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Martín paz Julio Verne CAPÍTULO PRIMERO ESPAÑOLES Y MESTIZOS El dorado disco del sol habíase ocultado tras los elevados picos de las cordilleras; pero a través del transparente velo nocturno en que se envolvía el hermoso cielo peruano, brillaba cierta luminosidad que permitía distinguir claramente los objetos. Era la hora en que el viento bienhechor, que soplaba fuera de las viviendas, permitía vivir a la europea, y los habitantes de Lima, envueltos en sus ligeros abrigos y conversando seriamente de los más fútiles asuntos, recorrían las calles de la población. Había, pues, gran movimiento en la plaza Mayor, ese foro de la antigua Ciudad de los Reyes. Los artesanos disfrutaban de la frescura de la tarde, descansando de sus trabajos diarios, y los vendedores circulaban entre la muchedumbre, pregonando a grandes voces la excelencia de sus mercancías. Las mujeres, con el rostro cuidadosamente oculto bajo la toca, circulaban alrededor de los grupos de fumadores. Algunas señoras en traje de baile, y con su abundante cabello recogido con flores naturales, se paseaban gravemente en sus carretelas. Los indios pasaban sin levantar los ojos del suelo, no creyéndose dignos de mirar a las personas, pero conteniendo en silencio la envidia que los consumía. Los mestizos, relegados como los indios a las últimas capas sociales, exteriorizaban su descontento más ruidosamente.

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Martín Paz

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  • Martn paz

    Julio Verne

    CAPTULO PRIMERO

    ESPAOLES Y MESTIZOS

    El dorado disco del sol habase ocultado tras los elevados picos de las cordilleras;

    pero a travs del transparente velo nocturno en que se envolva el hermoso cielo peruano,

    brillaba cierta luminosidad que permita distinguir claramente los objetos.

    Era la hora en que el viento bienhechor, que soplaba fuera de las viviendas, permita

    vivir a la europea, y los habitantes de Lima, envueltos en sus ligeros abrigos y conversando

    seriamente de los ms ftiles asuntos, recorran las calles de la poblacin.

    Haba, pues, gran movimiento en la plaza Mayor, ese foro de la antigua Ciudad de los

    Reyes. Los artesanos disfrutaban de la frescura de la tarde, descansando de sus trabajos

    diarios, y los vendedores circulaban entre la muchedumbre, pregonando a grandes voces la

    excelencia de sus mercancas. Las mujeres, con el rostro cuidadosamente oculto bajo la

    toca, circulaban alrededor de los grupos de fumadores. Algunas seoras en traje de baile, y

    con su abundante cabello recogido con flores naturales, se paseaban gravemente en sus

    carretelas. Los indios pasaban sin levantar los ojos del suelo, no creyndose dignos de

    mirar a las personas, pero conteniendo en silencio la envidia que los consuma. Los

    mestizos, relegados como los indios a las ltimas capas sociales, exteriorizaban su

    descontento ms ruidosamente.

  • En cuanto a los espaoles, orgullosos descendientes de Pizarro, llevaban la cabeza

    erguida, como en el tiempo en que sus antepasados fundaron la Ciudad de los Reyes,

    envolviendo en su desprecio a los indios, a quienes haban vencido, y a los mestizos

    nacidos de sus relaciones con los indgenas del Nuevo Mundo. Los indios, como todas las

    razas reducidas a la servidumbre, slo pensaban en romper sus cadenas, confundiendo en

    su profunda aversin a los vencedores del antiguo Imperio de los incas y a los mestizos,

    especie de clase media orgullosa e insolente.

    Los mestizos, que eran espaoles por el desprecio con que miraban a los indios, e

    indios por el odio que profesaban a los espaoles, se consuman entre estos dos

    sentimientos igualmente vivos.

    Cerca de la hermosa fuente levantada en medio de la plaza Mayor, haba un grupo de

    jvenes, todos mestizos, que, envueltos en sus ponchos, como manta de algodn de

    cuadros, larga y perforada con una abertura que da paso a la cabeza, vestidos con anchos

    pantalones rayados de mil colores, y cubiertos con sombreros de anchas alas hechos de

    paja de Guayaquil, hablaban, gritaban y gesticulaban.

    - Tienes razn, Andrs deca un hombrecillo muy obsequioso, llamado Milflores.

    Este Milflores era una especie de parsito que padeca Andrs Certa, joven mestizo,

    hijo de un rico mercader que haba cado muerto en uno de los ltimos motines

    promovidos por el conspirador Lafuente. Andrs Certa haba heredado un gran caudal, que

    derrochaba en obsequio de sus amigos, de quienes, a cambio de sus puados de oro, slo

    exiga complacencias.

    - Los cambios de poder, los pronunciamientos eternos, para qu sirven? - pregunt

    Andrs en alta voz -. Si aqu no reina la igualdad, poco importa que gobierne Gambarra o

    Santa Cruz.

    - Bien dicho, bien dicho! exclam el pequeo Milflores, quien con gobierno

    igualitario o sin l jams habra podido ser igual a un hombre de talento.

    - Cmo! aadi Andrs Certa -. Yo, hijo de un negociante, no podr tener carroza

    sino tirada por mulas? No han trado mis buques la riqueza y la prosperidad a este pas?

    Es que la aristocracia del dinero no vale tanto como la de la sangre que ostenta sus vanos

    ttulos en Espaa?

  • - Es una vergenza! respondi un joven mestizo -. Vean ustedes, ah pasa don

    Fernando en su carruaje tirado por dos caballos. Don Fernando de Aguillo! Apenas tiene

    con qu mantener a su cochero y se pavonea orgullosamente por la plaza. Bueno; ah

    viene otro, el marqus de Vegal!

    Una magnfica carroza desembocaba en aquel momento en la plaza Mayor: era la del

    marqus de Vegal, caballero de Alcntara, de Malta y de Carlos III, que iba slo al paseo

    por aburrimiento y no por ostentacin. Abismado en profundos pensamientos, ni siquiera

    oy las reflexiones que la envidia sugera a los mestizos, cuando sus cuatro caballos se

    abrieron paso a travs de la multitud.

    - Odio a ese hombre! dijo Andrs Certa.

    - No ser por mucho tiempo! respondi uno de los jvenes.

    - No, porque a todos esos nobles va a conclurseles pronto el lujo, y hasta puedo decir

    a dnde van a parar su vajilla y las joyas de la familia.

    - Efectivamente, t debes saber algo, porque frecuentas la casa del judo Samuel, en

    cuyos libros de cuentas se inscriben los crditos aristocrticos, como se amontonan en sus

    cofres los restos de esas grandes riquezas; cuando todos los espaoles sean unos mendigos

    como su Csar de Bazn, llegar la nuestra.

    - La tuya, sobre todo, Andrs, cuando te encarames sobre tus millones - respondi

    Milflores-. Y ahora ests a punto de duplicar tu capital A propsito: cundo te casas

    con la hija del viejo Samuel, esa hermosa limea que no tiene de juda ms que su nombre

    de Sara?

    - Dentro de un mes respondi Andrs Certa -, en cuya fecha ser mi caudal el

    mayor de todo el Per.

    - Pero pregunt uno de los jvenes mestizos -, por qu no has elegido por esposa a

    una espaola de alto rango?

    - Porque desprecio tanto como aborrezco esa clase de gente.

    Andrs Certa no quera confesar que haba sido desdeado por varias familias nobles

    en las que haba tratado de introducirse.

    En aquel momento recibi un fuerte empujn de un hombre de elevada estatura y

    algo canoso, cuya corpulencia haca suponer que tena gran fuerza muscular.

  • Aquel hombre, que era un indio de las montaas, vesta chaqueta parda, debajo de la

    cual se vea una camisa de gruesa tela y cuello alto que no ocultaba por completo su pecho

    velludo; su calzn corto, rayado de listas verdes, se una por medio de ligas rojas a unas

    medias de color de tierra; calzaba sandalias de piel de vaca e iba tocado con sombrero

    puntiagudo, bajo el cual brillaban grandes pendientes.

    Despus de haber tropezado con Andrs Certa, lo mir fijamente.

    - Miserable indio! exclam el mestizo, alzando el brazo en actitud amenazadora.

    Sus compaeros lo detuvieron.

    -Andrs, Andrs, ten cuidado!- exclam Milflores.

    - Atreverse a empujarme un vil esclavo!

    - Es el Zambo, un loco.

    El Zambo continu mirando al mestizo, a quien haba empujado intencionadamente;

    pero ste, que no poda contener su clera, sac un pual que llevaba en el cinturn, e iba a

    precipitarse sobre su agresor, cuando reson en medio del tumulto un grito gutural y el

    Zambo desapareci.

    - Brutal y cobarde murmur Andrs Certa.

    - No te precipites aconsej Milflores y salgamos de la plaza. Las limeas se

    muestran aqu muy orgullosas.

    Luego, el grupo de jvenes se dirigi al centro de la plaza.

    El sol haba desaparecido ya en el horizonte, y las limeas, con el rostro oculto bajo

    el manto, continuaban discurriendo por la plaza Mayor, que estaba todava muy animada.

    Los guardias a caballo, apostados delante del prtico central del palacio del virrey,

    situado al norte de la plaza, hacan grandes esfuerzos para mantenerse en su puesto en

    medio de aquella multitud bulliciosa. Pareca que los industriales ms diversos se haban

    dado cita en aquella plaza, convertida en inmenso bazar de objetos de toda especie. El piso

    bajo del palacio del virrey y el prtico de la catedral, ocupados por un sinnmero de

    tiendas, hacan de aquel conjunto un mercado inmenso, abierto a todos los productos

    tropicales.

    En medio del ruido de la muchedumbre reson el toque de oraciones del campanario

    de la catedral, e inmediatamente ces el bullicio, sucediendo a los grandes clamores el

  • murmullo de la oracin. Las mujeres cesaron de pasear y se pusieron a desgranar el

    rosario.

    Y, mientras todos los transentes acortaban el paso o se detenan, inclinando la

    cabeza para orar, una anciana, que acompaaba a una joven, pugnaba por abrirse paso entre

    la multitud, provocando grandes protestas.

    La joven, al or las increpaciones que se les dirigan por perturbar el rezo de las

    personas piadosas, quiso detenerse; pero la duea la oblig a seguir.

    - Hija del demonio! murmuraron cerca de ella.

    - Quin es esa condenada bailarina?

    - Es una pelandusca.

    La joven se detuvo confusa.

    Un arriero acababa de ponerle de pronto la mano en el hombro para obligarla a

    arrodillarse; pero en aquel momento, un brazo vigoroso lo ech a rodar por tierra. A esta

    escena, rpida como un relmpago, sigui un momento de confusin.

    - Huya usted, seorita le aconsej una voz suave y respetuosa a la joven.

    sta, plida de terror, volviese y vio un joven indio, de elevada estatura, que, con los

    brazos cruzados, esperaba a pie firme a su adversario.

    - Por mi alma, estamos perdidas exclam la duea, arrastrando consigo a la joven.

    El arriero, maltrecho a consecuencia de la cada, se levant; pero no creyendo

    prudente pedir cuentas a un adversario tan vigoroso y resuelto como pareca ser el joven

    indio, dirigise a donde estaban sus mulas, murmurando intiles amenazas.

