yolanda natera - remolinos

24
PLAQUETTES COLECCIÓN UNA DE anda REMO- LINOS Yol ERA NAT

Upload: ediciones-sec-coahuila

Post on 21-Jul-2016

228 views

Category:

Documents


5 download

DESCRIPTION

 

TRANSCRIPT

Page 1: Yolanda Natera - Remolinos

plaquettescolecciónuna

de

andaremo-linos

Yoleranat

Page 2: Yolanda Natera - Remolinos
Page 3: Yolanda Natera - Remolinos

Yolanda Natera

remo-linos

Page 4: Yolanda Natera - Remolinos

© Yolanda Natera© Gobierno del Estado de Coahuila de Zaragoza© Secretaría de Cultura de Coahuila

Edición: Miguel Gaona Diseño: Estefanía Nicté Estrada Corrección: Alejandro Beltrán

Saltillo, 2014

Lic. Rubén I. Moreira ValdezGobernador del Estado de Coahuila de Zaragoza

Lic. Ana Sofía García CamilSecretaria de Cultura de Coahuila

Lic. Carlos Flores RevueltaDirector de Actividades Artísticas y Culturales

Lic. Juan Salvador Álvarez de la FuenteSubdirector de Literatura y ediciones

dire

ctorio

Page 5: Yolanda Natera - Remolinos

me parecía oír un traqueteo: traca, traca, tra-ca… El ruido de las ruedas del tren sobre las vías. Un ruido dentro de mi cabeza, den-

tro de mis recuerdos. El tren se detenía, era de noche, habíamos llegado a Esmeralda. Bajábamos del tren. Yo iba de la mano de mi madre. Al pisar tierra miraba hacia arriba: un cielo infinito, lleno de estrellas, una luna completa, luminosa, tan inmensa que parecía cer-ca. Yo la quería tocar, la quería abrazar, pero mi mano bajaba en el vacío. Mi mano vacía que había querido tocar la luna. Pero eso fue hace muchos años, cuando era niña y regresaba al pueblo donde vivía. Allá donde los remolinos y las greñudas aparecían de repente para sacudir la calma del desierto. Oía ese traqueteo del tren dentro de mí y de inmediato aparecía la ima-gen de aquella lunota soberbia, intocable, que se veía en Esmeralda.

En la ciudad nunca he visto una luna así. Desde niña tengo la costumbre de mirar al cielo, recorrer con mis ojos la diversidad de puntos luminosos. La luna que se ve aquí, es más pálida, más desabrida, tantas luces y movimiento la debilitan.

Remolinos

cuen

to

Page 6: Yolanda Natera - Remolinos

Miré el reloj: se me estaba haciendo tarde para ir al trabajo. Salté fuera de la cama para iniciar la rutina del día. Ya basta de pensamientos, tengo varios días que al despertar, me parece oír el traqueteo del tren, eso me desencadena un aguacero de recuerdos. Desde la muerte de mi madre, hace meses, me ha dado por recordar aquellos tiempos. Entonces yo era una niña flaca y desgarbada, de pelo escaso que mi madre se atrevía a trenzar. Salíamos de Esmeralda en tren para visitar a mi tía Rocío en la ciudad. Ella fue la primera de la familia que dejó el pueblo para buscar trabajo. A Esmeralda nada más el nombre valioso le quedaba, habían cerrado las minas, se había acabado el mineral que daba trabajo a la gente y orgullo al lugar. La gen-te, poco a poco, empezó a emigrar. Les costaba de-jar su querencia. Fue en aquella época cuando conocí la ciudad. Alguna vez fuimos a visitar a mi tía Rocío, que había conseguido trabajo y marido en tierra más próspera. Viajes largos en tren: Esmeralda estaba lejos de todo y era el centro de nosotros. Había que hacer varios transbordos de tren y autobús. De regreso, el viaje era más largo. Desde la ciudad hasta Escalón, luego a Estación el Oro y, por fin, en la noche llegába-mos a Esmeralda, con su cielo enjoyado que nos cu-bría al bajar del tren. Horas y horas de camino, tiempo eterno, mirando por la ventanilla aquel azul intenso que hasta ardía, las llanuras con cactus, algún mez-

Page 7: Yolanda Natera - Remolinos

quite que daba sombra escuálida, los cerros grises y lejanos, el calor ferviente del paisaje. Mi madre me pa-saba la botella de agua, la botella de limonada, para que diera tragos y no me deshidratara. De agua tom-aba poco, algún trago, de limonada tomaba más, me gusta lo dulce. Nunca he sido sedienta. Mi tía Rocío me decía: “Eres de tierra seca, de tierra dura, puedes vivir con poca agua, como planta del desierto”.

