la trata de blancas

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LA TRATA DE

BLA NCAS

Jean Louis Dubut de Laforest

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Título original.- La Traite des Blanches Compuesto por los libros: I.- La Traite des Blanches II.- Madame Barbe-Bleu III Les marchands de femmes IV Trimardon Portada.- Dibujo de Théophile Alexandre Steinlen. Paris. Editorial Fayard. 1899 Traducción de José Manuel Ramos González Pontevedra, marzo 2014.

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A JOSE MARÍA DE HEREDIA

DE LA ACADEMIA FRANCESA

AL MARAVILLOSO POETA DE TROPHÉES QUIÉN, ENTRE OTROS TESTIMONIOS LITERARIOS,

ME CONCEDIÓ EL HONOR DE ESCUCHAR Y APRECIAR MIS ARGUMENTOS.

D.L.

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INTRODUCCIÓN Habiendo sido abierta una «investigación» por la Fiscalía

del Sena contra la novela: LA TRATA DE BLANCAS, el Sr. Raymond Poincaré aceptó la defensa del autor, el Sr. Dubut de Laforest, mientras el Sr. Antony Aubin se encargaría de los in-tereses del Sr. Fautrel, gerente del Journal.

El juez Sr. Malepeyre acaba de desestimarla: un acto de

elevada justicia. He aquí – sin más comentarios – el alegato que el Sr. Du-

but de Laforest debía pronunciar en la novena Sala: Caballeros, Tengo el honor o el deshonor de presentarme ante ustedes

como cómplice de un ultraje a las costumbres cometido, en La trata de Blancas, por el Sr. Fautrel, gerente del Journal, puesto que los artífices de nuestras leyes relegan a un segundo plano a los escritores y hacen principales autores del crimen o del delito a los directores de los periódicos, editores o gerentes, e incluso, según una nueva jurisprudencia, a los impresores (asunto Paul Dupont).

En virtud de mis títulos universitarios y de mis antiguas funciones judiciales y administrativas, hubiese podido vestir la toga y adornar la muceta con algunos bordados de laurel.

El decorado habría carecido de simplicidad y yo soy un hombre muy sencillo.

El Sr. Antony Aubin ha hecho una brillante exposición de las circunstancias, en defensa del Sr. Fautrel… tanto o más ate-nuantes en cuanto yo no tengo colaborador y por tanto reivindi-co la plena y entera responsabilidad de mi obra.

10 Yo solo, caballeros, apareceré, muy modestamente – yo lo

he dicho– pero sin temor; y me he levantado y permanezco de pie con orgullo, viendo en el estrado, y dispuesto a defenderme, al ilustre diputado de la Meuse, al antiguo ministro de la Ins-trucción Pública y a una de las glorias de la abogacía de París, al gran orador: Raymond Poincaré.

Caballeros, La Trata de Blancas, novela del Journal, es el corolario de Los Últimos Escándalos de París.

Esos Escándalos fueron inaugurados en 1898, hará pronto dos años, mediante La Virgen del Arroyo, y, comenzando la novela del Journal, he dicho a mis lectores: «¿No os he aburrido demasiado?... ¿Queréis que el Negro continúe… y os traiga a las Blancas? » Ellos me han respondido: «¡Sí!» mediante un aumen-to de ventas del Journal; y es por lo que, caballeros, veis aquí, amable, sonriente, bien dispuesto, a pesar de un gran esfuerzo, y respetuoso con la justicia, al autor de La Trata.

En la Trata de Blancas, «La Sra. Barba Azul», personaje central, representa «el Cieno de Impurezas» del que hablan las Escrituras, y el epígrafe de mi obra lo he tomado de la Biblia: «¡Que tu corazón no se desvíe por los derroteros de esta MUJER y que no te arrastre por sus senderos, pues ella ha herido a varios mortalmente y ha matado a otros que eran más fuertes!»

¿Qué observamos en torno a los ardides de la mujer extra-njera, de la generala Antonia Le Corbeiller, nacida en Hambur-go, hija de una amazona española y de un turco, domador de animales feroces? Observamos a seres generosos y seres malva-dos, la eterna lucha de la humanidad.

La Barba Azul llega, repito, de Hamburgo, tras haber justi-ficado el vocablo asesinando a Muhieddin-Pacha, su primer enamorado, y al cónsul general Glandoz, su primer marido.

Ha encontrado el medio de seducir a uno de nuestros vale-rosos e ilustres soldados, y hela aquí convertida en generala Le Corbeiller.

Para Antonia – cito la novela – este hombre encarna el obstáculo.

11 El obstáculo, porque una vez muerto, ella se hará rica,

gracias a la buena fe del general que casándose con ella, sin for-tuna, tras haber derrochado del dinero de los muertos que ha ido dejando, él le ha legado todo lo que la ley le permitía legar; el obstáculo, porque, viuda, ¡sería libre!

«La Sra. Barba Azul» no es una mujer que tenga vicios: ¡ella es el Vicio! No es una pecadora: ¡ella es el Pecado!; ¡ella es el Sacrilegio!

Ha matado al general; es libre, y su comedia de viuda des-consolada resultó ser tan hábil, que nadie – aparte de la hija del general – acusa a la asesina, y la propia Srta. Éve Le Corbeiller va a ser víctima de la Sra. Barba Azul.

Entonces, entre las orgias de la libertina, comienza para Éve una vida de martirio, mientras Antonia trata de mancillar esa flor virginal.

Entre los amantes de la Sra. Barba Azul, se distingue un ciudadano poco recomendable, Ovide Trimardon. Es, yo creo, el mejor tipo de mi galería, a menos que no quiera rivalizar con la baronesa Lischen de Stenberg.

Ovide y Lischen – este, francés, por desgracia; aquella, alemana, ejercen en París el oficio de proxenetas.

Uno y la otra ayudan a la Sra. Barba Azul, o bien actúan solos, en diversas operaciones cuyas intrigas configuran la Trata de Blancas.

¿De qué vale contaros todas estas historias? Más valdría rogar a la Srta. Flor de París, una de mis heroínas más simpáti-cas, que os lea la novela.

Flor de París está en su taller o en la Exposición, y la no-vela tiene más de veinte mil líneas.

La lectura se hace imposible. Debo solamente, caballeros, mostraros el cuidado que aporto a mi composición y a mis ar-gumentos.

Entre el tráfico de carne humana en París, y con el que co-laboran numerosos personajes: El Crío-Chuchín, la Rizos, el Guapo-Nénesse, el Terror de Montparno, la Sra. Hermosa Álva-rez, la Sra. Elodie Brochon y demás ralea; entre estas diversas

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maniobras, la viuda Le Corbeiller se ha prendado de los hermo-sos ojos de un joven escultor, César Brantôme, y de los blasones de un viejo aristócrata, el marqués Valentin de Beaugency.

Desde el principio de la novela planteo que Brantôme era el novio de la Srta. Le Corbeiller… Celos de la madrastra, tram-pas al amor, resistencias de Éve y de César; intervención de otro enamorado, el duque Melchior de Javerzac, y ascenso de la ge-nerala al marquesado.

Se ve surgir, en medio de idas y venidas de los mercaderes de mujeres, una gran sociedad: La Amiga de la Adolescente, teniendo como presidenta honoraria a la princesa de Mabran-Parisis, y, por presidenta efectiva a una burguesa, la Sra. Thérèse Alban, la tía de César Brantôme.

A través de la Sra. Barba Azul y Los Mercaderes de Muje-res, dramatizo y analizo observaciones personales y las notas del Congreso Internacional de Londres, los documentos del cardenal de Westminster, de la condesa de Aberdeen, de lady Batterses, del Sr. Sabourow, de la baronesa de Montencha, del Sr. de Meu-ron, del Sr. Bérenger, senador, del Sr. Henry Joly, abogado, etc.; los artículos del New York Herald, del Times, de la Revue Phi-lantrophique, los corresponsales del Temps y otros periódicos franceses y extranjeros.

Mis disertaciones se establecen a favor o en contra de miss Madu Gonne, Madame Louise Michel, el conde de Haussonvi-lle, el Sr. Charles Benoist, y demás filósofos, y demás moralis-tas, conservadores o revolucionarios, y, por los hechos esencia-les, con La Gazette des Tribunaux. Explico el rol de la obra: La Amiga de la Adolescente, asociación constituida por unas admi-rables cristianas, guidadas por su arzobispo que fue soldado; y, tras haber evocado los discursos de Gambetta, y del Sr. Presi-dente Deschanel sobre la Mutualidad, manifiesto, ampliando el horizonte de la Trata de blancas: El autor de LOS ÚLTIMOS ESCÁNDALOS DE PARIS, al no ser ni un clerical, ni un republi-cano sectario, ni un ambicioso, aceptará todas las observaciones y es una investigación tan seria y más amplia como la que el Figaro me hizo el honor de abrir, a consecuencia de mi novela:

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El Abandonado, en la que testimoniarán, mediante relevantes entrevistas o cartas: el Sr. Félix Voisin, antiguo Prefecto de po-licía, consejero en la Corte de casación; el Sr. Leveillé, profesor de derecho criminal en la Facultad de París; el Sr. Henri Monod, miembro de la Academia de medicina, director de la Asistencia y de la Higiene Públicas en Francia; el Sr. Lagarde, director de la administración penitenciaria; el Sr. Ch. Blanc, director de la Petite-Roquette.

¡Solicito una suscripción nacional para la protección de las jovencitas huérfanas o abandonadas; solicito un encuesta sobre la labor de las obreras; pido una ley contra la Trata de Blancas!

Sí, lo he dicho en el transcurso de mi obra, y quiero pro-clamarlo una vez más: «¡La mujer es una mercancía!»

Es la frase de cabecera de los amantes de la prostitución, que divierte a los esnobs y atrae a los libertinos; ¡es el verbo de ignominia que los gobernantes y los legisladores no escuchan!

«¡La mujer es una mercancía», y, no solamente la criatura ya organizada, sino «la niña» – las pequeñas y pequeños, en el «¡Baile de los Ángeles!»

¡He aquí, Caballeros, La Trata de Blancas! Durante los viajes que, después de tres inviernos, acabo de

realizar por el París nocturno, a menudo solo, algunas veces con colegas y médicos, o bajo la égida de los principales inspectores de la Sûreté, puesta amablemente a mi disposición por el Sr. Prefecto de policía, he podido valorar la desgracia tanto como el desenfreno, y regreso de mis excursiones con el alma inquieta, turbada, dolorida.

La Trata de Blancas – como los demás «escándalos» – es una novela, pero es también la historia contemporáneos, y la más extraña y real!

Reconoceréis conmigo, caballeros, que no tengo necesidad de publicidad – vista la conmovedora simpatía con la que me honra la Fiscalía del Seine, y me permitiréis exponer algunos detalles de las ventas en librería.

14 En mí conviven dos escritores –diría que uno es casi un

sabio, si me remitiese a los maestros benevolentes de la ciencia – y un autor popular.

Cuando me dirigo al gran público, desvelo los monstruos, y cuando abordo estudios de medicina, el precio de las obras aleja las curiosidades inútiles y peligrosas; así, Pathólogie So-ciale cuesta diez francos, en la editorial Paul Dupont; Los Últi-mos Escandalos de Paris, en volúmenes independientes, a se-senta céntimos, y en fascículos a diez céntimos, en los editories hermanos Fayard; y la Trata de Blancas, en el Journal, a un centavo.

Caballeros, todos mis íntimos podrían deciros cuanto me horroriza hablar de mí y de mis trabajos, y excusaréis que omita el catálogo de donde se desprende la nobleza de mi alma litera-ria y médica, y donde van a precisarse los «considerandos» de vuestro juicio.

Gracias a esa doble herramienta, la pluma y el escalpelo, entre el Palacio Borbín y el Palacio de Luxemburgo, todos los Palacios de la Repúblilca, comprendidos el de Justicia; entre los hospitales y los laboratoriao, los teatros, los talleres, las cuarte-les, el Bois, los clubs, los salones, los reservados, al igual que uno de los filófofos del cuadro de Couture asistiendo a la orgía romana, busco el enigma de nuestro Museo vivo de horrores y de dolores, y debo reconocer que la civilización es, junto con la naturaleza, la responsable. Debemos deterner el mal, en nuestra impotencia ahogar el germen, pues si se conocía, después de Lucrecio y su De natura rerum, le mecanismo de la vida en los seres animados, siempre se ignora, desde Darwin y su Origen de las Especies, el moviento de la materia que engendra la universi-ladad de los mundos.

La investigación está abierta, y lo estará por mucho tiempo aún; yo llamo a todas las mentes brillantes del Instituto y espe-cialmente a mi querido e ilustre amigo d’Arsonval, que nos hizo beber «aire líquido» en un banquete de los limousinos, en Paris, y me ha invitado a pasar unos días de descanso en su Laborato-rio de Bretaña.

15 Pero vuelvo al Tratado de Blancas. Durante la instrucción del proceso – aparte de las cortesías

– el Sr. juez Malepeyre ha sacado a la luz algunos pasajes bas-tatne intensos de mi novela, y el Ministerio público los subrayó. Yo respondo: «He corrido la cortina cuando era necesario, y la prueba de ello es la frase de una de mis espirituales y demasiado alegres lectoras, según una canción de Yvette Guilbert: «¡Este animal se detiene… en el instante en el que es más lechuzo!»

He sido un poco duro – lo reconozco – con las lesbianas, hacia la Sra. Barba Azul queriendo «donjuanizar» a Éve, su hijastra, y hacia la Srta. de Chandor, sembrando en una casa religiosa honorable, las semillas de Madame Don Juan, baronesa de Mirandol.

Tal vez debo a la flagelación de la Srta. de Chandor, de esa media o cuarto de virgen, el apóstrofo de un sacerdote pe-riodista y defensor de los dormitorios religiosos, incluso en sus excepcionales errores:

«Dubut de Laforest, ¿tenéis conciencia de vuestros actos? «Dubut de Laforest, ¡sois el Arcangel del Mal! «Dubut de Laforest, ¡yo os desafío y os maldigo!» ¡Ah! hete aquí, en mi rebaño de blancas, una misa negra! ¿Cuál es el nombre del abad y el título de su oscuro perió-

dico?... ¿Por qué dar publicidad a este Arcángel…. Del Bien?... El Paraiso debe bastarle, ¡sin el Infierno a mí no me basta!... Pero, si los miembros del Tribunal lo ordenan, yo lo contaría todo en presencia del Abogado de la República y de nuestros defensores, no para llevarnos a la seriedad, sino para ampliar la diversión!

Además, Caballeros, no pertenece a los curas periodistas o a los periodistas curas conceder maldiciones, excomuniones menores o mayores, y que nuestro Santo Padre, el Papa, conser-ve este exclusivo privilegio; me gustaría tener por arbitro al pro-pio Leon XIII si actuase – no para medir mi fe que no importa a nadie – sino mi respeto hacia las verdaderas y útiles creencias.

Y haría a León XIII, este alegato político: «Nuestro Santo Padre, ¿me he equivocado en tirar por los suelos los altares de

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Lesbos?... ¿Es condenable el hombre que escribía, allá, en Les Ecuries d’Augias, novela del Figaro, precedente de La trata de Blancas, novela del Journal: «… A través de Los Últimos Escándalos de París, y, por encima de los mil y un Ecuries d’Augias, a lo largo de nuestro camino, hemos admirado esas santas mujeres en cuadros de enfermeras, entre los doctores; nada las desalienta, nada las espanta; todo les es fraternal! Y para nosotros, que de ordinario viajamos más bajo, porque las rutas departamentales, nacionales y universales de la humnani-dad son menos altas; para nosotros que observamos más a me-nudo el vicio del bulevar que el cielo de la virtud; para nosotros cuya ambición es divertir y corregir a los hombres, es nuestro orgullo levantarnos y descubirnos ante Gabrielle y Marthe, las apóstoles sublimes de la Caridad!»

Desdeñemos, Caballeros, al sacerdote «de misa negra» y dos pobres hojas sin estima, sin autoridad, sin tirada; vacilemos ante otro órgano que, en un mes de intervalo, bajo dos firmas, es cierto, me denuncia a vuestra justicia, luego me iguala a Voltaire y me predice una estatua. Tengo En ese peródico– los dos ex-tractos están a disposición de mis jueces – un amigo y un ene-migo, pues eso tal vez os divertiría, pero me temo amargamente que los dos redactores son el mismo hombre

Vos sabéis, caballeros, como la noticia de la persecución contra la Trata de Blancas ha sido acogida en la prensa: un si-lencio honorable para ella, halagador para nosotros, y para vos… casi injurioso, de tal modo es luminoso y visible vuestro error!

Varios de mis distinguidos colegas se disponían a organi-zar una protesta en mi favor, yo no he creido deber aceptar.

Caballeros, incriminando la Trata de Blancas, se ha queri-do arrojar el descrédito sobre mi obra y sobre Le Journal, y hemos debido invesigar y encontrar los motivos de esta insólita persecución.

Hay, en la Fiscalía del Sena, un sustituto letrado encarga-do de la lectura de los periódicos y libros.

17 Ahora bien, ni el Sr. substituto, ni el Sr. procurador de la

República, ni el Sr. Procurador general, se han escandalizado con la publicación cotidiana durante más de dos meses, y la in-formación fue abierta por el juez Sr. Malepeyre por una carta del Sr. Secretario, jerárquicamente tansmitida.

Laspersecuciones serian motivadas por quejas dirigidas al Secretario.

¿De quién emanaban las quejas? Algunos policías, antiguos o nuevos – a nuestras órdenes –

han venido a decirnos: «Buscad entre los editores envidiosos de la casa Fayard o entre los periódicos preocupados por la expan-sión del Journal!...»

Estimamos que nuestros rivales, son nuestros colegas – y no nos hemos dignado a investigar por ese lado.

¿Esas quejas vienen de los chulos y las matronas a través de oscuros canales?... ¡Tal vez!

He querido mirar a otra parte, y, como decía el honorable Charles Dupy, os someto a este dilema:

O el Gobierno ha querido vengarse de la política del Jour-nal, que le es hostil; o bien, uno de los ministros del gabintete Waldeck-Rousseau no ha sido muy bien tratado al verse nom-brado, no en la Trata de Blancas, sino en otro libro de los Últi-mos Escándalos de París, que tengo el honor de pasar al Tribu-nal.

Entonces, se trata de una cuestión «política» o una cues-tión «personal» – en definitiva una mala cuestión.

Abandono… a fin de que meditéis y declaro: 1º Si un mi-nistro es reconocido en uno de los protagonistas de los Ültimos Escándalos de Paris, se equivoca por completo, pues mis libros son estudios, no panfletos; creo a mis tipos con combinaciones, sin preocuparme de personalidades tan efímeras, e ignoraba a ese ministro nombrándole; 2º Si es una cuestión «política». Yo la dramatizaré en la próxima edición de los Écuries d’Augias, de esos Écuries del Palacio Borbon donde hay bravas personas y aún más de subveterinarios -¡Oh, Gambetta! – los subveterina-

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rios cuyos escándalos obligaban, ayer aún, al presidente Des-chanel a cubrirse, en plena Exposición, ante el extranjero!

Caballeros, en tiempos de Francisco I y de Gargantúa, se quemaban vivos los escritores e impresores: Etienne Dolet, por ejemplo. Los castigos de la Tercera República son mas suaves; pero si una breve estancia en la nueva y agradable prisión de Fresnes y una multa de cincuenta luisies no tienen nada de es-candaloso para los novelistas que no tienen dinero y se encie-rran; si nuestos legisladores expanden la ordinaria amnistía, no es menos cierto que de unas inculpaciones audaces puede nacer el peligro grve de sobrexcitar a los escritores.

No tendrían razón; deben conservar toda su serenildad; y, aquí mismo, entre la violencia de las requisitorias y la buena o mala fortuna de vuestros jucidos, encarnais – para el filósofo – a unos personajes sometidos a su observación desinteresasa y alti-va, sin haber dejado de ser magistrados.

¿La virtud? ¿La moral? ¿El pudor? ¿Queréis toda la luz? Pues bien, el Sr. Bérenger y yo nos

«marchamos» para la misma casa y somos dos charlatanes. Él gruñe, mostrándosos la droga: «¡Probad eso!...» Vos sabeis que la píldora es amarga; haceis muecas de disgusto, y os alejais… Yo, os digo, alegre: «Venid, hijos míos, voy a contaros alegrías y tristezas, y os deslizo, en medio de las risas, la droga y… la sustanciosa médula!»

Señor Abogado de la Republica, El autor de los Últimos Escándalos de París observa y

dramativa, en su obra, a millares de personajes, oficiales y sol-dados del ejercito humano; ellos han deshojado el árbol de la Ciencia, el Arbol del Bien y del Mal; representan el Vicio y la Virtud, y podría llamar al conjunto y hacerlo desfilar ante vos, al paso, con sus estandartes! Depués del juicio, bueno o malo, el autor perseguirá su tarea, no ignorando que la satira debe pre-tender menos recompensas académicas u oficiales que las ala-banzas y las bendiciones! El autor no solicita nada del Ministe-

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rio, pero debería sonrojaros haberos visto obligado a traerlo a este banco, en lugar de sus protagonistas, matronas, chulos, etc.

¡Y si vuestros TRIBUNALES son pequeños, cambiadlos! ¿Que es lo que queréis, Sres. abogados de las Repúblicos y

los Reinos – o aquellos que os ordenan – de mis Ultimos Escán-dalos de Paris?

El año pasado, el Jurado de Limburgo (Bélgica) absolvió a madame Don Juan, libro V; y como la Fiscalia del Sena abre una información sobre la Trata de Blancas, esa misma Bélgica, «Reina de los Pornógrafos», a criterio del menor de nuestros sustitutos, incrimina los Últimos Escándalos de Paris, toda la obra, y me traduce ante la Corte de Flandes occidental, en com-pañía de tres escritores célebres: El Sr. Octave Mirbeau, por el Jardin de los Suplicios, el Sr. Camille Lemonnier, autor de El Hombre enamorado, y el Sr. George Eeckhoud, por Escal-Vigor.

¡Brujas! ¡cuna y el cementerio de Rodenbach!... Pero si Brujas no estaba muerta – ¡morirá!...

¿Debo huir de los balnearios y casinos belgas y añadir a mi despacho un cajón de contenciosos dirigido por los juricon-sultos más expertos del Congo?... (Sea dicho, sin herir a los eminentes defensores de mi obra.)

¡Y yo que soñaba con festajar el aniversario de Su Majes-tad Leopoldo, en el que se distiguenn ciertos rasgos de nuestro Enrique IV, el Verde-Galante!

¿Caballeros, si absolvéis al novelista en Francia, se le ab-

solverá en Bélgica?... Según François Kerrels, abogado de la Corte de Bruselas, los asuntos de los Últimos Escándalos de Paris (pues hay dos) están fijados para dedicarle cinco días; y, en cinco días, se pueden abrir los oídos, y, según el argot del Crío-Chuchín, no eternizarse Vientre hambriento

20 ¡Aquí y alla, tengo esperaznas. En Francia y en Bélgica,

jurados y magistrados no revelan más que la ley y su conciencia, y no hipocresías burguesas y rencores ministeriales!1

Considerad, caballeros, el destino de un escritor libre; es un poco como la nave que lleva en su escudo la Ciudad de París, si el termino no parece exagerado para un observador de trajes negros… marítimos.

En 1882, yo publicaba Tête à l’Evers, en la Biblioteca Charpentier. Alexandre Dumas quiso, algunos años más tarde, escribir el prólogo del Faiseur d’Hommes, y me predijo, con ocasión de otra obra, La Crucifiée, en Calmann Lévy, el editor del maestro: «¡Antes de diez años, seréis de la Academia france-sa!»

1 Los acontecimientos acaban de justificar mis previsiones. A consecuencia del archivo de la denuncia, producido en París, a la

Trata de Blancas; y, mientras corrijo las prueba de este «Discurso» del que he querido conservar su nota primordial, la otra «doble noticia»– la belga – me llega a Royat (Puy-de-Dome) y aumenta la dulzura de las vacaciones:

Brujas, 31 de julio de 1900.

Querido Serñor, Tengo el placer de comunicarle que mi colega Michel Geraets, de la

abogacía de Hasselt, y yo, hemos obtenido del jurado de la Flandes Occiden-tal, que pasa sin embargo por ser el más severo de Belgica, en la materia incriminada, la absolución POR UNANIMIDAD de vuestras obras (ULTI-MOS ESCÁNDALOS DE PARIS): La Virgen du trottoir, Le Dernir Gigolo, Le Lanceur de Femmes, Les petits Rastas, La Bonne a tout faire.

El 2 de agosto – próximo jueves – defenderemos con el concurso del Sr. Alfre Moulaërt, del Colegio de Abogados de Brujas, los demás fascículos. Desde ahora, es infinitamente kprobable, por no decir seguro, que el Ministe-rio publico sufrirá una nueva derrota.

Quisiera agregar, etc. FRANCOIS KERRELS,

Abogado de la Corte de Apelacion de Bruselas Y el 4 de agosto, este telegrama: “Segunda absolución _ POR UNANIMIDAD

KERRELS.

21 Todas las glorias de la literatura aceptaban el horóscopo

de Dumas – los espíritus más serios y los más ligeros – Jules Simon, que me felicitó con motivo de un estudio; Maxime Gau-cher, el eminente profesor, el añorado crítico de La Revue poli-tique et littéraire, donde yo figuro en buen lugar; François Coppée, uno de mis padrinos en la Sociedad de los Hombres de Letras; Edouard Pailleron, Guy de Maupassant; Labiche, del que uno de mis lejanos escenarios, Mesdames les Hommes, conserva la introducción; Paul Bourget, otros académicos ilutres leían y discutían mis libros; Paul Hervieru se encontraba con Francis Magnard y Grosclaude para juzgar muy original una gran escena del Gaga: «El Banquete de la universal Debacle»; Aurélien Scholl glorificaba Bell-Maman; Anatole France se complacía con los decorados burgueses de La Bonne á tout faire; André Theuriet, en casa de nuestro editor común, me hacía el honor de pedirme el «ultimo nacido»; a Jules Claretie y a Philippe Gille les gustaba Angéla Bouchadu, heriona del Limousin; Francisque Sarcey, olvidando nuestras antiguas diferencias, recomendaba L’Abandonné a todos sus lectores; Henri Meilhac me prometía una colaboración dramática; Juean Izoulet, profesor en el Cole-gio de Francia, me informaba que, para su curso, iba a recomen-dar mis estudios sociales.

Debo remitirme a estos testimonios; y entre los jóvenes escritores, no nombraré más que a uno de los más brillantes, el autor de La Légende de l’Aigle. Este libro – muy diferente de mi estilo – ha aparecido con esta dedicatoria: «A Dubut de Laforest, al escritor, al amigo, su admirador, Georges d’Esparbès.»

En la ciencia, he tenido el orgullo de interesar a Pasteur, Charcot, y a los mejores de entre sus alumnos, hoy miembros del Instituto, profesores y agregados de la Facultad de medicina.

Vais a escuchar a los vivos, Señorías, y el Sr. Raymond Poincaré os dará lectura de los testimonios de algunos ausentes, retenidos por sus deberes profesiones y cartas de los falleci-dos… Perdón, ¡oh queridas sombras! Que vivis en la gloria, lejos de nuestras disputas y de vuestras estatuas, entre los mirtos

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y los laureles siempre verdes, y las rosas siempre floridas de los Campos Eliseos!

En fin, caballeros, se me ha lecho justicia, desde el Gaga,

tan maravillosamente defendido por el Sr. Léon Cléry, y repro-ducido in extenso, en Pathologie Sociale – y heme aquí, no bajo la Cúpula, ni incluso en la Academia de Pézenas, donde me pro-tegería la sombra de Molei+ere, sino ante la novena Cámara!

No me irrito; me recojo y digo: «¡Es que en la Fiscalía del Sena no te han leido!» Así pues, evocando toda una carrera de trabajo y de honor, añado, con la frente muy alta: «¡Es que ellos ni te han mirado!»

¡Y me invaden unas formidables ganas de llorar o de reir! Ha llegado la hora de decir «algo a los hombres»: el pue-

blo se indiga por la avalancha de mentiras y egoísmos; quiere la luz; quierer la verdad; y, tratar de paralizar nuestra obra, su-pondría aumentar nuestras sabias observaciones con una fuerza vengadora inútil y una desastrosa llamada de rebato!

¿No sentís, caballeros, una conmoción en el ambiente, una especie de descalabro precursor? ¿No estáis a la vez radiantes e inquietos viendo a los académicos de gran talento como Fran-çois Coppée y Jules Lemâitre, involucrarse en asuntos públicos y enfrentarse con un gran cererbro como Anatole France? ¿No distinguis en sus nuevas obras– y muy al margen de la lamenta-ble «Histroria Dreyfus» – una preocupación por acometer gran-des reformas, la necesidad de una humanidan mejor?

Sucede hoy, caballeros, lo que ha ocurrido el siglo pasado, en vísperas de la Revolución; ¡y, antes de la tempestad, los filó-sofos tienen el deber de hablar a los hombres!

Y es por lo que, alejándose de los senderos llenos de idi-lios o de adulterios, he aplicado el hierro candente sobre las lla-gas sociales, a fin de interrumpir – entre los gobernantes – una criminal letargia!

Caballeros, yo no soy un pintor de miniaturas, sino un pin-

tor de frescos; y, tengo el derecho de expresarme en el ámbito de

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las costumbres, según Alexandre Dumas padre, en la aventura, y con más estima que él por los talladores de los tapones de garra-fas: «¡A mí, las minas del Oural! Yo arrojo diamantes – con sus gangas –¡los diamantes de la verdad!»

Vereis a partir de ahora en la hisotria de Los Últimos Escándalos, un pintor a la manera de Leandro, el dibujante del Rire, que se inauguró antaño en el Chat Noir, ilustrando uno de mis relatos; de ese Leando cuyas imagnes son extraordinaria-mente caricaturescas y del mismo modo, extraordinariamente semejantes; de ese Leandro que tiene el talento de la distorsión, en la violación perdonada de las leyes anatómicas!

Sí, durante vuestras vacaciones judiciales, encontraréis la posibilidad de escuchar las numerosas armonías de los Últimos Escándalos, distinguiréis allí un leit-motiv contra las lesbianas; y, patriotas, me agradeceréis haber ttratado de frenar – por el ejemplo del castigo – esos amores artificiales que son, junto con las brigadas de ciertos ovariotomistas, una de las causas de la despoblación de Francia.

Permitidme recomendaros la lectura de El Doctor Ovario-tomista, (libro VII). Aquí, he planteado los proyectos legislati-vos del Sr. Edme Piot, senador de la Costa de Oro, y la estadísti-ca demoledora del honorable senador viene a justificar mi requi-sitoria: el último crecimiento de nuestra población, comprendido entre 1872 y 1876; alcanzaba 160000 invidivuos; después de esta época, es de 25000, y esa cifra corresponde a la nacionali-zación de los extranjeros.

¡Así pues, Francia se va – y se va, reducida por el egoísmo de los esposos, manchada por el culto a Lesbos, y hundida por el bisturí!

¿Qué deciros aún de la venta o la masacre d las más her-mosa mitad de la especie human, y también de la más frágil?

Originario del país de Montaigne y de Brantôme, cirujano de costumbres, doctor en medicina social, podría transformar vuestros asientos y vuestro estrado en mesas de anatomía y tum-bar allí a toda la humanidad – una vieja zorra – y analizarosla, y disecarosla, y espantaros como en mis libros!

24 Pero Alphonse Allais, nuestro maestro de la ironía, acaba

de incitarme a adoptar la sonrisa, al escuchar el nombre del «Roi Pausole» y de «Andre Tourette», esos magnificos héroes cuyos autores no desconocían al papa de Trimardon, de la Gene-rala y de la buena Álvarez.

Ahora bien, caballeros, la Exposición Universal está lista,

y los extranjeros afluyen a nuestra ciudad. No veo que se cuiden sus alegrías y sus sorpresas, y afirmo: «Los que practican la Tra-ta de Blancas tienen razón, y yo que me rebelo, pues bien, estoy equivocado!... No hay una palabra de cierto en La Trata de Blancas, ni en Los Últimos Escándalos de París!... Jamás he visto putas haciendo la calle, ni apuestos caballeros utilizando la belleza de sus mujeres o de sus amantes! No hay Tartufos, ni libertinos, ni Tartufos libertinos! Ninguna criada se acuesta con su burgués! Ovide Trimardon, la baronesa de Stenberg, la Sra. Hermosa Álvarez, han podido existir, durante la pasada Exposi-ción; tal vez regresen para la próxima, pero, hoy, no existen!

¿Os créeis en París, en 1900?... ¡Qué error!... Vivimos en-

Pompeya, en el años 79 de la Era cristiana, con la esperanza de que el 23 de noviembre no tengamos una erupción del Vesubio – el diluvio de lava ardiente que engulló la ciudad y cuyos sobre-vivientes conocieron «los horribles detalles», gracias al natura-lista Plinio el Joven.

¿Es culpa mía si el Sr. Albert Le Page, secretario general y

el Sr. Alexis Lauze, secretario de la redacción del Journal, orde-nan imprimir, en la calle Richeliu: La Trata de Blancas (Loube-to regnante) cuando yo he escrito: La Trata de Negras, bajo el consulado de Virginio y Regulo, no en la avenida Trudaine, sino en las costas de Sorrente o Stabies, o sobre el rio de Herculano, o en el templo de Isis?

¿Es culpa mía si el Sr. Lucien Tissertan, director de la edi-torial Fayard, cambia mi título, enviando mis obras al impresor

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Michels, y os hace leer Los Últimos Escándalos de París, en lugar de los Últimos Escándalos… de Pompeya?...

Ovidius Trimardo, Lischenia Stenberga, Puer-Goupinus, Pulcher-Nenessius, Terror Montis-Parnassi y dux Antonia qui de muliereibus adque puellis «traficabunt», urbi et orbi, vos salutant!

Super Lutetiae faeminas aedificaverunt «galettam», et ad-versus eos non proevalebunt portae Inferi!

Caballeros, Así como declaraba antes al Sr. Abogado de la República,

pertenezco a una familia de las más honorables. Jamás hemos hecho daño al prójimo. Sé mejor que nadie lo duros que son los tiempos; y si, mediante mis revelaciones escandalosas e inciertas de La Trata de Blancas, he podido perjudicar en la cantidad que sea, la industria del Sr. Ovide Trimardon, de la baronesa de Stenberg, de la Sra. Hermosa Álvarez, del Crío-Chuchín, del Guapo-Nénesse, de la Rizos, del Terror de Montparno y de su generalísima Antonia, me compromento a indemnizarles, no con mis derechos de autor que ya he cobrado, y, por desgracia, en parte gastados con algunas de sus bonitas clientes – de aquellas que, según Balzac, nos «hacer perder novelas», sino en consentir a la Sociedad Trimard and C. una delegación y a escribir una nueva obra en el periódico más serio y sobre e tema más austero que dicha Sociedad quiera indicarme.

Os reís, caballeros, y cometeríais un grave error cesando vuestras risas, pues yo no soy más que un payaso!

Pailleron me llamaba el abogado de las mujeres; Alexan-dre Dumas y Guy de Maupassant discutían para saber si yo era Suetonio, Juvenal o Propercio; Henry Fouquier ve en mí al pin-tor Holbein; José-Maria de Heredia juzga y admira varias esce-nas de la Trata de Blancas… ¡Los honorables fallecidos, se di-vertían!... ¡Los honorables vivos, se divierten!

La verdad, entre nosotros: no soy más que un bufón, un imbécil, iluminado a veces por un rayo de sol o de luna – para

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despertar la conciencia humana, para exhortaros a tener más piedad hacia los desgraciados, daros una lección seria, para di-vertiros!

He acabado, señores jueces. La opinión de los maestros2 no me había producido el deli-

rio de grandeza, y la requisitoria no me inflige más que la perse-cución.

Mi ilustre defensor Raymond Poincaré sabrá mejor que yo, deslumbrándoos con su elevada elocuencia, ganaros con su indulgente filosofía, contribuir a la libertad de pensar y de escri-bir; y, ¡después del alegato, vuestro veredicto, Magistrados, y vuestros clamores, Ciudadanos, van a hacer esta jornada inmor-tal!

2 Los testimonios de los escritores a los que hago alusión, en este

«Discurso», han sido publicados en los periódicos, y, especialmente, las car-tas de Alexandre Dumas, de Edouard Pailleron y de Guy de Maupassant.

Cuando he hablado del gran filósofo Jules Simon, habría debido salu-dar la memoria de Émile Littré, pues el inmortal autor del DICCIONARIO fue el primero en honrarme con su benevolencia.

La carta de Labiche está en una preciosa colección de autógrafos, y discurre por completo, y con qué brío! Acerca de uno de mis proyectos de comedia: Mesdames les Hommes.

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LIBRO I

LA TRATA DE BLANCAS

COSTUMBRES CONTEMPORÁNEAS

«¡Que tu corazón no se desv-íe por los derroteros de esta MUJER y que no te arrastre por sus senderos, pues ella ha herido a varios mortal-mente, y ha matado a otros que eran más fuertes!»

(LA BIBLIA.– Ardides de la

mujer extranjera.)

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I Esa noche del 20 de diciembre de 1890, el general Lucien

Le Corbeiller, cubierto con una bata, con el bigote y la barba rizada, charlaba con su hija, sentada cerca de él, en el fumadero de su suntuoso palacete de la calle Saint-Dominique.

Éve, morena y bonita, en la aurora de los diecisiete años, acababa de ponerse un vestido de baile rosa, y respondía, dulce y tímida, a las preguntas paternas.

El Sr. Le Corbeiller, tumbado sobre un diván, parecía in-dispuesto, y uno de sus pies, hinchado y cubierto de vendas, ponía de manifiesto el reumatismo que lo obligaba a hacer efec-tivo su retiro de general de brigada antes de la edad reglamenta-ria.

Preguntó con una amplia sonrisa: –Así que, hija mía, ¿tienes secretos para tu padre? –¡Oh! ¡no! –¡No sabes mentir!... Conozco tu secreto: tiene veinticinco

años… Una barba morena… ¡Es escultor, trabajador y original, que desciende de un gran escritor y se convertirá en un gran ar-tista!... Y se llama… ¡César Brantôme!

Graciosa, ella le puso una mano en los labios: –Padre, ¡te lo suplico!... El general reía con más intensidad: –¡Demasiado tarde!... ¡El nombre ha salido!... ¿Se lo has

contado a tu madre? Éve se levantó y dijo, trágica: –¡Mamá está muerta!

30 Unas sombras oscurecieron el rostro del general: –Sabes de sobra que hablo de tu segunda madre… de

nuestra querida Antonia… La joven bajaba la cabeza y guardaba silencio. Él continuó: –¡Éve, eres injusta con Antonia, y eso me decepciona!...¡

Antonia, mi esposa, es tan buena, tan cariñosa, tan devota! ¡Te quiere tanto!

–Sí, me quiere; me lo jura, al menos, – dijo Éve, hablando con ironía – pero su afecto por mí es raro, y, a menudo, ¡me da miedo!... Las caricias que me prodiga me molestan… Las dulces palabras que murmura me parecen contener un misterioso senti-do, indescifrable, y sus besos me queman, como si, en lugar de sus labios, aplicase tizones sobre mi rostro.

–Niña, ¡nuestra Antonia es exuberante en amistad y en to-das lo demás!... ¡Tiene el sol en el alma y en los ojos!... ¿Sabes lo que creía?

–No, padre… –Pensé que aprobarías lo que he hecho por ella, lo que le

he reconocido mediante contrato, para después de mi muerte – y sabiéndote bastante rica con la herencia de tu madre – ella pu-diera disponer de aquello que la ley me permite dejarle.

Ella rodeó el cuello del general con sus bellos brazos: –¡Ah! padre, ¡qué mal me conoces! Te he apenado…

¡Perdóname!. Intentaré querer a tu esposa… por el amor que te tengo a ti… ¡Hasta ahora no he podido!... ¡Deberías compren-derme! Yo ya era mayor, cuando mamá murió… Yo la quería… La adoraba… Ella estaba allí, siempre presente en mi corazón y en mis ojos… y, muy a mi pesar, no podía acostumbrarme a ver… aquí… ¡a otra en su lugar!

El general interrumpió a su hija: –¡Silencio, Éve… Aquí llega! La Sra. Antonia Le Corbeiller avanzaba, alta y erguida,

majestuosa, en todo el esplendor de sus treinta años – en el cenit de las bellas; – y esa mujer recordaba a la leona y a la pantera – a la leona por su cabeza altiva y espesa cabellera salvaje, sedosa,

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y, aquí y allá, sus prodigiosos rizos rojos y dorados; – a la pante-ra, por la ligereza felina de su cuerpo; dos ojos enormes de un verde alga marina, brillaban encima de su nariz de aletas rosas y anaranjadas; un ligero bello pelirrojo, puntillado de oro, como sus cabellos, sombreaba unos labios húmedos, vivaces, de una carne nueva, casi sangrienta. Todo en ella exhalaba amor, y las cejas que se fruncían a la menor alerta, sus dientes puntiagudos, las luces de sangre de las pupilas, revelaban, además de la impe-rial Mesalina de las lujurias, una mendiga muy moderna.

Vestida de satén gris, bajo un manto doble de marta cibe-lina, guantes altos de Suecia, y tocada con un gorro estilo Velázquez con una larga pluma color de fuego, besó al general:

–¿Estás mejor, verdad?... ¿Te ha dejado tranquilo ese mal-dito reumatismo?

–Estoy muy bien… ¿Has dado un buen paseo? Antonia se exaltaba: –¡Oh! ¡Soberbio! ¡Cuatro vueltas al lago en automóvil!...

¡Un trajín infernal!... –¿Creía que habías tomado el landau? –Sí, pero me encontré con mi amigo el marqués Valentin

de Beaugency, saliendo de su palacete de los Campos Elíseos, en su máquina eléctrica, primera en su género, y, ¡a fe mía, que he dejado el landau para tomar lugar a su lado!... ¿No estás celo-so, verdad?

–¡Ni de él, ni de nadie! Confío en ti… –¡Enhorabuena! La generala se volvió hacia Éve: –¿Y bien, es que no me vas a besar, querida? La Srta. Le Corbeiller tendió la frente a su madrastra. Vivamente, Antonia le tomó la cabeza y le estampó dos

cálidos besos que le sellaron los virginales labios. Luego, sin preocuparse de la confusión de la joven, le

tomó las dos manos y la contempló, zalamera: –¡Qué bella estás, ángel mío! ¿No será por casualidad que

te has puesto ese exquisito vestido para honrarnos a tu padre y a mí?

32 –¿Olvidáis, señora, que la duquesa de Chandor debe venir

a recogerme para ir con su hija Suzanne, a la Opera Cómica? –¡Es cierto!... ¡Diviértete mucho!... En cuanto a mí, no

cambiaría mi velada por la tuya; la pasaré entera, en una dulce conversación al lado del fuego con tu padre…

Y mirando el reloj de péndulo: –¡Dios santo! ¡Las seis y media! Apenas tengo tiempo de

vestirme… Éve, querida, ven conmigo; ¿tendrías tan amabilidad de ayudarme?

La Srta. Le Corbeiller permaneció inerte, y una oleada de sangre vino a enrojecer las mejillas de la virgen.

¡Oh! no, ella no quería ir a la habitación de su madrastra y sobre todo de quedar a solas con ella. La casta morena recordaba lo que ocurrió, una noche que ella había seguido a la madrastra: Antonia, saliendo del baño, completamente desnuda, con sus cabellos salvajes desplegados sobre sus hombros, sus ojos bri-llantes de verdes luces, y su voz pérfida, tentadora, embrujadora, se atrevió a decir: «¡Éve, querida, mírame! Mírame por todas partes y dime si soy bella…»

Éve huyó de allí, fuera de sí, sin intentar comprender el enigma, y, después de esa noche, no se aventuró jamás en la peligrosa habitación.

A una nueva solicitud, ella respondió, helada: –Disculpadme, señora… Me quedo con mi padre… Isis,

vuestra egipcia, está en la salita… Puedo avisarla si lo deseáis. –¡Olvídalo! Ahora, en un inmenso y lujurioso vestidor, Antonia se en-

tregaba a los cuidados de la egipcia Isis, una de sus doncellas. Grande y musculosa como un hombre, con grandes ojos

redondos y negros, un cabello moreno abundante, los labios car-nosos, la tez amarilla y bronceada, Isis llevaba un traje de egip-cia, un poco teatral, y cuyas telas brillantes acentuaban todavía más la extraña virilidad de su persona.

Esas dos mujeres, de la misma edad, se conocían desde su infancia; y mientras la sirviente bañaba y enjabonaba el maravi-

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lloso cuerpo de su ama, de donde se exhalaba un olor natural de menta y verbena, mientras provista de todo un arsenal de espon-jas, toallas, limas, tijeras, cortaba las uñas rosas de los pies y de las manos, lustraba la larga y salvaje cabellera, descendía y re-montaba alrededor de los huecos y los salientes, de los rosados y las blancuras, de las sombras doradas, de todos los tesoros de amor, la generala evocaba rápidamente su historia con la idea de añadir, esa misma noche, un capítulo más.

Descendiente de un turco, domador de fieras y de una amazona española, Antonia Chérif – hoy la Sra. Le Corbeiller – había nacido en Hamburgo, la ciudad cosmopolita por excelen-cia, la villa de los músicos más innobles de Europa, inmenso mercado de bestias feroces y muchachas de vida alegre, la villa maldita de los animales, la villa bendita de la prostitución. A los catorce años, la Srta. Chérif se evadió de la rulot, no es que ca-reciese de habilidad, ni de ardor para los ejercicios de las jaulas, pues desde muy pequeña figuraba en el espectáculo de su padre, sino porque el medio le parecía grosero, y, cuando menos, sin elegancia.

Siguió por Egipto a Muhieddin-Pacha, uno de los amantes de su madre, y se llevó con ella a Isis, una pequeña sirvienta, muy feliz de volver a ver su país natal.

El Pachá le había hecho dar una instrucción de las más bri-llantes, y, para agradecérselo, en Alejandría, en el harén, la hija del domador estranguló al amante; luego, jugando a ser la sulta-na desconsolada, permitió, gracias a Isis, incriminar y hacer que ahorcasen a una de las otras mujeres.

Rica por los regalos del Muhieddin, por los robos y los adulterios, se convirtió al catolicismo, convirtiéndose en la es-posa legítima del Sr. Émile Glandoz, cónsul general de Francia, que le reconoció una bella dote sobre su haber, y ella se liberó, una vez más, del segundo marido, y, esta vez, gracias al veneno. Se vio comprometida judicialmente, y, al no poder negar su cri-men, lo confesó al propio hermano del esposo, Monseñor Char-les-Alix Glandoz, entonces misionero, hoy arzobispo de Bour-

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ges, a quién ella había confesado razones pasionales. El religio-so le evitó la cárcel y la soga.

Pasó su duelo viajando a tierras lejanas, siempre escoltada por Isis. La aventurera se detenía algunas veces en París, des-lumbrando a todos por su juventud y belleza.

En un baile de la Presidencia, el general Lucien Le Cor-beiller, viudo de la encantadora y digna madre de Éve, cayo enamorado de la Sra. Glandoz, nacida Chérif, y le dio su apelli-do… ¿Iba a morir Lucien trágicamente, como los otros dos?

A menudo, Antonia echaba de menos las jaulas de los animales feroces; y, para distraerse, para gran horror de la Srta. Le Corbeiller, educaba y domaba a un joven tigre.

Una vez vestida, preguntó: –Isis, ¿Has dado de comer a Sultán? –Sí, ama… Según vuestro deseo, le he dado un perro vi-

vo… El tigre lo ha devorado, no queda ni un hueso del chu-cho…

–¡Bien!... Esta noche, prepárate para recibir mis órdenes… Y Antonia bajó al fumador, envuelta en un péplum de ca-

chemira blanco, con sus salvajes cabellos empolvados de oro. Esperando la cena, se pasó al salón, y a ruego de general,

la Sra. Le Corbeiller tomó su harpa y cantó: soberbia detrás del instrumento, con los dedos agiles y artísticos, a lo largo de la cuerdas, ejecutaba una melodía que ensalzaba a Galaor, donde destacaba su voz de contralto, bajando casi hasta un registro masculino, voluptuoso, evocando los amores del paladín bien amado para estallar en sonoridades de cobre en la gloria de las batallas.

Desde hacía algunos minutos, Hermann, uno de los cria-dos, grueso y rubio mozo, había entrado y permanecía allí, no atreviéndose a interrumpir a su ama.

Tras los entusiastas elogios del Sr. Le Corbeiller y el bra-vo más discreto de la Srta. Éve, Hermann anunció:

–¡La Sra. generala está servida! Pasaron al comedor, y, durante toda la comida, el viejo tu-

vo para su Antonia ojos de un enamorado veinteañero.

35 Cuando Éve salió, en compañía de la duquesa Berthe de

Chandor, el Sr. y la Sra. Le Corbeiller subieron a la habitación del general y se instalaron al lado de la chimenea donde, en esa velada invernal, ardía un buen fuego de leña.

Muy amable, muy dulce, Antonia leyó un periódico de la tarde a su marido; se tomó una taza de té, y hacia las diez, Lu-cien, según su costumbre, se quedó dormido en un sofá.

Entonces, la mujer se levantó, y de pie ante el general, lo envolvió con una mirada de odio.

¡Para ella, ese hombre representaba el obstáculo! El obstáculo, porque, una vez muerto, ella se volvería rica,

gracias a la liberalidad de Lucien, que, al casarse con ella, sin fortuna, tras el despilfarro del dinero de sus difuntos maridos, él le había reconocido todo lo que la ley le permitía disponer, y de ese modo no tendría que soportar la humillación de pedir sumas a sus amantes, y que sin embargo él nunca le rechazaba.

El obstáculo, porque, viuda, ¡ella sería libre! ¿Pero, libre? ¿Acaso no lo era ya, y más que todas las mu-

jeres de su alrededor? Ella iba, venía, corría noche y día, y el marido, en su inocencia de hombre decente y su respeto conyu-gal, hubiese enrojecido por interpretar mal las largas y extrañas ausencias de su ídolo.

Muchos vividores y noctámbulos conocían las escapadas de Antonia, y circulaban historias sobre aquella a la que llama-ban Sra. Barba-Azul: un individuo que, se dice, fue amado por ella, había revelado la existencia de una pequeña casa en un ba-rrio aislado de Paris, donde ella recibía, en noches de orgía, a sus amantes y queridas, toda la lira de las lujurias; pero el pasa-do de la hija del domador era desconocido por todo el mundo, aparte de Monseñor Glandoz, por la segunda parte, y por la egipcia, en su totalidad.

Por otra parte, los rumores se detenían en el umbral del pa-lacete de la calle Saint-Dominique donde el general Lucien Le Corbeiller, enfermo, permanecía confinado la mayoría del tiem-po, y las lenguas se callaban ante Éve.

36 Esta tácita complicidad de los amigos enardecía aún más a

la aventurera; y, semejante a Théodora abandonando por la no-che su imperial palacio para ir a entregarse a los bestiales amo-res de los histriones y los gladiadores, la Sra. Le Corbeiller, en-cendida por sus monstruosos deseos, recorría París, desde los almacenes, los saloncitos y los ricos salones hasta los tugurios, desde los discretos apartamentos de los proxenetas hasta las ca-sas de tolerancia y antros de maricas y lesbianas.

No era una mujer que tuviese vicios: ¡ella era el Vicio! No era una pecadora: ¡era el Pecado!”… ¡Era el Sacrile-

gio! El orgullo, la envidia, la gula, la cólera, la pereza, incluso

la avaricia, por ciertos lados, y la lujuria, todas las lujurias, las encarnaba en carne y en sangre; incubo y súcubo, feminizándose o virilizándose, según sus caprichos, el monstruo remaba hacia la isla de Lesbos, no desdeñando aterrizar en Sodoma y Gomo-rra.

Sin embargo, había una claridad en ese fango: Antonia era brava, incluso temeraria, y soñaba con vestirse algún día de pri-mera espada, e ir a afrontar, con el capote en la mano, los furo-res de un toro en alguna plaza española, o mejor aún de ence-rrarse en una jaula, dar compañeros a Sultán, y poder domar tigres y leones, para someterlos y finalmente inmolarlos.

Con su fogoso temperamento, habría podido ser Charlotte Corday o Judith, hacer historia, pero permanecía siendo Anto-nia, una criatura sin vergüenza y sin remordimientos, instinti-vamente sanguinaria, y capaz, al albur de sus pasiones e inter-eses, de todas las perfidias y todos los crímenes.

El general se despertaba; de inmediato Antonia mostró una sonrisa:

–Son más de la diez, Lucien… Hay que meterse en la ca-ma, amigo mío…

Lo ayudó a desvestirse, rodeándole de filiales ternuras; y, una vez el marido se acostó, ella le presentaba su frente para que él depositase allí el habitual beso nocturno.

Pero, el general la atraía en sus brazos:

37 –¿Por qué te vas tan rápido, Antonia? … ¿Por qué, queri-

da, no te quedas a mi lado, como los primeros días de nuestro matrimonio?

–¿Y los médicos?... ¿Y tu reumatismo? ¿Y las prescrip-ciones? – sonrió la bella de cabellos salvajes.

–¡Al diablo los médicos, los reumatismos y las prescrip-ciones!

Él quería amor; ella lo rechazó dulcemente, no por temor a alterar la salud del viejo, sino porque tenía prisa:

–No, amigo mío… ¡Debes ser prudente! ¡Vamos, buenas noches!...Y, sin rencor, ¿de acuerdo?... ¡Es por tu bien!...

Antes de retirarse a sus aposentos en el primer piso, conti-guos a los del general, la Sra. Le Corbeiller se aseguró de que los criados estaban acostados, y penetró en una salita anexa a su cuarto.

Muy apropiada al fantástico carácter de Antonia, esa sali-ta, decorada en cuero de Cordoue y amueblada al estilo morisco, con panoplias, mármoles, terracotas, bronces, y un cuadro visi-ble: «Judith con la cabeza de Holoferno en la mano», y otra obra oculta: «Las lecciones de Safo a Lesbos»; luego, una biblioteca exhibiendo libros religiosos y encerrando en sus cajones secre-tos la colección ilustrada llamada de los Fermiers Generaux, las obras del Divino Marqués y unos horrores más modernos.

Sentada sobre una butaca, con la frente entre sus manos, la aventurera pensaba:

–¿Por qué esperar más, puesto que mi resolución es irre-vocable?... ¿Por qué no esta noche?... Pronto, Éve va a regre-sar… ¡Hay que acabar!

Dieron las once en el reloj de la salita; la Sra. Le Corbei-ller se levantó murmurando:

–¡Sí, hay que acabar! ¡Quiero ser libre! Tomó una lámpara con tulipa, que estaba encendida sobre

una mesa, y salió. El silencio reinaba en el palacete, y fuera, en la calle

Saint-Dominique, bajo un cielo mortecino, se producía la ordi-naria calma de las noches invernales.

38 Para regresar a la habitación de Lucien, Antonia debió

atravesar el salón donde el retrato de Le Corbeiller, en su gran uniforme de general de brigada, parecía querer cortarle el paso.

Lanzó una mirada de desafío al retrato, como a una ima-gen viva, y, reteniendo su aliento, alargando sus pasos ya amor-tiguados por las mullidas alfombras, la Sra. Le Corbeiller pe-netró en la habitación del enfermo. Allí, agudizó el oído, es-cuchó un momento; nada se movía en la casa.

Tras haber dejado la lámpara sobre la chimenea, se acercó a la cama donde dormía el viejo… ¡Oh! ¡Ningún peligro! ¡Nin-guna alarma!...

La mujer tenía una explicación preparada por si, brusca-mente despertado, el general se sorprendía por la visita nocturna y amistosa.

¿No acababa de suplicarle que permaneciese a su lado?... Pues bien, ella lamentaría haber sido tan desagradable, y haberse sustraído a su deber conyugal, de modo que acudía a él dócil y enamorada.

Antonia no tuvo necesidad de recurrir a ese subterfugio. Lucien dormía profundamente, con los brazos fuera de la cama, su camisa abierta sobre el pecho, la cabeza hundida en una al-mohada de encajes.

La Sra. Barba-Azul contemplaba al dormido y observaba, sobre los labios del hombre, una plácida sonrisa que ella siempre veía cuando lo escuchaba pronunciar su nombre: Antonia.

Esta evocación sentimental, muy involuntaria, no la afectó en absoluto; tuvo un gesto de bravura y entró en el cuarto de baño de su marido, de donde volvió de inmediato, con una nava-ja abierta en la mano, cuya lama brillaba bajo la luz de la lámpa-ra; todo en ella vibraba, sus rojas y espesas cejas casi se junta-ban y su cabello parecía aureolado de oro y llamas.

El general estaba inmovilizado en el profundo sueño «hijo de la muerte», que la naturaleza concede a los dos extremos de la creación: los niños y los ancianos, como para acercarlos mejor a la nada de donde salen y a la que regresan.

39 Antonia, con la navaja en la mano, hizo un movimiento

rápido; él tuvo un estertor siniestro de músculos y carnes; un suspiro se exhaló del pecho de Lucien; y la sangre brotó desde su garganta abierta hasta el rostro de la asesina.

La obra de la Sra. Barba-Azul no había terminado; ahora tenía que hacer creer en un suicido, y la criminal se puso a la tarea.

Con una sangre fría más extraordinaria que su ferocidad, abrió la mano derecha crispada del muerto y le colocó la navaja.

De pronto, una mano la agarró por los cabellos y la arrojó violentamente hacia atrás, lejos de la cama.

Horrorizada y desesperada, Éve gritaba: –¡Miserable! ¡ah! ¡miserable! –¿Tú?... ¿Tú?... – balbuceaba la generala, herida de espan-

to. –Sí, ¡yo!... ¡traída por un presentimiento! Y la Srta. Le Corbeiller, acercándose a la puerta, gritó

desesperadamente: –¡Auxilio! ¡auxilio!... ¡Al asesino!... Pero el peligro había devuelto toda su presencia de ánimo

a la asesina, que, en lágrimas, abrazaba a la joven: –¡Pobrecita! ¡Pobrecita niña! ¿No ves que tu padre se ha

dado muerte voluntariamente?... Yo escuché sus lamentos desde mi habitación, y acabo de llegar… ¡demasiado tarde!... por des-gracia… ¡demasiado tarde!

Éve murmuró: –¡Es cierto!... ¡Pobre padre!... Cuando sufría de sus heri-

das,… más dolorosas que los reumatismos… se ocultaba de vos.. y decía ante mí que pondría fin a sus días... ¡Pero yo no le creía! ¡No podía creerle!

Antonia gemía, con el rostro embadurnado de sangre y de lágrimas

–Acusarme a mí… acusarme a mí que lo adoraba… ¡Oh! ¡es una locura!... ¡Es un crimen, Éve!

La joven levantó los ojos hacia la Sra. Le Corbeiller y pronunció, arrepentida:

40 –¿Os pido perdón, madre mía? Por primera vez, ella llamaba así a la esposa del general –

¡y en qué momento! Despertados todos los criados por la llamada de Éve, se

precipitaban en la habitación del muerto. Ni uno de ellos se asombró del suicidio; y el doctor Jean Herbier, un viejo amigo de la familia, llamado a la calle Saint-Dominique, no puso en duda que el Sr. Le Corbeiller se hubiese matado, pues era opi-nión unánime que el general había expresado a menudo la inten-ción de acabar con su vida.

Éve y su madrastra, de rodillas ante el lecho fúnebre, pa-recían postradas por un inmenso dolor – Antonia sobre todo, cuyos ojos desorbitados asustaron al médico.

El Sr. Herbier exhortó a la viuda a tomar un poco de repo-so, y como esta se resistía, se la obligó a regresar a sus habita-ciones.

El doctor, después de los trámites legales, disimuló las heridas del general Lucien bajo unas vendas, y Éve permaneció sola, con dos sirvientes, velando el cadáver a las luz de las ci-rios.

Al llegar a su habitación, Antonia recompuso su figura y emitió una carcajada de animal feroz, una risa monstruosa, una risa que evocaba los gritos de las hienas durante la noche, alre-dedor de la carroña.

–¡Libre!... ¡soy libre! – exclamó, triunfante. Entonces, en el éxtasis de su victoria, perdió la noción de

los seres y las cosas. Esa casa donde acababa de entrar la muerte gracias a ella, le pareció horrible; esas lágrimas, ese duelo, no estaban hechos para la alegre Barba-Azul… ¿Por qué no hacer uso de su primera noche de auténtica libertad? ¿Acaso experi-mentaba ella la tristeza y consternación de los demás?... ¡No!... Vibraba de alegría y se enardecía de deseo… Y bien, puesto que nadie sabría nada, ¿por qué no ir a buscar al Sr. Ovide Trimar-don, uno de sus amantes que, precisamente, la esperaba en el Moulin-Rouge?

41 Exaltada por esa idea, y sin reflexionar por más tiempo, se

dirigió al cuarto de baño. Mientras lavaba su rostro, el agua del lavabo se tiñó de ro-

jo, y la Sra. Barba-Azul todavía emitió una risa sarcástica. –¡Ah! sí, ¡la sangre!... ¡su sangre!... Y pensó en lady Macbeth declarando en sus remordimien-

tos, que el agua de todo el océano jamás limpiaría la mancha de sangre de Banco, que teñía su diestra.

¡Mentiras del talento, pero nada más que mentiras! Para ella, a diferencia de la heroína de Shakespeare, alagunas gotas vertidas de un pequeño frasco, habrían dado cuenta de inmediato de la sangre de su esposo.

Una vez finalizadas sus abluciones, se puso un vestido de baile, un vestido violeta de preciosos encajes; luego puso en sus orejas y en sus brazos los tesoros de sus joyeros; tomó un som-brero Lamballe, se envolvió en un abrigo de zorro azul, y, antes de salir, abrió una salida secreta que daba a la alcoba y llamó:

–¡Isis! La egipcia que vigilaba, y a la que la Sra. Barba-Azul tra-

taba como una esclava, no pareció en absoluto alterada – a pesar de la siniestra aventura – al ver a su ama en traje de baile.

–¿Nada nuevo… por ahí abajo… en la habitación? – pre-guntó la generala.

–No, ama. –Ve a buscarme un coche… Esperará en el lugar de siem-

pre… Luego, irás a decir a la Srta. Éve que estoy indispuesta, pero que eso no me impedirá reunirme con ella antes del amane-cer.

–Sí, ama. Isis desapareció y regresó para anunciar que el coche esta-

ba estacionado en el lugar indicado. Antonia pasó el cerrojo de la puerta que daba al interior

del palacete y bajó, escoltada de la criada, por la escalera de servicio.

Salió, en un hábil va y viene de la egipcia, sin ser vista por el portero, y al subir al coche ordenó:

42 –¡Cochero, al Moulin-Rouge!

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II Ovide Trimardon, el hombre con el que la generala tenía

una cita en el establecimiento de la plaza Blanche, todavía se encontraba en su apartamento de soltero en la calle Londres; y, de pie, en frac negro, bajo una pelliza, el sombrero de copa nue-vo y brillante, un poco ladeado sobre la oreja, el chaleco con una enorme cadena de oro con gruesos diamantes en los ojales de la camisa, unas sortijas en los dedos, robusto y ventrudo, el rostro amplio y colorado, los parpados arrugados, la nariz gruesa, la mirada inquisidora, el bigote negro y rizado, los dientes brillan-tes, mechas de cabellos pegadas a las sienes y alargadas como oscuras patas de conejo – ese hombre amenazaba con su bastón a una joven que lloraba, con la frente entre sus manos.

–¡Como te digo, serás muy feliz con esas damas del Papa-gayo!

–¡Oh, no! ¡No quiero ir…!Prefiero seguir de camarera en el Duval!

–Ser camarera del Duval no es una buena vida, pero, dama de lupanar-cervecería, ¡es estupendo!... ¡Además, me he com-prometido!... Todos los papeles están en regla, en la Prefectura, en el negociado de Costumbres y en el local del tío Sumatra!... ¡Vamos!

Y, a pesar de sus llantos, Claire Massonneau, rubita de diecisiete años, a la que Ovide Trimardon acababa de reclutar en el restaurante Duval, se vio obligada a subir a un coche y seguir a su amo que la dejó en el Papagayo Gris, una casa de putas del bulevar Rochechouart, antes de dirigirse al Moulin-Rouge.

44 Solo, en el coche, Ovide encendió un cigarro. ¿Cómo era posible que ese individuo, más bien feo y vul-

gar, había inspirado una pasión e incluso deseo en la generala? Muchas mujeres tienen esos misterios ante los cuales todas las religiones y sistemas filosóficos son como monarquías muertas, y la mejor razón era la de la Sra. Barba-Azul: « ¡Le gustaban… las narices gruesas! »

El hombre de gruesa nariz practicaba la Trata de Blancas: buscaba jóvenes en los tugurios, en la calle, en los talleres, hasta en sus familias y en el campo; y jamás campesino alguno en una feria examinaba el caballo que deseaba adquirir con tanta cien-cia y conciencia como lo hacía Ovide con sus neófitas.

En su apartamento de la calle de Londres, llevaba al día su contabilidad: inscribía los apellidos, nombres y domicilio de las reclutadas, la edad, la altura, el estado de salud, la forma del rostro, el color del pelo y de los ojos; y a esas indicaciones físi-cas y ese informe médico, añadía íntimos peritajes.

Cuando tenía tiempo, es decir cuando la oferta superaba la demanda, él se daba el título de «consejero de revisión»; y, solo, emulando al médico principal y a los cinco jueces (prefecto, consejero de prefectura, general, consejero general, consejero municipal), veía pavonearse a sus reclutas ante él, escrutaba los dientes, verificaba el frescor del aliento, toqueteaba los tesoros, y todo eso en una actitud seria y legal, y sin que su carne de hombre experimentase el menor estremecimiento al contacto de todas esas voluptuosidades.

Para Trimardon, la mujer era un objeto, un bibelot, una mercancía natural y viva. A sus numerosas y sucesivas amantes, las iniciaba en las complejas tareas del amor, y menos por placer que por deber; las emperifollaba antes de exhibirlas en el Bois, en los circos, los teatros, los conciertos y los restaurantes, e in-dicarles «el caballero o la dama en cuestión », pues el innoble Trimardon también hacía servicios en honor a Lesbos.

No considerándose bastante distinguido y apuesto en el rol de un chulo en frac, y no queriendo enarbolar el sombrero de tres picos, se hizo negociante, especialista en mujeres, como

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otros lo son en vinos, en alimentación o en telas; actualmente, debía restringir su comercio a las rápidas indicaciones que le valían algunos luises o a los suministros más o menos ventajo-sos entre los proxenetas, tales como la baronesa Lischen de Stenberg, o colocar a las chicas en grandes casas públicas o in-cluso en los bajos tugurios del bulevar Rochechouart; siempre sabía discernir, y si Claire Massoneau, camarera en el restauran-te Duval, iba a instalarse en el Papagayo Gris, era porque el maestro lo estimaba en función del justo valor de la chica.

Trimardon solamente reclamaba de sus «alumnas» una mensualidad proporcional a sus ganancias; pero esperaba exten-der el negocio y ver calentar y hervir marmitas de oro en París, en Londres, en Berlín, en Viena, en Roma, en Madrid, en San Petersburgo, en toda Europa, ¡sobre toda la tierra!

Experto en la Trata de Blancas, operaba con tanta astucia y brío que había sabido crearse unas relaciones honorables, ser miembro de varios clubs, de varios círculos, y a veces se le veía en fiestas, en compañía de personas que pertenecían a la mejor sociedad.

Ovide Trimardon y la baronesa Lischen de Stenberg adies-traban a las muchachas e incluso a las niñas, y en torno a ellos hormigueaba toda una muchedumbre de mercenarios3.

***

3 Nosotros los hacemos actuar en el transcurso de este relato; desve-

lamos sus mentiras, entre las risas y las lágrimas; y, para nuestra nueva obra, que es el corolario de los ULTIMOS ESCÁNDALOS DE PARIS y dirigién-donos hacia la novela social, reivindicamos el honor de haber precedido, una vez más – y especialmente en el Abandonado – a los moralistas y a los legis-ladores.

En efecto, por una de esas maravillosas casualidades, para goce y or-gullo de los escritores, remitimos al Journal el primer manuscrito de la Trata de Blancas, un mes antes que la Asociación de Vigilancia Nacional inaugura-se en Londres, el Congreso Internacional para la represión de esta misma Trata, con el altruista patrocinio de lord Aberdeen. (Nota del autor)

46 En la plaza Blanche, bajo el giro de las aspas rojas y lumi-

nosas del Moulin, se veían numerosos curiosos y mirones. Los coches se detenían sobre el iluminado peristilo, unas

prostitutas más o menos bien vestidas y unos vividores en frac; aquí y allá, algunos pintores y escultores de Montmartre o unos estudiantes en chaqueta y sombrero hongo de ala ancha, llega-dos a pie o en ómnibus.

Toda la alta y pequeña farándula se reunía allí al salir de los teatros, de los conciertos y de los circos, del Casino, de los Folies-Bergère, y llegando aún y siempre de las casas galantes y de los clubs.

Se entraba en batiburrillo; muchos individuos, que se de-cían periodistas, pasaban gratis; y, en la subida hacia el hall, sobre unos sillones y sillas de hierro, se encontraban los asiduos del establecimiento, unos, aislados; otros, rodeados de amigos o de chicas alegres dispuestas a glorificar las nuevas estrellas de la danza y del amor. Más allá, un poco antes de la orquesta domi-nando el baile, unos grupos se formaban alrededor de las cele-bridades coreográficas: el gran Sin-Hueso, luego, el más brillan-te alumno del maestro, Victorin el Dislocado, con su rostro de Pierrot enfermizo; sus largas piernas, un aspecto muy bohemio bajo una chaqueta de paño marrón, chaleco blanco, pantalón oliva, y, realmente divertido, una rodilla plegada, las dos manos sosteniendo una sombrilla; la pareja de Dislocado, una especie de Chicard en maillot de cuadros; las ilustres damas: la Tragona, Quemada de Gusto, Rayo de Oro, la Macarrona, la Saltarina, la Crío-Queso y sus émulas, Zozó Patas al aire, graciosa y bonita en su vestido rojo, con los cabellos de un pelirrojo veneciano erizados a lo payaso, e, inmóvil, sobre el parqué, con los puños en las caderas; la rubia Bizcochito, de azul; la morena Labios Gruesos, de rosa, exhibiendo unos pantis multicolores, con la pierna derecha a la altura del sombrero de los hombres; y otros bailarines y bailarinas, todos a sueldo; y esos seres iban y ven-ían, hacían piruetas, se doblaban, se agachaban, se repantigaban, se levantaban, hábiles como simios, o artificiosos como autóma-

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tas, y desprendían, entre los artificiales perfumes, un olor de animales en celo.

Pero la más bella y admirada era Zozó Patas al aire. Todo el mundo la conocía en el barrio, y muchos asiduos

al Moulin-Rouge habían seguido sus progresos de la bailarina-modelo, desde la vivienda de su madre, portera de la calle de Mont-Cenis, hasta su apartamento de la calle Rodier, y los talle-res de los escultores donde todavía posaba.

En la calle, vendedores de flores y naranjas, estacionaban sus coches a lo largo de la acera; unas crías acosaban a los caba-lleros, sobre todo a los viejos, y les colocaban a la fuerza una rosa en el ojal, con maliciosas sonrisas y gestos equívocos, y, todo, bajo la vigilante mirada de las madres emboscadas en la sombra; unos golfos, jóvenes y pálidos, con la palidez de las prisiones y las cárceles, vestidos con chaquetas demasiado cor-tas y tocados de sombreros hongos o altos casquetes profesiona-les, deambulaban aquí y allá, con las manos en los bolsillos, y mordisqueando colillas; y allá abajo, bajo los árboles muertos, unas putas erraban, transidas de frío, recorriendo «el cuarto de los condenados» que falta en el Infierno de Dante.

Ante la llegada de cada coche, nubes de mozos se precipi-taban para abrir las portezuelas, ofreciendo sus servicios; y, en-tre la multitud se observaba a un muchacho de unos quince años, con los ojos enrojecidos, los cabellos de un rubio pálido y un rostro evocador del de un caniche, cuyo alias era el Crío-Chucho o Chuchín por su parecido canino. Llevaba un casquete de ter-ciopelo que había sido verde; su pantalón oliva se le caía, des-hilachado, sobre unos zapatos demasiado grandes para sus pies de niño; una blusa gris cubría sus hombros delgados, y, bajo la blusa, tenía alrededor de sus riñones, un cinto de lana roja com-pletamente nuevo, conseguido al pasar por delante de un escapa-rate.

El Crío-Chuchín acaba de agacharse en el borde de la ace-ra, y contaba sus ingresos, una veintena de centavos, más una moneda de cincuenta céntimos.

Con voz alegre y canalla, murmuró:

48 –¡Qué guay, el viejo de patillas blancas. Con su moneda

de cincuenta céntimos, voy a comprar flan a la Rizos, y pagarme una juerga!

Como se dirigía con paso alegre hacia la tienda de un mer-cader de tabaco y licores, cuyo rojo cartel brillaba a cierta dis-tancia, dos manos se posaron sobre sus hombros.

El abre portezuelas se volvió y, observando a un camara-da:

–Hombre, ¿eres tú, Guapo-Nenesse? –Sí, soy yo, mi querido Eugène, soy yo, Ernest Lampier,

¡en carne y hueso! No te sorprendas. –¿De dónde sales? Hace más de un año que no se ha visto

por aquí tu bonito rostro. –Trabajaba con la banda de Mathieu, el Terror de Mont-

parno, en los alrededores de París; nos pillaron desvalijando una casa de campo; Mathieu y yo pudimos huir… Él ejerce ahora por aquí, y desde hace ocho días, ¡yo soy artista!

–¿Artista? –Sí, figurante, en el teatro de los Batignolles. –¡Caramba! – dijo Eugène- Y considerando el aspecto del otro: –Aún así, para un artista, no tienes pinta de llevarlo bien. El Crío-Chuchín tenía razón. Ernest Lampier no tenía

ningún buen aspecto en su blusa de algodón, usada hasta los puños, y atada con alfileres; su pantalón de tela azul, su sombre-ro de fieltro gris hundido y sus pies descalzos bailoteando en unas zapatillas de andar por casa. ¡Oh! ¡no! No lo llevaban bien del todo; pero era guapo: unos ojos azules profundos iluminaban el rostro rosado de efebo de dieciséis años, y de largas pestañas, morenas y sedosas, sombreaban los párpados; su boca purpurina mostraba una dentadura deslumbrante, y con unos cabellos ne-gros, cabellos que hubiesen podido envidiarle algunas mujeres, caían en cascada sobre sus graciosos hombros.

–¡Ah, amigo! no tengo más que cuatro chavos para tum-barme en un garito mísero, por culpa de este maldito frio de pe-rros!

49 –¡Vamos, ven, Guapo-Nénesse! – dijo Eugène, – te pago

un vaso; ¡eso te descongelará el gaznate! El Crío-Chucho arrastró a su amigo hacia el estableci-

miento de licores, compró dos cigarros de un centavo, ofreció uno a Ernest y pidió dos vasos de absenta en la barra:

–¿Así que no se cobra en tu sagrado teatro? –Sí, quince chavos por noche; pero hete aquí, que después

de ocho días, aún debo estar a prueba, para ver como lo hago. Eugène, con el cigarro en los dientes, movía la cabeza, pa-

reciendo reflexionar. –Guapo-Nénesse, ¡no quiero dejar a un amigo tirado!

Vendrás a dormir a mi casa! –¿Cómo? ¿Tienes casa? –Si, tengo un domicilio y un mobiliario… ¡y una bonita

mujer! –¿Te has casado? –¡Estás chiflado! ¡Estoy muy bien soltero!... La Rizos

también es demasiado joven; no tiene más que catorce años. –¿Hace la carrera? –Todavía no; pero la formo. –¿Y con qué coméis, pues? –Me las arreglo. Por las noches abro las portezuelas en el

Moulin Rouge y en la Abadía de Théleme. Y luego, hago reca-dos.