  • CAPTULO II

    LIMA Y LAS LIMEAS

    La ciudad de Lima est situada en un rincn del valle del Rimac, y a nueve leguas de

    su embocadura. Las primeras ondulaciones del terreno, que forman parte de la gran

    cordillera de los Andes, comienzan al Norte y al Este. El valle est formado por las

    montaas de San Cristbal y de los Amancaes. Estas montaas se levantan detrs de Lima

    y terminan en sus arrabales. La ciudad, que se encuentra en un lado del ro, se comunica

    con el arrabal de San Lorenzo, que est en la orilla opuesta, por un puente de cinco arcos,

    cuyos pilares anteriores oponen a la corriente su arista triangular.

    Los posteriores ofrecen bancos a los paseantes en los que se sientan los desocupados

    en las tardes de verano, para contemplar desde all una hermosa cascada.

    La ciudad tiene dos millas de longitud de Este a Oeste, y milla y cuarto de anchura,

    desde el puente hasta las murallas. stas, de doce pies de altura y diez de espesor en su

    base, estn construidas con ladrillos secados al sol, formados de tierra arcillosa, mezclada

    con paja machacada, capaces de resistir los temblores de tierra, bastante frecuentes en

    aquel pas. El recinto tiene siete puertas y tres postigos y termina en el extremo sudeste por

    la pequea ciudadela de Santa Catalina.

    Tal es la antigua Ciudad de los Reyes, que el conquistador Pizarro fund el da de la

    Epifana del Seor de 1534. Desde entonces ha sido y contina siendo teatro de

    revoluciones, siempre renacientes. Lima fue en otro tiempo el principal depsito del

    comercio de Amrica en el ocano Pacfico, gracias a su puerto del Callao, construido en

    1779 de un modo singular. Se hizo encallar en la playa un viejo navo de gran tamao lleno

    de piedras, de arena y de restos de toda especie, y en torno de aquel casco se clavaron en la

    arena estacadas de manglares enviadas de Guayaquil e inalterables al agua, formndose as

    una base indestructible, sobre la que se levant el muelle del Callao.

    El clima, ms templado y suave que el de Cartagena o Baha, situadas en la costa

    opuesta de Amrica, hace de Lima una de las ciudades ms agradables del Nuevo Mundo.

    El viento tiene all dos direcciones invernales: o sopla del Sudoeste y se refresca al

  • atravesar el ocano Pacfico, o sopla del Sudeste, refrescando el ambiente con la frescura

    que ha recogido en los helados picachos de las cordilleras.

    En las latitudes tropicales son puras y hermosas las noches, durante las cuales

    desciende el benfico roco que fecunda el suelo, expuesto a los rayos de un cielo sin

    nubes. As, cuando el sol desaparece tras el horizonte, los habitantes de Lima se congregan

    en las casas, refrescadas por la oscuridad, quedando en seguida desiertas las calles, y

    apenas si algn caf o taberna es visitado por los bebedores de aguardiente o de cerveza.

    La noche en que comienza la accin de este relato, la joven, seguida por la duea,

    lleg sin dificultad ninguna al puente del Rimac, prestando atencin al menor ruido cuya

    naturaleza no le permita distinguir su emocin, pero slo oy las campanillas de una recua

    de mulas o el silbido de un indio.

    Aquella joven, llamada Sara, volva a casa de su padre, el judo Samuel. Vesta falda

    de color oscuro con pliegues medio elsticos y muy estrechos por abajo, lo que la obligaba

    a dar pasos muy menudos con esa gracia delicada, particular de las limeas. Aquella saya,

    guarnecida de encaje y de flores, iba en parte cubierta por un manto de seda que suba

    hasta la cabeza, cubrindola con un capuchn. Bajo el gracioso vestido aparecan medias

    finsimas y zapatitos de raso; rodeaban los brazos de la joven brazaletes de gran valor, y

    toda su persona tena ese poderoso atractivo a que en Espaa se da el nombre de donaire.

    Milflores haba estado acertado al decir que la novia de Andrs Certa no deba tener

    de juda ms que el nombre, porque era el tipo exacto de las admirables seoras cuya

    hermosura es superior a toda alabanza.

    La duea, vieja juda en cuyo rostro se reflejaban la avaricia y la codicia, era una fiel

    sirvienta de Samuel, que apreciaba sus servicios en su justo valor y los pagaba con

    equidad.

    Al llegar las dos mujeres al arrabal de San Lorenzo, un hombre con hbito de fraile,

    que llevaba la cabeza cubierta con la cogulla, pas al lado de ellas, mirndolas con

    atencin. Aquel hombre, de gran estatura, tena uno de esos semblantes apacibles que

    respiran calma y bondad. Era el padre Joaqun de Camarones, y al pasar dirigi una sonrisa

    de inteligencia a Sara, que mir a su sirvienta, despus de hacer al fraile una cariosa seal

    con la mano.

  • - Muy bien, seorita dijo la anciana con voz spera -, cmo, despus de haber sido

    insultada por los hijos de Cristo, se atreve usted a saludar a un clrigo? Es que hemos de

    verla a usted algn da, con el rosario en la mano, practicar las ceremonias de la Iglesia

    Catlica?

    Las ceremonias de la Iglesia eran la ocupacin principal de las limeas, las cuales las

    seguan con ferviente devocin.

    - Hace suposiciones extraas respondi la joven, ruborizndose.

    - Extraas como la conducta de usted. Qu dira mi amo Samuel si se enterara de lo

    que ha ocurrido esta noche?

    - Soy, acaso, culpable de que un arriero brutal me haya insultado?

    - Yo me entiendo, seorita dijo la vieja, moviendo la cabeza -, y no hablo del

    arriero.

    - Entonces, aquel joven hizo mal al defenderme contra las injurias del populacho?

    - Es la primera vez que encontramos a ese indio en nuestro camino? - pregunt la

    duea.

    Afortunadamente, la joven tena en aquel momento el rostro cubierto con la mano,

    porque, de otro modo, la oscuridad no habra sido suficiente para ocultar la turbacin de su

    semblante a la mirada investigadora de la vieja sirvienta.

    - Dejemos al indio donde est repuso sta -. Mi obligacin es vigilar la conducta de

    usted, y de lo que me quejo es de que, por no molestar a los cristianos, quiso usted

    detenerse hasta que ellos hubieran hecho su oracin y hasta ha experimentado usted deseos

    de arrodillarse como ellos. Ah, seorita! Su padre de usted me despedira tan pronto como

    supiera que he permitido semejante apostasa.

    Pero la joven no la escuchaba. La observacin de la vieja respecto al joven indio,

    haba trado a su memoria pensamientos ms agradables. Crea que la intervencin del

    joven haba sido providencial y habase vuelto muchas veces para ver si la segua. Sara

    tena en el corazn cierta audacia que le sentaba perfectamente. Orgullosa como espaola,

    si se haban fijado sus ojos en aquel hombre, era porque aquel hombre era altivo y no haba

    solicitado una mirada como premio de su proteccin.

  • Al suponer que el indio la haba seguido con la vista, Sara no se haba equivocado.

    Martn Paz, despus de haberla socorrido, quiso asegurar la retirada y, cuando el grupo de

    gente se dispers, se puso en seguimientos sin que ella lo advirtiese.

    Martn Paz era un hermoso joven, que vesta el traje nacional del indio de las

    montaas; de su sombrero de paja, de anchas alas, escapbase una hermosa cabellera

    negra, que contrastaba con el tono cobrizo de su rostro. Sus ojos brillaban con dulzura

    infinita, y su boca y su nariz eran correctas, cosa rara en los hombres de su raza. Era uno de

    los ms valerosos descendientes de Manco Capac, y por sus venas deba correr sangre

    ardorosa, que le impulsaba a la realizacin de grandes hazaas.

    Vesta, con aire marcial, poncho de colores brillantes y en la cintura llevaba uno de

    esos puales aztecas, terribles en una mano ejercitada, porque parece que forman una sola

    pieza con el brazo que los maneja. En el norte de Amrica, a las orillas del lago Ontario,

    aquel indio habra sido jefe de una de las tribus errantes que tan heroicamente lucharon con

    los ingleses.

    Martn Paz saba que Sara era hija de Samuel el judo y novia del opulento mestizo

    Andrs Certa; pero saba tambin que, por su nacimiento, posicin y riquezas, no podan

    casarse, aunque olvidaba todos estos imposibles para seguir los impulsos de su corazn

    hacia ella.

    Abismado en sus reflexiones, apresuraba la marcha, cuando se acercaron a l dos

    indios que lo detuvieron.

    - Martn Paz le dijo uno de ellos -, no vas a volver esta noche a las montaas

    donde estn nuestros hermanos?

    - Cierto respondi framente el indio.

    - La goleta Anunciacin se ha dejado ver a la altura del Callao, ha dado algunas

    bordadas, y despus, protegida por la punta, ha desaparecido. Seguramente se habr

    acercado a tierra, hacia la embocadura del Rimac, y ser conveniente que nuestras canoas

    vayan a aligerarla de sus mercancas. Es preciso que ests all.

    - Martn Paz har lo que deba hacer.

    - Te hablamos en nombre del Zambo.

    - Y yo respondo en el mo.

  • - No temes que le parezca inexplicable tu presencia en el arrabal de San Lzaro a

    estas horas?

    - Estoy donde me place.

    - Delante de la casa del judo?

    - Los que no crean buena mi conducta, me hallarn esta noche en la montaa.

    Los ojos de aquellos tres hombres lanzaron chispas.

    Los indios enmudecieron y volvieron a la orilla del Rimac, perdindose el ruido de

    sus pasos en la oscuridad.

    Martn Paz habase acercado apresuradamente a la casa del judo, casa que, como

    todas las de Lima, tena un solo piso, construido de ladrillos y techado con caas unidas

    entre s y cubiertas de yeso. Todo el edificio, dispuesto para resistir los temblores de tierra,

    imitaba por medio de una hbil pintura los ladrillos de las primeras hiladas; y el techo, de

    figura cuadrada, estaba cubierto de flores, formando una azotea llena de perfumes.

    Se llegaba al patio penetrando por una gran puerta cochera, situada entre dos

    pabellones, que, como era costumbre, no tenan ninguna ventana que se abriese a la calle.

    Daban las once en la iglesia parroquial, cuando Martn Paz se detuvo frente a la casa

    de Sara, en cuyas inmediaciones reinaba un profundo silencio.

    Por qu permaneca inmvil el indio delante de aquellas paredes? Era que una

    sombra blanca haba aparecido en la azotea, entre las flores, a las que la oscuridad de la

    noche daba una forma vaga sin quitarles su perfume.

    Martn Paz levant las dos manos involuntariamente y las cruz sobre su pecho.

    La sombra blanca desapareci como asustada.

    Martn Paz se volvi y se encontr frente a Andrs Certa.

    - Desde cundo pasan la noche los indios en contemplacin? pregunt iracundo

    Andrs Certa.

    - Desde que los indios pisan el suelo de sus antepasados respondi Martn Paz.

    Andrs Certa avanz hacia su rival, que permaneca inmvil.

    - Miserable! Me dejars libre el sitio?

    - No contest Martn Paz.

    Y, dicho esto, ambos adversarios sacaron a relucir los puales.

    Los contendientes eran de igual estatura y parecan de igual fuerza.

  • Andrs Certa levant rpidamente su brazo, dejndolo caer ms rpidamente an. Su

    pual haba encontrado el pual azteca del indio y rod en seguida a tierra, herido en el

    hombro.