Se estaba haciendo tarde para irme a la oficina. Basta de rumiar pasados. Me metí a bañar, logré hacer a un lado el chorro de pensamientos. Salí corriendo de casa y tomé mi coche. Me quedaba el tiempo justo para llegar. Como cada mañana, tenía que atravesar toda la ciudad, circular entre el enjambre de coches apresurados para obedecer la dictadura del reloj. Cuando una luz roja nos truncaba el camino, se oía un chirrido de llantas y quienes íbamos al volante, mirá-bamos el reloj. Pero aquella mañana, ante el semáforo en rojo, no miré el reloj, miré a lo lejos, al horizonte, los cerros plomizos que se diluían con el cielo. Imaginé los cerros que se veían desde Esmeralda. Paseábamos por los cerros, caminando entre piedras y espinas, un camino tortuoso, con el riesgo de encontrar alguna víbora. Nos alejábamos de los ruidos raros, podía ser una cascabel. Nunca me mordió una, pero se me cla-varon varias espinas. Encontrábamos algún nopal de tuna colorada, mi tío las cortaba y las pelaba. Lo dulce

Page 8: Yolanda Natera - Remolinos

de las tunas nos daba fuerza para seguir caminando. El coche atrás de mí empezó a pitar, un pitido terco, espoleándome para que apretara el acelerador y lo hice, el tiempo nos acosaba. Yo circulaba rumbo a la oficina entre un tráfico cargado, todo lo demás eran imaginaciones. Pero hace tantos años que no vuelvo a Esmeralda. Casi toda la familia salimos de allá, sólo un tío anciano se quedó clavado a las paredes antiguas y un primo perdido en la parranda. Esmeralda está tan aislada, lejos de autopistas y carreteras que desembo-can en fábricas, donde los obreros se recluyen como en gallineros industriales. Allá quedó Esmeralda, tierra de minerales, como una señora explotada y tirada al olvido, recordando sus juventudes y seducciones pa-sadas. Con sus amplias y frescas casas de adobe, sus patios traseros coquetos de macetas, sus minas ago-tadas de tanto dar placer.

Nosotros hicimos cimientos en la ciudad, entre el pavimento y los anuncios luminosos. Nos hizo huir la calma constante que desembocaba en la pobreza. En la ciudad nos enrolamos en actividades que absorben el tiempo: estudios, trabajos, amores, desamores. El tiempo persiguiéndonos siempre, algo terminaba y empezaba lo siguiente. No me di tiempo para volver a Esmeralda, siempre había otro lugar a dónde ir, otro circulo que cerrar. Ahora imagino aquel pueblo de mi infancia, donde el tiempo caminaba despacio, como

Page 9: Yolanda Natera - Remolinos

tortuga del desierto que se detiene cuando quiere y guarda su cabeza dentro de su concha y la vida trans-curre por encima de ella.

Llegué a la oficina más tarde de lo acostumbrado, pero a tiempo. Los pensamientos del camino me des-aceleraron el ritmo. Eran las nueve en punto. Prefiero llegar diez o quince minutos antes, caminar entre el silencio hasta mi escritorio, para aclimatarme a esas cuatro paredes, antes de que lleguen los alteros de documentos y las exigencias del día. Tengo la llave de la oficina, me la encomendaron por mi cualidad madrugadora. Cada mañana abro la puerta, todo está en calma, minutos después va llegando el personal, el silencio es desplazado por el ruido. Hacía semanas que el bullicio dominaba dentro de mi cabeza: letras y palabras, documentos interminables, voces apresu-radas. Había un caos en el trabajo, una anarquía por la ausencia de algunos personajes que son columna para sostener la oficina en pie, trabajando como se debe. Quedaba yo con la misión de asumir el trabajo de los ausentes. Las primeras semanas me hice cargo, sintiendo que en momentos mi corazón se aceleraba al ritmo de las teclas de la computadora, pero con la esperanza de que, en un plazo dado, los ausentes vol-verían a descargar mi espalda. Sabía que podía so-brellevar las asperezas y dificultades, había atravesado por ellas durante temporadas de mi vida. Sin embargo

Page 10: Yolanda Natera - Remolinos

aquellos días me sentía como atrapada, una biznaga plantada en maceta, constreñida, privada del creci-miento en campo abierto. Ya volverán los ausentes, pensé. Llegó el plazo fijado y pidieron otro permiso. Era época de campaña política. Me enteré que los permisos era para apoyar y seguir a ciertos candida-tos. No sabía hasta cuando se prolongarían los permi-sos, temí que la oficina se derrumbara sobre mí.

