoriev le entregaría unacarta para esa misma tía, en la cualfingiría referirse detalladamente alestado de su esposa Grigorieva cuandolo que en realidad haría sería informaral sacerdote sobre el estado de la jovenAlexandra. Ese método se denominabacódigo de palabras. Posteriormente, siera necesario, el sacerdoteproporcionaría a Grigoriev materiales

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para una comunicación más clandestinapero, por el momento, bastaría con lacarta a su tía en el código de palabras.

A continuación, el sacerdote entregóa Grigoriev un certificado médicofirmado por un eminente especialista deMoscú y le dijo: «Mientras estuvo aquí,sufrió un ligero ataque cardiaco aconsecuencia de la tensión y el excesode trabajo. Con el fin de mejorar suestado físico, se le aconseja que paseeregularmente en bicicleta. Su esposa leacompañará.»

El sacerdote explicó que llegando ala clínica en bicicleta o a pie, Grigorievpodría ocultar su coche con matrícula

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diplomática. Luego le autorizó aadquirir dos bicicletas de segunda mano.Quedaba por resolver qué día de lasemana sería el más adecuado para queGrigoriev visitara la clínica. El sábadoera el día normal de visita, pero seríademasiado peligroso pues había vanasinternas de Berna y corrían el riesgo deque «Glaser» fuera reconocido. Enconsecuencia, la supervisora lesadvirtió que los sábados estabanvedados y consintió, excepcionalmente,en que la visita se realizara los viernespor la tarde. El embajador no pondríareparos pero, ¿cómo explicaríaGrigoriev sus ausencias de los viernes

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en la Embajada?No existía ningún problema,

respondió Grigoriev. Siempre habíanpermitido tener libre el viernes a quienlo compensaba el sábado, de modo quesolicitaría esa autorización.

Concluida la confesión, Grigorievdedicó a su público una sonrisa.

—Además, los sábados trabajaba enla sección de visados cierta jovencita —dijo y guiñó el ojo a Toby—. Así,podíamos disfrutar de un rato deintimidad.

En ese momento la risa general nofue tan franca ni tan cordial comohubiera podido ser. El tiempo, como la

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narración de Grigoriev, apremiaba.

Estaban en el punto en que habíanempezado y súbitamente sólo había quepreocuparse de Grigoriev, atenderle yprotegerle. Seguía sentado en el sofá,con una sonrisa de satisfacción, pero ibaperdiendo su arrogancia. Había cruzadolas manos sumisamente y los miraba deuno en uno, como si esperase órdenes.

—Mi esposa no sabe montar enbicicleta —comentó con una sonrisa depesar—. Lo intentó muchas veces —elfallo de su mujer parecía ser muyimportante—. El sacerdote me escribió

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desde Moscú: «Lleve a su esposa. Esposible que Alexandra también necesiteuna madre» —meneó la cabezadivertido y se dirigió a Smiley—: Ellano puede montar en bicicleta. En mediode una conspiración tan monumental,¿cómo podía decirle a Moscú queGrigorieva no sabe ir en bici?

Quizá no exista prueba más cabaldel papel jugado por Smiley comofuncionario responsable a cargo de lasituación, que la forma en que ahora,casi distraídamente, transformó áGrigoriev de fuente de información endesertor in situ.

—Consejero, al margen de sus

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planes a largo plazo, tendrá laamabilidad de continuar en la Embajadacomo mínimo durante dos semanas más—anunció y cerró cuidadosamente lalibreta—. Si hace lo que le propongo, seencontrará con una calurosa acogida enel caso de que decida iniciar una nuevavida en algún lugar de Occidente —seguardó la libreta en el bolsillo—. Peroel próximo viernes bajo ningún conceptovisitará a la joven Alexandra. Le dirá asu esposa que ése fue el tema de suencuentro de hoy con Krassky. Cuandoeste correo diplomático le lleve la cartael jueves la aceptará normalmente, peroseguirá insistiendo ante su esposa en que

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no visitará a Alexandra. Muéstresemisterioso con ella, confúndala consubterfugios —Grigoriev asintióincómodo, aceptando sus instrucciones—. De todos modos, he de advertirleque si comete el menor error o, por otrolado, intenta alguna triquiñuela, elsacerdote le encontrará y le destruirá. Silo hace, también anulará lasposibilidades de recibir una calurosaacogida en Occidente. ¿Me he expresadocon claridad?

Había números de teléfonos a losque Grigoriev llamaría, era necesarioexplicarle los procedimientos dellamada de cabina a cabina y, en contra

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de todas las reglas del oficio, Smiley lepermitió apuntarlo todo pues sabía que,de lo contrario, Grigoriev no seacordaría de nada. Una vez cumplidasestas formalidades, Grigoriev se fuepesarosamente abatido. Toby le llevó elcoche hasta un lugar seguro y regresó alapartamento, donde celebraron unasolemne reunión de despedida.

Smiley permanecía en el mismolugar, con las manos cruzadas sobre elregazo. Los demás, bajo las órdenes deMillie McCraig, borraban afanosamentelas huellas de su presencia, lustraban,desempolvaban, vaciaban ceniceros ypapeleras. Toby dijo que todos los

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presentes, con excepción de Smiley y deél, se irían ese mismo día, incluidos losequipos de vigilancia. Pero no esa nocheni al día siguiente, sino en seguida.Agregó que todos estaban sentadossobre una bomba extraordinariamentegrande: en ese mismo momento, bajo elestimulo prolongado de la confesión,quizá Grigoriev estuviera relatando todoel episodio a su insoportable esposa.Puesto que le había hablado a Evdokiade Karla, ¿quién podía afirmar que no lecontaría a Grigorieva o a la PequeñaNatasha, su conversación con George?Nadie debía sentirse descartado niexcluido, aseguró Toby. Habían

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realizado un magnífico trabajo y prontovolverían a reunirse para coronar lamisión. Hubo apretones de manos eincluso una o dos lágrimas, pero laperspectiva del último acto les dejó atodos contentos.

¿Y qué sintió Smiley, quepermaneció tan tranquilo e inmóvilmientras el grupo se separaba? Bienmirado, ése había sido un momento degrandes logros para él. Había alcanzadotodo cuanto se había propuesto y másaún, aunque para hacerlo hubieserecurrido a las técnicas de Karla. Lo

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había hecho solo; ese día, comoconsignaría el archivo, en un par dehoras había quebrantado y puesto de sulado al agente personalmente escogidopor Karla. Sin ayuda, estorbado inclusopor aquellos que le habían pedido quevolviera a cumplir un servicio, habíaluchado hasta el punto en el que podíadecir honestamente que había logradosuperar el último escollo. Era un hombremayor, pero estaba en la cúspide de suprofesionalidad; por primera vez en sucarrera, le llevaba la delantera a suadversario de toda la vida.

Por otro lado, dicho adversariohabía adquirido un rostro humano de

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desconcertante claridad. El ser a quienSmiley perseguía con tanta maestría noera una bestia, ni fanático incompetenteni un autómata. Se trataba de un hombre,de un hombre cuya caída, si Smileydecidía provocarla, tendría comomotivo nada más siniestro que un amorexcesivo, debilidad que Smiley conocíaa fondo gracias a su confusa vida.