    - Socorro, socorro! grit.

    Se abri la puerta de la casa del judo y acudieron varios mestizos de una casa

    inmediata, algunos de los cuales persiguieron al indio, que hua rpidamente, mientras los

    otros levantaron al herido.

    - Quin es este hombre? pregunt uno de ellos -. Si es marino, llevmoslo al

    hospital del Espritu Santo; y si es indio, al hospital de Santa Ana.

    En aquel momento acercase un anciano al herido, y apenas lo hubo mirado, exclam:

    - Lleven a este joven a mi casa! Vaya una desgracia extraa!

    Aquel anciano no era otro que el judo Samuel, quien acababa de reconocer en el

    herido al novio de su hija.

    Mientras tanto, Martn Paz corra con toda la rapidez que sus robustas piernas le

    permitan, confiando en poder librarse de sus perseguidores merced a su ligereza y a la

    oscuridad de la noche. Le iba en ello la vida. Si hubiera podido llegar al campo, se habra

    encontrado seguro; pero las puertas de la ciudad, que se cerraban a las once, no volvan a

    abrirse hasta las cuatro de la maana siguiente.

    Al llegar al puente de piedra, los mestizos y algunos soldados que iban en su

    persecucin estaban ya a punto de alcanzarlo, cuando una patrulla desemboc por el

    extremo opuesto. Martn Paz, no pudiendo adelantar ni retroceder, subi al parapeto y se

    lanz a la corriente del ro, que se deslizaba sobre un lecho de piedra.

    Los perseguidores abandonaron el puente y corrieron hacia las orillas del ro para

    apoderarse del fugitivo en el momento en que saliera a tierra; pero fue intil; Martn Paz no

    volvi a aparecer.

  • CAPTULO III

    POR SEGUIR A UNA MUJER

    Cuando Andrs Certa, que fue conducido a la casa de Samuel y acostado en una

    cama preparada a toda prisa, recobr los sentidos, estrech la mano del viejo judo.

    El mdico, avisado por un criado, no tard en presentarse.

    La herida era leve; el hombro del mestizo haba sido atravesado de tal modo por el

    pual de su adversario que el acero slo haba penetrado entre la piel y la carne. Andrs

    Certa no deba tardar muchos das en poder abandonar el lecho.

    Cuando Samuel y Andrs Certa se encontraron solos, dijo ste:

    - Quiere usted hacerme el favor de cerrar la puerta que conduce a la azotea, maese

    Samuel?

    - Pues qu teme? pregunt el judo.

    - Temo que Sara vuelva a mostrarse a la contemplacin de los indios. No es un ladrn

    el que me ha atacado, sino un rival de quien me he librado milagrosamente.

    - Ah! Por las santas tablas de la ley exclam el judo usted se engaa! Sara ser

    una esposa perfecta, que mantendr inclume su honor.

    - Maese Samuel repuso el herido, incorporndose sobre el lecho -, usted no

    recuerda que le pago la mano de Sara en cien mil duros.

    - Andrs Certa exclam el judo con cierta sonrisita de avaro -, lo recuerdo tanto

    que estoy dispuesto a cambiar este recibo por dinero contante y sonante y, al decir esto,

    Samuel sac de su cartera un papel que Andrs Certa rechaz con la mano.

    - No existe trato entre nosotros mientras Sara no sea mi esposa, y no lo ser jams si

    he de verme obligado a disputrsela a semejante rival. Usted sabe, maese Samuel, cul es

    mi propsito. Me caso con Sara para igualarme a toda esa nobleza, que no tiene para m

    sino miradas de desprecio.

    - Y se igualar usted, Andrs Certa, porque, una vez casado, ver a los ms or-

    gullosos espaoles acudir apresuradamente a sus salones.

    - Dnde ha ido Sara esta noche?

  • - A orar al templo israelita, con la vieja Ammon.

    - Por qu la obliga usted a seguir sus ritos religiosos?

    - Soy judo replic Samuel y Sara no sera mi hija si no cumpliera los deberes de

    mi religin.

    El judo Samuel era un infame, que traficaba con todo y en todas partes, como

    descendiente en lnea recta de aquel Judas que entreg a su maestro por treinta dineros.

    Haca ya diez aos que se haba instalado en Lima, fijando su morada, por gusto y por

    clculo, en el extremo del arrabal de san Lzaro, donde con mayor facilidad poda

    dedicarse a sus vergonzosas especulaciones. Despus, poco a poco, fue ostentando gran

    lujo, a cuyo efecto haba montado su casa suntuosamente, contratado numerosos criados y

    adquirido brillantes carrozas, que inducan a creer que posea riquezas inmensas.

    Cuando Samuel fue a establecerse a Lima, Sara slo tena ocho aos de edad. Nia

    graciosa y bella, agradaba a todos y pareca ser el dolo del judo. Algunos aos despus,

    su hermosura atraa todas las miradas, y el mestizo Andrs Certa se enamor de ella. Lo

    que pareca inexplicable era que hubiese ofrecido cien mil duros por la mano de Sara, pero

    aquel contrato era secreto.

    Por lo dems, Samuel traficaba no slo con los productos indgenas, sino con los

    sentimientos, y banquero, prestamista, mercader y armador, tena el talento de hacer

    negocios con todo el mundo. La goleta Anunciacin, que aquella noche deba atracar junto

    a la embocadura del Rimac, perteneca al judo Samuel.

    ste, a pesar del mucho tiempo que dedicaba a los negocios, no dejaba de cumplir,

    por obstinacin tradicional, todos los ritos de su religin con supersticin religiosa, y su

    hija haba sido cuidadosamente instruida en las prcticas israelitas.

    As, cuando hablando con el mestizo, ste le manifest su disgusto respecto a este

    punto, el anciano permaneci mudo y pensativo. Andrs Certa fue quien rompi el

    silencio, diciendo:

    - Olvida que el motivo que me mueve a casarme con Sara, la obligar a convertirse al

    catolicismo.

    - Tiene razn respondi Samuel, entristecido -; pero juro por la Biblia que Sara ser

    juda mientras sea mi hija.

    En aquel momento se abri la puerta de la habitacin dando paso al mayordomo.

  • - Han capturado al asesino? pregunt Samuel.

    - Todo induce a creer que ha muerto respondi el interpelado.

    - Muerto! exclam Andrs Certa, con manifiesta alegra.

    - Vindose entre nosotros, que le bamos a los alcances, y una partida de soldados

    que vena de la ciudad, se ha arrojado al Rimac por el parapeto del puente.

    - Pero quin te asegura que no ha podido salir a la orilla? pregunt Samuel.

    - La mucha nieve derretida que desciende de las montaas ha aumentado la corriente

    del ro, hasta convertirlo en un torrente en aquel paraje respondi el mayordomo -.

    Adems, nos hemos apostado en las dos orillas, y el fugitivo no ha vuelto a aparecer, y he

    puesto centinelas en las orillas del Rimac, con orden de que pasen toda la noche vigilando.

    - Bien dijo el anciano - : se ha hecho justicia a s mismo. Lo habis conocido en su

    fuga?

    - Perfectamente, era Martn Paz, el indio de las montaas.

    - Acaso ese hombre segua a Sara desde hace algn tiempo? pregunt el judo.

    - Lo ignoro respondi la duea -; pero cuando los gritos de los criados me han

    despertado, he corrido a la habitacin de la seorita, y la he encontrado casi sin sentido.

    - Contina dijo Samuel.

    - A mis reiteradas preguntas respecto a la causa de su malestar, no ha querido

    responder, se ha acostado sin aceptar mis servicios y me ha mandado retirar.

    - Ese indio, la segua con frecuencia?

    - No puedo asegurarlo, seor. Sin embargo, lo he encontrado muchas veces en las

    calles del arrabal de San Lzaro, y esta noche ha socorrido a la seorita en la plaza Mayor.

    - Que la ha socorrido? Cmo?

    La vieja refiri lo ocurrido.

    - Ah! Mi hija quera arrodillarse entre los cristianos, y yo ignoraba todo eso! T

    quieres que te despida?

    - Seor, perdneme usted.

    - Mrchate repuso con acritud el anciano.

    La duea sali de la estancia.

    - Ya ve usted que es necesario casarnos al momento dijo Andrs Certa; pero

    necesito descansar, y le ruego que ahora me deje solo.

  • Al or esto, el anciano se retir lentamente; pero antes de volver a su cuarto, quiso

    cerciorarse del estado de su hija, y entr sin hacer ruido en la habitacin de Sara, que

    dorma con sueo agitado entre las cortinas de seda desplegadas a su alrededor.

    Una lmpara de alabastro, suspendida del techo pintado de arabescos, esparca una

    suave luz en el aposento, y la ventana, entreabierta, dejaba pasar al travs de las persianas

    corridas la frescura del aire, impregnado de los perfumes penetrantes de los loes y de las

    magnolias.

    Los mil objetos de arte y de exquisito gusto que haba esparcidos sobre los muebles,

    preciosamente esculpidos, de la habitacin, revelaban a los vagos resplandores de la noche

    el gusto criollo. Pareca que el alma de la joven jugaba con aquellas maravillas.

    El anciano acercse al lecho de Sara y se inclin sobre ella para contemplar su sueo.

    La joven juda pareca atormentada por un sentimiento doloroso, que le hizo exhalar un

    suspiro, despus de lo cual murmuraron sus labios el nombre de Martn Paz.

    Samuel volvi a su aposento.

    Cuando, transcurridas algunas horas, la aurora abri al sol las puertas del oriente,

    Sara se levant a toda prisa, y Liberto, indio negro, su servidor especial, acudi a recibir

    sus rdenes, e inmediatamente ensill una mula para su ama y un caballo para l.

    Sara acostumbraba pasear por las montaas, seguida de un criado, que le era muy

    adicto.

    Se visti una saya de color pardo y un manto de cachemira de gruesas bellotas;

    psose en la cabeza un sombrero de paja de alas anchas, dejando flotar sobre la espalda sus

    grandes trenzas negras, y, para mejor disimular su turbacin, se coloc un cigarrillo de

    tabaco perfumado entre los labios.

    Jinete ya sobre la mula, Sara sali de la ciudad y ech a correr por el campo con

    direccin al Callao. El puerto estaba muy animado; los guardacostas haban estado

    batallando toda la noche con la goleta Anunciacin, cuyas maniobras indecisas revelaban

    el propsito de cometer algn fraude. La Anunciacin pareca que haba esperado algunas

    embarcaciones sospechosas hacia la embocadura del Rimac; pero antes de que stas

    llegasen a ella, haba huido, burlando la persecucin de las chalupas del puerto.

    Circulaban diversos rumores respecto al destino de aquella goleta, que, segn unos,

    iba cargada de tropas de Colombia, encargadas de apoderarse de los principales buques del

  • Callao, para vengar la afrenta inferida a los soldados de Bolvar, expulsados

    vergonzosamente del Per.

    Segn otros, la goleta se ocupaba nicamente en el contrabando de lanas de Europa.

    Sara, sin prestar atencin a estas noticias, ms o menos ciertas, porque su paseo al

    puerto no haba sido ms que un pretexto, regres a Lima, lleg cerca de las orillas del

    Rimac y subi costeando el ro hasta el puente, donde haba numerosos grupos de soldados

    y mestizos, apostados en diversos puntos.