Aquella mañana me senté en mi escritorio con el altero de documentos a resolver. El tiempo iba a ga-lope tendido. Una llamada de teléfono por acá, dos señores frente a mi escritorio, esperando la resolución de unos documentos, otras personas haciendo fila a la puerta de mi oficina, un tumulto de pendientes. Las llamadas de teléfono para mí. Y yo tratando de re-construir mi atención ante el teclado de la computa-dora. Cuánto se desmorona la calidad de un grupo de trabajo cuando se ausentan varios de sus miembros. Y yo tratando de evitar el derrumbe, haciéndome garras para atender al público con cierta dignidad. Corría y giraba, sintiendo un mareo en mi cabeza, letras, pa-peles, un torrente de rostros. En un momento sentí que me podía desmayar y me senté a respirar hon-do. ¿Por qué se han de ir varios compañeros a otras actividades, dejando que el trabajo se acumule? Y si esto pasaba en esta oficina de pequeña estatura, qué pasaría en las oficinas goliáticas, gigantes del poder,

Page 11: Yolanda Natera - Remolinos

que dirigen los destinos del país. Me sentía sofocada por la fuerza de tantos requerimientos que me habían colgado al cuello los que, con frescura, se habían ido a apoyar a sus mejores “gallos”. Ahí se queda Clara, dando la cara, sacando el trabajo. En momentos sentí que me faltaba el aire. Me vino la imagen de aquel ahogo, hace muchos años, en Esmeralda. Una niña hundió mi cabeza en un barril de agua, no me dejaba salir, creí que me ahogaba. Llegó mi tía Rocío y me liberó. “Chiquilla canija, mira cómo está Clara, toda lacia”, dijo. A esa niña le apodaban la Víbora porque era peligrosa. Y hundiéndome en el barril se vengaba de que la salpiqué con agua. Mi tía me dio palmadi-tas en la espalda y el pecho. “La vida aprieta pero no ahorca”, me dijo. Por años he recordado esa frase, en situaciones donde me sentía oprimida. Pero mi tía ya murió, se diluyó en la nada al igual que los esplendo-res de Esmeralda.

Llegaba la hora de salir de la oficina y yo sentía un cansancio de alguien que va empujando un bloque de mármol en una cuestarriba. Un cansancio grande, aferrado en mi cuerpo y mente. Al anochecer, salí a caminar por las calles, por la plaza, a respirar el aire callejero. Un gusto que, algunos días, me puedo dar. Un paso y otro, en la libertad de la calle. Caminaba sin rumbo, sin prisa. El caminar a mi antojo me aflojaba el cansancio, mirando los laureles de la India en las

Page 12: Yolanda Natera - Remolinos

banquetas, con su verde perenne. Aquí no es la India, pero los laureles se dan bien. Sus hojas permanecen en invierno, no se convierten en enramada pelona, como otros árboles. Miraba a los niños jugando con-tentos en la banqueta, algún anciano contemplativo sentado en la puerta de su casa. Todos disfrutando el fresco de la noche, agradeciendo que el sol se había ido al otro lado y daba un descanso. Eso se acostum-braba también en Esmeralda. La noche era la ausencia de los trabajos. En la plaza, una niña pedaleaba un triciclo, y su madre compraba elotes para el antojo. Cuando era niña íbamos a los maizales a tatemar elo-tes, en años que la lluvia de temporal era generosa y hacía fértil la tierra. Un paso y otro, mirando a la gente medio iluminada por las farolas. Desde hace tiempo, he estado pensando renunciar al trabajo para finales de año. Aún faltan meses. Darme un tiempo de nada. Dejar que alguna ocurrencia brote de mí, fresca, re-cién nacida. Vislumbrar otro camino a seguir. Quitar-me el ropaje almidonado y tieso de la oficina. Que me entre el aire directo, a refrescarme el corazón y las ideas. A veces el trabajo sofocante, con sus envolturas apretadas, me impide sentir quién soy. Pero en la no-che vuelvo a ser yo. Yo la de Esmeralda y la de aquí. Quedarme sin un sueldo seguro no me asusta. Nací en tierra árida, aprendí a andar en lo difícil, no me asus-ta la sequía. Desde muy joven he trabajado, alguna

Page 13: Yolanda Natera - Remolinos

ocupación encontraré después. Pero aún faltan meses para fin de año.