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26Según la tradición popular, a toda

operación clandestina le correspondenmás días de espera de los que hay en elparaíso; aunque de maneras distintas,tanto para George Smiley como paraToby Esterhase los días y las noches quetranscurrieron desde la tarde deldomingo hasta el viernes fueronincontables y no tuvieron la menorrelación con el más allá.

Toby aseguró que no vivieron segúnlas Reglas de Moscú, sino según lasreglas bélicas de George. Ambos

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cambiaron de hotel y de identidad lanoche de ese domingo. Smiley setrasladó a un pequeño hotel amuebladode la ciudad vieja, el Arca, y Toby a undesagradable motel de las afueras. Apartir de entonces, los dos hombres secomunicaron de cabina a cabina segúnuna lista de turnos acordada y, cuandonecesitaron encontrarse, eligieronlugares al aire libre y muy transitados,en los que recorrían juntos una cortadistancia antes de separarse. Toby habíadecidido cambiar de estilo y utilizó lamínima cantidad posible deautomóviles. Su tarea consistía envigilar a Grigoriev. A lo largo de la

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semana se aferró a su firme convicciónde que, al haber disfrutado tanrecientemente del lujo de una confesión,Grigoriev seguramente haría otra. Paraimpedirlo, Toby le mantuvo las riendaslo más cortas posible, pero seguirle elritmo fue una pesadilla. Por ejemplo,todas las mañanas Grigoriev salía de sucasa a las ocho menos cuarto y andabacinco minutos para llegar a la Embajada.A las siete y cincuenta en punto, Tobyhacía un recorrido con el coche. SiGrigoriev llevaba el maletín en la manoderecha, Toby sabía que no había ningúnproblema. Pero si lo llevaba en la manoizquierda quería decir que había surgido

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una «emergencia», de modo quecelebrarían una reunión de urgencia enlos jardines del palacio de Elfenau ytambién contaban con un recurso en laciudad. El lunes y el martes, Grigorievsólo utilizó la mano derecha. Pero elmiércoles nevaba y quiso limpiar susgafas, por lo que se detuvo para sacar elpañuelo, con el resultado de que loprimero que vio Toby fue el maletín ensu mano izquierda. A toda prisa, dio lavuelta a la manzana para volver acontrolarlo y vio que Grigoriev sonreíacomo un loco y balanceaba el maletín enla derecha. Según su propio relato, enese momento Toby sufrió «un espantoso

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ataque cardíaco». Al día siguiente, eljueves crucial, Toby logró encontrarseen un coche con Grigoriev en la pequeñaaldea de Allmendingen, en las afuerasde la ciudad, y habló con él. El correodiplomático Krassky había llegado unahora antes con las órdenes semanales deKarla: Toby le vio entrar en laresidencia de Grigoriev. Bien, ¿dóndeestán las instrucciones de Moscú?,inquirió Toby. Grigoriev estaba de malhumor y algo ebrio. Exigió diez mildólares a cambio de la carta, actitud queenfureció tanto a Toby que amenazó condesenmascararlo allí mismo; lesometería a arresto civil, le entregaría

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directamente a la policía y le acusaríade hacerse pasar por ciudadano suizo,de aprovecharse de su condición dediplomático, de evadir las leyes fiscalessuizas y de quince cosas más, incluidosdevaneos sexuales y espionaje. El farolde Toby dio resultado y Grigoriev leentregó la carta, que ya había sidotratada y cuya escritura secreta se veíaentre las líneas manuscritas. Toby tomóvarias fotos de la carta y se la devolvióa Grigoriev.

Las preguntas de Karla desdeMoscú, que Toby mostró a Smiley aúltima hora de esa noche en un encuentroexcepcional, en una posada campestre,

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tenían un tono suplicante: «… informemás detalladamente sobre el aspecto y elestado de ánimo de Alexandra… ¿Estálúcida? ¿Ríe? ¿Su risa produce unaimpresión alegre o triste? ¿Es pulcra ensus costumbres personales, lleva lasuñas limpias y el pelo cepillado? ¿Cuáles el último diagnóstico médico?¿Recomienda algún otro tratamiento?»

Pero la principal preocupación deGrigoriev durante la cita enAllmendingen no se refería a Krassky, nia la carta ni a su autor. Explicó que suamiga de la sección de visados le habíaexigido que explicara sus excursiones delos viernes. De ahí su depresión y su

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borrachera. Grigoriev le había dado unarespuesta vaga, pero ahora sospechabaque la muchacha era una espía de Moscúdesignada por el sacerdote o, peor aún,por algún espantoso órgano de seguridadde los soviéticos. Tal como sucedieronlas cosas, Toby compartió esa sospecha,pero creyó que no serviría de nadadecirlo.

—Le he dicho que no volveré ahacer el amor con ella hasta que puedaconfiar plenamente en ella —explicóGrigoriev seriamente—. Además, aúnno he decidido si le permitiré quecomparta mi nueva vida en Austria.

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—¡George, esto es un manicomio!—le dijo Toby a Smiley en una curiosamezcla de imágenes mientras éste seguíaestudiando las solícitas preguntas deKarla, pese a que estaban escritas enruso— Escucha, ¿cuánto tiempo podráresistir el dique? ¡Ese hombre estácompletamente chalado!

—¿Cuándo regresa Krassky aMoscú? —preguntó Smiley.

—El sábado a mediodía.—Grigoriev debe citarse con él

antes de su partida. Le dirá a Krasskyque tiene un mensaje especial y urgentepara él.

—Por supuesto, George, estoy de

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acuerdo —dijo Toby y eso fue todo.¿En qué vericuetos de su propia

mente se había perdido George?, sepreguntó Toby al verle desaparecer unavez más e a multitud. Las instruccionesde Karla a Grigoriev parecían haberlotrastornado absurdamente. Con respectoa este período abrumador, Toby declara:«Yo estaba atrapado entre un chaladosin remedio y un depresivo redomado.

Mientras Toby podía exasperarseante las divagaciones de su jefe y suagente, Smiley tenía asuntos menosimportantes en los que ocupar el tiempo,

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lo que quizá constituyó problema. Elmartes fue a Zurich en tren y comió en elKronenhalle con Peter Guillam, que sehabía trasladado en avión desde Londrespor orden de Saul Enderby. Fue undiálogo contenido, pero no sólo porrazones de seguridad Guillam explicóque mientras estaba en Londres se habíaocupado de hablar con Ann y dijo quequería saber si podía llevarle algúnmensaje al regresar. Smiley respondiófríamente que no y estuvo a punto degritarle a Guillam. Le dijo que esperabaque en otra ocasión tuviese laamabilidad de no meterse en su vidaprivada. Guillam cambió de tema en el

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acto y paso a ocuparse del asunto. En loque se refería a Grigoriev, dijo que SaulEnderby pensaba vendérselo a losprimos en lugar de procesarlo en Sarratt.¿Qué opinaba George de eso? Saul teníala corazonada de que el encanto de undesertor ruso de alto rangoproporcionaría a los primos la ayudaque tanto necesitaban en Washington,aunque no tuviera nada que contar, entanto en Londres, por así decirlo,Grigoriev podría aguar el vino puro apunto de producirse. ¿Qué opinabaGeorge?

—Estoy completamente de acuerdo—respondió Smiley.

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—Saul también quiere saber si eseasunto del viernes es absolutamentenecesario —agregó Guillam conevidente desgana.

Smiley cogió un cuchillo de la mesay observó el filo.