–Entonces, ¿ya no robas? –¡Estás loco! ¿Cómo podría mantener a mi muñequita si

aparte de trabajar no robase por aquí y por allá… Vivo en la calle Mont-Cenis, una casa en la que la madre de Zozó patas al aire es la portera y donde hay una moza macanuda, la Srta. Ge-orgette Lagneau, llamada Flor de Paris.

–¿Un putón? –No… Flor de Paris vive con su madre, una vendedora de

naranjas; trabaja en las modas, y, aparte de su amante, el escul-tor César Brantôme, tiene los pies niquelados!... Sí, Ernest!

50 Un coche llegaba ante el Moulin Rouge; Eugène arrojó

dos monedas de diez céntimos sobre la barra, y saltó afuera, exclamando:

–¡Espérame, Guapo-Nénesse, vendré a recogerte ensegui-da!...

El coche se detuvo. Vivamente, abrió la portezuela, y qui-tando su casquete, presentó la mano a una dama que iba a des-cender:

–Tened cuidado, bella señora… El pavimento está resba-ladizo esta noche…

La recién llegada se apoyó ligeramente sobre el brazo del Crío y saltó a tierra.

Pero cuando esta se alejaba olvidando la propina, él gritó: –Señora… ¡vuestro monedero! –¿Lo has encontrado, muchacho? –¡Oh! no, mi princesa, pero pensaba que lo habíais perdi-

do, puesto que no habéis dado nada a vuestro abridor. Ella le arrojó una moneda; y, observando a la desconocida

a plena luz, el Crío emitió una exclamación admirativa: –¡He aquí una rolliza y bien vestida! Sabe el camino, y

nunca había reparado en su hermoso tipo! La Sra. Barba Azul hacia su entrada en el Moulin Rouge. De todas partes se elevaban clamores: un círculo de hom-

bres y de mujeres formaban una cuadrilla sensacional al ruido de una música infernal; se daban prisa, chocaban, se empujaban; los viejos acostumbrados y los consumidores habían abandona-do sus lugares y sus vasos; se subían a las sillas, se escalaban las mesas, se colgaban en las columnas del hall, para ver mejor, y todo el mundo gritaba, excitando con el gesto y las voces dirigi-das a los primeros bailarines en su coreografía trascendente.

La generala pasó altiva, y mostró tanta soberanía en sus modales, tanta energía en su mirada, que la muchedumbre se abrió para hacerle paso hasta la primera fila de espectadores.

Victorin el Dislocado y Zozó Patas al aire ejecutaban el in-teresante paso de la «Rana epiléptica».

51 Muy encendida, muy viva en su vestido de seda rojo con

estampados amarillos, con sus cabellos rojos excéntricos, Zozó brincaba, giraba, se agachaba en un batiburrillo de faldas multi-colores y tormentosas, bajo un maillot de claro satén, dejando adivinar la firmeza de sus carnes y el valor de sus contornos; luego, deteniéndose bruscamente, «presentaba armas» – la pier-na izquierda o la derecha – al Dislocado que, de pie sobre sus manos, con la cabeza pálida y triste, maniobraba sus pies en una rotación de viejo telégrafo.

Ahora bien, no eran sobre Victorin el Dislocado, si sobre Zozó Patas a aire donde convergían todas las miradas; mujeres envidiosas y hombres excitados se giraban hacia la gran dama en traje de violeta y sombrero Lamballe, llevando sobre un bra-zo un abrigo de zorro azul, y que, feliz de encender los deseos de ambos sexos, parecía buscar algo o a alguien.

En un momento, la mirada de la Sra. Barba Azul se fijaron en Ovide Trimardon al que percibió en un destello al fondo de la melé humana.

Sin duda, el hombre todavía ignoraba la presencia de An-tonia, pues no se movió, mientras la generala se dirigía hacia él.

La cuadrilla naturalista había terminado, en un huracán de bravos, y Patas al aire, a hombros de sus admiradores, daba un paseo triunfal alrededor de la sala.

La Sra. Le Corbeiller se alejaba para unirse al joven hom-bre, que había respondido a sus miradas. La Bizcochito, una de las bailarinas, de rostro adusto, pero de todos modos bonita, con su cabellera rubia al estilo japonés, en un batín de seda dorada, le cortó el camino:

–¿Por qué intentáis quitarme a mi amante, especie de pen-deja?

–¡No tengo que daros ninguna explicación! – replicó la generala.

–¿Con qué no mirabas a Ovide, durante el baile de Patas al arie y del Dislocado?... Si crees burlarte de La Bizcochito, hija mía, te equivocas… ¡No, en serio, no te has levantado con el pie derecho esta mañana, guarra!

52 Antonia se levantaba en toda su altivez: –Os advierto que si os obstináis a cortarme el paso, no ne-

cesitaré a nadie para corregir vuestra conducta. –¡Intentadlo! Pero, como ella observaba más atentamente a la bailarina,

la Sra. Barba Azul se volvió menos agresiva; sus miradas se hicieron menos violentas, y, en voz muy baja, acercándose a la Bizcochito, murmuró:

–Vos sois bonita, señorita, muy bonita, y en lugar de dis-cutir deberíamos entendernos…¿Estáis libre mañana?

La Bizcochito exclamó, chillona: –¡Vaya una peladora de lentejas! Dirígete a Labios Grue-

sos o a la Contenedor o a otras grullas que comen de ese pan… ¡Yo no soy de esas!... ¡Ah! intentas robarme el amante y vienes luego a hacerme posposiciones deshonestas!... ¡Basta carroña!... ¡Largo de aquí!

Se disponía a saltar sobre su rival, y la muchedumbre que se amontonaba a su alrededor y de Antonia la animaba mediante sus risas y sus gritos, cuando dos brazos robustos agarraron a la Bizcochito y, levantándola, la arrojaron a un espacio vacío, a lo lejos.

En el hombre que intervenía, la Sra. Barba Azul reconoció a Trimardon con el que había intercambiado algunas señales.

Él le ofreció su brazo: –¡Venid, señora! La puta se había levantado, y gritaba a su amante que se

alejaba con la generala: –¡Me las pagaras! ¡Acuéstate con ella si es lo que quieres,

imbécil… y véndela, ¡Debe tener buen bolso, la muy tortillera! Tras estas últimas palabras, la Bizcochito rodaba por tie-

rra, presa de una crisis histérica y emitía aullidos de bestia atra-gantada.

Se la llevaron, y mientras los espectadores se ponían en fi-la ante un cortejo romano, llegado con sones de fanfarrias, Tri-mardon y la Sra. Le Corbeiller caminaron hacia lugares menos poblados.

53 El hombre, al pasar, saludó al amante de Zozo, el duque

Melchior de Javerzac, y le preguntó a la bella: –¿Por qué has llegado tan tarde? –Me he visto retenida en mi casa, por un asunto, un asun-

to… serio, – dijo la miserable, pensando en su crimen. –¿Te decides hoy a decirme cómo te llamas? Tú ya lo sa-

bes todo de mi; sabes que me llamo Ovide Trimardon… que soy antiguo modelo de fotos… actualmente negociante y periodis-ta… que vivo en la calle de Londres… Conoces mi apartamento, y yo no sé absolutamente nada de ti… Realmente, querida, ¡eres demasiado misteriosa!

–Lo importante es que te amo y te lo demuestro… lo de-más ¿qué puede importar?

–¡Eso me turba!... ¡Uno se entrega y no es agradable ver a los demás reservarse!... ¿Eres una gran dama?... ¿Una actriz?... ¿Una horizontal?

–¡Adivínalo! –Me inclino por una gran dama –Gracias. ¿Y por qué? –Porque la casita a la que me llevaste en nuestra primera

cita, hace quince días, es de un caché completamente aristocráti-co!... ¡Dime solamente tu nombre?

–Ya hemos acordado eso, después de la otra noche… pero deberé abandonarte antes del amanecer…

–¡Ya veremos!.... ¡Siempre misterios! –O lo tomas o lo dejas. –Lo tomo… ¿Quieres que vayamos a cenar, querida? ….

¿A los grandes bulevares?... ¿Al Egipcio?... –No… en el barrio… –¿En la Nueva Atenas?... ¿En la Rata Muerta?... ¿En la

Abadía de Théleme?... –Estaría bien en la Abadia de Théleme!... Los dos enamorados caminaban entre las mesas repletas

de consumidores; en una de ellas, un caballero ofrecía champán a media docena de muchachas, entre las que se encontraban la Contenedor y Labios Gruesos, la una y la otra, orgullosas de sus

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coreografías, rivales de Zozó Patas al aire y de la Bizcochito, y las mejores alumnas de la Tragona y de Asada de Gusto.

El que pagaba las bebidas era un viejo aristócrata presu-mido y perfumado como una casquivana, con grandes patillas blancas, extendidas sobre el sedoso cuello de un frac negro, y entre la abertura del abrigo marrón, el ojal adornado con la rose-ta roja; tocado de un sombrero de copa brillante, tenía la nariz puntiaguda y elevada de los «escrutadores», los párpados arru-gados, y un monóculo de oro se incrustaba en su arco superciliar izquierdo.

–¡ue aquí todas sabemos que tú eres un marqués auténtico, mi perrito! – dijo la Contenedor, acariciando las canosas patillas del viejo.

–Y que te llamas Valentin de Beaugency, – añadió Labios Gruesos, – e incluso que vives en un palacete despampanante en los Campos Elíseos!

–¿Y además? – preguntó con amabilidad el viejo aristócra-ta.

–¿Además? ¡Eso no te impide ser un catador y venir aquí a disfrutar de los cotillones de las mujercitas!

–¿Es que acaso esas damitas tienen alguna queja de mi? –No hay nadie como tú, y eres el más chic del Moulin! Y bajando su cabeza dorada hacia el rostro seco del viejo,

la Contenedor insinuaba, zalamera: –¿Quieres esta noche? El Sr. de Beaugency no respondió; observaba a la Sra. Le

Corbeiller que pasaba, sin verle, del brazo de Trimardon, y pa-recía de tal modo atónito, que todas las muchachas prorrumpie-ron en risas. Habitualmente, la Sra. Barba Azul cambiaba su sombrero y ponía un velo para sus escapadas.

–¡Vaya! He aquí el marqués atontado ante la rival de la Bizcochito! – exclamó Labios Gruesos.

El aristócrata salmodiaba, con extrañeza: –Pero esa mujer…. ¿No es la Sra. Antonia? ¿La generala

Le Corbeiller?... ¡No!... ¿Ella aquí?... ¡Me equivoco!... ¡Estoy viendo visiones!... ¡Es imposible!

55 –Vamos, bebé, – dijo la Contenedor,– ¿vienes?... Pareces

cambiado desde que has visto a la gran pelirroja… Ya te pa-sará… ¡Ven!

Antonia y su galán se habían eclipsado. El marqués preguntó a la Contenedor: –¿Conoces a esa mujer? –¡No mucho! –¿Y al caballero que la acompaña? –¿Ovide Trimardon? ¡Un tipo sucio!... Hacia el fondo del corredor, Antonia decía al mercader de

mujeres: –Adelántate y toma un reservado en la Abadía de

Théléme… Pronto me reuniré contigo allí… –¿Y por qué motivo no vamos juntos? –Quiero salir de aquí sola, como he entrado! Luego, dejando bruscamente a su acompañante, regresó al

hall y rozó a los juerguistas que la ojeaban con admiración y envidia.

Algunos habituales murmuraron ofrecimientos; ella no los consideró y salió del Moulin-Rouge.

–¿Un coche, mi princesa? – exclamó Eugène, acompañado de su amigo, el Guapo-Nénesse.

La generala, sin responder, caminaba hacia la Abadía de Théléme.

–¡En nombre de Dios! – exclamó el Crío-Chuchín, ¡esta es mi clienta!

–¡Ah! ¡Qué preciosa es!– declaró Lampier. Y ambos la siguieron. No lejos de allí, en la plaza Pigalle, sobre la acera de la

Abadía, la Sra. Le Corbeiller se detuvo, admirando la belleza del figurante de teatro.

Realmente, bajo la luz de los arcos de hierro con globos blancos y rojos, con su talla esbelta, sus grandes ojos azules, sus labios rosas, sus bigotes morenos nacientes y su cabellera en cascadas negras, evocaba, a pesar de sus harapos, uno de esos jóvenes semidioses que nos han transmitido los sueños de los

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antiguos; y si se ignoraba el Olimpo, se esperaba, como en un cuento de hadas, ver a ese joven príncipe despojarse de su la-mentable vestuario para aparecer deslumbrante de púrpura y oro.

La gran pelirroja experimentó una vibración en todo su cuerpo:

–¡Ven aquí!... ¿Qué edad tienes, muchacho? –Dieciséis años, señora. –¿Tu estado? –Yo trabajaba con dos socios en Montparno… Una patada del Crío le interrumpió: –¡Cuidado! Del mismo modo que la mujer, deseosa, el bribón, desper-

tado al amor, se olvidaba, pero de inmediato añadió: –La desgracia cayó sobre ellos y ahora actúo de figurante

en el teatro de los Batignolles. –¿Todas las noches? –A partir de mañana… sí, señora. Entonces, muy cerca de él, con un temblor en la voz y

llamas en sus pupilas, Antonia se arriesgó a decir: –Con ojos como los tuyos, una boca como la tuya, con tu

rostro encantador… uno no puede... ¡no debe ser desdichado!... ¿Tu nombre?

El Guapo-Nénesse, uno de los mejores discípulos del Te-rror de Montparno, que conocía el arte del robo y hubiese apu-ñalado a un burgués, se volvió tímido bajo el orgullo y el amor, y balbuceó:

–Ernest Lampier, señora. –¿Vives con tus padres? –No tengo padres… y tampoco alojamiento, voy a vivir en

casa del Crío-Chuchín. –¿El Crío-Chuchín? Eugène dijo, vanidoso: –El Crío-Chuchín, soy yo, mi princesa!... Vivo en la calle

del Mont-Cenis…

57 Unos clientes entraban en la Abadía de Théléme; otros sal-

ían. La generala deslizó una moneda de oro en la mano de Er-

nest, y con el rostro iluminado, subió las escalinatas del restau-rante.

Desde que estuvo fuera de su vista, el Guapo-Nénesse abrió la mano para mirar a la luz lo que acababa de recibir, una moneda de veinte francos:

–¡Seguro que se ha confundido, la rica y hermosa! –Quieres saber mi opinión Guapo-Nénesse, – dijo seria-

mente el Crío, – Pues bien, creo que te ha encandilado… Y mientras ambos pícaros manifestaban su alegría bailan-

do sobre la acera, la Sra. Le Corbeliller decía a un maître de hotel:

–¿Queréis indicarme el reservado del Sr. Ovide Trimar-don?

–Sí, Señora, el número 9… El Sr. Ovide nos ha advertido y espera a la señora… ¿Sois vos?

–Soy yo. –Haré que os acompañen. Y, a un camarero que pasaba: –Baltasar, conduce a la señora… En el primer piso, cuando el camarero introducía su llave

en la cerradura del número 9, Antonia creyó deber detenerlo: –Os engañáis, amigo mío… Me parece escuchar tres voces

en este reservado, y la persona que me espera está sola… Baltasar no tuvo tiempo de responder; la puerta se abrió, y

Ovide Trimardon, atrapando a su desconocida por la mano, la introducía en un pequeño salón adornado de espejos, brillando de flores y luces.

La Sra. Barba Azul tuvo un gesto de rechazo, viendo que su enamorado había olvidado su promesa de un cara a cara.

Con Ovide se encontraban Zozó Patas al aire y un gentle-man que parecía tener veintiocho años, bajito, los cabellos y bigotes de un rubio apagado, el rostro delataba a un incorregible juerguista, vestido con un esmoquin azul, sombrero de copa

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inglés, chaleco blanco, pantalón gris, calzado con botines barni-zados puntiagudos y de una longitud extraordinaria – unas bar-cas de juguete.

Sin turbarse, Ovide dijo con total sinceridad: –Mi querida bella, permitidme presentaros a la Srta. Zozó

Patas al aire, cuyo talento coreográfico habéis podido admirar antes, y presentaros igualmente al Sr. duque Melchior de Javer-zac, uno de mis íntimos amigos.

A este título de «amigo íntimo», tan deliberadamente vo-calizado por Trimadron, el joven aristócrata, hizo una mueca.

Ante los invitados, Antonia fruncía las cejas, dudando en quedarse, a pesar de las dulces palabras y los besos de Ovide.

–¡He aquí una admirable dama que no parece estar muy cómoda! – murmuró el duque Melchior al oído de la bailarina del Moulin-Rouge.

Como buena chica, Zozó se había acercado a la generala: –¡Vamos, vamos, señora! No se ofenda… ¡Así es más di-

vertido!.. El duquecito y yo hemos encontrado a Ovide y nos hemos invitados… ¿Dónde está el daño?... ¿Interrumpidores de amor, nosotros? ¡Jamás!... ¡Os dejaremos a los postres!

No fue al apóstrofe de la Srta. Patas en el aire a lo que An-tonia obedeció, sino a las miradas, a la vez suplicantes y prome-tedoras, del gran moreno.

Se sentó al lado de él – y la medianoche comenzó. El duque Melchior de Javerzac estaba lleno de talento;

Ovide estaba encantado; Zozó tenía la broma canalla y el argot del arroyo parisino; y, una vez roto el hielo, Antonia, a la que Melchir llamaba en razón de su incógnito, «la Princesa lejana», pronto se puso al ritmo de los invitados.

Se comieron cosas muy especiadas, se bebió champán, café, licores, y la estrella del Moulin-Rouge renovó para los íntimos el paso, ya muy público de «la Rana»; luego Zozó se levó con ella al Sr. de Javerzac y Ovide Trimardon quedó solo con la Sra. Le Corbeiller.

Ese macho y esa hembra – esos dos animales dignos el uno del otro, – se amaron golosamente y, a las cuatro de la ma-

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ñana, la gran pelirroja, lassata sed non satitata, se disponía a partir, y el gran moreno llamaba para saldar la cuenta.

Baltasar apareció, llevando la cuenta sobre un plato; Ovide miró, buscó en sus bolsillos y tuvo un gesto de contrariedad:

–¡Vaya por Dios! ¡Robado! ¡Me han robado! –¿Cuánto se debe, camarero? – dijo Antonia sonriente. –Noventa francos, señora. Ella le entregó un billete de cien francos: –¡Cobraos y quedaos el resto! Trimardon se revolvía; pero ya Baltasar había recogido el

billete de la clienta. Cuidadosa de sus encantos, evitando las maternidades y

los peligros del amor, la Sra. Barba Azul procedió, en el lavato-rio vecino, a una ablución de las más higiénicas y, tras haber ajustado su peinado, besó al galán:

–Hasta pronto, amigo mío… Me voy… –¡Te acompaño! – dijo vivamente Trimardon. –¡Es precisamente lo que no necesito! –¡No puedes ir sola a estas horas! ¡No sería prudente! –¿Te parezco una mujer que tenga miedo, Ovide? –No… pero… –No hay «peros»… Además, de que tendría que defen-

derme… Extrajo de su abrigo un revólver y un puñal y, mostrando

esos objetos al gran moreno: –Esto es para ti… si no eres prudente… y para los de-

más… si me atacan… ¿Me juras no seguirme? –¡Eso es ridículo!... ¿Déjame acompañarte hasta el coche? –¡No! Ella partía; él corrió tras ella; la tomó entre sus brazos: –¿Cuál es tu nombre? ¡Quiero saberlo! –¡Piel de Bala! – replicó, alegre, la terrible aventurera –¡Esas palabras! ¡Esas palabras en vuestra boca!... ¡Ah!

señora! – gimió el hombre.

60 –Querido señor, –dijo ella divertida por la desolación pro-

digiosa de Trimardon– no deberías presionarme mucho para hacerme hablar en argot!

–¿Conocéis el argot? –¡Lo sé todo! Y, dándole un último y sabroso beso sobre los labios: –¡Hasta la vista, amor mío! Te escribité a tu casa, calle de

Londres, para darte una nueva cita… Ella bajaba; pero el hombre, violando su juramento, se

precipitó sobre los pasos de la desconocida. La plaza Pigalle estaba desierta, y Trimardon no vio, a lo

lejos, que un fiacre se alejaba. La Sra. Le Corbeiller regresó a su palacete de la calle

Saint-Dominique por una puerta del jardín y la escalera de ser-vicio.

Rápidamente, la generala se despojó de su vestido de bai-le, e Isis la volvió a vestir con un vestido de seda negra.

Entonces, aún vibrante de los besos del hombre y sucia, a pesar del aseo y los perfumes, llegó a la habitación del crimen y, bajo las luces mortecinas de los cirios, se arrodilló al lado de Éve y las criadas que rezaban.

¡Oh! ¡la zorra! ¡Oh! ¡la puta! ¡Oh! ¡la carroña! Unas lágrimas inundaban su rostro; pero no tenía angustia

y, ante el muerto glorioso, cerca de la dulce virgen humana, en-tre el Cristo y el agua bendita, soñaba con erotismo y sadismo, con atentados más infames y sacrílegos, los más horribles, Misas negras y hostias sangrantes; loa animales que conoció en Ham-burgo, en el zoo, y el joven tigre que ella domesticaba, en una inmensa jaula, en el jardín del palacete, se mezclaban con los hombres y las mueres, exaltando todas las perversiones en esta Barba Azul, fuente de peligros e ignominias, cloaca de impure-zas, vergüenza de la naturaleza.

61

III ¡Su Eminencia Monseñor arzobispo de Bourge! Aunque no fuese costumbre nombrar en alta voz a los visi-

tantes a una casa en duelo, Hermanna, muy grave en su librea negra, había anunciado solemnemente al prelado, viejo amigo del general Lucien, y Monseñor Charrles-Alix Glandoz, alto y delgado bajo la sotana violeta, la cruz de esmalte y oro brillando sobre su pecho, los cabellos grises, la mirada muy ducle, entró en el gran salón, bendijo el catafalco erigido entre los cirios y, habiendo dicho unos oremus, se inclinó ante las damas Le Cor-beiller.

Viuda y huérfana, tan devotas la una como la otra, y pare-ciendo tan afligidas en sus amplios velos negros, besaron el ani-llo pastoral; luego, a un gesto de Monseñor Glandoz, la Barba Azul siguió al arzobiscpo a un salón contiguo y un poco oscruo, con la oscruidad religiosa de la muerte.

Antonia, lacrimógena, desfalleciente, iba a sentarse: el ar-zobismpo le instó a permanecer de pie para escuchyarle.

–Señora, -– dijo – cuando mi amigo el general Lucien qui-so hacer de vos su esposa, se produjo en mi una gran lucha de conciencia… ¿Debía intervenir y denunciar vuestra… desgra-ciada aventura? Guardé silencio,p or piedad hacia él, lque os amaba, y hacia vos, por deber religioso. Hoay, en la casa endue-lo, la muerte de mi hermano, vuestro crimen pasado y que el secreto de confesión me ordena olvidar, este crimen me i nspira uan grave sospecha, y os pido que me juréis que vos no teneind nada que ver con la muerte del general.

62 Ella respondío de rodillas, con las manos elevadasw hacia

el cielo y con voz muy bjaa: –¡lo juro sobre el Cristo!... Monseñor, yo amaba, adoraba

al general Le Corbeiller, una de las glorias de mi patria adopti-va!”… Junto a Lucein, mi orgullo y mi ídolo, yo redimía una locura celosa, un crimen horrible, pero que, vos lo sabéis, y Dios también, tukvo la excusa de la pasión… del amor humano!... El general se sucidio, él tan valiente – y todos los médicos lo pro-claman – en un acceso de fiebre… Yo vigilaba… pero llelgué demasiado tarde… por desgracia demasiado tarde… Mi reden-tor está muerto!... Lloro y quisiera morir!... ¡Ah! m onseñor, vos tan caritativo con la pecadora, no martirice a una inocente…

La Sra. Barba Azul vertía lágrimas, y el arzobispo le daba su bendición ´más evangélica.

Los funerales del general Le Corbeiller se celebraron en Sainte-Clotilde.

Habitualmente riguroso, el clérigo no había formulado ninguna oposición, habiendo sido el suicidio explicado según el testimonio de Antonia y los doctores.

Todo el París mundano y militar asistía a la ceremonia, donde el Presidente de la República se hizo representar mediante uno de los oficiales superiores de su casa; el ministro de la gue-rra en persona, así como numerosos generales, amigos y anti-guos compañeros de armas del difunto, y soldados, músicos y banderas escoltaron al honesto y bravo guerrero hasta el cemen-terio Père-Lachaise.

En la iglesia fue pronunciada una destacable oración por Monseñor Glandoz, y en el cementerio unos discursos vibrantes de patriotismo. La multitud se dispersó tras haber saludado, ante uno de los más bellos monumentos del Père-Lachaise, a la viuda y la hija del gran general, de riguroso luto.

La duquesa Berthe de Chandor y la baronesa Cécile des Graviperes, dos amigas de la familia, recondujeron a la Sra. y a la Srta. Le Corbeiller a su palacete, y el marqués Valentin de Beaugency se dijo ser un bruto malvado y un loco ridículo al

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haber podido creer, la pasada noche, en la presencia de Antonia en el Moulin-Rouge.

¡Un excelente hombre, ese viejo juerguista! Había querido mucho al general Lucien y, temiendo el carácter fantasioso de la viuda, se proponía vigilar a Éve.

Antonia y su hijastra apenas habían intercambiado algunas

palabras durante los primero días del duelo; pero, pronto, las comidas – y sobre todo bajo las órdenes de la Sra. generala – las reunieron en el comedor, ese comedor donde, la otra noche aún, el general Lucein presidía, honrando de las mismas atenciones y con la misma amistad a su esposa y a su hija: La Bestia y el Ángel.

Éve tomaba el alimento preciso para no morir, y albergaba ideas temibles. ¿Qué iba a suceder, ahora sola con su madrastra, al lado de una mujer que simper fue para ella un enigma peligro-so y vivo?... ¿Podría quererla? Desde luego, iba a luchar por respeto a la memoria de su padre, esforzándose, ya respetuosa, mostrarse amistosa con Antonia convertida en su tutora; pero ¿era posible? ¿Se acostumbraría a los modales equívocos de esta mujer que, en ese mismo momento, sentía de ella la persistente mirada que la confundía?...

Ahora bien, Éve, soñadora, se estremecía a la voz de la

madrastras, una voz simpática y dulce, de una dulzura de mil que ocultaba el vitriolo:

–No comes querida… Quiero que comas algo!... Esta larga abstinencia puede acabar enfermándote…

La joven se levantó de la mesa. –¿A dónde vas, hija mía? – dijo Antonia. –A mi habitación, madre; tengo intención de pasar la no-

che rezando… –¡Pero vas a matarte!... ¡Estoy segura que hace dos días

que no has dormido ni una hora! –Vos no más, madre.

64 –¡Oh! yo tengo el deber de mostrarme más enérgica, aun-

que no sea más que por darte ánimo!... Vamos, puesto que su-fres, voy a acompañarte arriba y ayudarte a meterte en la ca-ma…

Esta proposición que, venida de otra madre, hubiese pare-cido normal, sonó como una amenaza y una injuria en los oídos de la virgen.

En un púdico sonrojo, Éva balbuceaba un rechazo y un agradecimiento; la viuda la tomó por la cintura y, amablemente, maternalmente:

–Ven, querida… ¡Ahora, más que nunca, debes obedecer-me!

La Srta. Le Corbeiller – a pesar de las pasadas aventuras – no quiso admitir una nueva ignominia, y se dejó conducir a su cuarto donde la generala la desnudó, contodos los cuidados de una madre atenta, la acostó y se instaló en un sofá.

–Duerme, querida… Yo velo… Quedaré toda la noche cerca de ti…

Pero Éve se levantaba: –¡No!... ¡No!... Os lo ruego, señora… Antonia no dejaba de sonreir: –¿Señora? ¿Todavía señora?... ¿De qué tienes miedo? ¡Oh! sí, ella le daba miedo, la gran pelirroja, con sus ojos

brillantes y sus labios temblorosos de lujuria, que desmentían las maternales palabras y los abrazos leales… ¿De qué tenía miedo? Éve lo ignoraba en su castidad virginal, pero el recuerdo de los besos de Antonia y de sus enigmáticas frases la turbaban.

Muy respetuosamente, murmuró: –Deseo estar sola… –¿Entonces, me echas? ¡Está bien!... ¡Una se va, señorita! La generala besó a Éve en la frente, encendió una vela en

el candelabro; pero, en el momento de salir, corrió hacia la ca-ma, y, envolviendo a la joven con sus miradas flamígeras, dijo:

–Te equivocas al echarme, Éve! ¡Estaré muy cerca de ti!... Te quiero… ¡Te quiero mucho!... ¡Te quiero más de lo que pien-sas!

65 La joven expresaba de nuevo su deseo de soledad; Antonia

abandonó la habitación. Nada en la conducta de la Sra. Barba Azul, esa noche, era

para suscitar sospechas en el espíritu virginal; y, aun así, con la madrastra desaparecida, Éve saltó de la cama, extrajo el cerrojo y, con la oreja pegada a la puerta, siguió los pasos de la viuda, que se alejaban en las profundidades del palacete; luego se arro-dilló sobre su oratorio y pronunció una ardiente oración en la cual un nombre de hombre: «César», vino a mezclarse con el de su padre.

¡Oh! ella podía evocar con osadía el nombre de su bien amado, porque su padre, antes de morir, había comprendido el secreto del primer amor…

Durante varios días, la generala permaneció en el palacete

de la calle Saint-Dominique, y jamás viuda alguna se mostró más deplorada a los ojos de amigos y sirvientes.

La Srta. Le Corbeiller veía disminuir las aprensiones y desvanecer sus terrores, y comenzaba, no a querer a su madras-tra – eso le resultaba imposible – pero a sentirse menos turbada y temerosa en su presencia.

Antonia recibía las visitas de condolecía con una tristeza digna de su gran duelo y una unción majestuosa y sagrada, re-almente episcopal; y por la noche, cuando todos dormían en el palacete, esta Mesalina moderna se quitaba sus lutos, se ponía un vestido y un abrigo de baile o unas prendas masculinas y, alegre, iba a errar sola y algunas veces acompañada de su fiel egipcia.

Fue así como durante esos quince días, o más bien esas quince noches, volvió a ver dos veces a Trimardon, la primera vez en el apartamento de la calle de Londres, la segunda en su casa, en su pequeña casa lejana y misteriosa, en la avenida de Orleáns, de la cual hablaba Ovide, la misma noche en la que ella había asesinado al general y tuvo el cinismo de pavonearse por el Moulin-Rouge.

66 La Sra. Barba Azul acobardó a Trimardon, sin una palabra

ni un gesto, como ella acobardaba a todos sus amantes masculi-nos y femeninos, cuando habían dejado de gustarle, dejándoles ignorar su personalidad.

Isis hacía el recorrido desde la austera casa, en la calle Saint-Dominique, hasta el alegre palacete de la avenida de Or-leáns: allá, esta sirvienta, y Olimpe, otro esclavo, disponían todo para las saludas nocturnas de su ama, y Antonia admitía allí al-gunas veces a dos nobles amigas, enamoradas como ella de aventuras galantes, la duquesa Berthe de Chandor y la baronesa Cécile des Gravières; ella autorizaba incluso a esas damas a re-cibir allí a sus amantes.

Eran unas saturnales parisinas que duraban hasta el ama-necer.

Esa noche, una mes día tras día, tras las exequias del gene-ral Lucien, la generala dejaba a Éve encerrarse en la virginal habitación y regresaba a sus aposentos.

Llamó, y, enseguida apareció la egipcia en la indumentaria que la hacía parecerse a una esclava de la época de Sésostris o de Ramses el Grande: telas sedosas, brillantes, artísticamente bordadas, largos alfileres luminosos en la cabellera negra peina-da en casco.

–¡Ilumina todo! – ordenaba la generala. Isis obedeció, y el apartamento, caliente como un inverna-

dero, brilló de bujías y de lámparas eléctricas, entre los verdores y flores.

–¿Están bien cerradas las ventanas? –Sí, ama. –¿No se puede apreciar ni una luz desde fuera? –Seguro que no, ama. –¿Berthé?... ¿Cécile? –La Sra. duquesa de Chandor y la Sra. baronesa des Gra-

vières estrán aquí a las once. –¿Vestidas de hombre? –Sí, ama, de hombre? –¿Has hablado con ellas en persona?

67 –Sí, ama, pues una no puede confiar en los domésticos,

sobre todo en las criadas. –Excepto en ti, Isis. –¡Yo no soy una criada como las demás, sino vuestra es-

clava! –¡Bien!... ¿Está todos dispuesto? –Sí, ama. Pasaron al saloncito, y la generala constató que sus órde-

nes habían sido puntualmente ejecutadas. Por todas partes unas rosas rojas o blancas adornaban las paredes, y un tentempié, compuesto de viandas frías, de pasteles y vinos de Champagne, destacaban en medio de los cristales de Bohemia, sobre un man-tel de satén blanco, bordado a lo moscovita.

En su vestidor, la viuda se desprendió de su vestido de lu-to. La ropa interior cayó, y, sobre los montones de anecjaes, la espléndida criatura que era la Sra. Barba Azul apareció comple-tamente desnuda, en el esplendor proporcionado por las luces; permaneció mucho tiempo ante el alto espejo, orgullosa de su cuerpo.

Y, cosa extraña, ese cuerpo tanp uero que se hubiese dicho tallado en mármol de Carrara, evocaba a la vez el torso de un efebo y el pecho de una antigua cortesana: era Friné, era Venus Afrodita, pero también era Apolo o mejor aún el joven griego Adonis.

Experimentaba una deliciosa alegría y murmuraba: –¿Soy bella, verdad Isis, muy bella? Menos escandalizada de lo que había estado Éve una no-

che, en una situación similar, la egipcia respondió: –Vos no sois bella, ama; vos sois la Belleza! Isis tenía razón: ¡la Sra. Antonia era la Belleza, como tam-

bién era el Vicio, como era el Pecado, como era el Sacrilegio! Pero la terrible y alegre aventurerar no veía en esa bellaza

más que un maravilloso intrumento de todas las lujruias. Antonia sabía rugir y desfallecer; sabía suspirar, exaltarse,

morder, tanto con las lascivas actitudes de una mujer de harén, como con los ardores animales de un buen semental del desierto.

68 Al no haber amado nunca, «embromaba» el amor de sus

compañías. Un hombre jamás le inspiró el menor sentimiento de amistad o estima: ignoraba el corazón, no pedía nada excepto la carne, y estos eran tan numerosos que sus caprichos le hicieron elegir en todos los niveles de la sociedad, desde los elevados aristócratas y los recién llegados, los luchadores y los gimnastas, hasta el «macarra» al que ella no desdeñaba ir a excitar en los tugurios.

Para esta mujer, sin embargo instruida, distinguida a sus horas, el espíritu, la instrucción, la ciencia, incluso el talento en un hombre, eran letra muerta; y, en los machos, solamente bus-caba el vigor, la salud, la talla, la anchura de hombros, el fuego de la mirada y sobre todo el bíceps del amor.

A las lesbianas les pedía gracia. Esa noche la viuda vibraba y se estremecía con el goce in-

fame de mancillar esa casa en duelo. Preguntó: –¿Entonces, si fueses un hombre, Isis? Los ojos de la egipcia se iluminaron: –¡Oh! no necesita ser un hombre para eso! –¿Tú crees? –Sí, ama, sí! Todos los hombres y todas las mujeres os

admiran, e incluso los propios animales! –¡Venga ya! –Desde luego, señora. Sultán, vuestro tigre, os devora con

los ojos, y mi asno, Kif Kif, levanta sus orejas y exhibe una len-gua amorosa en vuestra proximidad!

La Sra. Le Corbeiller comenzó a reir: –¡Basta de entusiamos!... Dame mi péplum –¿Cuál, ama? –El más ligero… y me prepararás mi traje de hombre… La egipcia fue a tomar en un armario vecino un vestido de

fina batista que se tornó rosa al contacto de las carnes de la bella generala.

Isis vigilaba en la antesala, y, tumbada sobre un sofá, la Sra. Antonia leía un libro de su biblioteca, y la lectura debía

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tener para ella un poderoso atractivo, pues sus pupilas doradas y verdes se iluminaron con un rojo de incendio.

Era un ejemplar de Justine, la obra amoral, innoble y ab-surda del autor al que los aristócratas de su tiempo llamaron el «Divino Marqués»; numerosos grabados eróticos, pero magis-tralmente ejecutados, ilustraban esa basura.

La lectora anotó en los márgenes de algunas hojas, tradujo vocablos obscenos en argots más obscenos todavía, el argot de los «carniceros», que había aprendido de un aprendiz de carnice-ro de la Villete, el argot de los picapedreros, de los proxenetas que le enseñaron las putas de los bulevares exteriores, durante sus vagabundeos nocturnos.

Se levantó, depositó la obra sobre un estante secreto de la biblioteca, murmurando:

–Haría leer Justine a Éve… ¡Eso tal vez calentase un poco a ese témpano de hielo!

Y como si el nombre de la dulce y virtuosa hija evocaba en su espíritu una idea concebida desde hacía tiempo, pero siempre intensa:

–Esas damas aún llegarán dentro de una hora… Voy a de-sear las buenas noches al pequeño y bonito copo de nieve…

Tomó una lámpara y se dirigió hacia la habitación de la bonita morena, golpeó a la puerta y dijo con voz muy dulce, con su voz de «mamá»:

–Éve, querida mía… ¡soy yo! La Srta. Le Corbeiller no dormía; respondió, vacilante: –¿Qué queréis, madre? –Abre, querida… Te lo diré cuando haya entrado… –Estoy con vos en un instante… Unos pasos ligeros sobre la alfombfra y unos rozamientos

de ropa anunciaron a la visitante que la joven muchacha se le-vantaba y pasaba sus faldas.

Se deslizó el cerrojo y la puerta se abrió. Pero, mirando a la madrastra cuyo péplum prácticamente

transparente dejaba ver su cuerpo; observando sobre todo las

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mejillas encendidas, los ojos ardientes, los labios estremecidos y todo el cuerpo excitado, Éve – ultrajada en su duelo – emitió un grito de horror y cerró la puerta ante su madrastra.

–¿Qué te ocurre, mi niña? – dijo la Sra. Barba Azul… ¡Vamos, abre!

Y como Éve, no sabiendo que decir, guardaba silencio, Antonia se puso a golpear la puerta de la habitación con sus pu-ños y sus pies:

–¡Abre!... ¡abre!... ¡Éve, te lo pido! ¡te lo ordeno! De repente, volviendo en sí, la viudo alzó los hombros y

regresó a sus estancias, donde encontró nuevas excitaciones en sus abominables lecturas.

Una hora más tarde, Isis, muy misteriosa, vino a anunciar-le:

–La Sra. duquesa de Chandor y la Sra. baronesa des Gra-vières están bajando del coche…

–¿Juntas? -–No, ama… Se han encontrado delante del palacete. –¡Bien!... Asegúrate que no hay nadie en la escalera de

servicio. –Sí, ama. –Corre a atender a esas damas. Pronto, las nobles amigas de Antonia penetraron en el

salón, muy bonitas, tanto una como otra: la duquesa Berthe de Chandor, alta rubia de ojos grises estriados de oro, parecía tener treinta y cinco años; la baronesa Cecile des Gravières, más baja, con cabellos negros, un enérgico perfil y la piel ambarada de los andaluces, no había sobrepasado aún la treintena.

Ambas llevaban trajes masculinos: chaquetas y pantalones de paño oscuro, chalecos de fantasía, cuellos almidonados sobre unas corbatas azul y rosa; tenían en sus brazos unos abrigos de invierno, y sobre las cabelleras recogidas con arte, se hundían unos encantadores sombreros hongo.

Antonia se precipitó hacia ellas, hubo un intercambio de besos, un «rozamiento de hocicos», habría podido decir la gran pelirroja en su argot barriobajero.

71 Pero la Sra. Barba Azul se contentó con glorificar a sus vi-

sitantes. –¡Me habéis obedecido y estás encantadoras!... Esos trajes

de hombre son muy apropiados para la ocasión! –Es muy divertida la idea – objetó la Sra. des Gravières, –

de habernos instado a travestirnos de este modo para venir a tu casa a celebrar la fiesta.

–Es que no se trata de quedar aquí, mi querida Cécile! –¿Otra más de tus excentricidades? – dijo la duquesa de

chandor. –¡Quejaos de mis excentricidades! –¿Y a dónde nos llevas? –Os lo diré después de una cena rápida… –¡Ah! Ya lo sé… Nos llevas… allá… a tu picadero de la

avenida de Orleáns… –¡No es allí, Berthe! –¿Entonces a dónde? –¡Curiosa!... Lo sabrás cuando hayamos cenado… ¡Va-

mos, a la mesa! Se sentaron, y esas damas, poco hambrientas, vaciaron va-

rias botellas de champán. –¿Y tu hijastra? – preguntó la Sra. des Gravièrs. –¡Duerme!– dijo irónica la Barba Azul. Luego volviéndose hacia la rubia: –A propósito, Berthe, ¿y tu hija y tu marido? La Sra. de Chandor encendía un cigarrillo: –Mi marido está en el círculo… o en otra parte… en el ex-

tra conyugal… En cuanto a Suzanne, ha regresado ayer a su convento, de donde probablemente será expulsada, un día u otro, como me lo advirtió la superiora!

–¿Por las mismas razones? –¡La Superiora pretende que ella corrompe a las otras

alumnas! Duquesa y baronesa fumaban y reían; la Sra. Barba Azul

entró en su cuarto de baño y salió enseguida, vestida con un traje masculino más o menos parecido a los de sus amigas, y adere-

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zado con una peluca negra sobre su cabellera pelirroja; se colocó un sombrero hongo, tomó un bastón, encendió un cigarro y dijo:

–¡En marcha!... –¿A dónde vamos? – insistió la duquesa. –¿Neceistas saberlo? –¡Sí… absolutamente! –Pues bien, vamos al Papagayo Gris! –¿Al Papagayo Gris? – exclamó la baronesa, espantada, –

¿a ese lugar del que nos hablaba la otra noche… tu… caballe-ro…Trimardon, en la avenida de Orleáns?

–¡Exacto! –¡Pero ese es un lugar peligroso y abominable! – dijo a su

vez, la Sra. de Chandor. –¡Oh! ¡exageras!... El medio es original y, en París, hay

que conocer todo… Vamos, ¿venís? –¡Jamás! A tu pequeño apartamento de la avenida de Or-

leáns todo lo que quieras!... Una está allí como en su casa… pero en el Papagayo Gris, ¡nunca!, ¡nunca!

–¿Entonces, te niegas a acompañarnos, Berthe? –¡Creo que si! –¿Y tú, Cécile? –Yo también, y considero que tú no tienes más ganas que

nosotras de ir allí… Esto es una broma, ¿verdad? La generala Antonia descolgó un revólver de una panoplia

y un puñal que deslizó en los bolsillos de su chaqueta: –Siempre tomo estos juguetes… Cuando se va por el

mundo, nunca se sabe… ¿Está decidido? ¿No venís? –¡No! –¡No! La Sra. Barba Azul las dejó partir, y, envuelta con un abri-

go escocés de cuadros, salió del palacete. Ahora, bajo las sombras, descendía de un coche en el bu-

levar Rochechouart, y caminaba, audaz, hacia el Papagayo Gris.

***

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Desde la noche en la que el Crío-Chuchín se encontró con

Ernest Lampier en la puerta del Moulin-Rouge, el guapo Nénes-se vivía en el «apartamento» que su amigo ocupaba con la Ri-zos.

Los inquilinos estaban a gusto; la portera, la Sra. Turot, de la que supieron hacerse temer y hacer que guardase la lengua, cerraba los ojos ante sus escapadas, y además, lo que más entu-siasmaba al Crío-Chuchín, es que subiendo sobre una mesa y mirando por una claraboya, se veía la torre Eiffel con su faro que giraba rojo, blanco y verde, en la noche oscura.

Como lo había anunciado pomposamente Eugène a su ca-marada, la riqueza de su hogar residía en sus muebles; y ¡qué muebles! ¡Toda una variedad de fabricación! Una cama de cobre para el Crío y la Rizos, un diván para Ernest, una mesa de co-medor de castaño, un buffet, sillas de palisandro, una lámpara de techo de bronce dorado, colgada de una de las vigas del cuarto, una alfombra, un horno, cacerolas y seis cubiertos de plata mar-cados, así como la ropa de cama, de un importe que no era pro-pio de los habitantes de un tugurio.

Eugène se había hecho con todas esas diversas cosas de la manera más simple: de La primera vez ocurrió un día que había sido contratado como auxiliar para llevar a caba una modesta mudanza. Mientras los demás almorzaban, cogió una carretilla con los primeros muebles, de la que se deshizo en un terreno valdío tras haberla descargado en la calle de Mont-Cenis. Más adelante, al humilde mobiliario de los obreros, añadió otros obe-tos más lujosos, robados en los almacenes y esperaba desvalijar otros.

Y en medio de esta honrosa colección, el Crío-Chuchín, la Rizos y el Guapo-Nénesse, disfrutaban de un menage a trois absolutamente ejemplar, sin disputas, sin celos por parte de Eugène – ignorando o queriendo ignorar que el amigo compartía los favores de su amante.

Algunas veces se celebraban veladas intimas, Eugène iba «a por provisiones»: aquí y allá, de escaparate en escaparate,

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traía un jamón, una terrina, dos botellas de vino y licores, un queso, café, pasteles.

Entonces, se encendía la lámpara dorada, y se brindaba a la salud del negocio parisino, hasta el amanecer.

Una noche, Ernest llevó a su antiguo patrón, Mathieu, lla-mado el Terror del Montparno, y eso fue para el Crío-Chuchín un acontecimiento tan importante como si el colega le hubiese presentado a un emperador.

Todas las noches, el figurante llegaba a su teatro, y como era de rostro agradable. Ernest no tardó en encontrar una de esas bajas prostitutas que pululan por los bulevares exteriores, que se prendó ardientemente del pícaro.

Hoy, la Remolacha, después de su vergonzoso trabajo noc-turno, citaba a su hombrecito en el Papagayo Gris.

Lampier no tenía por la indumentaria la despreocupación que manifestaba el Crío Chuchín que, entre los robos de mue-bles y los hurtos de vituallas, olvidaba «descolgar» unos trajes. Gracias a su amante, el Guapo-Nenesse iba y venía en un traje verde de paño de billar, calzado con altas botas y con un amplio sombrero de fieltro.

En su nueva situación, habría podido alquilar una habita-ción, un apartamento; pero al no querer abandonar a los camara-das con los que tan bien se entendía, tan solo los obligaba a lim-piar el tugurio y a protejerlo contra las intemperies.

El figurante de teatro de los Batignolles siempre pensaba en la bella dama que le pidió su dirección, una noche, en la plaza Pigalle, ante la Abadía de Théleeme, y le deslizó un luís de oro mirándole de un modo singular.

Él le había dado la dirección del Crío, y esperaba noticias de la gran desconocida.

Por su parte, Eugène, no se quejaba de los negocios; por la noche, ante el Moulin-Rouge, siempre ejerciendo de abre puer-tas, practicaba con éxito el robo al tirón; durante el día, se deja-ba caer por el Chalet del Cycle y por el Bois de Boulogne, como recadero y alcahuete, y sus numerosas ocupaciones no le imped-

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ían, paseándose a lo largo de las tiendas, aprovisionarse de su ración de vino, de licores y vituallas.

Ahora bien, esa tarde, hace las cinco, el Crío-Chuchín se

encontraba con su huésped, el Guapo-Nénesse, en su domicilio común.

De pie, ante un espejo, Ernest se echaba brillantina en su morena cabellera, y Eugène que, por fin se había vestido con un traje nuevo –¡oh, por supuesto gratis! – fumaba un cigarrillo, admirando al compañero y pensando en organizar, no una trata de blancas, sino el «estreno» de su querida.

–¿Así pues, esta noche comienza la Rizos? – preguntó Er-nest.

–Sí, esta noche. –¡Creo que llegará lejos! –¡Tú lo has dicho! –¿A dónde la vas a llevar en primer lugar? –Al Boulle Roch… Hay que comenzar en alguna parte,

¿no crees?... Luego ya la veremos cuando esté bien curtida…en los Folies… en el Casino, en el Moulin…

–Tienes razón, y si quieres, amigo mío, yo la llevaré esta noche y mañana…¡Hay una, la Remolacha, que tiene talento para espabilar a la juventud!

–¡Oh! la Rizos sabrá espabilar sola! –Te lo ofrezco… como amigo. –Sí… tú eres un tipo listo… Pero ve tu solo, Ernest, esta

rosa de pitiminí es para mí, ¡es una inversión de futuro! –¿Ah sí! ¿Cómo es eso? –Un futuro con más expectativas que el de la Remolacha

en los bulevares exteriores y en el Papagayo!... Una voz de niña subía por la escalera, cantando una tona-

dilla; la puerta se abrió y entró Rose Boursin, llamada la Rizos. Bajita y delgada, en jersey marrón ajustando su talle, y con

una falda de lana roja demasiado corta dejando ver sus piernas flacas cubiertas con unas medias de seda negra, calzada con za-patos a lo Molière – el último golpe de Chuchín – orgullosa de

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no llevar corsé, los senos duros y redondos como dos manzanas, esa pilluela de catorce años, todavía no bonita, no carecía en absoluta ni de sabor ni gracia, con su mirada azul, cabellos de un rojo acajú, retorcidos y levantados sobre la cima de la cabeza, unos dientes de joven perro, labios rojos y una nariz respingona.

Acababa de despojarse de su pañoleta y avanzaba en un contoneo apático de muchacha acostumbrada a las andanzas perezosas.

El Crío-Chuchín la apostrofó: –¿De dónde vienes, Rizos? ¡Quiero saberlo! Ella respondió, indolente: –¿Qué coño te importa de dónde vengo?... Vengo de mis

asuntos… Eugène aplaudió a su alumna: –¡Si que es alucinante esta rosita! El Guapo-Nénesse sonrió pensando que la encontraba muy

divertida y de inmediato, le dijo a sus anfitriones: –Si queréis, amigos, vamos a hacer un ensayo general,

como en una obra de teatro. –¿Un ensayo general? – dijo Rose Boursin, sorprendida. Entonces, el figurante del teatro de los Batignolles expuso: –Yo representaré el papel del cliente que se pasea; tú,

Eugène, harás el del que espera en el cabaret… Y tú, moza, vas a hacer la calle…

–¡Esto si que va a ser divertido!... Pues bien, comienza a pasear; ¡vas a ver cómo me enciendo!

Pero Ernest creyó deber añadir unas explicaciones técni-cas; mostró sucesivamente las partes libres del ático, una entrada bajo la claraboya, la pendiente de la cama, los alrededores del horno; parecía estar montando los decorados:

–Aquí, esto es la acera… acá, el cabaret, y allá, una farola! Luego, golpeando sus manos, como veía hacer cada noche

al regidor del teatro de los Batignolles: –¡A escena!... ¡A escena, hijos míos! Él comenzaba a pasearse con los andares de un noctámbu-

lo, feliz de su suerte; la Rizos lo detuvo:

77 –¿Representas a un viejo o a un joven? –¡Eso da lo mismo! –¡No, no da lo mismo del todo! –¿Por qué? –Porque no se aborda a los viejos y a los jóvenes de la

misma manera, ¡por eso! –¡Un viejo!– dijo Ernest, que retomó su paseo. Rosa, humilde y modesta, pasó, volvió a pasar al lado del

Guapo-Nénesse, rozándole y echándole tímidas miradas. Y, apenas enardecida, murmuró lacrimógena: –¿Caballero?... Mi buen señor, ¿quiere escucharme? El falso viejo se detuvo y declaró, irónico: –¡Venga ya!... ¿crees que así vas a conseguir algo? La Rizos se irritó: –¡Mi querido Nénesse, no eres más que un tonto!... ¡A los

viejos distinguidos hay que comenzar por enternecerlos, contán-doles dramas!... Les diría que me gustaría dedicarme a un traba-jo más decente… Pero, hete aquí que una madrastra me ha ce-rrado las puertas en las narices y no sé a dónde ir a dormir… O bien, que mi padre ha muerto, mi madre está enferma, y me veo en la necesidad de hacer esto para dar de comer a mis hermanas pequeñas… o bien: los autores de mis días – unos borrachos – me pegan… soy una desgraciada huérfana cuyos padres están vivos…

–¿Pero dónde has aprendido todo eso, Rizos? – dijo Eugè-ne, admirado.

Rose lo miró de arriba abajo, con su mirada espiritual y canalla – la mirada de Montmartre:

–¿Dónde aprenden los gatos a atrapar los ratones, eh, Crío?

–¡Eso es una tontería! Lo aprenden solos; lo llevan en la sangre!

–¡Pues bien, eso mismo!... No se podía terminar el ensayo sin un «extra», aunque no

fuese más que para alegrar a la Rizos.

78 Precisamente, Ernest acababa de recibir un luís de la Re-

molacha; propuso ir a gastárselo a las Dos Palmeras, en la calle Ramey, un bar donde estaba casi seguro de encontrar al Terror de Montparno; la Rizos iría a su lado, y los hombres plantando, el uno su teatro de los Batignolles y el otro sus coches del Mou-lin-Rouge, irían a esperar a la rapaza en el negocio del tío Suma-tra, en el Papagayo Gris.

La Rizos, feliz, se puso una cinta azul en el moño y susti-tuyó su pañoleta por una bufanda oscura, nuevo regalo del Chuchín, obtenido como los demás, de forma gratuita.

Bajaron al descansillo del primer piso. Rose, Ernest y Eugène se cruzaron con una mujer de unos cincuenta años de cabellos grises, con el rostro ajado de una trabajadroa, humilde-mente, pero limpiamente vestida, y llevando dos pesadas cestas de naranjas; la inquilina quería evitar al alegre trío, pero agobia-da por los fardos, no tuvo tiempo de abrir su puerta, y se resignó a escuchar los saludos del Crío-Chuchín:

–Hola, señora Lagneau… ¿Está bien? –Sí, sí, señor Eugène… Más o menos… ¡se trabaja! –¿Y la Srta. Flor de París? –Usted se refiere a Georgette, mi hija? Siempre olvido que

la llaman así… Flor de París… en el barrio… Es usted muy amable… Ella hace como su mamá, la pobrecilla curra!

–¡Encantado de saber que ambas están bien!... ¡Hasta lue-go y buena suerte, señora Lagneau!

La vendedora de naranjas entró en su casa, y Eugène, burlón, dijo al Guapo-Nénesse:

–He aquí una que está ciega si cree que su hija es todo vir-tud; hace tiempo que la Flor está con César Brantôme, el escul-tor del bulevar Rochechouart.

No hubiese sido cortés pasar ante la vivienda, sin dispen-sar un amistoso saludo a la portera, la Sra. Zénaîde Turot, a mo-do de pitorreo.

Rose y los dos amigos acababan de empujar la puerta acristalada que daba a un reducido espacio, y observaban a la vieja guardiana, una gordinflona de cabellos blancos y crispa-

79

dos, bajo un gorro de falsos encajes negros, la boca desdentada y vestida con un blusón de hombre por encima de un vestido de lana burdeos.

–¡Ah! ¡vosotros aquí, condenados!– dijo ella, amable. Y contemplando, siempre sonriente, al figurante de los Ba-

tignolles: –¡Sí que es guapo este muchacho!... Con su carita de ángel

y sus grandes ojos, si no fuese por esa sombra en los bigotes, juraría que es una señorita!

Eugène ironizó: –¡No como usted, tía Turot! ¡Usted parece un carcamal! –¿Es porque uso la bata de mi pobre difunto por lo que me

ves así, Chuchín? ¡No importa! Mi querido Narcisse era un hombre valiente y trabajador… Murió barriendo la escalera…

–¡Se la aflojó la barandilla!... Dígame pues, señora Adé-laïde, cachonda como es usted, ¿ha puesto los cuernos al bueno de Narcisse?... ¿No fue él, verdad, quién fabricó a su hija, Zozó Patas al aire?

Poner en duda la virtud conyugal de la Sra. Turot era in-sultarla; pero evocando a su hija Zoé, la Zozó del Moulin-Rouge, se la ponía fuera de sí.

¡Qué nadie se engañe! Si la Sra. Adélaïde había echado de casa a Zozó, en un viento de maldición, no fue porque la joven saliese corriendo una noche, llevada por un librero, después de una juerga y mil y un diablos! ¡Oh! ¡no! La portera no tenía esos prejuicios de otras épocas, pero no perdonaba a su hija que olvi-dase a su madre y no le enviara jamás el menor recuerdo – ¡un billete azul, algunos amarillentos, una moneda de cinco francos!

También, desde que el Crío hubo arrojado esa flecha del parto, la Sra. Tutor, armada con su escoba, se lanzó contra el Crío-Chuchín.

Pero ya el trío bromista se alejaba corriendo, por la calle de Mont-Cenis y llegaba a las Dos Palmeras, el bar indicado por el Guapo-Nénesse.

La alegre banda se instaló en la sala común, y Ernest, que convidaba, ordenó el aperitivo y el menú: absenta, caracoles, un

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guiso de carne a las manzanas, rodajas de pepinillos, queso gru-yere, una botella de vino, pasteles, café, coñac, licores.

Hacía falta que la Rizos se chispease un poco, así como había sido previsto, para rendirse con entusiasmo a la tarea.

La Rizos no podía encontrarse mejor, y las botellas se su-cedieron entre la general alegría.

Aquí y allá, unos paisanos y sus parejas comían y bebían. Alguien dijo: –¡Aquí está el Terror del Montparno! Todo el mundo se volvió hacia ese enorme mocetón, alto,

de unos seis pies, de musculatura hercúlea, con dos ojos negros, brillantes como brasas, encima del ensortijado de una barba sal-vaje. A pesar del frío de esa noche invernal, no temblaba bajo un pantalón y un blusón de tela azul, tocado con un casquete de piel de conejo.

El Guapo-Nénesse emitió una exclamación jovial y brincó ante el Hércules.

–¡Hola, señor Claude Mathieu!... ¡Hola, jefe! – exclamó, orgulloso de mostrar a los presentes que conocía a tal personaje.

Una voz grave respondió: –¿Aquí estás, mosquita muerta? ¿Todavía no te han pilla-

do? –¡Eso está por ver!... ¿Y usted, viene a comer aquí, Sr.

Mathieu? El otro gruñó: –¡Para jalar se necesita dinero y estoy seco! Ni siquiera

cuatro chavos para una chuleta!... ¡Venía a ver si encontraba a un amigo para que me prestase una moneda!... ¡poca cosa!

Ernest dijo, estupefacto: –¿Cómo… usted… usted… Sr. Mathieu… un terror? ¡No

es posible! ¡Oh, no! ¡No es posible! –Sabes que estoy quemado en Montparno, que me he visto

obligado a exiliarme, cuando tuve la enganchada con los polis. Y, en un gesto de espantosa amenaza: –Mira, ¡la mano me pica! ¡Esta noche necesito derribar a

un pringado!

81 El figurante del teatro de los Batignolles invitó a Claude

Mathieu a compartir su comida, y fue ocasión para nuevas liba-ciones.

Se iba a demostrar al Terror de Montparno que uno no era un flojo y se honraba al recibir en una mesa de jóvenes a ese dios de los puños. Pero, engullendo las charcuterías y los vinos, el hércules permanecía taciturno, sombrío, y anunció en varias ocasiones, como si hablase para sí, pero lo suficientemente alto y con voz bastante trágica para provocar un estremecimientos por las venas de sus anfitriones, que, sin embargo, se creían, ella, una ruda coneja, y ellos unos rudos mozos:

–¡Necesito derribar a un pringado! A las ocho, el Crío observó que era hora de desentumecer

las piernas, si no querían que la muchacha perdiese su velada: se lo estaban pasando bien, pero, ¡vivan los negocios! Por lo de-más, la Rizos quería comenzar su labor, y desde hacía un rato, tiraba a Eugène de la manga mostrándole el reloj de péndulo del bar – una maquina suiza, adornada con un paisaje y dos palme-ras legendarias a las que el bar debía su nombre y que, más grandes, ilustraban la vitrina vista desde la calle.

Una vez pagada la cuenta, ya no quedaba nada al Guapo-Nénesse del luís de la Remolacha, pero el Crío tenía treinta cen-tavos; invitó a unos cigarros. La banda abandonó las Dos Pal-meras, y desde la calle Ramey se dirigieron hacia el bulevar Rochechouart.

Orgullosamente, el Chuchín abría la marcha, dando el bra-zo a la Rizos; y, detrás de la pareja, venían el Gran Mathieu y el Guapo-Nénesse.

Si la Sra. Barba Azul tenía – según frase de Gambetta –

«el vicio bien llevado», el Terror ofrecía el espectáculo del «tristón»; caminaba con la cabeza baja, las manos en los bolsi-llos de su pantalón de tela, siguiendo con su eterna idea:

–¡Tengo que derribar a un pringado! Ernést, al verlo tan lúgubre, se atrevió a decir:

82 –Dígame, señor Mathieu, si está usted tan apurado, porque

no va a junto su mujer? –¿Mi mujer?... ¿Qué mujer? – gruñó el coloso. –¡Caramba! ¡la legítima! Una vez usted me dijo, allá, en

Montparno, que estaba casado. Mathieu se encogió de hombros: –Es que no sé dónde está. Hace más de un año que la bus-

co… Habrá cambiado de nombre con seguridad… para que no pueda, de vez en cuando como hacía antes, ir a armarle bronca a su casa y pedirle dinero. ¡Estaba en mi derecho!...

–¡Por supuesto!– dijo Ernést, feliz y orgulloso de haber si-do elegido como confidente por su antiguo jefe… – ¿Entonces la Sra. Mathieu tiene pasta?

–Algunos días. Ella trabaja… su hija también… ¡Su ronda nunca está desierta!

–Y a usted le gustaría saber por donde caen su legítima y su hija, para pedirles dinero? ¡Ah! ¡es justo! ¡es lógico!

–La moza no es mía; mi esposa la tuvo dos años antes de nuestro matrimonio… Ahora tiene veinte años… Y se podría hacer mucho con ella!

Se llegaba al bulevar Rochechouart: los tres hombres se

sentaron en un banco, e, inmediatamente, la Rizos se puso a merodear bajo los árboles, indiferente a las maliciosas miradas que le arrojaban los transeúntes que pasaban.

Precisamente, esa noche, las putas podían maniobrar con una seguridad absoluta; ningún peligro administrativo, ni reda-das policiales que temer: «los Maderos» – se acababa de saber por un chulo – operaban en otro barrio.

De entrada, y sin vacilar, Rose alcanzó el sumun del arte. El Crío-Chuchín, el Guapo-Nénesse y el Terror de Mont-

parno admiraron por tres veces las escapadas de la Rizos, la primera con una especie de gentleman, la segunda con un ancia-no, la tercera con un individuo afeitado que Lampier declaró que debía ser un actor.

83 Y ella iba y venía del bulevar a una habitación de hotel,

enviando pequeños guiños al Chuchín. Inútil describir la alegría del Crío-Chuchín, que no tenía

igual salvo la del Guapo-Nénesse. A las once, la Remolacha, que trabajaba en la vecindad,

vino a buscar a Ernest, su hombrecito. Todo iba bien y, solo, el Hércules permaneció sombrío y

silencioso, con una colilla entre los labios. –¡Dentro de un rato – dijo Eugène – no iremos a divertir al

Papagayo Gris, cuando las muchachas nos traigan el buen parné!

Los bulevares exteriores se llenaban de gente; se produjo una avalancha a la salida de los café-concert, de los espectáculos y otros establecimientos de diversión y placer, y los transeúntes se encontraron un momento ahogados en la creciente muche-dumbre: luego, la calzada y las aceras se vaciaron, y cuando a medianoche sonó el reloj del colegio Rollin, uno no veía más que algunos escasos paseantes retrasados y temerosos.

La Rizos, con la saya levantada, la nariz al viento, se pa-seaba siempre.

–En marcha, – dijo el Crío-Chuchín, levantándose. –¡Yo me marcho! – gruñó el Terror de Montparno. Eugéne dijo: –¡Lo invito a champán en el Papagayo! Lampier insistía: –¡Venga, señor Mathieu! –Me voy… buenas noches muchachos! Y se alejó, obsesionado por su idea fija: –¡Necesito derribar a un pringado! Mathieu no iba lejos; merodeó algunos instantes por el bu-

levar y desapareció, emboscado en una callejuela sombría. Fue en ese preciso momento cuando la Sra. Antonia Le

Corbeiller bajaba del coche y se dirigía a pie hacia el Papagayo Gris.

La duquesa de Chandor había exagerado cuando, para re-tener a su amiga, calificó el establecimiento de peligroso, aun-

84

que a decir verdad, el tugurio del tío Sumatra gozaba de una reputación funesta.

Ubicado en una calle tortuosa y oscura, en los aledaños del bulevar Rochechouart, la casa se componía de dos pisos: en la planta baja, el café, con sus mesas de mármol, sus espejos, sus banquetas en marroquinería verde, y su mostrador cargado de botellas, donde tronaba el Sr. Guillaume Sumatra, un holandés procedente de las islas de la Sonda, y llevando con orgullo el nombre de su capital; grueso, con el rostro alegre y la nariz violácea, mirada bizca, vestido con un pantalón de terciopelo naranja y una chaqueta de franela roja encima de una camisa de algodón con cuadros negros y blancos.

Para unos, Sumatra era un viejo marino que había hecho su fortuna con baratijas; otros creían reconocer en él a un ex presidiario, pero lo cierto es que el patrón pertenecía, como mu-chos de sus colegas, a la policía, a la que proporcionaba precio-sas informaciones.

En el Papagayo Gris, el servicio era realizado por muje-res, bajo el control de Júpiter, un corpulento de barba alargada, antiguo luchador, que, al menor incidente, cogía al alborotador en cuestión y lo arrojaba a la calle.

Las sirvientas, en número de una docena, bebían y fuma-ban con los clientes; tenían unos vestidos multicolores, y, en el primer piso, los clientes podían llegar a establecer con ellas un conocimiento más profundo.

Tal era el tugurio, centro de la Trata de Blancas, repleto de chulos y putas, donde la generala, exaltada por sus curiosidades malsanas, quería llevar a sus íntimas, la duquesa de Chandor y la baronesa des Gravières.

Voluptuosa y viril, bajo su indumentaria masculina, la Sra. Barba Azul entró en la sala común, se sentó en una mesa, pidió un aguardiente, y, encendiendo un cigarrillo, paseó su confiada mirada en torno a ella.

Sobre las banquetas, unas parejas se abrazaban sin pudor, ajenas a lo que las rodeaba, y un olor a tabaco, vinagre y celo, emponzoñaba el aire.

85 De vez en cuando, llegaban unas putas y se unían a unos

individuos con rostros patibularios. Luego estallaban discusiones entre hombres y mujeres, pa-

labras obscenas, eructos, todas las basuras de una cuadra huma-na.

…4 Claire Massonneau, llamada la Alcantarilla, camarera des-

de hacía unos días en la casa del tío Sumatra, se acercó a la mesa de la Sra. Barba Azul.

La generala Le Corbeiller, admirada por la belleza y ju-ventud de la muchacha, exclamó:

–¡Un vestido muy vulgar para una bonita mujer! –Me lo ha dado el patrón. –Miro tus hermosos ojos y tu atractivo rostro. –Yo también te encuentro guapo. –¿Y los negocios? ¿Van bien? –Sí!... Pero… ¡Ovide! Al escuchar ese nombre, muy poco común bajo el cielo de

Francia, la Sra. Barba Azul levantó la cabeza. –Es él quien me ha colocado aquí– continuaba la camarera

– y, todos los meses me veo obligada a entregarle su comi-sión…¡Ah! ¡el Sr. Trimardon no me da tregua!

Antonia exclamó: –¿Trimardon?... ¿Ovide Trimardon? –¿Lo conoces, mi bebé? –Sí… ¿Es él quién te ha enviado a este lupanar? –¡Caray!... Por lo que parece ese es su oficio… Yo era sir-

vienta en el restaurante Duval donde él cenaba algunas veces; me tomó por amante, y, cuando tuvo bastante de mí, me coló en casa del tío Sumatra con la historia de darme un porvenir!... ¡Oh! ¡desgraciado!

La Alcantarilla había tomado la mano de Antonia y la

examinaba:

4 Falta la página 69 en el libro original (N. del T.)

86 –¿Quieres que te diga algo? Pues bien, tú no eres un hom-

bre, ¡eres una mujer! –¿Y… entonces? –¿Entonces?... ¡Te encuentro hermosa! ¿Quieres que te

enseñe el garito? Claire Massonneau, llamada la Alcantarilla, arrastró a la

visitante; pasaron ante la barra y se dirigieron hacia la pequeña escalera que llevaba al primer piso.

No las seguiremos5. En nuestro estudio, observaremos la historia contemporá-

nea, buena o mala; pero – reproduzco una de mis declaraciones – si la elección del novelista no tiene límites en el campo de las costumbres y el examen del Árbol de la Ciencia – árbol del Bien y del Mal – su deber es evitar los análisis peligrosos en una obra divulgada para el gran público.

El Crío-Chuchín y el Guapo-Nénesse, situados al fondo de

la sala, no habían reparado en Antonia, pues su indumentaria de hombre y sobre todo su peluca negra la cambiaban extraordina-riamente; además, un sombrero melón y un bastón completaban la metamorfosis.

Pero, cuando Eugène la percibió de pie, cerca del mostra-dor, exclamó:

5 Numerosos documentos inéditos y muy interesantes, acaban de ser-

me entregados por las altas personalidades que dirigen una obra admirable: «La Amiga de la adolescente» (Salvaguarda de las vírgenes y las arrepenti-das).

Con motivo del Congreso Internacional de Londres, para la represión de la Trata de Blancas, ya hemos honrado a esa gran Sociedad caritativa (rama católica y rama protestante); pero, en esta ocasión, la documentación es más precisa; y, gracias a esos nuevos elementos, voy a poder observar en su conjunto a «La Amiga de la adolescente» y establecer, entre los dramas dolorosos y reales de la enfermedad social, un corolario terapéutico. (N. del Autor)

87 –¡Anda la hostia! ¡Ahí hay uno que se parece a la buscona

que te comía los ojos, la otra noche, delante de la Abadía de Thélésse, colega!

–Tal vez sea su hermano. –¡No! ¡Es la dama en persona! Estoy un poco trompa, pero

te apuesto diez chavos a que es ella. –¡No seas gañán! La dama tiene el cabello pelirrojo como

una cola de vaca, y ese cliente los tiene negro como el ala de un cuervo.

No tuvieron tiempo de examinar más tiempo la personali-dad del cliente llevado por la Alcantarilla. La Rizos entraba, radiante, con la Remolacha, a la que encontró en la puerta del Papagayo Gris.

Los rostros de los pícaros se iluminaron. –¿Y bien? – dijo Eugène a su amante. Sin responder, la Rizos alineó tres monedas de cinco fran-

cos sobre la mesa, mientras la Remolacha entregaba la mitad de su fin de velada, ocho francos y diez centavos, a Ernest.

Entre una pomposa glorificación del Crío y los elogios más discretos de Nénesse, se ordenó una ronda de champán y ron, y con los codos sobre la mesa, el cigarrillo en los labios, esos caballeros y la Remolacha escucharon el relato de la Rizos, que exponía sus galanterías.

Hacia la una de la madrugada, los cuatro personajes aban-donaron el Papagayo Gris, siguiendo, sin saberlo, y a algunos cientos de metros, a la Sra. Antonia Le Corbeiller que también acababa de salir.

Bajo el oscuro cielo, el bulevar Rouchechouart estaba de-sierto, y la Sra. Barba Azul, envuelta en su abrigo escocés, con el sombrero melón sobre la oreja, y el bastón en la mano, cami-naba con paso ligero en la búsqueda de un fiacre.

De repente, un hombre surgió de las sombras, se interpuso ante ella, y, el Terror de Montparno gruñó, formidable y sinies-tro:

–¡Tu dinero! ¡tu reloj! ¡Tus joyas! ¡rápido! Pero, Antonia, con el revolver en la mano, le apuntó.

88 –¡Atrás, bandido, o eres un perro muerto! Mathieu ya paralizaba los brazos de la generala, apretán-

dolos como si los atornillase con un hierro. Vencida por el dolor, la Sra. Barba Azul aflojó el bastón y la pistola que cayeron, y el hombre, blandiendo un cuchillo, le puso la punta en la garganta.

–¡Ni una palabra! ¡Tu dinero o te degüello! Ejercitada en todos los deportes, especialmente en el bo-

xeo, y muy fuerte y valiente, la Sra. Barba Azul no quiso pedir auxilio. Sus dos brazos, intensamente pegados al cuerpo, se dis-tendieron: Mathieu, golpeado en pleno pecho, reculaba, ex-halando un grito de rabia; pero, de inmediato, regresó con el arma levantada y más amenazante todavía:

–¿Así que esas tenemos, engominado? ¡Vas a ver! Esta vez, la generala se creyó perdida; pero, en el instante

en el que el cuchillo brillaba dirigido hacia ella, una gran venta-na de la planta baja de una casa vecina, se abrió, y un hombre, saltando sobre el bulevar, se abalanzó hacia Mathieu.

Se produjo una lucha, espantosa, soberbia, entre el Terror de Monparno y su adversario; y el gigante, desarmado, aturdido, molido por una andanada de puñetazos, rodó por el suelo, como un buey en el matadero.

Murmuraba bajo la rodilla del salvador de Antonia: –¡Me rindo!... Ya me voy. El otro lo dejó huir o más bien arrastrarse a lo largo de las

casas, y dirigiéndose hacia la Sra. Le Corbeiller que, un poco preocupada de ser vista y tal vez reconocida, se mantenía en la sombra, dijo alegremente:

–Satisfecho, joven, de haber podido ofreceros este ligero servicio, pero, ¿qué diablos venís a hacer a estas horas en el bu-levar Rochechouart?... ¿Una canita al aire, eh?

La Sra. Barba Azul recogió su revólver y su bastón, y vio, bajo la claridad de una farola de gas, que su salvador también era tan apuesto como robusto y valiente… Pasaba un coche… El hombre lo llamó, y, una vez segura la noctámbula, se sustrajo a las palabras elogiosas y regresó a su casa, introduciéndose por la ventana.

89 A algunos pasos de allí, Mathieu gemía, desvanecido, so-

bre la acera. Pronto aparecieron el Crío-Chuchín, el Guapo-Nénesse, la

Rizos y la Remolacha, cantando alegremente; chocaron con el cuerpo del gigante, y Ernest, siempre deferente hacia su antiguo jefe, observó:

–¡Vaya! ¡Si es el señor Mathieu! –¡Parece que haya bebido!... ¡Pobre desgraciado!... – dijo

la Remolacha. –No ha bebido, está pateado!... ¡Allí… mirad los rastros

de sangre! – intervino Eugène. –Habrá tenido una trifulca con los agentes – dijo Lampier. –¡No!... ¡Lo habrían llevado al calabozo! –¿Entonces, qué? –No podemos dejarlo aquí, hay que llevarlo a nuestra ca-

sa! El Guapo-Nénesse se había inclinado sobre el bandido y le

abofeteaba: –¿Sr. Mathieu? ¿Sr. Mathieu? ¡Respóndame! ¡Vamos, Sr.

Mathieu! Finalmente, el Terror de Montparno levantó la cabeza y

abrió desmesuradamente sus enormes ojos: –¡Os digo que no me pasa nada!... ¡Dejadme en paz! Y reconociendo a los amigos: –¿Ah, sois vosotros, chavales? –¿No ha sido pateado, señor Mathieu? – preguntó el Gua-

po-Nénesse. –Puedes ver que no ha sido pateado, pedazo de burro,

puesto que habla – dijo divertida Rose Boursin. –Tal vez, Rizos!... ¡Pero no me tiene buena pinta! Mathieu no quiso confesar que había sido vergonzosamen-

te vapuleado; inventó una historia que salvaguardaba su amor propio, y aceptó la hospitalidad del Crío-Chuchín y de la Rizos.