    Liberto haba referido a la joven los sucesos ocurridos durante la noche anterior, y

    por orden suya interrog a varios soldados que estaban inclinados sobre el parapeto, por

    quienes supo no solamente que Martn Paz se haba ahogado, sino que no se haba podido

    encontrar su cadver.

    Sara, prxima a desmayarse, se vio precisada a hacer un poderoso esfuerzo de

    voluntad para no abandonarse a su dolor.

    Entre las personas que estaban a la orilla del ro, vio a un indio de fisonoma feroz,

    que pareca dominado por la desesperacin. Este indio era el Zambo.

    Sara, al pasar cerca del viejo montas, oy estas palabras:

    - Desgracia! Desgracia! Han matado al hijo de Zambo, han matado a mi hijo!

    La joven levant la cabeza, indic por seas a Liberto que la siguiera, y, sin cuidarse

    de si la vea o no, se dirigi a la iglesia de Santa Ana, dej su cabalgadura al indio, entr en

    el templo cristiano, pregunt por el padre Joaqun, y, arrodillndose sobre las losas de

    piedra, encomend a Dios el alma de Martn Paz.

  • CAPTULO IV

    EL NOBLE ESPAOL

    Cualquier otro que no hubiera sido Martn Paz, habra perecido en las aguas del

    Rimac; pero l, que estaba dotado de una insuperable fuerza de voluntad y de una

    extraordinaria sangre fra, cualidades propias de todos los indios libres del Nuevo Mundo,

    logr salvarse de la muerte, aunque no sin gran esfuerzo.

    Martn Paz saba que los soldados agotaran todos sus recursos para prenderle debajo

    del puente, donde la corriente era casi inevitable; pero cortndola vigorosamente por

    esfuerzos repetidos, lleg a dominarla y, hallando menos resistencia en las capas inferiores

    del agua, logr llegar a la orilla y ocultarse detrs de una espesura de manglares.

    Pero una vez fuera del agua, qu resolucin podra tomar que no lo comprometiera?

    Si los soldados que lo perseguan cambiaban de opinin y suban por la orilla arriba,

    Martn Paz sera infaliblemente capturado; pero como l no era hombre que tardara mucho

    en adoptar una resolucin, decidi en seguida entrar en la ciudad y ocultarse en ella.

    Para evitar que lo viesen los paseantes que haban demorado el regreso a sus casas,

    Martn Paz sigui una de las calles ms anchas; pero al entrar en ella, le pareci que lo

    espiaban, y no pudiendo detenerse a reflexionar, mir en torno suyo, buscando un refugio.

    Sus ojos se fijaron en una casa todava brillantemente iluminada, y cuya puerta cochera

    estaba abierta para dar paso a los coches que salan del patio y llevaban a sus diferentes

    domicilios a las eminencias de la aristocracia espaola.

    Martn Paz se introdujo sin ser visto en aquella casa, y apenas hubo entrado se ce-

    rraron sus puertas. Subi apresuradamente una rica escalera de madera de cedro, adornada

    con tapices de mucho precio, y lleg a los salones, que estaban todava iluminados pero

    enteramente vacos; los atraves con la celeridad de un relmpago y ocultse, en fin, en un

    oscuro cuarto.

    Poco despus, extinguise la luz que brillaba en aquellos lujosos aposentos y la casa

    qued en silencio.

    Martn Paz ocupse entonces en reconocer el sitio en que se encontraba, y vio que las

    ventanas de aquella habitacin daban a un jardn interior.

  • Ya se dispona a huir por all, creyndolo factible, cuando oy que le decan:

    - Seor ladrn, por qu no roba usted los diamantes que estn sobre esa mesa?

    Al or esto, se volvi Martn Paz rpidamente y vio a un hombre de altiva fisonoma

    que le mostraba con el dedo un estuche lleno de diamantes.

    Martn Paz, insultado de aquel modo, se acerc al espaol, cuya serenidad pareca

    inalterable, sac su pual y, volviendo la punta contra su pecho, dijo sordamente:

    - Seor, si repite usted semejante insulto, me dar muerte a sus pies.

    El espaol, admirado, contempl con atencin al indio, y sinti hacia l una especie

    de simpata, en virtud de lo cual dirigise a la ventana, la cerr suavemente y, volvindose

    hacia el indio, cuyo pual haba cado en tierra, le pregunt:

    - Quin es usted?

    - El indio Martn Paz. Me persiguen los soldados porque me he defendido contra un

    mestizo que me atacaba y lo he derribado a tierra de una pualada. Mi adversario es el

    novio de una joven a quien amo; y ahora, que sabe ya quin soy, puede usted entregarme a

    mis enemigos, si lo cree conveniente.

    - Muchacho replic simplemente el espaol -, maana salgo para los baos de

    Chorrillos. Puedes acompaarme si quieres, y estars por el momento al abrigo de toda

    persecucin. Si lo haces, no tendrs nunca que quejarte de la hospitalidad del marqus de

    Vegal.

    Martn Paz se limit a inclinarse con respeto.

    - Puedes acostarte en esa cama y descansar esta noche aadi el marqus -, sin que

    nadie sospeche que te encuentras aqu.

    El espaol sali de la estancia dejando al indio conmovido con su generosa

    confianza. Despus, Martn Paz, abandonndose a la proteccin del marqus, se durmi

    tranquilamente.

    Al da siguiente, al salir el sol, el marqus dio las rdenes necesarias para la partida, y

    envi recado al judo Samuel de que fuese a verlo; pero antes fue a or la primera misa de

    la maana.

    sta era una piadosa prctica que no dejaban de observar todos los miembros de la

    aristocracia peruana, porque Lima, desde su fundacin, haba sido siempre muy catlica, y

    adems de sus muchas iglesias, contaba todava con veintids conventos de frailes,

  • diecisiete de monjas y cuatro casas de retiro para las mujeres que no pronunciaban votos

    religiosos. Como cada uno de estos establecimientos tena una iglesia particular, existan

    en Lima ms de cien edificios dedicados al culto, donde ochocientos clrigos seglares o

    regulares, trescientas religiosas y hermanos legos, celebraban las ceremonias del culto

    catlico.

    Al entrar en Santa Ana el marqus de Vegal, vio a una joven arrodillada, que oraba

    fervorosamente y lloraba con desconsuelo. Pareca presa de dolor tal, que el marqus no

    pudo contemplarla sin cierta emocin, y ya se dispona a dirigirle algunas palabras de

    conmiseracin, cuando lleg el padre Joaqun, y le dijo en voz baja:

    - Seor marqus, por favor, no se le acerque usted.

    Luego, el fraile hizo una seal a Sara y sta lo sigui a una capilla oscura y desierta.

    El marqus dirigise al altar y oy la misa, despus de lo cual regres a su casa,

    pensando involuntariamente en aquella joven, cuya imagen haba quedado profundamente

    grabada en su imaginacin.

    En el saln de su casa encontr al judo Samuel, que estaba esperndole, y pareca

    haber olvidado los sucesos de la noche anterior. Su semblante estaba iluminado por la

    esperanza del lucro.

    - Qu manda usa? pregunt al espaol.

    - Necesito treinta mil duros antes de una hora.

    - Treinta mil duros! Y quin los tiene? Por el santo rey David, seor marqus, va a

    costarme ms trabajo encontrarlos que lo que usa se imagina.

    - Aqu tengo joyas de gran valor repuso el marqus, sin hacer caso de las palabras

    del judo -, y adems puedo vender a usted por poco precio un terreno muy extenso que

    tengo cerca del Cuzco.

    - Ah, seor! exclam Samuel -, las tierras nos arruinan, porque nos faltan brazos

    para cultivarlas. Los indios se retiran a las montaas y las cosechas no producen lo que

    cuesta la recoleccin.

    - En cunto valora usted esos diamantes? pregunt el marqus.

    Samuel sac del bolsillo una balanza pequea de precisin, y psose a pesar las

    piedras con minuciosa detencin, pero sin dejar de hablar, despreciando, como de

    costumbre, la prenda que se le ofreca.

  • - Los diamantes! Mala hipoteca! No producen nada. Es lo mismo que enterrar

    el dinero Observar usa, seor, que el agua de este diamante no es de una limpieza

    perfecta Ya sabe usa que estos adornos tan costosos no son fciles de vender, por lo que

    me vera obligado a enviarlos a las provincias de la Gran Bretaa. Los norteamericanos me

    los comprarn seguramente; pero ser para cederlos a los hijos de Albin. Quieren, por

    consiguiente, y es justo, ganar una comisin honrosa, que cae sobre mis costillas

    Supongo que diez mil duros contentar a usa. Es poco, sin duda, pero

    - Ya he dicho repuso el espaol despectivamente que necesito mucho ms de diez

    mil duros.

    - Seor, no puedo dar un centavo ms.

    - Llvese las joyas y enveme inmediatamente el dinero. Para completar los treinta

    mil duros que necesito, le dar esta casa en hipoteca. No le parece bastante slida?

    - Ah, seor, en esta ciudad, donde son tan frecuentes los terremotos, no se sabe

    quin vive ni quin muere, ni quin cae, ni quin se mantiene en pie!

    Y mientras deca esto, Samuel empinbase sobre la punta de los pies, dejndose

    luego caer sobre los talones varias veces, para apreciar la solidez del piso.

    - En fin, como tengo verdaderos deseos de servir a usa dijo -, pasar por lo que

    quiera, aunque en este momento no me conviene desprenderme de metlico, porque voy a

    casar a mi hija con el caballero Andrs Certa Lo conoce usa?

    - No lo conozco, y le ordeno a usted de nuevo que me enve en seguida la cantidad

    que le he pedido. Llvese esas joyas.

    - Quiere usa un recibo? pregunt el judo.

    El marqus, sin responderle, pas a la habitacin inmediata.

    - Orgulloso espaol! murmur Samuel, entre dientes -. Quiero confundir tu

    insolencia del mismo modo que voy a disipar tus riquezas. Por Salomn, soy hombre

    hbil, porque mis intereses corren parejas con mis sentimientos!

    El marqus, al separarse del judo, encontr a Martn Paz profundamente abatido.

    - Qu tienes? le pregunt cariosamente.

    - Seor, la joven a quien amo es la hija de ese judo.

    - Una juda! exclam el marqus, con sentimiento de repulsin que le fue

    imposible dominar.

  • Pero, al advertir la tristeza del indio, aadi:

    - Marchemos, amigo mo, ya hablaremos de esas cosas con detenimiento.

    Una hora ms tarde, Martn Paz, disfrazado, sala de la ciudad en compaa del

    marqus, que no llevaba consigo a ninguno de sus criados.

    Los baos de mar de Chorrillos encuntrense a dos leguas de Lima. Es una parroquia

    india que posee una bonita iglesia, y durante la estacin del calor es el punto de reunin de

    la sociedad elegante limea. Los juegos pblicos, prohibidos en Lima, estn abiertos en

    Chorrillos durante el verano, y a ellos concurren las seoras de dudosa moralidad, que,

    actuando de diablillos, hacen perder a ms de un rico caballero su caudal en pocas noches.

    Como Chorrillos estaba a la sazn poco frecuentado an, el marqus y Martn Paz,

    retirados en una casita edificada a orillas del mar, pudieron vivir en paz, contemplando las

    vastas llanuras del Pacfico.