—Para él, ella vale tanto como sucarrera —respondió por último,desalentado y tenso—. Él roba por ella,miente por ella, arriesga el pellejo porella. Necesita saber si ella se limpia lasuñas y se cepilla el pelo. ¡Me pareceque debemos echarle un vistazo!

¿Quiénes debemos?, se preguntóGuillam nervioso mientras regresaba enavión a Londres para informar. ¿Smiley

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había querido decir que él debía hacerloo se refirió a Karla? Pero Guillam erademasiado cauteloso para mencionaresas hipótesis en presencia de SaulEnderby.

Desde lejos, podía ser un castillo ouna de las pequeñas alquerías que sealzan en las cumbres de la regiónvinícola suiza, alquerías con torreones yfosos con puentes cubiertos queconducen a patios interiores. Vistadesde cerca, tenía un aspecto máspráctico debido al incinerador, el huertoy los modernos edificios adyacentes,

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con hileras de ventanucos situados agran altura. El cartel que se alzaba en lalinde de la aldea apuntaba en esadirección y alababa su entorno tranquilo,su comodidad y las atenciones delpersonal. La comunidad se describíacomo «teósofa cristianainterconfesional» y las pacientesextranjeras eran una de lasespecialidades de la residencia. Nievevieja y pesada se acumulaba sobre loscampos y los tejados, pero al caminopor el que Smiley avanzaba estabadespejado. Era un día totalmente blanco;el cielo y la nieve se habían fundidohasta formar un vacío singular e

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inexplorado. Desde la portería, unsevero conserje telefoneó y, al obtenerpermiso de alguien, le dijo a Smiley queentrara. Había un aparcamiento en el quese leía «DOCTORES» y otro que decía«VISITAS». Aparcó en el segundo.Tocó el timbre y le abrió la puerta unamujer anodina con hábito gris, que seruborizó incluso antes de hablar. Smileyoyó simultáneamente música fúnebre, elentrechocar de la vajilla que procedíade una cocina, y voces humanas. Era unacasa de suelos sólidos, desprovista decortinas.

—La madre Felicidad le estáesperando —susurró tímidamente la

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hermana Beatitud.Un grito haría estremecer los

cimientos, pensó Smiley. Vio macetascon plantas fuera del alcance de laspersonas. Su acompañante se detuvobruscamente ante una puerta en la que seleía «DESPACHO» y la abrió. La madreFelicidad era una mujer corpulenta, deaspecto irritable y miradasorprendentemente mundana. Smileytomó asiento frente a ella. Sobre suvoluminoso pecho colgaba una vistosacruz que acariciaba con sus manosfuertes al hablar. Su alemán era pausadoy aristocrático.

—Bien —dijo—. De modo que

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usted es Herr Lachmann. HerrLachmann es un conocido de HerrGlaser y esta semana Herr Glaser estáenfermo —jugó con los nombres comosi supiera tan bien como él que eranfalsos—. No estaba tan enfermo para notelefonear, pero sí para pedalear,¿verdad? —Smiley respondióafirmativamente—. Por favor no baje lavoz por el mero hecho de que soy unamonja. Esta es una casa ruidosa peronadie es menos piadoso por ello. Estápálido. ¿Tiene gripe?

—No. No, estoy bien.—Entonces está mejor que Herr

Glaser, que ha sucumbido a la gripe. El

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año pasado padecimos la gripe egipcia yel anterior la asiática, pero parece quel a malheur de este año nos pertenecepor completo. Herr Lachmann, ¿mepermite preguntarle si tiene documentosque acrediten su identidad? —Smiley leentregó un carnet de identidad suizo—.Vamos, le tiembla la mano pero no tienegripe. De profesión, profesor —leyó lamadre Felicidad en voz alta—. HerrLachmann oculta sus conocimientos. Esel profesor Lachmann. ¿Me permitepreguntarle de qué materia es profesor?

—De filología.—Muy bien, de filología. ¿Y cuál es

la profesión de Herr Glasser? Nunca me

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lo ha dicho.—Tengo entendido que se ocupa de

negocios —respondió Smiley.—Un hombre de negocios que habla

perfectamente el ruso. Profesor, ¿ustedtambién habla perfectamente el ruso?

—Lamentablemente, no.—Pero son amigos —le devolvió el

carnet de identidad—. Un hombre denegocios suizo-ruso y un modestoprofesor de filología son amigos. Muybien. Esperemos que la amistad seafructífera.

—También somos vecinos —agregóSmiley.

—Herr Lachmann, todos somos

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vecinos. ¿Conoce a Alexandra?—No.—Traen jóvenes aquí por diversos

motivos. Recibimos a todas las criaturasde Dios. Tenemos pupilas. Sobrinas,huérfanas, primas, Unas pocas tías.Algunas hermanas. Y ahora un profesor.Se sorprendería al ver qué pocas hijashay en el mundo. Por ejemplo, ¿cuál esel parentesco entre Herr Glaser yAlexandra?

—Tengo entendido que él es amigode monsieur Ostrakov .

—Que está en París, pero esinvisible. Igual que madame Ostrakova.Invisibles. Como hoy también lo es Herr

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Glaser. Herr Lachmann, ¿comprende lodifícil que es para nosotros ponernos deacuerdo con el mundo? Si apenassabemos quiénes somos, ¿cómopodemos decirles a ellas quiénes son?Debe tratar con mucho tiento aAlexandra —sonó la campana queindicaba el final del descanso—. Aveces vive en las tinieblas y otras vedemasiado. Ambas situaciones sondolorosas. Ignoro por qué, pero se hacriado en Rusia. Es una historiacomplicada, llena de contrastes y delagunas. Si ésta no es la causa de suenfermedad, indudablemente constituye,digamos, su marco. Por ejemplo, ¿usted

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cree que Herr Glaser es el padre?—No.—Yo tampoco. ¿Ha conocido al

invisible Ostrakov? Estoy segura de queno. ¿Existe el invisible Ostrakov?Alexandra asegura que es un fantasma.Alexandra debe tener una familiatotalmente distinta. ¡Bien, lo mismoocurre con muchos de nosotros!

—¿Puedo preguntarle qué le hadicho de mí?

—Todo lo que sé, es decir, nada.Que usted es amigo de su tío Anton, alque se niega a aceptar como tío. Que sutío Anton está enfermo, lo cual pareceencantarle, pero probablemente le

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preocupa mucho. Le he explicado que supadre desea que alguien la visite una vezpor semana, pero me respondió que supadre es un bandido que arrojó a sumadre montaña abajo a altas horas de lanoche. Le he pedido que hable enalemán, pero quizá decida que prefierehacerlo en ruso.

—Comprendo —dijo Smiley.—Entonces es usted afortunado,

porque yo no entiendo nada —replicó lamadre Felicidad.

Alexandra entró y, en un principio,Smiley sólo vio sus ojos transparentes eindefensos. Por algún motivo, aldibujarla mentalmente la había

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imaginado más corpulenta. Su boca erallena en el centro, pero las comisuras delos labios se habían vuelto delgadas yágiles y su sonrisa mostraba unapeligrosa luminosidad. La madreFelicidad le pidió que se sentara, le dijoalgo en ruso y besó su cabeza, muy rubiaLa monja salió y oyeron el tintineo desus llaves mientras se alejaba por elpasillo, gritando en francés a una de lasmonjas para que ordenara aquel lugar.Alexandra usaba una túnica verde demanga larga fruncida en la muñeca y,sobre los hombros, una rebeca, a lamanera de una capa. Parecía arrastrar laropa más que llevarla puesta, como si

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alguien la hubiese vestido para esavisita.

