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Gilles Lipovetsky La sociedad de la decepción Entrevista con Bertrand Richard Traducción de Antonio-Prometeo Moya EDITORIAL ANAGRAMA BARCELONA

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Gilles Lipovetsky

La sociedadde la decepciónEntrevista con Bertrand Richard

Traducción de Antonio-Prometeo Moya

EDITORIAL ANAGRAMABARCELONA

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Título de la edición original:La société de déception© Les éditions Textuel

París, 2006

Ouvrage publié avec le concours du Ministère françaischargé de la culture-Centre National du Livre

Publicado con la ayuda del Ministerio francésde Cultura-Centro Nacional del Libro

Diseño de la colección:Julio VivasIlustración: foto © DR

Primera edición: mayo 2008

© EDITORIAL ANAGRAMA, S. A., 2008Pedró de la Creu, 5808034 Barcelona

ISBN: 978-84-339-6276-8Depósito Legal: B. 18504-2008

Printed in Spain

Liberdúplex, S. L. U., ctra. BV 2249, km 7,4 - Polígono Torrentfondo08791 Sant Llorenç d’Hortons

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ÍNDICE

Prefacio, por Bertrand Richard . . . . . . . . . . 9

LA ESPIRAL DE LA DECEPCIÓN . . . . . . . . . . 15Conocemos las «culturas de la vergüen-za» y las «culturas de la culpa». Pero conel hedonismo actual, aunado con cierto«espíritu de la época» hecho de ansiedady violencia en las relaciones sociales, sepone en marcha una auténtica maqui-naria de la decepción. Los individuos seven ante exigencias contradictorias ati-zadas e histerizadas por el hiperconsu-mo. En contra de las ideas dominantes,donde más se nota la decepción es en laparte de los deseos no materiales. Expli-caciones.

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CONSAGRACIÓN Y DESENCANTO

DEMOCRÁTICOS . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 59Los comportamientos consumistas hanalcanzado la esfera política. Al mismotiempo, el éxito de la democracia libe-ral ha menguado el entusiasmo porella. De ahí una pregunta insólita: ¿noserá la democracia un bien de consumocomo cualquier otro? Gilles Lipovetskysondea a la ciudadanía hipermoderna,que es capaz de combinar el abstencio-nismo más veleidoso con la indigna-ción más sincera ante la sospecha deque se atacan los principios del derechoy la libertad. Regreso al código genéti-co de nuestras democracias.

LA ESPERANZA RECUPERADA. . . . . . . . . . . . 99El pujante movimiento de hiperconsu-mo que integra y absorbe los deseosmás potentes del género humano tras-torna todos los puntos de referenciamorales heredados, todavía operativoshace cincuenta años. De modo que lu-char frontalmente contra el capitalismoconsumista no parece sólo ineficaz, sinotambién ilusorio. Con «pasiones contrapasiones» conseguiremos mantener ale-jada la hidra consumista.

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PREFACIO

Hubo un tiempo no muy lejano en que elpesimismo finisecular de un Arthur Schopen-hauer se expresaba así: «La vida es un pénduloque oscila entre el sufrimiento y el tedio.» DesEsseintes, el célebre e inquieto héroe de À reboursde Joris-Karl Huysmans, paseaba su languidez enuna época en que el progreso había matado elsueño, en que la democracia burguesa había so-cavado la revuelta, en que los jóvenes ávidos deaventuras llegaban demasiado tarde a un mundodemasiado viejo. Ya estaba en marcha la decep-ción para quien se contentaba con tomarse unvaso de cerveza junto a la Estación del Norte envez de hacer un viaje de verdad a Londres, dema-siado fatigoso. Al caracterizar nuestra sociedadhipermoderna como «sociedad de la decepción»,¿está Gilles Lipovetsky, analista de la hipermo-dernidad, demostrando algo evidente, algo que

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tiene ya más de un siglo y continuadores actua-les, de Cioran a Houellebecq, representantes deun mismo malestar?

Evidentemente, el autor de La era del vacíono oculta que la decepción es en todo momentoese no-ser-del-todo, esa insatisfacción existen-cial que arraiga allí donde hay algo humano.Pero para añadir enseguida que la decepciónmoderna se ha radicalizado y multiplicado a unnivel desconocido en la historia de Occidente.¿Por qué? ¿Somos quizá más metafísicos y máspropensos al hastío que nuestros predecesores?Seguramente no. Más bien es que no vivimosíntegramente en el mismo mundo. La moda, elhedonismo, el nomadismo tecnológico y afecti-vo, el individualismo explorador, sostenidos yexaltados por el consumo, hilo de Ariadna de lostrabajos de Gilles Lipovetsky y su clave para in-terpretar nuestra modernidad, nos responsabili-zan de nuestra felicidad de manera creciente y almismo tiempo nos someten a unas exigenciasalgo dictatoriales que saben vendernos. Cuantomás dominamos nuestro destino individual, másposibilidades tenemos de inventar nuestra vida,más accesible nos parece la armonía y más inso-portable y frustrante nos parece su terca negativaa presentarse. Esto es el imperio de la decepción:esta libertad, vigente en todas las esferas de la vi-da humana, con fondo de rigor liberal y con la

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escatología por los suelos. De aquí la «fatiga deser uno mismo», las tasas de suicidio en alza, lasdepresiones, las adicciones de toda índole... Deesta configuración surge básicamente una ten-dencia, no tanto al cinismo cuanto a una formade pasotismo endurecido y sombrío que nos con-vierte en los niños mimados de las sociedades dela abundancia. Con tanto consumir acabaremosconsumiendo también los bienes materiales y es-pirituales que muchas otras generaciones de sereshumanos se esforzaron por conseguir. Entre elincesante despilfarro de unos y la tranquila indi-ferencia a la democracia de otros, ya no seremosdignos de las conquistas de nuestros predeceso-res. Pero en Gilles Lipovetsky no se encontraráninguna interpretación moralizante o metafísicade esta era de la decepción, sino una agude-za pascaliana para distinguir cuáles son sus com-petencias, sus ambivalencias y también sus im-previstos. Es una tentación, sin duda, sentar alultraconsumo en el banquillo por esta nuestraagresiva y decepcionante manera de entender la oposición clásica entre el materialismo malo y lasalvación por las cosas del alma y el espíritu...