90 Esa misma noche, Ovide Trimardon, ejerciendo la Trata

de Blancas, iba a esperar a varias viajeras a la estación del Este y las reclutaba.

91

IV

Un oscuro día de invierno penetraba a través del inmenso ventanal de cristal de un taller, en la planta baja de un gran in-mueble del bulevar Rochechouart, donde, esa jornada de di-ciembre, César Brantôme trabajaba en su grupo escultórico El Juicio de Paris, destinado al Salón de 1891.

Idea satírica, audaz y original, ese grupo de tres mujeres desnudas danzando alrededor de un talonario de cheques, el cual sustituía a la legendaria manzana del segundo hijo del rey Pría-mo.

César Brantôme tenía veintiocho años; era alto, esbelto, de elegante compostura; una barba sedosa y morena enmarcaba su rostro un poco pálido en la luz de unos ojos dorados, inteligen-tes; toda su aristocrática persona justificaba la ilustre ascenden-cia con la que se complacía en enorgullecerse, estando emparen-tado directamente con Pierre de Bourdeille, abad y señor de Brantôme, en Périgord.

De pie, cerca de la plataforma donde se encontraba el es-bozo del grupo, el escultor, con las mangas levantadas, hume-decía, con ayuda de una esponja, la arcilla que representaba las diosas antes de proceder a su modelado. Frente al artista, sobre una tarima, tres mujeres, las modelos, desnudas y sonrientes, levantaban las piernas, extendían sus brazos hacia el talonario de cheques; y, en esas tres mujeres, una morena, otra rubia y la última de un pelirrojo veneciano, los asiduos al Moulin-Rouge

92

hubiesen reconocido fácilmente a las Srtas. Labios Gruesos, Bizcochito y Zozó Patas al aire.

Sentado en un sofá, con el cigarro entre los labios, un amigo «a pesar de él» de Trimardon, el joven duque Melchior de Javerzac, vestido de ciclista, paseaba sus indiferentes miradas en torno al taller, donde veía esbozos, mármoles, bajorrelieves col-gados de las paredes en un artístico enmarcamiento de tapicerías antiguas.

El taller estaba provisto de sofás y bonitos muebles anti-guos, de plantas en unas jardineras y jarrones caros.

Bajo un dosel de terciopelo rojo, que parecía dominar to-das esas cosas, el busto en mármol blanco, ya finalizado, del general Lucien Le Corbeiller.

–¡Dime pues, César! – exclamó la Bizcochito desde lo alto de la tarima.

–Habla, Junon, pero no te muevas! –No me parece que tu grupo sea en absoluto obsceno. –¡Yo no lo creo! – gritó Melchior desde su ubicación. –¡Oh! ¡sois repulsivo! El duque, lejos de enfadarse, animó, risueño, la discusión: –Repulsivo no, puesto que soy amado… ¿No es cierto, mi

pequeña Patas, que me adoras… a pesar de mi horrible repul-sión?

–¡Sí, querido! Labios Gruesos intervino: –¡Todo eso son tonterías!... Cuando se es duque se tiene

pasta… o bien no se es duque… ¡eso es todo!... –¡En eso te equivocas, gordita!... ¡El título permanece,

mientras que el dinero se desvanece!... ¡Este es el caso!... En relación a eso voy a hacer una buena y gran alabanza de mi ado-rada Zozó…

–¡Duque, os lo suplico, no molestéis a mis diosas! – dijo César, aplicando de un golpe seco una bola de tierra arcillosa que golpeó en el muslo de Minerva Atenea.

–Vas a ponerte malo, mi pequeño – observó, amable, la compañera de Victorin el Dislocado en el Moulin-Rouge.

93 –No pretendo turbar a nadie… Solo cuento que el día, o

más bien la noche, en la que tuve el honor de entablar relaciones con la muy ilustre Zozó Patas al aire, naturalmente le propuse llevarla a mi casa… a mi palacete…

Debió interrumpirse para toser, y balbució: –Continúa tú, Patas… La historia contada por tus labios

rosas tendrá más pimienta… La bailarina no se hizo de rogar: –Naturalmente también acepté la invitación… y ¡con qué

alegría!... Yo pensaba: Un duque, un auténtico duque, que me ofrece la hospitalidad en su palacete… ¡Eso sí que es tener suer-te!... ¡Ese palacete debe estar en el barrio Saint-Germain, o en los Campos Elíseos; o en el parque Monceau!... Y me hacía ilu-siones imaginando salones dorados con enormes retratos de fa-milia… un suizo en librea de iglesia, con su gran hacha en el extremo de una pértiga, sirvientes en pantalón corto, caballos, coches, en fin ¡toda la parafernalia de un noble millonario!... ¿Y sabéis adónde me condujo… y en fiacre?

–No – dijeron al unísono Labios Gruesos y Bizcochito. –A la calle Laffitte, al Hotel del Midi, un cuchitril de quin-

to orden, donde él vive en una habitación del quinto piso que da al patio.

–¡Hotel del Midi!.... ¡siete francos diarios, todo incluido! – interrumpió alegremente el duque de Javerzac… – ¡Pero la cola-da se paga aparte!

–¿Y vos encargáis la colada en Londres? – sonrió la artis-ta, inclinada sobre su grupo.

–¡Evidentemente! –¡Qué bribón! – dijo Labios Gruesos. –¿Bribón? – repuso Melchior. – Preguntad a Patas si soy

un bribón. Llevamos una vida de polichinelas. ¡Uno bebe, ama, se divierte, las recorre todas, mientras espera una cuarta heren-cia!

–¡Feliz mortal! – dijo Brantôme, con un suspiro. –¿Acaso vos no esperáis una herencia, señor César? –¡No!... Espero a los alguaciles – dijo el artista.

94 Y, furioso contra sus modelos: –¡Caramba! ¡Habéis roto la pose!... Bizcochito, estira un

poco la mano sobre la cadera de Labios Gruesos… y tú… Zozó, mira mejor el talonario de cheques… No estáis concentradas y yo, yo me desconcentro… ¡Descanso!

Las tres modelos bajaron de la tarima, y en el taller se produjeron amplias respiraciones, juegos de pecho, estiramien-tos de brazos, palmadas, todo un muestrario de desnudeces vivas sacudiéndose el anquilosamiento y buscando sus camisas.

Labios Gruesos se detuvo cerca de la estufa, exponiendo la parte posterior de su bello cuerpo al ardor de los ardientes car-bones.

–¡Labios Gruesos va a asar sus medios de existencia! – bromeaba el duque de Javerzac… – ¡No demasiado cocido, hija mía! ¡No demasiado cocido!

El escultor anunció: –¡Dentro de un cuarto de hora volvemos al trabajo, niñas! En falda y camisa, Labios Gruesos y Bizcochito se instala-

ron sobre unos sofás, y Zozó Patas en el aire se tumbó, comple-tamente desnuda, sobre una piel de oso que puso de relieve el esplendor de sus formas.

–¿Siempre estás tan taciturna? – preguntó el artista a la modelo que, en la trilogía representaba a Junon.

–¡No le hables! – dijo Zoé Turot… – ¡Hace más de un mes que Bizcochito es como un vegetal!--- Palabra de honor, ¡una ya no sabe por donde cogerla!

Pero, Labios Gruesos objetó: –Me gustaría verte a ti, Zozó, si te hubiese dejado tu hom-

bre de un modo tan rastrero. –¡Ya encontrará otro! – dijo Melchior. Brantôme intervino: –Vaya, ¿Así que te ha dejado tu extraordinario Trimar-

don?... ¿Y por qué? Eso era echar petróleo al fuego, y Bizcochito se puso a ru-

gir:

95 –Y bien, sí… ¿qué?... ¡Ovide me ha dejado tirada! ¿Y por

quién?... ¡Por una gran buscona… una especie de jumento peli-rrojo que tiene la cabeza más grande que yo y ojos de gata en celo!... ¡Se las da de princesa con sus diamantes falsos! ¡Pues son falsos sus diamantes, falsos como sus pantorrillas, falsos como sus moños, falsos como sus hoyuelos!... ¡Oh! ¡juraría que es alguien evadida de una casa que aprovecha uno de sus días de permiso para venir a quitarnos nuestros hombres!... ¡Tiene toda la pinta y el olor!

Extendida sobre su piel de oso, Zoé encendió un cigarrillo oriental; murmuró, indolente:

–Te equivocas, hija mía… Yo la conozco… ¡Es una mujer de abolengo!

–¿La conoces? –Sí, por haber cenado con ella. –Entonces, si has cenado con ella, sabes su nombre…, su

dirección… -–Ve a preguntar todo eso a Trimardon… Yo lo ignoro…

Y, además, cuando lo sepa no diré nada… ¡No soy una cotilla! Bizcochito vociferó: –¡Ah! ¡si encontrase a esa arrastrada, le rociaría sus mo-

rros con vitriolo… le haría tragar «sapos» con su absenta! –¡Reserva tus «sapos» para el bello Ovide, ángel mío! ¡eso

sería lo propio! – aconsejó el duque de Javerzac, con una risa que lo hizo toser.

–¿Ves?, te excitas y te pones malo, mi lulú – dijo Zozó, maternal.

–¡Eso no es nada! ¡Soy de hierro! Se produjo un ajuste de cuentas e incluso tirones de pelo

entre Patas al aire, misteriosa, y Bizcochito, a la que agarraba Labios Gruesos; Brantôme tuvo grandes dificultades en resta-blecer la armonía, y dando palmas con ambas manos:

–¡Vénus, Junon, Minerva, a vuestro sitio!

96 Las modelos subieron a la tarima; pero, pronto, y antes de

la hora habitual, las sombras de la noche descendieron y el artis-ta se vio obligado a interrumpir su labor.

Melchior se levantó para partir, las mujeres se vistieron. La puerta se abrió y apareció sobre el umbral una joven mucha-cha de veinte años que se detuvo, sonrojada.

Vestida de lana azul y con un lazo de paño beis, cubierta con un sombrero de terciopelo negro, talla media, bien hecha, con unos cabellos sedosos castaños, nariz respingona, ojos gri-ses, una boja roja, mejillas como melocotones, tenía en la mano una caja.

Al verla, César no pudo retener un gesto de contrariedad, y Zozó Patas al aire comentó, graciosa:

–¡Vaya! Pero si es Flor de Paris, una de las más hábiles obreras de la Sra. Gerbaud, ¡mi modista en la avenida de la Ópe-ra!

Y, tendiendo la diestra: –¿Todo va bien, Flor de París? –Sí, señora, gracias. – balbuceó la joven. –¿Conoces pues al Sr. César, al que visitas? El escultor intervino, muy azorado: –La Srta. Gerogette Langeau me hace el honor de venir a

posar algunas veces la mano, que ella tiene encantadora. Y, dirigiéndose a la joven obrera: –Quiere entrar, señorita… Estoy con usted en un instan-

te… Luego, volviéndose hacia sus modelos: –¡Adiós, señoras!... ¡Mañana, sesión de dos horas! Venus, Minerva y Junon salieron, sonriendo con ironía, y

el duque Melchior, que se despedía del artista, le susurró al oído: –¡Eh! ¡eh! amigo mío, ¡muy dulce la modistilla!... ¡Mis fe-

licitaciones, querido! Ya a solas con la visitante, Brantôme la atrajo contra su

pecho y la besó tiernamente en las mejillas. –¿Cómo vienes a esta hora, querida?... Te lo había prohi-

bido…

97 Georgette levantó la frente, y César vio brillar unas lágri-

mas en sus bellos ojos, de ordinario festivos y llenos de alegría y malicia.

Él dijo, preocupado: –¿Qué te ocurre, mi pequeña Flor? Jamás te he visto así…

Tú, la alegría y la risa, estás sombría… ¿Lloras?... ¡Habla, pe-queña!… ¿Qué te sucede?

Ella respondió, esforzándose por sonreír: –Necesitaba verte, César… ¡Oh! ¡tengo el corazón opri-

mido! Instalado en un diván, él hizo sentar a Georgette sobre sus

rodillas; luego, con su pañuelo e infinitas ternuras, enjugó las lágrimas, hasta entonces desconocidas, esas lágrimas que hubie-se tomado por gotas de rocío matinal y que hacían inclinarse a esta flor de juventud, de belleza y de amor.

–¿Es que tu patrona te ha despedido? ¿Alguien te ha ape-nado?

–Sí… tú… – murmuró Georgette, – no deseo esto… y, ¡además, tal vez esté loca!...

–¡Explícate, te lo ruego! –Me parece que no me amas ya como la primera noche

que nos amamos… ¡Oh! ¡no! tú ya no me miras de la misma manera, y a menudo, una vez que se van tus modelos o tus ami-gos, mi presencia te contraría… te irrita…

Él la acariciaba dulcemente, animado por una gran piedad hacia esa adorable criatura que concede al hombre la virginidad de su carne y de su corazón, y que, ahora, veía en el artista un ídolo, ¡un dios!

–Tienes razón… estás loca, mi pequeña Flor de Paris… Ella se levantó, llena de orgullo, y con las dos manos apo-

yadas en los hombros del amante, le preguntó mirándole fija-mente a los ojos:

–César, ¿me amas? –¿Cómo puedes dudarlo? ¡Claro que te amo! –¡Repítelo! –¡Te amo!

98 Agarrada a su cuello, ella lo abrazaba con ardor: –¡Gracias, César! ¡Oh! ¡gracias! ¡Me haces feliz y te pro-

meto hacer todo lo que pueda para no estar celosa! –¿Celosa, tú? – dijo Brântome con una sonrisa forzada… –

¡Ah!, ya lo veo, ¿de la Srta. Patas al aire, o de la Srta. Labios Gruesos o de la Srta. Bizcochito que antes has visto aquí?

La pequeña parisina ahora se reía; se reía de sus miedos; se reía de la excéntrica idea que la obligó a dejar sus compras para sorprender al amante y confesarle su inquietud.

Flor de París manifestó: –¡Oh! ¡no!... esas… señoritas… tus modelos… no cuen-

tan… y sé bien que yo valgo mucho más que todas las Patas al aire del Moulin-Rouge… Pero ya ves, César, los celos son como el amor, ¡no se pueden dominar!... ¡Una está celosa porque es celosa!

–¡Niña! –Pero, puesto que me juras que no amas a nadie excepto a

mí, quedo tranquila… pues me lo juras… ¿verdad? –Sí, querida… – dijo el artista, profundamente turbado. –¿También me juras que el día que no me ames más… o te

hayas hartado ya de tu pobre pequeña Flor, me lo dirás sincera-mente?

–Sí… pero, cállate, mi Georgette… –Déjame acabar… Sé que un hombre de tu condición y un

artista de tu valor no puede permanecer eternamente con una humilde obrera como yo… Un día, pensarás en casarte… Pues bien, ese día yo seré desgraciada, muy desgraciada… pero no te lo reprocharé… Soy una chica razonable… No conozco gran cosa la vida… pero no ignoro algunas exigencias…¿Me adver-tirás, César, para que tenga tiempo de hacerme a la idea?...

El gran y leal artista tenía sobre los labios la terrible con-fesión que le pedía su gentil amante, pero dudaba en romper ese corazón lleno de él y retrasaba la hora de las explicaciones.

Desde luego, al encontrarse a Georgette Lagneau, por pri-mera vez, un domingo, en los Buttes-Chaumont, donde ella se paseaba con unas compañeras del taller, César quedó encantado

99

con su simpatía juvenil, con su lujuriosa belleza, pero no pensa-ba en hacer de ella su amante.

No tuvo el «flechazo»; y, cuando después de varias citas, la Srta. Georgette Lagneau, virgen, fue suya, él la amó locamen-te, sinceramente, y creyó no poder amar a nadie más que a ella.

Pero hete aquí que, de pronto, se presentó otra belleza, y la imagen de Georgette se desvaneció ante la de una joven mucha-cha de la alta sociedad a la que ahora adoraba.

Al comienzo de este mismo invierno, una tarde, en ese

mismo taller del bulevar Rochechouart, Brantôme recibió la visita del general Lucien Le Corbeiller, acompañado de su hija. El viejo venía a encargar su busto al joven artista – una sorpresa para Antonia en el aniversario de su matrimonio.

Durante las negociaciones sobre el precio y la agenda para posar, fácilmente resueltas entre el escultor y el antiguo oficial general, Éve examinaba las maravillas del taller, y preguntó al joven artista:

–¿Sois vos, señor, el autor del busto de la duquesa de Chandor, que se encuentra en el gran salón de su palacete?

–Sí, señorita, soy yo – respondió él – emocionado por la noble compostura y la belleza de la joven.

–He admirado vuestra obra mucha veces, señor… ¡Es so-berbia! Y he animado a mi padre a venir a conoceros…

–Vuestra elección me conmueve tanto o más, señorita, pues los más grandes artistas hubiesen estado honrados por fijar sobre el mármol los rasgos del general Le Corbeiller, ¡uno de los héroes de Gravelotte!

E, inclinándose ante Éve: –Haré todos mis esfuerzos para mostrarme digno de la

confianza con la que vuestro padre y vos misma quieren hon-rarme.

Eso fue todo, y sin embargo fue suficiente para que se comprendiesen al margen de declaraciones banales.

El general y Éve se fueron, y, en vano, ese día, Brantôme intentó ponerse a trabajar… ¡No hubo manera!...

100 La graciosa sombra de la Srta. Le Corbeiller planeaba al-

rededor de él, y su voz llegaba aún a sus oídos como un murmu-llo.

César trabajaba en esa época en el busto de su joven amante Flor de Paris; al día siguiente – con su modelo presente – quiso alejar de su espíritu y de sus ojos la imagen de Éve y continuar la obra; pero, oh, ¡poder del amor! los rasgos de Geor-gette se fundían bajos sus dedos en los de la nueva imagen.

El general vino a posar al taller, a menudo escoltado por su hija, y, durante las sesiones, Éve y su platónico enamorado pudieron intercambiar miradas que no escaparon a la sagacidad del anciano.

Habían transcurrido cinco semanas desde el trágico suce-so, y el busto del muerto esperaba allí que el escultor tuviese noticias de la calle Saint-Dominique.

¡Pobre y noble Flor de Paris! Las palabras del amante ya disipaban sus temores; y, alerta

y alegre, iba y venía, llenado el taller con su perfume de juven-tud, regando las plantas de las jardineras, poniendo en su lugar todos los objetos, reparando el desorden provocado por las mo-delos o los amigos.

De repente, Georgette gritó, con los ojos dirigidos hacia un gran reloj Luis XIII:

–¡Ay!... ¡Ay!... ¡Las cuatro y diez!... ¡Debo irme!... ¡Voy a recibir una reprimenda de la patrona!... ¡Hasta pronto, querido!... ¡Me voy más contenta de lo que he venido!... ¡Estaba atontada!

Se necesitaba estar bien vacío para resistirse a la gentileza de esa adorable criatura.

César olvidó a Éve y, tomando a Flor de Paris, la estrechó contra él, a la vez que la besaba en los labios.

–¡Esto sí que es bueno! ¡Así es como yo te amo, mi César! – murmuraba Georgette, enamorada.

Él la llevaba a la habitación contigua, pero, en ese momen-to se abrió la puerta y alguien entró:

–¡Imbécil! ¡Idiota! ¡Crétino! – insultó César, dejando a su amante.

101 El que acababa de llegar era un pequeño ser deforme, ves-

tido con una pelliza gris bastante limpia, de piernas minúsculas, brazos desmesurados, el rostro delgado, imberbe, el cabello ne-gro, rizados, ojos saltones y una enorme joroba en la espalda. Se llamaba Julien, también llamado Bola en la Espalda.

Brantôme lo había encontrado una noche acostado bajo una puerta, medio muerto de hambre y frío. Escuchando a su corazón, el artista lo recogió, y, después de tres semanas, menos por necesidad que por piedad, teniendo ya un sirviente, con-servó al desdichado deforme como criado.

–¿Qué es lo que quieres? – Preguntó el joven artista… – ¿Por qué has entrado sin llamar a la puerta?

–He llamado, señor César… y… no podía adivinar… –No me hagas perder el tiempo… ¿Qué ocurre? –En la antesala se encuentran unas damas que desean ve-

ros… –¿Te han dicho sus nombres? –Todavía no, señor, pero son damas muy elegantes... Se

apearon de un cupé de lujo… Mientras hablaba, el pequeño jorobado miraba a Flor de

Paris con sus pupilas encendidas, rojas como dos brasas, y le hacía señales de que tenía algo que decirle.

César ordenó: –¡Introduce a esas damas, Bola en la Espalda! Luego, recomponiéndose: –Voy ahora mismo. Y a su amante: –Tú, querida, pasa a la habitación… Dame un instante tan

solo para hablar con mis visitantes, probablemente clientes… ¡Un encargo!... ¡Hum! ¡Necesito alguno!

Brantôme salió, y, como la Srta. Lagneau llegaba a la habitación, Bola en la Espalda, que buscaba entremeterse, se dirigió hacia ella:

–¿Qué debo responder al viejo, señorita Georgette? La joven modista lo rechazaba: –¡Vete, Bola en la Espalda! ¡Me produces horror!

102 Él sonrió sarcástico: –Flor de Paris, no te pregunto si te produzco horror; te

pregunto qué debo responder al viejo. –Bellaco, ¡te haré despedir por tu amo! –No hay peligro! ¡Me tienes demasiado miedo!... ¿Sí o no,

para el carcamal? –¡No! ¡no! ¡no! ¡mil veces no! –¡Te equivocas, Flor, pues el viejo es un buen partido! El escultor introducía a las visitantes, y Georgette no tuvo

más que tiempo para entrar en la habitación, mientras que Bola en la Espalda desaparecía pegado a las paredes.

Vestidas de negro, las dos damas que entraron llevaban largos velos de duelo cayendo sobre sus rostros. El artista indicó unos sofás.

Ellas se sentaron, y una de ellas, la más alta, levantó su ve-lo y comenzó:

–Soy la Sra. Le Corbeiller, señor, y habiéndome enterado por mi hijastra de la sorpresa que mi pobre marido me reserva-ba, Éve y yo hemos venido a saber los progresos de vuestra obra.

Ante la belleza realmente escultural y majestuosa de An-tonia, el joven artista quedó un momento deslumbrado; pero llevó los ojos sobre Éve, quién, ella también, había levantado su velo, y la emoción del hombre fue tan grande que la Sra. Le Corbeiller se alarmó:

–Vaya, es cierto, ¿conocéis a mi querida Éve, señor Brantôme?

César murmuró, temblando: –La Srta. Le Corbeiller ha tenido a bien asistir dos o tres

veces a las sesiones que el general me hizo el honor de conce-der…

Éve hubiese querido hablar, decir una palabra o hacer un gesto, pero sus oídos zumbaban, su corazón latía violentamente, y permanecía allí, inerte y pálida, tan blanca como las estatuas de mármol reunidas a su alrededor.

Se produjo un gran silencio.

103 Antonia miraba al escultor con ojos verdes, profundos,

pérfidos, y sus vivaces labios se agitaban en un movimiento ner-vioso. La invadió un enorme deseo de ese hombre que no podía reconocerla, pero que ella había visto, la víspera, tan valiente y al que ella veía tan apuesto. El recuerdo de todos los amantes y amores sáficos se desvanecía, ¡y soñó con tener a ese hombre de inmediato! Y, sin embargo, a las mordeduras de la carne, se unía un sentimiento distinto, y, en ella algo nuevo, un culto más ele-vado, una necesidad de sacrificio; realmente, le parecía que por ese hombre, su salvador, no dudaría en dar su sangre, y la Sra. Barba Azul tuvo miedo de amarlo.

Entonces, luchando contra la llama que la devoraba y co-mo se sentía impotente en apagarla, se levantó, y muy tranquila en apariencia, sonriente incluso, dijo al escultor:

–No queremos abusar de su tiempo, señor Brantôme… ¿Quiere ser tan amable de mostrarnos el busto de mi añorado marido?

El artista llevó a las dos mujeres hacia el fondo del taller donde resplandecía el retrato del general.

Éve, devotamente, ensalzaba la obra; y, teniendo todo el aspecto de aplaudir, la asesina no veía nada, y pensaba con la frente baja, terrible:

–¡No! ¡no! ¡No quiero amarlo! ¡Quiero tratarlo como a los demás!... ¡Un esclavo… sí! Un amante… ¡jamás!...

La Srta. Le Corbeiller y Brantôme se habían acercado; sus manos se unieron.

La generala sonreía: –¡Felicidades señor! ¡Acabáis de añadir una obra maestra

a vuestros admirables trabajos!... ¿Cuándo podremos ver el bus-to en el palacete?

Él se inclinó y respondió: –Mañana, tendré el honor de llevarlo yo mismo a la calle

Saint-Dominique. Brantôme condujo a las damas hasta su coche y regresó a

su taller, vibrando de alegría, loco de dicha.

104 Amado, era amado; era amado por la virgen, su ídolo, no

imaginando el otro amor que había desencadenado en Antonia, ¡en el horrible endriago, en la mujer-monstruo!

El enamorado se dejaba llevar por su sueño, cuando una voz, dulce y triste, subió hacia él, en un murmullo de sollozos contenidos:

–¡César! ¡mi César! Flor de Paris apenas se tenía de pie; y, completamente

lívida, se apoyó al respaldo del sofá de Brantôme: –¿Tú amas a esa bonita señorita, verdad? – preguntó

humildemente la joven obrera, viendo que su amigo guardaba silencio… – Habías olvidado que yo estaba allí, en la habita-ción… ¡Oh! no trates de engañarme… ¡Lo he visto!... ¡Sé a qué atenerme!... ¡Antes me has mentido!... ¡Eso está mal… muy mal!...

Él no encontraba ni una palabra que responder, y Georget-te continuaba, dolorosa:

–Es una señorita de mundo… y yo no soy más que una pobre hija del pueblo… Eso no me impedía amarte con todo mi corazón… ¡Adiós, César! ¡Adiós!

Ella se iba, con unas grandes ganas de llorar; de pie, César le tendía los brazos:

–¡Georgette!... ¡Mi Georgette!... ¡Perdón!... Sobre el umbral del taller, Flor de París se detuvo más bo-

nita que nunca en su sencillo vestido, con la pequeña caja blanca en la mano; exhaló una sonrisa mojada de lágrimas:

–¡No te quiero! ¡Esto debería llegar algún día!... ¡Ámala bien y que seáis felices!

Despareció, ligera y graciosa, dejando a Brantôme con su nuevo amor.

Hacia las siete, el joven artista estaba vestido con traje y

corbata blanca para ir, como casi todas las noches, a cenar al Cosmopolitan Club, la gran sociedad del bulevar de los Italia-nos.

105 Y, cuando se ponía su abrigo, Bola en la Espalda le en-

tregó una carta. El escultor abrió la misiva y leyó: «Acudid esta noche, a las once, al Puente Nacional. «Un coche estacionado en la calzada, a la izquierda del

primer kiosco, os espera allí. «Pasando delante del coche, diréis esta palabra: «César».

Se os responderá con esta otra: «Amor». Subid en el cupé que os conducirá hasta la más grande admiradora de vuestro talento y de vuestra viril belleza.»

César se encogió de hombros y metió el papel en un bolsi-llo.

¡Oh! no, el artista no iría a esa cita; aunque no se tratase de una broma podría ser una aventura lujuriosa.

Esa desconocida había elegido realmente bien esa jornada para escribirle, cuando la aparición del ídolo acababa de reavi-var su amor. ¡Ah! podía ser joven, bonita, ardiente, deseable; podría ser Circé la encantadora, que aunque se presentase, él no pensaría más que en Éve.

En el Cosmpolitan-Club, en el salón de lectura, un amigo al que mostró su carta cambiaba la decisión de Brantôme.

César cenó en el círculo, y entre un póker y una banca, se sorprendió de la curiosidad que lo inflamaba por conocer el mis-terio.

Todas sus dudas relativas a un bromista o a una prostituta maligna habían desaparecido, y, ahora no se hubiese echado atrás por todo el imperio de Alejandro.

A las diez y media, el joven artista subió a un cupé del

círculo, se hizo conducir al Puente Nacional, mandó regresar el coche y se dirigió hacia la avenida de Bercy.

Los transeúntes eran escasos en ese barrio tan animado du-rante el día; y, en la profunda noche, no se escuchaban más que los rodamientos lejanos de las carretas y el chapoteo de las aguas que rompían contra los arcos del puente; aquí y allá, unas farolas de gas iluminaban la calzada con luces vagas; pero, un

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poco más lejos, las linternas de un cupé parecían los ojos de un monstruo buscando el enigma de las tinieblas.

Brantôme fue directo hacia el vehículo, enganchado a dos magníficos purasangre.

Al pasar, dijo: –¡César! –¡Amor! – respondió alguien, sobre el pescante. El noctámbulo levantó la cabeza, estupefacto de escuchar

una voz de mujer, y, muy animado, vio bajo un capuchón el ros-tro bizarro del conductor. Se hubiese dicho un gigante jeroglífi-co procedente de algún templo de Siria o de Egipto, uno de esos signos misteriosos que los egipcios empleaban para traducir sus ideas mediante la escritura, y de los que nuestros sabios no comprenden gran cosa.

–¡Subid, señor; se os espera! – invitó el extraño cochero. Era el momento psicológico, un nuevo Rubicón para un

César nuevo, y nuestro bravo César franqueó el Rubicón; saltó al coche, y los caballos partieron.

El cupe, conducido por Isis, llegaba a la avenida de Orle-ans. Una verja se abrió, y el coche, tras haber atravesado un am-plio jardín, se detuvo ante la entrada principal de un palacete estilo Luis XV.

La egipcia saltó del pescante y abrió una de las portezue-las:

–Hemos llegado, señor… ¿Queréis descender?; voy a te-ner el honor de guiaros…

Confiando el coche a un criado, Isis golpeó la puerta de la casa con tres pequeños toques espaciados irregularmente.

La puerta obedeció, como ya lo había hecho la de la verja, y Brantôme, penetrando en el palacete, siguiendo a su conducto-ra, se encontró en plena oscuridad.

Pero, a la resonancia de sus pasos sobre las baldosas, comprendió que entraba en una sala muy grande, probablemente el hall de la casa.

Una voz lejana, murmuró: –¿Tenéis miedo?

107 Él exclamó: –¡No! De inmediato, una veintena de lámpara eléctricas ilumina-

ron una estancia inmensa, en el suelo había mosaicos, en las paredes de mármol rosa, y poblada de estatuas representando la Fuerza y la Belleza bajo todas sus formas, originales o copias magníficas de lo que el arte griego posee de más puro y sugesti-vo; aquí, un Hércules sometiendo al león de Nemea; allí, otro Hércules persiguiendo una cierva; un Apolo radiante conducien-do su carro de luces; una Diana sorprendida en el baño por el cazador Acteón, ese «voyeur» mitológico; Léda ofreciéndose, lasciva y abandonada, a los ardores del Cisne; y, en actitudes diversas, pero siempre voluptuosas, Adonis, Antinous, Phrine, Aspasie, Safo, Mesalina.

Deslumbrado por esas maravillas, el artista preguntó a la mujer cochero.

–¿Quién hablaba antes? ¿Acaso estoy soñando? ¿Estoy ebrio? ¿Me estoy volviendo loco? No he escuchado bien… En-tonces, ¿de dónde salía esa voz?

Sin responder, la egipcia, que había quitado su capucha y se mostraba, vestida de telas brillante, le hizo una señal para que la siguiera.

En el extremo del hall, levantó una pesada tapicería anti-gua y dijo, mostrando una habitación luminosa, pero con una nueva luz:

–Señor Brantôme esperará en esta galería… la Señora no tardará en aparecer.

Se inclinó y salió, mientras que Brantôme entraba en la es-tancia contigua.

¡Cambio de decorado! Ahora el joven artista ya no se encontraba en el templo del

arte, sino más bien en el santuario de la ciencia o el antro de la locura, y nada indicaba allí la presencia de una heroína de amor, incluso algunas de las cosas allí presentes se alejaban mucho del propio amor.

108 A lo largo de la galería, de rojas y verdes claridades de los

lustres de hierro, César recorrió un Museo de las cosas más raras y más preciosas.

Bajo grandes vitrinas, una mujer hotentote al lado de un jefe zulú y un guerrero indio. Y, alrededor de ese grupo princi-pal, unos antropófagos de la Costa de Oro, negros de Guinea, lapones, coreanos, aztecas, enanos de América Central.

Pero, continuando con sus observaciones, el artista no podía admitir que se encontrase en casa de una mujer, o bien a la mujer debía gustarle la sangre y regocijarse en medio de los horrores, y los amores también debían ser bizarros y monstruo-sos.

Y el deseo de ver y escuchar a la dueña de ese lujoso y ex-traño domicilio aumentó en el escultor.

Brantôme tenía ante sí la colección completa de los ins-

trumentos de tortura empleados en la antigüedad. Admiró los cinturones de castidad mejor trabajados que

los del museo de Cluny, un conjunto obsceno en rivalizar con el «Gabinete secreto de Nápoles», frescos procedente de Hercula-no, bajorrelieves encontrados en Pompeya, Bacos, sátiros, ba-cantes, ídolos, bailarinas, y todos y todas de un erotismo para hacer empalidecer al joven y al duque Melchior de Javerzac y de una indecencia que haría enrojecer a la Rizos, la Remolacha y a las chicas del Papagayo Gris.

Luego, recorrió la parte anatómica de ese museo universal, colección a la vez inmunda y admirable, toda la esfera del orga-nismo.

Se alejaba, lleno de asco. Bruscamente, las luces de la galería se apagaron, y César

se vio una vez más prisionero de las tinieblas. La sala donde él esperaba, permanecía oscura; pero una

inmensa oquedad se entreabría en la pared, dejando ver, en una indecisa claridad lunar, un salón, o más bien un santuario ador-nado de satén azul realzado por flores de plata.

109 Sobre un diván de terciopelo negro, una mujer estaba

acostada, y las transparencias de los finos encajes permitieron a Brantôme admirar los esplendores esculturales del cuerpo.

Una de sus piernas, casi desnuda, descendía del diván, y su pie marmóreo, calzado con una babucha oriental, descasaba sobre una piel de tigre real; sus brazos estirados por encima de su cabeza en una graciosa curva, se perdían a medias en las pro-fundas masas, sedosas, ardientes y como electrizadas de su sal-vaje cabellera. Su rostro, cuya parte superior permanecía oculto bajo un antifaz de satén negro, revelaba solamente un mentón enérgico, labios húmedos, dentadura deslumbrante y la parte inferior de sus narices rosadas.

César iba a saltar sobre esa voluptuosidad humana; pero el recuerdo de su joven adorada lo retuvo inmóvil en el umbral del templo; luego, el demonio del arte vivió solo en el artista; las carnes del hombre se apaciguaron; la idea del amor se disipaba y murmuró en éxtasis:

–¡Qué modelo!... ¡Qué impecables proporciones! ¡Qué cuerpo soberbio!

Fue a extraer su álbum de bolsillo y «esbozar» la viva obra maestra.

La voz de Antonia, que en el hall, preguntaba: «¿Tenéis miedo?» lo hizo estremecer.

La Sra. Barba Azul decía, voluptuosa: –¿Por qué no os acercáis?... César, sabéis bien lo que yo

espero… lo que deseo… ¡Vamos, ven a mi lado y dime que soy hermosa!

El escultor estaba lejos de ser tímido; pasaba incluso por

un atrevido y robusto galán con las mujeres; se contaban de él proezas amorosas.

Sin embargo, se sintió turbado y se conformó con decir: –¡Oh! sí, señora, ¡vos sois bella! Antonia lo obligó a sentarse sobre un cojín cerca de ella y,

de pronto, enlazándolo con sus brazos desnudos, vivo collar de carnes palpitantes y perfumadas, ella exclamó:

110 –¡Qué guapo eres!... ¡Te amo!... ¡Te adoro!... ¡Te quiero!

¿Me escuchas? ¡Te quiero! Entonces, naturalmente, el macho que dormía en el artista,

se despertó; le pareció que nada existía más para él fuera de esa encantadora que lo atraía, cuyo aliento lo embriagaba, cuyo olor, un olor de verbena y jazmín, un soplo de celo, lo penetraban.

Ofuscado de deseo, la tenía en sus brazos, cuando, de pronto, tuvo la visión de esos mismos cabellos salvajes reco-giéndose bajo un sombrero de duelo y en el marco de un largo velo de viuda.

Intentaba adivinar los rasgos de la mujer por encima del antifaz. ¿Dónde había escuchado esa voz con vibraciones de metal y al mismo tiempo otra voz dulce y pura?

La Sra. Le Corbeiller le tendió los brazos, sorprendida de su retirada:

–¡César, mi César, ven! Levantándose, él preguntó: –¿Quién sois, señora? ¡Quiero ver vuestro rostro! –¡Qué te importa si te gusto y te amo! –¡Quiero ver vuestro rostro! – repitió el joven artista. Lentamente, la Barba Azul apartó su antifaz de satén ne-

gro. –¡Vos!... ¡vos!... ¡señora! – exclamó Brantôme… ¡Oh!

¡pobre de mi! Pero Antonia se abalanzó hacia él, estrechándole entre sus

brazos, a pesar de los esfuerzos de César para rechazarla, y ella clamaba:

–¡Sí… yo… Antonia!... ¿Siendo viuda, no tengo el dere-cho de amar, y, millonaria y bella, el de elegir? ¡Te haré rico, César! ¡Te haré dichoso!... ¡Te haré poderoso, a ti que has des-pertado en mi ser un amor nuevo, un amor dispuesto a todos los sacrificios!

Finalmente, él logro desasirse: –¡Dejadme, señora!... Os lo suplico, ¡dejadme! Y como en un sueño, murmuró, evocando el nombre de la

amada:

111 –¡Éve!... ¡Éve!... ¡Perdona!... La Sra. Barba Azul se levantó, llevando sobre su cuerpo

los encajes apartados, y siempre bella y más majestuosa con su lujuriosa melena extendida en salvajes rizos a lo largo de la blancura de sus riñones:

–¡Éve!... ¿Por qué has pronunciado ese nombre? César estalló: –¡Porque soy un miserable!... Porque, en mi locura… em-

briagado… fascinado, deslumbrado por vuestros irresistibles encantos, he podido olvidar por un instante a la Srta. Éve, ¡la alegría de mis ojos y de mi corazón!

–¿Entonces, la amas? – vociferó Antonia, con los dientes apretados.

–Sí, señora, ¡la amo! – respondió altivamente el joven ar-tista, ¡y no amaré nunca a nadie más que a ella!

La viuda emitió un rugido de tigresa herida y aulló: –¡Ah! ¡vete!... ¡Te mataré! Brantôme todavía la observaba, en tanto la juzgaba

espléndida en su furor casi animal. –¡Pero, vete!... – gritaba la Sra. Barba Azul, avanzando

hacia César, con la frente alta, la mirada encendida… ¿Por qué permaneces aquí? ¿Es para decirme que amas a esa muchacha, insignificante y estúpida como una colegiala?... ¡Pero, mírame, desgraciado, y atrévete a compararla conmigo!

A medida que arrojaba esas frases, Antonia se despojaba de sus ropas.

Y, acercándose a él, rozándole con sus carnes desnudas, ella jadeaba:

–¡Oh, mi César, tómame! Ante una mujer tan deseable y que no hubiese sido la Sra.

Le Corbeiller – la madrastra de Éve – César, sin duda, habría olivado un momento su amor puro; pero, ante Antonia, el placer se le antojaba como un incesto precursor de la bendición nup-cial.

Quiso atenuar, mediante la suavidad de su palabra, lo que su rechazo tenía de sorprendente para Antonia:

112 –Ya os lo he dicho, señora, amo a la Srta. Éve Le Corbei-

ller, y mi mayor esperanza es tener el honor, un día, de ofrecerle mi apellido…

–Jamás, caballero, jamás… en tanto yo viva, en tanto cir-cule una gota de sangre en mis venas, en tanto permanezca un destello de voluntad en mi cerebro, ¡nunca permitiré tal matri-monio!

Brantôme se inclinó, sin decir palabra, pero una implaca-ble voluntad se leía en su rostro.

La Sra. Barba Azul se había vestido apresuradamente,

tapándose con una bata de satén rojo. Parecía completamente calmada, cuando a la Mesalina

transportada y voluptuosa sucedía una Mesalina reflexiva, vin-dicativa y sanguinaria:

–¿Me permitís aún una pregunta… señor César Brantôme? –Hablad, señora. –La Srta. Éve Le Corbeiller, mi hijastra y pupila, ¿os ama

ella también? –Solo a ella corresponde la respuesta – declaró muy respe-

tuosamente el escultor. –Está bien… ¡Le preguntaré!... La Sra. Barba Azul pulsó un botón eléctrico y dijo a la sir-

vienta que entraba: –Isis, ¡que se ponga a disposición del Sr. Brantôme el cupé

que lo ha traído!... Fréderic subirá al pescante… Antes de partir, el joven artista saludaba a la generala An-

tonia Le Corbeiller, como si no hubiese tenido lugar ninguna demostración amorosa, y añadía con voz emocionada:

–Señora, me he propuesto que todo esto fuese un sueño, y, ese sueño, desde que salga de aquí, va a desvanecerse en mi memoria para no regresar nunca… ¡Os doy mi palabra de honor!

Ella dijo, altiva: –¡Oh! ¡podéis proclamar a los cuatro vientos, en Mont-

martre, en vuestro círculo, en el bulevar de los Italianos, que la generala Antonia se os ha ofrecido y que vos la habéis rechaza-

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do! Yo soy viuda y libre, no arriesgo nada… ¡Y a vos, los que me conocen, os tratarán de idiota y los demás no os creerán! ¡Id pues, señor! ¡Cotillead! ¡desvariad!... ¡Me importa bien poco!

Pero, una vez desaparecido el apuesto hombre, toda la cólera y todo el orgullo de la generala se desvanecieron; y, por primera vez en su vida, aparte de las hipocresías de su duelo, lloró; lloró, porque se sentía vencida.

Isis, tras haber acompañado a Brantôme, regresó junto a la

generala. –¿Lloráis, ama?... ¿Qué os ha apenado? –¡Él! –¿Ese caballero que Frédéric lleva en el coche? –¡Sí, él!... ¡Oh! puedo contarte todo esto a ti, la confidente

de todos mis actos, a ti, mi sirvienta y mi amiga, incapaz de trai-cionarme… ¡Lo amo, Isis, lo amo!

La egipcia contempló, asombrada, a la que ella había bau-tizado como «Sra. Barba Azul»; luego, atreviéndose a reír:

–Ama, entre nosotras, no es la primera vez que amáis a un hombre guapo.

–¡Pero él no me corresponde! –Y bien, o es que no ha mirado a la ama o es que carece de

gusto… En París no son infrecuentes los hombres guapos, y el ama se consolará mañana con otro… ¡El Sr. Ovide Trimardon, por ejemplo!

Antonia agarró a la esclava por un brazo, y, violenta: –¡Quiere casarse con Éve! ¡Y yo no quiero que se case!

¿Entiendes, Isis? –¡Ah ¿El Sr. Trimardon quiere casarse con la Srta. Le

Corbeiller? –¡Hablo del Sr. César! Isis dijo, muy seria: –Ya entiendo… Él es pobre… y la hijastra de la ama es

tres veces millonaria… –Entonces… ¿tú crees?...

114 –¡Oh! ama, ¡estoy segura!... El Sr. Brantôme es artista: él

conoce la belleza… ¿Cómo pensáis entonces que pueda estable-cer una comparación entre vos y la Srta. Eve? ¿Cómo podéis pensar que pueda preferir a esa muñequita morena?... Ama, lo que ese hombre busca, lo que desea, son los millones de la Srta. Le Corbeiller, y, para él, ¡el dinero domina el amor!

Estallaron unas risas, procediendo de otra parte del palace-te.

–¿Han llegado esas damas? – preguntó la generala. –Sí, ama, hace media hora. La Sra. Barba Azul, arregló su tocado, volvió a colocar

sobre su rostro el antifaz de terciopelo negro, y fue a reunirse en el comedor con las compañeras habituales de sus desenfrenos.

En medio de las luces y las flores, la duquesa Berthe de Chandor y la baronesa Cécile des Gravières, medio desnudas, envueltas en dos péplum de tela sedosa, rodeaban con sus aristó-cratas brazos a dos individuos, amantes pasajeros, atraídos, co-mo lo fue César, mediante cartas anónimas.

Eras dos tipos vulgares, pero guapos y fuertes: uno, Daniel Bardy, un rubio esbelto y rizado, de ojos azules, enfundado en un chaleco marrón, tenor ligero en la Gaîté-Rochechouarte; el otro, Polydor Vélu, un gran diablo, con un traje a cuadros grises y blancos, con una nariz de pirata y espesos y oscuros bigotes, jinete en el circo Fernando.

–¿Cómo? ¿Sola, Régina? – dijo la Sra. des Gravières a la entrada de Antonia.

–¿Y el guapo caballero al que debías presentarnos esta no-che? – añadió la Sra. de Chandor.

Antonia se echó a reír, con una risa sonora que evocaba las vibraciones de las cuerdas graves de su harpa:

–Mi querida Octavie, y tú, mi no menos querida Diane, el apuesto caballero en cuestión no se ha atrevido a afrontar el bri-llo de vuestras pupilas, y esta noche, ¡quedaré viuda!

Régine, Octavie, Diane eran los nombres de guerra que se daban las tres amigas en sus escapadas, y la duquesa y la baro-nesa se escondían bajo un antifaz como la generala.

115 Polydor Vélu se dirigió a Antonia: –¿Viuda esta noche, vos?... ¡Venga ya!... ¿Acaso no estoy

aquí, qué diablos! Cécile lo retuvo por el brazo: –Y bien… ¿y yo? ¡infiel! El jinete del circo Fernando estampó un beso sobre los

maravillosos hombros de la baronesa: –Tú…tú debes ser bella bajo el antifaz, Octavie, y te ado-

ro, con la esperanza de admirarte entera… pero, ya conoces el proverbio: cuando hay para una, también hay para dos… sobre todo entre amigas…

Cerca del jinete, el tenor de la Gaîte-Rochechouart, un po-co menos brutal, abrazaba a Diane.

–Queridos caballeros, – dijo la anfitriona – debéis respetar nuestros antifaces, ¡y estas damas y yo no toleraremos la menor infracción a esta regla! ¡Os conformaréis con lo que se os permi-ta ver!

Y como ella accionaba un sistema eléctrico, las luces se multiplicaron instantáneamente, y del parqué entreabierto surgió una mesa suntuosa, que vinieron a enmarcar unas camas a la romana, deslumbrantes de púrpura y oro.

Sobre la mesa, los cristales y la plata, los delicados cince-lados llevaban, en lugar de reveladores cifras, un Amor apun-tando sus flechas; a lo largo de un mantel de batista bordado a lo ruso, serpenteaba un camino de lilas blancas, de violetas y de rosas, y en torno a la medianoche: trufas bajo el plato – terrinas de paté – cesta de frutas – se veían urnas antiguas conteniendo los crudos más ilustres del Bordelais y la Borgoña, mientras las botellas de champán estaban colocadas en sus modernas cubite-ras. Los invitados bebían en cálices de oro. Y por cielo, entre todos esos esplendores, el techo representaba una obra digna del Louvre: El Amor y Psiche, de F. Verheyden.

He aquí por lo que la hija del domador de Hamburgo, la asesina del pachá Muhieddin, del cónsul Emile Glandoz y del general Lucien Le Corbeiller, era pobre, a pesar de sus gangas; he aquí por lo que debía a todos los usureros de Paris una suma

116

igual, aproximadamente, a su última herencia; he aquí por lo que buscaba un amante viejo y millonario cuyas liberalidades le permitiesen continuar la vida y agasajar a sus gigolós.

–¡Palabra de honor! –exclamó el tenor, – que si no me llamase Daniel Bardy, si no fuese cantante, y si no tuviese ma-ñana un ensayo en la Gaité-Rochechouart, me creería rejuvene-cido dos mil años y estar asistiendo a una de las pequeñas orgías de la decadencia romana!

Antonia hizo una señal, y las tres mujeres saltaron sobre Vélu y Bardy, los vistieron con togas escarlatas extraídas de un armario y los coronaron de rosas.

Era la costumbre de la casa. Tenor y jinete, bajo el fuego de los vinos, se creyeron

transportados a un país de ensueño; y esos merodeadores de los barrios bajos, habituados a las palabras y gestos de las putas de baja ralea, no habían, hasta entonces, escuchado ni visto nada que se aproximase a lo que vieron y escucharon esa noche de saturnales, donde finalmente, cayeron los antifaces.

Borracha, Antonia se dedicó con sus invitados a las locu-ras de su temperamento.

París se despertaba cuando los dos hombres, vestidos con

sus trajes habituales y ambos gratificados con un pequeño regalo – un detalle de esas damas, tanto o más legítimo, toda vez que habían resistido al deseo de robar un poco de plata, – salieron de la misteriosa casa.

Circulaban por la avenida de Orleans, bajo la bruma in-vernal.

El jinete levantó el cuello de su modesto abrigo, y el som-brero sobre la oreja, y dijo al tenor, hundido en un falso abrigo de piel:

–Y bien, cerdo ¿qué piensas de todo esto? –Viejo, es asombroso ¡Esa es mi opinión! Ambos hombres, desconocidos el uno del otro la víspera,

se tuteaban ahora como dos colegas. –¡Octavie está bien!

117 –¡Diane también! Y, al unísono: –¡Pero, Régine! ¡Oh! ¡Régine! –Conozco la dirección – dijo Polydor; – ¡volveré uno de

estos días! –¡Si se te invita… Amigo mío! ¡A las damas chic, no se

las puede precipitar!...

119

V La Sra. Barba Azul, tras sus vagabundeos nocturnos se

había acostumbrado a levantarse tarde, y, habitualmente, no lla-maba a Isis hasta las once.

Pero esa mañana, regresando de la casa lejana y tan extra-ña, ella no durmió; esperaba, nerviosa, el momento de poder interrogar a su hijastra.

¿Éve amaba a César? Eso es lo que la Sra. Le Corbeiller ardía en deseos de saber.

A las nueve, la madrastra llamó a Isis para hacer decir a

Éve que ella deseaba hablarle, pero todavía se encontraba dema-siado agitada, y solamente fue después del almuerzo íntimo cuando la adoradora de César abordó la delicada cuestión en el pequeño salón del palacete.

La Srta. Le Corbeiller parecía radiante, y, a pesar de su fu-ror, la Sra. Barba Azul, que mantenía una maternal sonrisa, hizo sentar a Éve a su lado, y comenzó suavemente, con tono de una mamá muy indulgente hacia su Bebé;

–Querida, voy a hablarte a corazón abierto, y espero que me respondas con tu franqueza habitual…

–¿Preguntad, madre? –¿Tú amas a alguien, no es así, querida? La hija del general Lucien miró a la viuda a la cara y dijo,

sin temblar: –Sí, madre, amo a alguien.

120 –¿Y cuál es el mortal extremadamente feliz por haber ins-

pirado este amor? – dijo la bella viuda, martirizada por la rabia. –¡Oh! ¡Lo puedo proclamar bien alto! ¡Mi elección ha sido

aprobada por mi padre!... ¡Es el Sr. César Brantôme! –¿Por qué me la has ocultado hasta hoy? –Porque ignoraba aún si mi amor era correspondido… y

entre la incertidumbre o el error… ¡debía guardar el secreto en mi alma!

–¿Entonces, ahora, tú sabes que ese joven te ama? –Sí, lo sé. ¡Y, vos me veis feliz y orgullosa! –¿Te lo ha dicho? –No tuvo necesidad de decírmelo; lo he comprendido…

¡estoy segura! –¡Eso no es cierto! ¡Mientes!... ¡El Sr. César no te ama! –¡Estoy segura de lo contrario! –¡Te digo que no es cierto! –¿Cómo lo sabéis? –¡Oh! ¡la aventura no es difícil de comprender!... Ese mu-

chacho – más o menos artista – es pobre, cargado de deudas… Él sabe que eres millonaria… y representa la comedia del amor.

Éve se rebeló: –¡Ah! señora, ¡esas son palabras odiosas! –¿Tal vez lo calumnie, señorita? De pie y pálida, muy enérgica, la joven muchacha enfren-

taba la mirada de la villana: –¡Sí, señora, lo calumniáis!... Pero, ¿qué interés tenéis en

impedirme casarme con ese honrado hombre? –¿Casarte? – rugió la viuda del general… –¿Entonces,

piensas seriamente en un matrimonio con ese… escultor? Una sonrisa virginal iluminaba los ojos y los labios de la

adorada de Brantôme: –¡Esa es mi más querida esperanza! –¡Si tu padre viviese, sabría oponerse a esa locura! –Os he dicho y os repito, señora, que he confesado a mi

padre mi amor, y si viviese, él estaría feliz de poner la mano de su hija en la de un artista al que estimaba y quería ¡Sí, señora!

121 Por primera vez, Éve entraba en lucha abierta con su ma-

drastra, y el furor de la otra aumentó ante esta inesperada rebe-lión.

La Sra. Barba Azul tomó a Éve por los dos brazos, y, llevándola hacia ella, rostro contra rostro:

–¡Tu padre ha muerto! ¡Yo soy tu tutora y debes obede-cerme! Y te prohíbo, entérate bien, te prohíbo pensar en el Sr. Brantôme… porque… porque…

–¿Por qué? – interrumpió Éve. Antonia iba a decir: «¡Porque lo amo yo, porque lo quiero

para mí, y solo para mi!» Pero supo moderar su ardor celoso, devolvió a Éve la libertad de sus movimientos, y declaró, llena de unción:

–¡Porque, como te he dicho, ese hombre no está enamora-do más que de tu fortuna y no quiero que seas desdichada!

–¡Calumnias, señora, calumnias! Se callaron, con los ojos dirigidos hacia la puerta; Her-

mann, el mayordomo, inmóvil sobre el umbral, anunció: –¡El Sr. César Brantôme! Las dos damas permanecieron inertes, estúpidas, como

fulminadas por un rayo, observando al artista que, muy pálido y emocionado, las saludaba.

Cumpliendo la promesa que hizo la víspera a la Sra. Le Corbeiller, venía él mismo a entregar el busto del general, y tra-tar de saber lo que había sucedido entre Antonia y su hijastra.

No tuvo tiempo a investigar. Éve, fuera de sí, corría hacia él, y mostrando a la viuda: –Señor Brantôme, ¿sabéis lo que esta mujer pretende? –¡Cállate!... ¡Cállate! ¡Te lo ordeno! – vociferó la Sra.

Barba Azul. Pero la joven estaba demasiado indignada para obedecer, y

estas palabras brotaron en una oleada de lágrimas: –Me ha dicho… Se ha atrevido a decirme… que no soy yo

lo que buscáis… que vuestro amor es una mentira… y que solo queréis mi fortuna… Ahora bien, yo, yo creo en vos, en vuestro desinterés y en vuestro amor, ¡César!

122 –¡Oh! ¡Éve! ¡Oh! ¡señorita! – balbuceaba el leal enamora-

do. –¡Y bien, entonces, decidle que tengo razón y que ella

miente! Antonia, con los brazos cruzados, la mirada viril, acechaba

la respuesta del escultor; y, como él permaneciese sin decir pa-labra, ella pronunció, altiva:

–Y bien, señor Brantôme, dígame si he mentido. Una idea espantosa atravesó el cerebro del enamorado:

Antonia tenía razón, en su maternal brutalidad. ¡Se le debía acu-sarle, a él, pobre, de buscar una dote opulenta!... ¡El mundo es-taría con la Sra. Le Corbeiller!... ¡Era lógico! ¡Era humano! ¡Y su honor, su probidad, su noble vida de artista se encontrarían cuestionadas!... ¡Nada que responder!...

¡Ante la sospecha, tendría que bajar la cabeza!... Éve era millonaria; ¡él no tenía derecho a soñar con Éve! No tenía el derecho, pues su incipiente renombre no representaba gran cosa a sus ojos demasiado modestos.

La Srta. Le Corbeiller esperaba, preocupada por el prolon-gado silencio de César, horrorizada por la espantos sonrisa que veía formarse en los labios de su madrastra.

El escultor se acercó a la joven, y dijo con una emoción que lo estrangulaba, y que podía mascar su angustia:

–¡Adiós, señorita, adiós para siempre! –¿Entonces… es cierto?... ¿No me amáis, César? Él levantó sobre ella dos ojos enrojecidos por las lágrimas

contenidas, como si, para retenerlas, un poco de su sangre hubiese pasado por allí:

–¡Éve, yo os amo!... ¡os adoro! Sin vos, mi vida está per-dida, y Dios es testigo de que jamás he pensado en mezclar nuestras fortunas!... Sin embargo, debo inmolar mi amor, deplo-rando vuestras riquezas… ¡Éve, adiós!

–¿Y vos creéis – dijo ella – que mi fortuna os da el dere-cho de hacernos infelices? ¡No! ¡no!...

123 Y, arrojándose hacia el artista, ella se atrevió, llena de

bravura: –¡César, he aquí mi mano! Brantôme hizo un gesto de desesperanza y salió. Éve, un momento postrada, se levantaba ante Antonia: –¡Señora, sois una mujer malvada! La general ironizaba: –¿Una mala mujer, yo?... He tratado de abrirte los ojos… –¡Con una mentira! ¿Qué os he hecho para que me detest-

éis de ese modo? ¿Qué le había hecho la casta criatura?... Ella amaba a

César, y César amaba a la virgen de la que ella estaba celosa. –No te odio en absoluto, Éve… Lejos de eso… te quiero

mucho… –¡Vuestras miradas desmienten vuestras palabras, señora! –No sabes leer, niña, en mis miradas… – dijo la Sra. Bar-

ba Azul… – No sabes comprenderme… Y, con toda su carne temblando de amor, gritó apasionada: –¡Éve, querida, ven a mis brazos! –¿Para ahogarme mejor, sin duda? – replicó amargamente

la virgen, irritada e inocente. La reacción fue brutal. –¡Idiota! ¡Tres veces idiota! – vomitó la ladina, – avan-

zando sobre Éve con la mano levantada. Pero la hija del general no se amilanó y dijo soberbia: –¡No os privéis, señora de golpearme! Hipócrita y maligna, la Barba Azul intentaba excusar su

comportamiento: –¡Ángel mío, me llevas al extremo!... ¡He cometido un

error….Lo reconozco… Firmemos la paz con un beso, ¿quieres? Ahora bien, a la Srta. Le Corbeiller no le quedaba más ca-

pacidad de perdón hacia esa mujer que acababa de arrancarle el corazón, por esa madrastra de la que siempre temía las caricias y las miradas. Una luz se hacía en su espíritu, luz indecisa aún, pero donde ella veía a Antonia bajo un día nuevo, y no era ya el

124

temor que su madrastra le inspiraba, sino un asco, el asco natural de los niños hacia los monstruos.

Éve respondió: –Señora, la vida en común, para nosotras, es a partir de

ahora imposible; y como no puedo haceros salir de esta casa que es la mía, pero en la que vivís por voluntad de mi pared, ¡seré yo quien la abandone!

–¡Venga ya! ¡Estás loca!... –¡No, no estoy loca!... ¡Estoy desesperada!... ¡Pero, mi re-

solución es irrevocable y partiré mañana! –¿Y a dónde irás, desdichada criatura? –Regresaré a la casa donde he sido educada, al convento

de las Damas de la visitación, en Auteuil… donde está mi amiga Suzanne, la hija de la duquesa de Chandor…

–Pero tu educación ha terminado, y no creo que te plantees hacerte religiosa.

–No, señora, -– dijo Éve con altivez, pues sigo siendo no-via del Sr. César Brantôme… y a pesar de vos, ¡seré su esposa!

Antonia rugió: –¿Cómo, después de lo que acaba de pasar, aún piensas en

ese matrimonio? –Sí, señora, pienso aún en él y seguiré pensando hasta su

consumación! –¡Estás afectada! Herman entraba. –¿Qué quieres? – gruñó la generala. –Venía a recibir las órdenes de la señora para el coche. –Saldré a caballo. –¿Si la señora quiere decirme la hora? –A las cuatro, y montaré a Zadig… ¡Vete! El criado salió, y la madrastra regresó a Éve: –Señorita, durante tres años aún, yo seré vuestra tutora le-

gal, y, durante esos tres años, debéis obedecerme!

125 De regreso al taller, César encontró, bajo un sobre, el pre-

cio de su busto, dos billetes de mil francos con los agradeci-mientos y felicitaciones de la generala.

FIN DEL LIBRO I

127

LIBRO II

LA SEÑORA BARBA AZUL

129

I

Hacia el declive de esta bella jornada invernal, la Sra.

Barba Azul, muy elegante vestida de amazona, tocada con un alto sombrero, y manteniendo en su mano enguantada de gris perla, una fusta con pomo de oro y rubís, cabalgaba, manejando con arte un pura sangre magnífico por la avenida de las Acacias.

Detrás de ella, y montado sobre un rocín isabelino, iba un criado vestido en cuero y en librea de duelo.

Antonia galopaba, feliz de vivir, cuando un jinete, llegan-do en sentido inverso, le hizo un gran saludo; luego radiante, giró su montura y se puso a la par de ella. Era el marqués Va-lentín de Beaugency, el amigo del general, el noctámbulo cuya observación en el Moulin-Rouge, le trastornó tan profundamente la noche del crimen.

El viejo aristócrata tenía un gran porte, en traje de montar, gorro de astracán, pelliza negra, guantes y pantalón de tela gris, botas de montar con espuelas de oro.

–¿Me rehuís, señora? – dijo, con el gorro en la mano. Ella arrojó sobre él una luminosa mirada y vio en ese

mundano al hombre útil, al amante rico y generoso que le permi-tiría enriquecer a César, pagar sus enormes deudas y continuar con sus prodigalidades imperiales y romanas en su pequeña ca-sa, su «locura», como ella la llamaba, de la avenida de Orleáns.

Graciosa, respondió, zalamera:

130 –Rehuiros, señor de Beaugency, ¿no pensaréis eso, ver-

dad?... ¡Oh! no, el aristócrata millonario no pensaba en eso; inclu-

so, en vida del general, evitaba el cara a cara con la irresistible Antonia: debió luchar contra su carne, bien decidido a no trai-cionar al mejor de los amigos.

Y fue en razón de esa amistad como, ante el aislamiento de la familia, en ausencia de parientes directos, había aceptado ser el tutor oficioso de la Srta. Le Corbeiller, atribuyéndose fun-ciones de simple vigilante, al ser la generala heredara de la cuota disponible y encargada, como tutora, de la administración de los demás bienes.

El Sr. de Beaugency – muy honorable, a pesar de sus locu-ras seniles – experimentaba por Éve una simpatía de abuelo. Pero las visitas del tutor oficioso se hacían escasas en el palacete de la calle Saint-Dominique: el aristócrata temía los arrolladores encantos de la extranjera.

No quiso saber nada de ella cuando estuvo casada; y viu-da, tampoco lo quería, deseando por encima de todo una exis-tencia libre.

El marqués se informó de la Srta. Le Corbeiller: –¿Por qué la querida niña no está con vos, señora? –¡Ella odia a la gente, el Bois… ya lo sabéis! –Sí, a causa de su duelo… pero el duelo no es eterno, y la

veremos resplandecer. –¡Lo dudo!... Ha nacido taciturna, y permanecerá siéndo-

lo… ¡Es una hipocondríaca! –¿Una hipocondríaca, la hija de Lucien? ¡Oh! ¡no! Pobre

chiquilla, ella adoraba a su padre, y su tristeza es natural! –¿Eso quiere decir que yo no adoraba al general? Pusieron sus animales al paso, y a Valentín de Beaugency

le asaltó la idea, ya varias veces planteada, – el asunto no era cómodo – si fue la Sra. Antonia a quien vio, una noche, en el hall del Moulin-Rouge, acompañada de Ovide Trimardon. ¡Re-almente, la aventura le parecía insólita! ¡Qué remordimientos

131

supondrían para ella encontrarse, al regresar al palacete, con el marido… suicidado!

El aristócrata lo conservaba con exactitud en su memoria: fue la noche en que su infortunado amigo, el general Lucien Le Corbeiller se abrió la garganta con una navaja.

Y, por un encadenamiento lógico, Valentín vinculaba el acto desesperado del marido con la presencia de la esposa adúl-tera en el Mercado de Mujeres.

El general se sabía traicionado – ¡y ahora estaba muerto! La Sra. Barba Azul, comentó: –Querido marqués, vos nos queréis profundamente, según

afirmáis, pero no nos visitáis nunca en el palacete… –He viajado… –balbuceó Valentín. –¡No os quiero molestar!... ¡Sois un hombre tan ocupado! –¡No me habléis, querida señora! ¡No sé donde asentar la

cabeza! –¿Las mujeres? ¿siempre las mujeres? –¡Oh! ¡señora! Ella sonrió: –No os justifiquéis, señor… A vuestra edad eso es muy

bonito, muy smart, como se dice ahora. –¿A mi edad?... ¿a mi edad?... ¿Qué edad me supone usted

entonces, querida? –Según el proverbio, uno no tiene más edad que la que re-

presenta… –¿Y bien? –¿Puedo serle franca? –Os lo ruego –Cincuenta y cinco años. El aristócrata, levantándose sobre su silla, hizo una deten-

ción del caballo, pero con una fuerza ejercida en las bridas que denotaba gran vigor, y murmuró, confidencial:

–Tengo sesenta y cinco años… ¡Chsss!... –¡No es cierto! – dijo la amazona; informada desde el con-

sejo de familia, pero que inauguraba el asedio formal al perse-guidor de faldas.

132 –Nací en 1825; estamos en el 90… ¡Lamentablemente, eso

hacen sesenta y cinco! –¡Ah! ¡es maravilloso! Entre los paseantes, pasaron dos damas en un landau tim-

brado con una corona ducal; Valentín y Antonia las saludaron, el marqués con toda la corrección de un gentleman, y la Sra. Barba Azul con un gesto que parecía una señal.

–Muy hermosas, la duquesa de Chandor y la baronesa des Gravières, verdad, marqués?

–¡Exquisitas, adorables, divinas si queréis! ¡Y decir que a punto estuve de casarme hace dieciocho años con la Sra. de Chandor!

–Debisteis destrozarle el corazón… –Sí… pero lo duquesa Berthe de Chandor, nacida Javer-

zac, ¡está lejos de ser mi tipo! –¡Sois difícil! –Bastante… lo admito. Antonia reía con una risilla estridente y provocadora: –¿Y cuál es vuestro tipo?... ¿El mío… tal vez? Ahora, la bella amazona marchaba un poco rápido por el

sendero del amor, y Beaugency, inclinado sobre la montura de su caballo, respondió fríamente:

–Soy demasiado sincero y demasiado amigo de la verdad para contradeciros, querida señora.

–¿Eso es una declaración? – dijo la gran pelirroja, cada vez más atrevida.

–Que vos provocáis, señora. La extranjera le golpeó en los hombros con un delicado

toque de fusta: –¡Qué malo sois! ¿No os dais cuenta de que bromeo? Sé

que no soy bastante rica, pues según se dice, ¡vos poseéis dos o tres millones!

–Se dice, pero se equivocan, – dijo el viejo, riendo… – En realidad tengo cinco…

–Todas mis felicidades, señor… Yo poseo con que vivir – cómodamente – y no busco fortuna…

133 Ella mentía a rabiar, y el aristócrata, o más bien sus millo-

nes la exaltaron. Pero, hete aquí que el marqués de Beaugency no parecía del todo dejarse atrapar, a pesar de las coqueterías de la gran pelirroja y el esplendor de sus treinta años.

¿Qué deseaba pues, ese carcamal? Vejada, ella se atrevió: –Por otra parte, si creo en la leyenda, no es «una mujer» lo

que necesitáis… ¡son todas las mujeres! –¡Tengo un pachá entre mis antepasados, y obedezco a la

ley del atavismo! La Sra. Barba Azul continuaba, más ácida: –¡Oh! cuando digo «todas las mujeres», también me refie-

ro tanto a las mujeres del mundo en el que vivis… como a las del…

–¿Del mundo al que no se debería ir? – acabó el Sr. de Be-augency, acariciando con su mano enguantada, sus largas pati-llas canosas.

Y encontrando la transición que buscaba para iluminar sus dudas:

–En relación con ese mundo, ¿me permitís daros un conse-jo?

–Si es bueno, claro que sí… –¡Es excelente! ¡Jamás se lo he dado a otras! –Hablad, marqués. –Pues bien, cuando elijáis a un cicerone para guiaros

por… el mundo, elegid a otra personalidad distinta a la de un… Ovide Trimardon.

Un duro fruncimiento de cejas y una agitación extraordi-naria de la amazona revelaron al jinete lo que deseaba saber.

Pero, ya impasible, la Sra. Barba Azul preguntaba: –Ovide Trimar… ¿De dónde sacáis ese nombre, ese Ovide

Trimar… Trimardi… Tirmardo… Trimardin? El aristócrata rectificó, sonriente: –Ovide Trimardon… ¡Moulin-Rouge, señora! ¡Lo saco del

Moulin-Rouge! Luego, con su gorro de astracán en la mano:

134 –Estamos cerca de la verja… Voy a lamentar tener que de-

jaros… ¡Hasta la vista, querida señora! Y partió a gran trote. Antonio lo miró alejarse, y, rabiando de despecho y de fu-

ror, regresó, en sus blasfemias, a ser la exploradora de los tugu-rios, la cliente del Papagayo Gris:

–¡Viejo cerdo, me has insultado, y te vas tan ufano! Pero serás uno de mis amantes, tal vez mi marido, y juro por Dios…! Tendré tu pasta y tu piel!

Sobre su caballo, el Sr. de Beaugency reía de la aventura: «Trimardi… Trimardo… Trimardin…» pero es evidente que si el aristócrata hubiese sido informado de la lamentable situación de la Srta. Le Corbeiller, habría intervenido.

Éve no se atrevía a advertir al tutor subrogado, amigo y no pariente, y el marqués ignoraba los crímenes de la madrastra.

Barba Azul azuzó su caballo con un golpe de fusta rabio-so, como si desease vengarse en el animal de los sarcasmos del viejo, y galopó hacia la calle Saint-Dominique. Pero, más tran-quila, a lo largo del camino, se puso a reflexionar: ¿era el mar-qués de Beaugency el único hombre rico, lo suficientemente rico para satisfacerla? ¡Oh! ¡no! ¡Encontraría otros, menos arro-gantes, tan afortunados y alegres en dilapidar sus tesoros en su honor! Ella no tenía más que personarse en una de esas casas donde, bajo la apariencia de reuniones mundanas, los dos sexos, e incluso «el tercero» se frecuentaban y relacionaban mediante amores pasajeros. ¡Sí! ¡sí! Ella iría al domicilio de la baronesa Lischen de Stenberg, una vieja conocida, muy aristócrata; iría allí, segura de encontrar a Valentín , quien no faltaba a ninguno de los tés de la calle Castiglione, con la esperanza de resarcirse.

Cuando Antonia descendía del caballo en el patio de su

palacete, Isis, con el rostro angustiado, se precipitó hacia la amazona:

–¡Ama! ¡ama! –¿Qué ocurre? –La Srta. Éve…

135 –¿Qué sucede con la Srta. Éve?... ¿Qué le ha ocurrido? –¡Se ha ido, ama, se ha ido!... Una hora antes que vos, ha

marchado… –Y tú no la has detenido, ¡estúpida, borrica, más zote que

tu asno Kif-Kif! –Lo he intentado, ama… ¡pero no tengo ningún derecho

sobre ella! La Sra. Barba Azul vociferaba: –¡Ya adivino!... ¡Se ha ido a reunir con César!... ¡Se hab-

ían puesto de acuerdo!... ¡Esos miserables me la han jugado!... ¡Vamos a buscarla!... ¡Tendrá que entregármela!

Isis dijo, temerosa: –¿Ama? –¿Qué? –La Señorita no está en casa del Sr. Brantôme… –¿Entonces, dónde está? –Al ver que no la podía detener, la he seguido… –¿A dónde ha ido? –Al convento de las Damas de la Visitación, en Auteuil… La madrastra gruñó: –Ha regresado a su convento… Pues bien, ¡que quede allí!

¡No saldará más que casada! –¿Realmente, ama, – se sorprendió la egipcia, – consentís

en su matrimonio con el Sr. César? –¿Con mi César? ¡Jamás! Con otro… con no importa

quién… y si protesta, se podrá coaccionarla!

137

II En ese día glacial de febrero, Ovide Trimardon, vestido

con un irreprochable smoking, bajo una pelliza de visón, tocado de un sombrero de copa brillante, llegaba a pie a la calle Casti-glione.

Se dirigía a casa de la baronesa Lischen de Stenberg con la cual mantenía relaciones mundanas, y también misteriosos ne-gocios.

Ovide caminaba lúgubre; pensaba en la gran pelirroja, esa mujer en la que fundaba tantas esperanzas y que, de pronto, hab-ía dejado de verla, sin incluso tener de ella las más mínima noti-cia.

Tras haber llamado inútilmente al palacete de la avenida de Orleáns al que fue llevado, una noche, al salir del Moulin-Rouge, tras haber registrado en vano los barrios del Marais y de la isla Saint-Louis para encontrar a la hermosa dama, había lle-gado a la conclusión que la gran pelirroja debía ser una noble extranjera, una sueca o noruega, venida a París en un deseo de fiesta, y que había regresado, por desgracia, a sus fiordos y sus llanuras heladas. Pero Trimardon no se dejaba abatir por las con-trariedades; ante todo se titulaba empresario y negociante de mujeres; y, conservando la esperanza de volver a ver a la bella y de aprovecharse cuando ella tuviese bastante Sol de Mediano-che, continuaba utilizando su físico para subyugar a las jovenci-tas, formándolas y vendiéndolas.

138 Los salones de la Sra. Lischen de Stenberb eran unos de

sus grandes cotos reservados, y él iba, ese día, a enumerar la caza galante de la baranosa.

Un hombre como él tenía necesidad de su libertad; y si Bizcochito, la bailarina del Moulin-Rouge y modelo de César, – no sin valor – le parecía demasiado acaparadora, la colocaría en una casa hospitalaria de lujo. En efecto, no solo proporcionaba chicas al Papagayo Gris, y sus numerosas criaturas incrementa-ban también los grandes números del amor y los salones galan-tes.

Delante de la casa de la Sra. de Stenberg, un magnífico inmueble, Ovide se encontró con el joven duque de Javerzac, y dijo, tendiendo la mano al aristócrata:

–¡Querido Melchior! ¿Cómo estáis! –¡Oh! ¡muy bien! ¡Soy de hierro! – dijo el otro, tras haber

respondido débilmente al apretón del empresario… – De hie-rro… ¡Soy de hierro!... ¿Subís a casa de la baronesa?

–¡No falto a una de sus reuniones! Ambos subieron la escalera de la casa, una escalera cálida

y florida como un invernadero caliente, y cuya rampa en hierro forjado contorneaba graciosamente los escalones de mármol rosa medio cubiertos con una alfombra azul ribeteada de negro.

–Encantadora mujer, la baronesa de Stenberg, ¿verdad, duque?,

–¡Desde luego, encantadora! –Y… ¡astuta!... ¡Ah! ¡muy astuta cuando procura el medio

de pagarse un alquiler de mil francos! El duque se volvió, y apoyándose sobre el pasamanos: –¿Mire usted, Trimardon, no me parece de buen gusto cri-

ticar a las personas, justo en el momento en el que se va a beber su té y comer sus sándwiches?

–Yo no critico… Constato… Reemplacemos la palabra as-tuta por la de inteligente, que es más diplomática – ¡y ya esta-mos de acuerdo!

–¡Santo Dios!

139 Sobre el descansillo del primer piso, Melchior llamó a la

puerta de la baronesa. Un criado en librea con entorchados dorados y pantalón de

terciopelo rojo vino a abrir a los visitantes, los liberó de sus bas-tones, de sus abrigos y de sus sombreros, y los introdujo en un inmenso salón oriental. Pronto, otro sirviente les hizo entrar, tras haberlos anunciado, en un salón estilo Pompadour, adaptado para el servicio del té.

Sentada sobre una butaca, en un rincón de la chimenea donde ardía un soberbio fuego de leña, la Sra. Lischen de Sten-berg hablaba con el marqués Valentín de Beaugency.