—¿Ha muerto Anton? —preguntó, ySmiley notó que no existía la menorrelación espontánea entre la expresiónde su rostro y los pensamientos de sumente.

—No, Anton tiene una fuerte gripe—respondió.

—Anton afirma ser mi tío pero no esverdad —explicó. Hablaba bien elalemán y Smiley se preguntó si ello sedebía a su madre, si había heredado lafacilidad de Karla para los idiomas o sise debía a ambos factores—. Además,finge que no tiene coche —tal como

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había hecho su padre una vez, Alexandrale miró sin emoción ni intención alguna.Preguntó—: ¿Dónde está la lista? Antonsiempre trae una lista.

—Ah, tengo las preguntas en lacabeza.

—Está prohibido hacer preguntas sinuna lista. Mi padre ha prohibidoabsolutamente las preguntas de la mente.

—¿Quién es tu padre? —preguntóSmiley.

Durante unos instantes, Smiley sólovio los ojos de la joven, que leobservaban desde su lugar íntimo ysolitario. Cogió un rollo de celo delescritorio de madre Felicidad y con un

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dedo recorrió suavemente la superficiebrillante.

—He visto su coche —dijo—. «BE»significa Berna.

—Sí, así es —confirmó Smiley.—¿Qué coche tiene Anton?—Un Mercedes negro, muy

impresionante.—¿Cuánto le costó?—Lo compró usado. Supongo que

alrededor de cinco mil francos.—Si es así, ¿por qué viene a

visitarme en bicicleta?—Quizá necesita hacer ejercicio.—No —aseguró—. Él tiene un

secreto.

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—Alexandra, ¿tienes tú un secreto?—quiso saber Smiley. Ella oyó supregunta, le sonrió y asintió un par deveces con la cabeza, como ante alguienque se encontrara muy lejos.

—Mi secreto se llama Tatiana —respondió.

—Es un hermoso nombre —dijoSmi l ey—. Tatiana. ¿Cómo lo hasconseguido?

La joven levantó la cabeza y sonrióradiante a los iconos situados junto a lapared.

—Está prohibido hablar de eso —contestó—. Si hablas de eso, nadie tecree y además te meten en una clínica.

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—Pero tú ya estás en una clínica —puntualizó Smiley.

Ella no elevó el tono de voz perohabló con más rapidez. Estaba tan quietaque parecía no respirar al hablar. Sulucidez y su amabilidad resultabansorprendentes. Alexandra dijo querespetaba su generosidad, pero quesabía que él era un hombre sumamentepeligroso, más peligroso que losprofesores o la policía. Agregó que eldoctor Rüedi había inventado lapropiedad, las cárceles y la mayoría delos argumentos inteligentes según loscuales el mundo vivía sus mentiras. Lamadre Felicidad estaba demasiado cerca

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de Dios y no comprendía que Dios eraalguien a quien había que domar yazuzar como a un caballo hasta que tellevaba en la dirección correcta.

—Pero usted, Herr Lachmann,representa el perdón de las autoridades.Sí, sospecho que es así —suspiró y lededicó una hastiada e indulgente sonrisa.Cuando Smiley miró el escritorio, vioque ella se había cogido el pulgar ytiraba con fuerza de él hacia atrás hastaque pareció a punto de romperse—.Herr Lachmann, quizás usted es mipadre —sugirió sonriente.

—No, no tengo hijos —repusoSmiley.

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—¿Es usted Dios?—No, sólo soy una persona

corriente.—La madre Felicidad dice que en

toda persona corriente hay una partedivina.

Esta vez le tocó a Smiley retrasar larespuesta. Abrió la boca y, conexcepcional vacilación, volvió acerrarla.

—Yo también lo he oído decir —respondió y apartó la mirada.

—Debería preguntarme si me hesentido mejor.

—Alexandra, ¿te has sentido mejor?—Me llamo Tatiana —contestó.

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—En ese caso, ¿cómo se encuentraTatiana?

Ella se echó a reír. Tenía los ojosaterradoramente brillantes.

—Tatiana es hija de un hombredemasiado importante para existir —declaró—. Él domina toda Rusia perono existe. Cuando la arrestan, su padreorganiza que la pongan en libertad. El noexiste, pero todos le temen Tatianatampoco existe —agregó—. Sólo existeAlexandra.

—¿Qué me dices de la madre deTatiana?

—Fue castigada —respondióAlexandra serenamente y dio esa

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información a los iconos más que aSmiley—. No fue fiel a la historia.Mejor dicho, creía que la historia habíaseguido un camino desviado. Estabaequivocada. La gente no tendría queintentar cambiar la historia. Es tarea dela historia cambiar a la gente. Por favor,quisiera que me llevara con usted.Deseo salir de esta clínica.

Mientras sonreía a los iconos,Alexandra movía frenéticamente lasmanos.

—¿Conoció Tatiana a su padre? —preguntó.

—Un hombrecillo solía mirar a losniños que iban a la escuela —respondió.

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Smiley esperó, pero ella no dijonada más.

—¿Y después? —insistió.—Lo hacía desde un coche. Bajaba

la ventanilla, pero sólo me miraba a mí.—¿Le mirabas?—Por supuesto. De lo contrario,

¿cómo podría saber que me miraba?—¿Cuál era su aspecto? ¿Era

corpulento o menudo? ¿Sonreía?—Fumaba. Si lo desea, puede fumar.

De vez en cuando, a la madre Felicidadle gusta fumar un cigarrillo. ¿No eslógico? Me han dicho que fumar serenala conciencia.

Alexandra había tocado el timbre: se

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estiró y lo pulsó durante largo rato.Smiley oyó de nuevo el tintineo de lasllaves de la madre Felicidad, que bajabapor el pasillo en dirección al despacho,y el movimiento de sus pies junto a lapuerta cuando se detuvo para quitarle elcerrojo, los mismos sonidos decualquiera de las cárceles del mundo.

—Quiero irme con usted en su coche—insistió Alexandra.

Smiley pagó la factura y Alexandrale vio contar los billetes bajo lalámpara, tal como hacía tío Anton. Lamadre Felicidad se interpuso en laconcentrada mirada de Alexandra yquizá presintió que habría problemas, ya

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que miró bruscamente a Smiley como sisospechase que él había hecho algoincorrecto. Alexandra le acompañóhasta la puerta y ayudó a la hermanaBeatitud a abrirla; después estrechó lamano de Smiley con suma elegancia,separando el codo del cuerpo yalzándolo, y dobló la rodilla. Intentóbesarle la mano, pero la hermanaBeatitud se lo impidió. Le vio caminarhasta el coche y empezó a saludar con lamano. Smiley ya había arrancado cuandooyó que ella gritaba a muy pocadistancia y vio que intentaba abrir laportezuela e irse con él, pero la hermanaBeatitud tiró de la muchacha y la

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arrastró, mientras seguía gritando, hastala residencia.