Manera también de eludir el análisis concre-to de la porción de nuestra época que no es atri-buible a una sola identidad: pues ¿qué pensar,dentro de una lógica puramente despectiva de lamodernidad, de la explosión actual del volunta-

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riado y las asociaciones, por ejemplo? Y lo quehoy nos decepciona, nos dice Gilles Lipovetsky,no son forzosamente los bienes materiales. Un fri-gorífico no tiene vida y por poco que cumpla sumisión satisfactoriamente seguirá siendo él mis-mo y no decepcionará. ¿Se deberá la amargura ala comparación con las posesiones de otro? Estoya no es tan matemático y se puede sentir tantoplacer en comprar un Logan como un exquisitoJaguar. No, nos decepcionan mucho más los ser-vicios públicos, los productos culturales –siem-pre nos «decepciona» tal o cual película, tal ocual libro–, y los misterios insondables del amor,de la sexualidad, la intensidad vibratoria de nues-tras existencias, a menudo obstaculizada. Lo quenos toca lo más inmaterial, lo más específica-mente humano, eso es lo que nos hace derramarlágrimas. ¿Y cómo no sentirnos decepcionados,heridos, dolidos con nuestras laboriosas demo-cracias, cuando, pese a tener por «código genéti-co» los derechos humanos, dejan tantos sufri-mientos intactos?

Gilles Lipovetsky navega por este laberintoguardándose mucho de juzgar. Este pensador atí-pico, al margen de las guerras de ideas, al queaburren los sistemas y al que las sutilezas del pen-samiento puro dejan estupefacto, busca en loshechos los rasgos elementales de nuestra existen-cia real. En los últimos años su método ha ad-

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quirido una innegable sensibilidad a lo que frus-tra, a lo que malogra, a lo que melancoliza lavida, y eso que se le venía reprochando que eraun optimista a machamartillo. Es cierto que em-pezó a escribir, en 1983, con la voluntad de opo-nerse (para contrarrestarlas) a las escuelas de lasospecha que estaban en boga cuando estudiabafilosofía. Es cierto asimismo que este sibarita quese pasea por las ciudades observando la publicidad,a las mujeres, las modas, la variedad de compor-tamientos y placeres de unos y otros, ha pensadosiempre que en nuestras opciones y en nuestrosactos había muchísima más libertad de lo quequerrían reconocer los hermeneutas de la domi-nación. De todos modos, su trabajo ha consisti-do siempre en desenterrar los detalles a menudocontradictorios de nuestras existencias, aunquesea a costa del aparato teórico, que le trae sin cui-dado. Y ahí está el hecho de que la era del consu-mo, del «hiperconsumo», como dice él, ha modi-ficado nuestra vida infinitamente más que todaslas filosofías del siglo XX juntas. Para bien o paramal. Para bien porque, según él, en su funciona-miento hay mucho más liberalismo que en todaslas actividades de los movimientos antipublicidad,ya que, por ejemplo, nos libera de la dictadurade las marcas organizando el low cost; para mal,porque hoy todo o casi todo se juzga con esque-mas que son los del consumo: relación calidad/

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precio, satisfacción/desagrado, competición/arrin-conamiento. Y la verdad es que nada de esto noshace más felices. Pero como no podrá haber «finde la Historia», y para Gilles Lipovetsky menosque para los demás, es lícito trabajar para que lafiebre consumista, los excesos que le son propios,no sean más que una indisposición pasajera de lahumanidad.

Bertrand Richard

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LA ESPIRAL DE LA DECEPCIÓN

Gilles Lipovetsky, a juzgar por la acogida desus obras y a pesar del título de la primera, La eradel vacío, parece que lo que domina en usted es eloptimismo. Incluso se le ha reprochado que no seinterese por los problemas de la vida social actual.Sin embargo, en sus dos últimos libros, Los tiem-pos hipermodernos y La felicidad paradójica, hayun pesimismo latente, como si le inquietase pordónde va el mundo. ¿Qué piensa usted?

Quizá sea útil recordar el contexto intelec-tual en que escribí La era del vacío. A fines de losaños setenta y principios de los ochenta, el mar-xismo estaba en el centro de la palestra intelec-tual. Los problemas de la «falsa conciencia», laalienación y la manipulación estaban a la ordendel día. Siguiendo a otros investigadores o coin-cidiendo con ellos (Louis Dumont, Claude Le-

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fort, François Furet, Marcel Gauchet, Luc Ferry,Alain Renaut), estas recetas me resultaban cadavez más inútiles para comprender el funciona-miento de las sociedades desarrolladas. La relec-tura de Tocqueville desempeñó aquí un papelcrucial, puesto que permitía analizar la sociedaddemocrática e individualista como algo más queun epifenómeno sin consistencia o la expresiónpura de la economía capitalista. Así, siguiendoeste camino, me dediqué a descifrar la nueva con-figuración de las sociedades democráticas, trans-formadas en profundidad por lo que llamé «se-gunda revolución democrática».

Eso iba contra los análisis de Foucault, perotambién contra los de los situacionistas, que insis-tían en la programación tentacular de los cuerpos ylas almas.

Totalmente. Allí donde estos autores y mu-chos otros denunciaban, bajo las imposturas dela democracia liberal, el control totalitario de laexistencia, yo destacaba el nuevo lugar del indivi-duo-agente, la fuerza autonomizadora subjetivaimpulsada por la segunda modernidad, la delconsumo, el ocio, el bienestar de masas. Ya noera apropiado interpretar nuestra sociedad comouna máquina de disciplina, de control y de con-dicionamiento generalizado, mientras la vida pri-

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vada y pública parecía más libre, más abierta,más estructurada por las opciones y juicios indi-viduales. Contra las escuelas de la sospecha, quisedestacar el proceso de liberación del individuo,en relación con las imposiciones colectivas, quese concretaba en la liberación sexual, la emanci-pación de las costumbres, la ruptura del compro-miso ideológico, la vida «a la carta». El hedonis-mo de la sociedad de consumo había sacudidolos cimientos del orden autoritario, disciplinarioy moralista: La era del vacío proponía un esque-ma interpretativo de esta «corriente de aire fres-co», de esta «descrispación» –término giscardia-no–, que se observaba en las formas de vida, enla educación, en los papeles sexuales, en la rela-ción con la política. De ahí la impresión de opti-mismo que produjo este primer libro, y los quele siguieron.