Seguí andando por las calles de la noche. El viento comenzó a bufar y las hojas de los árboles se agitaron. La noche palideció con el polvo que volaba. El polvo llegaba hasta mí, me cubría. Polvo somos y en polvo nos convertiremos. El ventarrón me impidió caminar, me empujaba hacía atrás, me zarandeaba. Era la tolva-nera, tormenta de polvo, siempre sorpresiva, que arre-mete con partículas de desierto a la ciudad. Aparece como una irritila audaz aventando puños de polvo en la cara de su tierra invadida. Se había terminado la calma de la noche, entre los estruendos del viento y el ramaje. Me refugié en el marco de una puerta a espe-rar que pasara el ventarrón. Ráfagas de polvo. En Es-meralda también había tolvaneras, pero en el campo abierto se formaban remolinos, allá donde no había casas o edificios que pusieran zancadilla al altivo espi-ral. Tierra suelta que gira y se eleva, íbamos caminan-do por el llano y nos alcanzó un remolino, nos hizo dar vuelta y nos tiró al suelo. Ibamos de la mano mi mamá, mi tía, mi hermana y yo. Fue entonces cuando recuer-do más polvo, hasta comí polvo. Estuvimos un rato sentadas en el suelo, sacudiéndonos. Asustadas. “Ca-chiripa, Cachiripa”, dijo mi tía Rocío, así le llamaban al remolino los antiguos indígenas de la región, para ellos era el Dios Cachiripa, que remueve y hace girar

Page 14: Yolanda Natera - Remolinos

para estimular la vida y pulverizar el desgano. “Cachi-ripa, dijo, todo se mueve y da vueltas, nos caemos y nos levantamos para seguir caminando. Pasó el susto, nos levantamos del suelo y seguimos andando”. Eso decía mi tía, por más giros y giros y caídas, te podías levantar y encontrarías el camino. Quizá otro rumbo. Y ella lo encontró viniéndose a la ciudad. Después se-guimos su camino.

El aire fue aquietándose. La tolvanera siempre es efímera, como aquello que es muy intenso y luego se agota. El pavimento quedó cubierto de tierra, muchas hojas y ramas caídas aquí y allá. Seguí caminando en la noche tranquila después del ventarrón. En una calle humilde, donde las casas se parecen a las de pueblo, encontré un mezquite grande y viejo. Rareza. Aquí en la ciudad no acostumbran plantar árboles de desierto afuera de una casa, prefieren los árboles frondosos, de sombra tupida, quizá para olvidar que estamos rodeados de desierto. Aquel que plantó el mezquite debió de ser un emigrante de pueblo árido. Me alegró encontrar aquel árbol con espinas, signos del desierto. En Esmeralda era común tener un mezquite en los patios de las casas. Entre la semioscuridad busqué si tenía mezquites, colgaban algunos de las ramas altas, difícil alcanzarlos. Quizá en la ciudad dan menos frutos, si es que se les puede llamar frutos a esas vainas secas, difíciles de masticar, que apenas si sueltan un saborcillo dulce. Recordé su sabor. Me

Page 15: Yolanda Natera - Remolinos

gustaba comerlos y mi madre pizcaba mezquites del árbol. Yo cuidaba la cosecha de mezquites. Cuando las niñas mayores llegaban a casa a tomar pasantías con mi madre, y yo tenía que salir a un mandado, les advertía: “No corten los pocos mezquites que quedan, son de esta casa, ustedes tienen en su patio un mezquite”. Y se reían y jugaban con mis trenzas, me decían la guardiana del mezquite. Hace añales de eso.

Sin poder pepenar ningún mezquite, regresé a casa, con el cabello empolvado y las pestañas blan-cas, herencia de la tolvanera. Entre la caminata y el terregal me olvidé de la oficina. La guardiana del mez-quite: tenía que seguir cuidándolo. Que en la oficina no me cargaran el peso completo de sus negligen-cias, dejándome un boquete de cansancio. Al irme a la cama, muchos pensamientos me impedían dormir: documentos, papelería, pendientes que tenía que re-solver el día siguiente. Y tenía que convertirme en tres personas para ir sacando el trabajo. Ser la trinidad. O la cuatridad. Imposible. Sólo soy yo, humana y no divi-na, me son imposibles los desdoblamientos. No podía dormir, pensando en alteros y alteros de papeles que formaban una paca enorme, aplastante. Por fin logré dormirme.