Esa noble dama parecía tener treinta o treinta y cinco años, aunque rozaba la cuarentena; y, a pesar de su pequeña talla y una leve cojera, no carecía de gracia ni de distinción ni de en-canto: se hubiese dicho un pastel de Latour, un poco recargado, con su nariz respingona, demasiado rosa, sus grandes ojos ne-gros de párpados carmesí, su boca fresca abriéndose sobre una nueva dentadura, y su cabeza coronada de cabellos ondulados y muy blancos, que la rejuvenecían en lugar de envejecerla y evo-caban, no la nieve invernal, sino un albaricoquero en flor, con toda la nobleza de una gran dama.

En un canapé circular, bajo dos palmeras gigantes, el Sr. Théophile Régondot, empresario constructor, con un amplia rostro con ojos de toro, estiraba su panza, atravesada con una cadena de oro, hacia una bonita dama rubia, y narraba historias interesantes, a juzgar por la extraordinaria animación y los ges-tos un poco confusos de su vecina. De pie, cerca de un velador de laca rosa, a la luz de dos lámparas eléctricas, una joven de veinte años, con la nariz aguileña, mirada persistente, cabellos de un rubio plata, con un vestido de seda azul sin escote, vigila-ba, dispuesta a verter en tazas de Sevres, grabadas y blasonadas con las armas de la baronesa, el té hirviendo de un samovar.

La conversación proseguía entre el Sr. de Beaugency y la Sra. de Stenberg. El viejo parecía de muy buen humor, y lo tes-timoniaba mediante sus gestos:

140 –¡Desolador! ¡Desolador! ¡Hoy no veo por aquí ni una bo-

nita cara! ¡Faltan mujercitas! –¡Oh! todavía no son las cinco, marqués… Mis invitadas

van a llegar… ¡Paciencia, caballero! –¿Y la persona de la que me habéis hablado? –La espero. –¿Morena? ¿Rubia? –Pelirroja. –¡Bien!... ¿Qué edad? –¡La treintena! –¡Os burláis de mi! –¿Tal vez la encontráis un poco joven? –¡Al contrario, excelente! –Es la edad de una gran dama… a la que vos intentáis se-

ducir… de cerca, si creo en las habladurías mundanas… –¿Quién? –La Sra. Antonia Le Corbeiller. El Sr. de Beaugency replicó: –¿La viuda del general? ¿Qué yo la intento seducir? ¡Oh!

no, claro que no. ¡Es ella quién se arroja descaradamente a mi cabeza!... El otro día, en el Bois, ¡era indecente! No temo las faldas; no soy un tartufo, y, palabra de honor, ¡me dio vergüen-za!... Sí, es bella; es pelirroja y debe ser voluptuosa… Pero, aún así, ¡no me gusta!... Y además,.. se dice que es amiga de Tri-mardon… ¡Un hombre cuyo lugar estaría más bien en un acua-rio! Y, como podéis comprender… ¡eso me asquea!

–Entonces, mi querido marqués, mire allí. –¿Dónde? ¿La rubia que charla con el enorme constructor? –No… Más allá… la jovencita que lleva el samovar… Él ajustó su monóculo sobre el objeto viviente: –¡Vaya! ¡Un Botticelli!.... Como salida de una revista vul-

gar de modas. ¡El vestido le sube demasiado y la pimienta no lo bastante en mí!

Y accionando su pierna: –Veis, baronesa, lo que me hace falta, es el vigor y la sa-

lud.

141 –¡Se conocen vuestros gustos, señor marqués! –¡Además ya he hecho mi elección! –¿Y queréis rogarme ser vuestra embajadora? –Vos lo habéis dicho, baronesa… ¡Pero será duro!... hasta

ahora no he obtenido más que rechazos… Y alegremente: –¡Es cierto que mi embajador era jorobado! –¿Cuál es el nombre de vuestra… Dulcinea? –Flor de París. –¿Qué nombre es ese? –También se llama Georgette Lagneau. –¿Una casquivana? –No… una obrera… una modista. –¿Dónde trabaja? –En casa de la Sra. Gerbaud, avenida de la Ópera. –Conozco a la Sra. Gerbaud… ¿Y la pequeña dónde vive? –En la calle Mont-Cenis, con su madre, una vendedora de

naranjas. –¡Marqués, os estáis encanallando! –¡Me da igual!... ¡La adoro! –¿Y vuestra adoración, cuánto está dispuesto a ofrecer a

Flor de Paris? –¡Todo lo que quiera! La Sra. de Stenberg – como un feriante en el mercado del

ganado, pero con más gracia – le tendió su diestra: –¡Encuéntrela, marqués! ¡Es cosa hecha! El se la apretó. El mayordomo anunciaba: –El Sr. duque de Javerzac!... ¡El Sr. Ovide Trimardon! Con gesto desdeñoso, el viejo verde mostró a Melchior,

todo empolvado, con las mejillas hundidas. Rosadas de un rosa enfermizo, paso vacilante, e ironizó:

–¡Fíjese en la juventud de hoy! ¡Fíjese bien, baronesa! ¡Es para vomitar!

–Sí, pero ¿qué decís del que acompaña al duque?

142 –¿Trimardon? – dijo, abriéndole paso – Trimardon no

cuenta… ¡Huele demasiado a pescado! Javerzac llegaba cerca de Lischen; le tomó galantemente

la mano, y beso el puño, por encima de un brazalete de diaman-tes y zafiros:

–Mi querida baronesa, deposito mis homenajes a vuestros pies.

Ella lo contempló, sonriente: –¿Siempre hasta altas horas de la noche? ¿Siempre a la

gran vida, duque? –No, ¡si en realidad vivo como un oso! –¿Estáis enfermo? –¡Que va!... ¡Un poco pocho, pero soy de hierro! –¿Penas de amores, entonces? –¡No! Así como decía Panurge, ¡tengo mal el bolsillo! –¿De verdad? –¡Arruinado hasta los calzones! –¿Ninguna herencia en perspectiva?... ¿ni un tío que os

pueda abonar? –Creía tener un tío, y se casó con su cocinera, en su pue-

blo… Ningún pariente en sucesión. Una tía cuya hija está en el convento…

–¡Debéis casaros! –Sí…Conseguidme un millón, aunque sea con joroba, y

voy al trote a la alcaldía y al altar. –Sabéis que tomo nota. –¡Perfectamente! «Duque a casar» «Abstenerse agencias» Ovide tuvo su turno. La baronesa le dijo, tras un movimiento de cabeza: –¿Que hay de nuevo , señor Trimardon, vos que todo lo

sabéis, que todo lo veis… el hombre mejor informado de la tie-rra?

–¡Y del mar! – gruñó, no lejos de ellos, el marqués de Be-augency.

143 –Nada, querida señora – declaró Ovide, respondiendo a la

baronesa, a menos que os interese saber que se han peleado en la Cámara…

–¡Oh! ¡nada de política! ¡La política no es agradable más que para las personas que viven de ella!

–¡Como el amor! – dijo pesadamente el hombre grueso. Y advirtiendo que la baronesa lo miraba con malos ojos,

se disculpó turbado: –¡No es por vos por quién digo eso, señora! –¡Ni por vos, señor, imagino? – respondió Lischen, esta-

llando de risa. Trimardon, un poco avergonzado de su metedura de pata,

se había refugiado bajo un amplio ventanal, donde se puso a observar a las mujercitas que pasaban, frágiles y emperifolladas, por la calle Castiglione.

Una multitud de invitados de los dos sexos habían llegado, todos con una perfecta corrección y pertenecientes al mejor mundo.

La baronesa tuvo, para cada uno de ellos, una bonita sonri-sa y una palabra amable; se multiplicaba, presentando los unos a los otros, caballeros y damas que hubiesen podido ignorarse mucho tiempo, incluso siempre, y que con su olfato profesional, ella juzgaba que pronto se comprenderían. Se sirvieron pasteles y sándwiches, se bebió champan y té a la inglesa, y todo eso transcurría sin una palabra malsonante ni un gesto equívoco.

Mientras el grueso constructor Régondot concluía una transacción amorosa con la bonita dama rubia, la joven en vesti-do azul se acercaba, con una taza en la mano, al Sr. Ovide Tri-mardon, siempre en la ventana.

–¿Una taza de té, señor? – pronunció ella con una voz dul-ce y timbrada de un fuerte acento británico.

El chulo vio de inmediato un porvenir en esa jovencita ru-bia, que el marqués Valentín, un poco apartado en su crítica de arte, comparaba a un Botiticelli, a un Tanagra o a un grabado de modas. Trimardon la observó de muy cerca, como si quisiera envolverla con sus efluvios masculinos, embriagarla, aturdirla:

144 –¡Con mucho gusto, señorita! ¡Ofrecido por vos, se beber-

ía con delicia el veneno de los Borgia! Ella le tendió la taza; Ovide se bajó intensamente y rozó

con sus labios los rizos de sus cabellos. –¡Oh! ¡schoking!... – gritó la extranjera, huyendo toda son-

rojada, hacia una habitación contigua. Él no se atrevió a seguirá, y se llevó a la Sra. de Estenberg

aparte: –¿Baronesa, una palabra? –¿Queréis preguntarme quien es esa joven que acaba de

ofreceros el té, querido señor Ovide? –Precisamente. ¿Se puede hablar de negocios con ella? –¡No! –¿Por qué, baronesa? ¡Es un negocios seguro, inmediato y

lucrativo! –No es vuestro tipo. –¡Error, señora! Antes de dos meses, quiero hacer de ella

una horizontal de las más solicitadas de Paris! ¡Le encontrare-mos un banquero, un notario o un agente de Bolsa!

–Miss Kate Patterson me ha sido enviada por mi corres-ponsal en Londres; quiere colocarse como señorita de compañía o lectora en casa de una dama sola.

En ese momento, el mayordomo anunció, muy solemne: –¡La Sra. generala Le Corbeiller! Reconociendo en la visitante a su amiga del Moulin-

Rouge, Trimardon abrió agudizó los ojos, abrió la boca desme-suradamente, y, según, la frase popular, se le caía la «baba».

–¡Ella!–dijo–… ¡Ella!... ¡Es ella!... ¡Ah! ¡sin duda! Vestida de negro, Antonia se había detenido, y la Sra. de

Stenberg iba hacia la visitante. De un vistazo, la generala había distinguido a Ovide Tri-

mardon y al marqués Valentín de Beaugency, el hombre al que ella evitaba y al que esperaba conquistar.

La Sra. Barba Azul sin embargo permaneció impasible; y después de haber respondido a las exquisitas urbanidades de Lischen, caminó hacia el marqués.

145 Trimardon no lo entendía así; quería hablarle de inmedia-

to, y la detuvo al paso, saludándola con una sonrisa irónica: –¡Por fin os encuentro, señora! Me atrevo a esperar que

queráis darme explicaciones de vuestra conducta, más extraña si cabe a mi respecto.

Ella lo miraba, altiva: –¡Os equivocáis, señor! –Pero, señora… –¡Os digo que os equivocáis!... No tengo el honor de co-

noceros… –¡Ah! ¡Esto es demasiado! –Lo que es demasiado, señor, y sobre todo lo que es in-

conveniente en último término, es vuestra audacia! ¡Dejadme pasar o os araño!

Él respondió, temblando bajo la mirada incendiada de la mujer, pero deseoso de evitar un escándalo

–No tengo el derecho de obligaros, tras vuestras bondades, señora… Hoy, sé quién sois… Si no me amáis ya, yo seguiré adorándoos, y tendré el honor de presentarme en vuestro palace-te…

–Sea, señor. Y ella caminó, sonriente, hacia el marqués de Beaugency. Valentin se había levantado; la generala lo obligó a vol-

verse a sentar y tomó asiento a su lado, en un sillón. El diálogo fue muy discreto entre la aventurera y el viejo

aristócrata. La Sra. Barba Azul le habló de Éve, de su pupila, de esa

niña a la que ambos tanto querían, sobre todo ella, y que había debido, por desgracia, volver al convento de Auteuil para per-fección su instrucción detenida antes de hora por la demasiada debilidad del general… No más sonrisas audaces, no más coque-terías, ni frases y gestos galantes; ninguna alusión a su paseo por el Bois.

Ella explicaba su presencia en casa de la baronesa de Stenberg, con la que se había encontrado en las Aguas, y a la que debía una visita.

146 –Sí, pero… ¿y el Moulin-Rouge, y Trimardon? Él estaba

allí, Trimardi… Trimardo… Trimardin…Trimardon! -–¡Marqués, vos habéis soñado! Él acabó por creerla ante las enérgicas negativas de la me-

rodeadora y la actitud apagada del empresario. Ella le solicitó ayuda con sus consejos en una crisis grave donde se encontraba sola, al no entender casi nada de negocios.

Hablando siempre, Antonia mantenía al viejo y honorable corredor bajo su mirada de fuego.

Lleno de turbación, el aristócrata le prometió ir a verla más a menudo a su palacete, y cuando se levantaba, la Sra. Le Corbeiller no hizo ni un gesto, y solamente dejó salir con voz dulce:

–Hasta pronto, amigo. –Hasta pronto, señora generala, – respondió el viejo. Y él salió, descontento consigo mismo, y bajo el imperio

del femenino y diabólico poder. Trimardon y otros invitados acababan de alejarse, y ya no

quedaban en el salón más que una docena de personas, entre ellos Javerzac.

El duque Melchior se acercó a la generala: –Señora, tengo el honor de presentaros mis respetuosos

homenajes… ¿Estás bien después de nuestra ligero tentempié en la Abadia?

–¿Qué Abadía, señor? –Théléme, señora generala, Théléme… Recordais… Zozó

Patas al aire y Javerzac… Vos estabais con Ovide Trimardon, y yo con Zozó.

–Ignoro, señor, lo que queréis decirme! –¿Entonces, no erais vos? –¡Desde luego que no! –Mil perdones, señora... Pronto, Melchior, asombrado, y los últimos asistentes des-

filaron ante la baronesa, instalada cerca de Antonia.

147 De la habitación vecina llegaban armonías: miss Kate Pat-

terson tocaba en sordina una melodía inglesa. –Ahora, señora y querida generala, – dijo Lischen, pode-

mos charlar tranquilamente, sin temor a ser sorprendidas ni mo-lestadas… Veamos, ¡estaría feliz si tuviese algo que pedirme, señora!

–¡Sí, un marido! – declaró sin rodeos la gran pelirroja. –¿Para vos? –No… para mi hijastra y pupila, la Srta. Le Corbeiller. –¡Bravo!... la Srta. Le Corbeiller es muy rica, ¿y es nece-

saria una fortuna equivalente? –¡Eso me da igual! –Entonces, tengo alguien, – dijo Lischen, acordándose de

su conversación con Melchior; un aristócrata… un duque… pero completamente arruinado…

–¡Poco me importa! –Joven… pero de una salud delicada… –La naturaleza o el matrimonio lo curará… ¿Y cómo se

llama vuestro duque? –Melchior de Javerzac; acaba de saludaros, antes… Busca

una buena dote… –Pues bien, ¡será satisfecho! Éve tiene tres millones. –Y yo, yo os garantizo un duque auténtico…¡Un blasón

maravilloso!... Javerzac es el sobrino de la duquesa de Chan-dor…

–¿El sobrino de mi amiga Berthe? –Sí, señora, sobrino directo, el hijo de su hermano, muerto

hace tres años… –En verdad que ignoraba ese detalle…¿Os encargaréis de

hablar con él? –Tal vez sería bueno consultar primero a la Srta. Le Cor-

beiller. –Éve no debe tener más voluntad que la mía! –¡Entonces, está claro!.. No encontraremos ningún obstá-

culo por parte de Melchior. –Y si yo los encuentro por parte de Éve.-.. los derribaré…

148 Las dos intrigantes habían elegido una cita para charlar

aún del asunto, y la generala se disponía a salir, cuando la Sra. de Stenberg llamó tiernamente:

–¡Kate! Se levantó una tapicería, y miss Patterson, la chica de las

mechas rubias argentadas, apareció. La baronesa sabía bien lo que hacía, cuando ponía a esta

joven inglesa, esta blanca cordera, en presencia de la devorado-ra, que se extasió, alegre:

–¡Dios! ¡Qué radiante criatura! –¡Adelántate, hija mía!, –ordenó Lischen. Y, a Antonia: –Señora generala, permitidme recomendaros a miss Kate

Patterson, que llega de Londres con la intención de colocarse como doncella de compañía o lectora.

La Sra. Barba Azul y la joven se miraban, y sus ojos refle-jados en sus ojos hablaron un secreto en un sugestivo lenguaje.

¡Oh! la tímida y sonrojada insular no grito Shocking como había hecho con Trimardon después del beso sobre su rubia ca-bellera; ella no grito Shocking y aceptó de inmediato ejercer con Antonia las funciones de doncella de compañía, y el pacto con-cluyó, bajo la mirada benevolente de la gran y aristócrata ferian-te.

La generala había instalado a miss Patterson en el palacete

de la calle Saint-Dominique, y en un habitación contigua a sus apartamentos, no lejos del lecho virginal de su hijastra.

Bajaremos la cortina sobre los actos lujuriosos de las les-bianas, como lo hemos hecho en el Papagayo Gris, y solamente nos ceñiremos a la bizarra psicología de sus mediocres cerebros y sus estados de alma: Kate Patterson, avocada a un trágico des-tino, se exteriorizaba, se idealizaba, se metamorfoseaba, se con-vertía en un pajarillo, vapuleado por las olas y la tempestad, olas y tempestad que eran Antonia.

149

III El Crío-Chuchín se enorgullecía de alojar en su domicilio

a Claude Mathieu, llamado el Terror de Montparno, que el Gua-po-Nénesse, la Rizos y él mismo, recogieron en el bulevar Ro-chechouart, y ayudado por su amante y su camarada, cuidaba al Terror a su manera.

Y la fórmula que consistía en abrevar al gran enfermo de vino, de alcohol, y aliviarle los moratones con aceite de petró-leo, debía ser la mejor de las recetas, pues, al cabo de tres días, Mathieu pudo ponerse en pie.

Salvo algunas equimosis que, tras haber pasado del negro al azul y del azul al amarillo, le marmoleaban aún el rostro, el gigante se consideraba curado y, a pesar del último y lamentable fracaso, esperaba el momento de ir a atracar a un pringado.

Pero la más simple prudencia le instaba a no mostrarse aún por la calle; el burgués que lo había atacado o aquél que lo «dejó tan bonito», yendo en auxilio del otro, debieron señalarlo, y se arriesgaba a descubrir sus debilidades.

Para encantar a sus anfitriones, el Terror daba, todas las mañanas, a sus jóvenes amigos un curso completo de robo y de agresiones a los que a menudo asistía la Remolacha, amante productiva de Ernest, y Julien, llamado Bola en la Espalda, ser-vidor ocasional de César Brantôme y amigo íntimo del Chuchín.

El viejo soñaba con tener sus secuaces, después de haber formado una banda con esta valiente juventud, una banda de la que sería el cerebro y de los que obtendría, sin peligro, la parte

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más jugosa: les enseñaba los diversos métodos para el asesinato, las peleas a cuchillo, con un arma de fuego, a romper la cabeza contra el pavimento, desangrar a la víctima como un cordero; luego, entre el antiguo «golpe del tío François» y el de los dedos en los ojos y su golpe personal, el Terror les daba lecciones comparadas de robo al tirón, volviendo la espalda, al borracho, sobre un cajón, en las iglesias, al paso, haciendo que se compra en los grandes almacenes, engañando a la víctima, simulando epilepsia; esperaba que el Crío-Chuchín, el Guapo-Nénesse y Bola en la Espalda se convirtiesen en hábiles ladrones, pero grandes y temibles ladrones, y la Rizos y la Remolacha en la-dronas de almacenes de novedades, y sobre todo prostitutas que roban a sus clientes, y concluía exhortándoles a que no robasen nada del botín.

Pero, hete aquí que Eugène y Ernest vivían y nadaban aho-ra en un océano de felicidad; Bola a la Espalda estaba bien ali-mentado en casa de su amo; la Rizos, triunfante, pensaba en desertar del Papagayo Gris y el bulevar Rochechouart por el Moulin-Rouge, les Folies-Bergère, el Casino y el Nuevo-Circo, y, aunque la Remolacha tenía menos éxito, el Guapo-Nénesse la seguía conservando igualmente y él trabajaba, algunas veces en el teatro de los Batignolles, pese a no tener necesidad de ella, ni de su teatro.

Cada semana, el apuesto muchacho recibía de una fuente desconocida, tanto por correo, tanto por aportaciones traídas por una mujer extranjera que las depositaba en casa de la portera, unas sumas apreciables.

Con todos esos elementos, se comprenderá que los jóvenes no estuviesen muy entusiasmados por entrar en las combinacio-nes originales, técnica, pero peligrosas del Terror de Montparno.

Admiraban a Mathieu, su gran hombre; le cuidadas, le alimentaba, le daban de beber, en cuanto a poner en práctica sus gtandiosas lecciones, ya se veraí!

El Terror honraba al Crío-Chuchín con una amitas tal vez más viva que la que tetnía a su antiguo alumno, el Guapo-

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nénesse. Había reconiocido en Eugène une spiírtitu aletrta, lu-minoso, y le presagiaba un gran futuro.

Ahora bien, esa tarde, hacia las cuatro, mathieu, que,

por primera vez, se arriesgab a salir después del asunto del bule-var Rouchechouar, quiso acetpar un apertivio de Eugène, y dos dos amigos se instlaon, a pesa del frío invernal, en la terraza de un café den la avenida de Clichy.

Bebían su tercera copa: ordinariamente bajo la acción de la primera, el gigante se volvía alegre; a la segunda, su risa se fundía en una melancolía siilenciosoa, la tercera lo volvía con-fiado y charlatán. Pero, desgradiaco de aquel que le sirviese la cuarta absenta! Bruscamente, el Terror de Montparno veía rojo.

El Crío-Chuchín conocía la escala de los aperitivos; y, fue por lo que, chispeándose él mismo, llevó a mathieu al tercer vaso, para soltarle un poco la lengua:

–¿Entonces, como es eso, tío Mathieu, antes de ser Terror, fue usted criado?

–Sí, Crío… Fui criado, pero un bribón, con unos pantalo-nes cortos y medias de seda balca!

–¡Ah!... ¿en casa de un banquero? –Mejor que eso! ¡en casa de un marqués! –¿Y por qué le despidió, su marqués?... ¿Le robaba? –No me despidió… al contrario… me ofreció diez mil

francos para que me casase con una golfilla a la que había hecho una mocosa…

–¿Era de él la mocosa? –De él o no, poco importa, puesto que soltaba la pasta. –¿Y usted aceptó? –¡Con el pie derecho ante el alcalde, el cura y toda la sa-

grada parafernalia! –Todo eso no explica cómo se convirtió en Terror. –¡Eres un curioso, moscardón! – dijo amablemente el co-

loso, golpeado la espalda de Eugène. –Es que me intereso por usted, mi viejo!

152 –Pues bien: al principio comencé por dar pequeños golpes

de forma rápida, unos billetes, la cartera, algunas monedas de oro del marqués-

–¡Naturalmente!... ¿Y luego? –Luego ya no había más dinero en la casa, y como mi es-

posa era bonita, quise colocarla en la calle. –¡Como Dios manda!... ¿Y ella lo aceptó? –¡Qué remedio… ya que recibió bastantes palizas por

ello!... Pero no funcionó.,, Entonces me largué… robé… aplasté… machaqué… gran Terror…hasta el día quwe nos pilla-ron en Montparno! ¡Esa es la historia!...

–¿Y su antiguo amo, el marqués, no ha vuelto a verlo? –Sí, pero ha ordenado a mis antiguos compañeros que me

cierren la puerta… Es igual, cuando lo decidáis, tú, la Rizos, la Remolacha, Bola a la Espalda, y el galopín de Guapo-Nénesse, ¡visitaremos el palacete del marqués!... ¡Será un buen golpe!

El Chuchín ya no le escuchaba, y subido en su silla, grita-ba a un transeúnte que pasaba por la acera de enfrente:

–¡Oé! ¡Bola en la Espalda! ¡Oé!... ¡Ven aquí!... El criado de Brantôme acudió. –¿Un absenta, Julien? – ofreció Eugène. –¡Sí, pero un dedo… Tengo prisa! –¿Siempre con tu escultor? –Siempre; ¡pero esto no marcha! … ¡Oh! desde hace algu-

nos días está insoportable, el Sr. César! –¿Qué le ocurre? –No sé muy bien… pero por lo que parece… se trata de

problemas con las mujeres… –¡Para los pícaros, las mujeres lo son todo en la vida! –

observó filosóficamente el hércules. Bola en la Espalda, que había bebido su absenta, depositó

el vaso sobre la mesa: –Dime pues, Crío, ¿puedes hacerme un favor?... ¿un favor

de verdad? –¿Hay pasta?... Sin pasta, no me muevo. –¡Veinticinco luíses para compartir!

153 –¡Que no se diga, hermano! –¿Conoces a la Srta. Flor de París? –¿La amante del Sr. Brantôme? ¿Eres idiota? ¡Vive en mi

edificio! –Ha roto con el burgués… Ya no pone los pies en el ta-

ller… y eso me perjudica. El chulo de la Rizos respondió, bromista: –¿En qué estarás pensando? Eres bastante bueno para eso,

con tu bola de cañón en la espalda… Déjame tocarte… ¡Dicen que trae buena suerte!

–¡Si no te lo tomas en serio, me voy! – dijo Julien, ofendi-do.

–No te enfades y continúa. –Entonces, escucha… Cuando la Srta. Flor de París iba al

taller, yo podía hacerle proposiciones y deslizarle algún que otro billete… ¡Hoy, se acabó!... Pero tú la ves todos los días…

–¡Venga ya! Conozco a Flor de París; me tratará como a un trapo.

–Lo mismo hacía conmigo… Pensándolo bien, a lo mejor podrías darle un toque a la madre… Ella no tiene un centavo, y si le dijeses que el tipo es millonario, tal vez diese buenos conse-jos a la hija… y entonces… ¡viva el parné!

Eugène se alzó de hombros: –¡Eres bobo, Bola en la Espalda!... Es posible que la Srta.

Flor de París se entregase al Sr. César Brantôme, pero fue por-que lo amaba, y la madre no lo sabe… La Sra. Lagneau prefiere trajinar toda la jornada para ganar algunos centavos, arrastrando su carreta de naranjas, que vender a la chiquilla, aun cuando eso le reporte millones.

En pie, con fuego en la mirada, el Terror de Montparno había tomado al Chuchín por los dos brazos, y sacudiéndolo, gritaba:

–¿Cómo dices que se llama la vendedora de naranjas? –La Sra. Lagneau… ¡Suélteme! Pero, el otro le seguía sacudiendo: –¿Tiene nombre… un nombre de pila?...

154 –¡Sí… Catherine!... – gritó el Crío. ¡Déjeme, hombre! –Y su hija, a la que llamas Flor de París, ¿cómo se llama? –Georgette. Mathieu vociferó: –¡Son ellas!... ¡Por el amor de Dios…! ¡Son ellas!... ¡Son

ellas!... ¿Tú sabías que vivían en tu edificio y no me has dicho nada?... ¡Ah! ¡bellaco! ¡ah! ¡crápula!

Y levantando bruscamente a Eugène, lo envió rodando por la acera, en medio de las risas de los clientes y de los transeúntes detenidos.

Luego, golpeando sobre la mesa: –¡Camarero, un absenta doble, joder!... ¡llena mi vaso! Bola en la Espalda se había eclipsado; el Crío-Chuchín se

levantó, un poco dolorido, y se dirigió, sin rencor, hacia el Te-rror de Montparno:

–¿Otro absenta, viejo?... ¿Está seguro? Usted sabe muy bien que cuando está bebido, se vuelve loco y ve rojo.

–¿Y si quiero volverme loco? ¿Y si quiero ver rojo? ¿Qué coño te importa eso a ti, especie de rata? – rugió Mathieu… ¡Vamos, lárgate o te destripo!

Ante la imposibilidad de hacer escuchar el menor razona-miento a ese bruto, el joven proxeneta pagó las consumiciones y partió, con las manos en los bolsillos, el cigarrillo en los labios, y Mathieu quedó solo bebiendo su absenta.

Al cabo de un momento, si hubiese levantado la cabeza, el Terror de Montparno, en lugar de dejar su mirada salvaje errar y perderse, habría visto en la calzada a una mujer de cuarenta años, cabellos negros, con la espalda curvada, la frente sudorosa, a pesar del frío glacial, empujando ante ella una pequeña carreti-lla llena de naranjas.

La humilde vendedora subió, en la noche lúgubre, la ave-nida, ofreciendo con voz agotada su mercancía, dócil con las personas que la obligaban a continuar su camino.

Sin embargo, Catherine Lagneau no parecía ni triste ni desgraciadas, e incluso sonreía con la idea de que, dentro de algunos instantes, en su casa de la calle del Mont-Cenis, encon-

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traría a su hija, y que durante dos buenas horas, podría, mientras hacía la cena y arreglaba la casa, charlar con Georgette, antes de volver a retomar el duro trabajo a medianoche.

Al llegar a la calle Mont-Cenis, introdujo su carretilla en el patio, bajo un hangar, por el cual pagaba una pequeña canti-dad a la portera, la Sra. Adelaide Turot, y, animosa, subió las escaleras.

Flor de París había regresado un cuarto de hora antes de su almacén de modas y ponía la mesa.

Al ruido de la llave chirriando en la cerradura, abandonó su obra y corrió a los brazos de Catherine que entraba:

–¡Hola, querida madre! ¿Estás muy cansada, verdad?... ¡Ven a descansar!...

Obligó a la Sra. Lagneau a sentarse en el único sillón del comedor, un viejo sillón de acajú y de respaldo verde, y tomó sitio frente a ella en una silla de paja.

–Vamos, mamá – dijo Georgette, respetuosa y tierna, –¿por qué te empeñas en penar como una esclava?... Sabes que eso me entristece mucho… mucho…

–Porque todavía no tengo edad para dejar de trabajar, que-rida, – respondió Catherine, sonriente, y, además, no quiero ser una carga para ti.

–Pero yo soy rica, mamá, ¡muy rica! ¡Fíjate, mira! Aquí hay cincuenta francos, mi paga de la quincena, que van a juntar-se a los doscientos francos que tengo ahorrados en el armario!

–¡Y que hay que guardar con celo, Georgette, para tu ajuar!

–¡Mi ajuar!... ¿Qué ajuar? –¡Caramba! Creo que no tienes intención de vestir santos,

¿verdad? Una nube ensombreció a la joven: –¡Jamás me casaré! Somos demasiado felices… desde

que… ¡Pero para que pensar en eso! La Srta. Lagneau fue a guardar el dinero en la habitación

contigua, y cuando regresó junto a su madre, un fuerte golpe,

156

propinado en la puerta de entrada, hizo estremecer a las dos mu-jeres.

Se miraron pálidas; se hubiese dicho que ese golpe, ese golpe aislado, imperioso, brutal, tenía en sus oídos y en su pen-samiento, una vibración profética y siniestra.

Se produjo un instante de silencio, y los golpes se redobla-ron en el exterior.

Una voz, que pronto reconocieron, aulló: –¿Vais a abrirme, sí o no, rastreras?... ¡Sé que estáis ahí!

La portera me lo ha dicho… ¡Abrid o tiro la puerta abajo! –¡Él! ¡Dios mío! – murmuró Catherine, helada de estupor

e incapaz de dar un paso. –¡Ánimo, madre, te lo suplico!, ¡ánimo! – dijo temblando

la sacrificada amante de César. Las imprecaciones se reprodujeron afuera. No había que

vacilar; había que abrir, pues el Terror de Montparno, con ayuda de una ganzúa, trataba de forzar la puerta.

Empujando a su hija al fondo de la estancia, la vendedora de naranjas abrió y retrocedió ante el coloso.

–¡Por fin, aquí estás! – dijo Claude Mathieu, que avanzaba hacia las dos mujeres, armado con su instrumento de ladrón… Hace mucho tiempo que os busco en París… Ya os he encontra-do… Os vais a enterar…

Agarró con fuerza el brazo de su mujer: –¡Ni una protesta!... No tengo tiempo que perder aquí…

¿Dónde está la pasta? –¡Miserable¡ ¡miserable! – gemía Catherine – ¿cómo es

que no estás en la cárcel? Georgette intervino para defender a su madre. El borracho emitió una gran carcajada, y entre sus hipos,

dejando a la desdichada, se dejó caer en el gran sillón: –¡Ah! ¡Ahora utilizas tu apellido de soltera!… ¡Eso no

está bien!... ¡Pero vamos a arreglar nuestros asuntos con suavi-dad!

Y, desdeñoso, dijo a su mujer:

157 –¿Así que ahora eres vendedora de naranjas, zarrapastro-

sa? ¡Es una tarea lamentable! –Me has hecho llorar tanto, – dijo Catherine – que mis

ojos no veían lo bastante claro para poder coser… El Terror de Montparno paseaba sus miradas por el mobi-

liario del comedor, un mobiliario muy limpio, casi nuevo, que a fuerza de ahorros y privaciones de todo tipo, las dos laboriosas mujeres habían logrado procurarse:

–¡Eh! ¡eh! ¡parece que los negocios no van mal!... ¡Se está bien aquí!... ¡Conozco a un viejo usurero que me dará al menos doscientos francos por todos estos muebles!... Ya se verá, otro día… De momento quiero el dinero, toda la pasta que hay en la caja… todo… ¡todo!

Luego, animado por una nueva idea, y mirando a Georget-te:

–¡Ven aquí pequeña! ¿Tanto miedo tienes que no vienes a besar a tu padre?

Decidida, la vendedora de naranjas se interpuso entre Flor de Paris y el coloso:

–¡Tú bien sabes, miserable, que esta niña es mía, y no tu-ya!

–¡Ta! ¡ta! ¡ta! Dices eso porque la has parido antes de ca-sarte… Ella es mía… la reclamo, y tanto peor si te fastidia!

Y a Georgette: –¡Ven aquí, Flor de Paris!... ¿Sabes que te has convertido

en toda una hermosa mujer? ¡Semejante preciosidad va a ser una renta para un padre!.... Ya lo veremos… ¡sí, ya lo veremos!

Georgette apartó a un lado a su madre y caminó hacia el Terror de Montparno:

–¿Es nuestro dinero lo que vienes a buscar? ¡Voy a dárte-lo!... Eres el último de los infames, el más despreciable de los ladrones!

Claude Mathieu experimentó un instante de turbación ante esas palabras tan viriles de la joven obrera, pero enseguida le-vantó su cabeza salvaje de monstruo:

158 –¡Uno no es ladrón cuando pide lo que le pertenece! Y,

todo lo que hay aquí es mío, ¿entiendes, muchacha? Sí, todo el dinero… ¡los muebles, la ropa y el resto de la casa!... ¡La ley es la ley!... ¡Viva la ley!

Fuera de sí, Catherine estalló: –¡Vete! ¡Oh! ¡vete!... o no retrocederé ante ningún escán-

dalo. Gritaré, llamaré a los vecinos… ¡que te echarán de aquí como a un animal apestoso!

De pie, el hombre alzaba su ganzúa: –¡Llama a los vecinos que los descabezo!... ¿Y por qué no

al Cuarto Ojo, ahora? ¡Ve a buscar al Cuarto Ojo!... A él no le importan mis asuntos, y lo machacaré como a los demás! ¡Aquí soy el amo y no hay más que hablar!

Flor de París acababa de entrar en la habitación contigua, y al salir traía en la mano una hucha de barro donde resonaban unas monedas de oro.

–Toma – dijo al viejo rufián – eso es todo lo que posee-mos, ¡pero si todavía tienes un poco de piedad, aléjate, y respeta nuestro dolor, nuestras lágrimas y nuestros nuevos esfuerzos!

Tanto habría valido hablar de piedad al Terror de Mont-parno como a una hiena.

Arrancó la hucha de las manos de Georgette y la golpeó contra la mesa. Una docena de luises se esparcieron, algunos de los cuales rodaron por el suelo; los recogió, y tras haberlos in-troducido en su bolsillo:

–¿Esto es todo? –Sí, ¡es todo! – respondió con firmeza Georgette. –Eso es lo que dices, pero tal vez sea una trola… Voy a

registrar las habitaciones… Claude Mathieu se dirigía hacia la estancia contigua; la

Sra. Lagneau le cortó el paso: –Esa es la habitación de mi hija… ¡No entrarás! Él levantó de nuevo y más trágicamente la ganzúa sobre la

frente de la mujer: –¡Vamos, apártate o te reviento!

159 Georgette se interpuso entre ellos, con miedo a ser golpea-

da, y el bandido pasó. Entonces, enajenado por la locura que le producía el alco-

hol, recorrió el domicilio, forzando el armario de espejo, regis-trando los cajones, revolviendo los muebles, mientras Georgette y su madre le seguían, atemorizadas, lacrimosas; le vieron apo-derarse de un reloj de oro, de algunas sortijas sin valor, de un medallón que pertenecía a la muchacha; a continuación, hizo unos nudos en una sábana arrancada a la cama e introdujo un pequeño reloj de péndulo, ropa, un abrigo, vestidos, cubiertos de plata, y cargando el fardo sobre su hombro, las saludó en estos términos:

–¡Ni adiós, ni hasta luego, zarrapastrosas!... Volveré a por los muebles… Tengo mucho camino que hacer… vivo en casa de unos colegas, ¡en el edificio!... En cuanto a ti, Flor de París, hay por ahí un viejo carcamal que te tira los tejos… ya vere-mos…

Sola, con Georgette, Catherine a punto estuvo de desma-

yarse. Ya no escuchaba nada, ya no veía nada, no comprendía la

magnitud de su desastre. De rodillas ante su madre, Flor de Paris trataba de recon-

fortarla con dulces palabras, pero la vendedora de naranjas in-clinó tristemente la cabeza:

–¿Huir? ¿Huir otra vez?... ¿De qué nos serviría eso? ¿No ves que estemos donde estemos dará con nosotras?

–¿Y el divorcio, mamá? ¿Por qué no pides el divorcio? –Sí… el divorcio… ¡He pensado en el divorcio!... Incluso

he comenzado las gestiones; pero para una pobre mujer como yo, todos son problemas… los abogados, los jueces, ¡ese tiempo durante el que hay que ganarse el pan!... Para divorciarse hace falta dinero, ¡y no lo tengo!... Los días pasan… Creía que el bandido desaparecía para siempre, y helo aquí de nuevo... Vive en nuestra casa, y, a cada instante, puede regresar, más terri-ble… Y nadie… nadie, puede defendernos!

160 Con voz audaz, Georgette replicó: –¡Te equivocas, madre, hay alguien que tiene el deber de

hacerlo! –¿Quién, mi niña? –¡Aquél que, tras haberte deshonrado, te obligó a casarte

con Claude Mathieu!... ¡mi padre! –¿Dirigirnos a él? ¡Jamás! –¿Por qué? –No me hagas lamentar haber tenido bastante confianza en

ti para contarte mi vida entera… –Tú me has contado todo de tu vida, mamá, excepto el

nombre de aquel que cometió el crimen, pues fue un crimen entregarte a semejante hombre!

La Sra. Lagneau vaciló y respondió: –De nada sirve ahora… Ha muerto… –¿Estás segura?... Guardas silencio… Pues bien, si ha

muerto yo conozco a un hombre bueno, generoso, leal, que sabrá protegernos!

–¿Tú… Georgette? –¡Sí, yo! ¡No llores más, mamá, y espera! Fue con una convicción ardiente, casi religiosa, como Flor

de Paris articuló esas últimas palabras. Pensaba en César, en su dios de belleza, de coraje y de amor, al que se había entregado, virgen, al que se había sacrificado, amante todavía, y que las protegería contra el facineroso.

Al día siguiente, Georgette llamaba a la puerta del taller de

Brantôme. Julien, llamado Bola en la Espalda, fue a abrirle, muy ale-

gre. –¿Está el Sr. César? – preguntó Flor de Paris. –Está sin estar, es decir que no recibe a nadie… –A mí me recibirá. –A ti menos que a otra, señorita Flor de Paris… El patrón

tiene demasiado miedo que se advierta su pena.

161 –¿Pena… El Sr. César? –¡Y grande, te lo aseguro! El amo ya no come, ya no bebe;

apenas trabaja, y, toda la noche lo oigo pasearse por su habita-ción!

Georgette se precipitó hacia la puerta que comunicaba la antesala, donde se encontraba Bola en la Espalda, con el taller del escultor.

El malvado criado la detuvo: –¿Ya has pensado en el viejo caballero? Nada te impide

hacerlo, puesto que has roto con el Sr. de Brantôme. Flor de París, pese a la presencia del jorobado, llegó ante

el artista. César en amplia blusa blanca, estaba sentado sobre un es-

cabel, delante de su grupo: El Juicio de Paris; tenía en la mano su cincel, pero la mano permanecía inerte; el enamorado de Éve parecía sumido en un angustioso sueño, y Georgette observó cuanto había cambiado, lo delgado y pálido que estaba.

Sin embargo, el joven artista sonrió a su antigua amante: –¡Ah! ¡Flor de París! Me alegro que hayas venido… ¡Me

alegro de verte! –¡Ah! amigo mío, si hubiese sabido lo infeliz que eres,

habría acudido de inmediato! Intercambiaron un fraternal beso, y César comentó: –¿Quién te ha dicho que soy infeliz, mi bella? –Se adivina en tu rostro… en tus ojos rojos… que han llo-

rado! ¡Ah! ¡César, si pudiese serte útil en algo! –No, amiga mía… Soy un cobarde, soy ridículo, soy idio-

ta… ¡tengo lástima de mí mismo!... No hablemos de mí, te lo ruego… ¡Hablemos de ti, mi valiente!

Ella se sentó cerca de él, sobre un puf de viejo terciopelo de Génova, y ahora no se atrevía a contarle el objeto de su visita. Le parecía que sus problemas se desvanecían ante ese inmenso dolor.

Luego, recordando a su madre, tuvo un empuje de coraje para implorar la protección de Brantôme:

–¿Entonces, estás contento con mi visita, César?

162 –No lo dudes. –Yo también. Sin embargo había jurado no volver a entrar

en tu casa… ¡Aunque estoy feliz de verte, al mismo tiempo me hace daño!... Sigo amándote, tal vez más que antes!... Y… tú… ¿comprendes?... Pero el pasado está muerto… Tengo buenos presagios… ¡Eso es todo!... Si me arriesgué hoy… fue porque pensé que tú, tan bueno, no te negarías a ayudarnos… a mi ma-dre y a mí…

–En este momento soy casi rico, – manifestó el artista – Me han pagado el busto del general Le Corbeiller… Tengo ahí cien luises y te los ofrezco de corazón… Voy a traértelos…

–¡Oh, César! – exclamó Flor de París –¿cómo puedes pen-sar que tu amiga de los buenos y malos días, que sin embargo tan bien conoces, te pediría tal favor?... Escúchame César, y juzga si puedes ayudarnos… protegernos…

Georgette contó al escultor la violenta escena que había acontecido la noche anterior en casa de las mujeres, y le explicó los lazos que unían a su madre con Claude Mathieu.

Brantôme declaró: –No se puede actuar con él más que con miedo… Lo bus-

caré… Lo encontraré, y puedes estar tranquila, Flor de Paris, a pesar de todos los derechos que él pretende ejercer, ¡nosotros le amordazaremos!... El bribón debe tener otras fechorías en su haber… Una de estas pasadas noches, le he dado un correctivo a uno que responde bastante bien a la descripción de tu visitante…

Ella se levantó; él murmuró: –¿Ya te vas, pequeña? La joven obrera, lo miró de frente: –¡No, César! No me iré hasta que me hayas dicho por qué

eres infeliz, por qué sufres. Y como el escultor se callaba, ella se atrevió: –¿La Srta. Éve, verdad? –¡Sí… Éve! – gimió el artista. –¿Esa señorita ya no te quiere? –No; ella tiene por mí un profundo afecto… –¿Entonces?

163 –Pero es rica; es millonaria, y yo, yo no poseo más que mi

cepillo, mi cincel y algunos de mis éxitos en la Exposición! –¿Has pedido su mano, y la familia te la ha negado? –La madrastra me ha acusado muy altiva… demasiado al-

tiva… de que intento casarme con la Srta. Le Corbeiller, sola-mente por su dinero!

–¿Qué te ha hecho? ¡Eso no es cierto!... ¿Y la Srta. Éve que ha dicho?

–Ha respondido al insulto que se me había dirigido, po-niendo su mano en la mía.

Flor de Paris exclamó: –¡Bravo!... Eso está bien, está bien lo que ha hecho!... Yo

debería odiarla… ¡Me ha sustraído tu amor!... ¡Pero olvido!... ¡Ya me agrada y quisiera servirla!... Entonces, si es así, ¿por qué estás triste?

–Porque ante tal acusación ante todo el mundo… nuestra sociedad no dejará de suponerlo también… y he debido renun-ciar a convertirme en el marido de la Srta. Le Corbeiller…

–¿Pero estás loco? –No estoy loco; ¡tengo mi honor! –¿Y qué es lo que te procura tu honor?... ¿Acaso no eres

diez veces, cien veces más rico que esa señorita?... ¿Y tu talen-to?... ¿Y tu genio!?... ¿Y tu porvenir?... ¿Es que eso no significa nada?... ¿Qué dicen que te casas con la Srta. Le Corbeiller por su fortuna?... Pues bien, ¡deja que lo digan, y cásate de todos modos!

César la atrajo hacia su pecho. Ella se desprendió: –La pobrecilla debe estar desolada… Hay que advertirla…

¿Dónde está? –En el Convento de las Damas de la Visitación, en Auteu-

il… Lo he sabido por el duque de Javerzac… Flor de París frotaba las manos: –¡En el convento de las Damas de la Visitación! ¡Escríbe-

le, César, escribe a la Srta. Éve, yo me encargo de entregarle tu carta… Mi jefa viste a las alumnas, y tengo fácil entrada en el convento de Auteuil…

164 Y al cabo de unos minutos, partió con la carta de César.

165

IV –¡Entrad!– pronunció tímidamente Éve Le Corbeiller, es-

cuchando golpear la puerta de la habitación que ocupaba hacía quince días en el convento de las Damas de la Visitación, en Auteuil, una habitación coquetamente amueblada y tapizada con telas de flores rosas.

Bajo la claridad de la lámpara, vio aparecer en su vestido de noche, a una pequeña y bonita rubia de diecisiete años, ojos negros, muy audaces, labios rojos, los cabellos recogidos en una cinta de satén azul.

–¿Cómo? ¿Eres tú, Suzanne…¿Te has atrevido?... – dijo asustada, la hijastra de Antonia.

La otra se echó a reír: –¡Sí, me he atrevido!... ¿Dónde está el mal?... Sabía que tú

todavía no estabas acostada… y además, no hay peligro, mi be-lla... Todas las noches nos reunimos algunas íntimas, en la habi-tación de una o en la de otra, entre la ronda de las diez y la de medianoche; ¡y las hermanas no se enteran!

La Srta. de Chandor abrió la puerta, y las dos jóvenes mi-raron el corredor, pavimentado con losas rojas y débilmente iluminado, de un modo muy espaciado con apliques de gas en forma de globo lechoso; unas cincuenta puertas, las de las habi-taciones de las pensionistas, daban a ese corredor donde pasaba la religiosa de vigilancia cada dos horas, medio dormida, se de-

166

tenía, agudizando el oído; y tras constatar el descanso general, se desvanecía como una sombra, con un tintineo de llaves col-gadas de su cintura.

Entonces, las puertas se entreabrían, y unas cabezas more-nas, rubias, pelirrojas, castañas, oteaban el horizonte. Las jóve-nes no estaban dormidas sino bien despiertas, y de las cuales la mayor, la Srta. Elmire du Harnois, apenas tenía dieciocho años.

En pareja, en tríos, correteaban en faldas, en camisola o en camisa, en pantuflas o descalzas, y se dirigían hacia la habita-ción de una de ellas, para estar de palique, comer pasteles y bombones, todo tipo de golosinas regadas con agua clara que se iba a recoger a la fuente cuyos grifos de cobre brillaban bajo la luz débil del gas.

Pero Suzanne de Chandor, la pionera en este tipo de pe-queñas y recientes asambleas, «el mal demonio», como la lla-maba la Superiora, Sor Irene de los Ángeles, había introducido desde algún tiempo atrás, el uso del anisete, y todos los domin-gos por la tarde traía paquetes de cigarrillos hurtados a su ma-dre.

–¿Y si nos sorprenden, Suzanne? – dijo Éve, temblando. –Lo mío estaría claro… Se le escribiría a la Sra. duquesa

de Chandor diciendo que su hija pervirtió a sus compañeras… Y bien, querida, todo se limitaría a un sermón, pues no hay peligro de que se me envíe con mi familia, como lo harían con las de-más! Papá es duque y antiguo embajador, ¡esa es la cuestión!.. Así pues., mi bella…

Éve la interrumpió: –Tengo miedo, Suzanne,… ¡Vete! –¡No arriesgamos nada! Por lo demás, dentro de algunos

minutos, Elmire du Harnois y Germaine de Noirpré van a ve-nir… y será mucho menos grave…

–¿Menos grave, por qué? –¿No lo entiendes? –Te aseguro que no. –¿Y ni siquiera un poco… un poquito?... –¡Nada!

167 Suzanne se alzó de hombros: –Niña ingenua, se ve bien que eres la hija de un general…

¡Tienes un candor completamente militar! Y, sentada sobre la cama, con las piernas colgando, sus

pies descalzos jugando con sus zapatillas: –Éve, esperando a las demás, vamos a charlar, o más bien

yo voy a interrogarte y tú a responderme… –¡Más locuras aún! –¡Oh! no, soy seria… Querida, me intrigas, y no me gusta

estar mucho tiempo intrigada… –¿Te intrigo… yo? –¡Cada vez más!... hace quince días que has llegado al

convento, ¿cierto? –Sí, quince días. –Pues bien, desde hace quince días te vengo observando,

te estudio, te analizo y no te he visto sonreír ni una sola vez. –Es que probablemente tenga razones para ello, – balbu-

ceo la Srta. Le Corbeiller. –¿Te aburres en el convento? –¡No, más que eso! –Entonces, estás enamorada… ¡Está claro! La Srta. Le Corbeiller se puso muy colorada: –¡Suzanne!... ¡Suzanne!... –¿Qué pasa?... ¡Suzanne!... ¡Suzanne!... No es para poner-

se así… Estás enamorada y ya está… Y, yo también, ¡yo estoy enamorada!... ¡Y Germaine de Noirpré y Elmire du Harnois están igualmente enamoradas! No nos hacemos un mundo por eso, y el amor es un tema de conversación inagotable y muy sugestivo, así como decía mi primo, el duque Melchior de Ja-verzac… A propósito, ¿tú no conoces a Javerzac?

–No. –Te felicito… Es lo que se llama un crápula que se ha

arruinado con las mujeres. Y, saltando de la cama donde deslumbraba con sus rubias

simpatías de adolescente:

168 –¿Eva, cómo es tu enamorado? ¿Moreno, rubio, casta-

ño?... ¿Tiene bigote? La apertura de la puerta evitó a la hijastra de la Sra. Le

Corbeiller el apuro de una respuesta: Elmire du Harnois y Ger-maine de Noirpré se introdujeron en la habitación.

Morena y de cintura espigada, la Srta. Du Harnois, la de-

cana de las alumnas, una decana de dieciocho años, tenía en toda su persona algo demasiado viril que se veía acentuado por un ligero vello en su labio superior; estaba vestida con su pijama, así como la Srta. De Noirpré, una rubia de grandes ojos azules.

No se veían en el cuarto de Éve más que dos sillas de bambú recubiertas de tela semejante a la de las colgaduras: las recién llegadas se sentaron; la Srta. de Chandor se fue a tumbar sombre la cama y encendió un cigarrillo.

Éve permanecía de pie bajo el marco de la ventana, con la

mirada errante hacia los jardines, cuyos árboles, despojados por el invierno, se extendían hasta el muro del claustro, un muro blanco muy alto, con una puertecilla que daba a una callejuela desierta. A la derecha, la capilla del convento levantaba su fa-chada gótica, y sus vitrales, iluminados por la lámpara del altar, iluminaban las sombras con un mágico decorado.

Pero el espectáculo nocturno no interesaba a la adorada de Brantôme como la visita de las amigas.

¿Por qué esas jóvenes locas venían a molestarla, a esa hora donde, sola, podía llorar con libertad, sin ser objeto de preguntas indiscretas, en el único instante donde, en pleno recogimiento, le era permitido pensar en César?... ¡Pobre César!

¿Cómo informarle de su retiro en el convento de Auteu-il?... Sin embargo había que hacérselo saber; era necesario que supiese que si renunciada a Éve, ella no renunciaría a él, y no podía concebir que un prejuicio estúpido, una miserable cuestión de dinero, viniese a truncar su felicidad.

Pero lo que aumentaba la tristeza de Éve, era que, desde su llegada a Auteuil, y a pesar de una respetuosa carta, el marqués

169

Valentín de Beaugency, el viejo amigo del general, su tutor sub-rogado, el único ser que, aparte de Brantôme, la quería, no había venido a verla y ni siquiera le había dado noticias suyas… ¿La abandonaría él también? ¡Oh! ¡no! el marqués era espiritualmen-te delicado, de corazón generoso y una deserción parecía inve-rosímil.

Las risas de las visitantes sacaran a la joven de sus enso-ñaciones.

La Srta. de Chandor decía, envolviéndose beatamente con el humo de un cigarrillo turco:

–¿Y tú, Elmire, no te gustaría ser raptada por un amante? –No sé… – contestó la otra… – Jamás me lo han propues-

to… –¡Oh! yo no! – declaró la Srta. de Noirpré. Suzanne la miró con desdén: –Tú no llegas a la altura del debate… ¡estás muy gorda! –Es posible que sea demasiado gorda, pero no me gustaría

abandonar a Elmire… ¡mi Elmire! Elmire la tranquilizó con un beso, y la Srta. de Chandor

dijo: –Eso es precisamente lo que me preguntaba, el otro día, la

pequeña Raymonde Viguéris… La idea de una separación la espanta… pero yo la seguiría al fin del mundo!...

–Suzanne, – intervino la hija del general – ¿y no piensas en tus padres?

–Esta Éve si que es ingenua… Vamos, ¿acaso piensas ir a contar mis asuntos a mis padres? Y además, mi madre, la duque-sa de Chandor, la irrita enormemente verme crecer… porque eso la envejece, y estaría contenta de desprenderse de su hija que la molesta! En cuanto a papá, está demasiado ocupado con sus putas y su círculo… El vuelo de su hija no los preocuparía de-masiado…

–¡No hables así! ¡Da la impresión que no tienes sentido de la moral, ni corazón!

–¡Sentido moral! Lo desconozco, pero… el corazón… ya lo creo que tengo, puesto que lo he entregado tres veces…

170 –¿Tres veces? –Sí, tres, sin contar los flirteos leves… La primera vez que

amé, tenía doce años… ¡Oh! un hombre estúpido, pero guapo… un dentista al que se me había llevado para enfundarme de oro un molar… un español con unos ojos enormes…

–¿Y la segunda? – preguntó Elmire. –La segunda, fue el año pasado… un artista… un flecha-

zo, mientras el artista trabajaba en elbusto de mi madre… mu-chas veces he soñado por las noches con César!

–¿César?... ¿César Brantôme?... – exclamó alarmada, a su pesar, la hijastra de la generala.

Suzanne, un instante sorprendida, observó: –¡Vaya! Lo conoces… ¿Acaso, por casualidad, pedazo de

intrigadora, esos amores tienen algo que ver con él? Éve se calló; la Srta. de Chandor continuó alegremente: –¡Oh! ¡puedes amarlo! Me da igual ya que en el presente

he encontrado mi tipo… Nos escribimos y tengo lleno mi arma-rio de sus cartas!... ¡Y qué cartas! La Sra. de Sévigné jamás las ha escrito iguales!... Pronto nos citaremos… Todo irá bien, gra-cias a Julie, mi doncella… ¡Un tesoro, Julie!

–¿Y para cuando el rapto? – preguntaó la grande y volup-tuosa du Harnois.

–¡Pronto, querida! Sonaron las doce en el reloj del convento de Auteuil.

Germaine se sobresaltó: –¡Las doce, Elmire! Sor Agnes va a hacer su ronda… –Entonces, vayámonos, Germaine… ¿Vienes, Suzanne?...

Tenemos tiempo… –Decir que está prohibido encerrarse en las habitaciones! –

gruñó la heredera de la duquesa de Chandor… ¡Tanto peor! ¡Me quedo!... Tengo que hablar con Éve…

–Suzanne, ¿es que no piensas? – dijo con estupor la novia de Brantôme.

–¡No temas nada!... Sor Agnes no verá más que negro. Tengo un truco.

171 Con viveza, sopló a la lámpara, y la habitación solamente

se encontró iluminada por un débil rayo de luz de luna que se deslizaba a través de las cortinas de la ventana.

Elmire y Germaine desaparecieron y se escuchó la puerta de una habitación, de una sola, que se cerraba al otro extremo del corredor, con un pequeño chasquido de una cerradura.

La Srta. de Chandor dijo sarcástica: –Parece que nuestras amigas también tienen cosas intere-

santes que decirse… Y con voz más dulce, Suzanne preguntó: –¿Quieres ser mi amiga, Éve? –Siempre lo he sido, Suzanne… ¿Por qué esta pregunta? –Porque me gustaría que fueses mi… Éve se levantó: –Ahí está Sor Agnes!... Escucho las llaves que tintinean en

su cintura… –¡Va! ¡Déjala pasar y responde!... ¿Quieres ser mi amiga? Un rayo de luna que se desprendía de las nubes penetró en

la habitación, y la adorada de Brantôme pudo ver, en esa clari-dad repentina, el rostro del joven monstruo.

–¡Vete! ¡vete! Suzanne… – ordenó la Srta. Le Corbei-ller… – ¡Me das miedo!

En el exterior se oyó el grito del ángel; la puerta se abrió y entró Sor Agnes.

Vestida con el hábito der la Orden de las Visitadoras – vestido, velo y cintas negras, casulla de tela blanca, cruz de plata – la religiosa parecía tener unos cuarenta años.

Tenía en la mano la pesada linterna que le servía para re-correr toda la casa en sus rondas nocturnas.

Lentamente, dirigió la luz primero sobre Éve que se man-tenía de pie y temblorosa en medio de la habitación, a continua-ción hacia Suzanne, siempre sentada en la cama y sonriendo con un aire de desafío.

Ningún músculo se movió en el rostro de la religiosa; Sor Agnes comenzó su interrogatorio:

172 –¿Por qué estáis aqluí, señorita de Chandor? Vos conocéis

mejor que nadie el severo reglamento que prohíbe a nuestras pensionistas visitarse entre ellas.

Luego, a Eve: –Y vos, señorita Le Corbeiller, ¿cómo es que habéis per-

mitido a la Srta. de Chandor entrar en vuestra habitación? Éve guardó silencio y la Srta. de Chandor respondió con

aire guasón: –Yo tenía que hablar de asuntos serios con mi amiga… He

llamado a su puerta… me ha dicho que entrase… y eso es to-do… ¿Dónde está el mal?

–El mal es muy grande, señorita, y máxime con el tono sarcástico con el me habláis…

Suzanne se alzó de hombros: –Ignoraba que existía un lenguaje particular para dirigirse

a Sor Agnes… Si tenéis que castigarme, pues bien, hacedlo sin hablar!... Pero, dejémoslo ahí, os lo ruego… Estoy acostumbra-da a vuestros castigos…

–Vuestra conducta es un perpetuo escándalo, y probable-mente obligaréis a la Madre Superiora a infligiros un gran casti-go.

–Lo sé… ¿Me expulsará del convento, tal vez? –Ha obligado a irse con sus familias a numerosas alumnas

que no lo merecían tanto como vos. –Sí, pero a mí… no se ha atravido, ni se atreverá. –¿Y por qué, señorita? La interpelada bajó de la cama, y, muy altiva, arrojó: –¿Por qué soy la hija del duque de Chandor, y es demasia-

do bueno tenerme aquí… como publicidad! Realmente se imponía a Sor Agnes, esa pequeña rubia,

con su breve y altiva palabra y su manera de inclinar la cabeza. La religiosa balbuceaba: –¡Está bien, señorita! – Regresad a vuestra habitación…

Yo informaré a la Madre Superiora. Suzanne había retomado su actitud irónica: –¡Muy bien! ¡Yo también haré mi informe!

173 –¿Vuestro… informe? –¡Por supuesto!... ¡Y será muy picante!... Diré a la Madre

Iréneee des Anges que Sor Agnes está enamorada de nuestro capellán, el padre Dussutour!

–¡Oh! ¡esto es demasiado! – clamó la religiosa, con los brazos en el aire, como para invocar el cielo… –¡Venid, señori-ta!... ¡venid, pequeña víbora!

La señorita de Chandor tenía razón al pretender que lo pensaran dos veces antes de expulsarla del convento; se sentía armada y abusaba de su poder. Jamás semejante criatura había franqueado el umbral de tan honorable institución; orgullosa, maleducada, rencorosa, pervertida hasta la médula, ese demonio infiltraba su veneno en el alma y la carne de sus compañeras.

Y, sin embrago, Suzanne era buscada, adulada por esas jóvenes a las que ella narraba historias divertidas. Y si algunas se perdían a su contacto malsano e innoble, casi todas las alum-nas mayores, sobre todo las hijas de burgueses e industriales, de nuevos ricos, se enorgullecían de tener por compañera una seño-rita cuya padre era duque y que viajaba, todos los domingos, en un magnífico carruaje blasonado.

Ese día, en el salón de recepción, la Superiora, Madre

Irénée des Anges, vestida con su hábito de la Orden, con una cadena de oro alrededor del cuello de la que colgaba un crucifi-co de esmalte, se encontraba sentada sobre un sillón de castaño, especie de trono coronado con la cruz evangélica.

Sor des Anges hubiese querido mantener en su estableci-

miento las implacables reglas de los antiguos monasterios; pero el siglo se había modernizado; avanzaba todavía, y se veía obli-gada a seguir la moda de la benevolencia.

Se anunció: –La Sra. generala Le Corbeiller! –La Superiora, de pie, sin dar un paso, esperó a la visitan-

te.

174 Y, tras haber respondido a los saludos de la Barba Azul, se

volvió a sentar y le indicó otro sillón: –Probablemente deseáis ver a vuestra hijastras, señora ge-

nerala, aunque aún no sea la hora de las visitas… –Sí, madre Superiora, pero antes, y por eso me he adelan-

tado a la hora reglamentaria, quisiera hablaros de Éve. –La Srta. Le Corbeiller siempre fue una joven modelo, y

no tenemos aquí más que buenas impresiones sobre su condcuta, su trabajo y su gran piedad.

–Lamentablemente, su gran piedad no imipide a esta niña, a la que yo quiero, rebelarse abiertamente con su familia – sus-piró la madrastra.

–¿Rebelarse?... ¿Ella, tan dulce, tan casta, tan temerosa?... ¡Oh! señora, me dejáis de piedra!... ¿Y por qué esa rebelión?

–¡El amor! Esa palabra tuvo el poder de sobresaltar a la Madre des

Anges. Respondió severa: –¿Queréis explicaros, señora? –La infeliz ama, o cree amar, hasta el punto de querer ca-

sarse, a un hombre indigno de ella… Mediante no sé que tipo de sortilegio, él ha logrado deslumbrarla como un héroe de una novela barata… En realidad es un artista sin valor, un libertino, un bohemio, que no posee ni un centavo, lleno de deudas, y cuya reputación es deplorable!... Se llama César Brantôme.

–¿Una jovencita encantadora, como la Srta. Éve… rica como es, la hija de un ilustre general, casarse con un artista… un bohemio? – exclamó la Superiora de las Visitadoras, saliendo de su reserva ordinaria, – pero eso sería la abominación de las abominaciones!

–He manifestado mi voluntad a Éve, y a ella deberá some-terse!

–¿Por eso ha regresado al convento? –Sí, madre Superiora… Yo le destino un marido, un hom-

bre de nuestro mundo… Y he pensado, madre, que con vuestra

175

grande y legítima autoridad, podríais hacer entrar en razón a esa pequeña cabezota…

Sor Irénée respondió, muy seria: –No puedo ni debo aceptar esa misión. –Madre, –sonrió la viuda del general – cuando os diga el

nombre del futuro esposo, os mostraréis menos estricta… Las cejas de la religiosa se fruncieron: –Sea quien sea, señora, jamás violaré la neutralidad que

observo siempre en semejante materia! La generala se acercó a la monja, y dijo, con su insinuante

voz: –¿Incluso si este del que quiero hablaros fuese el próximo

pariente de un hombre capaz de haceros obtener del gobierno eso que ambicionáis desde hace tanto tiempo?

–Ministerio de los cultos… ¡un órgano!... Ornamentos sa-cerdotales para mi capilla! – exclamó radiante la Madre Irénée des Anges.

–Esas son bagatelas de las que yo me encargo… el día en el que mi hijastra se case con el que le destino… No, se trata de otra cosa, Madre… ¡la cruz!... ¡la cruz de la legión de honor!

La Superiora, por un instante turbada, acababa de sentarse, y muy humilde, declaró:

–¿Tal recompensa a mí?... ¡Oh! señora, soy indigna de ella!

–Al contrario, la merecéis más que nadie, y brillará sobre vuestro pecho cuando Éve se llame la duquesa de Javerzac!

–¿Javerzac? –El duque Melchior de Javerzac es el sobrino de la duque-

sa Berthe, y, por alianza, del duque Gaëtan de Chandor… Irénée des Anges murmuró: –En efecto, ese joven es un partido soberbio para la Srta.

Le Corbeiller. –Por desgracia, – dijo Antonia,– ese matrimonio no se ce-

lebrará, puesto que vuestros escrúpulos, que comprendo y apruebo, os impiden prestar vuestro concurso!

–¿Sería eficaz?

176 –Vuestra autoridad es inmensa sobre mi hijastra… Éve os

teme tanto como os venera… Es muy piadosa, y… hablándole en nombre de la religión…

–Sí… una obra meritoria… apartarla de ese malvado suje-to… de ese artista…

–Y una buena acción… llevarla al altar con el duque Mel-chior…

–¿Creéis que tengo oportunidad de conseguirlo? –¡No lo dudo! –Pues bien, lo intentaré… Diré también dos palabras al

capellán Dussutour, su confesor, y este nos será muy útil… –¡Bravo!– dijo la madrastra, pudiendo contener apenas su

alegría. –¿La Srta. Le Corbeiller conoce al duque? –No; pero lo conocerá pronto… debe venir a encontrase

conmigo aquí, con su tía, mi amiga, la duquesa de Chandor… Se les presentará, y, a continuación, vos podréis hablar con mi hijastra…

–Sí, hablaré con la Srta. Éve, y trataré de conseguir… In-cluso estoy segura de que triunfaré… Pero no lo haré por lo que vos me ofrecéis tan generosamente… ¡No soy ambiciosa, y lo haré en nombre de la moral y la caridad cristiana!

Cuando la duquesa Berthe de Chandor y su sobrino, el du-

que Melchior de Javerzac, tras haber sido anunciados, entraron, la Superiora les acogió con una sonrisa llena de promesas.

Para las alumnas era el descanso de tres horas, y las mayo-

res se encontraban reunidas en el patio de invierno, bajo la vigi-lancia de Sor Luce, una joven rubia que parecía una muñeca, y de Sor Verónica, blanca bajo la toca blanca y velo negro, y siempre al acecho.

Tres a tres, según la costumbre, las pensionistas se pasea-ban, charlando, como muchachas razonables.

177 Suzanne de Chandor se reunió con un grupo del que for-

maban parte Éve Le Corbeiller, Elmire du Harnois y Germaine de Noirpré.

Y, en ese día reservado a las costureras y a las modistas, se pusieron a hablar de trapitos, mientras que, unos cantos de pája-ros y alegres gritos llegaban por encima del muro que separaba el patio de las medianas y las pequeñas del de las mayores.

–¿Cómo está adornado tu sombrero, Suzanne? – preguntó una morena, hija de un alto magistrado.

–Querida, con lo más sencillo que hay: un pájaro del pa-raíso mulicolor sobre terciopielo rosa…

–¿Es la Sra. Gerbaud, de la avenidad de la Ópera, quien te viste?

–¡Caramba! Esa es la única vendedora de París que tiene un poco de originalidad y gusto!... La Sra. Gerbaud es una artis-ta!

–Y es sabido lo cara que es! La voz de cabra de la Hermana resonó: –Srta. Suzanne de Chandor… Srta. Eve Le Corbeiller…

¡vayan a ver a la Superiora! –¡Vaya, ya está!– dijo la terrible Chandor… –Esto es por

la aventura de ayer noche con Sor Agnès… Agnès me agobia y voy a decir a la Madre Irénée des Anges que Angès está enamo-rada del capellán Dussutour!

–Suzanne, tengo miedo… – murmuraba la adorada de César.

–¿De nuestra Irénée?... ¡No seas cría! –Sí… ¡es tan severa, tan imponente! –¡Miedo! ¿Tú, la hija de un general? ¡Me diviertes!...

¡Ven, verás como no te comerá! –Tengo el presentimiento de que va a ocurrirme una des-

gracia! –Déjame tranquila con tus presentimientos, y sígueme…

No hagamos esperar más a Irénée des Agnes!

178 Los dos muchachas atravesaron el patio y tomaron la esca-

lera que subía al gran salón. Con la Sra. Barba Azul se encontraban, cerca de la Supe-

riora, la duquesa Berthe de Chandor y un joven al que Éve veía por primera vez, y que Suzanne reconoció de inmediato – su primo hermano, el duque Melchior de Javerzac.

–¡Hola, mamá! – dijo la Srta. de Chandor, yendo fríamente a besar a la duquesa, después de haberse inclinado, al igual que su compañera, ante la Madre Irénée des Anges.

Y, la diextra tendida a su primo: –¿Estás aquí, Melchior?... Te creía en Indochina o en

algún otro país bárbaro. –Tal vez regrese, – dijo el joven vividor, con una sonrisa

forzada. –¿No te ha sentado bien el viaje, querido? Tienes una ca-

ra… una cara… –¡Señorita de Chandor! – articuló irritada la Superiora. Pero Suzanne se burlaba tanto de la Madre Irenée como de

las hermanas Agnès, Luce y Veronique, y continuaba, a media voz, bromeando con su primo.

Durante todo ese tiempo, la Sra. Le Corbeiller besaba a su hijastras, con unas ganas locas de morderla, y le preguntaba, maternal y untuosa:

–¿Ángel mío, te encuentras bien entre tus antiguas compa-ñeras?

–Sí, señora, mucho… y no saldré de aquí excepto para ca-sarme con César!

La Sra. Barba Azul reprimió su ira y dijo en voz alta, en-cantadora:

–Pero todavía no has saludado a la duquesa Berthe… ¿En qué piensas, hija mía?... ¡Vamos… ve rápido!

Éve tendió su frente a la madre de Suzanne, que la hume-deció con sus labios.

–Mi querida Éve, –dijo la duquesa Berthe, – permíteme presentarte a mi sobrino, el duque Melchior de Javerzac… Estoy seguro de que él está muy feliz de conocerte.

179 –¡Pero, cómo! ¡cómo!.. – dijo el amigo de Zozó Patas al

aire. Y de pie, como mudo por un resorte, la cabeza baja, luego,

de inmediato, con ese aire a la moda que practicaba como un autómata:

–Muy honrado, señorita, y realmente muy feliz. La Srta. Le Corbeiller le devolvió el saludo con una senci-

lla inclinación de cabeza y caminó hacia la Superiora, temerosa y derrotada.

Al mirar al aristócrata, realmente experimentaba la misma impresión que si hubiese encontrado en su camino, a un lagarto o un reptil; pero lo vio tan maligno, con sus cabellos de un rubio pajizo, sus cansados ojos de noctámbulo, su pobre pecho enfun-dado bajo un irreprochable smoking; lo oyó toser y jadear tan dolorosamente que, su repulsión inicial se mezcló con una espe-cie de piedad, la piedad de los buenos para todo lo que es débil y enfermizo.

De pronto se le apareció la imagen de César, radiante, y, mediante esa intuición del futuro que la hizo regresar del teatro en el preciso momento en que Antonia asesinaba al general, Melchior se mostró ante ella como un peligro desconocido, pero espantoso, pero seguro, y le pareció que él estaba allí para entrar en su vida y añadirse a sus desgracias.

Antonia se confundió sobre los sentimientos tumultuosos de su hijastra; imaginaba el «flechazo» en honor de Melchior.

Sin embargo, no quiso prolongar la entrevista y, tras una conversación banal, dio la señal de partida.

La Superiora acompañó a sus visitantes hasta la puerta del salón; y, como Éve y Suzanne se alejaban a su vez, ordenó:

–¡Espere, señorita Le Corbeiller!... ¡Vos podéis retiraros, señorita de Chandor!

–Cejas fruncidas, labios apretados… ¡señal de tormenta! – dejó caer, antes de partir, Suzanne a su amiga… –¡Mantenle la mirada… ¡aflojará!

180 Y saludando a la Madre des Anges, con una reverencia

donde había tanta ironía como respeto, la joven locuela desapa-reció.

–Cerrad la puerta, hija mía, – dijo Irénée, y venid a mi la-do; tengo que hablaros de cosas serias…

Éve ejecutó la orden y permaneció de pie, frente a la «que-rida Madre», que se volvió a sentar en su gran sillón.

La Madre des Anges, con los ojos fijos sobre su pensionis-ta, atacó glacial:

–Hija mía, una de las más grandes virtudes en el ser humano, es la sinceridad, y me atrevo a esperar de vos una res-puesta leal y sin vacilaciones… ¿Habéis visto a ese joven hom-bre, el Sr. duque Melchior de Javerzac?

–Sí, Madre, lo he visto – declaró sorprendida, la novia de César.

–Es un noble que pertenece a la más grande aristocracia de Francia, y me hace feliz de ser la encargada de haceros saber que vuestra familia os lo destina como esposo.

La Srta. Le Corbeiller exclamó: –¡Jamás! La Superiora le arrojó una dura mirada, y, siempre con

calma: –¿Habéis dicho «Jamás», hija mía? –¡Jamás! – repitió Éve, a quién su angustia daba valor. –Tenía que volver a escucharlo… ¿Olvidáis acaso que la

desobediencia a los padres es uno de los pecados más graves que puede cometer una jovencita, un pecado que Dios castiga con gran severidad, Él que ha dicho en sus mandamientos: «¡Hon-rarás a tu padre y a tu madre!»

–Los padres no deben nunca querer la desgracia de sus hijos, mi querida Madre, y por lo demás, desgraciadamente, mi querida Madre, yo ya no tengo padres!

–La honorable dama que acaba de salir de aquí, la Sra. Le Corbeiller, los representa en la tierra! Le debéis obediciencia, y lamento verme obligada a recordároslo!

La joven muchacha, desolada, juntó las manos:

181 –¡Oh! Madre mía, mi muy querida Madre, si supieseis!... –¡Lo sé todo!... Sé que otro hombre, un hombre indigno,

ha sembrado la discordia en vuestro espíritu, pero yo estoy aquí, yo, por la gracia de Cristo y de la Virgen, para abriros los ojos!

–¿Indigno?... ¿él?... ¿César?... ¿al que mi pobre padre quería y adoraba?

–Si lo que decís es cierto, vuestro padre se equivocaba como lo estás haciendo vos misma… Mis informaciones son exactas, positivas!