En otras palabras, por oponerse a las escuelas dela sospecha sus lectores pensaron que era usted opti-mista; algunos dijeron que un defensor demasiadoingenuo de la modernidad.

Sí. El optimismo que se me atribuyó proce-día de análisis que rechazaban las cantilenas de laalienación y el control programado de la vida porel capitalismo burocrático.

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¿Fue una impresión falsa?

No, en absoluto. Pero a los lectores un pocoatentos no se les escapó que la revolución indivi-dual-narcisista no era un fenómeno totalmentepositivo. Si el optimismo a propósito de la aventu-ra democrática de la libertad era real, no lo era tan-to en relación con la felicidad de los individuos:basta leer las últimas páginas de El imperio de lo efí-mero para convencerse. Yo me he negado siemprea la denuncia apocalíptica, es demasiado fácil. Loque sean las sociedades democráticas actuales nojustifica, desde mi punto de vista, la demonizaciónde que son objeto. Yo quiero teorizar una realidadplural, polidimensional, por lo demás raramentevivida, por ejemplo por sus detractores profesiona-les, como un infierno absoluto. Nuestro universosocial nos da derecho a ser a la vez optimistas y pe-simistas. No hay contradicción: todo depende dela esfera de la realidad de que se hable.

Así pues, el cambio de acento que señaló us-ted al principio de la entrevista es real. Se explicapor dos series de fenómenos. En primer lugar, el entusiasmo liberacionista se ha esfumado: laemancipación de los individuos, ya conquistada,no hace soñar a nadie. Luego tenemos el aire dela época, caracterizado por la mundialización y laideología de la salud; es menos ligero y está cadavez más cargado de incertidumbre e inseguridad.

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El hedonismo ha perdido su estilo triunfal: de unclima progresista hemos pasado a una atmósferade ansiedad. Se tenía la sensación de que la exis-tencia se aligeraba: ahora todo vuelve a crisparsey a endurecerse. Tal es la «felicidad paradójica»:la sociedad del entretenimiento y el bienestarconvive con la intensificación de la dificultad devivir y del malestar subjetivo. Conviene recordarque yo no escribo libros de filosofía pura: yo sóloquiero explicar las lógicas que orquestan las trans-formaciones del presente social e histórico desdeuna perspectiva a largo plazo. No hay ninguna cul-tura individualista que sea inmutable, ningunasocioantropología democrática sin problemas nietapas históricas. La época ha cambiado y mis li-bros acusan este cambio.

Pero ¿se trata sólo de «felicidad paradójica»?¿No estamos de peor humor? ¿No sentimos una es-pecie de decepción permanente en este mundo mo-nopolizado por el hedonismo del Homo festivus,descrito por el llorado Philippe Muray?

Con el tema de la decepción pone usted eldedo en una profunda llaga de la vida en las so-ciedades actuales. Aprovechando la ocasión, megustaría repasar y explorar con usted este «conti-nente» de nuestro tiempo, tan importante comoinsuficientemente analizado.

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Naturalmente, como muchos otros senti-mientos, la decepción es una experiencia univer-sal. Como ser deseante cuya esencia es negar loque es –Sartre decía que el hombre no es lo quees y es lo que no es–, el hombre es un ser que es-pera y, por lo mismo, acaba conociendo la de-cepción. Deseo y decepción van juntos, y pocasveces se salva la distancia que hay entre la esperay lo real, entre el principio del placer y el princi-pio de realidad. Pero aunque la decepción formaparte de la condición humana, es preciso obser-var que la civilización moderna, individualista ydemocrática, le ha dado un peso y un relieve ex-cepcionales, un área psicológica y social sin pre-cedentes históricos. Los filósofos pesimistas delos dos últimos siglos (Schopenhauer, Cioran)niegan la posibilidad de la felicidad, ya que el deseo y la existencia sólo pueden conducir a unadecepción infinita. De Balzac a Stendhal, de Mus-set a Maupassant, de Flaubert a Céline, de Chéjova Proust, los temas del tedio, el resentimiento, lafrustración, la vida malograda, las «ilusiones per-didas», los sinsabores de la existencia recorren laliteratura moderna. ¿En qué otra época habríapodido escribirse aquella frase inmortal de Ma-llarmé: «La carne es triste, ay, y ya he leído todoslos libros»? Pero aún hay más: todo indica, inclu-so más allá del espejo de la literatura, que la edadmoderna ha contribuido a precipitar las desilu-

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siones de las clases medias, a multiplicar el núme-ro de descontentos y amargados por una realidadque no puede coincidir con los ideales democráti-cos. Se ha salvado otra etapa suplementaria, yaningún grupo social está a salvo de la catarata dedecepciones. Mientras que las sociedades tradicio-nales, que enmarcaban estrictamente los deseos ylas aspiraciones, consiguieron limitar el alcance dela decepción, las sociedades hipermodernas apa-recen como sociedades de inflación decepcionan-te. Cuando se promete la felicidad a todos y seanuncian placeres en cada esquina, la vida coti-diana es una dura prueba. Más aún cuando la«calidad de vida» en todos los ámbitos (pareja, se-xualidad, alimentación, hábitat, entorno, ocio,etc.) es hoy el nuevo horizonte de espera de losindividuos. ¿Cómo escapar a la escalada de la de-cepción en el momento del «cero defectos» gene-ralizado? Cuanto más aumentan las exigencias demayor bienestar y una vida mejor, más se ensan-chan las arterias de la frustración. Los valores he-donistas, la superoferta, los ideales psicológicos,los ríos de información, todo esto ha dado lugar aun individuo más reflexivo, más exigente, perotambién más propenso a sufrir decepciones. Des-pués de las «culturas de la vergüenza» y de las«culturas de la culpa», como las que analizó RuthBenedict, henos ahora en las culturas de la ansie-dad, la frustración y el desengaño. La sociedad

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hipermoderna se caracteriza por la multiplicacióny alta frecuencia de las decepciones, tanto en elaspecto público como en el privado. Tan cierto es que nuestra época se empeña en fotografiar sistemáticamente el estado de nuestros chascosmediante multitud de sondeos de opinión. Elcrecimiento del dominio de la decepción es con-temporáneo de la medición estadística del humorde los individuos, de la cuantificación regular deloptimismo y el desánimo de los empresarios ylos ciudadanos, de los asalariados y los consumi-dores.