    El marqus, miembro de una de las ms antiguas familias del Per, era el ltimo

    descendiente de la soberbia lnea de antepasados, de la que con razn se mostraba

    orgulloso; pero en su rostro advertanse las huellas de una profunda tristeza. Despus de

    haber intervenido durante algn tiempo en los asuntos polticos, haba experimentado una

    repugnancia infinita hacia las revoluciones incesantes, hechas en beneficio de ambiciones

    personales, y habase retirado de la poltica y apartado de la sociedad, viviendo casi en

    retiro, slo interrumpido a raros intervalos por deberes de estricta cortesa.

    Su inmenso caudal base disipando poco a poco. El abandono en que quedaban sus

    tierras por la falta de brazos, obligbale a hacer emprstitos onerosos; pero la perspectiva

    de una ruina prxima no le espantaba. La indolencia natural de la raza espaola, unida al

    aburrimiento de su existencia intil, le haba hecho insensible a las amenazas del porvenir.

    Esposo en otro tiempo de una mujer adorable, y padre de una nia encantadora, habase

    encontrado de pronto solo, a consecuencia de una horrible catstrofe que le arrebat

    aquellos dos objetos de su amor Desde entonces, ningn afecto le una al mundo, y

    dejaba deslizarse su vida al impulso de los acontecimientos.

    Crea que su corazn haba muerto por completo, cuando lo sinti palpitar de nuevo

    al contacto de Martn Paz. Aquella naturaleza ardiente despert el fuego encubierto bajo la

    ceniza; la orgullosa presencia de nimo del indio repercuta en el noble caballero, que,

    cansado de los espaoles de su clase, en quienes no tena ya confianza, y disgustado de los

  • mestizos egostas, que queran equipararse con l, complacase en aproximarse a aquella

    raza primitiva, que tan valientemente haba disputado el suelo americano a los soldados del

    conquistador Pizarro.

    El indio pasaba por muerto en Lima, segn las noticias que el marqus haba

    adquirido; pero ste, considerando el amor de Martn Paz hacia una juda como cosa peor

    que la muerte misma, resolvi salvarlo de nuevo, dejando casar a la hija de Samuel con

    Andrs Certa.

    As, mientras que Martn Paz estaba profundamente apenado y la tristeza le invada el

    corazn, el marqus evitaba toda alusin a lo pasado, y hablaba al joven indio de cosas sin

    importancia.

    Un da, sin embargo, agitado por sus tristes pensamientos, le pregunt:

    - Por qu, amigo mo, una pasin vulgar te ha de hacer renegar de la nobleza de tus

    abuelos? No desciendes del valiente Manco Capac, a quien su patriotismo elev a la

    categora de hroe? Qu papel representara un hombre que se dejara abatir por una

    pasin indigna? Acaso habis desistido los indios de reconquistar algn da vuestra

    independencia?

    - Para eso trabajamos, seor contest Martn Paz -, y no est lejos el da en que mis

    hermanos se levantarn en masa.

    - Ya te entiendo. Aludes a esa guerra sorda que tus hermanos estn preparando en las

    montaas. A una seal bajarn a la ciudad con las armas en la mano; pero sern vencidos,

    como lo han sido siempre. Ya ves cmo vuestros intereses desaparecen en medio de las

    revoluciones perpetuas de las que es teatro el Per; revoluciones que perdern al mismo

    tiempo a los indios y a los espaoles, en beneficio de los mestizos.

    - Nosotros salvaremos al pas repuso Martn Paz.

    - S, lo salvaris, si comprendis vuestra misin dijo el marqus. yeme, pues que

    te amo como a un hijo. Lo digo con dolor, pero a nosotros, los espaoles, hijos

    degenerados de una raza poderosa, nos falta la energa necesaria para levantar un Estado,

    y, por consiguiente, a vosotros os toca triunfar de este desdichado americanismo que tiende

    a rechazar a los colonos extranjeros. S, sbelo; slo una inmigracin europea puede salvar

    el antiguo Imperio peruano, y, en vez de esa guerra intestina que preparis, y que tiende a

  • excluir todas las castas, a excepcin de una sola, debis tender francamente la mano a los

    hombres trabajadores del Viejo Mundo.

    - Los indios, seor, considerarn siempre como enemigos a los extranjeros,

    cualesquiera que sean, y jams han de permitir que respiren impunemente el aire de sus

    montaas. El dominio que ejerzo sobre ellos quedara sin efecto el da en que no jurase la

    muerte de sus opresores. Adems, qu soy ahora? aadi Martn Paz con gran tristeza.

    Un fugitivo que no vivira tres horas si me encontraran en Lima.

    - Amigo, es preciso que me prometas que no has de volver a salir.

    - Ah! No puedo prometrselo a usted, seor marqus, porque si lo prometiese

    mentira.

    El marqus enmudeci; la pasin del joven indio acrecentbase de da en da, y el

    noble caballero temblaba ante la idea de verlo correr a una muerte cierta, si volva a

    presentarse en Lima, por lo que deseaba que se celebrara cuanto antes el matrimonio de la

    juda, matrimonio que, si le hubiera sido posible, habra l apresurado, segn sus deseos.

    Para cerciorarse del estado de las cosas, sali de Chorrillos una maana y fue a la

    ciudad, donde supo que Andrs Certa, restablecido de su herida, sala ya a la calle, y que su

    prximo matrimonio era el objeto de todas las conversaciones.

    El marqus quiso conocer a la joven amada por Martn Paz, y con este objeto

    dirigise a la plaza Mayor, donde a ciertas horas haba siempre una gran multitud, y donde

    encontr al padre Joaqun, su antiguo amigo. El venerable fraile quedse profundamente

    sorprendido cuando el marqus le dijo que Martn Paz no haba muerto, apresurndose a

    prometer que velara por la vida del joven indio, y que le dara todas las noticias que le

    interesaran.

    De improviso, las miradas del caballero se dirigieron a una joven arrebujada en un

    manto negro que iba sentada en una carretela.

    - Quin es esa hermosa muchacha? pregunt al padre Joaqun.

    - La hija del judo Samuel, prometida de Andrs Certa.

    - Ella! La hija de un judo!

    El marqus quedse profundamente admirado y, estrechando la mano del padre

    Joaqun, volvi a tomar el camino de Chorrillos.

  • Su sorpresa era natural, porque haba reconocido en la pretendida juda a la joven a

    quien haba visto orar fervorosamente en la iglesia de santa Ana.

  • CAPTULO V

    PREPARATIVOS DE INSURRECCIN

    Cuando las tropas de Colombia, que Bolvar puso a las rdenes del general Santa

    Cruz, fueron arrojadas del Bajo Per, cesaron las sediciones militares en este pas, que

    empez a disfrutar de calma y tranquilidad; las ambiciones particulares no volvieron a

    turbar el reposo pblico, y el presidente Gambarra habase afianzado en su palacio de la

    plaza Mayor. Sin embargo, el peligro verdadero, inminente, no proceda de las sediciones,

    que se extinguan tan pronto como estallaban y que parecan complacer a los americanos

    por sus ostentaciones militares.

    El peligro no lo vean los espaoles, demasiado altos para poder verlo, ni tampoco los

    mestizos, que jams descendan a mirar lo que se hallaba por debajo de ellos.

    Esto no obstante, agitbanse de un modo extraordinario los indios de la ciudad,

    mezclndose con frecuencia con los habitantes de las montaas, como si hubieran sacudido

    su apata natural. En vez de envolverse en su poncho con los pies hacia el sol, extendanse

    por el campo, se detenan uno a otro, se entendan por seales particulares y frecuentaban

    las posadas ms desiertas, en las que podan hablar sin peligro de ser escuchados.

    Aquel movimiento era ms visible en una de las plazas apartadas de la ciudad, en

    donde haba una casa que slo tena una habitacin baja, y cuya apariencia miserable

    llamaba la atencin de las gentes.

    Era una taberna de nfima categora, propiedad de una vieja india, que serva a sus

    parroquianos cerveza de maz y una bebida hecha con caa de azcar.

    Los indios no se reunan en esta plaza sino cuando en el techo de la citada taberna se

    pona un palo largo, que serva de seal. Entonces, los indgenas de todas profesiones,

    conductores de carros, arrieros y cocheros entraban uno a uno y desaparecan

    inmediatamente en la gran sala. La tabernera dejaba entonces a su criada el cuidado de la

    taberna, y corra a servir personalmente a sus parroquianos.

    Pocos das despus de la desaparicin de Martn Paz, celebrse una asamblea

    numerosa en la sala de la taberna, donde apenas podan distinguirse los rostros de los

    concurrentes, a causa de la oscuridad que en ella reinaba y que el humo del tabaco haca

  • aumentar. En torno de una larga mesa, haba unos cincuenta individuos, mascando los unos

    una especie de hoja de t mezclada con tierra odorfera, y bebiendo los otros en grandes

    jarros el licor de maz fermentado; pero estas ocupaciones no les distraan de la principal,

    que era escuchar atentamente el discurso que les estaba pronunciando un indio.

    El orador era el Zambo, cuyas miradas tenan una extraa fijeza.

    Despus de examinar uno por uno a todos sus oyentes, el Zambo tom la palabra y

    dijo:

    - Los hijos del Sol pueden hablar de sus asuntos, porque no hay aqu odos prfidos

    que puedan escucharnos. En la plaza, algunos de nuestros amigos, disfrazados de cantores,

    distraen a los transentes para que nos dejen disfrutar de entera libertad en esta casa.

    Y as era, efectivamente, porque fuera de la taberna resonaban los acordes de una

    guitarra.

    Los indios, satisfechos de encontrarse seguros, prestaron gran atencin a las palabras

    del Zambo, en quien ponan toda su confianza.

    - Qu noticias puede darnos el Zambo, de Martn Paz? pregunt uno.

    - Ninguna. nicamente el Gran Espritu puede saber si ha muerto o no; pero estoy

    esperando a algunos hermanos que han bajado por el ro hasta su embocadura, y quizs

    hayan encontrado el cuerpo de Martn Paz.

    - Era un buen jefe dijo Manangani, indio feroz y muy temido -. Pero por qu no se

    encontraba en su puesto el da en que la goleta nos traa las armas?

    El Zambo, sin responder, inclin la cabeza.

    - No saben mis hermanos continu diciendo Manangani que la Anunciacin ha

    sido atacada por los guardacostas y que la captura de ese buque habra frustrado todos

    nuestros proyectos?

    Un murmullo de asentimiento acogi las palabras del indio.

    - Harn bien dijo entonces el Zambo los que esperan para juzgar. Quin sabe si

    mi hijo Martn Paz se presentar entre nosotros dentro de pocos das! Od ahora lo que

    tengo que deciros: las armas que nos han enviado de Sechura han llegado a nuestro poder,

    estn escondidas en las montaas de la cordillera y dispuestas para desempear su oficio

    cuando vosotros estis preparados para cumplir vuestro deber.

  • - Acaso hay algo que nos detenga? pregunt un joven indio -. Hemos afilado

    nuestros puales y esperamos.

    - Esperad, pues, que llegue la hora respondi el Zambo -. Saben mis hermanos

    cul es el enemigo a quien primero deben herir?

    - Los mestizos, que nos tratan como esclavos repuso uno de los asistentes -. Esos

    insolentes que nos azotan con la mano y con el ltigo, como a mulas falsas.

    - De ningn modo repuso otro -. Nuestros mayores enemigos son los que

    monopolizan todas las riquezas del suelo.