La adorada de César se levantó, vibrante: –¡Se os ha mentido! –Os habéis vuelto muy atrevida, señorita, para elevar la

voz ante vuestra Superiora, y oponer vuestra inexperiencia de niña ciega a la madurez de su razón!... Nada habéis ganado des-de vuestra salida del convento, y desde luego no había necesidad de regresar a él, si no sois capaz de inmolar vuestro espíritu de revuelta!... Ahora estáis aquí; yo estoy a cargo de vuestra alma, pero tengo piedad de vuestra debilidad, y, en lugar de castigaros, quiero condescender a discutir con vos… Estoy segura de que reconoceréis vuestro error… El futuro se abre ante vos con todas las condiciones necesarias para la felicidad pasajera de la vida… El Sr. duque Melchior de Javerzac solicita el honor de ser vues-tro esposo; es un hombre de vuestro mundo, incluso diría que de un rango más elevado que el vuestro, si las virtudes paternales guerreras no valiesen la mejor de las aristocracias… un noble que no busca como el otro acaparar vuestra fortuna… ¡Os hace duquesa! ¿Os va a hacer feliz y lo dudáis?... ¡Ah! hija mía, secad esas lágrimas y volved en vos; levantad la cabeza bien alta como corresponde a la hija del ilustre general Le Corbeiller y decidme que consentís en convertiros en duquesa.

Fuera de sí, la mártir emitió unas palabras audaces. La

imagen del amado, de su César, iluminaba su espíritu y la impel-ía a la resistencia:

–Señora, ¿qué interés tenéis en torturarme de este modo?

182 Irénée des Anges pensaba en las promesas de la viuda del

general, y si Éve veía resplandecer la imagen de su novio, la Superiora percibía en una gloria un poco terrena, las promesas de la generala.

Ella también se mostraba despiadada. Pero el primer golpe estaba dado; eso bastaba de momen-

to, y dio una tregua a la víctima, siempre llorosa: –¡Marchaos, hija mía, y reflexionad!... Yo voy a rezar a

Dios para que os conceda prudencia… y felicidad! Éva regresó al patio; la Srta. de Chandor se dirigió hacia

su compañera: –¿Y bien, qué ha pasado? ¿Sor Agnès ha hecho su infor-

me?... ¿Te ha regañado la Superiora, querida? –No, Suzanne. –¿Entonces? Pareces muy contrariada. La hija del general trató de sonreír; consideraba peligroso

revelar a esa pícara su entrevista con la Superiora, y dijo: –Nada interesante para ti… Asuntos concernientes a mi

familia… –A propósito, acaban de contarme una divertida histo-

ria…. ¿Conoces a la Srta. Flor de París? -–Es la primera vez que oigo pronunciar ese nombre… –La Srta. Flor de París es una de las primeras obreras de

mi modista, la Sra. Gerbaud, en la avenida de la Ópera… Acaba de traerme un sombrero… Muy bonito… Te lo mostraré… Está en mi habitación.

–¿Por qué me preguntabas si conocía a esa señorita? –Porque quería hablarte… Incluso insistía mucho en ver-

te… –¿A mí? –Sí, a ti… y parecía inquieta, cuando, a la hora reglamen-

taria, ha debido irse sin poder hablar contigo. –¡Qué raro! ¿Qué quería? ¿Lo sabes? –¡Te aseguro que no! Ha dudado largo rato, como si tuvie-

se algo serio que confiarme… y luego, sin duda, no me ha juz-gado lo bastante discreta… y la Srta. Flor de Paris me dijo que

183

volvería dentro de ocho días, puesto que, por desgracia, nosotras no tenemos permitido recibir a nuestras modistas y a nuestras costureras cada ocho días… Así, podrás verla y escucharla el miércoles…

En su infinita turbación, Éve no dio ninguna importancia a

lo que acababa de contarle la Srta. de Chandor, y, como el re-creo había terminado, las pensionistas tomaron el camino de las clases.

A partir de ese momento, la estancia en el convento se

hizo intolerable para la hijastra de la Sra. Barba Azul. Se encarnizaban con ella; la Hermana Luce, la Hermana

Véronica, la Hermana Agnès no dejaban de predicarle la obe-diencia filial, incitándola a casarse con el duque de Javerzac; todas las mañanas, la Madre Irénée des Anges, la había llamar a su oratorio, le preguntaba si había reflexionado, y, ante el silen-cio y las lágrimas, la volvía en enviar con duras palabras; el ca-pellán Dussutour, en el misterio del confesionario, le hablaba, en nombre de Dios, de la Virgen, de todos los santos, y no dudaba en lanzarle anatemas. Luego, recibió una nueva visita de la du-quesa de Chandor y del sobrino en cuestión, con la Superiora presente; por fin, un domingo, la propia Suzanne, regresando de su casa, la agobiaba e irritaba con las aventuras del primo Mel-chior y su deseo conyugal.

Y la desdichada llegó a preguntarse si no haría mejor es-capando del convento e ir encerrarse en un claustro; pero la ra-diante visión de César estaba allí para sostenerla; permaneció inquebrantable.

El miércoles siguiente, Flor de París llegó al convento de

Auteuil, bajo el pretexto de hablar con su clienta, la Srta. de Chandor, y encontró el medio de abordar a Éve y retenerla cerca de la antesala de la Superiora.

Le anunció con mucha emoción: –Vengo… de su parte, señorita, para deciros que esperéis!

184 –¿Quién sois? – balbuceó, intrigada y un poco desafiante,

la hija del general. –Una obrera sin importancia, señorita, que no pide otra

cosa que serviros. Y, extrayendo un papel de su bolsillo, se lo presentó: –Leed esto, señorita, y sed dichosa! – Es una carta del Sr.

César Brantôme… La Srta. Le Corbeiller tomó el sobre y lo deslizó entre su

blusa; iba a interrogar a la devota embajadora; pero unos ojos brillaban en la sombra y Flor de París puso un dedo sobre sus labios:

–¡Chsss! ¡nos observan! Y, ligera, se alejó. Durante la jornada, en clase, Éve ojeaba la carta bajo un

cuaderno de trabajo, y, por la noche, con más comodidad, leía en su habitación. El joven artista le juraba su amor, se declaraba dispuesto a combatir con ella para derribar los obstáculos que se oponían a su felicidad.

Enamorada, leyó y releyó esa bendita carta, y se sintió ar-mada contra todas las persecuciones.

Desde luego, no desdeñaba los peligros de la lucha, pero si el corazón, según Pascal, «tiene razones que la razón no cono-ce», el amor es el único vínculo y la soberna fuerza de la natura-leza.

185

V ¡Abajo, Sultán! ¡Abajo! Y la Sra. Le Corbeiller, de pie dentro de la jaula de su ti-

gre adulto, en traje de domadora, con maillot de terciopelo negro salpicado de oro y botas de caña alta, con el látigo en la mano, la mirada fija en el animal, cuyo belfo superior se elevaba en un rictus descubriendo su formidable dentadura, cuyas miradas brillaban con luces de sangre, cuyas garras rasgaban la arena de su prisión, la Sra. Le Corbeiller golpeó a la bestia que emitió un rugido terrible y se recogió sobre si mismo, dispuesto a saltar.

–¡Ah! ¿Quieres hacerte el feroz? – sonrió Antonia,– Pues bien, ¡vamos a ver!

Con el látigo en alto, ella lo miraba con sus ojos muy abiertos, sus ojos de rojas y verdes llamas, y el tigre retrocedió hasta el fondo de la jaula, con las pupilas menos intensas.

Alrededor de la Sra. Barba Azul, en los amplios jardines deshojados, bajo el sol del invierno reinaba el espanto: unos gatos maullaban, trepaban hacia los árboles y los tejados; un cuervo graznaba, lúgubre, en lo alto de una rama, de todas partes llegaban los gritos agudos de las aves y un siniestro batir de alas; y, sobre la hierba, Kif-Kif, el favorito de Isis, un pequeño asno del Cairo, atado a una pica, con el cuello extendido, rígido, los hocicos al aire, orejas puntiagudas, temblaba con todos sus miembros, buscando el modo de huir, tendiendo la cuerda hasta el extremo de romperse.

186 –¡Aquí, Sultán! – ordenaba Antonia, con su voz de con-

tralto -– ¡Sultán, aquí! Y como el tigre no se movía, ella hizo silbar su látigo. Entonces, el tigre reptó hasta los pies de su ama, suave-

mente, felinamente, y quedó quieto bajo la imperiosa mirada. –¡Ahora, la pata! ¡Dame la pata! El animal vacilaba; ella le golpeó en el cráneo, y al gruñi-

do que él emitió, al rojo brillo de sus ojos, a los chasquidos de su mandíbula, se hubiese dicho que iba a saltar sobre la domado-ra con las fauces abiertas y devorarla.

Pero ella lo esperaba, con los brazos cruzados sobre el pe-cho, la frente alta y una sonrisa en los labios.

Dócil, vencido, el tigre avanzó muy despacio y, con gensto lento, tendió su enorme pata a su ama.

Antonia lo acarició; bruscamente, le dio la vuelta y se sentó sobre el vientre plateado del animal, como en un sofá que tuviese por decoración las cuatro patas amenazantes con sus garras.

Isis llegaba. Sin cambiar de lugar, la Sra. Barba Azul preguntó a la

egipcia a través de los barrotes: –¿Qué quieres, Isis? –Venía a avisar a la ama que la esperan en el salón. –¿Quién? –El notario Sr. Duroux y el Sr. Ovide Trimardon. –¿Trimardon?... ¿Cómo se atreve? Está bien… ya voy…

No… mejor dicho… Ruega al notario que me espere unos minu-tos y tráeme al otro.

–¿Al Sr. Trimardon? –Sí… ¡me apetece recibirlo sobre mi trono vivo! ¡Vamos,

ve! Y acariciando a su tigre: –Sultán, se prudente… Se nos honra con una visita… El animal, que había levantado la cabeza, la curvó sobre la

arena, y se quedó inmóvil.

187 Ovide quedó petrificado, observando a Antonia, cuya in-

dumentaria negra, ribeteada de oro, destacaba sobre la piel del felino.

La Sra. Barba Azul, muy divertida con la cara absorta del visitante, preguntó:

–¿Deseáis hablarme, caballero? –Sí, señora, pero os confieso que no me esperaba encon-

traros en… –¿Esta postura heráldica? – interrumpió, risueña, la viuda

del general. Y, entreabriendo la puerta de la jaula de hierro: –¡Pero, por favor, entrad, querido señor! –El mercader de mujeres vacilaba ante la domadora de

animales: –¡Oh! ¡no ahí! ¡Por nada del mundo! –¿Tenéis miedo? No hablemos más… En lo sucesivo, me

cuestionaré vuestro valor… Ella salió, ligera, de la prisión de Sultán, cerrando la puer-

ta tras ella, y llevó a Trimardon a un pequeño cenador oriental situado en un parterre, en medio de los jardines, mientras que el tigre apoyado en los barrotes de su jaula llenaba el aire con sus rugidos mezclados con los ronroneos de los gatos, los gritos de los pájaros y los aterrorizados rebuznos del asno del Cairo.

Era en ese pabellón, de una sola pieza en forma de roton-da, tapizado con telas y amueblado con divanes japoneses, don-de la bella Antonia recibía normalmente a las personas que no quería introducir en el palacete.

A continuación, Trimardon dijo: –He prometido venir, querida, y aquí estoy! –Señor, – respondió ella, – me divierta ver a alguien que

mantiene su promesa, o más exactamente su amenaza, una vez, pero a la segunda, hay ocasiones en que la misma historia ya no me interesa, y entonces… entonces, os lo advierto: a la segunda vez que os presentéis en mi casa, deberéis ser autorizado por mí misma, o, sin la ayuda de mis criados, os arrojaré fuera a patadas

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en el culo!... ¡Sí, señor!... Ahora, hablad rápido… ¿Qué tenéis que decirme?

Él tendió los brazos, y avanzando hacia Antonia: -–¡Vamos, no seáis tan cruel! La gran pelirroja levantó su látigo, lo hizo vibrar y dijo al

hombre, como si se dirigiese a uno de sus animales domésticos, y con menos respeto que hacia el tigre Sultán:

–¡Abajo las patas! ¡Me horrorizan las familiaridades! –Aquí, tal vez – se atrevió a replicar el mercader de muje-

res, – pero en tu residencia de la avenida de Orleans o en mi casa, en la calle de Londres, o incluso en un reservado particular de la Abadía de Thélème, es otra cosa!

–¿Insistís en querer saber quien soy desde nuestro encuen-tro inicial en casa de la baronesa de Stenberg?

–Sí, insisto… ¡Claro que insisto!... ¿Y el Moulin-Rouge? ¿Y las cenas en tu casa, mejores que en la Abadía? ¿Acaso crees que se puede olvidar a una mujer de tu elegancia, de tu belleza y de tu calor? No la hay más bella ni más apasionada. ¡Eres la reina de los noctámbulos!

Antonia declaró: –¡Pues bien, sí, soy la noctámbula! ¿Y qué? ¿Qué queréis? –¿Qué quiero, señora?... Retomar nuestra hermosa novela

en la página donde se interrumpió, y amaros furiosamente! Ella emitió una insultante risa: –¡Estáis borracho o loco! –No… solo me embriago un poco por la noche, pero me

volveré idiota si te resistes, si continúas burlándote de mi y de mi amor!

–¿Habéis dicho: vuestro amor? ¡Os aconsejo no hablar de vuestro amor!

–Es sincero, señora, y desinteresado! –¿Desinteresado? ¿Entonces, nada tiene que ver con el que

profesáis por la Srta. Massoneau, colocada mediante vuestra diligencia, y conforme a la Trata de Blancas, en una casa del bulevar Rochechouart?

189 Ante esta inesperada revelación, Ovide se turbó, pero

pronto, replicaba, atrevido y cínico: –Todo eso no impide que me hayáis elegido, una noche,

en el Moulin, que os hayáis entregado a mí, y que yo todavía os quiera, sin que…

–¿Cómo?... ¿Amenazas? –¡Perfectamente! ¡Amenazas! ¡Tengo derecho! –Tal vez esperéis hacerme cantar, y si no canto, ¿iréis a

pregonar vuestra buena fortuna? –¡Uno se venga como puede! –¡Sinvergüenza! Ella lo tomó por un brazo y lo arrojó brutalmente sobre la

alfombra de la habitación. Y, de pie ante él, con la cabeza alta, en una actitud sobera-

na: –Había antaño en Roma una gran emperatriz, tan bella

como orgullosa, tan soberbia como apasionada! Algunas veces, olvidando su rango, dejaba caer su mirada sobre un gladiador o un histrión, haciéndoles objeto de sus noches de placer, pero, al día siguiente, si ese hombre, bien mediante una palabra o un gesto, trataba de revelar la misteriosa aventura, era detenido, y, sin piedad, arrojado al circo, donde se convertía en la presa de los animales salvajes!

–¿Lo que quiere decir? –Que si, como Mesalina, me digno, no a bajarme hasta él,

sino que él se eleve hasta mí por un tiempo, un individuo de vuestra calaña y que me amenaza, como acabáis de hacerlo ante-s…

–Lo ofreceríes en alimento al magnífico animal que acaba de admirar?– interrumpió el chulo de la Bizcochito.

–No, ¡lo azoto!... Y luego le pago si quiere servirme, pues las propias amenazas de chantaje me dejan entrever que sería un buen esclavo!

Trimardon se había levantado, menos inquieto, y dijo, amable:

–¿Entonces, necesita algo de mí, querida señora?

190 –Tal vez. –¿Y si consiento en serviros? –Sabré reconocer vuestros servicios, señor. –¿Cómo? –Con oro… Debéis amar el oro, puesto que por oro vend-

éis mujeres!... ¿Es divertido, no, la Trata de Blancas, e incluso de Blancos?... ¡Me parece que eso me distraerá!... Tal vez vol-vamos a hablar un día, en casa de vuestra de colega, la baronesa de Stenberg… Mientras tanto, obedézcame y recibiréis oro…

–¿Y no otra cosa? –No. –¿No volveremos a estar juntos… al pequeño nido de la

avenida de Orleáns? –¡Jamás!... Al menos, en las mismas condiciones… –¡Tanto peor! –¿Os negáis? –¡Oh! ¡acepto… dolorosamente… pero acepto! ¿Cuándo

tendré el honor de presentarme en vuestro domicilio? –Yo te avisaré. Respetuoso, se inclinó y salió. La Sra. Le Corbeiller subió a sus aposentos, y quitando el

traje de domadora, se vistió con una bata de interior, antes de ir a reunirse con su notario.

Cansado de esperar, Charles Duroux daba los cien pasos en el salón.

Ante el rostro contrariado del oficial ministerial, Antonia vio enseguida que la entrevista sería de las más serias y se armó de una sonrisa mundana.

–Querido Duroux,– dijo – ¿quiere sentarse y disculpar una espera tan larga… Estaba despachando un asunto…

El Sr. Duroux tomó asiento en un sillón, cerca de la Sra. Barba Azul, sentada en un diván.

–Señora generala – comenzó el notario – lamento comuni-carle que no traigo los cincuenta mil francos que tuvisteis a bien pedirme.

–¿Por qué?

191 –Porque ya no tengo más dinero a vuestro nombre, en el

estudio. –¿Y la fortuna que me ha dejado mi marido? –Vos debéis saber mejor que yo lo que habéis hecho… –¿Entonces, estoy arruinada? – exclamó la viuda.– ¡Esto

es la consecuencia de pagar las deudas de mi marido!... Un ju-gador, señor, el general, ¡un jugador terrible! ¡Ah! ¡la Bolsa!...

–Lo ignoraba… –¡Yo lo sé bien!... ¿Y no me queda nada? –Solo os quedan los diez mil francos de renta que el gene-

ral Le Corbeiller ha tenido la prudencia de hacer inalienables e inaccesibles, y de la que podréis gozar durante toda vuestra vida.

–¿Diez mil? ¡Qué bonito!... ¡Ni siquiera tendré para pagar a mi costurera! Pero, esos diez mil francos representan un capi-tal, y ¿puedo disponer de ellos en su totalidad o en parte?

–De ninguna forma, señora. Solo tenéis acceso al usufruc-to, la nuda propiedad pertenece a la Srta. Éve.

–¡Éve!... ¡la pequeña! E intensamente, siempre guiada por sus instintos y nunca

por su corazón o su razón: –¡Mi hijastra es rica!... Posee más de tres millones, y como

tutora tengo el derecho de disponer de todos los ingresos! El notario se puso más serio: –Es precisamente en nombre de los intereses de la Srta. Le

Corbeiller, vuestra pupila, por lo que en lugar de notificaros por escrito la imposibilidad en la que me encuentro de satisfacer vuestra demanda de dinero, he venido en persona…

–Bien, señor… Escucho… –No os ocultaré, señora, que vuestros exagerados gastos,

desde la lamentada muerte del general… –Pero, yo no he hecho ningún gasto exagerado!... Os lo

repito: he pagado las locuras de mi marido en la Bolsa. –¿En qué agencia? –Para preservar el honor de la memoria del general, eso es

secreto!

192 –Mas hubiese valido, en vuestro interés, haberme avisado

con motivo de la sucesión, – dijo el notario, poco crédulo… – En fin, vuestra situación, señora, me ha abierto los ojos sobre el peligro que podría correr la fortuna de la Srta. Éve y, lamentán-dolo mucho, he debido ponerlo en conocimiento del tutor subro-gado de vuestra pupila.

–¿Y queréis retirarme la tutela? –¡No he dicho eso! –¿Pero lo pensáis? El Sr. Duroux se levantaba: –No debo manifestar mi opinión en esta materia; solamen-

te el consejo de familia es juez… Señora, yo he cumplido con mi deber y estoy encargado, por el Sr. marqués Valentín de Be-augency, de anunciaros su visita… Él tendrá el honor de habla-ros en relación con el futuro de la Srta. Éve.

–Lo recibiré, señor; pero ¿me permitís sorprenderme de que el marqués, un amigo de la casa, haya considerado tener necesidad de un embajador para informarme de su visita?

El oficial ministerial no respondió a esa cuestión. Tras la partida del notario, la Sra. Barba Azul permaneció

pensativa. Desde luego, su amor por César Brantôme había predomi-

nado sobre sus intereses; lo había demostrado sobradamente, ofreciendo oro y queriendo, a toda costa, casar a su rival con el duque de Javerzac, y la ruina o la relativa miseria que acababa de anunciarle el oficial ministerial, lejos de cambiar la situación, apresuraba los acontecimientos.

El matrimonio de Éve con el duque de Javerzac le permi-tiría ejercer su venganza contra la aborrecida hijastra, y al mis-mo tiempo apropiarse de sus rentas.

Melchior estaba arruinado, más que arruinado, repleto de deudas y, como ella, acosado por los usureros. ¿Por qué no im-ponerle como condición absoluta, la compartición de la dote? Nada estaba decidido aún, y la simple amenaza de romper todo, lo obligaría a aceptar. En cuanto al marqués de Beaugency, a

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este incorregible vividor, ¡oh! sabría conquistarlo… Él era bue-no en evitarla, afectar con ella aires irónicos o glaciales, pero no estaba menos prendado de sus encantos… La desabra; la quer-ía!... Una mujer no se equivoca ante los gestos de los enamora-dos, cuando esta mujer tiene la sangre de Antonia! Pues bien, él sería su adorador, el viejo aristócrata millonario, su adorador pagando, implorando el amor, y no obteniéndolo hasta la hora en la que, bajo la violencia de los deseos contenidos, le pidiese de rodillas convertirse en marquesa… Ella tenía tiempo de con-seguirlo durante el plazo del luto.

La generala consideraba más ventajoso ir al encuentro del marqués Valentín que esperarlo, decidió actuar ese mismo día; pero, antes, entró en su habitación y escribió a César.

Todas las mañanas, le enviaba por mediación de Isis, unas cartas ardientes a las que César no respondía y, durante la jorna-da, en un sencillo vestido, ella erraba ante el taller del escultor, feliz de percibir la silueta del amado, a través de los vidrios de las amplias ventanas; lo seguía a lo largo de las calles, lo abor-daba algunas veces, murmurando, gimiendo su amor. Incluso una tarde, se atrevió a presentarse en casa de Brantôme, pero se dio de bruces ante una inexorable consigna.

Y, a pesar de ese amor que habría podido purificarla, sus desbordamientos carnales la llevaban al Papagay Gris y casi todas las noches se celebraban saturnales en su residencia de la avenida de Orleans, con la duquesa Berthe de Chandor, la baro-nesa Cécile des Gravières, y con hombres y mujeres desconoci-dos. Miss Kate Patterson, ser vicioso y místico, cumplía al lado de Antonia su tarea de traductora y acompañaba a menudo a su dama en las excursiones galantes.

Ese día, tras haber escrito la carta cotidiana al adorado y

siempre esquivo César, la Sra. Barba Azul, majestuosa y muy bella bajo sus vestidos de luto, perfumada con frangancias orien-tales, se instalaba en un coche y daba al cochero la dirección del marqués de Beaugency, en la avenida de los Campos Eliseos.

194 Pero, animada con la idea de contemplar a Brantôme,

cambió de planes, enviando a su chocher y tomando un fiabre para dirigirse al bulevar Rochechouart.

El coche llegaba ante el taller del escultor; Antonia, tras

las cortinas bajadas, esperó como siempre hacía a diario, ver aparecer al elegido de su corazón.

No estuvo mucho tiempo esperando: Brantôme salió; la Sra. Le Corbeiller, inquieta, lo vio radiante de alegría.

César caminaba con paso rápido, y escondida en el fondo del coupé, la generala ordenó a su cochero seguirlo.

En la plaza de Anvers, el joven artista subía en un fiacre y la persecución conti9nuó; llegaron hasta el Bois de Bolonia, donde el escultor abandonó el coche y se dirigió hacia una ave-nida desierta.

Pronto se detuvo, con la mirada fija sobre la puerta de au-teuil; que se observaba a lo lo lejos, entre los resquicios de los árboles. Con el corazón oprimido y fuego en la sangre, la Sra. Barba Azul lo observaba por entre las rendijas de una cortinilla. Brantôme pareíca presa de una febril impaciencia; consultaba su reloj, iba y venía, exploraba incluso el horizonte, y la generala se dijo:

–¡Una mujer!... ¡Espera a una mujer! ¡Estupendo!... ¡Ya ha olvidado a esa pequeña imbécil de Éve!... ¡Una mujer!... ¿Por qué la ama más que a mí?

Antonia quiso descender de su puesto de observación y reunirse con César; pero un deseo la alentó a conocer a esa mu-jer, a esa enemiga a la que su ídolo prefereía y que la esperaba con tanto ardor.

Ni siquiera se preguntó que haría la gran enamorada en presencia de su rival, segura de vencer.

Una sonrisa de felicidade se dibujaba en los labios del ar-tista, y Antonia, llevnaod los ojos en la dirección en la que m iraba Cçésar, vio, en el extremo de la avwenida, una larga fila de jóvenes que avanzaba, y reconoció, llena de rabia, que esas

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jóvenes llevaban el uniforme de las pensionistas del convento de Auteuil.

Llegaban de tres en tres, las mayores cerrando la marcha, escoltadas por unas religiosas. La Sra. Le Corbeiller recordó que era jueves, día del paseo semanal. Brantôme esperaba a otra mu-jer, a una desconocida? ¿Era una casualidad que lo había llevado a coincidier con el pasweo de las pensionistas? ¡No! ¡no! ¡Esta-ba allí por Éve!... ¿Así que no renunciaba, como había dicho, a sus intenciones nupciales?... Éve y él se entendían, felices de engañarla!... ¡Ah! ¡qué bien había hecho siguiéndole!...

Con las manos crispadas sobre el borde de la portezuela, Antonia permanecía al acecho.

Brantôme se ocultaba detrás de un árbol. Las alumnas pasaron, pequeñas y medianas, llenaban el

bosque con su cháchar alegre, y la generala distinguió, entre las mahyores, a la Srta. de Chandor, flanqueda por la Srta. de Noirpré y de la Srta. du Harnois. Entonces, al no ver a su pupila con sus amigas, ni en las filas de las demás mayores, la Sra. Barba Azul tuvo un instante la esperanza de que la huérfana se hubiese quedado en Auteuil.

De repente, sus cejas se fruncieron, y un brillo de odio iluminó sus ojos: Éve llegaba, una de las últimas, sonriente y graciosa, con su sombrero negro, su velo y su vestido de luto, que no ocultaba la cinta azul del uniforme.

Cerca del árbol donde se mantenía César, hizo una peque-ña señal de cabeza y, dejando caer un papel minúsculo, lo arrojó sobre el arcén de la avenida, como algo inútil, molesto, de lo que uno se desprende.

El gesto pareció muy natural; y Sor Verónique y las pen-sionistas que caminaban cerca de Éve no le dieron ninguna im-portancia. En el amor, incluso entre las más cándidas, se dan estas estratagemas que desafiarían la sagacidad y astucia de un apache.

Desde que la última fila de muchachas desapareció en un giro del camino, Antonia saltó de su choche y corrío hacia el

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papel; pero, más rápido que ella, Brantôme, emergiendo de su escondite, acababa de recogerlo.

La Sra. Barba Azul y César se encontraron frente a frente, tan amenazadores el uno como el otro.

–¡Vos! ¡Vos! ¡Vos otra vez!– exclamó el escultor. Ella ordenó: –¡Entrégeme esa carta! –¿Qué carta? –La que esa pequeña descarriada acaba de arrojar en vues-

tra dirección. –¡A mí está dirigida, y yo la guardo! –¡La reclamo y tengo el derecho de tenerla! –Y, a mí, no me da la gana de entregárosla… Acabemos

ya, señora… ¡Esta escena es ridícula! Él se iba. Ella lo detuvo por un brazo, e, inclinándose,

colérica: –¿Así que la seguís amando? –¡Nunca he dejado de adorarla! –¡Mentiroso!... Ante mí y ante ella, proclamasteis que hab-

íais renunciado a Éve! –¡Ese día estaba loco! ¡estaba ciego!... ¡ Ahora mi razón

ha regresado como la luz! –¿Y vuestro honor, señor? ¿ese honor del que hablabais

tan alto, ese honor al que pretendíais sacrificar vuestro amor? –Menos que nadie, señora, vos tenéis el derecho de juz-

garme! –¡César!....¡Oh, César! –¡Basta, señora! Toda la rabia de Antonia se fundía en un intolerable dolor:

le parecía que si dejaba partir al amado, no lo volvería a ver jamás, que nunca volvería a escuchar su voz, esa voz que le arrojaba duras e inflexibles palabras, y que, sin embargo, la enamorada hubiese querido escuchar siempre, aunque la ultraja-se y maldijese.

Ella estaba realmente soberbia, la gran Antonia, en esa avenida del Bois de Bolonia, donde el sol de invierno filtrándose

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a través de las ramas, nimbaba sus cabellos con una aureola de púrpura y oro; y con las manos juntas, el torso plegado en una actitud de demonio vencido, gimió:

–¡César, mi César, tened piedad de quien os ama! Generoso y tierno, Brantôme se sintió conmovido por ese

gran dolor que consideraba sincero. ¡Oh! ella debía amar y sufrir mucho la altiva dama, para humillar su orgullo hasta ese punto!

Se acercó a ella, y, con ese tono, a la vez reprobador y afectuoso que se adopta ante los niños y los enfermos, dijo:

–Lo siento, señora, los siento de corazón… ¿Decís que me amáis? Os creo, quiero creeros, pero vos también amáis a esa casta niña que no tiene a nadie más en el mundo que a vos, y es vuestro deber protegerla.

La Sra. Barba Azul se enderezó, transfigurada; ya no llo-raba, ya no suplicaba; se despertaba, amenazante y cruel:

–¡Os prohíbo que me habléis de esa chiquilla! –Y yo os ordeno respetarla – tronó César, exasperado del

comportamiento despreciable con el que esta enemiga se atrevía a hablarle de su ídolo.

Finalmente, él se alejó; ella lo miró desparecer hasta que se perdió en el horizonte, en la agonía del sol; lo miró durante mucho tiempo, completamente lívida, luego estalló en sollozos.

El cochero, que permanecía estacionado más lejos, senta-do en el pescante, no había escuchado nada de las frases inter-cambiadas entre su clienta y el joven hombre; pero con su expe-riencia, adivinó una disputa amorosa.

–Vamos – dijo a la viuda del general, que subía al coche – no os amarguéis, mi damita… ¡Esas historias siempre tienen solución!... ¿Deseáis seguir al burgués?

Ella le arrojó tal mirada que él palideció, balbuciendo: –Caramba, mi damita, si vuestros ojos fueran cañones… –Cállese y lléveme a la avenida de los Campos Elíseos, al

palacete Beaugency, y rápido! ¡Llego tarde! –Palacio Beugency, sí, lo conozco... Y, remontando sobre su asiento, desde donde había des-

cendido para abrir la portezuela, dijo:

198 –¡Oh! ¡esos ojos! En su palacete de los Campos Elíseos, en un amplio vesti-

dor contiguo a su dormitorio, el marqués Valentín de Beaugency salía del baño, un baño de leche que tomaba todos los días, antes de dedicarse a sus ocupaciones mundanas.

Envuelto en un albornoz de franela rojo y sentado ante un espejo de Venecia que reflejaba su rostro de anciano bien con-servado, el aristócrata se sometía a los cuidados de su mayor-domo.

Provisto de un pequeño hierro, el criado ondulaba las lar-gas patillas canosas del marqués, mientras que el asiduo del Moulin-Rouge y otros mercados galantes ojeaba un periódico de deportes.

–Tú no envejeces, – mi bravo Jean – dijo el amo, y yo, yo rejuvenezco! ¿Qué años tienes?

–El señor puede contar… Yo tenía justo un año cuando la Sra. marquesa, su madre, lo parió en el castillo de Beaugency, en Seine-et-Marne.

–¡Diablos! ¡ya llovió!... Pero aun así, me siento reverde-cer!

–¡Esa es también la opinión de las damas, señor marqués! –¡Eres un vil halagador! –Pero, si el señor marqués nunca ha sido tan joven! –¿Ni siquiera cuando tenía veinte años? –Cuando el señor marqués tenía veinte años, siempre esta-

ba enfermo, y ahora se porta como… –¡Como un sátiro!... Dilo, te lo autorizo. –Jamás dejaría de respetar al señor marqués hasta ese pun-

to… –¡No es faltar al respeto compararme con un dios que se

enorgullece de poseer tantas doncellas! –¡Al señor marqués nadie lo supera en amores! –¡Hum! ¡Hum!... ¡No estoy seguro!... ¡Un gran corredor

de juergas, Su Majestad Enrique IV!... Veamos, Jean, tú que

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tienes memoria y que me sirves desde siempre… ¿Cuántas amantes he tenido?.... ¿Las has contado?

–No, señor marqués, pero apostaría que unas quinientas… –¡Casi la mitad de Don Juan!... Exageras, pero es un buen

intento; quieres poner en valor a tu amo!... Y, entre las quinien-tas damas, ¿cuál ha sido la preferida?

Dejando el hierro sobre el mármol del baño, el criado fin-gió no entender la pregunta del aristócrata:

–¡El señor marqués ya está ondulado! ¿Desea ahora que lo vista?

–Sí, pero responde a mi pregunta. –Es que la cuestión es de las más embarazosas… De pie, ante el espejo, el Sr. de Beaugency rectificaba con

un pequeño peine de nácar, lo que él encontraba de defectuoso en la obra, sin embargo admirable, del viejo sirviente.

–Vamos, habla – dijo, divertido con la duda del mayordo-mo. – ¿De las quinientas amantes que tuve cual es la que más te gustó?

–¿Francamente? –Naturalmente. –¿Desde cuándo, señor marqués? –Desde… siempre. –Es que el señor marqués ha empezado tan joven… que

me pierdo… –Bueno… desde hace veinte años. –¡Oh! entonces, la Srta. Catherine! Una joya, una auténti-

ca joya, señor marqués! El aristócrata arrojó el peine que tenía en la mano; ya no

pensaba en mirarse al espejo, y su rostro, hasta ese momento sonriente, se cubrió con las sombras de la tristeza.

Murmuró: –¡Catherine!... ¡Pobre Cathérine! ¡Ah! tuvo razón en no

perdonarme nunca! Me conduje con ella de un modo infame!...

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¿Dónde está ahora?... ¿Qué hace?... ¿Y Claude Mathieu, que ha sido de él, de ese abominable ser?

Jean contemplaba al ama con aspecto afligido; y, serio, el marqués revivía en su pensamiento aquella época lejana de su vida que una palabra imprudente del ayordomo venía a iluminar sus numerosos recuerdos.

Extendido sobre un sillón, Valentín miraba desfilar el pa-sado; se vio, ya maduro, conociendo en una casa amiga a la jo-ven obrera, se enamoró perdidamente de ella.

Catherine Lagneau era una mujer joven y prudente; y, sin embargo, deslumbrado por la elocuencia del aristócrata, sucum-bió y se convirtió en su amante. Al principio supuso para ambos amantes una larga serie de días de felicidad, y esa dicha se re-dobló para Beaugency, cuando la Srta. Lagneau, sonrojada y confusa, le anunció que estaba embarazada.

Pronto, una chiquilla compartía con la madre la adoración de Valentín, muy dispuesto, a pesar de las diferencias sociales, a casarse con su joven amante. Por desgracia, se desató una terri-ble tormenta sobre esa existencia de paz y amor: unas cartas anónimas enviadas al aristócrata, acusaban a la Srta. Lagneau de engañar al marqués con Claude Mathieu, el hercúleo criado.

Furioso, el Sr. de Beaugency interrogó a Claude, y el muy canalla, viendo un buen negocio, mintió cínicamente al amo: declaró que, desde hacía más de un año, él obtenía los favores de Catherine y que la pequeña Georgette, esa niña adorada por Valentín, era hija suya.

Digna y orgullosa, pero profundamente herida por la acu-sación del amante, Catherine Lagenau ni siquiera quiso defen-derse, y con el temor de no tener protector para su Georgette, aceptó, tal era la influencia del marqués sobre ella, convertirse en la esposa de Mathieu, al que el noble entregó diez mil francos el día de su despido.

Algunos meses más tarde, el marqués Valentin supo toda la verdad, por el propio Claude, que no se molestó en divulgarla; buscó en obtener el perdón de Catherine, pero la joven obrera le respondió que el marqués de Beaugency había muerto para ella

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y que su propia hija ya no le pertenecía, habiéndola reconocido Claude Mathieu mediante el matrimonio.

Los años transcurrieron, y se sabe ya en lo que se convirtió el matrimonio de Catherine y el bruto hercúleo bautizado el Te-rror de Montparno.

El marqués jamás recibió las menores noticias de Catheri-ne, y el nombre de «Georgette» y el apellido de «Lagneau» hab-ían debido desvanecerse de la memoria del aristócrata, puesto que, sin vacilación, solicitaba los servicios de Georgette Lagne-au, llamada Flor de Paris, a la baronesa Lischen de Stenberg!

Un toque de campanilla sonó en la verja del palacete, y el

señor, sacado de su ensoñación, dijo al criado: –Jean, mira quién es. El servidor se acercó a una de las altas ventanas. –Es la generala Le Corbeiller! – dijo, viendo a Antonia

atravesar el patio. –Debes engañarte, amigo mío… La Sra. Le Corbeiller

nunca ha puesto el pie en mi residencia, y aunque fuese una asi-dua, no vendría hoy… Le he hecho decir que yo iría mañana a su casa…

Un criado que entró para anunciar que la Sra. Le Corbei-ller esperaba al Sr. marqués en el gran salón, confirmó la noticia del viejo mayordomo.

–¡Menuda sorpresa!– exclamó Valentin. Y despierto, alerta: –Jean, vísteme… ¡No puedo recibir a una dama en albor-

noz! Por lo común, el Sr. de Beaugency no se apresuraba nunca

durante su baño; y era para el amo o más bien para el mayordo-mo, una tarea muy seria; pero, ese día, activaba la ceremonia higiénica, y una media hora después, vestido con un smoking azul, pantalón de paño gris, corbata de satén negra, finamente calzado de charol, fue a reunirse con la visitante en el gran salón del palacete.

202 –Asombrado de verme. ¿No es así, señor marqués? – dijo

Antonia, llena de gracia. –Y más encantado, todavía – respondió, frío y correcto, el

aristócrata, indicando un sofá. Se sentaron, y la Sra. Barba Azul, que sabía cuando un

hombre estaba a la defensiva, puso en valor las más visibles de sus seducciones.

Echada hacia atrás en el respaldo del asiento, con el ex-tremo de uno de sus pies sobrepasando el vestido y oscilando bajo un botín de satén negro, descubrió un poco, con mano vigo-rosa y encantadora, los tesoros de sus preciosas enaguas, los encajes aún enlutados, por desgracia, y a los que sucederían pronto una oleada de sedosas faldas multicolores; mostraba la base de una pierna musculada y bien hecha, y su mirada mostra-ba infinitas dulzuras:

–Confesad, señor de Beaugency, que soy muy valiente al venir sola a casa de un hombre cuya galanterá es tan comprome-tedora.

–Para algunas, tal vez, señora, pero para vos, la viuda de un amigo, la mamá de nuestra querida Éve, los creadores de reputaciones saben perfectamente eque esta galantería siempre será… respetuosa…

Ella se mordió los labios: –Vos sois mi enemigo… ¡ya lo veo! –¿Porque os testimonio mi respeto? Ya, la madrastra, cambiaba de tono y de modales: –¡Señor, pongamos las cartas sobre la mesa!... ¿Queréis

retirarme la tutela de Éve? –¡Jamás he dicho una palabra de eso! –Sin embargo, el Sr. Charles Duroux, vuestro notario y el

mío, no se ha reprimido en dejármelo entender! –Yo solamente había pedido al notario que os anunciase

mi visita… –Sí… para tratar el futuro… de nuestra pupila. –Precisamente! Tal era y tal es aún mi intención. Antonia mostró una amarga sonrisa:

203 –¿Tenéis miedo de verme devorar la fortuna de esta queri-

da niña? –Alejemos ese pensamiento; pero se presenta para Éve un

matrimonio que, desde mi puento de vista, le asegura todas las condiciones de una real y perdurable dicha.

–En efecto, el duque de Melchior de Javerzac es un parti-do inesperado para Éve, y me alegra saber que vos aprobáis la elección que he hecho de ese noble.

–¿Javerzac?... ¿El duque Melchior de Javerzac? – gruñó Valentín– ¿En qué estáis pensando, señora?... Un jugador arrui-nado, un asiduo cliente de putas, un enfermo al que tal vez no le quede un año de vida? ¡Oh! no, no es de quién hablo!

–¡Ah!... ¿y de quién habláis entonces? –De un hombre de honor, y que, además, es amado por

aquella a la que la lamentable muerte de su padre ha dejado a nuestra custodia!

–¿Se llama? –César Brantôme. La Sra. Barba Azul se esperaba esta respuesta, y, aun así,

se sintió golpeada en pleno corazón, y dijo, desdeñosa: –El Sr. César Brantôme, un artista… un escultor… ¡un

bohemios de Montmartre!... ¿Fuistéis vos, marqués de Beaugen-cy, quién proyectó tal matrimonio?... ¡Dejamede creer que os divertís!

-–¡El talento ennoblece, señora! ¿No recogió antaño un emperador el pincel que un gran pintor había dejado caer?

–Ese joven no es Ticiano, señor, y, ni vos ni yo, somos Carlos V!

–¡Eh! Por el amor de Dios, señora, si el Sr. Brantôme no lleva partícula, es porque no quiere! ¡Es señor de Bourdeille, como yo lo soy de Beaugency! Y, puesto que sin ser noble vos misma, no más que la Srta. Le Corbeiller, trendréis un blasón gracias a Éve; ella será la Sra. Brantôme de Bourdei-lle!....Además, ¡qué importa! Esos dos jóvenes se adoran, y nuestro deber es procurar su dicha!... En cuanto a mí, os lo de-claro, ¡me emplearé a fondo en esa empresa y contra todos!

204 –¿Incluso contra mí? – dijo la embrujadora, con voz tan

dulce, tan absorbente, que el marqués quedó conmovido. Él balbuceó, volviendo la cabeza, para no quemarse en el

fuego de lujuria: –Sí… señora… incluso contra vos… Pero la gran pelirroja leía como en un libro en el espíritu y

la carne del aristócrata; consideró que ese no era el medio de lograr su conquista amorosa, y simuló que capitulaba.

Entonces, con las manos tendidas hacia el tutor subrogado de Éve, ella anunció, zalamera:

–No tengáis esa pena, amigo mío… Me rindo, pues no me siento con valor de entrar en lucha contra vos… Puesto que lo deseáis, no pondré ningún obstáculo a la unión de Éve y del Sr. Brantôme… de Bourdeille!

–¿Y me autorizáis a llevar esta buena noticia a nuestra pu-pila, al convento de las Damas de la Visitación, en Auteuil?

La Sra. Barba Azul pareció reflexionar y enunció, hipócri-ta:

–Sí… pero solamente dentro de unos días… Antes debo encontrar un pretexto de ruptura con el duque de Javerzac, y, en estas circunstancias tan delicadas, necesitaré realizar grandes gestiones, aun cuando no sea más que para no ofender a la tía del joven duque, mi amiga la duquesa de Chandor…

–¡Gracias!... ¡oh! ¡gracias, querida, señora! – dijo con efu-sividad, el viejo aristócrata, estrechando la mano que Antonia le tendía.

Quiso desprenderse casi de inmediato, pero la gran peli-rroja no le dejaba, y ella se mostraba acaramelada, en apariencia singularmente emocionada:

–Es por vos, amigo, solo por vos, por lo que hago esto… con la esperanza de que me detestéis un poco menos en el futu-ro.

–No os detesto, señora, – murmuró Valentin. –Entonces, os soy indiferente… y eso es peor! – suspiró

tiernamente la viuda del general. –No… no… os aseguro…

205 –¿Y por qué me rehuís?... ¿Por qué nunca venís a verme al

palacete? Valentín perdía la cabeza; la Sra. Le Corbeiller le subyu-

gaba, lo irradiaba, lo envolvía de ardientes efluvios, le calentaba con su calor animal.

El balbuceó: –Pero… yo debía… ir mañana allí. –Por negocios, sí… pero las historias de tutela no durarán

siempre… Finalmente, él iba a desbordar, estallar; ella le detuvo las

palabras sobre los labios: –¡No!... ¡No!... No respondáis aún… ¡Dejadme creer! ¡De-

jadme esperar! Y soltándose, con una mano en su corazón: –Mañana, en el palacete, ¿de acuerdo? ¿vendréis? –Sí, señora. Una vez solo, el marqués se levantó, furioso contra sí

mismo: –¡Maldita sea! ¡Estoy pillado!... Luchaba y acabo de trai-

cionarme!... ¡Qué pedazo de mujer!... Me acecha, y tal vez acabe por tenerme!

La Sra. Barba Azul no lo dudaba, segura de su absoluto poder.

La baronesa Lischen de Stenberg, por un lado, y Ovide

Trimardon, por otro, siempre practicaban la Trata de Blancas: ella hacía negocios con las grandes ciudades de Europa e incluso de América, y él continuaba aprovisionando en París las casas de placer.

207

VI Ovide Trimardon, el agente de mujeres, no había aún dado

todo de sí, y acababa de sustraer una idea científica a un médico alemán, el doctor Wilhem Hoch.

Aparte de la extensión deseada de su comercio: la trata de Blancas, él soñaba con lanzar «la invención» de otro, que, pare él, constituía todo un programa libertino bajo el pretexto de la higiene.

Se titulaba:

LACTANCIA NATURAL Trimardon iba a dirigirse a los fatigados, anémicos, neu-

rasténicos, a todas las víctimas del agotamiento; y, en una nota rápida, establecía las bases de los llamados futuros y grandiosos:

¡IN NATURA VERITAS!

«Nuestras enfermedades y decrepitudes proceden de lo

que bebemos en la leche de los animales, vaca o cabra. «¿Por qué no regresar a la sana naturaleza? « Hemos sido alimentados con leche de mujer, y es gracias

a ese alimento a lo que tenemos, tanto adultos como viejos, que pedir la mejora de nuestra sangre, de la «carne líquida» según los antiguos!»

208 Por ahora se mantenía allí, pero la cuestión Hoch había

que desarrollarla, y veía un lujoso establecimiento, con jóvenes y hermosas nodrizas ofreciendo el seno a un montón de peque-ños enfermizos y viejos marranos.

Esperando las grandes empresas, Ovide seguía con su pe-queño negocio de Trata; y, todos los 15 y finales de mes, regular como un botones de banco, se dirigía al domicilio de sus traba-jadoras que se olvidaban de enviar, a la calle de Londres, su participación en los beneficios.

Zozó Patas al aire, a pesar de su libertad, nunca dejaba de

entregar a ese buen Ovide uno o dos luises por las veladas en las que engañaba a Javerzac; no había ahí ni el menor fraude.

Unas prostitutas, obreras, dependientas de almacén, bur-guesas, bailarinas, artistas dramáticas o líricas debían sus situa-ciones galantes a ese caballero y le pagaban mensualmente; al-gunas, aunque eran escasas, habían preferido tenerlo a sueldo y beneficiarse de un descuento.

Y el caballero de Trimard iba por todas partes, desde las bambalinas de los grandes teatros y los humildes conciertos has-ta los palacetes y talleres, desde el cuartucho del tugurio, y des-de las grandes casas, hasta la baja tolerancia del Papagayo Gris, donde la rubita Massonneau le miraba venir, entristecida y teme-rosa.

A veces, la baronesa Lischen de Stenberg y Ovide Trimar-

don se encontraban en París, en el mismo campo de maniobras: el hombre tenía más audacia y astucia, y los dos genios del mal, sin atreverse todavía a decírselo, alimentaban ambos la idea de una asociación para la Trata de Blancas.

Era sobre todo entre las jóvenes obreras, honorables y po-bres, donde a los dos canallas les gustaba operar: ella se presen-taba como patrocinadora, y él, como colocador o director de un almacén o un taller, y ambos explotaban la miseria.

209 ¿Cuál es la causa de que tantas jóvenes inteligente y vale-

rosas, obedezcan a los Ovide y a las Lischen y caigan en la pros-titución?

Antes de abordar estos dramas sin cesar renovados y tan

dolorosos, buscaremos con Jules Simon, Charles Benoist, el conde d’Haussonville, Madame de Barrau, La Srta. Pickart, Paul Leroy-Beaulieu y otros filósofos y economistas, cuales son los sueldos de las mujeres en la industria parisina.

Para el conde de Haussonville, «la Vida y los Sueldos en París», hay buenos empleos, por ejemplo el de florista. Se pue-den ganar 5 o 6 francos diarios, pero no se debe olvidar la esta-ción muerta: ocho meses de doce. La misma angustia la pade-cen las bordadoras y las plumistas. En un pantalón y un chale-co, una mecánica, es decir una obrera trabajando con una máquina, puede ganar 4,50 francos diarios; la existencia tam-bién puede ser factible para las montadoras de sombrillas y paraguas (alrededor de 4 francos). El salario medio de una mo-dista es de 3 a 4 francos, y, para la costurera, varía de 5 francos a 2,50, según su habilidad, y según que esté empleada en la con-fección, en los vestidos, en las piezas, o que trabaje la jornada en casa de particulares. Entre las bordadoras, tintoreras, con un desempleo de ocho meses, e igual recompensa entre las bru-ñidoras, pulidoras de joyas y reparadoras; bajan a un sueldo de 2,75 francos las jaboneras, corseteras, acomodadoras de enca-jes y obreras empleadas en las manufacturas de tabacos; se desciende todavía más con las ilustradoras de mapas geográfi-cos, cosedoras de botines, lavanderas, bordadores y cosedoras de guantes, empleadas de cordonería y guantería (2 francos).

Según el último censo de la población indigente, hay 41.792 mujeres inscritas en las listas de la beneficencia, y entre ese número figuran 4887 mujeres jornaleras, 2470 mujeres del hogar, 1318 costureras y 1041 lavanderas.

La Sra. de Barrau, en su estudio: el «Trabajo femenino en París», no vacila en declarar que, de un extremo a otro del te-rritorio, las congregaciones religiosas han urdido una amplia

210

conspiración para envilecer los sueldos de los oficios ejercidos por las mujeres y hacerlos caer bajo su dependencia; como re-medio, aconseja a las mujeres fundar asociaciones cooperati-vas.

Sí, las congregaciones venden sus ropas a muy bajo pre-cio y devalúan los salarios, pero la Sra. de Barrau debería aña-dir que ocurre lo mismo en las prisiones con otras industrias. (Ver L’Abandonné. Petite-Roquette).

Bajamos siempre, y la miseria es más grande entre las trabajadoras del textil que, trabjando toda la jornada y una parte de la noche, albornoces, camisolas y otros complementos de ropa, llegan a un salario cotidiano de 1,25 francos, pero hay que deducir dos meses de estación muerta y ajustar la cifra, para todo el año, en 0,80 francos o 0,90.

¡Más bajo, aún! La cosedora de sacos… Escuchen bien: dieciséis horas de trabajo y una media de 0,60 francos.

Y he aquí lo que explica y justifica las palabra de una pícara a Trimardon: «Señor, hago la calle… porque no tengo suficiente para vivir!»

En nuestras anteriores obras, ya hemos analizado las cau-sas esenciales de la prostitución y los remedios de salubridad; no insistiremos en ello, reservándonos glorificar pronto una gran obra: l’Amie de la Jeune Fille, que lucha contre el torrente de podredumbre.

Con mucha frecuencia, cuando sus negocios la llamaban a

los barrios elegantes, la Sra. Lischen de Stenberg iba a almorzar a casa de uno de sus mejores clientes, el Sr. Mathias Bugilat, miembro hipócrita de la sociedad la Amiga de la Jovencita, ca-misero para damas, en la calle Rivoli, pero que vivía en el bule-var de los Batignolles, en el quinto piso de una casa de la que él era propietario.

Esa mañana, la baronesa no se encontraba sola en la mesa del rico solterón. Bugilat también tenía por invitados a dos de sus amigos comunes: el Sr. Taxile Lapeau d’Etouars, un hom-brecillo de unos cincuenta años, barbudo, con un monóculo de

211

oro, inspector general de la Sécurité, compañía de seguros con-tra incendios, y el Sr. Emilien Rovagne, un grueso vivaracho, más o menos de la misma edad que Taxile, el rostro barbilampi-ño, los cabellos pelirrojos, con un frac oscuro y condecorado con la roseta verde que debía a su elevado empleo de jefe de división en el ministerio de agricultura.

Degustando los licores variados y fumando unos cigarri-llos, el asegurador, el burócrata y la matrona permanecían solos en la mesa, mientras el dueño de la casa, muy verde aún en el umbral de los sesenta, muy alto, muy pesado, en chaqueta marrón, la nariz fuerte, con una cabellera grisácea cortada en brocha y rubios bigotes a lo Vercingetorix, contemplaba de pie ante una ventana abierta, y con ayuda de unos prismáticos de carreras, la ventana, en el cuarto piso, de una casa situada al otro lado del bulevar.

Los rayos del sol golpeaban de lleno en la otra casa, y, a pesar de las cortinas blancas, el ojo del «voyeur» penetraba en la habitación, como si hubiese estado iluminada por una lámpara.

De repente, Mathias declaró: –¡Ella va a cambiar la camisa!.... ¡Las otras le ayudan a

quitarse el vestido!... ¡Palabra de honor, no dejaré este sitio por cinco luíses!

–¡Vamos, venid aquí, gran sensual! – exclamó Lischen… Continuaréis vuestras observaciones astronómicas y libertinas, cuando nos hayamos ido!

–¿Pero resulta novedoso para ti, que eres camisero de da-mas, una mujer que cambia de camisa? – intervino Lapeau d’Etouars.

Pero el otro, seriamente, respondió: –Sí… las clientas… Uno se acostumbra pronto… El oficio

destruye el amor e incluso el deseo… Aquí, no tengo medidas que tomar, y me embriago… Así pues, Taxile, alegra al pico tanto como quieras con mis licores, y déjame alegrarme la vista.

Y, después de un nuevo examen: –¡No!... no cambia de camisa… ¡Tanto peor!... ¡Prueba un

vestido!... ¡Dios! ¡qué bella es esa muchacha!

212 –¡Déjame ver!–exclamó el inspector general de seguros. –Y a mí también, – continuó el oficial del Mérito agrícola. Bugilat entregaba sus prismáticos a Lischen: –Vos primero, querida baronesa… Vos que bien conoc-

éis… Mirad y dadme vuestra opinión sobre esa joven, maravi-llosa, incomparable criatura.

La Sra. de Stenber se unió al camisero para damas en la ventana; y detrás de ellos, Taxile y Emilien se alzaban o se baja-ban, con la mirada escrutadora, o tratando de gozar, tanto como la distancia se lo permitía, del sugestivo espectáculo.

Con los prismáticos dirigidos al marco de la ventana de enfrente, la matrona guardaba silencio, y, de vez en cuando, es-bozaba un pequeño gesto aprobador.

En una habitación muy limpia, pero humildemente amue-blada, Lischen veía a dos radiantes jovencitas; una parecía tener trece años, la otra dieciséis; y ambas probaban un vestido a otra joven un poco mayor, rubia y radiante como ellas.

Inclinadas hacia la hermana mayor – pues ante su parecido la Sra. de Stenberg juzgó que esas frescas y bonitas personas debían ser hermanas – las dos pequeñas pasaban alfileres a la mayor cuyo rostro rosa se expandía en el estallido virginal de los diecisiete años.

Finalmente, la matrona ofreció los gemelos a uno de los invitados y dijo bruscamente al camisero para dama:

–Mi querido Bugilat, ¿No tenéis bastante con vuestras obreras y vuestras clientas, que aún queréis divertiros con vues-tra bonita vecina? Os apruebo…. ¡Es adorable!

–¡Lástima!–suspiró Mathias, – ¡querer y poder no es la misma cosa, baronesa!

–Conmigo, querer es poder, ¡vos lo sabéis! –¡Una virtud tremenda! –¡Venga ya! ¿Qué es eso de que existen virtudes tremen-

das?... Vos la deseáis, ¿no es así? –¡Ya lo creo que la deseo! –Querido amigo, la tendréis, ¡palabra de baronesa! –Realmente, señora, ¡nunca dudáis de nada!

213 Ella se echó a reír con su risa pérfida, obscena, untuosa: –Porque conozco a fondo la arcilla humana, y, también,

porque tengo una manera propia de echar por tierra la virtud… ¡incluso la más robusta! ¡Estad tranquilo!... Sed feliz, mi exce-lente amigo. ¡La tendréis!

–¿Y para mí la segunda hermana? – dijo el inspector gene-ral de seguros…– ¡Es divina!

–Para vos la segunda, mi querido Lapeau d’Étouars! –¿Y a mí la tercera? – exclamó el jefe de división… – ¡A

los tres amigos, las tres hermanas! –¡Sí, caballeros! Saliendo de casa de Mathias, la proxeneta atravesó el bu-

levar des Batignolles y, todo recto, llegó a casa de sus víctimas: –Buenos días, señora – dijo a la portera, una criada vieja,

sentada en su puerta. –¿Tenéis un apartamento libre? –No, señora – respondió la guardiana, amable y de pie,– a

menos que, dentro de poco, los inquilinos del cuarto… Pero se detuvo, temiendo decir demasiado. Con sus anteojos, la visitante exploraba la entrada: –Es una lástima, pues las escaleras que veo aquí parecen

magníficamente mantenidas! La portera tuvo un gesto de orgullo: –¿Verdad que relucen? Es que no hay nadie en el barrio

para mantener un inmueble como mamá Gabrielle Delzon! La Sra. de Stenberg ofreció cinco francos a la vieja: –Tome… Volveré uno de estos días, si vuestro apartamen-

to del cuarto está libre… ¿Quién lo ocupa? Agradeciendo la dádiva, la portera soltó su lengua: –Una familia decente… pero no rica, desde el accidente

ocurrido al padre… –¡Ah! ¿tuvo un accidente el padre? – preguntó Lischen. –Cuando digo un accidente, me refiero a una enfermedad:

el pobre Sr. Alexandre Parigot ha caído en una parálisis, y, des-de hace tres meses, no puede mover ni pies ni manos!... Es muy

214

duro!... Con los buenos jornales que ganaba vivían felices en la casa, pero hoy…

–¿El Sr. Parigot era un obrero? –Un obrero, sí, señora… Se dice incluso que esos obreros

son artistas… Se llama grabador en piedras finas. –En efecto, un buen oficio artístico! –Unas personas muy buenas, los Parigot, y sus tres «seño-

ritas», ¡unos amores!... Sencillas, amables, prudentes, aplicadas, trabajadoras! ¡Ah! señora, auténticos ángeles, la Srta. Raymon-de, la Srta. Simonne y la Srta. Liette!

–¿Son obreras? –Sí, incluso la pequeña mocosa que no tiene más que trece

años… La madre y las hijas trabajan toda la jornada para un almacén de confecciones: la Blusa Gris, en la calle Saint-Denis… Bella tarea, realmente!... Ella les entrega a cada una ochenta céntimos al día!... Así no pasan hambre… Aún así…

–¿Y ni un solo enamorado? – dijo Lischen, risueña. La portera se sobresaltó: –¿Enamorados? ¿Las queridas hijitas?... Son demasiado

pobres para casarse, y tienen demasiado honor para pensar en cosas mezquinas y malos comportamientos! Fíjese, el otro día, un criado en librea vino a traer un ramo de flores a la mayor, la Srta. Raymonde… El sirviente fue bien recibido, respondo de ello… En cuanto al ramo… ¡voló por la ventana!

Nuestra Lischen había sabido lo que deseaba y, a lo largo

de las calles, en la ciudad del placer, que también es la del traba-jo, la muy vil se pavoneaba como un conquistadora y murmura-ba:

–¡Un padre inválido!... ¡Una madre continuamente ocupa-da!... ¡Una existencia miserable!... ¡Las tres pequeñas serán mías, y el asedio no será largo! ¡Mañana, al ataque!...

Ahora bien, al día siguiente, las hermanas Parigot trabaja-

ban y, en torno a ellas, en una habitación que servía a la vez de comedor y taller para las jóvenes obreras, unas faldas, camiso-

215

las, pantalones, camisas se amontonaban, unas terminadas, otras talladas y preparadas para la costura.

Las tres jovencitas permanecían silenciosas, absortas en su tarea, y, en ese medio apacible y sano, no se oía más que el ronrón y el tictac de la máquina de coser maniobrada con pie ágil por la mayor, Raymonde.

De pronto, la mecánica levantó la cabeza, impacientada: –Liette, querida, baja las cortinas. –¡Ah! sí, el señor de enfrente, ¿con sus prismáticos?... Si

que nos fastidia ese señor – dijo, encantadora la más joven de las Parigot.

–¡Tu enamorado, Raymonde! – observó maliciosamente Simone.

Pero, ante una mueca de su hermana, añadió: –Ya sabes que bromeo… ¿Es que ese idiota ha comenzado

a seguirte por la calle? –¡Ha sido tan bien acogido!... Y su ramo… ¿Vistéis como

lo tiré por la ventana? Y, suspirando: –¡Fue una lástima! Las pobres flores no me habían ultraja-

do, y era tan bonito! ¡Me gustan tanto las flores! Liette acababa de bajar las cortinas de la ventana y regre-

saba a su trabajo: –Le he hecho un palmo de narices al señor… Eso le ense-

ñará a no ser tan curioso e insoportable!... A causa de ese paja-rraco, debemos privarnos de la luz del día!

Se produjo un nuevo silencio; luego, Simonie, preguntó: –Raymonde, ¿has solicitado un adelanto en el almacén, al

llevar esta mañana nuestro trabajo? –Sí, y el Sr. Orfidet, el gerente, ¡me lo negó tajante! –¿Cómo vamos a pagar entonces el alquiler? Raymonde exhaló un suspiro de angustia que se confundió

con el zumbido de su máquina, y Liette articuló, jovial: –¡Bah! ¡El propietario esperará! ¡La eterna historia!... Él

sabe bien que con unas trabajadoras como nosotras, tarde o tem-prano cobrará!... ¿Cuánto nos falta?

216 –¡Todo! –¡Todo! ¡Eso es mucho!... ¿No podríamos pedirle algo a

Alexis? –¡Nuestro hermano siempre pide y nunca da! – dijo tris-

temente la mayor de las jovencitas… Y además, tu sabes bien que padre no quiere volver a verlo, que le ha prohibido aparecer en casa.

–Padre es tan bueno que lo perdonará. Alexis, más pruden-te, trabajará en su oficio… un buen oficio… pintor de carteles!

–Mientras tanto – afirmó Simone – pasa su vida en el café y en las carreras, y se le encuentra con personas indignas de él!

–¡Cállate!... ¡Padre! – anuncio Liette, viendo abrirse la puerta que comunicaba con la habitación contigua.

Alexandre Parigot llegaba, empujado en una silla de rue-das por Eugènie, su esposa, una esbelta rubia, todavía bonita y deseable, a pesar del rostro un poco fatigado, de las arrugas pre-coces y algunos hilos de plata sobre los cabellos, hacia las sie-nes.

Soportó, valiente, cuatro maternidades, lo que ponía de manifiesto todo su coraje y honor.

Solo la cabeza vivía en Parigot, expresiva y noble, ilumi-nada por unos grandes ojos marrones doloroso. Tenía una larga barba rubia y sedosa que caía sobre el chal de cuadros grises y amarillos con el que su cuerpo inerte estaba tapado.

Inmóvil sobre el asiento rodante, envolvió a sus hijas con una larga mirada de amor, y murmuró, con voz muy dulce y una sonrisa sobre sus pálidos labios:

–¡Hola, Raymonde! ¡Hola, Simone! ¡Hola, Liette!... ¡Y a ti, madre, gracias!

Las tres rubitas acudieron a besar a Alexandre; Simone le decía:

–¿Te encuentras mal esta mañana, padre? El respondió, en su afligida actitud: –¡Si sufro es porque vivo!.... ¡Me gustaría poder sufrir! E intentando ser más alegre, para no entristecer a las pe-

queñas:

217 –¡Bah! La enfermedad seguro que es pasajera… ¡Volveré

a ser firme y vigoroso como antaño!... ¡Tengo una gran esperan-za!... ¡Todavía no tengo cuarenta y cinco años!... Y además, ¿sabéis?... Esta mañana me parece haber movido un poco el bra-zo.

–¡Pero eso es una buena señal! – exclamó Liette, radiante. –¡Muy buena señal! – declararon las otras dos hermanas. –¡Sí, muy buena señal! – repitió Alexandre, persistiendo

en la honorable mentira. Y a su esposa: –Vamos, Eugènie, ¡ve a tu trabajo!... No me aburriré…

Nunca me aburro, cuando charlo con nuestras pequeñas… La Sra. Parigot salió; se ocupaba de los cuidados de una

casa. Las jóvenes retomaron la obra, teniendo en medio de ella a

su padre paralítico, el artista grabador, el artistas antaño tan aler-ta y alegre!

Algunos minutos más tarde, Eugènie regresó: –Alexandre, hay ahí una dama que desea hablarte. –¿Una dama? –¡Oh! ¡una dama como Dios manda!... ¿Te sientes bastan-

te fuerte para recibirla? –Sí… ¡Hazla entrar!... En el umbral de la habitación apareció la baronesa de

Stengerg, seria, vestida de seda negra, y muy respetable con sus cintas blancas y su sonrisa episcopal.

–¡Entrad, señora¡– dijo el paralítico. Y a la más joven de sus hijas: –Liette, adelante una silla… La proveedora estaba segura de que en esa casa burguesa

se ignoraba todo de ella y de sus colegas, pero temía venir las cosas, y sin meterse en demasiados gastos de invención, adoptó el título de condesa y el anagrama de su vocablo:

–Señor, – dijo a Parigot – soy la condesa de Grensbelt…

218 Intimidadas, las pequeñas obreras seguían con su tarea,

arrojando por debajo miradas curiosas sobre la noble visitante que, sentada, continuó:

–He oído hablar mucho de vos, señor Parigot, como uno de los más hábiles grabadores en piedras finas…

–Tal vez lo fuese, señora, –gimió el padre de Raymonde, pero ya no lo soy, por desgracia!

–¿No lo sois?…¿Por qué? –Miradme bien, señora de Gresnsbel –En efecto, parecéis enfermo. –No estoy enfermo… ¡estoy muerto! –¿Muerto? –¡Entiendo que solo mi pensamiento subsiste y que mis

miembros ya no obedecen a mi pensamiento! –¡Pero eso es horrible! – atestiguó la marquesa, fingiendo

una gran turbación. ¡Ah señor, cómo os compadezco!... ¡Vuestro mal seguramente tenga remedio!... Yo, yo conozco los más grandes médicos de París…y si vos queréis…

–Durante dos meses he sido visto por los más célebres doctores en el hospital!.... Gracias, señora condesa, por vuestra caritativa intención… ¡Es inútil!

–Y… tal vez…– continuó Lischen, vacilante, llena de dul-ce reserva,– habiendo perdido vuestro empleo… no seáis feliz, por falta de dinero…

–Mis hijas, vos las veis, trabajan; mi esposa también traba-ja…. ¡Vivimos. pero, lo que es duro para mí, es estar a cargo de mis amadas!

–¡Ah! ¿esas señoritas son vuestras hijas? –Sí, señora, buenas y queridas hijas, a las que bendigo to-

dos los días! –¡Son encantadoras! ¡Completamente encantadoras, en

verdad! Y acercándose a Raymond, que maniobraba la máquina de

coser: –¿Vos manejáis la lencería, mi querida niña? –Sí, señora.

219 –¿Un poco tosca por lo que veo? –¡Oh! ¡muy tosca! –¿Trabajáis por vuestra cuenta? –No, señora… Para un almacén de confección: La Blusa

Gris, en la calle Saint-Denis. –Ya lo veo… ¿Y cuanto ganáis? –Sin perder mi tiempo, noventa céntimos al día, y mis dos

hermanas, Simonie y Liette, ochenta. –Lo que hace entre las tres, dos francos cincuenta. –Mi madre nos ayuda… Pero, comprended que está obli-

gada a ocuparse de la casa, y entonces… –Señorita, ¡eso es una explotación indigna!.... ¿Por qué no

habéis buscado trabajo en otra parte? –Es el salario en el ámbito textil… La Sra. de Stenberg, llamada Grensbelt, vio las miradas de

la mayor fijarse sobre las pequeñas, luego, y dolorosamente, sobre el paralítico, y emitió en voz baja:

–Ya entiendo… Vuestras hermanas aún son muy jóve-nes… vuestro padre, al que no podeís abandonar…

Raymonde hizo un gesto de aprobación. –¡Pobres pequeñas! ¡Pobres ángeles del buen Dios! – osó

a decir la matrona. Y, dirigiéndose al padre y a la madre, con un verdadero

impulso del corazón: –Señor Parigot, y vos, señora, ¿queréis permitirme intere-

sarme por vuestrass queridas criaturas?... Soy una vieja mujer, sin parientes, y mi única alegría es hacer el bien a mi alrede-dor…. Tengo amigas muy ricas que, a mi recomendación, es-tarán muy complacidas de dar trabajo a estas adorables y valien-tes pequeñas… Y no son oxhenta ni novente céntimos al día lo que ganarán trabajando en la costura, sinó dos francos cada una, ¡tres francos, tal vez!

–¡Vos sois nuestra providencia! – exclamó la Sra. Parigot, besando respetuosamente la mano de la baronesa. – ¡Gracias!... ¡gracias!

El paralítico, silenciosamente, lloraba.

220 –¡Vamos! ¡vamos! Enjugad vuestras lágrimas, amigo mío,

–continuó, muy amable la ladina. – Es el buen Dios quién me ha enviado para aliviaros las penas!... Bendigo al vendedor que me ha indicado vuestra dirección para el grabado de una joya y que me da la ocasión de ser útil a estas chiquillas!

Luego, seria, volviéndose hacia la madre: –¡Ah! cuídelas bien, señora, cuídad bien a vuestros ánge-

les! En estos abominables tiempos de perversión, en estos tiem-pos monstruosos, es necesario ejercer una activa vigilancia!.... ¿Señorita Raymonde?

–¿Señora condesa? –¿Podéis venir a mi casa, pasado mañana, en la calle La-

fayette, a las dos? –Desde luego, señora. –Iremos a ver a una de mis amigas que os dará trabajo pa-

ra vos y vuestras hermanas…. Pero, antes, pasaré a recogeros aquí…. Precisamente tengo asuntos en el barrio… Eso no me molestará…

Y, habiendo besado maternalmente a las tres vírgenes, la baronesa de Stenberg, llamada condesa de Grensbelt, se retiró, en un clamor de bendiciones.

Por la noche, la baronesa se entrevistaba con Mathias Bu-gilat, el camisero de damas:

–¡Eso ya marcha!... ¿Cuánto estáis dispuesto a dar? –Llegaría a los veinticinco luises. –¿No queréis poner más? –¡No! –Pues bien, amigo mío, entonces no hay negocio… Tenía en su mano un cliente más generoso, el duque de

Chandor. Miss Kate Patterson, que ya no se entendía con Barba

Azul, había regresado a la casa de la Stenberg; pero la gran proxeneta esperaba utilizarla también en la Trata de Blancas.

221 Era sabido que Kate era una hija de Albión, y allí había

trabajo galante en Londres, y en el Reino Unido y en todos los países de habla inglesa.

La Sra. Barba Azul deseaba siempre y furiosamente a

César Brantôme; y, a pesar de él, a pesar de su adoración por Éve, el joven escultor soñaba con la generala.

223

VII Sentado ante su bureau, en la única ahbitación que ocupa-

ba en el Hotel del Mide, de la calle Laffitte, el duque Melchior de Javerzac, vestido con un pantalón y una chaqueta de franela blanca, escribía, con un lápiz en la mano, la cifra de sus deudas.

Bruscamente, con un pequeño golpe seco, cerró la agenda de bolsillo en la que acababa de terminar las largas sumas, y declaró, alegre:

–Quién de tres millones paga cuatrocientos mil francos, le quedan dos millones seiscientos mil…. Bonito consuelo para un hombre arruinado, sin blanca, fracasado y proclive, la pasada noche, en ausencia de un centavo, a hacerse saltar el cerebro!

–Déjame en paz con tus millones! – clamó una voz de mu-jer que salía de las profundidades de la cama… Si tienen tantos millones, deberías comprarme un par de botines!

–¿No duermes? –respondió el joven contrariado. –¿Con esa letanía, crees que es posible descansar? Hace

más de media hora que haces un ruido del diablo!... ¡Hablas tan alto como un sonámbulo!

Se descorrieron las cortinas, y apareció la cabeza pelirroja, despeinada de la Srta. Zoé Turot, llamada Zozó Patas al aire.

–Ya ves, Zozó, me parece que sueño! – suspiró Melchior. Ella se echó a reír:

224 –¡Ah! sí, ya sé… tu rico matrimonio con la hija de un ge-

neral?.... Todavía no ha sido bendecido tu matrimonio… ¡Ella ha aceptado ser tu novia?.... ¡Pásame mi falda y mis zapatillas!

Zozó, encogida sobre la cama, se ponía sus medias de seda negra; puso la enagua naranja y sedosa que su amante le presen-taba; y, con los pies en unas babuchas de terciopelo, la camisa abierta, sus bonitos senos al desnudo, procedió ante el mueble del cuarto de baño, a sus abluciones matinales.

Rabioso, Melchior preguntó: –¿Qué te hace suponer que no me aceptado la Srta. Le

Corbeiller? –Porque no hay más que una sola mujer en el mundo que

te aguante, querido, y esa soy yo, la Zozó Patas al aire! –¡Oh! yo sé muy bien por qué me aguantas –Porque eres un cliente muy chic…. ¡Eso es todo! ¡No por

otra cosa!... ¡Y te adoro! –¡Tarará, tarará! – se burló Melchior, incrédulo. –Vamos…se justo mi bebé!... ¿Acaso no he desaprove-

chado ocasiones enormes para estar contigo? –Al contrario, me parece que no se te escapa ni una… In-

cluso últimamente, has permanecido ocho días y ocho noches sin mostrar el extremo de tu moño.

–¿He vuelto, verdad? –Desde luego, puesto que estás aquí. –Pues bien, ¿entonces qué me reprochas? –¿Yo?... Nada… solamente no te las des de inmolar tu vir-

tud! –¿Mi virtud? ¡Oh!... Vamos, ¿pagas tú los botines? ¡Trein-

ta y seis francos, eso no es negocio! –Tómalos en el cajón… La Srta. Patas al aire se apresuró, se puso una bata y corrió

hacia un secreter que abrió. –¡Oh, Melchior! –exclamó – ¿has tomado un adelanto so-

bre la dote de tu futura?... Un billete y luises… ¡luises! Al me-nos hay veinticinco.

–Tuve suerte ayer en el círculo.

225 –Entonces, dos luises para mis botines, ¿vale? –Sí. –¿Y tres luises, para saldar la cuenta de mi sombrerero? –¡Va! –Dado que eres tan amable y mientas esté aquí, nada im-

piede que tome cuarenta miserables francos destinados a mi ma-nicura.

–Un sucio proxeneta, la manicura! –¡Oh! amigo mio, ¡qué error! –Vamos, coge los cuarenta francos de la manicura!... No

quiero negarte nada; nado en la abundancia!... Mañana, lunes, tengo un cita con la Sra. generala Le Corbeiller para firmar las claúslas del contrato, en casa de su notario!

–Dime pues, Melchier, una idea… ¿Y si sobornas al nota-rio?

–¡Hum! Ya veré… ¡es difícil! –¡Inténtalo al menos! La puta tomó los siete luises; y, de pronto, con tono afligi-

do: –¿Y mi madre?... ¡olvidaba a mi pobre madre!... ¡Ah! ¡está

mal!... ¡muy mal! –¡Oh! – dijo Javerzac, – ¿hablamos de la portera de la ca-

lle Mont-Cenis?...¿Qué reclama la ciudadana Adélaïde Turot? –¡La mujer es muy discreta!... Pero me corresponde a mí,

su hija, acordarme de ella! –El otro día me decías que no sabías si estaba viva o muer-

ta, tu madre, y que desde hace un año, al menos que ya no la ves…

–¿Y qué?... Nunca es demasiado tarde para arrepentirse – dijo humildemente la compañera coreográfica de Victorin el Dislocado… También cuando me hayas dado los cuarenta mil francos que me has prometido en tu primera herencia, o, lo que es más seguro, sobre la dote, en caso de matrimonio, yo, yo se bien lo que haré…

–¿Subirás a un barco de flores?