Según eso, ¿no será la sociedad de la decepciónla cabeza de puente del desencanto moderno delmundo?

Efectivamente. El otro gran fenómeno enque se basa el concepto de civilización decepcio-nante es la desregulación y debilitamiento de losdispositivos de la socialización religiosa en las so-ciedades hiperindividualistas. Es sabido que lareligión no ha impedido jamás las angustias de la amargura, pero nadie negará que, en su mo-mento de preponderancia, consiguió crear un re-fugio, un puerto de acogida, un sostén sólidopara las penalidades de la existencia. Aunque lafe en Dios no desaparezca, todo indica que la re-ligión ya no tiene la misma capacidad consolado-

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ra. Sólo el 18% de los franceses cree «totalmen-te» en el cielo y el 29% en la vida eterna; sólodice rezar habitualmente el 20%; la costumbrede rezar habitualmente en la franja de los 18-24años ha bajado al 10%. Ante la decepción los in-dividuos no disponen ya de hábitos religiosos nide creencias «llaves en mano» capaces de aliviarsus dolores y resentimientos. Hoy cada cual hade buscar su propia tabla de salvación, con de-crecientes ayudas y consuelos por parte de la re-lación con lo sagrado. La sociedad hipermodernaes la que multiplica las ocasiones de experimen-tar decepción sin ofrecer ya dispositivos «institu-cionalizados» para remediarlo. Pero evitemos unmalentendido: con la idea de sociedad de la de-cepción no estoy sugiriendo una época de des-moralización infinita. Aunque abundan las frus-traciones, tampoco faltan razones para esperar.La desagradable experiencia de la desilusión sedifunde sobre el telón de fondo de una culturadesbordante de proyectos y placeres cotidianos.Cuanto más se multiplican las vivencias decep-cionantes, más numerosas son las invitaciones ano quedarse quietos y las ocasiones de distraersey gozar. Para combatir la decepción, las socieda-des tradicionales tenían el consuelo religioso; lassociedades hipermodernas utilizan de cortafuegosla incitación incesante a consumir, a gozar, acambiar. Tras las «técnicas» reguladas colectiva-

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mente por el mundo de la religión, han llegadolas «medicaciones» diversificadas y desreguladasdel universo individualista en régimen de auto-servicio.

¿Qué grandes herramientas teóricas hay paradescifrar la decepción propia de los Modernos?

En el siglo XIX hubo dos grandes pensadoresque subrayaron la expansión y la nueva fisonomíade la decepción vigente en los tiempos modernos.Para Alexis de Tocqueville, el autor de La demo-cracia en América, la abolición de las prerrogati-vas de nacimiento fomentó el deseo de elevarse,de salir de la propia condición, de adquirir sin ce-sar nuevos bienes materiales, reputación y poder:la igualdad de condiciones transformó la ambi-ción en un sentimiento universal e insaciable. Perocon la apertura de nuevas esperanzas se multipli-can las frustraciones y las envidias: los individuosse sienten heridos por las desigualdades más ni-mias, nadie soporta que el vecino tenga más queuno. Los goces materiales son numerosos, peromás lo son los sentimientos de desdicha que pro-ducen los goces ajenos. De este modo, nos diceTocqueville, el aumento de los bienes materiales,lejos de reducir el descontento de los hombres,tiende a elevarlo. Crecen la insatisfacción y lafrustración, mientras que las desigualdades pier-

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den terreno y se difunden las riquezas materiales.Por este motivo, en las sociedades igualitarias «sefrustran más a menudo las esperanzas y los de-seos, se agitan e inquietan más las almas y se agu-dizan las preocupaciones» (La democracia enAmérica, 1835-1840).

También Émile Durkheim puso de relieve elalcance de la decepción y el descontento en lasmodernas sociedades individualistas, que, a causade su movilidad y su anomia, ya no ponen lími-tes a los deseos. En las sociedades antiguas, losindividuos vivían en armonía con su condiciónsocial y no deseaban más que lo que podían es-perar legítimamente: en consecuencia, las decep-ciones y las insatisfacciones no pasaban de ciertoumbral. Muy distintas son las sociedades moder-nas, en las que los individuos ya no saben qué esposible y qué no, qué aspiraciones son legítimasy cuáles excesivas: «soñamos con lo imposible». Alno estar ya sujetos por normas sociales estrictas,los apetitos se disparan, los individuos ya no es-tán dispuestos a resignarse como antes y ya no secontentan con su suerte. Todos quieren superarla situación en que se encuentran, conocer gocesy sensaciones renovadas. Al buscar la felicidadcada vez más lejos, al exigir siempre más, el indi-viduo queda indefenso ante las amarguras delpresente y ante los sueños incumplidos: «Conti-nuamente se conciben y frustran esperanzas que

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dejan tras de sí una impresión de cansancio y de-sencanto» (El suicidio). Allí donde Tocquevilleveía el aumento de la decepción en el seno deuna sociedad que favorecía «los pequeños place-res tranquilos y permitidos», Durkheim se fija enla «enfermedad del infinito» (ibid.), que, desen-cadenada por la pérdida de autoridad de las nor-mas sociales, genera una profunda decepción.