    - Estis equivocados. Nuestros primeros golpes deben herir a otros dijo el Zambo,

    animndose -. Esos hombres no son los que se atrevieron, hace trescientos aos, a poner el

    pie en la tierra de vuestros antepasados. Esos ricos no son los que han hecho sucumbir a los

    hijos de Manco Capac. Los orgullosos espaoles son los verdaderos vencedores y los que

    os han reducido a la esclavitud. Si no tienen ya riquezas, tienen autoridad y, a pesar de la

    emancipacin peruana, conculcan nuestros derechos naturales. Olvidemos, pues, lo que

    somos, para recordar lo que nuestros padres fueron.

    - S, s prorrumpi la asamblea, con murmullo de aprobacin.

    Al asentimiento general de los concurrentes sucedieron algunos momentos de

    silencio que interrumpi el Zambo para preguntar a diversos conjurados si sus amigos de

    Cuzco y de toda Bolivia estaban dispuestos a levantarse, como un solo hombre.

    Despus, prosiguiendo su discurso, dijo:

    - Valiente Manangani, si todos nuestros hermanos de la montaa tienen en el corazn

    el mismo odio y valor que t, no caern sobre Lima como una tromba desde lo alto de las

    cordilleras?

    - El Zambo no se quejar de su audacia el da sealado respondi Manangani -. Si

    el Zambo sale de la ciudad no necesitar ir muy lejos para ver surgir en torno suyo indios

    que arden en deseos de venganza. En las gargantas de San Cristbal y de los Amancaes,

    ms de uno, envueltos en su poncho y con el pual en la cintura, estn esperando que se

    confe a sus manos una carabina, porque tampoco han olvidado ellos que tienen que vengar

    en los espaoles la derrota de Manco Capac.

    - Perfectamente, Manangani repuso el Zambo -. El dios de la venganza habla por tu

    boca. Mis hermanos no tardarn en saber quin es el elegido de sus jefes, y como el

  • presidente Gambarra slo trata de consolidarse en el poder, Bolvar est lejos y Santa Cruz

    ha sido derrotado, podemos obrar sobre seguro. Dentro de pocos das se entregarn

    nuestros opresores al placer, con motivo de la fiesta de los Amancaes, y, por consiguiente,

    deben disponerse todos nuestros hermanos a marchar, haciendo antes que la noticia llegue

    hasta las aldeas ms remotas de nuestra raza.

    En aquel momento entraron tres indios en el saln, e inmediatamente se acerc el

    Zambo a ellos.

    - Qu noticias trais? les pregunt.

    - El cuerpo de Martn Paz no ha sido hallado respondi uno de aquellos indios -.

    Hemos sondeado el ro en todos los sentidos; nuestros ms hbiles nadadores lo han

    explorado detenidamente y creemos que el hijo del Zambo no ha muerto en las aguas del

    Rimac.

    - Lo habrn asesinado! Qu habr sido de l? Oh, desdichados los que hayan dado

    muerte a mi hijo! Seprense mis hermanos en silencio, y vuelva cada cual a su puesto,

    mire, vigile y espere.

    Los indios salieron y se dispersaron. El Zambo quedse con Manangani, que le

    pregunt:

    - Sabe el Zambo por qu haba ido aquella noche su hijo al barrio de San Lzaro?

    Est el Zambo seguro de su hijo?

    Los ojos del indio despidieron tales relmpagos de clera que Managani retrocedi

    asustado.

    Pero el Zambo se contuvo, y dijo:

    - Si Martn Paz traicionara a sus hermanos, yo matara a todos aquellos a quienes ha

    dado su amistad y a todas aquellas a quienes hubiese dado su amor; despus lo matara a l

    y, por ltimo, me matara yo, para no dejar en este suelo un solo miembro de una raza

    deshonrada.

    En aquel momento abri la tabernera la puerta de la sala, se acerc al Zambo y le

    entreg un billete.

    - Quin te ha encargado esto? pregunt.

    - No lo s respondi la tabernera -. Este papel ha debido quedrsele olvidado a

    algn bebedor, porque lo he encontrado sobre una mesa.

  • - No han venido aqu ms que indios?

    - Nadie ms que indios.

    La tabernera sali, y el Zambo desdobl el billete, que ley en alta voz:

    Una joven ha orado por Martn Paz, porque no olvida al indio que ha expuesto su

    vida por ella. Si el Zambo tiene noticias de su hijo o esperanza de encontrarlo, tese al

    brazo un pauelo encarnado como seal. Hay ojos que lo ven pasar todos los das.

    El Zambo estruj el billete entre sus manos.

    - El desgraciado se ha dejado seducir por una mujer.

    - Y quin es esa mujer? pregunt Manangani.

    - No es india respondi el Zambo, mirando el billete -. Es, sin duda, una mujer

    elegante Ah, Martn Paz, ests desconocido!

    - Hars lo que esa mujer te pide?

    - No respondi rpidamente el indio -. Debe perder toda esperanza de volver a ver a

    mi hijo, para que muera de dolor.

    Y, dicho esto, el Zambo rompi el billete con rabia.

    - Sin duda alguna ha sido un indio quien ha trado este billete observ Manangani.

    - Oh, no puede ser de los nuestros! Se habr sabido que yo vena con frecuencia a

    esta taberna, pero no volver a poner los pies en ella. Regrese mi hermano a las montaas,

    mientras yo vigilo en la ciudad. Veremos para quines resultar alegre la fiesta de los

    Amancaes, si para los opresores o para los oprimidos.

    Los dos indios se separaron.

    El plan no poda estar mejor combinado ni la hora de la ejecucin mejor elegida. El

    Per, casi despoblado entonces, slo contaba con un reducido nmero de espaoles y de

    mestizos. La invasin de los indios, que acudiran desde los bosques del Brasil y desde las

    montaas de Chile, como de las llanuras del Ro de la Plata, deba cubrir con un ejrcito

    formidable el teatro de la rebelin. Despus que quedaran destruidas las grandes ciudades,

    Lima, Cuzco y Puno, no era de temer que las tropas de Colombia, recientemente vencidas

    por el Gobierno peruano, acudieran en socorro de sus enemigos, por grave que fuese el

    peligro en que stos se encontraran.

  • Aquel trastorno social deba, por consiguiente, efectuarse sin resistencia, si los indios

    guardaban fielmente el secreto, y as deba ocurrir, porque entre ellos no haba traidores.

    Sin embargo, ignoraban que un hombre haba obtenido una audiencia particular del

    presidente Gambarra; ignoraban que aquel hombre le haba notificado que la goleta

    Anunciacin haba desembarcado en la embocadura del Rimac armas de toda especie en

    piraguas indias, y que aquel hombre iba a reclamar una fuerte indemnizacin por el

    servicio que haba prestado al Gobierno peruano, denunciando aquellos hechos.

    Indudablemente, aquel hombre jugaba con cartas dobles, porque despus de haber

    alquilado su buque a los agentes del Zambo a un precio muy elevado, haba vendido al

    presidente el secreto de los conjurados.

    El hombre que tal infamia haba cometido no era otro que el judo Samuel, a quien

    suponemos que el lector habr reconocido en este rasgo.

  • CAPTULO VI

    EL JUEGO Y LAS CONFIDENCIAS

    Andrs Certa, completamente restablecido y creyendo que Martn Paz haba dejado

    de existir, apresuraba su matrimonio, deseando que llegara el da de pasear por las calles de

    Lima a la joven juda.

    Sara no dejaba de tratarlo con altiva indiferencia, pero l no haca caso, porque

    consideraba a la joven como un objeto de valor que haba comprado por cien mil duros.

    Sin embargo, Andrs Certa desconfiaba del judo, y no le faltaba motivo para ello,

    porque si el contrato era poco honrado, los contratantes lo eran menos.

    El mestizo, pues, quiso tener con Samuel una entrevista secreta, a cuyo fin lo llev un

    da a Chorrillos, deseando tambin probar su suerte en el juego antes de la boda.

    Los juegos haban empezado pocos das despus de la llegada del marqus de Vegal,

    y desde entonces se vea constantemente concurrido el camino de Lima. Algunos, que iban

    a Chorrillos a pie, volvan en carruaje, mientras otros dejaban all los ltimos restos de su

    fortuna.

    El marqus y Martn Paz no tomaban parte en aquellos placeres; el joven indio estaba

    profundamente preocupado por causas ms nobles.

    Despus de pasear con el marqus, volva todas las noches a su aposento y se pona

    de codos en la ventana, donde pasaba largas horas meditando.

    El marqus no olvidaba a la hija de Samuel, a quien haba visto orar en el templo

    catlico; pero no se haba atrevido a revelar aquel secreto a Martn Paz, aunque le iba

    instruyendo poco a poco en las verdades cristianas. Tema reanimar en su corazn

    sentimientos que deseaba extinguir, porque el indio proscrito deba renunciar a toda

    esperanza de contraer matrimonio con la hija del judo. Mientras tanto, la Polica haba

    concluido por abandonar la persecucin de Martn Paz, y, transcurrido algn tiempo,

    merced a la influencia de su proteccin, el indio quiz lograra ocupar un puesto en la

    sociedad peruana.

  • Pero sucedi que, Martn Paz, desesperado, resolvi averiguar qu haba sido de la

    joven, y, con este propsito, se introdujo, vestido con un traje espaol, en una sala de juego

    para escuchar las conversaciones de los concurrentes. Andrs Certa, que era hombre muy

    conocido, y su matrimonio, que seguramente estara ya prximo, deban ser objeto de

    alguna conversacin.

    As, pues, una noche, en vez de encaminarse, como de ordinario, a la orilla del mar,

    se dirigi a las altas rocas donde estn situadas las principales casas de Chorrillos, y entr

    en una de ellas, dotada de una ancha escalera de piedra.

    Aqulla era una casa de juego, donde aquel da haban perdido grandes cantidades

    algunos limeos, y donde otros, fatigados de la tarea de la noche precedente, descansaban

    en el suelo, envueltos en sus ponchos.

    A la sazn, no faltaban jugadores delante del tapete verde, dividido en cuatro cuadros

    por dos lneas, que se cortaban en el centro en ngulo recto. En cada uno de estos cuadros

    se hallaban las primeras letras de las palabras azar y suerte: A. S. Los jugadores

    apuntaban a una u otra de aquellas letras, y el banquero tena las puestas, mientras arrojaba

    sobre la mesa dos dados, cuyos puntos combinados hacan ganar a la A o a la S.

    La partida estaba muy animada, y un mestizo apuntaba al azar con ardor febril.

    - Dos mil duros! exclam.

    El banquero agit los dados y el jugador estall en imprecaciones.

    - Cuatro mil duros! dijo de nuevo, y volvi a perder.

    Martn Paz, protegido por la sombra del saln, pudo ver el rostro del jugador.

    Era Andrs Certa.

    Al lado de ste se encontraba el judo Samuel.

    - Bastante ha jugado usted, seor le dijo Samuel -, y ya ha podido convencerse de

    que hoy no tiene suerte.

    - A usted qu le importa? respondi con acritud el mestizo.

    Samuel se inclin a su odo para decirle:

    - Si a m no me importa, a usted le interesa abandonar esas costumbres en los das

    que preceden a su matrimonio.

    - Ocho mil duros! grit Andrs Certa, apuntando a la S.

    Sali la A y el mestizo lanz una blasfemia.

  • - Juego! volvi a decir el banquero.