226 –¡Eres tonto!... Dejaré mi sucio apartamento de la calle

Rodier, y me instalaré en un barrio elegante, con mamá Délaïde que vendrá a vivir conmigo.

–¿Como portera o cocinera? Teatral y cómica, Zozó respondió: –¡Señor, os prohíbo insultar a mi madre! Y, como buena hija: –¿Tres luises para mamá, mi perrito azul? Sin esperar la respuesta del aristócrata, añadió tres mone-

das de oro a las que ya tintineaban en su bolsillo. A continua-ción, despojándose de su bata, que siempre dejaba en casa de Melchior, así como sus zapatillas y su ropa interior, a fin de no verse obligada a traer una maleta en cada visita galante, la baila-rina del Moulin-Rouge se vistió con un traje de calle y dejó el Hotel del Midi, abandonando a Melchior a sus sueños.

Los sueños del joven duque de Javerzac estaban tejidos de

seda y oro! Él que, acosado por la miseria, se hubiese casado con una muchacha tuerta, jorobada, coja e incluso minusválida o una de esas «señoritas con mancha» que aportan un millón, aho-ra se veía convertido en el marido de una joven bonita, una per-sona honorable y tres veces millonaria!

Javerzac no se preguntaba si Éve consentiría a ese matri-monio; la cuestión le parecía ociosa. Sin embargo conocía la resistencia inicial de la Srta. Le Corbeiller… Pero, bah!, la gene-rala Antonia, la Superiora Irénée des Anges, el capellán Dussu-tour, las hermanas del convento de Auteuil y sobre todo su pri-ma Suzanne de Chandor, una preciosa auxiliar, luchaban a su lado, y todas sus fuerzas amigas sabrían doblegar a la rebelde joven.

Dichoso de vivir, Melchior se hizo traer a la habitación un desayuno; luego, bien atiborrado, encendiendo un cigarro, se extendió sobre un diván, con una taza de café muy negro y lico-res multicolores a su lado.

–¡Por aquí, al número veintiséis, señorita! – exclamó un botones del hotel, en el exterior.

227 Y después de haber llamado, la Srta. Suzanne de Chandor

entró en la habitación. Ya no era la pequeña pensionista de vestido gris y largas

cintas azules cruzadas sobre el pecho, según el uniforme del convento de la Visitación.

La hija de la duquesa Berthe se enorgullecía de una ele-gante indumentaria mundana, un poco excéntrica, y sobre su cabeza rubia arbolaba su famoso sombrero de flores campestres.

–¿Cómo tú por aquí, prima? – dijo Melchior, levantándose estupefacto.

–¡Hola, primo! – dijo muy alegre la visitante… –¡Oh! ya sé… sola en casa de un caballero, e incluso durante el día, vas a decirme que no es conveniente… Pues bien, a mí eso me impor-ta un bledo! Paso por encima de prejuicios vulgares… Imagínate que el botones me ha tomado por una puta… ¿Divertido, ver-dad?

Y tendiendo su mano fina y enguantada, continuaba con su

juego de locuciones equívocas y barriobajeras: –Cambiando de tema, ¿estás bien, primo? –De maravilla, bella prima… ¿Has venido sola? –No… Julie, mi doncella, me espera abajo en un coche…

¡Una sirvienta preciosa, Julie! –¿Tu madre sabes que estás aquí? –No hace falta… ¿Y además, dónde está el mal?... ¡No me

vas a comer!... Por lo demás, si me ves aquí es porque tengo cosas importante que revelarte…

–¡Ah! ¿qué sucede? –Vengo a hablarte de tu dulce novia, de Éve Le Corbei-

ller… Esa sí que tiene tapujos…. Felizmente yo vigilo… y, sin mi…. ¡Oh! ¡mi pobre Melchior!...

–Por favor, siéntate… –Enseguida…

228 Desde un instante, ella paseaba sus miradas alrededor de la

habitación; esbozó un gesto de benevolencia, con una mueca significativa:

–Dime pues, mi pobre primo,¡ el decorado no es de ukn lujo asiático en tu casa… No, no del todo!... Pero, por lo que parece, eso no te impide recibir aquí… señoritas.

–¡No, puesto que tú estás aquí! –Yo soy tu prima, tu prima hermana… y no olvido ni mis

zapatillas, ni mis pantalones, ni mis camisones, ni mis camisas en tu habitación…

Suzanne tomó el sedoso vestido dejado por Zozó Patas al aire sobre un sofá, y lo examinaba con ojo conocedor:

–¡Peste! ¡Surah de primera calidad!... Unas telas a treilnta o cuarenta francos el metro!... Ella se arregla bien para visitar-te!... Sin duda una prostituta de lujo, una de las profesionales de las que se habla en los periódicos. ¿Cómo se llama, Melchior? Yo debo conocerla…

El duque le arrancó el camisón de las manos, fue a dejarlo en un armario, y, plantándose ante Suzanne, dijo:

–Imagino que esto no será un inventario que vienes a hacerme en mi casa…

–No, primo, no es por un inventario… sino por una reve-lación.

–¿Una revelación? –¡E importante! –Soy todo oídos La Srta. de Chandor se instaló sobre el sofá, se desprendió

del vestido de Zozó, y murmuró, encendiendo un cigarrillo: –Duque de Javerzac, tu dulce novia Éve… Pues bien, ¡tie-

ne un amante! De pie contra la pared, y sin inmutarse, él dijo: –¿La Srta. Le Corbeiller, un amante?... ¡Bromeas o sueñas,

Suzanne! –Cuando digo: «¡un amante!», tal vez vaya un poco más

lejos… Debería decir un enamorado… Se escriben… Se hacen

229

señales… ¡se adoran!... Éve ha jurado que no pertenecería a otro que a él!

–¿Dónde has obtenido esa información? –¡Ah! ¡muy sencillo! Registrando los cajones de mi com-

pañera, he descubierto una carta del hombre… una carta ardien-te…

–Entonces, yo, – pronunció tristemente el duque de Javer-zac… –¿Estoy jodido?

–¿Tú?... Déjame terminar… Yo era dueña de su secer-to…Era necesario que me aceptase por confidente… Éve no oculta nada, ni a mi espíritu ni a mis ojos… Represento el rol de amiga y la animo a proteger sus amores, pero la traiciono… para poder servirte mejor…¿Qué te parece tu pequeña prima, eh?

–¡Digo que estoy desesperado! –¡Tonterías!... ¡Melchior, te casarás con Éve!... incluso

contra su voluntad… La Srta. Le Corbeiller lo quiere! ¡Todo el mundo lo desea, y yo, yo lo veo también así!... Ahora estás ad-vertido; procura estar en guardia… Abre bien los ojos… Hasta pronto, primo, me voy pues también tengo mis pequeños asun-tos… y Julie me espera…

Ella partía; Melchior la detuvo por un brazo: –No te irás así… Quiero saber el nombre de mi rival! Va-

mos, ¡habla! Suzanne estalló en carcajadas: –Es cierto, todavía no te lo he dicho… Pues bien, si quie-

res saberlo, dime primero es de tu casquivana elegante. –Zozó Patas al aire, – declaró Melchior impaciente… –

Ahora tú, ¡el nombre! La joven muchacha se hacía de rogar: –¡Zozó Patas al aire!... ¡Ah! déjame reir a gusto!... ¿Zozó

Patas al aire? Vaya un nombre… y una situación! –¿Hablarás de una vez? – gruñó el aristócrata. –Si insistes… Quieres que te diga el nombre del enamora-

do de mi amiga… Cumplo tu deseo… El enamorado se llama César Brantôme!

230 Y, deslizandose entre las manos del aristócrata, la Srta. de

Chandor descendió para regresar, no con Julie, su doncella, sino con la Sra. Le Corbeiller, que la esperaba en su coche.

–¿Lo has visto? – preguntó bruscamente Antonia a la jo-ven, sentada cerca de ella, y desde que el coche se puso en mar-cha… –¿Cómo se lo ha tomado?

–¡Está consternado! –¡Mejor! Y le has insistido en que Éve no quiere escuchar

nada y ha jurado no pertener a otro que no sea César Brantôme? –Sí…Además, eso es exacto, y vuestra hijastra, – yo se lo

he dicho – mr lo ha repetido muy a menudo! –Tú deseas tanto como yo que esa pequeña boba, se case

con tu primo, ¿no es así, Suzanne? –¡Dios mío! A mi la conclusión me da absolutamente

igual… Pero resulta que me encantan las intrigas!... Se bien que no está bien traicionar a una compañera; pero vos, su madrastra, me habéis dicho: «Lo harás en su interés», ¡y eso hago!

–Adorable niña… ¡Todo el retrato de su madre! – sonrió la generala, abrazando a la Srta. de Chandor. – Bebé, ¿puedo con-tar contigo?

–¡Como con vos misma! La Sra. Le Corbeiller recondujo a la joven a la calle Mon-

ceau, al palacete de sus parientes, y ordenó al cochero acercarla a la calle Castiglione, a casa de la baronesa de Stenberg que, todos los domingos, recibía en su salón.

Sin embargo, a pesar de la seguridad de su prima, Mel-

chior se desolaba: tuvo la idea de ir a ver a César, de provocarlo, de matarlo, como un experto espadachín que creía ser; pero creyó que ese acto de bravura, incluso a su favor, no le daría los frutos de la victoria. Éve jamás consentiría en casarse con el hombre que matase al elegido de su corazón!

Javerzac se miró en el único espejo cuyo cristal, un poco brumoso y con marco cascarillado y amarillento, ornaba la chi-

231

menea de su habitación; con los adornos clásicos de los hoteles: el reloj de péndulo y las dos copas simulando bronce.

El observaba su rostro ajado por tantas noches de juerga; y, evocando la hermosa y viril fisonomía del joven escultor, tuvo un gesto de desánimo y tristeza.

¡Ah! estaba bien jodido, ahora que él había anunciado por todas partes su matrimonio, y que, sobre la palabra de reembol-sar ante de un mes, se le había prestado en el círculo, unas dece-nas de miles de francos! Eso se podía convertir en delito de esta-fa y podría acabar con sus huesos en un penal!... Bonita situa-ción para un duque que sin embargo quería, y por todos los me-dios, hacer honor a sus asuntos!

Y además, esa existencia no podía durar. ¿Era posible a un aristócrata vivir en un tugurio infecto de un hotel de tercer orden donde se arriesgaba la Srta. de Chandor y donde, a pesar de esta buena chicha de Zozó Patasw al aire, los acreedores se introduc-ían ellos mismos, y sin vergüenza?... Los acreedores, llovían ahora, de todos los estados y de todos los rostros; y ni solamente un criado para poder negar el paso en la puerta!

Un botones del hotel entró, llevando a Melchior un papel sellado y un telegrama.

El hombre se puso a leer el papel. ¡Lo que faltaba!... Sí, un animal de joyero del que había

comprado la mercancía a crédito, y que lo denunciaba a la polic-ía correccional!... El duque de Melchior de Javerzac sobre los bancos de la novena cámara?... ¡Divertido!.... ¡Muy divertido!... ¡Se río hasta torcerse!

Melchior arugó rabiosameent el papel, lo arrojó al azar en la habitación, y abrió el telegrama.

Ese telegram lo asombró al mismo tiempo que lo hizo son-reir:

La baronesa Lischen de Stenberg llamaba al aristócrata con urgencia a su csa, para un asunto concerniente a su matri-monio.

El telegrama no decía más, pero bastó para traer un pcoo de calma en el espíritu del vividor.

232 Una media hora después, Javerzac llegaba a la calle de

Castiglione. La Sra. de Stenberg estaba sola en su saloncito y lo esperaba.

Muy graciaos, en un vestido de seda malva, sus cabellos

balncos bajo una pañoleta de encajes negros, Lischen le tendió la mano, le indicó un sofá y dijo, con una sonrisa afligida:

–Mi pobre duque, ¿ya sabéis la noticia? –¿Qué noticia? ¡No sé nada! – dijo inquieto, el visitante. –Vuestro matrimonio… –¿Y bien, mi matrimonio? –Parece que por desgracia está bastante comprometido…si

no perdido. –Entonces, es que se han burlado de mi? –¿Quién? –Vos, en primer lugar, y la Sra. generala Le Corbeiller, a

continuación! –¡En absoluto! Pero se ha chocado con una voluntad de

hierro, la de la Srta. Éve, y temo… que la hija del general no se casará más que con aquél que ama!

–¿El Sr. César Brantôme? –¡Ah! ¿Lo sabéis? El duque se levantó, furioso: – Sé, baronesa, que se ha jugado conmigo!... ¡Me ven-

garé!... Señora, no fui yo quien ha venido a buscarlo… Vos me habéis propuesto un matrimonio conveniente; he aceptado… Se me presentó a la que se me destinaba por esposa; he anunciado mi matrimonio por todo París, y, ahora se me dice que la joven, de la que ya me creía marido, se casa con otro!

–No os dejéis llevar por la ira, – observó Lischen…–Conversemos como buenos amigos, señor, ¿queréis?

–¡No quiero ser ridículo! –¿Y deseáis ser millonario? –¡No se trata de eso! ¡Yo amo a Éve Le Corbeiller! –¿En serio? – sonrió la noble proxeneta.

233 –¡Sí, en serio! – se atrevió el aristócrata a mentir, un poco

avergonzado. –¡Entonces, os casaríais incluso con la querida niña si, en

lugar de tres millones, no poseyese más que la mitad de esa su-ma?

–¡Ya lo creo! Además, todavía es una bella dote: un millón quinientos mil francos!

Lischen se había vuelto seria: –Vamos, querido amigo, no actuéis de ese modo; seantaos

ahí, y escuchadme con toda la atención de la que seáis capaz… Melchior fue a sentarse enfrente a la Sra. de Stenberg, y la

baronesa dijo: –¿Y Si se os dijese: abandonad la mitad de la dote y la

Srta. Le Corbeiller será vuestra? –¿La mitad del millón quinientos mil francos? –No, la de los tres millones… –¡Aceptaría con entusiasmo y agradecimiento! –¿Lo firmaríais? –Sí, baronesa, y lo que valdría tanto como un escrito, daría

mi palabra de aristócrata. –¿Bien… Tocaréis los tres millones en casa del notario y

donaréis inmediatamente la mitad? –¿A quién? –¡Eso no importa! –¿A dónde quiere llegar?.... No comprendo, señora! –Tampoco yo pregunto como he de hacerme entender. Os

decía antes que la Srta. Éve Le Corbeiller ama y quiere casarse con el señor…

–César Brantôme… sí, ¿entonces? –Es bien sencillo… Hemos encontrado el medio de impe-

dir para siempre el matrimonio de la Srta. Le Corbeiller y del escultor…

–Tal vez, pero obligarle a casarse conmigo me parece mu-cho más difícil.

234 –Sin embargo es lo que haremos si queréis ayudarnos. –¿Ayudaros?... ¿Y de qué manera? –Comprometiendo a la joven. –¿Y vos podéis pensar que yo me prestaría a tal infamia? –Absolutamente, pues debéis reconocer que es el único

medio de salir de una situación… tensa. –El hecho es que mi situación es… tensa! –suspiró el

aristócrata. –¡A enfangarse, señor! –De acuerdo, señora, pero esta no es una razón para admi-

tir la idea de un crimen! –¡Eh! ¿quién ha hablado de crimen? –Por lo demás, yo puedo alejarme de todo esto… Me en-

rolaré como muchos de mis semejantes, e iré a hacerme destro-zar la cabeza en Indochina o en Madagascar!

La Sra. de Stenberg se alzó de hombros: –Examinaos en el espejo, mi pobre señor!... ¡Observad

vuestra cara!... Ningún médico militar os adimitiría! Melchor se rebeló: –¿Mi cara?... ¿Mi cara?... ¿Qué le ocurre a mi cara? Yo la

encuentro soberbia… Y además, cuando uno se harta demasia-do, siempre se tiene el veneno o el revolver!

–¡No! cuando, como vos tengáis al alcance de vuestra ma-no, un millón y medio y una joven encantadora?

–La cual no quiere nada de mí! –¡Os adorará más adelante!... Las mujeres aman siempre a

los audaces! El Sr. de Javerzac iba y venía a grandes zancadas, presa de

una extrema sobrexcitación, y parecía luchar contra la obsesión de una idea malvada.

De pronto, tomó su sobmrero sobre el mueble en el que lo había dejado al llegar, y se dirigió hacia la puerta;pero en el momento de salir, gisró y se plantó ante la baroniesa:

–¿Y bien, qué habría que hacer?

235 Inclinada sobre el dosel de su sofá, con una sonrisilla iró-

nica en los labios, Lischen acercó a sus ojos una lente de nácar y miró al joven hombre:

–¿Qué diriáis, mi querido duque, de un pequeño rapto se-mejante a aquellos que practicaban antaño vuestros nobles ante-pasados?

–Sí, baronesa; hubo hermosos raptos; pero, hoy, aparte de que el decorado y las costumbres son menos pintorescas, tene-mos leyes y no me entusiasma demasiado laidea de acabar en las prisiones del Sena!

–Esa objeción es ociosa… –Yo la encuentro suficiente. –Es nula, pues para justificar vuestra aprensiones, habría

que plantear una denuncia contra vos, y las partes interesadas se guardarán mucho de hacerlo… la Srta. Éve Le Corbeiller aún menos que nadie!... Vuestra «raptada» retrocederá ante el escán-dalo y preferirá casarse con vos que librar el apellido que lleva, el de un general ilustre, como pasto de periódicos… y además, os lo repito: las mujeres aman a los audaces… la Srta. Éve os adorará más adelante!

El pequeño duque parecía aturdido; la Sra. de Stenberg aprovechó sus emociones para dar el golpe decisivo:

–Podéis vanagloriaros de haber nacido bajo una estrella fe-liz, mi dulce arilstócrata! No tenéis más que dejaros llevar, y se os servirá el bello pájaro en una jaula mullida y dorada!... ¡Se os servirá, el bello pájaro!

–¿Quién? ¿Dónde? –¡Yo! – respondió la generala Antonia, apareciendo detrás

de una tapicería levantada. Y avanzando hacia el salón: –Mi querido duque, ¿habéis entendido y retenido todo lo

que acaba de deciros la Sra. baronesa de Stenberg? –Sí, señora generala, – balbuceó Melchior, – pero me pa-

rece que estoy soñando! –No, ¡no soñais!... Se os ofrece por esposa una señorita ri-

ca, instruida, encantadora… No tenéis más que poseerla…

236 Y, fijando sobre el noble miserable sus pupilas flamígeras: –¿Aceptáis, duque Melchior de Javerzac? –Acepto, – pronunció, con la cabeza baja, el amante de

Zozo Patas al aire. –¡Bien! ¡Juradme de entrada que, pase lo que pase, mi

nombre jamás será pronunciado por vos! –¡Lo juro! –El éxito del proyecto exige un poco de maquiavelismo;

no deberéis asombraros de nada, ni siquiera de las cosas en apa-riencia extravagantes y, en el fondo, siempre lógicas… Mañana, Éve será la novia oficial del escultor César Brantôme… Debe ser así para desviar las sospechas de los que la protegen… pero, estad dispusto a actuar, desde mi primera señal…

Y, con tono de autoridad que expulsó del espíritu de Mel-chior hasta su última duda.:

–Id, y cree en vuestra amiga la generala, mi querido du-que: seréis el marido de la Srta. Le Corbeiller, yo lo quiero, y cuando quiero algo, es mío!

Lleno de esperanza, Melchior salió, y la Sra. Barba Azul quedó sola con la baronesa de Stenberg.

Ambas mujeres elaboraron un plan de campo cuya infamia no igualaba en la madrastras más que su inmenso deseo de verlo triunfar.

–Es peligroso, pero es genial, – enunció la noble proxene-ta, en el momento en que su visitante se levantaba para partir.

–¡Bah! ¡quién no se arriesga, nada tiene! – concluyó la ge-nerala, estrechando la mano de la baronesa.

Luego, con gesto medido y tajante que hizo estremecer a la Sra. de Stenberg:

–¿Qué quiero yo?... ¡La felicidad de mi pupila, de mi que-rida Éve!

Llamaban a la puerta. Lischen tuvo un vivo movimiento de contrariedad.

–¿A quién esperáis? – preguntó Antonia. –A una persona con la cual vos tal vez no tengáis ganas de

encontraros, señora generala.

237 –¿Y quién es? –El marqués Valentín de Beaugency… Lo esperaba a las

dos… –¿El Sr. de Beaugency?... ¡Pero, al contrario!... ¡Estoy fe-

liz de verle! Y como el viejo aristócrata entraba, ella añadió: –Sobre todo hoy que tengo una buena noticia que anunciar

al querido marqués! –¿Una buena noticia para mí? – dijo el tutor subrogado de

Éve, saludando a las dos damas y cuya actitud embarazosa no escapó a la vidua del general…–Hablad pronto, querida señora, os lo ruego!

La Sra. Le Corbeiller estalló, radiante: –¡Todas las dificultades han sido allanadas! Nada se opone

ya al matrimonio de nuestra querida Éve y del Sr. César Brantôme!

–En efeco, señora generala, –dijo el marqués, –¡no podíais darme una noticia mejor!... ¿Entonces, ya habéis visto al duque de Javerzac?

–Esta excelente Sra. de Stenberg que, como vos sabéis,s es la amiga de ese joven, ha tenido a bien servirme de intermedia-ria, y la delicada misión de la que se ha encargado ante el sobre-ino de la duquesa de Chandor ha sido un pleno éxito: el dudque de Javerzac nos devuelve nuestra promesa!

–¡Hay que informar enseguida a Éve!... ¡Tal vez sea cosa hecha!

Antonia ponía remilgos: –No, todavía no… y sed vos, mi querido amigo, quien le

lleve la agradable sorpresa, a menos que queráis que sea yo quien le aporte la buena nueva!

Él estrechó con efusión las manos de la Barba Azul: –Os había juzgado mal, señora… ¿Me perdonáis? –Entonces, ¿ya somos amigos? –ronroneó, muy tierna, la

moderna Mesalina. –¡Oh! ¡para siempre!

238 Dejando al viejo con una gran turbación, la generala des-

apareció. La Sra. de Stenberg, que había acompañado a Antonia

hasta la puerta, se acercó a Valentín: –¿Habéis dudado un poco de los motivos que me han lle-

vado a escribiros, querido marqués? –¡Ciertamente! Vos habéis deseado hacerme saber inme-

diatamente la felicidad de mi pupila y os lo agradezco, baronesa! –Señor, ¡os equivocáis! No es por eso por lo que os he ro-

gado que pasaráis por mi casa! –¿Y por qué, entonces? –¡Sois muy olvidadizo!... ¿No me habíais encargado una

misión? -–¡Ah! sí… esa deliciosa obrerita! – dijo el Sr. de Beau-

gency, con los ojos encendidos de deseo… ¿Consiente? –¿Consiente?... ¿consiente?... Tal vez esa no sea la pala-

bra… En fin, va a venir aquí, a mi casa, y vos podréis conversar con esa joven belleza, ¡oh, el más seductor de los hombres!

–Y… ella sabe… que es por eso por lo que viene? –¡Bah! puesto que yo os proporciono los medio de demos-

trarle vuestro amor! Valentín se levantó, indignado: –¿Habéis atraído aquí a esa muchacha, mediante una estra-

tagema? La baronesa objetó, muy alegre: –¡Oh! ¡un ardid muy inocente!... Sencillamente, encargan-

do un sombrero a su patrona, sombrero que la radiante Flor de París, debe traerme hoy… La espero…

–Y vos pensáis, señora, que yo, el marqués de Beaugency, seré cómplice de una encerrona?... ¡Jamás!... ¡Adiós!

Él se iba; ella le cortó el paso, y, graciosa: –Vuestro ídolo va a estar encantada, y vos podréis charlar

con ella, sin temor… No es la primera vez que la Srta. Flor de Paris se haya encontrado en una fiesta parecida!

–¿Qué sabéis vos de ella?

239 –Nada… Pero conozco a las pequeñas obreras; las he en-

señado bastante… y ayudado… ¡Son todas iguales! –¡No importa!... En tales condiciones, no quiero ver a esa

muchacha. –¡No sea cabezota, marqués!... ¡Puesto que ella rechaba

vuestros avances, hubo que usar otros medios! –¡No, señora, eso sería abominable! –Al menos consentid en admirar a Flor de Paris aquí… en

este salón. –Ni en esta casa, ni en otro lugar, en tanto esa sea la vo-

luntad de la muchacha! –Vos sois extraordinario! –Adiós, señora… En ese momento, el timre de la puerta vibró. –¡Es temprano! ¡Tocan! ¡Es ella!– dijo alegremente la Sra.

de Stenberg… – Mi buen marqués, valor, y ¡viva el amor! Pronto, y según la orden recibida por su patrona, una cria-

da introdujo sin anunciarla a la joven obrera. Georgette saludó y dijo: –Tal vez llegue con un poco de adelante, señora baronesa,

pero no es mi culpa… Vuestro sombrero está terminado hace una hora, y me he apresurado a traéroslo… ¿Queréis verlo?... ¡Es una maravilla!

Abrió la caja que tenía en la mano. La baronesa la detuvo con un gesto: –No es necesario, mi niña… Tengo plena confianza en el

talento de la Sra. Gerbadu… Dejad vuestra «maravilla» sobre una silla, y escúchame…

Georgette obedeció y volvió al lado de la Sra. de Stenberg. Entonces, la proxeneta le presentó al viejo de pie bajo el

marco de una ventana: –He aquí, señorita, un aristócrata rico y poderoso, el mar-

qués Valentin de Beaugency, del que muchas veces, sin duda, habréis oído alabar su generosidad y su… delicadeza…

240 Flor de Paris acababa de inclinarse, sin responder, y la ba-

ronesa añadió: –El arde en deseos de conocerte; escucha lo que tiene que

decirte, y, más tarde, me agradecerás haberos facilitado esta en-trevista…

–Pero, señora!... –balbuceó Georgette, intimidada. La Sra. de Stenberg tluvo una risilla amable, y se alejó, ce-

rrando la puerta tras ella. Emocionado y muy digno, el Sr. de Beaugency caminó

hacia Georgette, y saludándola con tanto respeto como si hubie-se estado ante una gran dama:

–Señorita, habéis sido atraída mediante una trampa… y a mis espaldas, créame… Sin embargo, os ruego, os suplico que me escuchéis.

Ella levantó sobre el viejo sus bellos ojos brillando de franqueza:

–¿Una trampa, señor?... No os comprendo… Pero parece-íes muy leal muy bueno… Os escucho.

–Hace mucho tiempo que os amo, Flor de París. –¿Y queréis ofrecerme dinero para que me convierta en

vuestra amante? –¡Oh! señorita… –No os defendáis, – replicaba, sonriente y dulce, la antigua

adorada de César Brantôme… –Con las pequeñas obreras como yo, los caballeros de vuestro rango no tienen costumbre de mo-lestarse, cuando las desean!... ¿Sois vos, sin duda, quién ha en-cargado varias veces al criado del Sr. César Brantôme hablar-me?

–Soy yo, y me excuso… Habría debido comenzar por lo que hago hoyl.

–Sí, señor… Hubiese sido prefebrible, pues, a vuestra primera gestión, yo habría rspondido que me había entregado a un amante y no me he librado ni vendido a otros hombres!

El marqués observaba el comportamiento altivo de la jo-ven, y sus ideas libertinas se metamorfosearon en una especie de benevolente piedad:

241 –No insistiré, señorita, pero quisiera de vos una prome-

sa… –¿Cuál, señor? –Que si alguna vez tenéis necesidad de un protector, acu-

did a mí antes que a otro?... ¡Oh! no me hago ilusiones!... Se que no podéis amarme por amor, que no podríais nunca… Mi edad se opone a ello, pero la baronesa os lo ha dicho: estoy dispuesto a ayudaros, a serviros, señorita, y añado – escúcheme bien – sin exigir nada de vuestra juventud y de vuestra belleza.

Y, tomando las dos manos de Georgette quien, muy con-fusa, se las entregó:

–¿Me lo prometéis, Flor de Paris?... Me haríais muy feliz. La muchacha lo miró ampliamente: ese viejo, olvidado del

amor, se embelleció para ella de una majestad misericordiosa y delcaró llena de emoción:

–Sí, señor marqués, ¡os lo prometo! Valentín depositó un casto beso en la frente de la obrera, y

llamó en voz alta: –Baronesa! ¡baronesa! Podéis venir: ¡la conferencia ha fi-

nalizado! La Sra. de Stenberg, oculta detrás de una tapicería, había

seiguido el honorable diálogo del viejo y de la joven modista, y decía, irónica:

–Y bien, hijos míos, ¿está todo claro? –Lo que está claro, – replicó Valentín – es que cuando

tengáis un sombrero que haceros traer a vuestra casa, baronesa, dirigiros a otra que no sea la señorita Flor de París!

–¡Marqués!... ¡marqués!... Os veo cambiado… ¡No os re-conozco! Había que advertirme que nuestro Don Juan se acaba en Némorin… Entonces, os hubiese traído una tierna pastora… con un cayado…. y un corderillo inmaculado y rodeado de cin-tas!

Y como el Sr. de Beaugency, sin dignarse a responder a esta broma pastoril, escoltaba a la obrera hasta la puerta, ella gruñó:

–Pobre hombre, a lo que era, en lo que quedó!

242 Mientras Flor de Paris se alejaba, la Sra. Le Corbeiller,

una vez en su palacete, hacía llamar a Ovide Trimardon. El mercader de mujeres, creyendo en un amor renovado,

se apresuró hacia la calle Saint-Dominique. El grueso Ovide se equivocaba, pues la generala, en lugar

de invitarlo a sus artificios, le expuso un negocio de su especia-lidad.

–¿Y si lo consigo? – preguntó Trimardon – puedo esperar que regresaré como el hombre feliz del pequeño hotel?

–¡Tal vez! –Señora generala, vos sois la única mujer… –Ya me lo has dicho, y tengo horror a las reiteraciones!...

Hablemos de mi combinación… –No puedo actuar solo… No… sería materialmente impo-

sible… –He pensado en ello, y te añadiré un individuo, el tonto

útil… –¿Sólido y determinado? –Sí, un cachas… Te obedecerá como espero que tu me

obedezcas a mí! –Y ¿para cuándo la expedición? –Se te avisará… Durante la velada y toda la noche, Ovide Trimardon coin-

cidió en varios mercados galantes con la Sra. de Stenberg. El Hombre y la Mujer – cada uno en su negocio, esperan-

do reunir su industria – acechaban la salida de los talleres y al-macenes, explotaban las aceras y los tugurios, los circos, los teatros, los bailes, subían las escaleras de los hoteles más ricos y más abyectos, de las casas más honorables y las más pobres, llevaban el tráfico de carne humana – libre y alegremente – y vendían a las condenadas a los trabajos forzados del amor.

FIN DEL LIBRO II

243

LIBRO III

LOS MERCADERES DE MUJERES

«La mujer – parisina o de provincias – es por sí sola una patria, y la encarnacion de ese dios eterno: el Amor. Necesita un corazón que la ame, un brazo viogoroso que la sirva y la defienda; Tiene necesidad de que el hombre vele por sus apetitos y los domine. Gorda o delgada, mujer de invierno o verano, es impresiona-ble y frágil, y el enamorado debe tra-tarla y honrarla, como la Joya de la Tierra.»

(Patología Social.)

245

I

Tocada de un sombrero de terciopelo azul, vestida con un

vestido de paño negro muy sencillo, con una bufanda de paño gris, Raymonde Parigot esperaba a la condesa de Grensbelt.

A su alrededor, sus dos hermanas, Simone y Liette, en tra-je de faena, llevaban, así como la madre, su cotidiana labor, mientras que el grabador en piedras finas, cuyo sofá había sido trasladado cerca de la ventana abierta, miraba el cielo azul, lige-ro y límpido.

Sonaron las dos en el pequeño reloj de péndulo de cobre dorado, orgullo de la chimenea de mármol dónde se veían tam-bién, enmarcados de peluche rojo, la fotografía del padre a los veinte años, bajo el uniforme de mariscal de húsares, las imáge-nes de los Parigot, recién casados, y las de las tres hijas, con sus vestidos blancos de Primera Comunión.

A las dos y media, Liette observó: –¡Raymonde, la condesa se retrasa!... ¡Si no viniese, sería

desagradable! La madre afirmó: –Lo ha prometido; ¡vendrá!... ¡Oh! ¡Es una dama respeta-

ble que no se burlaría de unas pobres personas como nosotras! –Entonces. – dijo la más joven de las pequeñas obreras, –

¡nos vamos a hacer ricas! Pensadlo… ¡Dos o tres francos al día, cada una!... ¡No sabremos en que emplear tanto dinero!

–Comenzaremos por comprar un hermoso vestido para mamá – propuso Simone.

–¡Eso, está claro!

246 La Sra. Parigot se lo prohibió: –No, no, queridas… ¡no necesito nada! – Y además, – añadió Liette, – tengo otra idea, una idea es-

tupenda! –Veamos tu idea – dijo Raymonde, sonriente. –Pues bien: compraremos un cochecito para papá…uno de

esos coches en los que se pase a los enfermos, y, el domingo lo llevaremos al Bois de Bolonia, al Parque Monceau o a los But-tes-Chaumont.

Alexandre miró a la niña con una mirada de infinita ternu-ra:

–Olvidas, ángel mío, que vivimos en un cuarto piso, y que, en el estado de parálisis en el que me encuentro, me será impo-sible bajar la escalera, e incluso sostenerme sobre mis piernas.

Inocentemente, ella dijo: –¡Ah! si Alexis estuviese aquí!... Él te llevaría en brazos,

él, tan grande, tan robusto! El paralítico se volvió sombrío: –Liette, eso está mal… Te he prohibido hablarme de

Alexis! Dejando su trabajo, ella se acercó al grabador, le besó en

la frente y murmuró, muy dulce: –¡Oh! te lo suplico, padre, ¡escúchame!... Luego, si lo or-

denas, ya no te hablaré más… nunca… nunca… de nuestro her-mano.

–Bien, veamos, ¿de qué se trata? –Esta mañana, yendo a buscar la leche, me he encontrado

con Alexis en la calle… Estaba muy pálido y parecía infeliz… desdichado… Me sentí desfallecer… Entonces le he dicho que mis hermanas y yo apoyaríamos su causa ante ti, y que, por su-puesto, tú le perdonarías… Va a venir hoy…

–Te has equivocado, Liette… No lo recibiré… –¡Es demasiado tarde!... ¡Está aquí!... La madre acababa de abrir la puerta, y Alexis, llamado Tu

Hablas, un « mal sujeto », amante del corazón de una puta, jo-ven y grueso con bigotes incipientes, mirada sarcástica, vestido

247

con el blusón azul de los obreros, se detenía en el umbral, vaci-lante.

Y la Sra. Parigot y las tres hermanas, de pie alrededor del inválido, juntaban las manos en una muda y elocuente oración.

Conmovido, Alexandre contempló el cuadro y dijo a su hijo:

–¡Vamos, ven a abrazarme, muchacho!... ¡Me es imposible no quererte!

Alexis se precipitó, sollozando, al cuello del enfermo: –¿De verdad?... ¿de verdad que me perdonas, padre? –Sí… Pero, ¿trabajarás? –Trabajaré, y duro! –¿No más carreras, no más bares, no más malas compañ-

ías? –Nada de todo eso, ¡lo juro! ¡Oh! la brava y gentil Lilette! Saltaba de alegría en la

habitación. De repente, interrumpió su expansión juvenil y ruidosa: –¡Sra. condesa! La baronesa de Stenberg había empujado la puerta entre-

abierta y, hacía un momento que asistía, con poses enternecedo-ras, a esta escena burguesa.

Untuosa, Lischen distribuyó pequeños saludos maternales a las tres jovencitas, estrechó la mano de la Sra. Parigot y tuvo generosas palabras de ánimo para el desgraciado grabador.

Y mostrando a Alexis, llamado Tu Hablas: –¿Es vuestro hijo, señor? –Sí, señora condesa… Mi hijo, el mayor de mis hijos. –¡Un apuesto muchacho!... ¿Qué años tenéis, joven? –Dieciocho años, señora. –Entonces, pronto seréis soldado. –No hay prisa… Dentro de dos años… – replicó el triste

ciudadano. –¿Esperando, se trabaja? –Soy pintor de carteles.

248 Tú Hablas miraba a la baronesa, asombrado de la visita a

la casa de sus padres, de una tan hermosa dama. Fue la madre quién la nombró: –Es la Sra. condesa de Grensbelt, nuestra bienhechora, el

ángel custodio de la casa. –¡Oh! querida señora, – dijo dulcemente la proxeneta, –

esperad, esperad al menos que se hayan llevado a cabo mis ges-tiones!

Ella se dirigió hacia Raymonde: –Llego con un poco de retraso… Perdóname, querida ni-

ña… Te veo ya lista… ¡Te llevo! Luego, con una sonrisa maternal, dijo a Simone y a Liette: –No estéis celosas, queridas… Pronto tendréis vuestra

oportunidad. Respondo de ello, tendréis vuestra oportunidad! Y, risueña: –Vivid con esa esperanza, hijas mías, y aceptad esto…

¡Oh! nada… una bagatela… un recuerdo de esta buena condesa! La Sra. Stenberg había extraído de un bolso colgado en su

brazo dos ligeros paquetes envueltos en papel de seda, anudados con cintas azules, que ofreció a cada una de las pequeñas:

–¡Abridlo, mis niñas! Las jóvenes Parigot se extasiaron: –¡Oh! ¡qué bonito colorete!... ¡Gracias!... ¡Gracias!... –¡Encajes! ¡auténticos encajes! De punto de Alençon!...

¡Qué buena sois, señora condesa!... Tendieron su virginal frente; la ladina las besó y declaró: –¡Tendréis vuestra oportunidad! Antes de salir, la matrona tomó a la Sra. Eugènie Parigot

aparte, y, de nuevo, más ardientemente, le recomendó vigilar a sus hijas, en esos años de desenfreno, donde nada era sagrado para algunos hombres.

En el bulevar de los Batignolles, un elegante coupé espe-raba a la noble y simpática visitante.

El criado, con su sombrero de galones en la mano, abrió la portezuela, y Lischen dijo a Raymonde Parigot:

–Sube, querida.

249 –Yo, señora condesa… yo en este bonito coche? –Sí, sí, mi niña, ¿y por qué no? –Me parece que todo el mundo va a mirarme. –¡Eh! ¡eh!... tendrían buen gusto, «todo el mundo»… Eres

bastante bonita para que se te admire!... Vamos, sube, pequeña. Raymonde obedeció, sonrojada y confusa, y la proxeneta

se instaló a su lado, en el coche tapizado de satén malva, orde-nando:

–¡Al Bois, por los grandes bulevares! El coche, tirado por dos hermosos caballos, bajaba por la

calle de Roma. –¿No vamos a casa de la dama que debe darme el trabajo?

– articuló humildemente la joven. –¡Oh! qué tonta soy! – exclamó la mercader de mujeres…

He olvidado decirte que, esta noche, mi amiga no estará en su casa antes de las nueve.

–Pero se preocuparán en mi casa al no verme regresar a la hora de la cena!

La Sra. de Stenberg se divertía con la inocencia de la cria-tura:

–No te atormentes, Raymonde… Ya lo he advertido – me acuerdo de ello – a tu madre… ¿Acaso te molesta dar un paseo en coche conmigo?

–¡Oh! señora, al contrario, estoy muy contenta! –¿Conocías el Bois de Bolonia? –No, señora… Salgo muy poco… y no conozco más que

los alrededores de nuestro barrio, el parque Monceau, la avenida de los Batignolles…

–¡Ya verás! ¡Esto es encantador!... ¡Ideal!... Jinetes, ama-zonas, cocheros, vestidos, automóviles conducidos por lo más granado de nuestra sociedad parisina!

–¿Granado, señora condesa? –Es una palabra que empleamos en el mundo para expre-

sar lo que es mejor… Pero henos aquí en el bulevar de los Ita-lianos… Vamos a caminar a pie hasta la Magdalena…

250 Ella apretó un botón, en el interior del coche; el cupé se

detuvo; las dos mujeres se apearon, y Lischen dio orden a su cochero de que las siguiera.

Ante las resplandecientes tiendas, la matrona indicó a su compañía, con bellas frases, las ricas telas de seda, de satén y terciopelo, los diamantes y todas las pedrerías que brillaban en los escaparates. Mostraba, analizaba el lujo, tratando de encen-der el deseo en el espíritu de la joven obrera; pero, Raymonde observaba, sin deslumbrarse, los mil objetos que la malvada hacia brillar en sus ojos, como el cazador emplea los reflejos de un espejo para atraer, seducir y confundir a los pajarillos.

Ante la vitrina de un joyero, la Sra. de Stenberg murmuró: –¿Ves esas magníficas esmeraldas, pequeña? –Sí, señora condesa, ¡son soberbias! –¿No crees que quedarían muy bien en tus orejas? Raymonde sonrió: –¡Tal vez, señora, pero esas joyas no colgarán nunca de

mis pobres orejas, y me conformo con admirarlas! La matrona tuvo un gesto de mal humor: –¡Caramba! ¿Eres de mármol o de madera?... ¿Nada te

tienta?... ¡Vamos, ven, mi niña! Continuaron su paseo en medio de la multitud, a lo largo

de la acera, mientras que, en la calzada, unos coches se cruza-ban, bruscamente detenidos por el bastón blanco municipal.

En la terraza de los cafés, algunos consumidores inter-cambiaban palabras que llegaron a la negociante:

–¡Fíjate en la Stenberg! –¡Muestra su mercancía! –¡Bonita, la joven rubia! De vez en cuando, unos gentleman saludaban a Lischen

con sonrisas equívocas, o bien le lanzaban, en voz baja, rápidas y enigmáticas palabras, y la honesta hija del infortunado graba-dor sentía sus miradas flotar y acapararla, como si todos esos libertinos hubiesen querido desnudarla.

Un gran caballero de barba gris y rostro marchito de noctámbulo, enfundado en un largo frac marrón que decoraba

251

con la roseta de la Legión de Honor, con guantes y tocado de un sombrero de copa, parecía esperarles en la puerta del Cosmopo-litan-Club:

–¡Hola, baronesa! –¡Hola, señor duque! –¿Y bien? –¡Esto marcha! –¿Para esta noche? –Solo tengo una palabra. Con el monóculo en el ojo, tras haber examinado a Ray-

monde de arriba abajo, el hombre se volvió hacia la proxeneta: –¿Es lo que… ? –¡Sí! –Entonces, hasta esta noche. –Hasta esta noche, señor duque! El hombre llevó la mano a su sombrero y subió la escalera

del círculo. Lischen preguntó: –¿Has visto a ese caballero, mi pequeña Raymonde? –Sí, señora. –¿Qué te parece? –Me ha parecido muy distinguido. –¡Ya lo creo!... ¡Un gran personaje!... ¡Un millonario!...

¡Un antiguo embajador!... ¡el duque Gaëtan de Chandor! Y hablándose como a sí misma, pero de forma que se la

escuchase: –¡Muy generoso con las damas!... ¡No sería él quien nega-

se a una bonita rubia las esmeraldas de antes! La jovencita no dio ninguna importancia a las alusiones,

sin embargo tan claras, de la matrona, y comentó: –¿Por qué ese caballero os ha llamado baronesa, cuando

sois condesa, señora? –Porque soy viuda dos veces, ¡por desgracia! y me llama-

ba baronesa des Angles antes de convertirme en condesa de Grensbelt… ¡El duque de Chandor conoció a mi primer marido y, a menudo, se equivoca!

252 Llegaban a la plaza de la Ópera, y la Stenberg alabó el

monumento en el que Apolo, radiante hacia las alturas, ponía una nota de oro en el azul del cielo:

–¿Nunca has puesto los pies ahí dentro? –¿En la Ópera?... ¡No, nunca, señora! –¿Te apetece asistir a una representación? –¡Oh! sí, pues debe ser muy bello, y adoro la música! –¿Y el baile?... ¿Has ido a algún gran baile? –Sí, una noche, con mamá y mi hermana Simone, en el

municipio de los Batignolles, con motivo de una fiesta de bene-ficencia…

–¡Dejadme pues tranquila!... Tu fiesta de beneficencia se parecía a un baile como un impermeable a un abrigo de visón… ¡Ah! pequeña, no te puedes imaginar los esplendores de un bai-le, de un auténtico baile de la alta sociedad, los salones dorados, las flores, el incendio de las luces eléctricas, las damas vestidas de encajes, de satén, de terciopelo y de seda, el resplandor de las joyas, el elegante y alegre tumulto en el que se encuentran bri-llantes oficiales, banqueros muy ricos, diplomáticos, los unos y los otros apresurados alrededor de amables señoritas!... Se salu-dan, se baila, se cuchichea, y a menudo, los adoradores millona-rios olvidan la ausencia de dote y la propia pobreza ante la ju-ventud, la belleza y la gracia!

–Todo eso, señora, no podría interesar a una obrera del textil como yo!

–¡En eso te equivocas, pequeña! ¡Esta noche, te llevo al baile!

–¿La señora condesa se divierte? –No, no, no aún.. no del todo. Vamos a entrar en alguna

parte, y enviaré un telegrama a tu madre… –¡Imposible!... No tengo… La baronesa acabó la frase: –¿Vestido? Pues bien, te conseguiré un vestido… ¡y uno

muy elegante! –¡Señora! ¡señora!...

253 –¡Nada de observaciones! ¡No me evites la alegría de serte

agradable y útil! –¿Y vuestra amiga?... ¿Esa dama que nos espera? –Es precisamente con ella con quién iremos al baile… He

enviado mi vestido a su domicilio y allí también encontraremos el tuyo…

Hacía un momento que Raymonde se dejaba llevar hacia espejismos… ¡Oh! ¡qué dicha, al día siguiente, contar a Simone y a Liette las magnificencias a las que habría de asistir y entre-tener al padre con su relato!

Entraron en una pastelería, y comieron unos pastelillos re-gados con vino de España, mientras la baronesa expedía un tele-grama a la madre de Raymonde. Luego, volvieron a subir al coche y las dos paseantes circularon por el Bois, lo que consti-tuyó un nuevo motivo de maravilla para la obrerita.

Complaciente, Lischen le nombraba a los jinetes, a las amazonas, los conductores de automóviles. Raymonde se divert-ía con la nube de ciclistas que se deslizaban y enfilaban entre el tráfico rodado; y, allí aún, la baronesa recibió muchos saludos y sonrisas de caballeros y damas, mientras otras pasaban apartan-do la mirada.

Proxeneta y pupila, cenaron en un restaurante de los Cam-pos Elíseos, donde Lischen quiso deslumbrar a Raymonde, pero la muchacha se resistía a probar el champán que espumeaba en su copa.

Por fin, hacia las nueve, la Stenberg, acompañada de su joven y despierta mercancía, llamaba al primer piso de un magnífico inmueble, en la puerta de la Sra. Hermosa Álvarez, de la calle de Suréne.

Un criado en librea vino a abrir y condujo a las visitantes a un saloncito adornado con satén amarillo donde las esperaba la dueña de la casa.

Morena, y de la talla de Raymonde, Hermosa no parecía tener más de treinta a treinta y cinco años, aunque en realidad sobrepasaba los cuarenta.

254 Nacida en Andalucía, tenía los ojos negros llenos de lla-

mas, la piel ámbar de los españoles, y bonita, voluptuosa, la cin-tura fina y cimbreada, llevaba esa noche un vestido de satén amarillo, en armonía con el tapizado del salón, pero realzado con negros encajes, y sobre sus cabellos rizados en una especie de casco espeso y oscuro, se veía una enorme rosa, del mismo amarillo que la habitación y el vestido, y donde temblaba un diamante imitando una gota de rocío.

La española, medio tumbada sobre un diván, mostraba emergiendo de sus enaguas naranjas y negras, un pequeño pie calzado de satén “botón de oro”, y de una de sus bellas manos con sortijas destellantes, bajo las lámparas de luz, maniobraba un abanico de seda roja, ilustrado con una “corrida de toros”.

A la entrada de la baronesa y de Raymonde, no se mo-lestó, hizo un saludo con el abanico y murmuró con voz ronca de andaluza:

–Hola, condesa… ¿Me traéis a la persona de la que me habéis hablado?

–Sí, – respondió Lischen, – mostrando a la jovencita, muy emocionada, detrás de ella.

Hermosa Álvarez contemplaba a la recién llegada, y tras un exhaustivo examen:

–¡Cabellos de un bonito rubio!... Admirablemente mode-lada… Fresca y rosa… y ni dieciocho años!... ¡Bien!... ¡Muy bien!... Sonríe, niña, que vea tus dientes…

La Srta. Parigot permanecía aturdida por esa extraña re-cepción; sin embargo, para no disgustar a su futura protectora, esbozó una sonrisa.

–¡Bravo!... ¡Unas perlas!... – exclamó entusiasmada la es-pañola… – Ahora, niña, quita el sombrero para examinar mejor tus cabellos.

–Pero… señora… – balbuceó la virgen, vacilante y turba-da.

Los dedos de la Sra. Álvarez chasquearon: –¡Eh! ¡caramba! señorita, ¡no es tan difícil quitarte el

sombrero!

255 –Obedece, querida, – intervino la Stenberg, con su voz

dulce de mujer enérgica…–Esta querida amiga desea saber que tocado te sentará mejor para el baile.

Y, lanzando una mirada de inteligencia a la dueña de la casa:

–¿Pues se mantiene en lo que quedamos, verdad? … ¿Lle-vamos a esta amable joven al baile?

–¡Ya lo creo! ¡Y, carajo! ¡la pequeña bailará y se divertirá! Raymonde estaba intimidada en presencia de esa mujer

cuyos ojos negros tenían luces de brasa, y en la que ciertas acti-tudes, en medio de la delicadeza original, revelaban algo mascu-lino y dominador.

A una nueva invitación de la baronesa, la joven había qui-tado su sombrero, y la española se dirigió hacia ella.

Con gesto brusco, la Sra. Álvarez arrancó el peine que re-tenía los cabellos de «la invitada» y el abundante moño se des-prendió alrededor de Raymonde, envolviéndola por completo de un sedoso mantel de oro pálido.

Lischen estaba triunfal: –¿Y bien, qué me decís? –¡Caramba! ¡Soberbia! ¡Ese viejo chocho de duque va a

ser feliz! –¡Hum! ¡Hum! – interrumpió la baronesa. Y habiendo constatado que las frases, por lo demás pro-

nunciadas a su oído por Hermosa, no habían sido escuchadas por Raymonde, ella dijo zalamera:

–¡Querida, son las once!... Va siendo hora de que pensa-mos en el vestido de esta bonita niña.

–¡Oh! ¡muy sencillo!... ¡Lo más sencillo posible!... –declaró la morena Álvarez.

Las dos proxenetas mostraron una sonrisa cínica, y la Stenberg dijo a la Srta. Parigot:

–¡Ángel mío, esta velada y toda la noche, tenemos que di-vertirnos!... ¡Deja para mañana los asuntos serios, y que viva la alegría!

256 Pero el pensamiento de Raymonde volaba hacia el bulevar

des Batignolles, allá en lo alto, a una habitación del cuarto, y la «invitada» juntaba sus temblorosas manos:

–Señora condesa, papá está enfermo… No tengo alegría en el corazón… Por favor, ¡dejadme marchar!

–¡Tá! ¡ta! ¡ta! – ululó, muy amable, la baronesa, – tu padre no está más enfermo hoy de lo que lo estaba ayer, y le hará bien saber que has conseguido el trabajo… en excelentes condicio-nes… Tu madre está advertida… Hoy estás a mi cargo… ¡Yo te cuido! Señorita, es la hora del baile… Quítate el vestido; vamos a buscarte otro… y unas enaguas… ¡No te digo más!

La Sra. de Stenberg arrastró a su colega, y la jovencita quedó sola en el salón, prestando oídos a un ruido procedente de la habitación vecina, y que el grosor de las colgaduras y el doble acolchado de la puerta mitigaba.

Era una algarabía alegre de voces de hombres y mujeres, con sonidos cristalinos de vasos chocados y detonaciones de descorches.

Un vago terror invadió a Raymonde. La joven obrera lo dominó, sonriendo de sus temores imaginarios. ¿Por qué tenía miedo? Realmente, había que estar loca!... ¿Acaso la buena con-desa no se encontraba allí para protegerla?... ¿Y esas risas?... ¿esos cantós?... ¿esos choques de cristales?... ¿Y bien, qué? Per-sonas que se divertían en una casa vecina; ¡tenían derecho a di-vertirse!... ¡Esa dama de modales extraños y que parecía exami-narla, como se examina una mercancía!... Esa dama Álvarez… Original, extranjera, muy buena incluso, puesto que se interesa-ba en la humilde hija de un grabador, en una modistilla!... ¿Por qué temblar de ese modo?... ¿Por qué no dejarse conducir por esas honorables damas?... ¡Oh! sí, decididamente, ¡iría al baile!

Más tranquila, la jven arreglaba su peinado ante un espejo, cuando las proxenetas regresaron.

Traían un vestido de baile en satén azul y forro de fina ba-tista.

257 –¡Cómo!– dijo Lischen, risueña, –¿todavía no te has des-

nudado? Veo que la señorita necesita una doncella para que la ayude.

Y mostrando la ropa de gala arrujada sobre un sofá y que denotaban el repleto vestidor de ese hospitalario domicilio, a disposición de los clientes de paso:

–¡Hemos elegido un vestido azul!... ¡El azul le va muy bien a las rubias!... ¿Somos amables, eh?

Hermosa se había tumbado sobre el diván y encendía un cigarrillo.

Lischen abrazó a Raymonde y le desabrochó la blusa; pronto la falda y el corsé siguieron así como las enaguas, y la virgen se encontró solamente vestida con una camisa, cuyas mangas cortas y su ancho cuello dejaban al desnudo sus brazos, sus hombros y la parte superior de los senos que destacaban puntiagudos bajo la prenda blanca.

La baronesa palpaba todos esos tesoros de carne, llevada por un hábito profesional:

–¡Álvarez, mira esto! ¡Pero mira esto!... Un auténtico mármol de Paros, animado de un joven calor, y dulce!... ¡Puro terciopelo!...

Siempre acostada sobre el diván, la española aprobaba con la cabeza.

La Sra. de Stenberg anunció: –¡Ahora la camisa!... ¡La camisa, ángel mío!... ¡La bonita

camisa sedosa y bordada! La joven se revolvió, y cubriénsode en un gesto de pudor

instintivo, con el ligero tejido que todavía la cubría, exclamó: –¡No! ¡no, señora! ¡No quiero!... ¡No quiero! Hermosa brincó de su asiento: –¿No quieres? ¿no quieres? ¡Pues bien, vamos a ver! Y ella quitó, desgarrándola, la camisa a Raymonde. Entonces, la baronesa abrió la puerta acolchada, y, mien-

tras la española empujaba a la muchacha a la estancia contigua, Lischen exclamó:

–¡Ve y diviértete, mi pequeña!

258 Raymonde, un instante deslumbrada por las luces, vio, en

un comedor, brillante de lámparas eléctricas y flores, seis hom-bres en frac negro y cinco mujeres desnudas como ella y coro-nadas de rosas.

Tres de ellas, acostadas en unos divanes, fumaban cigarros o cigarrillos; las otras dos, sentadas sobre las rodillas de los amantes de paso, besaban sus bocas con sus labios impregnados de carmín y licores.

Allí estaba Zozó Patas al aire, Labios Gruesos, La Con-tendor, La Bizcochito, y, entre esas estrellas del Moulin-Rouge, una desconocida, una mujer mundana, tal vez, histérica y necesi-tada.

¿Los hombres? Eran amigos del duque de Chandor, el jefe de la elevada francachela parisina, en ausencia de un real y leja-no amigo, Su Alteza Real, Yephrem Florescovitch, príncipe de los Balcanes, terrible vividor.

Y él, Chandor, con el chaleco desabotonado, la corbata desanudada, medio borracho como los demás, y sin pareja, espe-raba a la recién llegada, apoltronado sobfre un sofá.

Desde que la virgen apareció, tambaleante, bajo el em-pujón de la española, él tendió sus brazos:

–¡Ven, ven querida!... ¿No me reconoces? ¡Soy yo al que has conocido antes en el bulevar!... ¡Vamos, ven hermosa!

La joven se apretaba contra la pared, cuyas rojas colgadu-ras ponían de relieve sus carnes vergonzosas, sonrojadas.

Con sus cabellos dispersos, sus grandes ojos abiertos, su boca torcida, y un estremecimiento que le corría a lo largo de sus miembros, era una estatua viva del Pudor ultrajado.

–¡Ah! ¡no quieres venir! – rugió Gaëthan, pues bien, en-tonces voy yo.

Él se adelantó, mientras Raymonde huía; el duque la atrapó: ella se defendió con sus brazos, sus piernas, sus uñas, sus dientes, y consiguió desprenderse todavía.

–¡Ayúdadme a atraparla! – gritó el aristócrata a sus ami-gos, que cantaban a coro:

–¡Arre! ¡arre!... ¡A por ella! – vociferaba Patas al aire.

259 –Sí, ¡arre! … ¡arre! – repetían hombres y mujeres… –

¡Arre! ¡arre! Se produjo una caza fantástica, brutal, salvaje. La jauría humana perseguía a su pieza humana, y las coro-

nas de las mujeres desnudas se deshojaban, dejando sobre las blancuras de la alfombra unas manchas rojas.

Uno de los hombres, en el piano, imitaba la trompa y fi-nalmente el alalí, pues Raymonde, jadeante, extenuada, se gol-peaba contra el marco de una puerta.

Chandor, loco de deseo, agarró a la víctima. –No podrá! – gritaba Labios Gruesos. –¡Podrá! – afirmaba Zozó Patas al aire. –Te digo que no! –Te digo que sí! El duque llevó a la pobre muchacha sobre la mesa; le dio

la vuelta. Bajaremos la cortina, no queriendo analizar este vergon-

zoso cuadro, pero afirmando que en nuestro relato – evocador de dramas judiciales – todo es cierto, salvo, claro está, los nombres de los miserables y de la víctima.

Los sirvientes vistieron a la Srta. Parigot con la ropa que

traía a su entrada en la casa de la calle de Surène. Se le ofrecieron unas monedas de oro que ella rechazó. Pero cuando se iba, llorando y llena de golpes, Raymonde

creyó oir la voz de la condesa de Grensbelt, en medio de la os-curidad.

Esta voz decía: –Querida, tu padre está afectado de parálisis… Una emo-

ción dolorosa puede matarle… Querida, tu amas a tu mamá, a tu hermano y a tus jóvenes hermanas… ¡Guarda silencio, querida, o nos vengaremos sobre todos los Parigot!

¿Dónde estaba la Sociedad: la Amiga de la Adolescente?

260 Por desgracia, esta guardiana de las inocencias no podía

estar por todas partes, a la vez, y las flores virginales cubrían camas y divanes, ¡sepulcros lujosos mojados de sangre y lágri-mas!

261

II Flor de París regresaba de su almacén de modas y llegaba

a su casa, en la calle Mont-Cenis, a la altura de Montmartre. La portera, la Sra. Adélaïde Turot, la detuvo en la escalera,

con grandes gestos de espanto: –¡Ah! ¡señorita Georgette!.... ¡Señorita Georgette!... ¡Si

supiese!... ¡Qué desgracia! La Srta. Lagneau pensó de inmediato en su madre a la que

había dejado, por la mañana, en un estado lastimoso para traba-jar, aunque ese día fuese domingo:

–¡Mi madre!... ¡Oh! ¡Dios mío!... ¿Está mal? – gimió la muchacha.

–No, señorita, no creo… ¡Se trata de otra desgracia que os cae encima… por desgracia!

–¿Otra desgracia?... ¡Pero, hable pues, señora Turot! –El hombre que han recogido esos bandidos del sexto y

del que esperamos desprendernos para siempre… El hombre que el otro día os ha dado tanto miedo… pues bien, ha vuelto… ¡

–¿Ha vuelto… a nuestra casa? –Sí, y no se ha vuelto a ir de vacío… Se ha llevado todo…

todo vuestro mobiliario… hasta vuestros pobres utensilios de cocina… en un carro tirado a brazo que empujaban por detrás ese bribón de Crío-Chuchín, ese pequeño crápula de Guapo-Nénesse y esa descarriada de La Rizos!

Georgette se exaltó: –¿Y usted no lo ha impedido? ¿Y usted no ha hecho dete-

ner a esos delincuentes, a esos ladrones?.... ¡Ah! ¡señora Turot, eso está mal!... ¡eso está muy mal!

Ella subía los primeros escalones, pero la portera se afe-rraba a su inquilina:

–No hemos podido hacer más, querida señorita… He hecho lo que he podido, y los vecinos también – pues todo el mundo os quiere en la casa – pero… el hombre hacía uso de su

262

derecho puesto que, por lo que parece, es el marido de la Sra. Lagneau!... Ha mostrado sus papeles… y como no debéis ni un céntimo al propietario y que vuestro alquiler está pagado por adelantado… no podíamos hacer otra cosa que cerrar los ojo0s y dejarle actuar…

Desprendiéndose del abrazo de la portera, Flor de París subió a su casa.

La Sra. Turot no había mentido: el domicilio estaba por completo vacío; no quedaba ni una silla, ni una manta; y, entre esas lamentables y desnudas paredes, donde, por lugares, el pa-pel más fresco indicaba el lugar donde se hacían encontrado los muebles más grandes, una mujer que lloraba, estaba allí de pie.

Apenas Georgette pudo distinguir los rasgos de su madre en aquella dolorosa criatura; pegada a la pared, el rostro san-grante, la cabeza inclinada, con mirada de loca, los cabellos en desorden, el vestido desgarrado, la Sra. Cathérine Lagneau, la vendedora de naranjas, la mujer del Terror, permaneció inmóvil a la entrada de su hija.

La joven obrera se precipitó hacia ella, rodeándola con sus brazos:

–Mamá, querida mamá, ¿por qué me miras así? ¿No me reconoces?

Cathérine le dijo con una voz llena de angustia: –¡Sí, hija mía, te reconozco!... ¿Cómo podría olvidar el

único bien que me queda en la tierra? Luego, abarcando con un gesto el domicilio devastado: –¿Lo ves, Georgette? ¡Nada! ¡Ya nada!... Ha tomado todo,

ese monstruo se ha llevado todo! Pero Flor de Paris examinaba las marcas sangrantes del

rostro de su madre: –¿Te ha pegado? –Sí… brutalmente… pues traté de defender… mi bien…

lo que es tuyo, hija mía!... Tres o cuatro rasguños… ¡Eh! ¿qué es eso comparado con nuestro desastre?

–¡Había que gritar, pedir auxilio!

263 –Para alborotar toda la casa… para que se sepa que tengo

la desgracia de ser la mujer de semejante bandido?... ¡Nunca! ¡nunca!

–Por desgracia, – suspiró Georgette – ese secreto que querías mantener a riesgo de tu vida, ya no nos pertenece!... Claude Mathieu ha hablado… Ha dicho – antes del expolio– que ha hecho valer sus derechos y reveló los lazos que nos unían!

–¡Qué vergüenza!... ¡Dios mío, qué vergüenza! – gimió la Sra. Lagneau, con la frente entre sus manos.

Y, valiente, enérgica: –Bajemos, Georgette, ¡vámonos!... No quiero quedar un

minuto más en esta casa! Llevaba a su hija hacia la puerta, y la joven obrera intenta-

ba tranquilizarla. –Mamá, quieres abandonar esta casa, pues bien, la aban-

donaremos… pero no hoy… Estás demasiado débil… demasia-do excitada… Y además, ¿a dónde iríamos? ¿Al hotel?... ¿A una pensión?... No se nos admitiría sin exigirnos un adelanto… No tenemos dinero, y no cobraré hasta dentro de tres días en casa de la Sra. Gerbaud… Nada está perdido, mamá, cuando se tiene valor, y tu hija sabrá reparar el daño que nos ha hecho ese mise-rable!

La vendedora de naranjas no la escuchaba, y arrastrándola siempre, como enloquecida:

–¡No!... ¡Vamos!... ¡Quiero irme! ¡Aquí, moriré de ver-güenza!

–¿Lo quieres? ¿Lo quieres de verdad? – dijo resignada, la antigua amante de César Brantôme.

–¡Sí!...¡Es necesario! –¡Está bien! Vayámonos… pero déjame antes hablar con

los vecinos del sexto… –Con nuestros vecinos del sexto, esos canallas? ¿Y por

qué, Georgette? –Han ayudado a Claude Mathieu a robar y a transportar

nuestros muebles. Deben saber donde vive el miserable… y en-tonces..

264 –Catherine dejó caer sobre su hija una mirada de irónica

piedad: –¿Entonces… te dirigirás… a ese protector al que desco-

nozco… que debía ponernos al abrigo de Claude?...¡Ah! ¡si que ha mantenido bien su promesa!... ¡Te aconsejo que se lo vayas a agradecer!...

Un ardor más vivo besó las mejillas de Flor de París. ¡To-car a César era para ella ofender a Dios!

–El Sr. Brantôme, – dijo – mantiene siempre sus prome-sas, y no es culpa suya, si, a pesar de las numerosas gestiones, no ha logrado todavía encontrar al bandido que probablemente se oculta como una bestia salvaje perseguida!

Unas voces – las del Crío-Chuchín, del Guapo-Nénesse y de la Rizos – cantaban en la escalera el estribillo de una poesía en argot: La Lunette, atribuida a Lacenaire:

La víctima llega La cabeza se le siega; Y, todo lo que puede, se roba de la

casa. Hay denuncia a los agentes y luego toda la gente, divertida, a veros guillotinar, pasa!

Georgette salió para alcanzar a los vecinos, sobre el rella-

no. Ellos saltaban, vacilando a cada escalón, manteniéndose juntos por el brazo; y a sus miradas, a su rostro congestionado, la joven vio que habían comido y bebido en exceso.

–Un momento, os lo ruego, – señor Eugène – dijo Flor de Paris al Crío-Chuchín, dominando el horror que le inspiraba el personaje.

El trío se detuvo, y el amante de la Rizos, llevando la ma-no a su sombrero, un sombrero de seda, muy original, media parte roja y la otra azul, hizo el saludo militar:

–¡Honor a la belleza! ¿Acaso la chavala ha reflexionado respecto a la petición del anciano? Si es así, habría que contar-lo… ¿Me voy raudo a avisar a ese bobo de Bola en la Espalda?

265 –¿Me queréis escuchar un instante? – dijo Georgette. –Creo que te escucho, señorita Flor de Paris!... No siempre

se tiene ocasión de charlar con una nena tan pinturera… A saber lo que el viejo caballero ha prometido a Bola en la Espalda…

La joven obrera lo interrumpió: –¿Habéis participado antes en el robo de nuestros mue-

bles? –¿Hablas de los muebles que pertenecían a ese viejo de

Terror de Montparno?... No hay nada que ocultar… ¡Todo el mundo lo ha visto!

–Quisiera saber a dónde los habéis transportado. Ante esa indiscreta pregunta, el Crío-Chuchín, el Guapo-

Nénesse y la Rizos fueron presa de una gran carcajada; se re-torcían, ebrios de alcohol y alegría, y no fue más que al cabo de un rato, y a la reiterada demanda de Georgette, que Eugène pudo declarar:

–¿Y el secreto profesional?... Vamos con la espabilada… ¿Y el secreto profesional?

–¿Entonces, no queréis responderme, señor Eugène? El Crío se quitó su extraordinario gorro y se inclinó, biza-

rro, ante la muchacha: –Señorita Flor de París, a pesar del respeto que os debo,

así como a vuestra honorable madre, la Sra. Lagneau, me veo obligado a deciros: «¡Tararí!»

–Y yo también! – dijo la Rizos. –Y yo! – concluyó el Guapo Nénesse. Y los tres, brazos abajo, brazos arriba, bajaron las escale-

ras, cantando:

La víctima llega La cabeza se le siega; Y, todo lo que puede, se roba de la

casa. Hay denuncia a los agentes y luego toda la gente, divertida, a veros guillotinar, pasa!

266 Ahora, Flor de París, ayudaba a su madre a limpiar las

heridas de su rostro en una cubeta abollada, único utensilio de-jado por Mathieu, como un objeto sin valor.

Georgette trató una vez más de retener a la vieja, pero la vendedora de naranjas fue inflexible y las dos desgraciadas abandonaron la vivienda, ayer bien amueblada, hoy vacía, y no teniendo en su activo más que la ropa que llevaban puesta.

Abajo, en el patio y, no obstante la resistencia de Georget-te, la Sra. Lagneau quiso recoger su carro medio lleno de naran-jas, y, pronto, los habitantes del barrio pudieron oír a Catherine anunciando su mercancía:

–¡La buena naranja! ¡Compren naranjas! Pero esos gritos, de ordinario alegres, ese día estaban ve-

lados de lágrimas. Tras haber entregado la llave del piso a la portera, Flor de

París siguió maquinalmente a su madre, a un centenar de pasos; y, mientras la humilde comerciante empujaba el carro por la calzada, la joven obrera caminaba, soñadora, por la acera.

Georgette no se preocupaba por el futuro y se sentía ani-mosa: encontraría el medio de recuperar la modesta comodidad que, a base de ahorro y trabajo, llegó a procurarse, y, esta vez, sabría guardar los muebles de su atormentador. Pero, ¿y hoy?... ¿esta noche?... ¿ahora mismo?... ¿A dónde ir?... ¿Qué hacer?...

Con los ocho centavos que le quedaban el bolsillo solo se podría pagar por adelantado una quincena en un albergue; y los ocho centavos ni siquiera podrían pagar unas camas en un hotel de mala muerte.

En la casa Fradin, de la calle Saint-Denis, donde, por vein-te céntimos, el inquilino tenía derecho a una sopa y a acostarse sobre unos tablones, no aceptaron a las mujeres; y si querían dormir, deberían ir a la otra orilla del Sena, al Matelas-Épatant, entre ladrones, asesinos, o bajo los puentes, e en alguna vaga hospitalidad nocturna.

En cuanto a los ingresos de la madre, no había que contar con ellos: una lluvia fina, glacial, no inspiraba demasiado a los transeúntes el deseo y el gusto por las ricas naranjas.

267 La Srta. Lagneau pensó por un instante en implorar un

préstamo a la Sra. Gerbaud, pero consideró que durante esa ve-lada del domingo, el almacén estaría cerrado y a la patrona no le gustaba ser molestada en su domicilio particular.

¿Y el nuevo protector, el marqués Valentín de Beaugency? ¡No!

¿Entonces, qué?... ¿Acudir a César Brantôme? Precisamente, tras un largo caminar por las avenidas cir-

cundantes, Cathérine, extenuada, rota, regresaba al bulevar Ro-chechouart, con la esperanza de vender un poco de su mercancía cerca del Moulin-Rouge, del que ya se veía, a lo lejos, girar sus aspas.

–Sí, eso es – murmuró Georgette – Voy a volver a casa de César y le pediré…

Se interrumpió, vociferando: –¿Limosna?... ¿Limosna?... ¿A él? ¿Yo?... ¡Oh! no.

¡Jamás pasaré esa vergüenza!... ¡Prefiero mendigar en la calle!... ¡Prefiero morir!

Y sin detenerse, pasó ante el taller del escultor. Inconsciente de la lluvia que la empapaba, Georgette con-

tinuó su lamentable camino, seguida de lejos, y con mirada an-siosa, por la vendedora de naranjas. De vez en cuando, la pobre Cathérine se desequilibraba, y se escuchaba su voz entre los mil ruidos de la calle, anunciando – inútilmente siempre– su mer-cancía.

Bajo el chaparrón más intenso, la circulación se hacía in-segura, peligrosa; los coches circulaban en un mar de fango, salpicando a los peatones, y a las terrazas de las cervecerías, cafés y tugurios, los consumidores gozaban con el intercambio de insultos entre los cocheros y la gente, mientras que a lo largo de los árboles que comenzaban a brotar, unas muchachas levan-taban sus faldas hasta las rodillas y abrían sus paraguas multico-lores.

Una de ellas dijo a Georgette cuando esta pasaba: –¡Hola, señorita Flor de Paris¡… ¿Cómo va eso?

268 La Srta. Lagneau, interpelada, reconoció a la Rizos. Iba a huir; pero, la otra, divertida, le cortó el paso: –¿Has abandonado la casa, señorita Flor de Paris? ¿Y tus

muebles?... ¿Dónde están tus muebles?... ¿No deseas saberlo?... ¡Hay que preguntárselo al Terror de Montparno!... Seguro que se apresurará a decírtelo… Y además… siempre te queda la es-peranza de denunciarlo en la Comisaría!

Para evitar a la entrometida, Flor de París acababa de dejar la acera para bajar a la calzada, pero un obrero que pasaba la agarró bruscamente y la echó hacia atrás.

–¿Señorita, quiere matarse? Un coche, sin conductor, llegaba a toda velocidad, con el

caballo desbocado, furioso y vengador. En el mismo lugar en el que el obrero había apartado a Georgette, el coche chocó contra el borde de la acera, saltó y el animal, prosiguiendo su enloque-cida carrera, en medio de gritos de la asistencia, fue a precipitar-se contra el carro de Cathérine.

Flor de París, lívida de emoción y dolor, vio a su madre atropellada por el caballo.

Corrió desesperada hacia su madre. Brutalmente, un hombre hercúleo, con barba negra, vesti-

do como un burgués, tocado de un sombrero hongo y llevando en la mano un enorme garrote, la detuvo tomándola por el brazo; y mitad risueño, mitad serio:

–¡No tan rápido, hermosa!... ¡A mí no me la juegas! Georgette creyendo haber topado con algún transeúnte bo-

rracho, trataba de desprenderse del abrazo: –¡Déjeme, señor! Se lo suplico, ¡Déjeme, por favor!... ¡Mi

madre está herida… tal vez muerta! … ¡Déjeme!... ¡Suélteme! El hombre no cejaba: –¡Todo eso son tonterías!... ¡Por fortuna uno no ha nacido

ayer!... ¡Hace más de un cuarto de hora que te vigilo! Con una fuerza redoblada por la desesperación, la joven y

honorable obrera se debatía. Pero el hombre gruñó:

269 –Vamos, especie de arrastrada, no te resistas… Debes sa-

ber que no te va a servir de nada faltar al respeto a las Costum-bres.

¡Costumbres! Ese individuo que la detenía con su fuerza hercúlea pertenecía a la policía de la salvaguarda de la moral y buenas costumbres. La tomaba por una prostituta, por una de esas casquivanas reunidas allí, hacía un instante.

Protestó, indignada: –¡Señor, soy una mujer decente! –¡Las mujeres decentes no acosan a los hombres en la ca-

lle, y no cotorrean con las otras furcias! –¡Eso no es cierto! ¡Yo no hacía eso! –Si no es así, – dijo sarcástico el policía – ya lo explicarás

en la Comisaría, y se te pedirán excusas… Mientras tanto… ¡vamos!... ¡Ya has hablado bastante!....

Se la llevaba; Georgette gritó: –¡Socorro! ¡Socorro! ¡Socorro!... ¿Y mi madre?... ¿Y mi

madre?... –Sí, ¡tu madre, tu padre y tu hermana! Numerosos individuos, los chulos de las «errantes» rodea-

ban al agente y a su víctima. Acudieron para defender a aquella que se debatía, pero no

reconocieron a una de sus «fulanas»; con las manos en los bolsi-llos se divertían; y entre ellos de distinguía al Crío-Chuchín y al Guapo-Nénesse, llegados del bulevar Rochechouart, para con-trolar a la Rizos y a la Remolacha.

En el momento en el que el policía, al que se habían unido dos de sus colegas, llevaba a Georgette, la desdichada obrera percibió a sus vecinos de la calle de Mont-Cenis; y, desesperada, solicitó su ayuda.

Ernest tuvo un generoso impulso. –¡Muerte a los maderos! – gritó, tratando de arrastrar a los

camaradas. Pero el amante de la Rizos lo detuvo: –Aunque es un error, deja a esa idiota que se las arregle

con «el gran Jules» (policía de costumbres)… Eso le enseñará…

270

Vamos a ver a la otra que ha sido atropellada… ¡Eso es más cojonudo!