Media hora después, en Thun, en elmismo café desde el cual una semanaantes había observado la visita deGrigoriev al banco, sin mediar palabra,Smiley entregó a Toby la carta que habíapreparado. Esa noche, o cualquiera quefuese el momento en que se encontrasen,Grigoriev se la entregaría a Krassky,declaró.

—Grigoriev quiere desertar estamisma noche —comentó Toby.

Smiley gritó. Por única vez en lavida, gritó. Abrió desmesuradamente laboca, gritó y todos los parroquianos del

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café se sobresaltaron… es decir, lacamarera apartó la mirada de losanuncios matrimoniales y al menos unode los cuatro hombres que jugaban a lascartas en el rincón volvió la cabeza.

—¡Todavía no! —a continuación,para demostrar que había recuperadopor completo el dominio de su persona,repitió serenamente las palabras—:Todavía no. Toby, discúlpame. Todavíano.

No existe copia de la carta queSmiley envió a Karla por intermedio deGrigoriev —probablemente era lo que

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Smiley se proponía—, pero pocas dudascaben acerca de su contenido, dado queel mismo Karla era un reconocidopartidario de las artes de lo que gustabadenominar presiones. SeguramenteSmiley planteó los hechos básicos: sesabía que Alexandra era hija suya y deuna amante muerta que profesabadeclaradas tendencias antisoviéticas;que él había organizado su salida ilegalde la Unión Soviética simulando que erasu agente secreta; que había malversadofondos y recursos públicos; que habíaorganizado dos asesinatos y quizá laejecución oficial de Kirov, según sesuponía, con el fin de proteger su plan

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criminal. Seguramente Smiley dijo quelas pruebas acumuladas en este sentidoeran más que suficientes, dada laprecaria situación de Karla, pero lograrsu liquidación a manos de sus pares dela dirección colegiada del Centro deMoscú; si ello ocurría, el futuro de suhija en Occidente —donde residía bajofalsos pretextos— sería, en el mejor delos casos, incierto. No recibiría dinero yAlexandra se convertiría en una exiliadadefinitiva y enferma que sería trasladadade un hospital público a otro pero notendría amigos, documentos en regla niun céntimo a su nombre. En el peor delos casos, la devolverían a Rusia para

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que sobre ella cayeran las iras de losenemigos de su padre.

Después de este palo, Smileyofreció a Karla la misma zanahoria quele había ofrecido en Delhi hacía más deveinte años: salva el pellejo, ven connosotros, dinos lo que sabes y teprepararemos un hogar. Una jugadaperfecta, comentó más tarde SaulEnderby, que gustaba de utilizarmetáforas deportivas. SeguramenteSmiley prometió a Karla inmunidad enel proceso por complicidad en elasesinato de Vladimir y existen pruebasde que Enderby obtuvo una concesiónsemejante, a través de su enlace alemán,

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en lo que respecta al asesinato de OttoLeipzig. Sin duda alguna, Smileytambién ofreció amplias garantías paraAlexandra y su futuro en Occidente:tratamiento, manutención y, si eranecesario, ciudadanía. ¿Adoptó unaactitud de afinidad, tal como habíahecho antes en Delhi? ¿Apeló a lahumanidad de Karla, que ahora quedabatan claramente en evidencia? ¿Incorporóalgún elemento persuasivo, con elpropósito de no infligir máshumillaciones a Karla y, como conocíasu orgullo, apartarle tal vez de un actoautodestructivo?

No cabe la menor duda de que

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concedió muy poco tiempo a Karla paraque tomara una decisión. Porque ése esuno de los axiomas relativos a laspresiones, como Karla muy bien sabía:dar tiempo para pensar es peligroso y eneste caso existen motivos para suponerque también era un peligro para Smiley,aunque por razones sumamente distintas:podría haberse apiadado en el últimomomento. Según la tradición de Sarratt,sólo la llamada inmediata a la acciónobligará a la presa a librarse de lascuerdas que la contienen y la haráembestir caóticamente, al margen detodas las tendencias natas o adquiridas.En esta ocasión, puede decirse que lo

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mismo se aplicaba al cazador.

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27Es como apostarlo todo al negro,

pensó Guillam mientras miraba a travésde la ventana del café. Apuestas todo loque tienes, tu esposa, tu hijo por nacer.Y después esperas, esperas hora trashora hasta que el crupier hace girar laruleta.

Aún tenía presentes los tiempos enque Berlín era la capital mundial de laguerra fría, en que cada puestofronterizo de este a oeste contenía latensión de una intervención quirúrgica.Recordó que en noches como ésa los

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grupos de policías berlineses y desoldados aliados se reunían bajo lasluces de los reflectores, saltaban depuntillas para calentarse los pies,maldecían el frío, pasaban el fusil de unhombro a otro y lanzaban al airebocanadas de aliento condensado.Recordó los tanques que esperaban y elsonido bronco de los rugientes motoresencendidos para mantenerlos calientes:los cañones apuntaban hacia blancos delenemigo potencial en un alarde depoderío. Recordó el ulular imprevistode las sirenas de alarma y las carrerashasta la Bernauerstrasse o hacia dondefuera que alguien intentaba la última

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huida. Recordó las escaleras del cuerpode bomberos y las voces de mando: lasórdenes de disparar y las de no hacerlo.En su memoria aparecieron los muertos,entre ellos algunos agentes. Supo que apartir de esta noche su recuerdo deBerlín sería el de una impenetrableoscuridad, una noche tan oscura que alsalir a la calle desearías hacerlo con unaantorcha, una noche tan silenciosa quehubieras podido oír un arma alamartillarse al otro lado del río.

—¿Qué cobertura utilizará? —preguntó Guillam.

Smiley estaba frente a él, al otrolado de la pequeña mesa de plástico,

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con una taza de café frío junto al brazo.El abrigo hacía que pareciese pequeño.

—Algo humilde —replicó Smiley—. Algo que no encaja. Tengo entendidoque los que cruzan por aquí son, en sumayoría, pensionistas —fumaba uno delos cigarrillos que le había ofrecidoGuillam, el cual parecía demandar todasu atención.

—¿Qué demonios quieren aquí lospensionistas? —se interesó Guillam.

—Algunos trabajan y otros visitan asus familiares. Lamentablemente, nohice una investigación a fondo —Guillam no se mostró satisfecho—. Lospensionistas solemos estar aislados

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incluso entre nosotros mismos —agregóSmiley, en un intento fallido por serirónico.

—No hace falta que me lo digas —respondió Guillam.

El café estaba situado en el barrioturco, debido a que actualmente losturcos son los blancos pobres de BerlínOccidental y a que, en las cercanías delmuro, las propiedades son más baratas yde peor calidad. Smiley y Guillam eranlos únicos extranjeros presentes. En unalarga mesa se encontraba una familiaturca que comía pan solo y bebía café yCoca-Cola. Los niños tenían la cabezaafeitada y los Ojos abiertos y

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desconcertados de los refugiados.Escuchaban música islámica que surgíade un viejo magnetófono. Cintas deplástico de colores colgaban de laarcada de chapa de madera de unapuerta islámica.