    Andrs Certa sac un puado de billetes de su bolsillo para aventurar una suma

    considerable al juego, llegando a ponerla en uno de los cuadros. El banquero agitaba ya los

    dados, cuando una sea de Samuel lo detuvo. El judo volvi a inclinarse al odo del

    mestizo, y le dijo:

    - Si no le queda a usted la cantidad necesaria para llevar a efecto nuestro contrato,

    esta noche quedar roto.

    Andrs Certa se encogi de hombros, hizo un gesto de rabia y, recobrando su dinero,

    sali rpidamente de la estancia.

    - Contine usted ahora dijo Samuel al banquero -; ya arruinar a este seor despus

    de que se haya casado.

    El banquero se inclin con sumisin ante Samuel, que era fundador y propietario de

    los juegos de Chorrillos. Dondequiera que haba algo que ganar, se encontraba aquel

    hombre.

    Samuel sigui al mestizo, y cuando hubieron llegado a la escalinata, le dijo:

    - Tengo cosas muy graves que decirle. Dnde podemos hablar sin que nos oigan?

    - Donde usted quiera respondi bruscamente Andrs Certa.

    - Tenga calma y no pierda el porvenir por un momento de mal humor. No me

    inspiran confianza los aposentos mejor cerrados, ni las llanuras ms desiertas, porque lo

    que tengo que decir a usted es un secreto que vale la pena que se guarde.

    Mientras hablaban, los dos hombres haban llegado a la playa, frente a las casetas

    destinadas a los baistas; pero ignoraban que tras ellos iba Martn Paz, deslizndose en la

    oscuridad como una serpiente.

    - Tomemos una canoa y salgamos al mar dijo Andrs Certa.

    Andrs Certa desat de la orilla una pequea embarcacin, despus de dar algunas

    monedas al guarda; Samuel y el mestizo se embarcaron, y el ltimo empuj la barca mar

    adentro.

    Martn Paz, al verla alejarse, se ocult en el hueco de unas peas, se desnud

    apresuradamente, se arroj al agua y nad hacia la canoa, llevando consigo su cinturn y

    su pual.

  • El sol acababa de sepultar sus ltimos rayos en las olas del Pacfico, y el cielo y el

    mar estaban envueltos en las tinieblas.

    Martn Paz no haba pensado siquiera en el peligro que corra, a causa de los

    tiburones que surcaban aquellos funestos parajes.

    Se detuvo, no lejos de la embarcacin en que iban el mestizo y el judo y al alcance

    de su voz.

    - Pero qu prueba de la identidad de la joven puedo yo dar a su padre? preguntaba

    en aquel momento Andrs Certa al judo.

    - Puede usted recordarle las circunstancias en que perdi a la nia.

    - Y cules son?

    - Voy a decrselo.

    Martn Paz, sostenindose sobre las olas, escuchaba, pero sin comprender por

    completo lo que hablaban.

    - El padre de Sara, que es el gran seor que usted conoce dijo el judo-, viva en la

    Concepcin, comarca de Chile; pero entonces su caudal corra parejas con su nobleza.

    Obligado a venir a Lima para asuntos de inters, sali solo de la Concepcin, dejando all a

    su mujer y a su hija; esta ltima de quince meses de edad. Como el clima del Per le

    convino, envi a la marquesa orden de que viniera a reunirse con l. La marquesa se

    embarc en el San Jos, de Valparaso, con algunos criados de su confianza, y en el mismo

    buque vena yo al Per. El San Jos deba hacer escala en Lima; pero a la altura de la isla

    de Juan Fernndez, se desat un huracn terrible que lo desarbol y lo arroj sobre la costa.

    Los hombres de la tripulacin y los pasajeros se refugiaron en la chalupa; pero al ver el

    mar tan enfurecido, la marquesa se neg a embarcarse en ella; estrech a su hija entre sus

    brazos y se qued en el buque; yo me qued con ella. La chalupa se alej, y a cien brazas

    del San Jos se sepult en el mar con toda la gente que llevaba y nos quedamos solos. La

    tempestad ruga cada vez con mayor violencia; pero como mi caudal no iba a bordo, no

    perd la esperanza de salvarme. El San Jos, que tena cinco pies de agua en la cala, fue

    arrastrado por la corriente y se estrell contra las rocas de la costa. La marquesa fue

    arrojada al mar con la nia: pero, afortunadamente, pude apoderarme de sta, y, mientras la

    madre pereca a mi vista, yo, sano y salvo, con la nia, pude ganar la orilla.

    - Todos esos detalles son exactos?

  • - Completamente exactos, y el padre no lo desmentir. Yo realic aquel da un buen

    negocio, porque me va a valer los cien mil duros que usted ha de entregarme.

    Qu quiere decir esto?, se preguntaba asombrado Martn Paz.

    - Aqu tiene mi cartera con los cien mil duros respondi Andrs Certa.

    - Gracias, seor dijo Samuel, apoderndose del tesoro -. Tome usted este recibo, en

    el que me comprometo a restituirle doble cantidad de la que me ha entregado si en virtud

    de su matrimonio no llega usted a formar parte de una de las primeras familias de Espaa.

    El indio, obligado a sumergirse para evitar el choque de la embarcacin, no haba

    odo esta ltima frase; pero al ocultarse bajo las aguas, sus ojos pudieron ver una masa

    informe, que se deslizaba rpidamente hacia donde l estaba.

    Era una tintorera, tiburn de la especie ms cruel.

    Martn Paz vio que el animal se aproximaba y se sumergi profundamente, mas

    pronto se vio obligado a volver a la superficie del agua para respirar. El tiburn dio

    entonces un coletazo a Martn Paz, que sinti que las escamas viscosas del monstruo le

    rozaban el pecho. El tiburn se volvi sobre la espalda, entreabriendo su mandbula,

    armada de una triple fila de dientes, para morder su presa; pero Martn Paz, al ver brillar el

    vientre blanco del animal, lo hiri con su pual.

    La sangre del monstruo marino ti de rojo las aguas, y Martn Paz, al advertirlo,

    volvi a sumergirse.

    Cuando, algunos instantes despus, sali de nuevo a la superficie, a diez brazas de

    all, la embarcacin del mestizo haba desaparecido. El indio se dirigi entonces a la costa,

    a la que no tard en llegar, pero despus de haber olvidado que acababa de librarse de una

    muerte terrible.

    Al amanecer del da siguiente abandon Martn Paz la quinta de Chorrillos sin

    despedirse de su protector, y el marqus, lleno de inquietud, volvi a toda prisa a Lima

    para buscarlo.

  • CAPTULO VII

    LA BODA INTERRUMPIDA

    El matrimonio de Andrs Certa con la hija del judo Samuel era un verdadero

    acontecimiento, y las seoras no se daban punto de reposo, confeccionando los lujosos

    trajes que se proponan lucir en la fastuosa ceremonia.

    En casa del judo Samuel, que deseaba celebrar con gran pompa el matrimonio de

    Sara, se hacan tambin grandes preparativos. Los frescos que adornaban su morada, segn

    la costumbre espaola, haban sido restaurados suntuosamente; los tapices ms ricos caan

    en anchos pliegues sobre los huecos de las ventanas y las paredes de la habitacin; los

    muebles, esculpidos de maderas preciosas u odorferas, se amontonaban en los grandes

    salones impregnados de deliciosa frescura; los arbustos exticos, los productos de las

    tierras calientes se elevaban serpenteando a lo largo de las balaustradas y de las azoteas.

    La joven haba perdido la esperanza de volver a ver a Martn Paz, puesto que el

    Zambo no la tena, como lo demostraba el hecho de no llevar en el brazo la seal de la

    esperanza. Liberto haba espiado los pasos del viejo indio, pero no haba logrado descubrir

    nada.

    Ah! Si la pobre Sara hubiera podido realizar sus deseos, se habra refugiado en un

    convento para acabar en l su vida. Impulsada por atraccin misteriosa e irresistible hacia

    los dogmas del catolicismo y convertida secretamente por el padre Joaqun a la nica

    religin verdadera, haba ingresado en el seno de nuestra santa madre la Iglesia, que tanto

    simpatizaba con las creencias de su alma.

    El padre Joaqun, a fin de evitar todo escndalo, y sabiendo leer mejor en su breviario

    que en el corazn humano, haba dejado a Sara en la creencia de que Martn Paz haba

    muerto, porque lo ms importante para l era la conversin de la joven, que crea

    asegurada con el matrimonio con Andrs Certa, ignorando, naturalmente, las condiciones

    en que se haba concertado.

    El da, pues, de la boda, tan alegre para unos y tan triste para otros, haba llegado.

    Andrs Certa haba invitado a la ceremonia a toda la ciudad; pero sus invitaciones no

  • fueron atendidas por las familias nobles, que se excusaron, pretextando motivos ms o

    menos plausibles.

    Llegada la hora en que deba efectuarse el contrato, la joven no compareci.

    El judo Samuel estaba profundamente disgustado, y Andrs Certa frunca el ceo,

    mostrando su impaciencia. Una especie de confusin se reflejaba en los rostros de los

    invitados, mientras millares de bujas, cuya imagen multiplicaban los espejos, inundaban

    los salones de resplandeciente luz.

    En la calle, un hombre se paseaba presa de una ansiedad mortal.

    Era el marqus de Vegal.

  • CAPTULO VIII

    LA FUGA

    Mientras tanto, Sara, profundamente angustiada, permaneca sola en su habitacin, de

    donde no se atreva a salir. Sofocada por la emocin, se apoy en el balcn que daba a los

    jardines interiores, y all estaba abismada en sus pensamientos cuando vio, de pronto, a un

    hombre que procuraba ocultarse en las calles de magnolias. Aquel hombre era Liberto, su

    servidor, que pareca espiar a algn enemigo invisible, ya ocultndose detrs de una

    estatua, ya echndose a tierra.

    De repente, Sara palideci. Liberto luchaba con un hombre de alta estatura, que lo

    haba derribado a tierra, y algunos suspiros ahogados, que se escapaban de la boca del

    negro, revelaban que una mano robusta le apretaba el cuello.

    La joven iba a gritar en demanda de socorro, cuando vio levantarse a los dos

    hombres: el negro miraba a su adversario y le deca:

    - Usted, usted! Es usted?

    Y sigui a aquel hombre que, antes que Sara pudiera lanzar un solo grito, se present

    ante ella como un fantasma del otro mundo. As como el negro, derribado bajo las rodillas

    del indio, no haba podido hablar sino lo que hemos anotado arriba, la joven, bajo la

    mirada de Martn Paz, no pudo a su vez decir sino las mismas palabras:

    - Usted, usted! Es usted?

    Martn Paz, con los ojos clavados en ella, dijo:

    - Oye la novia los ruidos de la fiesta? Los invitados se congregan en los salones para

    ver irradiar la felicidad en su rostro. Es por ventura una vctima destinada al sacrificio la

    que va a presentarse a sus ojos? Puede la novia mostrarse a su prometido con ese rostro

    plido y fatigado por el dolor?

    Sara apenas oa lo que Martn Paz estaba dicindole.

    El joven indio prosigui:

    - Puesto que la joven llora, mire ms all de la casa de su padre, ms all de la ciudad

    donde padece.

  • Sara levant la cabeza, y Martn Paz, adoptando una actitud altiva, con el brazo

    extendido hacia las cordilleras, le mostraba el camino de la libertad.