¿Qué nos permite hoy diagnosticar el crecimien-to de la decepción?

A la escala de la historia secular de la moder-nidad, el momento actual se caracteriza por ladesutopización o la desmitificación del futuro.La modernidad triunfante se ha confundido conun desatado optimismo histórico, con una fe in-quebrantable en la marcha irreversible y conti-nua hacia una «edad de oro» prometida por la di-námica de la ciencia y la técnica, de la razón o larevolución. En esta visión progresista, el futurose concibe siempre como superior al presente, ylas grandes filosofías de la historia, de Turgot aCondorcet, de Hegel a Spencer, han partido dela idea de que la historia avanza necesariamentepara garantizar la libertad y la felicidad del géne-ro humano. Como usted sabe, las tragedias delsiglo XX, y en la actualidad, los nuevos peligrostecnológicos y ecológicos han propinado golpes

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muy serios a esta creencia en un futuro incesan-temente mejor. Estas dudas engendraron la con-cepción de la posmodernidad como desencantoideológico y pérdida de la credibilidad de los sis-temas progresistas. Dado que se prolongan las es-peras democráticas de justicia y bienestar, ennuestra época prosperan el desasosiego y el de-sengaño, la decepción y la angustia. ¿Y si el futu-ro fuera peor que el pasado? En este contexto, lacreencia de que la siguiente generación vivirámejor que la de sus padres anda de capa caída.En 2004, el 60% de los franceses se mostrabaoptimista respecto de su futuro, pero sólo el34% tenía la misma confianza en el de sus hijos.No olvidemos, sin embargo, que este pesimismono es irresistible: el 80% de los estadounidensescree que sus hijos vivirán por lo menos al mismonivel que sus padres.

Nuestra época está pues caracterizada por ladesaparición de las grandes utopías futuristas. ¿Nocree que habría que hablar, hoy más que nunca, delas «desilusiones del progreso», que decía RaymondAron?

La ciencia y la técnica alimentaban la espe-ranza de un progreso irreversible y continuo: hoydespiertan la duda y la inquietud con la destruc-ción de los grandes equilibrios ecológicos y con

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las amenazas de las industrias transgénicas. La caída del muro de Berlín y el librecambismo pla-netario debían traer crecimiento, estabilidad, re-ducción de la pobreza. El resultado ha sido, so-bre todo en África, en América Latina y otros lu-gares, el aumento de la miseria y el estallido decrisis económicas y financieras. En cuanto a larica Europa, hay paro crónico de masas y másprecariedad en los empleos. Los derechos socia-les protegían desde siempre mejor a los trabaja-dores: hoy vemos las sacudidas del Estado-pro-videncia, la reducción de la protección social, el cuestionamiento de las conquistas sociales. Sepensaba que las desigualdades se reducirían pro-gresivamente en virtud de una especie de «ten-dencia a la media» de la sociedad: pero las de-sigualdades aumentan, la movilidad social dismi-nuye, el ascensor social está averiado. Por todaspartes reaparecen los extremos y se fortalecen, en-tre los más despojados e incluso en ciertos sectoresde la clase media, con la sensación de desclasa-miento social, de fragilización del nivel de vida,de una forma nueva de marginación. La lógica del«mejor todavía» ha sido sustituida por la desorien-tación, el miedo, la decepción del «cada vez me-nos». En toda Europa crece la impresión de quelas promesas del progreso no se han cumplido. En Asia, la mundialización se recibe con confian-za en el futuro. No así en Europa, y menos en

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Francia, donde las desregulaciones liberales gene-ran descontento y decepción, miedo y a veces re-vuelta.

Usted ha escrito algo terrible en La felicidadparadójica: «Una de las ironías de la época es quelos excluidos del consumo también son una especiede hiperconsumidores.» ¿Qué conclusión hay quesacar de esto? ¿Que el consumo sobrecargado acultu-ra, castra, ahoga toda posibilidad de revuelta?

La pobreza de nuestros días no es la del pasa-do. Antaño, los desheredados lo eran casi de na-cimiento. Hoy ya no ocurre así. Todo o casitodo el mundo vive en un contexto de apremiode las necesidades y de bienestar, todo el mun-do aspira a participar en el orbe del consumo, elocio y las marcas. Todos, al menos en espíritu,nos hemos vuelto hiperconsumidores. Los edu-cados en un cosmos consumista y que no puedentener acceso a él viven su situación sintiéndo-se frustrados, humillados y fracasados. Solicitarayudas sociales, economizar lo esencial, privarsede todo, vivir con la angustia de no llegar a finde mes: aquí, la idea de decepción es sin duda in-suficiente, dado que se conjuga con vergüenza yautorreproche. La civilización del bienestar demasas ha hecho desaparecer la pobreza absoluta,pero ha aumentado la pobreza interior, la sensa-

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ción de subsistir, de sub-existir, entre quienes noparticipan en la «fiesta» consumista prometida atodos.

En cuanto a la revuelta «castrada», ya se ha-blaba de ella en los años sesenta. Marcuse decíaque el consumo había conseguido integrar a laclase obrera creando un hombre unidimensionalque no se oponía ya al orden de la sociedad ca-pitalista. Sin embargo, este análisis presenta difi-cultades. En primer lugar, vuelven las denunciasradicales del mercado y de la técnica. A conti-nuación, que la idea de ruptura revolucionaria yano es creíble, pero no por eso se ha embotado enabsoluto la capacidad de crítica social. La verdades que se ha generalizado en el conjunto de esfe-ras de la vida social. Matrimonio entre homose-xuales, la droga, las madres de alquiler, la alimenta-ción, las modalidades de consumo, los programasde televisión, el velo islámico, la construcción eu-ropea, el trabajo dominical; ¿qué dominio esca-pa ya al cuestionamiento y la disensión? Aunque la perspectiva revolucionaria no esté ya vigente, launanimidad en las opiniones no es lo que nosamenaza.

Al margen de las heridas infligidas por el sub-consumo, ¿no recibe también frontalmente el uni-verso laboral la onda expansiva de la decepción?