Guillam dirigió nuevamente lamirada hacia la ventana y el puente.Primero aparecían las columnas delferrocarril elevado y a continuación lavetusta casa de ladrillos que SamCollins y su equipo habían requisadodiscretamente para convertirla en centrode observación. A lo largo de los dosúltimos días, sus hombres la habíanocupado subrepticiamente. A

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continuación aparecía el halo de lasluces de arco de sodio y detrás sehallaban una barrera, un fortín y porúltimo el puente. Éste sólo era paratranseúntes y la única forma deatravesarlo era por un pasillo con cercade acero parecido a una jaula, enalgunos puntos del ancho de un hombre yen otros del de tres. De vez en cuandocruzaba alguien, de aspecto humilde ypaso uniforme —con el fin de noalarmar al centinela de la torre— que, alllegar a Occidente, penetraba en el halode las luces de sodio. Durante el día, lajaula era de color gris y de noche, poralgún motivo, se volvía amarilla y

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brillaba extrañamente. El fortínpenetraba uno o dos metros en lafrontera y su tejado apenas sobrepasabala barrera, pero era la torre la que lodominaba todo: una columna rectangularde hierro negro situada en el centro delpuente. Hasta la nieve la evitaba. Habíanieve en los clavos de cemento queimpedían el tráfico rodado por elpuente. La nieve se arremolinaba entorno al halo y al fortín y se posabasobre el empedrado húmedo. Pero latorre del centinela era inexpugnable,como si ni siquiera la nieve quisieraacercarse voluntariamente a ella. Pocoantes de llegar al halo, la jaula se

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estrechaba hasta llegar a un últimoportal. Pero Toby explicó que ese portalpodía cerrarse electrónicamente unsegundo después de que llegara el avisodesde el interior del fortín. Aunque eranlas diez y media, podrían haber sido lastres de la madrugada ya que a lo largode sus fronteras, Berlín Occidental seretira a dormir cuando anochece. En elinterior, la ciudad isla puede charlar,beber, ir de putas y gastar dinero; losletreros de Sony, las iglesias y las salasde conferencias reconstruidas puedenresplandecer como un parque deatracciones, pero los sombríos bordesde la zona fronteriza guardan silencio a

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partir de las siete de la tarde. Cerca delhalo había un árbol de Navidad, perosólo la mitad superior estaba iluminada,sólo la mitad superior se divisaba desdeel otro lado del río. Es un sitiointransigente, un sitio donde no haytercera vía, pensó Guillam.Cualesquiera fuesen las reservas quetuviese en ocasiones con respecto a lalibertad occidental, desaparecerían allí,en esa frontera, como la mayoría de lascosas.

—¿George? —preguntó Guillam envoz baja y miró inquisitivamente aSmiley.

Un obrero había penetrado en el

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halo. Pareció crecer al entrar en él, queera lo que les ocurría a todos en cuantoabandonaban la jaula, como si selibraran de un peso que acarreasen a susespaldas. El obrero llevaba un pequeñomaletín y algo que parecía una linternade ferroviario. Era un hombre de cuerpomenudo. Si es que había reparado en elhombre, Smiley ya había vuelto ahundirse en el cuello de su abrigo pardoy en sus pensamientos solitarios yremotos. «Si viene, vendrá a tiempo»,había dicho Smiley. ¿Entonces por quévamos dos horas antes?, hubieradeseado saber Guillam. ¿Por quéesperamos aquí, como dos

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desconocidos. Tomamos café con azúcaren tazas pequeñas, empapados en elvapor de esta maldita cocina turca yhablamos de tonterías? Pero ya conocíala respuesta. Porque se lo debemos,habría contestado Smiley si hubieseestado de humor para hablar. Porque semerece la atención y la espera, debemosesta vigilia a los esfuerzos de un hombrepor escapar del sistema que hacontribuido a crear. Porque mientrasintente llegar hasta nosotros somos susúnicos amigos. Nadie más está de suparte.

Vendrá, pensó Guillam. No vendrá.Quizá venga. Si esto no es una plegaria,

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me pregunto qué demonios es.—¿Más café, George?—No, Peter, gracias. No quiero más

café.—Al parecer, preparan una especie

de sopa. A no ser que sea el café.—Te lo agradezco, pero creo que ya

he bebido todo lo que podía asimilar —respondió Smiley con tono normal,como si todo el que quisiera escucharfuera bien recibido.

—Bueno, entonces pediré algo porel alquiler —agregó Guillam.

—¿El alquiler? Ah, claro, porsupuesto. Dios sabe que han de seguirviviendo.

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Guillam pidió dos cafés más y lospagó. Lo hizo deliberadamente, por sitenían que salir a la carrera.

Ven en nombre de George, pensó;ven en el mío propio. Maldición, ven ennombre de todos nosotros y sé lacosecha imposible con la que hemossoñado durante tanto tiempo.

—Peter, ¿cuándo dijiste que naceríael bebé?

—En marzo.—Ah, en marzo. ¿Qué nombre le

pondréis?—En realidad, aún no lo hemos

decidido.En la acera de enfrente, gracias a las

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luces de la tienda de muebles que vendíareproducciones en hierro forjado,brocados, alfombras de imitación ypiezas de peltre, Guillam divisó lafigura difusa de Toby Esterhase con susombrero balcánico de piel, que fingíaestudiar los precios. Toby y su equipocontrolaban las calles y Sam Collins elpuesto de observación: éste había sidoel acuerdo. Toby había insistido en quelos coches de la retirada fuesen taxis yhabía tres, convenientementedestartalados, en la penumbra de lasarcadas de la estación, con letrerospegados a los parabrisas en los que seleía «AVERIADO». Los conductores

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estaban en el puesto de Imbiss y comíansalchichas con salsa dulce, servidas enplatos de papel.

Peter, el lugar es un campo deminas hecho y derecho, le habíaadvertido Toby. Turcos, griegos,yugoslavos, un sinfín de maleantes…llevan aparatos de escucha, incluso losmalditos gatos. Te seguro que noexagero.

Ni una sola señal en ningún sitio,había ordenado Smiley. Peter, ni el másleve rumor. Díselo a Collins.

Ven, pensó Guillam con ansiedad.Estamos plantados en este lugar sólo porti. Ven.

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Guillam apartó lentamente la miradade la espalda de Toby y la dirigió hastala ventana del último piso de la viejacasa donde estaba emplazado el puestode observación de Collins. Habíacumplido sus obligaciones en Berlín yformado parte de ello una docena deveces. Los telescopios y las cámaras,los micrófonos direccionales, toda esaquincallería inútil que supuestamentefacilitaba la espera; el crepitar de lasradios, el hedor a café y a tabaco, lasliteras. Imaginó al amable policíaalemán occidental que no tenía la menoridea de por qué le habían llevado allí yque tendría que quedarse hasta que la

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operación se abandonase o tuviese éxito;el hombre que conocía el puente dememoria, que distinguía a losparroquianos de los eventuales y quepodía percibir el más leve de los malosaugurios en el momento mismo en que seproducía: el silencioso crescendo de lavigilancia, los tiradores Vopo apostadosque ocupaban discretamente sus puestos.

¿Y si le disparan?, pensó Guillam.¿Si lo detienen? ¿Si dejan que sedesangre —cosa que seguramente haríany que ya habían hecho con otros— bocaabajo en la jaula, a menos de dos metrosdel halo?

Ven, pensó con menos certidumbre y

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dirigió sus plegarias al negro perfil deleste. Ven como sea.

En la ventana superior oeste de lacasa de observación parpadeó una luzpequeña y muy brillante, que hizo queGuillam se pusiese en pie. Al volverse,vio que Smiley casi había llegado a lapuerta.