Los dos amigos se tomaron por el brazo y llegaron al lugar del accidente, cuando se transportaba a la Sra. Lagneau a una farmacia vecina.

–¡La hija detenida y la madre atropellada! – dijo Eugène al reconocer a la vendedora de naranjas – Esto ni siquiera se ve pagando en el teatro de los Batignolles.

Un policía municipal anotaba el número del coche y pre-guntaba:

–¿Hay testigos del accidente? –Yo – respondieron al unísono que varias personas Eugè-

ne y Ernest, que no habían visto nada, pero que estaban bien dispuesto a disfrutar del pequeño espectáculo.

Y además, al declararse los vecinos de la víctima, eso les daba importancia.

–¡Esta bien! ¡Venid!–ordenó el agente. El Crío-Chuchín y el Guapo-Nénesse siguieron al lúgubre

cortejo y entraron con los privilegiados en la oficina, mientras los guardias establecían un cordón y mantenían a los curiosos delante de la puerta.

Catherine, pálida e inmóvil, permanecía extendido en el parqué, y el farmacéutico y sus ayudantes le prodigaban los pri-meros cuidados, mientras aguardaban la llegada del doctor.

Pronto, un médico del barrio, amable anciano, entró acompañado por un agente, y se pudo a examinar a la Sra. Lag-neau.

Las heridas de la vendedora de naranjas eran serias, pero no mortales: un brazo roto, dos costillas hundidas y numerosas contusiones.

–¿Alguien aquí conoce la dirección de esta pobre mujer? – preguntó el médico, tras haber terminado las curas necesarias.

Un agente respondió: –No, señor doctor, pero… es una vendedora ambulante.

Hemos tomado nota del número de su carromato y en la Comi-saría establecerán cual es domicilio.

271 –¿No llevaba encima ningún documento? –Ninguno. –Yo sé la dirección de la Sra. Catherine Lagneau! – dijo el

Crío Chuchín – Es el mío… Soy su vecino y la buena señora me honra con su amistad!

–¡Bien, habla!... ¿Cuál es la dirección? –Calle de Mont-Cenis, 223. –¿Vive sola, la Sra. Lagneau? ¿Tiene familia? –Tiene una piba… perdón… una hija! ¡Ha partido esta

tarde para el campo! –Incluso la hemos visto irse!– añadió el Guapo-Nénesse,

haciendo coro con su alegre amigo. –¡Reservad vuestra hilaridad para otras circunstancias! –

observó el médico. Y, volviéndose hacia un brigadier de los guardias: –Hay que transportar a esta desdichada al hospital de La-

riboisière… Telefonee para que se envíe de inmediato aquí una ambulancia, acompañada de un interno:

Luego, dirigiéndose a Eugène y a Ernest: –¡Vosotros largaos de aquí, y rapidito! ¡No me tenéis

buena pinta! Vejado, el Crío-Chuchín mascullaba insultos, pero el

Guapo-Nénesse, más prudente, arrastró al camarada. Ya en el bulevar, el amante de la Rizos se burlaba: –¡Qué divertido, viejo!... En la misma noche, la hija a la

cárcel y la mamá al hospital!... Se diría que las pibas les han echado mal de ojo!

–Tal vez debiésemos avisar al Terror que su mujer está en el hospital.

Eugène tuvo un gesto de soberana piedad: –Siempre serás un bobo, Nénesse… ¿Qué le puede impor-

tar al Terror de Montparno que su legítima pase o no pase al otro barrio, puesto que ya ha heredado por adelantado la ropa y el mobiliario!

272 Daban las ocho en el reloj del colegio Rollin. El Crío ofre-

ció a su inseparable ir a picar algo a las Dos Palmeras, su garito de la calle Ramey.

Ernest rechazó la propuesta: –Nada de diversión, esta noche… ¡Tengo negocios! –Sí, lo olvidaba… Hoy es 15, y la mujer amarilla debió

acudir a casa de la tía Turot para entregarte la pasta!... Pues bien, vamos a ver cuánto es, y , en lugar de ir al garito de las Palmeras, iremos a tomar algo con la Rizos y la Remolacha, a casa del tío Sumatra, al Papagayo Gris… ¿Vale amigo?

–Me parece bien, pero temo que de un momento a otro, esa mujer deje de darme la pasta.

–¿La has visto alguna vez? –No… todavía no… pero Deläide dice que la mujer amari-

lla se parece a una mona: según parece tiene los ojos del diablo. –¿Y qué importa eso, mientras largue? –¡Oh! nada… De todos modos me gustaría más tener ne-

gocios con una tía más blanca y rolliza. Caminaban bajo la lluvia, observando, canturreando, y,

después de dos altos en sendos bares, por eso de no perder la costumbre, llegaron a la calle de Mont-Cenis.

De inmediato, Ernest Lampier, llamado el Guapo-Nénesse, preguntó a la portera:

–Y bien, Sra. Deläide, ¿ha venido la mujer amarilla? –Sí… hace una hora. –¿Y ha dejado algo para el menda? –Nada de nada. –¡Ah! ¡mierda! – vociferó Ernest. –¡Oh! sí, ¡la puta! – mugió el Crío-Chuchín, tan entristeci-

do como Lampier. La Sra. Turot añadió: –No ha dejado nado, pero desea verte. –¿A mí? – dijo Eugène, sonriendo, con el corazón en la

boca.

273 –No… al Guapo-Nénesse… Va a regresar de un momento

a otro; pero no quiere hablar más que con el Guapo-Nénesse, allá en vuestro cuarto…. Tiene cosas personales e interesantes que decirle.

–¡Venga ya! – dijo el chulo de la Rizos… – ¿Tengo que irme? Que no fastidie…

–¡Cierra el pico… ¡Aquí está!... Aquí llega la dama amari-lla! – dijo solemnemente la portera.

Y con gesto amplio, mostró a Isis, que bajaba del coche, ante la puerta, en su bizarra indumentaria.

El Crío-Chuchín manifestaba una alegría delirante: –¿Esto, una mujer?... ¡Oh! ¡esto es más bien un carnaval! Pero la egipcia ya caminaba con paso rítmico hacia Adel-

äide: –¿Ha regresado? – preguntó con acento gutural. –Sí, señora, ¡aquí está!– respondió la madre de Zozó Patas

al aire, señalando al figurante del teatro de los Batignolles. Isis miró de arriba abajo ampliamente al Guapo-Nénesse,

y sus ojos, sus ojos de pitonisa, se inflamaron de ardientes fulgo-res.

Ella preguntó: –¿Os llamáis Ernest Lampier? –Sí, bella dama – sonrió el otro, con un pequeño aire dis-

tinguido. –¡Y Guapo-Nénesse por el sexo! – intervino Eugène. La extranjera gruñó: –No me dirijo a ti… ¡Cállate! Y a Ernest: –Deseo hablaros, joven… ¿Me queréis acompañar hasta

vuestra habitación? –Es bastante arriba… en el sexto, – objetó la Sra. Turot,

amable, y presa de curiosidad por saber lo que la mujer amarilla venía a decir a su inquilino… – Si la señora quisiera utilizar mi casa…

Isis, tras un gesto negativo, se dirigió a Lampier y con to-no imperioso que no permitía ninguna réplica, dijo:

274 –Mostradme el camino; os sigo… y rápido. ¡No tengo

tiempo que perder! El Guapo-Nénesse y la egipcia desaparecieron por la esca-

lera. En el sexto piso, Ernest introdujo a su visitante en el

desván que compartía solo con Rose Boursin, llamada la Rizos, y Eugène, desde la marcha de Claude Mathieu.

Sin prestar la menor atención al decorado, la egipcia se instaló en una silla e invitó a Lampier a sentarse a su lado.

El ex alumno del Terror obedeció, y se produjo un largo silencio mientras el cual Isis permaneció seria, con los ojos im-placablemente puestos en los ojos del Guapo-Nénesse.

Ante la extraña actitud de esa mujer, Ernest dijo, turbado: –¿Veamos, de que quiere hablarme, señora?... No me ha

acompañado hasta aquí para que nos mirásemos al blanco de los ojos…

Ella no respondió, conservando una inmovilidad de esta-tua, con la mirada siempre dirigida a los ojos del hombre.

Nuestra Isis añadía a sus otros méritos un talento para la hipnosis que no tenía igual entre los Donato y los Cumberland, y habría podido rivalizar con los maestros de la escuela de Nancy y de la Salpêtriere.

Hizo algunos pases magnéticos alrededor del sujeto, lue-go, extendiendo el brazo, ordenó:

–¡Dormid! Él resistía: –¿Estáis de broma? ¿Por qué queréis que sobe? –¡Dormid! ¡Os lo ordeno!... ¡Dormid!... Vencido por el fluido, él no se movió. Sin embargo, el apuesto muchacho todavía no estaba dor-

mido y le parecía que mil lazos invisibles le retenían sobre la silla, mientras veía las manos de la gran egipcia extenderse a su alrededor, y subir y descender para volver a subir.

–¿Estáis dormido? – preguntó Isis.

275 Lampier se animó en un supremo esfuerzo: –¡No! ¡No! ¡No quiero!... ¿Sois la mujer del diablo? –¡Quiero que os durmáis! ¡Os ordeno dormir!... ¡No pod-

éis hacer otra cosa que dormir! Y, al cabo de un instante: –¿Dormís? –Sí, duermo, – respondió el amigo del Crío-Chuchín, con

voz completamente cambiada. –¡Levantaos y seguidme! –¡Imposible! ¡Se me ha atado a la silla!... ¡Me duele!...

¡Me…! Isis se acercó al durmiente y le sopló primero en el brazo,

luego sobre la frente, y el Guapo-Nénesse pareció experimentar una agradable sensación.

–¿Ya no os duele? – dijo la egipcia… – ¿Ya no estáis ata-do a la silla?

–¡Oh! ¡no! –¡Entonces, en pie y venid! Ernest se levantó lentamente, y con ese paso mecánico de

los seres bajo el influjo de la hipnosis, siguió al «alma condena-da» de la generala Antonia.

En el patio, Eugène, divisó con la Sra. Turot a su compa-ñero pasar:

–¿A dónde vas? ¡Llévame contigo! ¿Vas a pasar la noche con la señora?

Y, furioso de que el otro se fuese, impasible, sin mirarle ni responderle:

–¡Maldita sea!... La mujer amarilla le ha cortado la lengua, y ahora me ignora… En verdad que no hay amigos!

Sin ninguna resistencia, el Guapo-Nénesse subió con la egipcia al coche que esperaba ante la puerta, y el cupé se alejó al gran trote de dos magníficos orloffs.

Algunas horas después, al despertar, Ernèst Lampier se

creyó transportado a un país maravilloso.

276 Acostado sobre un diván de satén negro, con flores desco-

nocidas a su alrededor, deslumbrantes luces y perfumes quemándose en urnas de oro, estaba vestido con un traje oriental de seda blanca, constelado de piedras preciosas.

Muy cerca del joven, tres mujeres, con los rostros velados y los cuerpos cubiertos de telas sedosas y transparentes, con los brazos y piernas desnudas, permanecían arrodilladas sobre unos cojines; una de ellas tenía un laúd y cantaba, mientras las otras dos agitaban suavemente por encima de la cabeza de Ernest sus abanicos de plumas multicolores.

Con voz grave y llena de armonía, la cantante ejecutaba una canción de amor que el Guapo-Nénesse escuchó hasta el final, sumido en un extremo encanto.

Y cuando hubo terminado, él dijo: –¡Por el amor de Dios!... ¡Qué sueño es este?... Sí, por

desgracia todo esto es un sueño… ¡Uno se acostumbraría a este lujo!

–¿El señor se ha dignado a hablar a su humilde sirvienta? – pronunció a su lado, y con una voz muy dulce, una de las oda-liscas que manejaban los abanicos.

–¡Vamos, esto continúa! – murmuró el camarada del Crío-Chuchín y de la Rizos.

Y a la mujer con velo que acababa de dirigirle la palabra: –¿Por qué me llamas tu señor, piba? ¿Por qué no me lla-

mas Ernest o Guapo-Nénesse, puesto que ese es mi nombre? –Si me está permitido hablar y vivir, Vuestra Alteza debe

estar aún bajo la impresión de un mal sueño, pues olvidáis el nombre de vuestro ilustre padre, Su Majestad Abdul-el-Sabir.

El antiguo alumno del Terror de Montparno respondía, di-vertido:

–¡Ah! papá se llama Abdul-el… ¿cómo dices? Y yo que creía que mi viejo se llamaba Alfred… y Lampier.

–¡Oh! ¡señor! –Después de esto, mi vieja tal vez le haya puesto los cuer-

nos con tu sultán, al pobre diablo!... Y soy el bastarde del señor Abdul-el-Lo que sea!

277 –Abdul-el-Sabir – rectificó la odalisca. –¿Y tú, cómo te llamas, piba? –Fathima, señor. –Vaya! Como en la feria de Montmartre, entonces? Había

una Fathima en una barraca!... Descubre un poco tu cara, para ver si eres tan rolliza como ella.

Sin hacerse de rogar, la oriental dejó su abanico, arrojó su velo plateado y mostró su rostro, un rostro encantador y risueño, que muchas personas hubiesen podido reconocer por el de la duquesa Berthe de Chandor.

El Guapo-Nénesse exclamó, extasiado: –¡Oh, Fathima, sí que eres hermosa! Eres más hermosa

que la de la feria! Se golpeaba en los muslos; disfrutaba alegremente sobre el

negro satén del diván: –¡Esto es cojonudo! Un poco más tranquilo, se dirigió a las otras dos mujeres: –Y vosotras, decime vuestros nombres, y enseñadme vues-

tras jetas! –Yo me llamo Mirza, – dijo, muy graciosa, la baronesa

Cécile des Gravières, quitando sus velos. –¡Y yo, Nadjoura! – proclamó la generala, con el rostro li-

bre, estremecida de lujuria. Y al observar a la Sra. Le Corbeiller, el Guapo-Nénesse,

medio loco, saltó del diván al medio de la habitación: –La dama de la Abadía de Théléme y del Moulin-

Rouge!.... ¡Rayos y truenos! ¡Pellizcadme! ¡Mordedme! ¡Despe-llejadme… Quiero saber si estoy chiflado o sueño!

Y como las damas no ejecutaban su orden, se pellizcó a sí mismo la oreja hasta que sangró y exhaló un grito de dolor:

–¡Fuuh!... ¡Las pibas son reales!... ¡Oh! estoy borracho o he perdido la cabeza!

La Sra. Barba Azul enlazaba a Ernest con sus brazos des-nudos y murmuraba:

–¡No, no sueñas! Eres nuestro señor, y nosotras tus escla-vas!

278 –Entonces, si que creo que soy Ernest Lampier y que sue-

ño. –Señor, mírate en ese espejo – dijo la generala, presentan-

do al hombre un espejo de plata, – y dime si el triste individuo que tú crees ser llevaría, con esta distinción y ese encanto, los ricos vestidos que ponen de relieve tu juventud y belleza.

–Es cierto, señora… En el teatro de los Batignolles, uno no está tan elegante!

–¡Habla! ¡Ordena! Y todo lo que ordenes será obedecido! –¡Tengo hambre!... ¡Quiero jalar! – dijo Ernest, deseoso

de experimentar su poder. La viuda del general presionó un timbre, y de inmediato,

dos criados vestidos también con trajes orientales, entraron lle-vando una mesa cargada de flores, de vinos y de vituallas.

El Guapo-Nénesse ya no intentaba comprender, y observó, delirante de alegría ante las magnificencias del servicio:

–¡La hostia!... ¡Voy a jalar!... ¡Y qué aproveche! –¡Qué aproveche! – repitieron amablemente las tres muje-

res. Y, según la expresión de Ernest, se jaló. Se jaló, como nunca el joven chulo había jalado, incluso

en casa del Chuchín, incluso en las Dos Palmeras, incluso en casa del Terror, incluso en el Papagayo Gris.

Las bóvedas del pequeño palacete de la avenida de Orle-ans se habían habituado a los ecos de las orgías romanas y los altos espejos de sus misteriosos salones reflejaban casi cada no-che escenas dignas de las más descaradas bacanales. Se vio pa-sar por allí, en una alegre medianoche, a Daniel Bardy, el tenor de la Gaîté-Rochechouart, y Polydor Vélu, jinete en el Circo Fernando, la misma noche en la que, antes de retozar con esos vividores, la Sra. Le Corbeiller intentó llevar allí, – sin conse-guirlo – al gran artista Brantôme.

Diana, Octavia, Regina, ese trío de bacante, dejaron allí mucho otros amantes de paso.

En esa casa, abierta a todos los desenfrenos, nunca se vio semejante cuadro lujurioso: el Guapo-Nénesse mostró que si

279

tenía la belleza de Apolo, podía enorgullecerse del vigor de Hércules.

Fathima, Mirza y Nadjoura, – esta más que las otras, – amaron al hijo de Abdul-el-Sabir.

Pero la generala, en sus más grandes orgías, no olvidaba los asuntos serios.

Ernest debió seguir a la Sra. Barba Azul a una sala vecina donde, antes de vestirlo, las mujeres le bañaron.

A una señal de la generala, Isis caminó hacia el efebo y ordenó con el brazo extendido:

–¡Dormid! Ya, bajo la acción del fluido y, después de unos estreme-

cimientos el joven permaneció inmóvil. Entonces, por la voz de su esclava, la Sra. Le Corbeiller

interrogó al Guapo-Nénesse: –¿En el ambiente de proxenetas y delincuentes en el que

vives, Ernest, conoces a un hombre fuerte, determinado, capaz de todo por dinero?

–Sí, conozco a uno, – respondió el amante de la Remola-cha, – un tipo duro que mataría a un infeliz por cinco francos.

–¿Cómo se llama? –¡Claude Mathieu, el Terror de Montparno! –¿Dónde vive? –Lo sé, pero no quiero decirlo. –¿Por qué? –Porque me lo ha prohibido. –¡Vamos, habla! ¡te lo ordeno! – insistía la egipcia, sa-

turándolo de fluido. –¡No! ¡no! ¡No me comeré el marrón! Se estremecía, vacilaba, pero la lucha era imposible, y, a

una nueva orden de Isis, el chulo balbuceó: –Vive en la calle del Bac-d’Asnières, número 27… Allí

fue dónde transportamos sus muebles… pero, en la calle del Bac-d’Asnieres, él ya no se llama ni Claude Mathieu… ni el Terror de Montparno… Se llama François Denis.

280 –¿Es todo lo que la ama quiere saber? – preguntó la escla-

va a la generala. –Sí, todo. –¿Debo despertarlo? –Ni se te ocurra!... Hay que llevarlo hasta la puerta de su

domicilio, y dormido. –Bien, ama. Tan dócilmente como llegó, el Guapo-Nénesse subió en el

coche con Isis. La egipcia lo dejó en la calle Mont-Cenis, delante de su

puerta, y le ordenó que se acostase, sin despertar a nadie. Cuando el ex alumno de Claude Mathieu entró en su

desván, la Rizos y el Crío-Chuchín, muy borrachos, roncaban como órganos.

Ernest se echó en la cama, y al día siguiente, despertándo-se, liberado del sueño magnético, anunció a sus camaradas:

–¡Menudo sueño que acabo de tener! El Guapo-Nénesse, siempre alojado en casa del Crío-

Chuchín y compartiendo sus favores entre la Remolacha y la Rizos, raramente trabajaba en el teatro de los Batignolles: le gustaría actuar sobre un escenario más lujoso y sugestivo.

Y, precisamente, Daniel Bardy, el tenor de la Gaite-Rochechouart, al que hemos visto en casa de la Sra. Barba Azul, en el palacete de la avenida de Orleans, con su amigo Polydor Vélu, el jinete del circo Fernando, hablaba de organizar el teatro de las Mil Maravillas.

281

III La Sra. Barba Azul no ejecutó de inmediato el abominable

proyecto que debía perder para siempre a la dulce y casta niña de la que ella era una segunda madre.

La terrible generala quería actual diplomáticamente, evitar las menores sospechas que la relacionasen con la aventura, y por eso tenía que representar junto a Éve, a César Brantôme, y sobre todo ante el marqués Valentin de Beaugency, ese vigilante pro-tector de la joven, una gran comedia. La representó como no lo hubiese hecho la mejor de las artistas.

Y, a pesar de la impaciencia del duque Melchior de Javer-zac, más que nunca abatido por la miseria, y las insistencias de Ovide, a pesar del secreto deseo que ella experimentaba de aca-bar con su pupila y venderla al proxeneta para borrar las graves irregularidades de la tutela permitirle por fin gozar de César, ella caminó prudentemente a lo largo de una peligrosa vía.

Todos los domingos y algunos jueves, la Srta. Éve Le Corbeiller iba al palacete de la calle Saint-Dominique, y jamás madre alguna se mostró tan atenta y tan cariñosa como lo hizo la generala para con ella.

Antonia le hablaba de César Brantôme de Bourdeille, de ese gran artista antaño desconocido por ella, Antonia, y que, hoy, se honraba de exaltar.

La joven huérfana escuchaba a la ladina cantando las ala-banzas del amado, y le parecía entrar en el Paraíso terrestre… ¡Pobrecilla Éve!....

Ahora bien, ese jueves, la Sra. Le Corbeiller había reunido

en su casa al escultor y a su pupila, y los podía escuchar, sin mostrar emoción alguna, murmurarse su amor.

Los puros y nobles jóvenes podían hacerlo ante todos, pues eran novios desde hacía ocho días.

Pero, cuando el joven artista se alejó y Éve partió para el convento de Auteuil, donde debería esperar hasta el día de su boda, se produjo una explosión en Barba Azul.

282 No pudiendo atreverse a rechazar el noviazgo, la generala

maltrataba a su entorno. Isis pasaba; Antonia la abofeteaba sin motivo, y como si la

criatura, humana y servil, no fuese digna de un gran rigor, toma-ba su fusta, atravesaba el jardín, y se introducía en la jaula de Sultán; el tigre retrocedía ante las miradas de su ama; no podía ni defenderse ni rugir, tan feroz e inexorable se mostraba la Bar-ba Azul, y se dejaba golpear, gimiendo como un pobre gato.

Con los nervios distendidos, la sangre calmada, Antonia regresaba de esa ejecución sumaria, cuando se le anunció la visi-ta del Sr. de Beaugency.

Todo lo que quedaba de cólera en sus ojos se disipó de inmediato para convertirse en una grande y evangélica dulzura, y la general llegó al salón donde Valentin la esperaba, con una sincera sonrisa en los labios.

El marqués frecuentaba ahora el palacete de la calle Saint-Dominique, buscando numerosos pretextos para explicar sus visitas amorosas; pero la generala no se engañaba: ella se sentía amada y se divertía viéndolo venir.

Aparte del amor, el consentimiento que fingía dar al ma-trimonio de su pupila y del escultor Brantôme, le aseguraba la estima y amistad del Sr. de Beaugency, crédulo ingenuo de las palabras ambiguas y las cálidas y envolventes miradas.

¡Éve! ¡Éve! ¡siempre Éve! Ese era el tema con el que An-tonia siempre hablaba con su mudo adorador! Y el viejo se iba, cada día, más prendado de esa dulce mamá, de esa distinguida y encantadora mujer de la que había exagerado sus caprichos y de la que ignoró sus virtudes durante tanto tiempo.

Altivo y correcto, en su smoking azul, chaleco blanco, y pantalón gris-hierro con bombachos sobre unas botas brillantes, el aristócrata tomó asiento en un sofá, mientras la Sra. Le Cor-beiller, que afectaba tratarlo de íntimo amigo, disponía unos rosas en unas jardineras de antiguo Saxe:

Ella dijo graciosa y tierna:

283 –El Sr. César Brantôme acaba de irse… He asistido a su

encuentro con nuestra querida Éve… Esos jóvenes son adora-bles… y se adoran!

–¿Veis ahora la razón que tenía al preferir a Brantôme a ese joven idiota de duque? – exclamó, radiante, el marqués de Beaugency, – ¿y cómo os he sacado de vuestro error?

–Hago sincera enmienda – dijo zalamera la Sra. Le Cor-beiller, poniendo una rosa en el ojal del aristócrata.

A continuación, el marqués rozó con sus labios la mano que deliciosamente le tocaba el rostro, luego él la retuvo prisio-nera entre las suyas y depositó numerosos besos a lo largo de las blancuras nacaradas del brazo de Antonia, levantando, espléndi-da, la manga del batín ampliamente abierto.

–¡Ah! ¡marqués! ¡marqués!... – se defendía la viuda del general, – muy feliz con la aventura.

Y el viejo, embriagado, iluminado, excitado: –¡Sí, os amo, os adoro!... ¡Hace ya mucho tiempo que este

secreto me ahoga!... ¿Por qué sois tan bella… tan voluptuosa… tan deseable?... Os deseo, Antonia!... ¡Os deseo y os quiero!... ¡Sed mía!

La Sra. Barba Azul lo detuvo con un gesto, y se volvió muy seria:

–¿Me queréis? ¿Me deseáis?... Está bien, mi querido mar-qués… Pero… ¿cómo?

El Sr. de Beaugency, interpelado, se callaba. Ella dijo alti-va:

–¿Imagino señor, que no pensaréis hacer de mí vuestra amante?

Valentín no pensaba en otra cosa; él replicó, con una acti-tud de gran señor que atenuaba la imprudente audacia de la de-claración:

–Querida señora, en nuestro mundo, eso se ve todos los días… Uno ama… Uno lo dice… Uno lo experimenta… y los sacramentos siguen siendo letras muertas!

284 La generala habría tenido el derecho de ofenderse; pero

prefirió mostrarse buena y complaciente, y dijo, con una evangé-lica dulzura:

–Mi querido marqués, os perdono un minuto de desenfre-no… y regresad mañana… más razonable!

–¡Pero, os adoro! – se atrevió el tutor subrogado de la Srta. Le Corbeiller… ¡No puedo vivir sin vos!... He luchado; ¡he sido vencido!... ¡Señora, os adoro!...

Ella lanzaba como dardos sobre él sus pupilas fosforescen-tes, y poniéndole sus dos manos sobre los hombros, en un gesto meloso, con la mirada ahogada en languidez, dispuesta a desfa-llecer:

–¡Eh! ¿Acaso creéis que yo no os amo, y que no he sufrido vuestros modales desdeñoso?... ¡Oh! ¡Valentin!... Sí, os amo, os amo, desde hace mucho más tiempo del que me amáis!... Pero, escuchad, nunca, nunca seré vuestra amante!

Él suplicaba: –Antonia, mi bella Antonia, me esmeraría en ser para vos

el más tierno y más devoto, el más generoso de los amantes… –¡Me insultáis, señor! –¡Y vos, señora, me desesperáis! –Os hablo como una mujer decente, y os olvidáis, señor,

que soy la viuda de un ilustre general! Un criado anunciaba: –¡El Sr. Trimardon! El vocablo cayó como una ducha de agua helada en el

cráneo ardiente del adorador Beaugency. La Sra. Barba Azul disimuló un movimiento de contrarie-

dad bastante intenso y ordeno: –Hermann, hacedle esperar… Y, una vez que el servidor desapareció, Valentín exclamó: –¿Trimardon?... ¿Ovide Trimardon?... ¿Recibís a ese

hombre? La generala mostró una amarga sonrisa: –¿Ovide Trimardon, con el que vos me encontrasteis una

noche en el Moulin-Rouge, verdad?

285 –Esa noche había bebido… Me equivoqué, señora genera-

la, y ya os he pedido perdón… Creía que eso no sería ya un pro-blema entre nosotros…

–Pues bien, ¿por qué no habría de recibir yo a ese caballe-ro, que viene sin duda de parte de su amigo, el desdichado du-que de Javerzac, para intentar un último esfuerzo en relación a Éve?

–¿Sabéis a lo que se dedica Trimardon? –¡Qué puede importarme! –Un delincuente que ha pasado varios años en prisión! –¿De qué lo conocéis? El marqués vaciló: –Tengo informaciones, cuando yo creía… –¿Qué él era mi amante, no? – dijo divertida la viuda del

general. –¡Olvidad de una vez ese espantoso error, señora! Antonia le tendió la diestra: –Hasta luego, amigo mío, y hasta pronto. Regresad maña-

na, todos los días, lo más a menudo posible… y por favor, nada de locuras!... Tenemos muchas otras cosas interesantes que de-cirnos que hablar de amor, y nuestro deber nos incita a ocupar-nos del matrimonio de nuestra querida niña… de nuestra bien amada Éve!

Valentín, cada vez más enamorado, se alejó, con el alma turbada, y la generala acogió en estos términos, y con voz muy dura, al mercader de mujeres:

–¿Por qué vienes aquí cuando debes esperar mis órdenes? –No os enfadéis, señora generala, no os enfadéis! Yo ardo

en deseos de serviros… ¿Hay algo nuevo? –Sí… pero, antes… responde… –Sabéis perfectamente que soy vuestro esclavo… Ella lo miraba cara a cara, e, interesada: –¿Es cierto que durante varios años, has estado en la

cárcel? El hombre no se turbó en absoluto y respondió, con una

carcajada:

286 –¿En la cárcel?... ¡Se exagera!... Solamente he pasado dos

cortos años en la Central… –¿Por robo? –¡Oh! ¡no! –¿Por estafa? –¡No! –¿Por chantaje? –Señora, no! –¿Entonces, por qué? –Por haber practicado con cierto éxito la trata de blan-

cas… ¡Por culpa de dos radiantes mujercitas que me hubiesen debido su fortuna!... Sus padres me denunciaron… los muy imbéciles!... El procurador de la República se involucró… ¡Dos años!... Como si las mujeres no fuesen una mercancía a seme-janza de otras!

–Pero una vez libre no has dejado de practicar tu gentil in-dustria… Ejemplo de ello, la Srta. Todo Asco…

–Esa y otras, de todos los matices, de todos los países, de todas las posiciones sociales… ¡Oh! Soy un filántropo… Quiero la dicha de los hombres y las damas!... Fíjese, sueño con tener una agencia internacional modelo donde la trata se haga en con-diciones nunca conocidas hasta hoy!... Pondré las bases, cuando haya obtenido el dinero de nuestro acuerdo…

La Sra. Le Corbeiller se plantó ante Ovide: –Dinero… pronto lo tocarás, pues ha llegado el momento

de actuar. –¿La señora generala ha encontrado a mi hombre? –Lo he encontrado… –¿Y confía en él? –Tanto como se puede confiar en esas personas… un ciu-

dadano que, por la pasta, mataría a su padre y a su madre; vive en la calle Bac-d’Asnières y se llama François Denis… Esta noche, a las ocho, iré a buscarte a tu casa, en la calle de Londres, y nos dirigiremos allí juntos.

–¡Diablos! ¡Tendremos que ir armados! –¿Tienes miedo, Ovide?

287 –No… soy prudente. –Bien. No olvides que en la entrevista que tengamos con

ese miserable, mi nombre nunca debe ser pronunciado. ¿Está claro, Trimardon?

–Sí, señora generala… Pero esa jovencita, esa pensionista del convento de Auteuil, la obrerita de nuestra empresa, ¿estáis segura de que no se echará atrás en el último momento?

–¡Yo me encargo de eso!... Por lo demás, la tarea está en marcha…

La generala hizo aún algunas recomendaciones a Ovide y le deslizó en la mano un billete de banco.

Él suspiraba: –¡El dinero es bueno, es bueno!... Pero… ¿y lo otro? –¿Lo qué? –La noche de amor que la señora generala se ha dignado a

prometerme? Eso, para mí, es la auténtica, la más alta recom-pensa, como el que diría, en un concurso regional, el diploma de honor!

Antonia lo empujó hacia la puerta, riendo: –Mira que eres animal con esas comparaciones agríco-

las!... ¡Vamos, vete!... Trimarde, Trimardon, trimarde! ¡ya nos veremos!

A las cuatro de la tarde, Ovide entró en su apartamento de

la calle de Londres. Todos los días, de cuatro a seis, recibía a la clientela o ex-

pedía la correspondencia. El mercader de mujeres, en chaqueta de franela blanca,

sentado ante su escritorio llamó: –¡Tommy! Un chiquillo de unos quince años, de rostro pícaro y gesto

canalla, se adelantó vestido de una librea verde y calzado con botas largas. Ese criado había pertenecido durante dos años, como limpiabotas, a un establecimiento nocturno, y Trimardon

288

no hubiese podido soñar con un auxiliar más al corriente de sus relaciones comerciales.

–¡Tommy! ¿Cuántas personas hay en el salón? – preguntó Ovide, acabando una carta.

–Una docena, señor. –¿Mujeres? –Naturalmente. –¡Nada de reflexiones ociosas!... Introducirás a esas da-

mas, una a una, según su orden de llegada. –Excepto la que me ha dado cien centavos por pasarla

primera… ¿no es así, señor? –Me gusta tu franqueza. –¡Oh! yo… franco como el oro! –E interesado también!... Tu plaza es buena… Trata de

conservarla… ¿Ha venido alguien hoy? –Sí… la Sra. Élodie Brochon, de la calle de Provence, y el

tío Sumatra, del Papagayo Gris. –¿Qué querían? –No lo sé… regresarán. –¿Eso es todo? –No… La Sra. Hermosa Álvarez, de la calle Surène, ha

venido también hecha una furia! –¿Una furia?... ¿Por qué? –Dijo que vos habíais faltado a vuestra palabra por sus dos

inglesas y su húngara. –Si no está contenta, no tiene más que ir a buscar a otro

lado! Y Tommy, respetuosos, pero enérgico: –El Sr. cometería un error, un grave error perdiendo como

clienta a la Sra. Álvarez!ª –¿Esa es tu opinión, bambino?... – preguntó, risueño, Ovi-

de. –Sí, señor. –Pues bien, muchacho, haz entrar a mis visitantes!

289 Durante cerca de dos horas, se produjo en el despacho un

desfile de clientes con las cuales Ovide entabló o terminó nume-rosos negocios.

***

La noche de ese mismo día, François Denis, o más bien

Claude Mathieu, el Terror de Montparno, se encontraba en la choza que había amueblado, en la calle del Bac-d’Asnieres, con lo que había robado a su esposa.

Deseoso de instalar un despacho de empleo para criados, y obligado a ocultar sus antecedentes, había cambiado de nombre y modificado su rostro; y, afeitado, con los cabellos cortos, evo-caba a un anciano mayordomo de una casa honorable.

En el barrio se le saludaba como a un pequeño burgués que vivía de sus rentas, y bajo una sencilla chaqueta de paño negro, nada traicionaba el alma de ese cobarde y feroz bandido.

A la luz de una lámpara de petróleo, el Terror de Mont-parno ponía en orden los documentos de su nuevo estado civil robados a su última víctima.

Golpearon bruscamente en la puerta. Una voz gritó: –¡Abrid, en nombre de la ley! Mathieu se estremeció. –¡Abrid, en nombre de la ley! – repitió la voz del exterior.

–¡Abrid, o derribo la puerta… Abrid! El hombre había ocultado los papeles en un agujero de la

pared, y murmuraba: –¡La hostia!... ¡la hostia!... ¡Vienen a detenerme!... ¡Se

acabó François Denis!... Un crimen que, aparte de los papeles, no me ha reportado más que diez francos!...

Arrojó una mirada hacia la pequeña ventana que daba a los tejados, y observó con desesperación que era demasiado estre-cha para poder dar paso a su enorme cuerpo.

Bruscamente, se apoderó de un cuchillo y, resuelto a de-fenderse hasta la muerte, fue a abrir.

290 Claude Mathieu retrocedió por la sorpresa. En lugar del comisario de policía con el cinto tricolor y los

agentes que esperaba aparecer, se dio de bruces con el Crío-Chuchín, el Guapo-Nénesse y Rose, llamada la Rizos, partién-dose de risa y entrando en la estancia.

El falso Denis, espumeaba de rabia. Sin embargo, Eugène bromeó:

–¡Eh! ¡Menuda broma, viejo?... ¿Qué te parece como imi-to la voz del Cuarto Ojos?

El otro se abalanzó sobre él, con el arma levantada: –¡Ah! gusano!... ¡Sucio cerdo! ¡Voy a destruirte!.... Agarró al Crío, pero el ágil muchacho se le deslizó entre

las manos, mientras la Rizos le quitaba el cuchillo y lo dejaba sobre la mesa.

Rose declaró: –¡No es elegante tratar así a los amigos! –¿Quizá el Sr. prefiere recibir la visita del auténtico Cuar-

to Ojo? – dijo divertido el Guapo-Nénesse… – Podemos ir a buscarlo…

–Bueno, bueno, me he equivocado – dijo el hombre, súbi-tamente calmado… –¿Qué noticias me traéis?

–Vuestra esposa está en el hospital Lariboisière, y vuestra hija, la señorita Flor de París, en Saint-Lazare!

–La Catherine, mi esposa, me da igual; pero podría haber sacado algo de mi hija…

–¿Venderla? –¡Adivinas todo, muchacha! –¡Oh! está muy bien la Flor de Paris, y me ha fastidiado

verla detenida por la policía de Costumbres… Sí, señor Mat-hieu!

–¡No me llames así, tonta del bote! –Perdón… disculpe… la lengua me ha traicionado, señor

François Denis. –¡Así está mejor! La puerta se abrió, y Ovide Trimardon entró en la habita-

ción, acompañado de la Sra. Barba Azul, la cual, para tal cir-

291

cunstancia, se había vestido con el traje masculino de sus expe-diciones aventureras.

Fue un golpe de teatro. Todos reconocieron a la general, en sus distintas facetas.

–El burgués del bulevar Rochechouart! – exclamó el Te-rror de Montparno, evocando su ataque nocturno, interrumpido por la llegada del escultor César Brantôme.

–¡Vaya! ¡La piba del Moulin-Rouge! – dijo Eugène. –¡El tipo del Papagayo Gris!– exclamó la Rizos. Y Ernest Lampier, en el colmo de la estupefacción: –Sí, la piba del Moulin-Rouge y de la Abadía… Pero,…

Nadjoura… la bella Nadjoura de mi sueño!... ¡Esto es para vol-verse loco!

Aturdida durante un instante al encontrarse en presencia de su agresor del bulevar Rochechouart, contrariada al ver alre-dedor del hombre a esa muchacha y esos dos pícaros, cuando ella esperaba encontrarse solamente al Terror de Monpartno, la Sra. Barba Azul enseguida se recuperó, y dijo, con una de sus mejores sonrisas:

–Encantada, señorita y caballeros, de encontrarme entre conocidos! ¡Realmente encantada!

Claude Mathieu había cogido un cuchillo de la mesa y avanzaba, salvaje, hacia la generala y Ovide:

–¿Qué es lo que estáis haciendo aquí?... ¡Empezad a mo-ver los pies o!...

Antonia detuvo al hombre, y poniéndole sobre el rostro el cañón de un revólver, y siempre amable:

–¡Baja los humos, Terror!... Sabes que no te va bien el atacar a los burgueses!... Pero, es inútil quedarse ahí, majara, castañeando los piños!... No vengo a acogotarte, sino de cole-gueo.

Escuchar esas palabras de argot salidas de la boca de esa bella dama, no fue el mayor asombro del falso Denis.

Trimardon le tendía las manos y decía: -¡Eh! colega, ya no reconoces a los amigos?

292 El Terror de Montparno lo miró, estupefacto, luego,

dándole un abrazo: –¡Tú!... ¿Cómo estás, mi viejo amigo?... ¡Rayos y true-

nos!... ¡Qué feliz estoy de verte!... Pero Ovide se deshizo del afectuoso abrazo, y mientras el

Terror de Montparno, realmente emocionado, se enjugaba sus húmedos ojos con el reverso de su manga, añadió:

–¡Hace mucho tiempo que te busco!... Ayer, solamente, he sabido tu nuevo nombre y tu dirección, y como tenemos un asunto pendiente, pensé en mi viejo Terror…

El mercader de mujeres mentía descaradamente, pues su sorpresa había sido tan grande como la de Mathieu, pues en el hombre elegido por Antonia, bajo el nombre de François Denis, reconoció a un antiguo compañero de la prisión central.

Claude arrojó una sombría mirada a la gran pelirroja y preguntó a Ovide:

–¿Es cierto que has venido con este… con esta persona pa-ra charlar de negocios?

–Sí, Mathieu, es así. –Bien… Ya veremos todo eso luego… E interpelando a la Sra. Le Corbeiller: –Entonces, ¿queda olvidada la pequeña aventura de la pa-

sada noche? –¡No del todo! –¡Tenéis razón!... Estaba un poco bebido… ¿Y el gran

moreno que cayó, como se diría, del cielo? –Más bien deberíais buscarlo vos – declaró riendo la gene-

rala. –¡No!... peleó bien y en la reyerta fue leal, pues estando yo

por tierra no me remató con una patada en la cara!... –¿Entonces, podemos charlar? –¡Un momento!... Me gusta hacer negocios con personas

que conozco… ¿Quién sois vos, señor… o señora?... ¡Yo no lo sé!

La Sra. Barba Azul se levantó en toda su altura y, con dura mirada y voz imperiosa:

293 –¡Soy aquella a la que no se le pregunta y que paga y or-

dena, Claude Mathieu, y espero ser obedecida! Él también se sometía a la autoridad de la gran criminal: –¡Oh! ¡esos ojos!... Me siento atacado y me dais cangue-

lo!... Pero, puesto que pagáis, y que ese viejo Trimard está con vos, ¡adelante!... ¡Vayamos al grano!

La generala mostraba al Crío-Chuchín, la Rizos y el Gua-po-Nénesse, atentos y de pie, alrededor de ellos:

–¡Despedid a esos bribones! –¡Vamos! ¡galopines! – dijo Claude – ya habéis visto sufi-

ciente! Id a refrescaros un poco a orillas del Sena… ¡Desfilad!... Rose, Eugène y Ernest se alejaban, mascullando; pero un

luís arrojado por la Sra. Barba Azul llevó alegría al rostro de la puta y los chulos.

Una vez solo con Antonia y Ovide, el Terror de Montpar-no fue a buscar en una alacena una botella de aguardiente y unos vasos que depositó sobre la mesa.

–No sé si sois como Bibi, pero no puedo negociar sin regar el gaznate…

Se sentaron a la mesa; la generala, con un cigarro entre los dientes, no acompañó a beber a los dos hombres, que organiza-ron el «asunto», mientras que la casta y bonita Éve, cuyo destino se decidía entre los delincuentes, dormía, apacible, soñando con César, en el convento de la Visitación de Auteuil.

Hacia las once de la noche, la Sra. Le Corbeiller, de regre-

so a su palacete, encontró a Jean, el viejo criado del marqués de Beaugency, que la esperaba en la antesala.

El honorable doméstico se inclinó, muy humilde, y dijo, entregando a la viuda un pliego lacrado con las armas del aristó-crata.

–De parte de mi amo, y si la señora generala lo tiene a bien, esperaré su respuesta.

La Sra. Barba Azul hizo saltar la lacra de la misiva y leyó, con una orgullosa sonrisa en sus labios:

294 «Señora generala, «Me he comportado con vos como el peor de los groseros,

pero la pasión me cegaba, y se suelen perdonar a los locos sus extravíos.

«Estaba loco; ¿Me perdonáis? «No tengo más que un medio, digno de mí, digno de vos,

de reparar mi injuriosa locura, y es suplicaros que os convirtáis en marquesa.

«¿Me permitís, señora generala, ir mañana a vuestro pala-cete, y presentaros humildemente mi propuesta?

«Espero vuestra respuesta con la ansiedad de un hombre para el cual, vuestra decisión soberana implica la felicidad o la desesperación.

«A vuestros pies, mi adoración y mis homenajes más res-petuosos.

«VALENTIN,

«Marqués de Beaugency.

–¡Bueno, por fin!... – murmuró la aventurera. Y respondió al gran señor: «¡Venid!

*** Una de las numerosas víctimas de la Trata de Blancas, la

Srta. Raymonde Parigot, desflorada, violada, mancillada por el duque de Chandor, había regresado, silenciosa y lúgubre, a sus tareas textiles, con sus jóvenes hermanas, Simone y Liette, entre el padre, grabador paralítico, y su madre, honrada y valiente; y, el mayor de los hijos, Alexis, llamado Tu Hablas, la única oveja negra de la familia, vivía mantenido por una tal Angéla, pensio-nista de una casa de citas, – la Casa Brochon, – e «institutriz» de las alumnas, las neófitas de la galantería pública.

295 A menudo se veía al innoble Alexis en el Gobio Tricolor,

un garito del bulevar de la Villette, que era frecuentado por el Crío-Chuchín, el Guapo-Nénesse y sus rémoras, la Rizos y la Remolacha.

Alexis Tu Hablas, pintor de carteles, manejaba bastante poco el pincel; sin embargo había ilustrado el cartel del Gobio Tricolor, así como el del Baile de Ángeles, cerca de los Halles centrales.

También vendía tarjetas transparentes, y observando a se-mejante animal, uno se sorprendía de que todavía no hubiese vendido a sus tres hermanas.

297

IV Es medianoche. Suzanne de Chandor todavía está en la

habitación de su amiga Éve Le Corbeiller; pero en lugar de tra-tarla rudamente, como antes, cuando la rubia pensionistas se atrevía a murmurar historias lesbianas, la virgen es feliz de te-nerla junto a ella, pues Suzanne habla de César Brantôme, el bien amado del que Éve, – dentro de pocos días – va a convertir-se en esposa.

Todo duerme en el convento de Auteuil; Sor Dorothée y Sor Agnès ya han hecho su ronda, y en el exterior, la noche es negra, profunda, sin estrellas.

Suzanne, vestida con un camisón azul, sentada en la cama de su compañera, enciende un cigarrillo; la Srta. de Chandor parece muy alegre; contenta con la dicha de su amiga, y la pe-queña máscara sabe disimular una gran agitación.

En su vestido de colegiala, con sus grandes ojos negros colmados de una llama radiante, Éve, de pie, con la mano en lo alto de un oratorio, evoca, a la luz indecisa de la vela, y a pesar de las indumentarias modernas, a una de esas santas iluminadas que se ven en los misales de la edad media.

Dice a Suzanne: –¡He sido muy arisca, muy ingrata hacia mi madrastra!...

¡Tal vez sea este el único remordimiento de mi vida!… ¡Ella se muestra tan buena ahora, tan indulgente conmigo!

– ¡Oh! sí, muy buena, muy indulgente! – ironizó la Srta. de Chandor.

–Todo lo que hacía, era en mi interés. ¡Creía actuar bien al no conocer a César!

–¡Evidentemente! –También, desde que te vas a tu habitación, yo voy, como

todas las noches, a rezar por ella… –¡Y tendrás buenas razones!– dijo sarcástica y perversa la

prima del duque de Javerzac… –¿Entonces has visto hoy a la querida Sra. Le Corbeiller?

298 –La veo todos los días; se ocupa de mi, como si fuese su

verdadera hija! No tiene más que atenciones para conmigo y me prodiga mil delicadezas…. Nos abrazamos y nos queremos, y siempre tengo ganas de saltarle al cuello!

–Sí, sobre todo cuando te trae al apuesto, al radiante, al di-vino César Brantôme!

–Pareces burlarte, Suzanne, – dijo en un dulce reproche, la pupila del marqués de Beaugency… – ¿No es natural que yo sea feliz al ver a aquel que pronto me dará su apellido?

Y suspirando: –¡Qué dicha, qué felicidad sería para mi pobre papá, si el

buen Dios no le hubiese llevado con él! Sonó la una de la mañana. – Suzanne iba y venía por la

habitación, se acercaba a la ventana, miraba un instante, en la noche, a través de los cristales, y, nerviosa, volvía a retomar su paseo.

–Es tarde, Suzanne, – observó la Srta. Le Corbeiller… –¡Sería mejor que regresases a tu habitación!

Seguir ese consejo amistoso no era la intención de la Srta. de Chandor, que, esa noche, no pensaba demasiado en dormir, ni en charlar con sus otras compañeras Germaine de Noirpré y El-mire du Harnois:

–¿Entonces, ya ye has cansado de habar de César?... ¡Muy bien!.... ¡Como quieras!... ¡Buenas noches, querida!... ¡Me voy!

La otra la detuvo: –No quiero que te vayas enfadada… Queda un poco

más… Quédate todo lo que desees… –¿Y hablamos de César? –¡Sí, de acuerdo! Tal vez en una veintena de veces, la Srta. de Chandor se

acercó a la ventana, escrutando las sombras. La hija de la duquesa Berthe se volvió será, atenta: sobre

el borde del muro que dominaba la callejuela desierta y rodean-do el jardín del establecimiento, acababa de ver una luz, pronto desaparecida en las profundidades de la noche.

299 Esa señal – esa roja claridad – se repitió tres veces, y a

continuación, la muchacha abrió la ventana, observando: –Aireo un poco tu habitación, querida… La atmósfera está

viciada de mantenerla todo el día cerrada… Apenas se respira… Éve no concedió ninguna importancia al acto de su com-

pañera, y aquella murmuró: –¡Buenas noches!... Decididamente, enfilo a la cama… El

sueño me gana… –¡Hasta mañana, Suzanne! –¡Hasta mañana, señora César!... Sueña con tu príncipe

azul… Yo voy a soñar con mi ídolo! Se besaron. Pero, antes de alejarse, la rubia compañera dijo vivamente: –Estoy tonta, olvidaba cerrar la ventana! –No te molestes… Ya la cerraré yo, luego… –No, deja… La Srta. de Chandor, bajo el pretexto de arreglar una de

sus ligas, tomó la vela sobre la mesa, y mientras su compañera volvía los ojos, ella elevaba la llama, la trasladaba de izquierda a derecha, y trazaba en el marco de la ventana abierta, como un amplio y luminoso señal de la cruz.

Y tras haber simulado el ajuste de su liga y puesto la vela sobre el mueble:

–Voy a echar las cortinas, Éve. No hay nada más desagra-dable y peligroso para la vista, que el día bruscamente entrando!

–Te lo agradezco… Eres realmente muy amable… Yo uti-lizo las cortinas, todas las noches…

Suzanne hizo ademán de cerrar la ventana; golpeaba las dos batientes con ruido, pero procuró no emplear el pasador. Finalmente extendió las cortinas de calicó blanco, besó una vez más a la adorada de Brantôme y salió.

La Srta. Le Corbeiller no se percató de que la visitante, alejándose, cerraba con doble vuelta el cerrojo de la habitación, cosa prohibida por los reglamentos de la casa, y creyó oír la marcha de la otra.

300 Pronto, en el gran silencio de la noche, Éve iba a tomar en

un pequeño cofre de ébano un paquete de cartas, todas de César, atadas con una cinta rosa.

Dulcemente, casi con santidad, Éve las desató, las des-plegó sobre la mesa ante las que se sentó; y, con la frente entre sus manos, con la mirada fija en la escritura del bien amado, permaneció allí, como en éxtasis: esas cartas contaban la historia de sus amores, desde la declaración del escultor, y las esperas y las angustias, y las desesperaciones hasta la bendita jornada en que se hicieron novios.

Nada turbaba las meditaciones de la virgen. Las religiosas en sus celdas, las pensionistas, en mejores camas, incluso la propia Madre Irénée, veían ángeles en sus sueños; y, sola, en su habitación, la Srta. de Chandor vigilaba, presa de una malsana curiosidad y un poco de remordimientos sin duda, por el drama terrible del que ella había participado en el prólogo.

En medio de las sombras – pues la luz habría podido trai-cionarla – su rosto pegado a un cristal de la ventana, miraba el jardín.

En el desierto camino, cerca del muro rodeando el conven-to, tres individuos hablaban en voz baja y, no lejos de ellos, en una vuelta del camino, en un lugar donde jamás, a esa hora, na-die pasaba, un coche cerrado estacionaba, con las linternas apa-gadas, y en el pescante, Isis la egipcia, cubierta con una capucha de un negro intenso.

–¿Estás seguro, Ovide, de haber advertido la señal? – pre-guntó Antonia, que, vestida con su traje masculino, dirigía la expedición nocturna.

–¡Absolutamente! – respondió el mercader de mujeres. –Cuando, subido sobre el landau, he encendido mis tres velas, una tras otra, se ha respondido, agitando tres veces la luz detrás de la sexta ventana a la izquierda.

–¡Esa es!... Mi bella Suzanne estaba en su puesto… ¡Todo va bien!

–¡Ah! ¿Nuestra cómplice se llama Suzanne? –¿Qué te importa? – dijo la Sra. Barba Azul.

301 –Con tal de que no haya olvidado dejar la ventana entre-

abierta….la Srta. Suzanne.. –La ventana parece cerrada; Claude Mathieu no tendrá

más que empujarla; cederá de inmediato, al no estar el pasador introducido en el interior.

–¿No hay hombres? ¿No hay perros? –Solamente dos hombres: uno, el conserje, vive al otro la-

do de la casa, sobre la calle; el otro, el jardinero, vive en un pa-bellón en el jardín, pero, viejo y sordo, le gusta más dormir que levantarse por la noche para hacer rondas… En cuanto al perro – poseían uno solo – ha muerto y todavía no ha sido reemplaza-do… Así pues, no hay nada que temer!

El Terror de Montparno dijo: –¿Y si la pequeña moza? –Ella no se resistirá durante mucho tiempo, puesto que vos

la taparéis con la cobertura… –Vamos, a la obra, mi buen Mathieu, – dijo Ovide –…

Haz avanzar el coche… Claude iba a buscar el landau y lo hizo detener muy cerca

de la muralla. Trimardon extrajo una cuerda enrollada y atada a uno de

sus extremos con una fuerte arandela de hierro, que recubría, para evitar todo ruido, una espesa envoltura de estopa.

También tomó una cobertura de lana y confió esos dos ob-jetos a Mathieu:

–¡En marcha, y rápido! Le Hércules dejaba ver la punta de un cuchillo en el ex-

tremo de su índice; Antonia le dijo: –Os prohíbo serviros de otra arma!... ¡Secuestrad a la pe-

queña!... ¡No la matéis!... Mathieu se reunió con Ovide que, ya, se mantenía de pie

sobre lo alto del coche, y los dos hombres tan ágiles el une como el otro, pronto escalaron la muralla y saltaron al jardín del con-vento.

302 Mientras la Sra. Le Corbeiller, que permanecía en el ca-

mino desierto, esperaba ansiosamente, el resultado de su obra, Trimardon y el Terror de Montparno pisoteaban los macizos, rodeaban las plantas con infinitas precauciones, disimulándose de árbol en árbol, deteniéndose, con los oídos acechando.

Llegaron ante la fachada de la casa, envuelta de sombras; Claude, dijo en voz baja:

–¿Es la sexta ventana, en el primero y a izquierda, ¿no es así, mi viejo Trimard?

–Sí, y nosotros estamos justo debajo. Ovide tomó la cuerda, la desenrolló y lanzó el extremo

con tal destreza que el gancho del que estaba armado, fue a col-garse a la primera en el barrote de apoyo de la ventana.

Claude Mathieu se aseguró, tirando con fuerza, de la soli-dez del lugar.

–¡Listo! – dijo. Con la manta bajo un brazo, se colgó de la cuerda, y Tri-

mardon lo vio subir a la ventana, empujar las batientes y desapa-recer en la habitación.

Siempre acodada sobre la mesa, Éve leía con amor las car-tas de César.

Un ligero ruido se produjo tras ella. La Srta. Le Corbeiller se volvió, emitiendo un grito de es-

tupor, pronto detenido sobre sus labios por la manta que Mat-hieu le lanzó y con la que la cubrió vivamente la cabeza de la joven, antes de atarle las piernas y los brazos. Empujando a la desdichada, se inclinaba en la ventana:

–¡Mi viejo Trimar4de, ahí te envío a la piba! Y, suspendido de una mano en la cuerda, manteniendo con

la otra a Éve, privad de aire y desvanecida, se dejó deslizar y descendió junto al mercader de mujeres:

–¡Vamos, larguémonos por patas– dijo Mathieu… Se ha desmayado pero puede recuperarse en cualquier momento… No quiero ser sorprendido en flagrante delito por los maderos!

Los dos individuos atravesaron el jardín, corriendo. Al pie de la muralla, Claude depositó su fardo sobre la hierba; luego,

303

escalando sobre los hombros de Trimardon que, a pesar de su vigor, casi cede sobre ese peso enorme, logró establecerse en lo alto del muro.

Ovide le entregó a Éve, a la que Mathieu pasó a la Sra. Le Corbeiller, en el camino desierto.

Algunos minutos más tarde, el landau, conducido por Isis,

encargada de las últimas instrucciones de su ama, rodaba hacia Paris, llevando al Terror del Montparno, Ovide Trimardon y Éve Le Corbeiller, todavía desvanecida.

Y, en la noche oscura, Antonia, satisfecha de su obra y so-

ñando con poseer a César, regresó en un fiacre al palacete de la calle Saint-Dominique, donde esperó a la egipcia.

Entrado el día, Isis regresaba. –¿Y bien? – dijo la generala. –Ama, el pájaro está en la jaula. –¿No te has mostrado? ¿No te ha reconocido? –El Sr. Trimardon y el otro solo han podido ser percibidos

por ella, y como era de noche… –¿No ha gritado? ¿No se ha debatido en el camino? –Su desvanecimiento ha cesado cuando entrábamos en

París… Quiso pedir auxilio, pero esos hombres se lo han impe-dido, y ahora está encerrada, según vuestras órdenes y bajo la vigilancia de Olympe – buena guardiana – que evitará hablarle de la ama… He hecho un largo desvío antes de llegar a la aveni-da de Orleáns, y la Srta. Éve se cree en el campo, a varias leguas de Paris.

–¡Bravo, Isis!... Mañana se advertirá a ese imbécil de Ja-verzac… Nuestro rol ha acabado… ¡Le corresponde ahora ac-tuar al duquesito!

Eran cerca de las siete de la mañana, y la Sra. Barba Azul dormía con profundo sueño, cuando la egipcia entró en la habi-tación de la generala:

–¡Ama, despertaos!... Esperan a la ama en el salón!

304 –¿Un recado del convento de Auteuil, no es así, Isis? – di-

jo sonriente la terrible viuda. –Es la propia Madre superiora la que ha venido! –Bien, voy a recibir a esa santa mujer! Ruégale que des-

canse algunos minutos, y ofrécele la Tribuna de San Antonio, los Anales de la Propagación de la fe, la Cruz y la Semana reli-giosa!

La Sra. Le Corbeiller se vistió, sin prisa, y apareció en el salón donde la esperaba la superiora del convento de Auteuil, escoltada por la Srta. de Chandor.

–¡Mis respetos, querida Madre!... ¡Buenos días, Suzan-ne!... ¿A qué feliz casualidad debo esta visita matinal?

De pie y seria, la religiosa Irénée des Anges comenzó: –Preparaos, señora generala, para una triste, una espantosa

noticia, y no olvidéis que debemos someternos a la voluntad de Dios!

–¡Oh! ¡Me estáis asustando!... ¡Éve está enferma!... ¡tal vez muerta! – gimió la madrastra, con un tono lúgubre que hizo sonreír a su joven cómplice.

–No, señora generala… ¡No!... La Srta. Le Corbeiller, eso espero al menos, no está en peligro de muerte… Ha sido secues-trada esta noche de nuestro santo asilo, y vos me veis afligida, cumpliendo con mi deber, advirtiéndoos!

–¿Secuestrada, Éve?... ¿Se…cues…tra…da?... Pero lo que me decís es imposible, Madre mía, completamente imposible!... ¿Secuestrada?... ¿Cómo?... ¿Por quién?

–Por desgracia, lo ignoro – suspiró Irénée, con los ojos elevados al cielo… – Esta mañana, como no bajaba a la hora de la oración, se ha subido a verla… Se la creía enferma… ¡Su habitación estaba vacía!

–¡Eso no demuestra que haya habido un secuestro! –Se han encontrado los muebles en desorden… Una cuer-

da atada al barrote de la ventana indicaba con toda claridad que el o los secuestradores se han introducido por la…

305 –¿Y ella no se ha defendido?... ¿No ha gritado?... ¿Nadie

ha visto u oído nada?... ¡Una vez más, Madre, me parece impo-sible!

–La Srta. de Chandor, su más próxima vecina, a la que he traído para que testimoniase ante vos, dirá como no escuchó ningún ruido, ni llamada que atrajese la atención de las herma-nas de guardia, ni del portero, ni del jardinero, ni de las pensio-nistas…

–Eso es así – declaró Suzanne, pérfida…– Yo no he escu-chado nada, y, sin embargo, no he dormido esta noche!

La generala se levantó, enojada y lacrimosa, ante Irénée

des Anges: –¡Pero, se ha producido un crimen, señora, un crimen del

que vos sois responsable, moralmente y legalmente! Siempre muy digna, la Superiora del convento de Auteuil

respondió: –Acepto por completo toda la responsabilidad! Antonia parecía desesperada: –¡Mi Éve!... ¡Mi querida Éve!... ¡Mi tesoro!... ¡Mi ángel!...

¿Y su novio, el Sr. César Brantôme? ¿Y el marqués de Beau-gency, sus tutor subrogado, que la ama como si fuese su hija?... ¡Desdichados!... ¿Cómo decírselo?

–La triste misión que vengo a cumplir con vos, señora ge-nerala, estoy dispuesta, si lo deseáis, a realizarla con ellos.

–¡Es inútil, Madre! ¡Solo a mí incumbe ese doloroso de-ber!

–Debo añadir que mi primer paso ha sido advertir al Pre-fecto de policía…

–¡Habéis hecho bien! ¡Dios quiera que él me ayude a en-contrar a mi hija!

En el momento en el que la Madre Irénée des Anges y la Srta. de Chandor se retiraban, la Sra. Barba Azul atrajo a Suzan-ne contra su pecho para abrazarla, y le dijo al oído:

–¡Eres una joya, querida! ¡Te adoro!

306 –¡Y yo, – replicó, muy alegre, la hija de la duquesa,– os

admiro!... Como dice mi primo Javerzac: ¡no sois una niña, se-ñora generala, y podéis salir sin vuestra criada!

La Srta. de Chandor, también podía «salir sin su criada», y

cuando no deshonraba a una amiga de pensión, o la camarista Julie no la acompañaba a casa de un enamorado, Polydor Vélu, el jinete del circo Fernando, ella se dedicaba a solitarias lujurias, en orgías consigo misma, donde desfallecían sus sentidos, su corazón y su razón.

307 V Se lo pregunto una vez más, señora, ¿dónde estoy? ¿A

dónde me han traído? ¿Qué pretendéis hacer conmigo? – pre-guntó Éve, llena de indignación, y altiva, ante Olympe, su guar-diana, misteriosa sirvienta en el pequeño palacete de la avenida de Orleans, y, junto con Isis, una de las «almas condenadas» de la Sra. Barba Azul.

Alta y delgada, completamente blanca, mirada dura, Olympe estaba de pie, y se hubiese dicho, bajo los amplios ves-tidos negros, una de esas estatuas, de esos mosaicos, de esas blancuras de duelo que se ven, en los hombres y las mujeres de mármol, los niños de ónix, de Porfirio y de bronce, en el Campo Santo de Génova.

La Srta. Le Corbeiller preguntaba con más ardor: –¿Qué daño he hecho? ¿Qué crimen he cometido para que

se me retenga prisionera?... ¡Quiero saberlo!... ¡Os ordeno que me lo digáis!

La guardiana se inclinó, y, con tono glacial que no lograba conmover la agitación febril de la cautiva, declaró:

–Todo lo que puedo revelar a la señorita, es que se en-cuentra en el campo, a varias leguas de París, en casa de unos amigos devotos que no desean otra cosa que su felicidad.

–Bien devotos, en verdad, las personas que me secuestran como se haría con una criminal, en esta habitación cuya puerta, eternamente cerrada por vuestros desvelos, me separa del resto de los vivos y cuya ventana provista de barrotes parece la de una prisión, de un zulo o de una celda de convento!

Olympe mostró las copas de los árboles del jardín, bajo el cielo azul:

–Señorita, no tenéis motivos para quejaros… ¡La vista es magnífica!

–Árboles… un jardín… pero un desierto, pues jamás pasa nadie por ahí!

–¿Con quién podríais comunicaros?... Tengo el honor de repetir a la señorita: estamos en el campo, al fondo de un campo

308

aislado… La señorita podría gritar… Nadie se encontraría cerca para responderle!... Además, señorita, ya habéis hecho la expe-riencia y os habéis podido convencer de la inutilidad de vuestras llamadas… No es necesario destrozar la voz, que tan encantado-ra es!

–¡Basta de ironías! – respondió la amada del escultor Brantôme… Vos obedecéis a unos maleantes, y por ello sois una delincuente!

Sin dejar de mostrarse con esa cortesía helada que ponía fuera de sí a la prisionera, la guardiana dijo con una evangélica humildad que desmintió la cruel sonrisa de sus pálidos labios:

–La señorita se equivoca, comete un gran error insultán-dome… Desde que tengo el honor de estar al cuidado de su per-sona, no creo haber faltado al servicio!

Éve se alzó de hombros, y desdeñosamente: –Servicio que consiste en vigilarme, en perseguirme, en

torturarme con vuestra continua presencia, en espiar mis meno-res actos, en estudiar mis menores palabras para repetirlas, sin duda, a aquellas que os pagan! ¡Lo que hacéis aquí es innoble!

–Obedezco a mis amos. –¿Y quiénes son esos amos? Nombradlos, a fin de que los

pueda conocer y pueda al menos maldecirlos! –Me está prohibido responder a esa pregunta. La joven se volvió en ademán amenazante: –Pero, mujer bárbara y estúpida, ¿vos ignoráis que sois

cómplice de un crimen abominable, y que, libre, pues no puedo quedar eternamente en esta maldita casa, me vengaré de vos como me vengaré de los demás?

–No temo eso de vos, señorita, – dijo sarcástica Olympe. –¿Quién os lo garantiza? –¡Oh! ¡varias cosas! Y además vos sois buena, y la ven-

ganza es un sentimiento que vuestra generosa alma ignora… ¿Pero para que hablar de represalias? Una no se venga de las personas que os aman, y vos sois adorada por los que denomin-áis vuestros perseguidores!

309 E inclinándose, irónica: –¿No tenéis nada más que ordenarme, señorita?... Estoy

aquí para serviros… –¡No, iros!... Necesito estar sola… ¡Ah! señora, señora,

sois despiadada! Olympe se alejaba. La prisionera oyó el ruido de una puer-

ta que se cierra con un pase de cerrojo y se dejó caer sobre un sofá, con sus negros cabellos desplegados sombre los hom-bros… ¡Oh! que alegre y graciosa parecía en su vestido de pen-sionista, el vestido que se había puesto por la noche en la que el bandido, instigado por la madrastra, penetró en su virginal habi-tación, en el convento de la Visitación de Auteuil!

Éve pensaba que, desde hacía tres días, vivía aislada en

esa habitación desconocida, que, a pesar de la elegancia del mo-biliario y la suntuosidad de los tapices, no era otra cosa que una prisión para ella, una prisión llena de misterios y terrores.

Y la desgraciada niña se preguntaba si era cierto que la habían transportado al campo, como pretendía Olympe.

Entonces, ¿por qué ese incesante rodar de coches, durante todo el día, y una gran parte de la noche? ¿Por qué la campana vecina que tañía el Ángelus tenía el sonido tan parecido a la de Notre Dame? ¿Por qué esas músicas militares, lejanas y rápidas, colmaban el aire con sus armonías?... ¿Por qué esos mil rumores de muchedumbre de paso, esos silbidos de remolcadores, esos gritos que llegaban hasta ella, por encima de las altas murallas del jardín y las verdes ramas de los árboles?

¡No! ¡No! Eso no era el campo. Y Éve, sin poder determi-nar una ciudad, tuvo la sensación de que la gran diablesa de ca-bellos blancos la engañaba.

Mañana y tarde, Olympe servía una delicada comida a la prisionera, pero esta la rechazaba con asco, y se contentaba con un pedazo de pan y un vaso de agua, evocando la imagen del bien amado, no queriendo morir a causa de César.

310 Y, durante ocho días, las horas se desgranaron para la Srta.

Le Corbeiller en terribles revueltas seguidas de repentinos apa-ciguamientos y largas postraciones.

Realmente, la enclaustrada juzgaba imposible que, afuera, nadie se ocupase de ella. Su madrastra y tutora Antonia, su tutor subrogado, el marqués de Beaugency, el propio César y las reli-giosas de Auteuil habían debido informar a la policía de París, y pronto sonaría la hora de la liberación.

Acercándose el crepúsculo, Éve veía redoblar sus angus-tias; y las noches se hacían espantosas, pobladas de siniestras visiones, y la huérfana se sentía obsesionada con la idea de que la asesina de su padre, era la generala.

Tumbada, siempre vestida sobre la cama, luchaba contra la imagen de Antonia, degollando al padre adorado, representando la tragedia del dolor, y también contra el sueño, dispuesta a sal-tar y defender valientemente su honor y su existencia, con sus uñas, con sus dientes, puesto que no poseía ninguna arma, ni siquiera el cuchillo que traía Olympe a la vez que la comida, pues esta tenía mucho cuidado en recogerlo siempre cuando cesaba o disminuía la guardia.

Una noche, unas voces hicieron estremecer a la prisionera,

y como parecían subir el piso inferior, Éve, levantando un rincón de la alfombra, pegó su oreja al parqué de la habitación.

Oyó risas, canciones, y choques de botellas y vasos. Al principio, la joven no pudo distinguir las palabras que

se intercambiaban, luego un órgano la golpeó, un órgano metáli-co y vibrante que dominaba a los demás, y esa voz era la de su madrastra, la de la generala Antonia Le Corbeiller!

Siguió escuchando; y segura de no engañarse, saltó hacia la puerta y golpeó de forma insistente, llamando:

–¡Madre!... ¡Soy yo!... ¡Auxilio!... ¡Socorro!... ¡Mamá!... ¡Mamá!...

Se hizo un gran silencio, pero la adorada de Brantôme no

perdió el coraje.

311 ¿Acaso la presencia de su madrastra no aseguraba una

próxima libertad, tal vez inmediata?... ¿Y las risas, y las cancio-nes?... Éve se dijo: «No se cantaba, no se reía!... ¡Se discutía! Se luchaba por mí contra la guardiana y sus ayudantes!»

De nuevo, golpeó la puerta y gritó… No obtenía respues-ta… Y bien, había que vencer, secundar a los bravos liberado-res!

Ya la valiente muchacha tenía las manos ensangrentadas por sus inútiles esfuerzos; tomó un escabel de castaño y quiso servirse de él como una catapulta. La puerta se abrió, y Olympe apareció en el umbral.

Éve, siempre armada, gritó: –¿Quién está abajo? Respetuosamente, la guardiana empujó a la joven hacia la

habitación; y, tras haber extraído el cerrojo, dijo, con su eterna e irónica sonrisa:

–¿La señorita me hace el honor de interrogarme? –Sí… ¿Quién está ahí abajo? –¿Abajo, señorita?... Pero, no hay nadie. –¡Mentís! –Me atrevo a afirmarlo; la señorita está equivocada… –He oído voces… –¿Celestiales?... ¡Oh! ¡las Juana de Arco!... Hay tantas

personas que se imaginan que el cielo les habla… La Señorita habrá soñado…

–Para soñar hay que dormir… y yo no duermo desde mi internamiento en esta casa!

Olympe ironizó: –La Señorita comete un error… un gran error en no dor-

mir… ¡Nada es tan saludable como el sueño para la juventud! –¿No queréis responderme? –Ya he tenido el honor de deciros, señorita, que estáis

equivocada… Vivo sola en la planta baja del palacete… He es-cuchado un gran estrépito, el que hacíais tratando de echar abajo la puerta, y, siendo mi consigna vigilar día y noche, heme aquí!

312 –¡Una vez más, mentís!... Estoy segura de haber oído el

ruido de varias voces no celestiales, sino reales y humanas! –Yo no miento, y la prueba, es que ofrezco a la señorita

hacerle visitar toda la casa, si tal es su deseo! –¡De acuerdo! La Srta. Le Corbeiller caminó hacia la puerta. Olympe la detuvo. –Advierto a la señorita que intentaría evadirse en vano.

Todas las salidas del domicilio están cerradas, y bien cerradas! Luego, abriendo la puerta de la habitación: –Ahora, venid, señorita, y vais a comprobar por vos mis-

ma que he dicho la verdad! Se apoderó de un candelabro de triples ramas, encendido

sobre la chimenea, y precedió a la joven. Toda la casa estaba oscura y silenciosa, y ni un indicio que

revelase a la Srta. Le Corbeiller la presencia de aquella cuya voz tan conocida subió hasta ella.

Prisionera y guardiana descendieron al hall, y, a la luz de la llama que levantaba Olympe, la dulce inmaculada percibió, sonrojándose, los mármoles alineados en la sombra como blan-cos fantasmas, y que la vieja iluminó malignamente, al paso, las sucias desnudeces.

A lo largo del museo, la joven se cubrió el rostro con las manos, tanto horror le inspiraba la vista de los objetos anatómi-cos, y cuando el salón oriental, súbitamente iluminado por su cicerone, se le aparecieron los muebles de harem, las lascivia, el erotismo y el cinismo de los frescos, todo su pudor se revolvió en un grito de desamparo.

El deseo de saber animaba a la cautiva. Muy divertida, Olympe fingía ignorar el sentimiento de la

virgen: –¡Es muy bonito este decorado, verdad señorita?... Eso

despierta el ánimo de las personas jóvenes, e incluso excita a la vejez!

Pero la Srta. Le Corbeiller no la escuchaba y observaba una panoplia colgada al la pared y resplandeciente.

313 Mientras la guardiana abría la puerta del comedor, última

estancia de la exploración, Éve se apoderó de un puñal malasio y lo disimuló entre los pliegues de su vestido, alegre con la idea de que si era atacada, tendría un arma para defenderse.

En cuanto a intentar reconquistar su libertad mediante un crimen, la noble niña no lo quería, y no buscaba otra cosa que enternecer a la inexorable guardiana.

Como todas las demás estancias, el comedor estaba vacío, pero todavía podía respirarse allí una atmósfera saturada de fra-gancias de mujeres, de vinos servidos, de licores, de tabaco y de vituallas.

–La señorita puede constatar que había soñado – concluyó Olympe, mostrando la sala desierta.

–Es cierto – pensó la hijastra de Antonia, una vez estuvo de regreso en su habitación… – he sido el juguete de una aluci-nación… ¡El azar no produce semejantes milagros!... ¿Y cómo el azar habría podido llevar a la Sra. Le Corbeiller a esa casa, de la que probablemente ignorase su existencia?... Pero, sin embar-go, ¡era su voz! ¡Era su voz! Yo la reconozco entre las otras… ¡Era la voz de la generala!

Y, según el cristiano hábito, Éve, arrodillada ante su cama, dirigió a Dios, a ese Dios que parecía abandonarla, una ferviente oración por el alma del general y por el vivo, su bien amado César.

Ahora bien, la Srta. Le Corbeiller no había soñado, cuando había oído la voz de la madrastra.

Representando día tras día, junto al marqués de Beaugen-cy y del escultor Brantôme, la comedia de la desesperación por el honor de Éve e ingeniándoselas para desviar las investigacio-nes, la Sra. Barba Azul volvía a hacer de la casa de la avenida de Orleans, el templo de sus orgías nocturnas, y, tan cerca de Éve, experimentaba un sádico placer en constatar las angustias de su víctima.

Acababan de transcurrir dos semanas desde la encarcela-

ción de la desdichada joven, y, si el sacrificio todavía no estaba

314

consumado, el retraso no parecía imputable a la Sra. Barba Azul, sino al mismo protagonista, el duque Melchior de Javerzac.

Muchas veces estuvo a punto de cometer el crimen, pero en el último momento, el aristócrata dudaba.

Dudaba porque en ese ser corrupto todavía quedaban lla-mas, por desgracia dispuestas a apagarse, algunas honorables luces.

La policía, puesta en movimiento por las religiosas de Au-teuil, el marqués de Beaugency y por la astuta Sra. Le Corbei-ller, no obtenía ningún resultado; César Brantôme, gimiendo de dolor, recorría París, día y noche, en la búsqueda de su novia perdida, pero la Barba Azul era sabedora de que su pequeño palacete de la avenida de Orleans era, según la fórmula, «discre-to como una prisión, mudo como una tumba», y se divertía, de-cidida a acabar el drama.