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No cuesta imaginar el resentimiento de losjóvenes que están inactivos durante años o quevan de miniempleo en miniempleo, de cursillo encursillo, sin acceso a la sociedad de hiperconsumoy, en definitiva, sin ganarse la propia estima. Enel otro extremo de la existencia, con el paro per-petuo de personas de más de cincuenta años, ob-servamos también mucha decepción: ¿cómo noestar amargados cuando nos sentimos «tiradosdespués de usados», cuando nos hemos vuelto«inservibles», inútiles para el mundo? Ante estolos individuos se sienten humillados y fracasadosa nivel personal, allí donde antaño estas situacio-nes se vivían como destino de clase. Hoy, el éxitoo el fracaso se remiten a la responsabilidad delindividuo. De pronto, la vida entera se nos pre-senta como un gran desbarajuste, con el sufri-miento moral de no estar a la altura de la tareade construirnos solos.

Por lo demás, ni siquiera los que tienen traba-jo están totalmente libres de desilusión. Muchosestudios señalan actualmente la presencia de «de-presiones» entre los directivos: están estresados yse han vuelto escépticos, descontentos e indife-rentes: ellos son los nuevos decepcionados de laempresa. Los que tienen título distan de ocuparpuestos a la altura de sus ambiciones. Al mismotiempo, aumenta el número de asalariados que sequejan de no ser debidamente valorados por sus

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superiores y de no ser respetados por los usuariosy los clientes. En la actualidad, la «falta de recono-cimiento» figura en segundo lugar (detrás de laspresiones por la eficacia y los resultados) comofactor de riesgo de la salud mental del individuoen el trabajo. El aumento de la decepción no deri-va mecánicamente de los despidos, las deslocaliza-ciones o la gestión estresante del potencial de cadaindividuo: arraiga igualmente en los ideales indi-vidualistas de plenitud personal, vehiculados agran escala por la sociedad de hiperconsumo. Elideal de bienestar ya no se refiere sólo a lo mate-rial: ha ganado el pulso en la propia vida profesio-nal, que debe llevar a buen término las promesasde realización personal. Ya no basta con ganarse lavida, hay que ejercer un trabajo que guste, rico encontactos, con «buen ambiente». De aquí el cre-ciente desfase entre las aspiraciones a la realizaciónde uno mismo y una realidad profesional a menu-do estresante, ofensiva o fastidiosa. A medida quese destradicionaliza, la actividad profesional sevuelve una esfera más decepcionante, aunque losasalariados no acaben de reconocerlo. Casi todosdicen que son «felices en el trabajo» y que «con-fían en la empresa», pero, mira por dónde, creenque los demás se sienten infelices e insatisfechos.

¿Diría usted que el fracaso de las filosofías mo-rales de la felicidad es más responsable de la decep-

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ción que el endurecimiento neoliberal al que se en-frentan los individuos?

Los dos fenómenos se conjugan juntos y sepotencian entre sí. La exigencia de realizarse y serfelices se intensifica incluso cuando las dificulta-des objetivas aumentan un punto. Bajo el efectode esta confluencia, la decepción es una expe-riencia que se extiende.

El neoliberalismo no es el único generador dedecepción, también tenemos el sistema escolar. Cre-ce la convicción de que la escuela ya no permite as-cender en la escala social, que los títulos ya no ga-rantizan la obtención de un empleo de calidad. Y aveces, cuando se procede de un barrio difícil, los tí-tulos ya no permiten tener empleo de ninguna clase.

La verdad es que esa idea carece de funda-mento sólido, porque los titulados tienen másoportunidades de introducirse en la vida profesio-nal que los que carecen de referencias académicas.Sin embargo, es innegable que hoy los títulos nopermiten tanto como durante la Treintena Glo-riosa [1945-1973] acceder a los empleos que seríalícito pretender. Cada vez es menos segura la con-cordancia entre el título y el nivel del empleo.Hasta los años sesenta, la escuela de la República yla prolongación de la escolaridad crearon una es-

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peranza de promoción social entre las capas me-nos favorecidas. Esta dinámica se ha encasquilla-do. El éxito escolar y la selección de élites siguenestando determinados en amplísima medida porel origen social. Sólo una pequeña fracción de hi-jos de inmigrantes consigue entrar en la universi-dad. De aquí la pérdida de confianza y las desilu-siones en relación con la escuela, que no llega oapenas llega a cumplir su papel de correctora dedesigualdades y agente de movilidad social. En labase de la escala social, muchos jóvenes se pre-guntan por qué estudiar una carrera si ésta nopermite obtener un empleo correspondiente a susesperanzas y ellos están condenados al paro y alos salarios de hambre. La institución, que anta-ño era portadora de un proyecto igualitario y depromoción social, ya no lo es. Cada año salen delsistema escolar 160.000 jóvenes sin ninguna clasede título o calificación. Entre el 20% y el 35% de los jóvenes de sexto curso no sabe leer y escri-bir bien. La probabilidad de que los niños pro-cedentes de las capas populares sean directivos escada vez menor. El problema es tan grave comoescandaloso: la escuela es hoy el centro de la de-cepción.

Una especie de «melancolía del saber», por uti-lizar la expresión del novelista Michel Rio, quehace que se mire más hacia el pasado, hacia la es-

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cuela de la Tercera República, que hacia la reformade la escuela actual.