    Sara se sinti arrastrada por un poder irresistible; las voces de algunas personas que

    se acercaban a su habitacin llegaron hasta ella; su padre iba a entrar sin duda, y tal vez su

    novio lo acompaaba. Martn Paz apag de repente la lmpara suspendida sobre su cabeza,

    y se oy un silbido, semejante al que se haba odo ya en la Plaza Mayor.

    De pronto, se abri la puerta de la estancia y entraron en sta Samuel y Andrs Certa.

    La oscuridad era profunda; acudieron algunos servidores con luces y encontraron el

    aposento vaco.

    - Maldicin! exclam el mestizo.

    - Dnde est? pregunt Samuel.

    - Usted me responde de ella dijo brutalmente Andrs Certa.

    Al or esto, el judo se sinti inundado de un sudor fro que le penetraba hasta los

    huesos.

    - Venid conmigo! grit.

    Y seguido por sus criados se lanz corriendo fuera de la casa.

    Mientras tanto, Martn Paz hua por las calles de la ciudad con cuanta rapidez era

    posible. A doscientos pasos de la casa del judo encontr a varios indios, a quienes el

    silbido lanzado por l haba reunido all.

    - A nuestras montaas! exclam.

    - A casa del marqus de Vegal! dijo una voz detrs de l.

    Se volvi Martn Paz, al or esto, y vio al espaol detrs de l.

    - No quieres confiarme esa joven? pregunt el marqus.

    El indio inclin la cabeza y dijo sorprendido:

    - A casa del marqus de Vegal!

    Martn Paz, cediendo al ascendiente del marqus, le haba confiado la joven, seguro

    de que en casa del espaol no corra el menor riesgo; pero, comprendiendo lo que el honor

    exiga, no quiso pernoctar bajo el techo del marqus.

    Sali, pues, presa de violenta excitacin, que le haca hervir la sangre en las venas.

  • Pero no haba andado an cien pasos, cuando cinco o seis hombres se arrojaron sobre

    l y, a pesar de su tenaz resistencia, lograron atarlo. Martn Paz lanz un rugido de

    desesperacin; crea haber cado en poder de sus enemigos.

    Pocos instantes despus, le quitaron la venda con que le haban cubierto los ojos, y se

    encontr en la sala baja de la taberna en que sus hermanos haban organizado la rebelin.

    El Zambo, que haba presenciado el rapto de la joven, se encontraba all, rodeado por

    Manangani y los dems indios sediciosos. Los ojos de Martn Paz despidieron relmpagos

    de clera.

    - Mi hijo no se apiada de mis lgrimas dijo el Zambo -, puesto que durante tanto

    tiempo me deja en la incertidumbre de si est vivo o muerto.

    - Es acaso la vspera de una insurreccin cuando Martn Paz, nuestro jefe, debe

    encontrarse en el campo de nuestros enemigos? pregunt Manangani.

    Martn Paz no respondi a su padre ni al indio.

    - Es decir, qu nuestros ms graves intereses han sido sacrificados en holocausto de

    una mujer?

    Y, mientras deca esto, Managani se acerc a Martn Paz con el pual en la mano;

    pero Martn Paz no lo mir siquiera.

    - Hablemos primero dijo el Zambo -; despus de las palabras vendrn los hechos. Si

    mi hijo ha faltado a sus hermanos, sabr castigar su traicin; pero que tenga cuidado,

    porque la hija del judo Samuel no est tan oculta que se nos pueda escapar. Mi hijo

    reflexionar: est condenado a muerte, y no hay en la ciudad una piedra donde pueda

    reclinar su cabeza. Si, por lo contrario, liberta a su pas, para l sern el honor y la libertad.

    Martn Paz guard silencio, pero en su corazn se libraba un terrible combate, porque

    el Zambo haba hecho vibrar las cuerdas de su altiva naturaleza.

    Los insurgentes tenan necesidad de Martn Paz para llevar a la prctica sus proyectos

    de rebelin, porque l ejerca la autoridad suprema entre los indios de la ciudad, los

    manejaba a su capricho, y una sola seal suya poda llevarlos a la muerte.

    Se le quitaron las ligaduras por orden del Zambo y Martn Paz se levant.

    - Hijo mo le dijo el indio, que lo observaba con atencin -, maana, durante la

    fiesta de los Amancaes, nuestros hermanos caern como una tromba sobre los limeos

  • desarmados. ste es el camino de las cordilleras, y este otro el de la ciudad; eres libre, y

    puedes ir adonde te plazca.

    - A las montaas! exclam Martn Paz -. A las montaas, y ay de nuestros

    enemigos!

    Y cuando, aquel amanecer, apareci el sol por el Oriente, ilumin con sus primeros

    rayos el concilibulo que los jefes indios celebraban en el seno de la cordillera.

  • CAPTULO IX

    EL COMBATE

    Y como todo llega al fin en la vida cuando debe llegar, tambin lleg el 24 de junio,

    da de la gran fiesta de los Amancaes, en el que todos los habitantes de Lima, a pie, a

    caballo o en carruaje, se dirigieron a la clebre meseta, situada a media legua de distancia

    de la ciudad. Mestizos e indios se mezclaban en la fiesta comn y marchaban alegremente

    por grupos de parientes o de amigos. Cada uno de estos grupos llevaba sus provisiones e

    iba precedido por un tocador de guitarra que cantaba los aires ms populares. Avanzaban a

    travs de los campos de maz, cruzando los bosques de bananeros o por entre las calles de

    sauces en busca de los bosques de limoneros y naranjos, cuyos perfumes se confundan con

    los aromas suaves de la montaa. A lo largo del camino, haba puestos ambulantes que

    ofrecan a los paseantes aguardiente y cerveza, siendo tan numerosas las libaciones de

    estos lquidos, que indios y mestizos rean a carcajadas, medio ebrios. Los que iban a

    caballo hacan caracolear sus monturas en medio de la multitud, compitiendo unos con

    otros en celeridad, habilidad y destreza.

    Reinaban en la fiesta, que toma el nombre de las florecillas de la montaa, un ardor y

    una libertad inconcebibles, a pesar de lo cual jams se promova una disputa que turbara la

    alegra pblica. Algunos lanceros a caballo, con corazas resplandecientes, mantenan el

    orden.

    Cuando la multitud lleg a la meseta de los Amancaes, se oy un inmenso clamor de

    admiracin, que fue repetido por los ecos de la montaa.

    A los pies de los espectadores se extenda la antigua Ciudad de los Reyes, cuyas

    torres y campanarios llenos de sonoras campanas, se elevaban osadamente hacia el cielo.

    San Pedro, San Agustn y la catedral atraan las miradas hacia sus torres, que brillaban

    heridas por los rayos del sol. Santo Domingo, la rica iglesia cuya Virgen no lleva jams

    dos das seguidos el mismo manto, levantaba ms que sus vecinas la flecha elegante de su

    campanario. A la derecha, el ocano Pacfico haca ondular sus extensas llanuras azules al

    soplo de la brisa, y la vista, volviendo del Callao a Lima, se deleitaba en la contemplacin

  • de todos aquellos monumentos funerarios que contenan los restos de la gran dinasta de

    los Incas. En la lejana, el cabo Morro-Solar encerraba como en un cuadro los esplendores

    de aquel espectculo.

    Pero mientras los limeos contemplaban admirados tan esplndidos panoramas, se

    preparaba un drama sangriento en las heladas cumbres de la cordillera.

    Efectivamente, al paso que los habitantes de la ciudad la iban abandonando,

    penetraban gran nmero de indios, que vagaban por sus calles. Los hombres, que, por lo

    general, tomaban parte activa en la fiesta de los Amancaes, se paseaban entonces

    silenciosamente y con aire singularmente pensativo. De vez en cuando, algn jefe les daba

    apresuradamente una orden secreta y reanudaban su marcha; pero todos se iban reuniendo

    poco a poco en los barrios ms ricos de la ciudad.

    Cuando el sol comenz a desaparecer en el horizonte, la aristocracia limea

    emprendi el camino de los Amancaes, luciendo sus trajes ms costosos y sus ms valiosas

    alhajas. Una interminable fila de coches desfil entre los rboles, confundida con las

    gentes que marchaban a caballo o a pie.

    En el reloj de la catedral dieron las cinco.

    Un gritero inmenso reson en la ciudad. De todas las plazas, de todas las calles, de

    todas las casas, salieron indios con las armas en la mano. Los barrios ms hermosos fueron

    inundados de insurrectos, algunos de los cuales agitaban por encima de sus cabezas teas

    encendidas.

    - Mueran los espaoles! Mueran nuestros opresores! se oa gritar con voces

    estentreas.

    Casi al mismo tiempo, se cubrieron las cimas de los cerros tambin de indios, que se

    dispusieron a unirse a sus hermanos de la ciudad.

    Lima ofreca en aquel momento un aspecto extrao. Los insurrectos se haban

    esparcido por todos los barrios y a la cabeza de una de sus columnas iba Martn Paz,

    agitando la bandera negra, en direccin a la Plaza Mayor, mientras los dems indios

    atacaban las casas previamente designadas para ser demolidas. Cerca de l, Manangani

    lanzaba feroces aullidos.

  • En la plaza, los soldados del Gobierno, prevenidos contra la rebelin, se haban

    formado en orden de batalla delante del palacio del presidente, y los insurgentes, al entrar

    en la plaza, fueron recibidos por una nutrida granizada de balas.

    Sorprendidos al principio por aquella descarga, que estaban muy lejos de esperar, y

    que arrebat a muchos la vida, se lanzaron contra la tropa con mpetu insuperable,

    producindose una horrible confusin en que los contendientes llegaron a pelear cuerpo a

    cuerpo. Martn Paz y Manangani hicieron prodigios de valor; pero slo por milagro se

    libraron de la muerte.

    Necesitaban tomar el palacio y fortificarse en l a todo trance.

    - Adelante! grit Martn Paz.

    Y a su voz se precipitaron los indios al asalto.

    Aunque de todas partes eran rechazados, lograron los indios a su vez hacer retroceder

    a la tropa que rodeaba el palacio, y ya Manangani se lanzaba a los primeros escalones del

    prtico, cuando se detuvo repentinamente.

    Las filas de los soldados se haban abierto y por el espacio que haban dejado libre

    asomaban sus bocas dos piezas de artillera, colocadas all para ametrallar a los sitiadores.

    No haba tiempo que perder. Era absolutamente preciso saltar sobre la batera y

    apoderarse de ella, antes que disparase.

    - Vamos los dos! exclam Manangani, dirigindose a Martn Paz.

    Pero ste acababa de alejarse y no escuchaba ya nada, porque un negro le haba dicho

    al odo estas palabras:

    Estn saqueando la casa del marqus de Vegal, y quizs asesinndolo.

    Al or esto, Martn Paz retrocedi; y Manangani quiso arrastrarlo consigo hacia

    delante; pero, en aquel momento, los caones dispararon y la metralla diezm las filas de

    los indios.

    - Seguidme! grit Martn Paz.

    Varios compaeros, que le eran muy adictos, se unieron a l, y con la ayuda de stos

    consigui el indio abrirse paso entre los soldados.

    Aquella fuga tuvo todas las apariencias y resultado de una traicin, porque,

    creyndose los indios abandonados por su jefe, fue imposible reunirlos de nuevo, a pesar

    de los esfuerzos que realiz Manangani para llevarlos al combate. Envueltos en una nube