—George, sólo es una posibilidad—dijo en voz baja, con el tono dealguien que preparara a los demás parauna desilusión—. Existe una remotaposibilidad de que sea nuestro hombre.

Le siguieron sin pronunciar una solapalabra más. El frío era terrible.Pasaron ante una sastrería junto a cuyo

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escaparate cosían dos muchachas decabello oscuro. Se cruzaron con cartelesmurales en los que se ofrecíanvacaciones baratas en la nieve, muerte alos fascistas y al sha. El frío les hizojadear. Guillam apartó del rostro lanieve arremolinada y divisó un patio dejuegos para niños compuesto de viejastraviesas de ferrocarril. Avanzaron entreedificios negros y muertos, torcieron ala derecha, cruzaron la calle empedraday, en medio de una congelada oscuridad,llegaron a la orilla del río, donde unviejo refugio de madera antibalas, y conaspilleras, les permitía abarcar elrecorrido del puente. A la izquierda,

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negra contra el río hostil, se alzaba unaalta cruz de madera adornada conalambre de espinos que honraba lamemoria de un desconocido que nologró escapar.

En silencio, Toby extrajo del abrigounos prismáticos y se los entregó aSmiley.

—George, oye. Buena suerte, ¿eh?La mano de Toby apretó fugazmente

el brazo de Guillam. Después se perdiónuevamente en la penumbra.

El refugio hedía a abono verde y ahumedad. Smiley se agachó junto a unaaspillera y los faldones de su abrigo demezclilla rozaron el barro mientras él

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reconocía la escena que aparecía antesus ojos como si ésta llegara a losconfines mismos de su larga vida. El ríoera ancho, de aguas calmas y estabacubierto por la niebla a causa del frío.Los reflectores lo iluminaban y la nievebailoteaba en los haces de luz. El puentecruzaba las aguas apoyado en gruesospilares de piedra, seis u ocho en total,que se convertían en toscosasentamientos al llegar al lecho. Losespacios entre los pilares eranabovedados con excepción del central,que era rectangular para dejar lugar alas embarcaciones, aunque sólo habíauna lancha patrullera gris amarrada a la

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ribera oriental y el único comercio queofrecía era la muerte. Detrás del puente,como su sombra desmesuradamentegrande, se veía el viaducto delferrocarril que, al igual que el río,estaba abandonado y nunca loatravesaban los trenes. Los depósitos dela lejana orilla se destacabanmonstruosamente como moles de unacivilización bárbara extinguida y elpuente, con su jaula amarilla, parecíasurgir de entre ellos, como un fabulososendero de luces en las tinieblas. Desdesu puesto estratégico, Smiley podíarecorrer el puente de un extremo al otrocon los prismáticos, desde la barraca

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blanca iluminada por los focos de laorilla oriental hasta la negra torre delcentinela que coronaba la cúspide, parabajar luego, lentamente, hacia el ladooccidental, hasta el fortín que controlabael portal y, por último, el halo.

Guillam se encontraba ligeramentemás atrás, aunque a juzgar por laatención que Smiley le prestaba podíahaber estado en París. Había visto lafigura oscura y solitaria que empezaba acruzar el puente y también el brillo de lacolilla cuando daba una última chupaday los chispazos de la cometa que cayóhacia el agua cuando lo arrojó a travésde la cerca de hierro de la jaula. Un

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hombre menudo, con gabán detrabajador y un bolso de obrero colgadoen bandolera sobre su pequeño pecho,un hombre que no andaba deprisa nidespacio, sino como alguienacostumbrado a andar constantemente.Un hombre menudo, con el cuerpoligeramente largo en relación con laspiernas, sin sombrero a pesar de lanevada. Esto es todo lo que ocurre,pensó Smiley: un hombrecillo cruza unpuente.

—¿Es él? —susurró Guillam—.¡George, respóndeme! ¿Es Karla?

No vengas, pensó Smiley. Disparen,pensó hablándole a la gente de Karla y

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no a la suya. Repentinamente había algoterrible en su clarividencia de que esepequeño ser estaba a punto de aislarsedel castillo negro que tenía a susespaldas. ¡Dispárenle desde la torre delcentinela, dispárenle desde el fortín,desde la barraca blanca, desde el nidode cuervos de los depósitos de la cárcel,ciérrenle violentamente la puerta,derriben a su propio traidor, mátenlo!Con su imaginación febril vio eldespliegue de la escena: eldescubrimiento a último momento de lainfamia de Karla por parte del Centro deMoscú. Y las llamadas telefónicas a lafrontera: «¡Deténganlo a cualquier

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precio!» Y los disparos, nuncademasiados, los suficientes paraacertarle una o dos veces y esperar.

—¡Es él! —exclamó Guillam en unsusurro. Había cogido los prismáticosde las manos sumisas de Smiley—. ¡Esel mismo hombre de la foto que colgabaen una de las paredes de tu despacho enel Circus! ¡George, es tu milagro!

Pero en su mente Smiley sólo vio losreflectores de los Vopo que convergíansobre Karla como si fuese una liebre enmedio de los faros de un coche, tanoscura sobre la nieve; también imaginóla frenética carrera del viejo Karla antesde que las balas lo derribasen como a un

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muñeco de trapo. Volvió a mirar laoscuridad del otro lado del río y unvértigo impío se apoderó de él mientrasel mal mismo contra el que habíacombatido parecía estirarse dominarle,atraparle a pesar de sus esfuerzos yllamarle traidor; se burlaba de él almismo tiempo que celebraba su traición.Sobre Karla ha caído la maldición de lacompasión de Smiley y, sobre éste, lamaldición del fanatismo de aquél. Lo hedestruido con las armas que aborrezco,que son las suyas. Cada uno ha cruzadolas fronteras del otro, somos los nohombres de esta tierra de nadie.

—Sigue andando —murmuraba

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Guillam—. Sigue andando, no permitasque nada te detenga.

Al acercarse a la negrura de la torredel centinela, Karla dio un par de pasosmás cortos y, durante unos instantes,Smiley llegó a pensar que cambiaría deidea y se entregaría a los alemanesorientales. Después vio la lengua degato de una llama cuando Karlaencendió otro cigarrillo. ¿Con un fósforoo con un encendedor?, se preguntó. ParaGeorge de Ann con todo mi amor.

—¡Cielos, qué sangre fría! —exclamó Guillam.

La figura menuda emprendió una vezmás la marcha, pero a paso más lento,

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como si estuviese cansado. Alimenta suvalor para el último paso o intentasuavizarlo, pensó Smiley. Recordó unavez más a Vladimir, a Otto Leipzig y aldifunto Kirov; pensó en Haydon y en laruina del trabajo de toda su vida; pensóen Ann, ante sus ojos permanentementemanchada por la astucia de Karla y porel abrazo intrigante de Haydon.Desesperado, recitó toda una serie dedelitos —las torturas, las matanzas, elincesante círculo de corrupción— quese posarían sobre los frágiles hombrosdel transeúnte que andaba por el puente,pero no permanecerían sobre ellos: noquería los despojos conquistados

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mediante esos métodos. Como unabismo, el horizonte dentado volvió aatraerle y la nieve arremolinada loconvirtió en un infierno. Durante unossegundos más, Smiley permaneció en elborde, junto a la provocadora orilla delrío.