En efecto. Pero las razones no son sólo escola-res. Antes, la escuela, pero también el ejército, laRepública, estaban a la altura del proyecto políti-co de integración nacional de las diferentes poblaciones inmigrantes. Este modelo funciona-ba, era capaz de despertar el deseo de ser francés,el orgullo de ser francés..., como mi abuelo, quellegó de Rusia. Nosotros estamos en otro plano: elsentimiento de ser parte de una nación decre-ce entre los jóvenes, mientras que aumentan losparticularismos religiosos y localistas. La máquinade integrar, de hacer que los franceses se sientanfelices de serlo, se ha averiado. ¿Cómo aislar estefenómeno de la agudización de la precariedad delempleo y de la degradación de la situación econó-mica y social? El paro de los jóvenes y de sus pa-dres crea sentimientos de injusticia y margina-ción. Los jóvenes de la periferia están en ciertomodo hiperintegrados en nuestra sociedad, por suaspiración a gozar de las ventajas de este mundo.No tienen alma de inmigrante, en absoluto: for-mados por el universo consumista, comparten sussueños. Mientras tanto viven en el infierno de unacotidianidad hecha de frustraciones: por eso unoscaen en la violencia y la delincuencia y a otros les tienta el repliegue identitario, incluso el isla-

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mismo radical, que funcionan como instrumentosde reconocimiento y afirmación de uno mismo.Caben pocas dudas al respecto: en la sociedadhiperindividualista, la integración en la comuni-dad nacional exige como condición imprescindi-ble la integración por el trabajo. Pero condiciónimprescindible no significa condición suficienteen una época en que se consolidan la negación detodas las formas de depreciación de uno mismo yla necesidad de reconocimiento público de las di-ferencias locales. Para volver a poner en marcha lamáquina integradora, harán falta, al margen delcrecimiento sostenido, políticas que tengan encuenta, de un modo u otro, la cuestión de la di-versidad etnocultural: en pocas palabras, promo-ver medidas para remediar las prácticas discrimi-natorias de que son objeto las minorías visibles enlas empresas, los medios, los partidos políticos.También hará falta, en el ámbito educativo, fo-mentar las becas y los dispositivos de sostén quepermitan a los «marginados» y a los jóvenes de fa-milias inmigrantes tener un mayor acceso a la me-jor educación. No habrá integración sin una polí-tica justa hacia las minorías visibles, sin accionesdecididas que aumenten la igualdad de oportuni-dades.

Pese a todo, ¿no es la vida privada el lugar fa-vorito de la espiral de la decepción?

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En las sociedades dominadas por la indivi-duación extrema, la esfera de la intimidad es laque sufre la decepción de manera más inmediatae intensa. Pensemos en el término «decepción»:se vincula sobre todo con la vida sentimental.Nuestras grandes desilusiones y frustraciones sonmucho más afectivas que políticas o consumistas.¿Quién no ha vivido esta torturante experiencia?El estrecho vínculo del amor con la decepción noes nada nuevo, evidentemente. Lo nuevo es lamultiplicación de las experiencias amorosas en elcurso de la vida. No es que nos desengañemosmás que antes: es que nos desengañamos más amenudo.

¿Cómo se explica que la decepción esté to-davía asociada hasta este punto a la vida senti-mental? Hay que olvidarse de ese lugar comúnque dice que las relaciones comerciales han con-seguido fagocitar todas las dimensiones de la vida,incluidos los sentimientos y el amor, una viejaidea que se encuentra ya claramente formulada enMarx. En realidad, no hay nada más inexacto: elamor no deja de celebrarse en la vida cotidiana,en las canciones, el cine, la televisión, las revistas.Si el utilitarismo comercial progresa, lo mismo leocurre a la sentimentalización del mundo. Ya nohay matrimonios por interés, sólo el amor une ala pareja; las mujeres sueñan todavía con el Prín-cipe Azul y los hombres con el amor; se sigue

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obrando de manera desinteresada con los hijos yse les quiere más que nunca. Para muchos denosotros, el amor sigue siendo la experienciamás deseable, la que mejor representa la «verda-dera vida». Los hechos están ahí: la comercializa-ción de las formas de vida no comporta en abso-luto la descalificación de los valores afectivos ydesinteresados. Lejos de ser una antigualla, la va-loración del amor es el correlato de la cultura dela autonomía individual, que rechaza las pres-cripciones colectivas que niegan el derecho a labúsqueda personal de la felicidad. Con la diná-mica individualizadora, todos quieren ser reco-nocidos, valorados, preferidos a los demás, de-seados por sí mismos y no comparados con seresanónimos e «intercambiables». Si adjudicamostanto valor al amor es, entre otras cosas, porqueresponde a las necesidades narcisistas de los indi-viduos para valorarse como personas únicas.

Pero precisamente por brillar en el firma-mento de los valores, el amor genera con fre-cuencia lacerantes decepciones. Llega un mo-mento en que deja de haber «encandilamiento»y se apagan las perfecciones y los encantos queadornaban al otro. ¿Qué idealización, qué sueñopuede durar indefinidamente entre la imperfec-ción de las personas y la repetición de los días?Poco a poco descubrimos aspectos del otro queno nos gustan y nos ofenden. El amor no es sólo

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ciego; también es frágil y fugitivo. Las personasque aman en determinado momento dejan deamar porque los sentimientos no son objetos in-mutables y las personas no evolucionan de ma-nera sincrónica. Lo que era euforia se vuelveaburrimiento o desánimo, incomprensión o irri-tación, drama con su ración de amargura y a ve-ces de odio. Las separaciones, los divorcios, losconflictos por la custodia de los hijos, la falta decomunicación íntima, las depresiones que sur-gen de ahí, todo esto ilustra las desilusiones en-gendradas por la vida sentimental. En este senti-do hay que escuchar a Rousseau: dado que elhombre es un ser incompleto, incapaz de bastar-se solo, necesita a otros para realizarse. Pero si lafelicidad depende de otros, entonces el hombreestá inevitablemente condenado a una «felicidadfrágil». Depositamos en el otro esperanzas tre-mendas, pero el otro se nos escapa, no lo posee-mos, cambia y nosotros cambiamos. Así, cadacual ve burladas sus mejores esperanzas.

Es convincente lo que dice usted del amor, perode todos modos, ¿no es patente que la lógica del con-sumo influye en la lógica de la construcción delamor? El imperativo perfeccionista, las cualidadesde las que hay que jactarse, ¿no nos transforma todoesto en «partículas» del mercado de la competenciaamorosa y sexual, como ha señalado Michel Houe-

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llebecq, entre otros? El sentimiento se mantiene, esverdad, pero su forma de expresión ¿no se ha perdi-do, o quizá debería decir modificado?