Al otro día, rumbo a la oficina, en el coche, miré al horizonte, los cerros grisáceos. Qué plácidos, qué se-renos, allá en la lejanía. La vida tan corta. Y yo rumbo a

Page 16: Yolanda Natera - Remolinos

la oficina. En ese momento la hilera de coches amino-ró la velocidad. Se oyó la sirena de una ambulancia. En una esquina del bulevar estaban dos coches impacta-dos, hechos trizas, hubo un choque violento. Pensé en los pasajeros, alguien pudo haber muerto o quedar in-válido. Pensé en la muerte, pérfida sombra que puede llegarle a cualquiera como una sorpresa fatal. La vida fugaz. Y yo transcurriendo la vida en aquella oficina, que se iba convirtiendo en una mortaja. Cierto que disfrutaba la sonrisa fácil de algún compañero, las plá-ticas juguetonas de algunas secretarias. Pero era mo-mento de salir de ahí. Ya encontraría otro rumbo más justo. Decidí presentar mi renuncia ese mismo día.

En el estacionamiento de la oficina, miré al edificio de varios pisos que se erguía entre las casas pequeñas de los alrededores, a orillas de la ciudad. Mi oficina estaba en el último piso. Para ascender más tendría que subir a la azotea. Y desde ahí, sin escritorio y sin paredes, contemplar la lejanía. Eso quería hacer, mirar el horizonte. Ya se me ocurriría algo para el futuro.

Caminé sin prisa por los pasillos de la oficina, mi-rando todo como despidiéndome. Me senté en mi es-critorio. Y antes de empezar con la papelería del día, escribí mi renuncia, solicitando dejar mi puesto a partir del próximo mes. Faltaban dos días. La envié por fax a la administración general, pidiendo pronta respuesta. Luego emprendí el trabajo de aquel día. Pensé que

Page 17: Yolanda Natera - Remolinos

mi renuncia sería aceptada, que había gente prime-riza buscando trabajo. Que yo me sentía mal, con achaques, mi salud iba decayendo. Me sentía como una hoja seca entre las páginas de un libro. Se acabó, cortaba el cordón de tolerancia que me unía a aquel escritorio. A media mañana, en un breve receso que tomamos para el café, les comenté a mis compañeros y a las secretarias mi acto salvador. Hubo un asombro general. “Ay, pero por qué se va. Qué vamos a hacer con tanto ausente y de pilón se va usted. Por qué no se esperó hasta fin de año, quizá para entonces vuel-van los demás”. “Estoy muy cansada, les respondí, no puedo más”, “Sí, se ve agotada, dijo alguien. Se le ve su cara muy demacrada”, añadieron. “La vamos a extrañar”. “Ya vendrá alguien nuevo, comenté, siem-pre se encuentra quién nos sustituya”. Mi renuncia fue aceptada.

Dos días después, limpiaba los cajones de mi escri-torio, cosas personales que no serían de utilidad para el nuevo ocupante. Algunas plumas y lápices, un pei-ne, una bolsa de caramelos agridulces. Los caramelos los dejé en el primer cajón, quizá quien me sustituiría disfrutaría algo dulce en un momento de apuro. Al final de mi último día de trabajo, llegó mi sustituto, un joven enjundioso y amable, que irradiaba energía parra arrastrar con brío el carro que amenazaba con desfondarse por el peso exagerado de pendientes de

Page 18: Yolanda Natera - Remolinos

la oficina. Le hice entrega del puesto, escritorio y de-más. Me despedí de las compañeras y compañeros con un abrazo nostálgico, nos extrañaríamos. Ya nos reuniríamos alguna vez a comer o cenar, para conti-nuar la amistad que surge al andar por los laberintos de la oficina. “Y ahora qué hará, ¿buscará otro traba-jo?”, preguntaron. “Tomaré un tiempo de descanso, respondí, un tiempo de nada, esperando que algo se me ocurra”.