Habían empezado a andar por elsendero de sirga; Guillam iba delante ySmiley le seguía con desgana. El haloresplandecía ante ellos y se agrandaba amedida que se acercaban. Como dospeatones comunes y comentes, habíadicho Toby. Caminad hasta el puente yesperad, es lo normal. Desde laoscuridad que les rodeaba, Smiley oyó

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susurros y los sonidos amortiguados yveloces de movimientos apresurados ycargados de tensión.

—George —susurró alguien—.George.

Desde una cabina telefónicaamarilla, una figura desconocida alzóuna mano a modo de discreto saludo ySmiley oyó que el aire húmedo y heladole llevaba de contrabando la palabra«triunfo». La nieve le empañaba lasgafas y tuvo dificultades para ver. Elpuesto de observación se alzaba a laderecha y en las ventanas no se veíaninguna luz. Divisó una camionetaaparcada en la entrada y se dio cuenta

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de que era una furgoneta postal deBerlín, una de las preferidas de Toby.Guillam se retrasaba. Smiley oyó algorelativo a «exigir el premio».

Habían llegado al borde del halo. Unterraplén naranja impedía ver el puentey la salida. Estaban fuera de la línea devisión de la garita del centinela. TobyEsterhase se encontraba más arriba delárbol de Navidad, de pie en el andamiode observación, haciendo tranquilamentede turista de la guerra fría pertrechadocon unos prismáticos. A su lado tenía auna rolliza observadora. Un viejo carteladvertía que los visitantes eranresponsables de cualquier cosa que

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pudiese ocurrirles mientras estuvieranallí. Detrás de ellos, en el destruidoviaducto de ladrillo, Smiley distinguióun olvidado blasón heráldico. Toby hizoun ligero movimiento con la mano:pulgares arriba, ahora llega nuestrohombre. Desde detrás del terraplén,Smiley oyó suaves pisadas y lavibración de una verja de hierro.Percibió el aroma de los cigarrillosamericanos, arrastrado por el gélidoviento, antes de la llegada del fumador.Todavía falta el portal electrónico,pensó; esperó el estrépito de un portazopero no lo hubo. Se dio cuenta de quecarecía de un nombre adecuado con el

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cual dirigirse a su enemigo: sólo unnombre en código y, para colmo, de unamujer. Hasta su graduación militar eraun misterio. Smiley todavía ibarezagado, como un actor que se niega asubir al escenario.

Guillam se había colocado a su ladoy, al parecer, intentaba hacerle avanzar.Smiley oyó ligeras pisadas a medida quelos observadores de Toby se reunían enel borde del halo, amparados en laoscuridad del terraplén mientras,conteniendo el aliento, esperaban ver ala presa. De pronto apareció él, comoquien se introduce sin ser advertido enun salón atestado. Su menuda mano

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derecha colgaba fláccida y desnuda a uncostado y la izquierda sosteníatímidamente el cigarrillo a la altura delpecho. Un hombrecillo sin sombrero ycon una bolsa. Adelantó un paso y, a laluz del halo, Smiley observó su mundanorostro envejecido y cansado, y el pelocorto blanqueado por unos copos denieve. Llevaba una camisa sucia ycorbata negra: parecía un hombre pobreque asiste al funeral de un amigo. El fríole había hundido las mejillas, lo cual lehacia aparentar más edad.

Quedaron frente a frente. Estaban,quizás, a un metro de distancia, tal comolo habían estado en Delhi. Smiley oyó

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otras pisadas, pero esta vez era elsonido que producía Toby al bajarapresuradamente por la escalera demadera del andamio. Oyó voces bajas yrisas; incluso creyó oír unos levesaplausos, pero no llegó a estar seguro.Por todas partes había sombras y, unavez en el interior del halo, le resultabadifícil ver hacia fuera. Paul Skordeno seacercó y se colocó a un lado de Karla;Nick de Silsky se situó al otro lado. Oyóque Guillam le decía a alguien queacercara ese maldito coche antes de queellos cruzaran el puente y lorecuperaran. Oyó el tintineo de un objetode metal que caía sobre el empedrado

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helado y supo que era el encendedor deAnn, pero al parecer nadie más reparóen ello. Se miraron una vez más y quizá,en ese instante, cada uno vio en los ojosdel otro algo de sí mismo. Smiley oyó elchirrido de los neumáticos, el sonido deportezuelas que se abrían y el ruido delos motores en marcha. De Silsky ySkordeno avanzaron hacia el coche yKarla les siguió, sin que ellos lotocaran; al parecer, ya había adquiridola conducta sumisa de un prisionero: lahabía aprendido en una dura escuela.Smiley retrocedió y los tres hombrespasaron silenciosamente a su lado,demasiado concentrados en la

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ceremonia para prestarle atención. Elhalo quedó desierto. Smiley oyó elcierre cuidadoso de las portezuelas delcoche y los sonidos que produjo alalejarse. Percibió que otros dos cochespartían detrás del primero. No los vioalejarse. Sintió que Toby Esterhase lerodeaba los hombros con sus brazos yvio que tenía los ojos llenos delágrimas.

—George, toda tu vida —dijo—.¡Es fabuloso!

En ese momento, la rigidez deSmiley hizo que Toby se apartara.Smiley se alejó rápidamente del halo yal retirarse pasó muy cerca del

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encendedor de Ann. Este estaba en elborde mismo del halo, ligeramenteinclinado, resplandeciente como orofalso sobre el empedrado. Pensó enrecogerlo, pero comprendió que hacerlono tenía sentido y, al parecer, nadie máslo había visto. Alguien le estrechaba lamano, alguien le palmeaba el hombro.Toby los contuvo con serenidad.

—Cuídate, George —pidió Toby—.Que te vaya bien, ¿me oyes?

Smiley notó que los miembros delequipo de Toby se retiraban de uno enuno hasta que sólo quedó Peter Guillam.Smiley retrocedió una corta distanciapor el terraplén, casi hasta donde estaba

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la cruz y dirigió otra mirada al puente,como para comprobar si algo habíacambiado. Evidentemente nada habíacambiado y, aunque el viento parecíaarreciar, la nieve aún se arremolinabaen todas direcciones.

Peter Guillam le tocó el brazo ydijo:

—Vamos, viejo amigo. Es hora deirse a la cama.

Fiel a una prolongada costumbre,Smiley se había quitado las gafas y laslimpiaba distraídamente con la puntamás ancha de la corbata, aunque parahacerlo tuvo que buscarla entre lospliegues del abrigo.

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—George, has ganado —afirmóGuillam mientras andaban lentamentehacia el coche.

—¿Que he ganado? —preguntóSmiley—. Sí. Supongo que sí.

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Notas del traductor

[1] Tanto en Estados Unidos como enInglaterra llaman «hombreAtlántico» a cierto tipo de ejecutivoo profesional que ha residido enambas naciones, adquiriendo unaformación y experiencia que, en lapráctica, suponen una combinaciónde métodos y estilos, como lo defineel periodista Tom Wolfe en TheMid-Atlantic Man.[volver]

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[ 2 ] The Defeated Frog significa,literalmente La rana derrotada,pero en lenguaje vulgar Frogtambién quiere decir franchute, porlo que la frase tiene doble sentido elliteral y, asimismo, El franchutederrotado.[volver]

[3] En español en el original.[volver]

[4] En alemán en el original. Kaisignifica muelle.

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[volver]