Desde la década de 1950, los mejores obser-vadores advirtieron que la vida sexual era ya unaesfera estructurada como el consumo. Podríadecirse pues, con más exactitud, que no vamosde experiencia sexual en experiencia sexual, sinode experiencia amorosa en experiencia amorosa.En cierto sentido, esta turn over [rotación] afec-tiva concuerda con la lógica de la renovaciónperpetua del hiperconsumo. Pero la vida amo-rosa no se mueve por los mismos resortes afecti-vos, ya que ahí se aloja la esperanza del «parasiempre», así como los comportamientos «desin-teresados». A pesar de todo lo que ha cambiado, larelación amorosa no es equivalente a las relacio-nes que tenemos con los servicios y las mercan-cías. En el consumo, el cambio continuo se vivecon alegría; en la vida amorosa, se vive comofracaso.

Se espera mucho del otro. ¿Quizá demasiado?

Es posible, pero no por eso hay que elogiarun ideal de vida autárquico e indiferente a losdemás. Si alguna cosa es deseable, no es prescin-dir de los demás, sino tener algo que demandar-

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les, aunque sea poco. Esto es más fácil de decirque de hacer.

Esto plantea el tema del funcionamiento de laeconomía del deseo. Antoine Compagnon, en LesCinq Paradoxes de la modernité, una reflexión cen-trada en el campo estético, dice que la modernidad haterminado por amar lo nuevo en arte no por el conte-nido que esto nuevo pueda aportar, sino por la nove-dad como tal. ¿No se reproduce esto en el campo senti-mental y sexual, en una especie de deseo sin fin?

Yo diría que no. La verdad es que el culto a lonuevo, en el dominio sexual, está en declive. En laprensa femenina hay muchos artículos alrededordel tema «ya no hay hombres». El cine y la litera-tura ya no recurren tanto a la figura de Don Juan.Se ve menos la inclinación masculina a buscaraventuras fáciles. Los jóvenes viven muy prontoen pareja. Es como si la conquista de mujeres fue-ra menos prioritario, menos identitario, en unacultura que privilegia la atención a uno mismo, larelación, la comunicación intimista. Ya no hayobsesión por la cantidad, importa mucho más lacalidad del sentimiento, el entendimiento, la com-plicidad, los proyectos compartidos con otro. Enla hora del hiperindividualismo valoramos menosla experiencia por la experiencia que lo «experien-cial», menos la «colección» que la emoción.

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¿No se vive al mismo tiempo un desencanto es-pecíficamente libidinal?

Está de moda decir que el hedonismo sexualdesenfrenado se ha vuelto una obligación terro-rista, fuente de tedio, desánimo e insatisfacción.Nadie ha conseguido pintar mejor que Houlle-becq ese clima depresivo y de decepción que haseguido a Mayo del 68. Nos explica que la diná-mica de la economía liberal se ha anexionado la vida sexual reproduciendo en ella el mismo«horror» a la frustración, la marginación y la desigualdad. Hay una parte de verdad en estecuadro: como todos vivimos rodeados de ten-taciones sexuales, lo real es forzosamente másfrustrante, en particular cuando la propia vidasexual va francamente mal. Y es más problemáti-co cuando se ha asociado la felicidad al erotismogalopante. Yo quisiera matizar un poco este en-foque tan pesimista. En primer lugar, no está nimucho menos claro que el saldo sea negativo adía de hoy. Recordemos que tres de cada cuatrofranceses afirman estar satisfechos sexualmente.En segundo lugar, el erotismo se ha vuelto másvariado, más hedonista, más libre para más per-sonas: fíjese en los homosexuales, las mujeres, losjóvenes. Y decir que los hombres están aterrori-zados porque las mujeres tienen más experienciaes una exageración: la inquietud no es perma-

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nente. No es justo decir que hay un fracaso glo-bal de la revolución sexual. La decepción libidi-nal depende de los momentos de la vida, con susaltibajos, sus golpes de suerte y sus desgracias.

¿Es pues más antropológica que social?

Lo decepcionante no es tanto la liberaciónsexual como la ausencia de vida erótica, la trans-formación de la relación en rutina, la falta decomunicación entre las personas. En este terre-no, la revolución sexual ha dado de sí todo loque podía. No se le puede pedir que garantice elorgasmo permanente a seis mil millones de indi-viduos. En las sociedades en que la sexualidad eslibre, es inevitable que haya frustraciones e insa-tisfacciones. La felicidad de los sentidos no es unasunto que afecte a ningún programa político:depende, de manera inevitable, de las atraccio-nes, las preferencias y los gustos individuales. Nose puede complacer a todo el mundo y ademásindefinidamente.

Una pregunta más en relación con la vida pri-vada y cuya importancia no hace sino crecer: ¿quérelación hay entre el consumo y la decepción?

Los primeros analistas del consumo de masasno dudaban en hablar de «maldición de la abun-

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dancia». Para estos teóricos, el paraíso de la mer-cancía produce insuficiencia y resentimiento.¿Por qué? Porque cuanto más se incita a la gentea comprar, más insatisfacciones hay: nada mássatisfacerse una necesidad, aparece otra, y este ci-clo no tiene fin. Como el mercado nos atrae sincesar con lo mejor, lo que poseemos resulta nece-sariamente decepcionante. La sociedad de consu-mo nos condena a vivir en un estado de insufi-ciencia perpetua, a desear siempre más de lo quepodemos comprar. Se nos aparta implacable-mente del estado de plenitud, se nos tiene siem-pre insatisfechos, amargados por todo lo que nopodemos permitirnos. Se ha dicho que el sistemadel consumo comercial es un poco como el tonelde las Danaides que además sabe aprovechar eldescontento y la frustración de todos.

Es también la condición de su posibilidad.

La de su reactivación sí, pero ¿comporta de-cepción por sistema? Para responder a esta pre-gunta podemos remitirnos al notable libro de Al-bert Hirschman, Bonheur privé, action publique(1983), uno de los pocos que ha puesto de mani-fiesto los diferentes potenciales de decepción enrelación con diferentes categorías de bienes co-merciales.

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