Antes de irme, quise subir más arriba de la oficina, a la azotea. El único camino era la escalera de servicio. En la azotea no había escritorios ni computadoras ni teléfonos. Un lugar vacío. Sólo había aire, sol, cielo. Respiré hondo. Respire el aire libre. Miré a lo lejos los horizontes que se fundían con el cielo. El azul intenso, un azul cautivador, vivo. Mirar aquel cielo me recordó los ojos de Mancha, aquella gata que contemplaba el cielo con asombro, movía lentamente su ojos verdes, como queriendo absorber la viveza del azul, antes de morir. Era una gata que emigró conmigo del pueblo a la ciudad. Un mediodía salió a la calle y la atrope-lló un coche. Tendida en la banqueta, bocarriba, sin poder moverse, miraba al cielo, lo contemplaba sin hacer ruido, hasta que murió. Mancha, con su estirpe ingenua y de pueblo, no pudo sobrevivir en la ciudad, un carro veloz le quitó la vida. Y tuvo el consuelo de morir mirando el cielo.

Page 19: Yolanda Natera - Remolinos

Los días siguiente fue necesario que firmara pape-les de finiquito en diversas oficinas. Trámites forzosos cuando se concluye una etapa de la vida, como un pintor que termina un cuadro y tiene que poner su firma antes de pasar a lo siguiente. Firma aquí, firma allá. No podía hacer más por aquella obra, ni retocarla ni mejorarla. Con sus luces y sombras, sus agobios y compensaciones, había llegado a su fin.

Un tiempo de nada. Una mañana tomé el direc-torio telefónico y busqué el teléfono de Ferrocarriles de México. Llamé para informarme por los trenes de pasajeros que iban a Esmeralda. Quien me respondió no sabía, me dio otro número de teléfono dónde po-drían informarme. El joven que me atendió, me hizo esperar un momento y preguntó por ahí. Enseguida respondió que ya no tenían registrada estación Esme-ralda, que los trenes de pasajeros hacía años habían suspendido su servicio. El tren de pasajeros rumbo a Esmeralda sólo existía en mi recuerdo. Se había sus-tituido por el autobús. De cualquier forma visitaría el pueblo donde con una ramita seca dibujaba figuras en las calles de tierra. El autobús salía temprano por la mañana. Lo tomaría el día siguiente, miércoles, día de trabajo. Me despedí de mis seres queridos y empren-dí el recorrido a Esmeralda. Abordé un autobús viejo, que se detenía en los pueblos que se atravesaban, a subir y bajar pasajeros. Un recorrido largo, llegaríamos

Page 20: Yolanda Natera - Remolinos

a Esmeralda por la tarde. Una parte del camino esta-ba pavimentado, el resto era terracería, tierra suelta que volaba al paso del camión. Hacía un calor inten-so, para apaciguarlo tomaba tragos de agua y de limonada. Me entretenía mirando por la ventanilla el bordado de plantas espinosas sobre el manto desérti-co. Un paisaje antes recorrido con ojos infantiles, que permanecía igual ante mi mirada madura. Los mismos cactus, los mismos cerros. Quizá de niña veía las cosas más monumentales, más bellas u horribles. Antaño, el mezquite que había en el patio de mi casa era un tesoro que yo tenía que cuidar. Vería si todavía exis-tía aquel mezquite. Y si existía la casa. Buscaría a mi tío y a mi primo. Sabía que seguían vivos. Ellos no habían querido dejar Esmeralda. Se quedaron entre los muros antiguos de adobe y los montes vecinos, contemplando el deterioro de las minas y cuidando su criadero de chivas, que sólo las chivas sobrevivían en aquellas tierras sedientas y raquíticas.

Cuando el sol descendía, casi al final de la tarde, divisé a lo lejos el caserío de mis recuerdos. Esme-ralda. El autobús se detuvo a la orilla del pueblo. Ba-jamos algunos pasajeros. El autobús siguió adelante hacia Sierra Mojada, pueblo cercano, ahí terminaba su ruta. Tomé mi maleta y caminé por el camino polvoso, con pasos lentos, para introducirme al pueblo. Reco-nociendo sus perfiles. Aún no había estrellas ni luna.

Page 21: Yolanda Natera - Remolinos

La tarde no quería irse, parecía aferrarse al paisaje con su luz pálida. Luego habría tiempo para mirar la luna. Escuché un ruido indefinido, pero conocido antes. Miré hacia el ruido, era un remolino que se acercaba. Me afiancé en la tierra que pisaba. Podría tumbarme o sacudirme. El remolino pasó a mi lado sin tocarme. Quizá no era momento de caídas. Y seguí caminando para entrar a Esmeralda.

Page 22: Yolanda Natera - Remolinos

con un traje de 1000 ejemplaresse termino de imprimir en octubre de 2014

por Quintanilla Ediciones

plaquettescolecciónuna

de

Page 23: Yolanda Natera - Remolinos
Page 24: Yolanda Natera - Remolinos