Por fin, se había concluido en pacto con el duque de Ja-

verzac. La Sra. Le Corbeiller consiguió atraer, una noche, al ale-

gre vividor en el templo del amor. Había allí mujeres jóvenes y bonitas, actrices, cantantes,

ilustres casquivanas de los más famosos bares y reclutadas por Trimardon y la Stenberg.

No había otro hombre que el inconsciente Melchior. A los postres, cayeron todos los velos. El pequeño duque estaba ebrio. A una señal de Antonia,

las mujeres se alejaron. Javerzac quiso oponerse a su partida, pero la generala le

dijo que iban a regresar, e instándole a beber más, dejó caer en la espumosa copa una sustancia blanca, polvo de cantáridas.

El joven duque estaba loco, era presa de una locura eróti-ca; sus sienes palpitaban, sus ojos lanzaban llamas, una tormenta de lujuria agitaba sus miembros y anulaba sus últimos escrúpu-los.

Se levantó, gritando:

315 –¡Mujeres! ¡mujeres! ¡mujeres!... ¡Las quiero! ¡las de-

seo!... ¡todas! ¡todas!... –Acaban de partir; las he echado, – respondió tranquila-

mente la madrastra de Éve… –Las he echado porque las consi-dero indignas de vos!

–¡Bromeas! ¡Ellas son amables! ¡Ve y búscalas! – gruñía Melchior, tuteando en su inconsciencia a la hermosa generala.

–Querido amigo, no iré a buscarlas, pues la que te destino es mucho más seductora y deseable que ese rebaño de profesio-nales. Dentro de un instante será tuya… ¡tuya solamente!... Di-me, Melchior… ¿La quieres?

Sabido era que Antonia poseía irresistibles encantos, y el pequeño duque, con sus pupilas ardientes y dilatadas, veía a la gran pelirroja más bella aún que nunca.

–¿Tú, tal vez? – murmuró–… ¡Oh! ¡sí! ¡Eres adorable… ven!

Él saltaba hacia ella, con los brazos extendidos, la mirada ardiente, pero la Barba Azul lo alejó de su cuerpo medio desnu-do:

–Melchior, no se trata de mí!... La que quiero darte tiene carnes más jóvenes y más vibrantes que las mías!... Su piel es más aterciopelada, sus cabellos son más sedosos, sus labios más húmedos y rosas, su mirada más ardiente!... Yo, yo estoy un poco marchita, un poco madura, y ella es joven, muy joven, apenas diecisiete años… ¿entiendes, Melchior?

El duque de Javerzac, mugía: –¿Dónde está?... ¡La quiero!... –¡Virgen!... ¡virgen!... – repetía la generala, con su voz

tentadora, esa voz que debió adoptar el demonio para embrujar a Eva – la primera – de la cual, por ironía del destino, la mártir de Antonia llevaba el nombre.

–¡Me hierves la sangre! – aulló Melchior… –¿Dónde está? –Aquí… muy cerca de ti… ¡en esta casa!... Subir una es-

calera… abrir una puerta y estarás con ella… ¡con Éve! Un fulgor de razón atravesó el espíritu del pequeño duque: –¿Éve?... ¿tu… hijastra?...

316 –Sí… Tú estás arruinado, amenazado, y gracias a la pe-

queña, con la que te casarás, en lugar de acabar en la cárcel, te convertirás en millonario!

–¡Una violación!... ¡La violación es un crimen, y el más abyecto!... ¡No quiero!...

–¡Lo has prometido, has dado tu palabra de aristócrata! Y, como él dudaba siempre, ella le presentó la copa, una

vez más llena del licor afrodisiaco. Melchior la vació de un trago; luego, de pronto, con los

labios espumeando y la mirada desorbitada: –Vamos, te sigo… ¡Condúceme ante Éve! Tranquilamente, la Sra. Le Corbeiller tomó un candelabro

y salió, precediendo al joven duque. Sobre el rellano del primer piso, ella se detuvo, e indican-

do, con gesto orgulloso y salvaje, una puerta cerrada, entregó la llave a Javerzac:

–¡Entra, Melchior!... ¡Mi Éve es tuya!... No era la carne nueva la que ella quería entregar, sino

vender, y a un precio desconocido para los Trimardon y las Stenberg: sobre tres millones de dote, ella recibiría quinientos mil francos, y el adquiridor tendría una prima: ¡la virginidad!

¡Oh! sí la generala se dedicase algún día a la Trata de Blancas, así como había expresado su deseo a Ovide, se las ver-ían de todos los colores!

La virgen, arrodillada, terminaba sus piadosas oraciones. Al ruido de la llave entrando en la cerradura, dio un salto

para situarse en medio de la habitación. Se encontraba a oscuras, pero un rayo de luna, que se fil-

traba a través de las cortinas de seda blanca, vino a nimbarla con una pálida aureola.

La guardiana nunca visitaba a la reclusa a una hora tan in-tempestiva, pero la joven murmuró:

–¿Sois vos, señora Olympe? No hubo respuesta.

317 Éve, de pie, se armó con su puñal y esperó, mirando entrar

a la claridad de la luna, al duque Melchior de Javerzac. Muy valiente, ella preguntó: –¿Qué venís a hacer aquí, señor? ¿Qué queréis? –¡Eh! ¡eh! – farfulló el joven aristócrata – ¿Acaso lo du-

das, querida?... Lo que quiero… ¡es que te adoro! –¿Y sois vos, el duque de Javerzac, quién osas hablarme

así? –¿Acaso no soy tu novio? ¿No seré pronto tu marido?...

Vamos, se amable… se razonable, Éve… ¿No da igual, esta noche o mañana?... ¡Qué diablos! Señorita, el duque de Javerzac bien vale lo que vuestro César Brantôme!

La Srta. Le Corbeiller le arrojó: –¡Sois un villano y un cobarde! Ella corría hacia la puerta de la habitación que el hombre

había dejado entreabierta. Javerzac le cortó el paso. El parecía odioso, con su rostro violáceo, su boca espume-

ando de lujuria, sus miradas que, bajo la acción del alcohol y los afrodisiacos, se iluminaban con verdes llamas.

–¡A mí!... ¡socorro, señora Olympe! – gritaba Éve, deses-perada.

Melchior iba a tomarla, pero, a las luces del astro, él vio brillar la lama del puñal en la mano de la virgen, e, instintiva-mente, se apartó.

Éve decía: –Un paso más, y sois hombre muerto! –¿Matarme? ¡Venga ya! ¿A mí, tu novio? –¡Vos sabéis bien, señor, que mentís! –¡Ah! sí, César. ¡No hablemos de César! ¡Olvidemos a los

ausentes!... Yo te amo, Éve, te amó y estoy aquí, por la voluntad de tu madrastra!

–¡La Sra. Le Corbeiller se ha retractado devolviéndoos vuestra palabra!... ¡Ella os ha juzgado!

318 –¡Error!... ¡Gran error!... ¡Es ella quién me envía!... ¡Es

ella quién me ha indicado la habitación!... ¡Tu madrastra te ha vendido!... ¡Así pues, tú eres mía!

–¡Es suficiente!... ¡Deteneos, deteneos o os acuchillo sin piedad!

Pero una sola idea exaltaba a la virgen: huir de esa maldita

casa, en la que veía el peligro y adivinaba todas las obscenida-des.

Melchior la miraba, temblando y pálido. No es que tuviese miedo, pero la borrachera se disipaba, y el aristócrata comenza-ba a medir el horror de su crimen, ese crimen tanto tiempo pre-meditado, aceptado por él como un remido a su miseria y ante el que siempre había retrocedido en el momento de llevarlo a cabo, a pesar de la insistencia de la generala.

Lo comenzaba a dominar una vergüenza por su ignominia, al mismo tiempo que una inmensa piedad lo invadía par esa vir-gen tan noble, tan altiva y valiente, y sobre todo tan desdichada!

Menos innoble que el duque Gaëtan de Chandor, ante la joven más valiente que Raymonde Parigot, en la casa de la calle de Surèsne, él cayó de rodillas y balbuceó, con las manos juntas:

–¡Soy un miserable!... ¡Perdón! ¡Oh! ¡perdón, señorita!... ¡Huid!... Yo voy a quedar aquí… Se nos creerá juntos, y vos podréis salir libremente!.... ¡Adiós! Y, una vez más, ¡perdón!...

Éve le dispensó una triste mirada y pasó. Ella conocía la distribución de la casa por haberla visitado,

una noche, con Olympe, y, de inmediato, encontró la puerta de entrada.

Hacer deslizar los gruesos cerrojos de cobre fue para la cautiva cosa fácil, y la virgen corrió por la avenida de Orleans, cuando su terrible guardiana llegaba a la habitación.

Olympe contempló al pequeño duque arrodillado, alelado ante la cama virginal.

Bruscamente, una mano enérgica lo levantó, y el joven aristócrata pudo observar a la Sra. Antonia, pálida de rabia.

319 –¡Cerdo!... ¡Miserable idiota! – gritaba la Barba Azul, sa-

cudiendo vigorosamente a Melchior, –¡nos has perdido! Él quería replicar, pero ella le cortó la palabra. Y esforzándose en arrastrarlo: –¡Vamos, ven!... ¡Corramos!... ¡Atrapémosla!... ¡Todavía

estamos a tiempo!... Debí matar a esa mocosa, no puede esca-par!

–¡Eso es sin embargo lo que yo deseo! – dijo el aristócrata. –Pero, desgraciado, si habla es nuestra pérdida!... Nos lle-

varán ante los tribunales… Secuestro… Tentativa de viola-ción…

–Exacto, para vos, la secuestradora… Pero, yo, ni tentati-va…

–Tú deliras… ¡Ven!... –¡No, jamás! –¡Pues bien, iré sola! Ella descendió, enloquecida. Sobre el umbral del palacete, Isis, que había acompañado

a su ama, escuchaba las lamentaciones de Olympe. Antonia le gritó, al pasar: –¡Éve ha huido!... ¡Va a denunciarnos!... ¡Detengámos-

la!... ¡Sígueme, Isis!... –¡Es una imprudencia! – dijo la egipcia, reteniendo a la

generala. –¡Ni un segundo que perder! … ¡Corramos!... Pero Isis aferraba a la Sra. Barba Azul y, al mismo tiempo,

le decía: –¿Para qué delataros, ama?... ¿Para qué toda esta locura?...

La señorita no sospecha de vos; ella os ama, confía en vos… ¿A dónde puede ir si no a la calle Saint-Dominique?... La encontra-remos en el palacete…

La generala dijo, menos enervada y más salvaje: –Isis, acabas de impedirme cometer una irreparable tonter-

ía… Regresemos al hotel… Yo me encargo de corregir a mi querida hijastra!

320 Eran las dos de la mañana, cuando la prisionera franquea-

ba el umbral de la casa maldita, y no se sorprendió de encontrar-se en París, a pesar de las mentiras de Olympe acerca del cuadro del campo.

Por un lado, el Sena fluía, sombrío y angosto entre sus dos murallas de piedras; por el otro, altas y negras casas alternaban sus fachadas con las de palacetes particulares, silenciosos y taci-turnos.

La Srta. Le Corbeiller seguía las avenidas desiertas, cami-nando rápido, imaginándose ser perseguida por Olympe, la guardiana, y juraba defenderse y morir antes que regresar a esa lujosa y horrible vivienda.

¿A quién pertenecía esa casa? Probablemente a algún ami-go del duque, a otro miserable tan inmundo y tal vez más cobar-de que Javerzac, y que se la había prestado para perpetrar su crimen.

Ella todavía no se atrevía a acusar a su madrastra, y sin embargo todo cuadraba en justificar la acusación formal y preci-sa del aristócrata sobre la complicidad de la generala.

Un coche llegaba al gran trote de dos rocines. La joven se detuvo en la sombra para dejarlo pasar y no

pudo contener un grito de desamparo: sobre el pescante, acababa de reconocer a Isis en sus extraños vestidos de conductora, y en el interior del cupé, su madrastra, irritada y pálida, a la luz mor-tecina de las linternas.

Entonces, una intensa claridad se hizo en el cerebro de la bella y casta morena, y Éve comprendió la inmensidad de su infortunio.

¡Antonia! ¡Era Antonia quién la había entregado y vendi-do!

El patético Javerzac no mintió cuando denunció a la gene-rala como la instigadora de su ignominia! Sin duda, la madrastra merodeaba por allí, en la sombra, espiando los gestos de Mel-chior!

Y, ella, pobre huérfana, ella no soñaba la noche en la que creyó oír la voz de la generala!...

321 ¿Entonces, la amistad que desde algunos días le había tes-

timoniado esa mujer?... ¿Teatro?... Los cuidados con los que la rodeaba, el consentimiento que la madrastra daba al matrimonio de su pupila con César? ¡Teatro!... Siempre teatro, amenazado con un desenlace trágico!

Todas esas ideas se agolpaban en el cerebro de la fugitiva, mientras que, retomando su ruta, Éve atravesaba el Puente Nue-vo y llegaba a un París más luminoso, a ese París cuya alma está viva, incluso a las horas más avanzadas de la noche.

Ahora, en torno a ella, circulaban pesadas carretas carga-das de legumbres o de frutas; coches de lechero galopaban con el ruido de sus cajas de metal chocando entre sí; toda una proce-sión de hombres y mujeres llenaba las calles, dirigiéndose a los Halles o entrando en las tiendas de vinos; y, aquí y allá, putas, viejos, críos que hacían ellos mismos la venta de sus cuerpos.

En esta animación nocturna, en medio del incesante estré-pito de los seres y las cosas, la Srta. Le Corbeiller, con la cabeza sin cubrir, vestida con su vestido de pensionista con la cinta azul, pasaba, increpada por unos y saludada por otros, que, a pesar de la ausencia de la toca blanca, la tomaban por una monja de la caridad.

Bajo la creciente angustia, la huérfana llegó a dudar de su tutor subrogado, el marqués de Beaugency, y se preguntó por qué, puesto que todo el mundo la traicionaba, este no la traicio-naría como los demás.

Y no teniendo esperanza más que en Dios, y no teniendo fe más que un solo mortal, el bien amado César Brantôme, Éve, radiante, caminó hacia el taller del joven escultor.

323 VI Desde la desaparición de la Srta. Le Corbeiller, es decir

hacía quince días, el marqués de Beaugency iba, todas las ma-ñanas, al bulevar Rochechouart, a casa del novio de su pupila.

Esos dos hombres, a quienes la misma desgracia había unido, se contaban sus gestiones febriles y, como se sabe, in-fructuosas.

En varias ocasiones, Valentin y César se dirigieron al con-vento de las Damas de Auteuil, con hábiles inspectores de la Policía puestos a su disposición por el Prefecto.

Se interrogó a la Madre Irénée des Anges, a las hermanas Véronique, Luce y Agnès, el personal del servicio, el capellán Dussutour, las pensionistas, y especialmente a la Srta. Suzanne de Chandor, llena de una gran seguridad; pero, nadie había visto nada ni escuchado nada, ni sospechado nada.

La Superiora hubiese deseado, en mayor interés de su es-tablecimiento, negar el secuestro de Éve y acreditar una huida voluntaria, pero por las huellas aparecidas en el jardín y nume-rosos rasguños a lo largo del muro, escalado por los secuestrado-res, profundas rodadas dejadas por el landau en el suelo emba-rrado del camino, y sobre todo la visita matinal al palacete de la calle Saint-Dominique, atestiguaron el rapto brutal.

¡Oh! cuanto lamentaba la Sra. des Angès esta intempestiva visita a la general, y como hubiese querido borrar sus actos, tras habérselas ingeniado para hacer desaparecer una de las mejores pruebas del secuestro, la cuerda profesional del Terror, suspen-dida en la ventana!

Gracias a tales indicios, el hombre de la Comisaría espera-ba seguir pronto la pista de los delincuentes.

En las idas y venidas, en una de sus conversaciones con César, el inspector planteó la idea de un enamorado; y, de inme-diato, Brantôme incriminó al novio vencido, al duque de Javer-zac: Melchior no había intentado vengarse, obtener mediante tenebrosos e innobles medios, la victoria que no pudo obtener!

324

El duque era pobre, absolutamente al límite de recursos y muy capaz de acechar la fortuna, incluso con el más abominable de los crímenes.

Se observó a Javerzac; sus menores gestos fueron espia-dos; se sorprendió en sus entrevistas con la generala, pero nada vino a justificar la acusación de César.

Melchior pasaba casi todas sus jornadas en su habitación, en el Hotel du Midi, de la calle Laffitte, y todas las noches con-tinuaba su vida noctámbula en el Moulin-Rouge, en los bares y en los círculos, y todas las noches las pasaba con Zozó Patas al aire, a menos que el grueso Ovide no tuviese una mejor oferta para esa blanca.

La Sra. Le Corbeiller, interrogada, se levantó altivamente contra tales sospechas respecto al sobrino de su mejor amiga, la duquesa Berthe, tan grande y generoso, cuando, a pesar del amor que experimentaba por Éve, dejó paso al rival amado.

Así pues, Valentin y Brantôme se libraron a conjeturas exageradas y a absurdas hipótesis.

Un rapto operado por unos chantajistas, que, conociendo la importante fortuna de Éve, hubiesen secuestrado a la mucha-cha para obtener un rescate; o bien alguien colateral atrayéndola a una embocada y haciéndola asesinar para heredar de ella.

Reconocieron la debilidad de sus sospechas: los chantajis-tas no hubiesen esperado quince días antes de dar señales de vida. ¿Los herederos?... Toda la parentela de Éve se resumía en la alianza de la Sra. Barba Azul, puesto que con motivo de la reunión del consejo familiar, fue obligado llamar a amigos, el duque de Chandor y otros, y elegir un ajeno como tutor subro-gado.

¿Entonces, qué? Era lo que se preguntaba César, durante las noches de in-

somnio y las jornadas en las que, dejando a un lado cualquier tarea, se agotaba en vanas búsquedas.

El joven escultor tenía en Paris una tía a la que adoraba, y en casa de la cual iba a menudo a descansar y evocar su hermoso Périgod.

325 La Sra. Thérèse Alban, la tía de César, vivía en un modes-

to domicilio en un barrio tranquilo, en la calle Saint-Claude, en el Marais.

Era una viejecita, inteligente y dulce, uno de esos seres que son el honor de la vida, y que el destino parece gozar dañándolos.

Tras haber perdido a su marido, presidente del tribunal de Ribérac, en una catástrofe ferroviaria, ella vio, en el mismo año, morir a su hija y su yerno; y casi arruinada por un notario co-rrupto, la viuda fijó su residencia en París para estar cerca de César.

En la proximidad de los sesenta, vivía modestamente con una criada, traída de la región natal, y nunca madre alguna estu-vo más orgullosa de sus hijos que la Sra. Alban de su sobrino Brantôme.

César, a pesar de las ocupaciones de la carrera de artista y de su galante humor, iba, todos los domingos, y algunas veces por la semana, a abrazar a la vieja; y él, tan alerta y alegre, apa-reció un día destrozado por la angustia, y la Sra. Thérèse, y la criada, muy íntima, y también de edad como la viuda, lloraron al relato doloroso de «su» César.

Pero, la tía le había dicho con su dulce voz: –¡Consuélate, mi César… Encontrarán a tu bonita novia!...

¡Dios es justo! No permitirá que estés más tiempo entre lágri-mas!

La noble criatura evocaba la justicia de Dios, no pre-

guntándose si había sido justo con ella, ese Dios que la había castigado con tanta intensidad, en medio de la felicidad, ese Dios que la dejó en la tierra, hundida y desamparada. Y, sin em-bargo, a pesar de sus humildes recursos, la tía de Brantôme aca-baba de crear, con la princesa de Mabran-Parisis, una gran obra: La Amiga de la Adolescente, y ella era la presidenta.

La Sociedad la Amiga de la Adolescente intentaba luchar contra los dueños y obreros del desenfreno, y más adelante estu-diaremos su organización, su objetivo y sus generosos esfuerzos.

326 Caritativa y piadosa, pero de una piedad exenta de misti-

cismo, la Sra. Alban ofrecía un tipo de lógica y de sana razón; y según las confidencias del enamorado, intuyó que la generala podría no ser ajena a este singular secuestro:

–¿César, la Sra. generala te ha dicho que te amaba? –Sí, me lo ha dicho. –¡Y bien, está celosa de su hijastra! –No, puesto que había decidido mi matrimonio con Éve! –El cambio ha sido demasiado brusco para ser sincero! Y como el enamorado no quisiera escuchar nada y ella

consideraba a su vieja sirvienta un poco charlatana, la Sra. Thérèse decidió actuar sola y aclarar el problema.

Una noche, hacia las ocho, Brantôme llegaba a casa de su

tía; Marion, la vieja criada, le anunció con grandes gestos furio-sos que su ama había salido.

–¿Salido? – dijo el joven artista, preocupado… ¡Ella que jamás se ausenta por la noche!

–¡Sí, salido!... Decididamente, la señora ha perdido la ca-beza.

–¿Dónde está? –Lo ignoro… Después de cenar, se ha puesto el sombre-

ro… Le he preguntado, por pura bondad de alma, y me ha orde-nado que me ocupase de mis asuntos, y ha partido como alma que lleva el diablo!

–¿Crees que tardará en regresar, Marion? Vestida con su traje perigourdin, de gruesa lana, grisáceo,

con la blanca cofia regional, la vieja criada recorría el salón en el que acababa de introducir al sobrino, y gesticulaba muy ofen-dida:

–¡No sé cuándo regresará! ¡Ah! ¡bien, sí! ¡No me da ex-plicaciones!... ¿

Acaso valió la pena haber permanecido al lado de la seño-ra, después de cincuenta años, como un viejo perro fiel, para ser tratada como la última de las últimas?

327 Y percibiendo una manta de seda oscura puesta sobre un

sofá: –¡Ha olvidado llevar su abrigo!... Pobre señora, va a po-

nerse mala y atrapar una neumonía!... Enternecida por la idea de que el ama podría caer enferma

y sucumbir ante ella, Marion olvidó su cólera, pero el timbre de la puerta acabó por despertarla:

–¡Es la señora!... ¡Ya verá cómo voy a regañarla! Ella salió, y Brantôme quedó solo; echó una maquinal mi-

rada sobre el saloncito de muebles traídos de Ribérac –muebles burgueses, evocadores de su infancia.

La Sra. Thérèse Alban se acercaba, pequeña y recta, toca-da con un sombrero de duelo, vestida con un traje negro que cubría con un chal de lana negro, y el rostro de un puro óvalo tenía, bajo la espesa y grisácea cabellera, una expresión ilumi-nada y de infinita misericordia.

–¡Oh, mi César! – dijo, abrazando a su sobrino, – ¡has hecho bien en venir! ¡Tengo una buena noticia que darte!

–¿Buena? – sonrió tristemente el joven. –¡Si fuese mala me la guardaría! –¿Se trata de Éve? – vaciló Brantôme. –Sí, querido, de tu Éve, de nuestra Éve, pues yo la doro,

yo, a esa querida muchacha… puesto que tú la amas!... Pronto la encontrarán… En cualquier caso, tu Éve está viva… pero, por desgracia, todavía prisionera…

–¿Cómo lo sabes, tía? La vieja burguesa declaró, sublime: –Por el amor que te tengo, me he hecho espía!... Estos

últimos días, he merodeado en torno a la generala… ¡Nada!... ¡Nunca nada!... Pero, esta noche, en la calle Saint-Dominique, escondida en las sombras, cerca del palacete de la Sra. Le Cor-beiller, he escuchado a la generala que, antes de subir al coche, decía esto al duque de Javerzac: «¡Éve vivirá, y vos la esposar-éis!» Así pues, mi César, aleja la idea de muerte, y espera…

César creyó a la Sra. Alban afectada de demencia, y subió hacia Montmartre.

328 Era la una de la mañana. Desde hacía tiempo, el criado

Bola en la Espalda, roncaba en su habitación, en el sexto piso, y Brantôme, tras una larga y penosa caminata por los bulevares exteriores, entraba en su taller donde encendió todas las luces y se puso su blusa de trabajo.

Estudiaba unos documentos para un «San Miguel» encar-gado por la embajada rusa y destinado a una de las iglesias de San Petersburgo: tenía la esperanza de encontrar, no un alivio, al menos, una especie de sopor a su dolor; pero pronto, ahíto de fatiga, se arrojó sobre un canapé y se sumió en un sueño febril y poblado de sueño.

¿Por qué su tía no podría decir la verdad? ¿Por qué no cre-er en sus afirmaciones?... ¿Es que las escenas de las que fue el protagonista en el Bois de Boulogne y en el pequeño palacete de la avenida de Orleans, no hacían verosímil la hipótesis de amor en la Sra. Antonia? ¿Acaso el género del pequeño duque no jus-tificaba una maquinación entre la generala y él?

De golpe, el timbre sonando en la entrada, puso de pie a César.

Las lámparas se habían apagado, y el joven encendió una vela, inquieto por saber quién podía ser el visitante nocturno.

Armado con su candelabro, atravesó la antesala y fue a abrir.

Dos gritos sonaron en la noche, dos gritos de alegría su-prema:

–¡Éve! –¡César! El artista murmuraba, ansioso: –¡Todavía debo estar durmiendo y sueño! –No, César, no sueñas! Soy yo, soy yo, – respondió la jo-

ven, con voz temblorosa… – No tengo a nadie más en el mundo y vengo a pediros que me protejáis, que me defendáis!

César la arrastró al taller, la hizo sentar; Éve continuaba: –¿Dónde podría estar más segura y mejor defendida, más

respetada que en la casa de mi novio? Por supuesto, no es en mi

329

casa, en la calle Saint-Dominique, con la segunda esposa de mi padre!

Ella se animaba, terrible: –¡Es cierto, vos no lo sabéis! ¡No podéis saberlo!... ¡Mi

madrastra es una criatura abominable!... ¡La generala es un monstruo!

–¡Éve, ¿qué decís? –Digo y proclamo algo de lo que estoy segura!... Sí, fue

ella quien, tras haber representado junto a mí, junto a vos, una atroz comedia, me ha hecho secuestrar en el convento y me ha retenido quince días prisionera!... Escuchadme, César… Voy a contároslo todo…

Ambos se habían tomado de las manos, y Éve contaba a su novio la aventura nocturna en el convento de las Damas de Au-teuil, el secuestro en un domicilio lejano.

Y cuando hubo hecho, enrojecida, la descripción de esa casa, que el joven escultor reconoció enseguida por el pequeño palacete de la avenida de Orleans, y cuando ella le hubo hablado de la voz de Antonia llegando a sus oídos, finalmente, cuando ella hubo contado que el coche conducido por la egipcia rodaba sobre la avenida desierta con la generala en su interior, esa no-che incluso – la noche de la liberación – Brantôme no dudó ya y exclamó, fuera de sí:

–¡Oh! ¡la miserable! ¡Oh! ¡la canalla!... Pero, ¿por qué ese crimen?... ¿Con qué objetivo?

La Srta. Le Corbeiller ahora sabía cuál era el objetivo con el que Antonia había organizado el crimen. Era para entregarla a Melchior, impedirle de ese modo casarse con César y hacer, – gracias a la violación – el matrimonio inevitable con el duque de Javerzac.

Pero, en el momento de revelar la escena que había ocu-rrido entre ella y el pequeño duque, Éve dudó, turbada en su pudor:

–Es necesario que esa horrible mujer ignore mi retirada, no quiero volver a verla!... Mañana, me conduciréis a algún

330

convento de provincias donde, bajo un falso pretexto, esperaré mi mayoría de edad…

–No, mi bien amada, no abandonaréis Paris… Yo os lle-varé a una residencia íntima, en casa de una parienta, un ángel de caridad cristiana, que os recibirá como a su hija!... Ella os conoce, Éve; a menudo me ha hablado de vos, y ya os quiere… Es una buena y vieja mujer, muy inteligente, cuya presciencia ha adivinado las tropelías de la generala!

–Yo os obedeceré, César… ¿Pero estáis bien seguro de que mi terrible madrastra, por bien escondida que esté, no en-contrará mi retiro?

–¡La Sra. le Corbeiller os creerá muerta! –¿Muerta? –Sí… Poneos ahí y escribid. Dócilmente, la joven se instaló en un pequeño escritorio,

al fondo del taller, y escribió bajo el dictado del escultor: «César, he sido secuestrada durante varios días en una ca-

sa lejana!... Por desgracia vos ya no me amáis, pues si me ama-seis, me hubieseis buscado y salvado! Y, como no puedo vivir sin vuestro amor, he decidido acabar con mi vida… ¡Adiós!

Nuestro Señor me perdonará… Soy demasiado desdicha-da!... –Éve Le Corbeiller.»

Brantôme guardó la carta en su secreter y dijo a la fugiti-va:

–¡Ni un momento que perder, mi bien amada!... ¡Venid!.. ¡Seguidme!

La envolvió en un albornoz oriental que había descolgado de la pared, entre otras telas y vestidos, y cubrió el rostro de la joven con el capuchón.

Iban a partir, cuando sonó violentamente la puerta de la antesala, y la Srta. Le Corbeiller emitió un grito de terror:

–¡Es ella! ¡Estoy segura de que es la generala! –¡Imposible! –Al no encontrarme en nuestra casa, en el palacete, ni en

casa de mi tutor subrogado, habrá tenido la idea de venir a ver si

331

me he refugiado aquí!... Pero, no abráis, César, en nombre del cielo, ¡no abráis!

–Mi adorada, ese sería el medio de perdernos… Brantôme mostró el despacho en el que, un día, Flor de

Paris escuchó oculta, la primera declaración de amor de Éve: –¡Entrad ahí!... Yo respondo de todo… Ocurra lo que ocu-

rra, ni un grito, ni una palabra, os lo suplico! La joven acababa de entrar en la estancia contigua; César

cerró la puerta y corrió a abrir. Éve no se había equivocado: la generala, tras haber espe-

rado a Éve, en su palacete de la calle Saint-Dominique y haberse hecho conducir a los Campos Elíseos, a casa del marqués de Beaugency, llegaba, como una loca, no dándose cuenta de la imprudencia de su gestión.

Y, de todos modos, esperaba disfrazar – a su manera – la verdad.

César parecía tan turbado como la visitante, pero en su confusión, la Sra. Le Corbeiller no se dio cuenta ni de la agita-ción ni la palidez del joven artista.

El escultor dijo, tratando de dar firmeza a su voz: –¿Vos aquí, señora generala, a esta hora? La Sra. Barba Azul y César habían entrado en el taller, y, a

la luz de la vela, ardiendo sobre la mesa, Antonia examinaba todas las cosas, como si, de sus pupilas inflamadas, hubiese in-tentado penetrar en el espesor de las paredes.

–Querido señor y amigo, –dijo ella, con una entonación donde se apreciaba la angustia, – han pasado cosas graves y muy dolorosas, para que me veáis en vuestra casa, a esta indebida hora! ¡Armaos con todo vuestro valor; recordad que sois un hombre, pues voy a daros un golpe terrible… ¡César!

–Señora, os prometo ser valiente! – declaró el joven, espe-rando una de las habituales comedias de la aventurera.

–¡Éve! ¡Nuestra pobre Éve!... – gimió Antonia. –¿Y bien? –¡Muerta! Brantôme la miró bien de frente:

332 –Lo sabía, señora, por desgracia, lo sabía! La generala no pudo reprimir un movimiento de estupe-

facción. ¡Cómo! Esa mentira que ella lanzaba para salir del paso,

encarnaba la verdad?... Entonces, Éve se habría matado, esa misma noche, después de su evasión del pequeño palacete?...

Antonia dijo: –¡Señor, explicaos! Serio, Brantôme extrajo de su secreter la carta dictada: –Leed, señora, ese triste adiós que acaban de traerme hace

algunos minutos. La Sra. Barba Azul leyó silenciosamente el papel y una

triunfal sonrisa erró por sus labios; luego cambió de compostura; su rostro se arrugó, y unas lágrimas, esas lágrimas cuya fuente fluye a voluntad, rodaron a lo largo de sus mejillas.

Dolorosamente, exclamó: –¡Éve! ¡Éve! ¡Mi querida niña… muerta! ¡Qué desgra-

cia!... ¡Ah! ¡jamás me consolaré! –¿Entonces ignorabais que ella estaba muerta? – preguntó

Brantôme, curioso de ver hasta donde llegaría la audacia de An-tonia.

Ella no se inmutó: –Aún dudaba… pero, por desgracia, ahora ya no hay du-

da! Y, voluptuosa, se atrevía con sus ojos y sus labios, a una

llamada de lujuria. César a punto estuvo de saltar sobre esa canalla, no para

abrazarla, sino para estrangularla, y la generala, viendo el peli-gro de la situación y la inutilidad de sus esfuerzos, como enamo-rada, se envolvió dramáticamente en su abrigo, salió, lacrimosa y subió al coche.

Una hora más tarde, Brantôme llegaba a la calle Saint-

Claude, acompañado de su novia. La vieja Marion, bruscamente despertada, vino a abrirles: –Señor César… ¡Nuestro señor, a esta hora!

333 César arrastró a su compañera a la habitación de la tía. La Sra. Alban estaba acostada; le tendió los brazos a Éve. Al día siguiente, la Sra. Barba Azul dijo a Bola en la Es-

palda, el criado de César: –Espía a tu amo, y ven a darme cuentas… ¡Te pagaré muy

bien! Bola en la espalda aceptó; pero, ese mismo día, el artista

abandonaba su taller del bulevar Rochechouart y se instaló en la calle Saint-Claude, en una casa vecina a la de su tía, tras haber dado permiso al ladino sirviente.

César Brantôme no ignoraba el amor del marqués de Be-augency por la generala, y, a pesar de su estima y su amistad hacia el tutor subrogado de Éve, tuvo miedo de cometer una indiscreción y le ocultó el nuevo escondite de la mártir.

Pero, como no se encontraba el cuerpo de la pretendida suicida, el aristócrata guardaba una esperanza; y algunas veces, una que otra visión lejana danzaba ante sus ojos: Catherine Lag-neau, su ex amante, cuyas entrañas habían llevado un fruto de amor, hoy ignorado, y que, antaño, rechazó injustamente: Flor de París.

Una sonrisa de la Sra. Barba Azul expulsaba todas esas tristezas: la zorra tenía agarrado por todas partes al honorable viejo, lo tenía por la piel, por la sangre, por el alma.

335 VII Era el mes de junio, y bajo el falso nombre «François De-

nis», Claude Mathieu, el Terror de Montparno, habiendo aban-donado la carrera de asesino e interrumpido sus conferencias sobre el robo y el asesinato al que asistieron antaño el Crío-Chuchín, el Guapo-Nénesse, la Rizos, la Remolacha y Bola a la espalda, lograba al fin realizar sus nuevos sueños profesionales.

Había recibido una fuerte suma de la Sra. Antonia Le Cor-beiller por su participación en el secuestro de Éve, y, desde hac-ía varios días, el antiguo criado del marqués de Beaugency dirig-ía un despacho de colocación (criados de ambos sexos).

Esta agencia, situada en el centro del barrio de los nego-cios, calle Notre-Dame-des-Victoires, muy cerca de la Bolsa, ofrecía el aspecto más honorable. Por lo demás, la amplia ins-cripción en la fachada del primer piso revelaba un origen anti-guo: «Casa fundada en 1842.»

Era, en efecto, un viejo establecimiento conocido y esti-mado, que el ex pensionista de los correccionales y otras esta-ciones higiénicas había comprado a su predecesor, un hombre retirado de los negocios, y feliz con una modesta fortuna.

Pero el marido de Catherine Lagneau no quería restringir-se al beneficio habitual a algunos millares de francos, volaba mucho más alto.

La antigua casa de la calle Notre-Dame-des-Victoires fue reconstituida de nuevo sobre viejas bases: se convirtió, y siem-pre conservando su industria inicial y sus apariencias honestas, en una cueva de bandidos y en un mercado de mujeres.

Para mantener la honorabilidad del despacho, Mathieu contrataba a buenos criados, hombres o mujeres, pero también colocaba a su elección, entre sus antiguos amigos y las putas vomitadas por Saint-Lazare o amontonadas en los tugurios.

Y los entrenaba con cariño, haciendo durante algún tiempo cursos de actividades domésticas, enseñando la manera de com-

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portarse ante los «monos» y de habar a terceras personas; y, cuando los veía ya adecuados a su perfecta imagen de criado, les proporcionaba un falso nombre, si el nombre original de los alumnos pudiesen comprometerlos, les conseguía un certificado de buena conducta firmado por un barón, un marqués o un con-de problemáticos, que siempre habían partido para el extranjero, y los colocaba en las familias de donde un buen día desaparec-ían, llevándose la plata y las joyas, para mayor fortuna de la Agencia.

Aparte de este oficio, ya de por sí prospero, el Terror de Montparno comenzaba a ejercer la profesión más delicada y sutil de intermediario de mujeres: entre las sirvientas, jóvenes y bonitas que frecuentaban su agencia, camelaba a las más ambi-ciosas, exaltaba sus deseos, antes de entregarlas a Ovide Tri-mardon y a la baronesa Lischen de Stenberg, que se habían con-vertido en socios en la Trata de Blancas y que encargaban a De-nis esa parte específica llamada entre ellos: «el criadero.»

Las desdichadas dedicadas a la prostitución y, a menudo engañadas, y a veces obligadas, siempre las elegían sin padres, sin amigos, sin protectores, sin nadie que se interesase en defen-derlas; y en esta asociación de dos mercaderes, en la que Denis figuraba como uno más entre numerosos proveedores, los gran-des ministros Ovide y Lischen se compartían la tarea: a la Sra. de Stenberg el departamento del Interior; a Trimardon, los Asuntos extranjeros.

Ovide mantenía correspondencia con todos los mercaderes de mujeres de Europa e incluso de América; él les expedía a las desgraciadas muchachas que, mediante sus ardides, sus falaces promesas de empleos ampliamente retribuidos. – y a menudo también, de acuerdo con parientes sin escrúpulos– había logrado arrancar del suelo nacional; se encargaba de colocar en París y en las grandes ciudades de Francia, en las casas públicas, las cervecerías galantes y otros establecimientos, a extranjeras ven-didas «a comisión».

Viajaba, operando intercambio entre París, Londres, Berlín, Constantinopla, San Petersburgo, Viena, Roma, Madrid,

337

luego en Suez, en Chicago, en New-York y en Buenos Aires, donde sabía encontrar, en un barrio especial, millares de jóvenes salidas de todas partes y reunidas como rebaños.

La Sra. de Stenberg igualaba a su socio, en inteligencia ac-tiva, en un reino menos amplio.

Dama organizadora de obras de caridad, bien de secretaria, tesorera, presidente o simple miembro, o aún rica cliente, visita-ba los orfelinatos de muchachas, los correccionales femeninos, los talleres de costura y de modas, las fábricas y talleres para reclutar allí «carne a placer», y no desdeñaba aventurarse en las familias miserables – se ha visto en el caso de los Parigot – ob-teniendo allí a sus víctimas.

Y alrededor de estos dos personajes gravitaba un mundo de chulos y confidentes salidos de todos los rangos de la socie-dad, con la misión de descubrir la caza humana que Trimardon y la baronesa iban a reducir a mercancía, desde la niña sumida en la miseria en un cuchitril del barrio, hasta la gran dama coqueta y menesterosa.

Lischen y Ovide llevan los negocios sin darse demasiadas explicaciones; a veces ofrecían «las gangas», pero sin entusias-mo, bastante poco curiosos, tanto el uno como el otro, sobre los amores y el pasado de cada uno, y la baronesa ignoraba todo del ayudante, el Terror de Montparno, que le presentó Trimardon.

François Denis era para ella un negociante sin escrúpulos, que le indicaba a veces jóvenes, bonitas e inocentes mercancías.

La Sra. de Stenberg, como matrona, nunca franqueaba el umbral de la agencia, y si aparecía como clienta, bajo el pretexto de solicitar una criada, encontraba siempre el medio de organi-zar fructuosos contratos.

Cuando Trimardon, la baronesa Lischen y François Denis se reunían para un arreglo de cuentas o de nuevas maquinacio-nes, sus entrevistas tenían lugar en un apartamento alquilado a nombre de Ovide, en una casa vecina y comunicada con la agencia mediante una puerta secreta.

Era también en ese apartamento donde la baronesa daba audiencia a sus confidentes ordinarios y a sus ojeadores, reser-

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vando la suntuosa instalación de la calle de Castiglione para las recepciones mundanas o los sugestivos tés de las cinco.

Ahora bien, ese día, François, vestido con una amplia bata

de cuadros blancos y negros, calzado con unas zapatillas de pa-ño y tocado con un gorro de terciopelo, beatamente tumbado sobre un sofá Voltaire, digería un excelente almuerzo en su des-pacho de director.

Decorado imponente, severo, y muy apropiado para la dignidad del personaje, ese despacho forrado de madera de cas-taño, con sus tapices verdes a lo largo de las paredes, una estan-tería cargada de documentos y gruesos libros, con las cortinas y portezuelas de terciopelos oscuros, el reloj de péndulo de alabas-tro y sus múltiples discos indicando los meses, los días, las horas, los minutos, los segundos y las fases de la una, como para hacer entender a la clientela que el tiempo es precioso y que no se debe abusar del vigilante y muy ocupado director.

Claude Mathieu – como se sabe – había cambiado de nombre, modificado su rostro y era difícil de reconocer en ese hombre de gran cabeza afeitada y mejillas azuladas de mayor-domo o actor, al bandido cuyas aventuras, en el ejército del cri-men, hicieron apodar el Terror de Montparno.

Beato y soñador, Denis se enternecía con la evocación de su esposa Catheríne y de Flor de París – sobre todo de Flor de Paris, por la cual la baronesa Stenberg le hubiese pagado la ven-ta!... Por desgracia, después del incidente de la Sra. Lagneau y la detención de Georgette en el bulevar Rochechouart – aventuras a él narradas por Eugène y Ernest, testigos oculares – el bribón ignoraba lo que había sido de las desdichadas… Le daba igual por la vieja, pero Georgette, ¡una hija tan hermosa!...

La puerta enorme se abrió suavemente, y el Crío-Chuchín, en traje gris con mangas de lustrina y un portaplumas colocado detrás de la oreja izquierda, entró en el despacho del amo.

–¡Por el amor de Dios! ¡No puedo estar ni un minuto tran-quilo! – gruñó Mathieu, apoyado sobre los brazos de su sofá... ¡Déjame en paz!... ¡Estoy haciendo la digestión!

339 –Es que – balbuceó el joven proxeneta de la Rizos, – están

ahí, en el despacho, más de una media docena que se impacien-tan…

–¡Su impaciencia me importa poco!... Ya los veré un poco más tarde… ¿Hay algunas nuevas?

–¡Sí, cinco que llegan de provincias, con certificados estu-pendos!

–Aparte de los certificados ¿ las señoritas son jóvenes y bonitas?

–¡Tres son auténticos horrores, y dos rollizas!... Pero sobre todo la rubita, una normanda… ni diecisiete años… tímida como un corderito en una cuna…

–Recibiré dentro de un instante a los dos muchachas boni-tas… en cuanto a las otras tres…

–¡Oh! unos bodrios, ¡feas…Sr. Mathieu! Y dándose cuenta de su error ante una furiosa mirada del

colocador: –¡Error!... Quería decir Sr. Denis… –Aprende los nombres y las direcciones de las palomas:

las colocaremos en las salas; ¡es bastante bueno para ellas! –Y no faltan en París las casas. ¡Solo hay que escuchar

hablar a los criados! –Envíame a la pequeña normanda… Pero, el Crío no se iba, y medio temeroso, medio guasón,

se pasaba la mano por su rubia y pálida cabellera. –¿Y bien, a qué esperas animal? – dijo Claude. –Tengo una ligera petición que haceros, patrón… El notable negociante se enfadó: –¡Te he ordenado hablarme siempre en tercera persona,

idiota! –Bueno, eso… ante la gente, pero cuando estamos entre

nosotros… –¡Pero, imbécil, es para que adquieras buenos modales! –¿Buenos modales?... ¡Los tendré cuando me hayáis colo-

cado como criado en casa de un millonario para que yo robe en su cuarto!

340 –Todo llegará, muchacho… ¿Y qué pides? El otro imploró: –¿Diez francos?... Una bagatela, patrón, una pequeña ba-

gatela. –¿Para qué es? –Para pasárselos a esa pobre Rizos que está en Saint-Lago

desde hace tres días. –¡Ah! ¿Tu chica se ha dejado pillar? –¡Una redada!... ¿Qué le vamos a hacer? No estaba con los

ojos abiertos durante su turno por los bulevares! Y, en un gran suspiro: –Señor Denis, comienzo a despistarme al ser vuestro em-

pleado… ¡Oh! como echo de menos los tiempos en los que eráis del Terror y donde nos divertíamos tanto en las Dos Palmeras, con el Guapo-Nénesse y mi pequeña Rizos! ¡Pobre Rizos! ¡Aho-ra ha caído en desgracia!

Claude Mathieu extrajo de su bolsillo dos monedas de cin-co francos y se las entregó a Eugène:

–Aquí tienes, dáselos a tu chica… ¡Jamás hay que dejar ti-radas a las muchachas!

El rostro de Chuchín se iluminó de alegría: –¡Gracias, patrón!... ¡Os lo devolveré!... Voy a enviaros a

la normanda… Iba a salir, cuando un golpecito se oyó detrás de la pared. Eugène se detuvo: –¿Habéis escuchado patrón?... ¿Queréis que os traiga a la

moza? –No… ya iré a buscarla yo mismo… ¡Vete! Y como el empleado no se iba de inmediato: –¿Quieres largarte, especie de moscardón? El Chuchín se precipitó en la habitación contigua. Entonces, Mathieu habiendo pasado el cerrojo a la gran

puerta de entrada, levantó una tapicería y abrió una puerta baja. La Sra. de Stenberg apareció en la moderna agencia, como

una diablesa de un espectáculo de magia, pero sin dramáticos oropeles, elegantemente vestida de seda malva.

341 Avanzó hacia el escritorio del colocador, respondió con un

gesto al saludo del hombre; y sentada en un sofá, dirigió sobre el ex mayordomo del marqués de Beaugency sus anteojos de nácar con una larga cadena de oro:

–¡No estoy contenta con vos, Denis… ¡No del todo! –¿Qué torpeza he cometido para disgustar a la señora ba-

ronesa? – preguntó el Terror de Montparno, con el tono obse-quioso y servil de un criado de buena casa que siempre adoptaba ante Lischen.

–¡No demostráis bastante celo, Denis! –¿Cómo es eso, señora baronesa? –Desde hace ocho días, ni el menor envío! Ah! si todos los

demás actuasen como vos, podríamos cerrar el negocio!... ¡El Sr. Trimardon está desolado!... Nuestra clientela se impacien-ta!... La Sra. Hermosa Álvarez amenaza con ir a proveerse a otro lado!

–Sin embargo, la morenita, esa marsellesa que he tenido el honor de enviaros…

–¡Muy vulgar, vuestra marsellesa!... El Sr. Trimardon se ha visto obligado a colocarla en el Papagayo Gris… ¡Menudo negocio!... Vamos, ¿no tenéis a nadie?... Necesito un sujeto muy joven, hermoso, inocente y sobre todo nuevo.

–La señora baronesa tiene tantos recursos… ella encon-trará…

–¡Sí, desde luego! Pero no en veinticuatro horas… No me esperaba este encargo… En fin, intentaré pensar… Y alguna borralla, ¿no tenéis? … La demanda aumenta… El Sr. Trimar-don acaba de decirme que Londres solicita francesas… En In-glaterra, las francesas cotizan más!... ¡Cómo! ¿Entre todas vues-tras jóvenes clientas, no hay nadie potable?

–Si la señora baronesa quiere echar un vistazo en mi des-pacho?... Ahí están esperando una docena…

–¡Sí, veamos! El colocador activó el resorte de un ventanuco artística-

mente disimulado en la pared, y la noble proxeneta aplicó allí sus ojos.

342 De repente, tuvo un sobresalto: –Pero si ahí hay una joya, una auténtica joya, esa chiqui-

lla!... ¡Qué frescura!... ¡Qué piel!... Y esas carnes rosas, y ese rostro de virgen… El rostro no miente… Esa pequeña es nueva y exquisita… ¡Enviádmela! ¡Quiero hablar con ella!

–¿Cuál? – preguntó Claude, asombrado de esa vehemen-cia.

–¡Caramba! la rubita sentada en el extremo del banco… –¿La normanda? –Enviádmela, y no olvidéis que soy una daba que viene a

buscar una doncella para el servicio doméstico… –¡Comprendido!... Voy a traérosla… Denis cerró la puerta misteriosa, aunque la dejó entre-

abierta, volvió a colocar la tapicería y pasó a la estancia conti-gua.

La Sra. de Stenberg permanecía en un sofá. La joven normanda entró. Bajita y admirablemente hecha, tenía un vestido de lana

marrón encima del cual se cruzaba una bufanda de muselina blanca; blanca era también su tocado de campesina de donde emergían, radiantes, los suaves mechones de una cabellera de oro.

Se detuvo, humilde, ante la baronesa, con los ojos bajados, y se puso a doblar las puntas de la bufanda entre sus manos ner-viosas, como hacen todos los aldeanos varones con sus sombre-ros.

–Acércate, pequeña, – sonrió la benevolente dama. La otra caminaba, tímida. –Más cerca… más cerca… –ordenaba suavemente Lis-

chen… –¿Acaso me tienes miedo? –¡Oh! no, señora baronesa! –¡Vaya! ¿Cómo sabes que soy baronesa? –El Sr. de la agencia me lo ha dicho; me ha dicho también

que sería una gran oportunidad para mí si tenía la dicha de con-veniros.

–¿Cuál es tu nombre?

343 –Pauline Desroches, señora, – declaró la jovencita con una

reverencia cuya rústica inocencia agradó a la proxeneta. –¿Tienes diecisiete años? –No, todavía no… Los cumpliré dentro de tres meses. –¡Bien!... ¿Y vienes para colocarte en París? –Por desgracia, sí, pues ya no puedo… no quiero quedar

en la aldea, señora baronesa! –¡Ah! ¿Y por qué? –Allí era muy desdichada! –¿Con tus padres? –No tengo padre ni madre. –¿Entonces, quién? –En casa de un amo, un granjero de Tancarville, donde me

envió la Asistencia, desde edad muy temprana, dónde he sido educada… donde he crecido…

–¿Y qué has abandonado?... –Hace ocho días. –Porque el granjero te maltrataba, sin duda… –No, señora… Porque él exigía de mí… cosas… cosas vi-

les… y que yo… yo no quería… –¿Lo qué, mi niña? Pauline enrojeció y guardó silencio. La matrona insistió: –¿Te encontraba amable?... ¿Te lo decía?... ¿Él quería de-

mostrártelo? –¡Oh! ¡Señora! –¿Es eso, no? –Sí, señora, ¡es eso! –¿Y luego? –La otra noche, entró por la fuerza en mi habitación… Me

intentó forzar… Yo grité, me defendí… Tuvo miedo… Al día siguiente, cogí mis pertrechos sin decir nada, y con algunos francos que tenía ahorrados, dejé la casa, tomé el tren y aquí estoy!

344 –¡Has hecho muy bien en pensar en París! Unos ojos como

los tuyos excitan el interés, traen fortuna, y… yo conozco a al-guien que podría ocuparse de tu porvenir…

–¿Vos tal vez, señora? –No… pero un caballero muy rico, muy serio, muy bueno. La rubita ya se sentía herida por las miradas insistentes de

la matrona, y dijo, enérgica: –Yo no pido hacer fortuna… sino ganarme la vida, siendo

decente y trabajando! –¿Sirviendo a los demás? – dijo con desdén Lischen –

cuando podrías perfectamente ser servida tu misma! Y dulcemente: –Nuestro París está lleno de jovencitas como tú que, veni-

das para trabajar, se hacen con maravillosos vestidos, poseen joyas y dinero hasta no saber qué hacer con él, todo eso porque, bonitas e inteligentes, han sabido elegir ricos protectores!

–¡Ah! sí, ¡las casquivanas! La Sra. de Stenberg, menos seria, dijo: –Mi pequeña, veo que no eres tan inocente como pare-

ces… Pues bien, bonita e inteligente tal como creo que eres, ¿por qué no conseguir todo eso?

Y la pueblerina, realmente honorable e inocente: –¿Conseguir?... ¿Conseguir?... Soy bonita… Con frecuen-

cia me lo han repetido en Tancarville!... ¿Inteligente?... Lo igno-ro… Pero lo que sé, señora, es que no comeré nunca de ese pan!

La pequeña campesina, estaba soberbia de indignación, con su rostro purpura, sus ojos azules llameantes, sus labios ro-sas que temblaban sobre unos dientes blancos. Quería irse de allí, pero un temor respetuoso y el hábito de la servidumbre la inmovilizaron ante esa dama de cabellos blancos a la que, tal vez, ella no había comprendido.

La baronesa abandonaba un camino peligroso. No podía perder tan hermosa ocasión. Esa juventud exhalando aún los perfumes del campo, esa virtud nueva y aislada era un tesoro.

345 Pero, ¿cómo deshacer la mala impresión que las historias

de riqueza galante acababan de producir y romper toda confian-za en ese espíritu que despertaba?

Bruscamente, la matrona tomó a la virgen por las dos ma-nos y exclamó:

–¡Bravo!... Eso está bien, está muy bien, mi niña, lo que acabas de responderme! ¡Estoy encantada y conmovida!... Te tendía una trampa, y has salido victoriosa de la prueba!... Ahora te conozco, como si te hubiese educado… Estoy segura de ti… Puedes estar tranquila!... Tengo algo para ti!

Pauline la escuchaba, radiante, culpándose por haber du-dado de la buena dama:

–¿Una colocación, señora baronesa? –Sí, una colocación, una colocación digna de ti, no en mi

casa, por desgracia, pues en este momento no tengo necesidad de nadie, pero en casa de una de mis íntimas amigas, una extra-njera cuyo servicio no puede ser más agradable!

–¡Me esforzaré en satisfacerla!... Señora, sé coser, hacer la colada, planchar y un poco de cocina…

–¡Es admirable!... ¿Dónde te alojas, mi niña? –En el Hotel del Cisne Negro, en la calle Saint-Martin…

Es donde acuden todos mis paisanos… –Mañana por la noche, a las ocho, iré a buscarte… Mien-

tras tanto, acepta esto… Lischen le tendió una moneda de oro. La normanda la re-

chazó, pero la conquistadora consiguió deslizarla en el bolsillo de su elegida:

–¡Quiero que la tomes! ¡Te dará suerte!... Ahora, vite, y hasta mañana por la noche!

Pauline Desroches atravesó el despacho custodiado por el Crío, lleno de criados de los dos sexos, y Lischen, franqueaba el paso secreto, bajo los saludos de Claude Mathieu, y penetraba en el apartamento donde todos los días concedía sus citas y tra-taba numerosos negocios galantes.

Amueblado al estilo inglés, muy moderno, este apartamen-to se componía de dos despachos, uno para la Sra. de Stenberg y

346

el otro para Trimardon; un vestíbulo, una antesala de espera, un comedor y un gran salón.

Ovide se decía comisionista en mercancías, y justificaba así, junto a los habitantes del inmueble, el va y viene de sus nu-merosas y a menudo extraños visitantes. En cuanto al portero y su mujer, generosas propinas los hicieron mudos y ciegos, y luchaban denodadamente a favor del gran negociante, el rey de sus inquilinos.

Al entrar en el salón, la Sra. de Stenberg encontró a Ovide instalado sobre un sillón.

–¿Y bien, qué tal ese pájaro raro? – pregunto el grueso hombre, con un cigarrillo entre los labios.

–¡Ah! ¡Una maravilla! –Entonces, Hermosa estará contenta! –¡Sí, pero tendrá que soltar… y más que la noche de la jo-

ven Raymonde Parigot! ¡All right! –El duque de Chandor, adorador de las rubitas, va a dejar

allí lo que le queda de cerebro! –¡Bah!, el cerebro de ese aristócrata es sólido!... He tenido

la idea de ofrecer a la nueva mocita a un único caballero, o en-tregártela para hacer de ella una casquivana… pero eso no mar-charía, y lo mejor es reservarla para el duque…

–¿Se resistirá, como la Parigot? –¡Tanto peor!... ¡Yo la entrego y cobro!... Ovide, nuestros

negocios!.... ¿El correo del extranjero? –Solamente de Londres, y la misma canción… El encar-

gado de Oxford-Street reclama gatitas… muchas gatitas… –¿Eso es todo? –Me indican desde Dijon, como antes llegar próximamen-

te a Paris, dos jovencitas, hermanas, maestras de piano que vie-nen a la capital a buscar alumnos, a la aventura… Esta es la car-ta… Las indicaciones están en el post-scriptum… ¿Quieres leer-la?

–¡Ya lo creo! A ver. La Sra. de Stenberg dio lectura al documento y exclamó,

alegre:

347 –¿Dime pues, Trimardon, sería productivo si llegase a em-

barcarlas, esa misma noche, para Inglaterra? –¡Tu eres capaz de todas las tareas, baronesa!... –Debes reconocer que esto no sería ordinario. –Lo admito. –Pues bien, lo intentaré. –¡Y lo conseguirás!... Pero, en caso de fracaso, siempre

tendremos el recurso de la Casa Brochon, de la calle de Proven-ce…

–Y allí, una vez situadas, si te he visto no me acuerdo!... ¡Adiós, señoritas!

El diálogo entre los socios fue interrumpido por la llegada de un nuevo personaje.

Era un hombre de unos cincuenta años, alto y enjuto, ves-tido con un pantalón a cuadros blancos y negros y una larga le-vita gris, abotonada hasta el cuello sobre una blanca corbata de médico o de notario de provincia. El rostro pálido, con, en la parte superior de su calva cabeza, una mata de cabellos pelirro-jos, con una nariz en forma de pico de águila, abrigando con unos anteojos de oro, sus ojos azules.

Antiguo inspector principal de la Policía (brigada de in-vestigación), cesado por malversación de fondos, Gustave Os dirigía un taller de fotografía y ejercía el oficio de investigador al servicio de la baronesa.

Se adelantó, llevando en la mano un sombrero de seda con largas alas, y bajo el brazo, una cartera de cuero negro; e incli-nado ante la Sra. de Stenberg, murmuró, untuoso y empático:

–La señora baronesa me permitirá depositar a sus pies los humildes homenajes de su respetuoso y devoto servidor?

Luego, volviéndose hacia el socio: –Tengo el honor de saludar al señor Trimardon. –¡Hola, Os!– dijo Lischen… Dejaos de tanto protocolo…

¡Sentaos, y al grano!... ¿Mis informes? -–Os los traigo, señora baronesa. –¡A ver, Os! –¿La señora baronesa me permite consultar mis notas?

348 –Consultad, diablos, si queréis, pero acabad de una vez! Tras haber depositado sobre una mesa su sombrero, el in-

vestigador abrió su cartera, extrajo un papel y se puso a leer: «Gravières, Cécile (baronesa de) treinta años, vive en su

palacete, calle Legendre. Marido muy honorable y rico. La ba-ronesa se divierte con la generala Le Corbeiller y la duquesa de Chandor. Nada que hacer por el momento.»

«Chandor, Berthe (duquesa de), treinta y seis años, palace-te calle Monceau. Lleva una vida disoluta a la vista y tal vez con conocimiento de su marido, un gran libertino y cliente habitual de la casa Álvarez, en la calle Surène.»

«Chandor (Suzanne de), hija del duque y la duquesa. Con diecisiete años apenas y recién salida del convento de las Damas de Auteuil. Lleva las trazas de su madre. Llegará lejos si se la empuja. Tiene un enamorado al que va a visitar clandestinamen-te, acompañada de una tal Julie, su doncella personal. »

La baronesa preguntó: –¿Está bien, la doncella? –¡Como la propia Venus! –¡Continuad! –Ahora viene una observación muy importante y general

sobre los Chandor: «Bajo bellas apariencias, están casi arruinados…» –¡Diablos! – exclamó Lischen… ¡Seguid, seguid!... «La duquesa ha vendido sus joyas a una marchante y las

que lleva son falsas. Muy orgullosa, no se atreve a dirigirse a la generala Le Corbeiller, ni a la baronesa des Garvières, sus ínti-mas amigas. Se hará con un amante rico en la banca o en la alta industria.»

–¡Mi querida duquesa!... ¡Una cliente!... ¡Llegar a eso!... Pero, en fin, ¿aún les queda para poder ofrecer al duque algunos placeres?

–Desde luego! El investigador prosiguió, consultando sus notas: «Hacia mediodía, a la hora del almuerzo, la pastelería de

la calle Saint-Roch está llena de jóvenes obreras de los almace-

349

nes de la vecindad… algunas son todavía… novicias… pero no se harían mucho de rogar para abandonar los senderos de la vir-tud. En el orfanato de la Misericordia, en Vanves, la señora ba-ronesa encontrará una selección de jóvenes huérfanas, nada con-tentas y muy fáciles de convencer. En casa de la Sra. Gerbaud (Dorine), modista, avenida de la Ópera…»

La Sra. de Stenberg lo interrumpió: –Tenemos todo lo que queremos en casa de la Sra. Ger-

baud… –Sí, pero en este momento, en los talleres y los salones, se

ve una media docena de aprendices, flores que sería interesante recoger, ante los peligros exteriores y las grandes tentaciones del entorno!

Feliz de su frase, el ex policía esperaba los elogios de los amos.

–¿Eso es todo?... – interrogó el colega de la baronesa. Y, Os, ofendido: –Sí, señor Trimardon… eso es todo! Luego, con su sombrero en la mano: –Solo me queda depositar a los pies de la señora baronesa,

mis homenajes más… –¡Está bien! ¡Os dispenso del resto! – dijo la baronesa…–

Hasta luego, Gustave Os, hasta pronto! Gustave se retiró y, de inmediato, la Sra. de Stenberg tomó

su agenda y escribió: «Informarse del día exacto de la llegada de las dos herma-

nas de Dijon; esperarlas en la estación y expedirlas, si puedo, a Inglaterra. – Mañana por la noche, jueves, Pauline Desroches y el duque de C…, calle de Surène; advertir a Hermosa Álvarez. – Pensar en las gatitas para Londres (Oxford street) – Ver paste-lería de la calle Saint-Roch, a la hora del almuerzo.– Ocuparse de la duquesa B. de C… (agente de bolsa, banquero, notario; extranjero rico).–Visitar orfanato de Vanves, lo más pronto po-sible.»

Lischen cerró su agenda: –¡Ovide, me voy!

350 –¿Cómo, ya, baronesa? –Hoy es miércoles… ¡Olvidas mi té de las cinco en la ca-

lle de Castiglione!... ¿Vendrás? –Sí… más tarde… Tengo que enviar nuestro correo… –Entonces, hasta ahora! Pero la baronesa tuvo que recibir nuevos visitantes, un es-

tudiante rumano, unos viejos caballeros, una dama con velo que quiso llevarla aparte, corresponsales de provincias, un proveedor de un prostíbulo, de Ámsterdam, una cantante de la Ópera, una bailarina de los Foliès-Bergere, tres casquivanas, una amazona del Nuevo Circo, una marquesa y una burguesita.

Hortense Lecour, una mujer de cuarenta años, de rostro ajado por el vicio y la miseria, casi en harapos, con cabellos negros enmarañados bajo un sombrero de algodón rojo anudado a lo bordelesa, llegó la última, medio borracha; arrastraba a una adorable morenita, de ojos azules, vestida con andrajos y las piernas desnudas, los pies en unos botines de hombre, y natu-ralmente demasiado largos.

-¡Ah! ¿vos aquí, tía Lecour? – preguntó Ovide… ¿Habéis reflexionado?

–¡Así es! – respondió la harpía. Y empujando a la niña delante de ella: –¿Señora y señor, échenle un vistazo a esto! ¡Una rosa!

¡Un capullo de rosa! A pesar de su costumbre, Lischen no pudo reprimir un

gesto de disgusto: –No deberíais traer a esta niña! Pero, la otra, cínica: –Debía mostrárosla. –El señor que está ahí ya había visto a la pequeña y eso

bastaba. La niña se aferraba a las faldas de su madre. Ya, en plena negociación, la Sra. de Stenberg le preguntó: –¿Qué edad tienes, querida? –Once años, señora. –¿Y te llamas?

351 –Amanda Lecour. –Está bien… Ve a mirar las ilustraciones allí, sobre la me-

sa… El señor y yo tenemos que hablar con tu mamá… –¡Pero vete entonces, atontada! – rugió la madre, al ver

que la niña no obedecía lo bastante rápido. Amanda, instalada en la mesa, recorría los álbumes. –Terminemos, señora – dijo Ovide. Se produjo una discusión de dinero. La baronesa entregó, al mismo tiempo que una dirección

escrita en un trozo de papel, un luís a la miserable, y Hortense gritó a su hija:

–Vamos, Manda, ven a decir adiós al guapo señor y a la bella dama!

Y la joven carne viva, habiendo dirigido una reverencia tímida a sus compradores, fue arrastrada por la tía Lecour afue-ra.

Ovide y Lischen quedaron solos. –¡Admirable negocio! – observó el grueso moreno, pero,

no obstante, una criatura sucia, la Lecour!... Realmente me da asco!

–¡Oh! sí, – respondió la dama empolvada, – una madre que vende a su hija es innoble!

Esos dos delincuentes, tan hipócritas y canallas el uno co-mo el otro, se entregaban a la comedia.

La Sra. de Stenberg había añadido a sus notas: «Amanda Lecour, once años. Ver con urgencia O.E. Pa-

cha, Gran Hotel.» En la Bolsa sonaban las cuatro, cuando la baronesa, dejan-

do a Trimardon con su correo, salió del apartamento de la calle Notre-Dame-des-Victoires.

El tiempo era magnífico, y Lischen ganó a pie su domici-lio de la calle Castiglione, no sin mirar y anotar a las bonitas dependientas de las tiendas.

352 El té de las cinco tuvo lugar, con sus flirteos ordinarios de

gentes que allí acudían, unos para entablar relaciones efímeras o serias, otros por curiosidad, otros por glotonería.

Se podían ver al inspector de seguros, Taxile Lapeau d’Etouars, Mathias Bugillat, el camisero de damas, Emilien Ro-vagne, jefe de división en el ministerio de Agricultura, rodeados de un gran número de vividores.

Un mayordomo anunció: –El señor José Ramón Navarrosa, de Buenos Aires! Y los asiduos vieron aparecer un gigante de unos cuarenta

años, con un cabello y barba negros, de rostro oliváceo, ilumi-nado con dos ojos de toro.

Llevaba en la mano un amplio sombrero de plantador, y, vestido con pantalón y esmoquin azul celeste, un chaleco blan-co, ampliamente abierto sobre la pechera de una camisa de batis-ta donde brillaban tres enormes diamantes, calzado con escarpi-nes de charol, se completaba su indumentaria con unas sortijas en todos sus dedos.

–¡Un rasta! – dijo desdeñosamente a su vecina la Sra. La-peau d’Etouars.

–Sí, ,pero un rasta no banal! El argentino se aproximó a la dueña de la casa. –Vos me conocéis, señora, – dijo en un francés pasable y

con las roncas aspiraciones de la lengua española, – vos me co-nocéis al menos por mi nombre. Soy el jefe de la casa Navarro-sa, Sánchez y Herrera de Buenos Aires.

–¿Cómo vos aquí, señor, en París? – dijo zalamera la Stenberg – … ¿Y desde cuándo?

–Desde esta mañana y, ya lo veis, no pierdo ni un minuto en venir a saludar a una de nuestras mejores corresponsales…

–¡Oh, sois muy amable! –Tengo que hablar con vos de negocios serios y urgen-

tes… Demasiada gente… Ya volveré… –¡No, no, quedaos! Pronto, a las siete… Dentro de un ins-

tante, estaremos solos… Mis invitados ya comienzan a retirar-se…

353 Y José Ramón Navarrosa, de pie y sacando pecho, se puso

a observar a los visitantes, a estudiar sus gestos. La Sra. de Stenberg abordaba, en un rincón, al camisero

para dama: –¡Hola, mi pequeño Bugidla! El camisero gruñía: –¡Hablemos de vuestro pequeño Bugilat! ¡Habéis dejado a

tres velas a vuestro pequeño Bugilat! Ella sonrío con sarcasmo: –Parecéis de muy mal humor… ¿Es que aún pensáis en

vuestro ángel del bulevar de los Batignolles?... Ha salido de su cascarón… Quiero decir: vuestro ángel ha roto sus alas, con otro enamorado!

–¡No debió prometérmela! –Amigo mío, ofrecisteis veinticinco luises… He encontra-

do mejores postores…. ¡Qué diablos! ¡vos sois comerciante y esto es comercio!

–¡Yo la amaba! ¡La amo! – suspiró Mathías. –¡Un capricho! –No… ¡amor! –¡En esa caso, deberíais mostraros más generoso!... No

lloréis… os traeré otra cosa… a un precio asequible… –¡Ah! ¿Precios asequibles? – dijo Mathías, resignado. –Los más asequibles, aunque tenga que poner de mi bolsi-

llo… pero con una condición, mi querido camisero para da-mas… ¿Vos no sois el adjudicatario de los trabajos de costura en el Orfanato de Vanves?

–Sí. –¿Bonitas, las pequeñas huérfanas? –No sé. –¿Cómo? ¿No sabéis? –No. –¿Qué me decís?... ¡Un sibarita como vos! –Para mí, no son más que obreras… pequeñas máquinas… –¿De coser?

354 –Y de bordar… Cuanto más trabajan, más me reportan…

¡Eso es todo! –¿Podríais anunciar mi visita a esas damas del convento? Mathias se sobresaltó: –¿Vuestra visita? ¡Oh! ¡no! ¡De ningún modo! –¿Por qué? –¡Porque no sería negocio! –¿Una vez más, por qué? –¡Porque os conozco!... Me quitaríais una o varias de mis

huérfanas, y eso supondría tantas pequeñas máquinas perdidas para la adjudicación!

–¿Pero, quién os habla de quitar?... Lo único que quiero es visitar a esas pobres jóvenes, no con la intención de introducir los lobos entre el rebaño.

–¡Tra la la la!... ¿Para qué? –Yo patrocino varias obras de caridad… Y amándose de su evangélica sonrisa: –¡Hay que purgar los pecados, mi buen Bugilat! –Es que, mire usted, baronesa, yo conozco los conventos

donde sois dama de caridad y… –¿Os negáis? –¡Aceptaré si me juráis traerme, uno de estos días, a Ray-

monde Parigot! –¡Entendido, Bugilat!... ¿Y vos me anunciaréis como una

dama que se ocupa de obras caritativas? –¡Caramba! … ¡No faltaba más!... ¿Pensaréis en mí, baro-

nesa? –¡Os prometo a vuestra Raymonde! Trimardon llegaba; Lischen le presentó a Navarrosa; luego

los salones se vaciaron y la baronesa quedó sola con Ovide y el extranjero.

–Señor – dijo la dueña de la casa – ¿afirmáis que queréis hablarme de asuntos importantes?... El caballero es mi socio y amigo… Os escuchamos…

–Bien, señora… ¿Queréis decirme dónde se encuentra vuestro parque?

355 –¿Mi parque?... ¿Qué parque? – dijo Lischen, sorprendida. –¿Dónde reunís vuestra mercancía? –Pero, señor, ¡nosotros no tenemos parque! –¿Entonces, podría hacer una elección? –¡Oh! ¡muy sencillo! – dijo Trimardon… – ¡Podemos ir al

campo y reunir unas putitas en la calle Notre-Dame-des-Victoires!

–¿Entonces no tenéis siempre a mano un centenar de mu-jeres?

–¡No! ¿Y vos, señor? – interrogó curiosamente la Sra. de Stenberg.

–¡Oh! nosotros no tenemos centenares, sino miles de mu-jeres que se encuentran en nuestros parques a disposición de los compradores… Hay de todos los países, de China, Japón e in-cluso de la Tierra de Fuego, sin contar nuestras negras y nues-tras mulatas de todas las edades.

–¿Habéis traído mercancía? –Sí… algunas a título de muestra… Dos chinas y seis ne-

gras de Guinea, ¡bronce auténtico!... Están a bordo de mi yate, en el puerto de Dunkerque… ¡Recalcitrantes, esas señoritas… salvajes!

–¿Y si logran escapar? –¡No hay peligro, señora!... Están atadas en el fondo de la

bodega, bajo la vigilancia de Henríquez Herrera, mi socio, y al mismo tiempo mi capitán.

–Pero, por desgracia, si os pillan, ¡supondría para vos la cárcel!... ¡Ah! ¡he aquí la auténtica trata de mujeres… blancas, amarillas y negras!...

–¡«Business is business»!... Pago religiosamente a los aduaneros y a la policía… Así pues, cederé mis muestras para irme con otras «titis».

–¿Francesas? –Francesas, sí, pero de mi elección… Morenas, rubias o

pelirrojas, poco importa… ¡pero jóvenes! –¡Las encontraremos! – dijo la Sra. de Stenberg.

356 –Yo compro a la pieza, y estoy dispuesto a pagar doce mil

francos la unidad. Tras una reflexión, la baronesa dijo: –¿Cuántas necesitáis? –Nueve. –¿Y cuánto tiempo nos concedéis para conseguirlas? –¡Oh! ¡no tengo prisa!... Espero distraerme algunas sema-

nas en vuestra gran ciudad… Pero, haremos un canje. –¿Cuál? –¿Vos me liberaréis de mis chinas y de mis negras?... No

seré exigente… –¡Nada más fácil! Precisamente aquí son escasas las ne-

gras; en cuanto a las chinas, ¡serán rápidamente colocadas!... ¿Podéis hacerlas venir?

–Dentro de ocho días, estarán en París… –¡Bravo!... Y mientras los mercaderes de mujeres negociaban, la Sra.

Thérèse Alban, Monseñor Charles-Alix Glandoz, arzobispo de Bourges, y otros ilustres o humildes luchadores, se reunían en el castillo de Vanves, en casa de la princesa de Mabran-Parisis, una de las fundadoras y presidenta honoraria de la sociedad: «La Amiga de la Adolescente».

Gracias a esas devotas, las desdichadas encontraban pan y trabajo en Paris, en una gran casa de la calle Glück, o bien un asilo en los alrededores del castillo, en el convento de las Damas de la Misericordia.

357

VIII Gustave Os, fotógrafo y uno de los investigadores de la

Sra. de Stenberg, exageraba al comparar a Julie con Vénus, cria-da al servicio de los Chandor, y sobre todo de la señorita Suzan-ne.

Quizá una Vénus, pero, con toda seguridad, esa grande y morena moza era una Vénus rústica, rebosante de salud, de ca-deras vigorosas y senos duros, llenos hasta reventar su blusa de lana.

Con el deslumbrante frescor de sus veinte años, labios húmedos, una dentadura sana, blanca, y su abundante mata de pelo negro aterciopelado, bajo el ligero y fino gorrito de las sir-vientas de la alta sociedad, Julie encarnaba lo que se denomina «la belleza del diablo»; pero sus ojos negros, llameantes bajo unas largas y gruesas cejas, y con el balanceo de sus amplias caderas, denotaban en ella un ser sensual, casi bestial.

Esa noche, en el palacete de los Chandor de la calle Mon-ceau, la señorita Suzanne se encontraba tumbada sobre un diván y entregaba su encantador pie a la criada, que, en cuclillas ante ella, ataba los botines de su ama.

La ex pensionista del convento de Auteuil dijo: –¿A que es bueno el amor, Julie? –¡Nada más cierto, señorita! – respondió la moza. Suzanne añadió, soñadora: –Mi Polydor es maravilloso, ¿verdad? –Admirable, señorita, sobre todo con su pantalón de ante

que le queda ajustado como un guante!... ¡Ah! si todos los hom-bres guapos, como él, llevasen pantalón de ante!...

–Mi Polydor me vuelve loca; me siento caliente y vibran-te!

–¡Eh! señorita, así debe ocurrir cuando os encontráis junto a vuestro querido. – dijo pícara y risueña la criada.

358 –¡Pero, es que es el cielo! ¡Y yo que creía haber amado a

los otros! –¡Ah! sí, ¿al Sr. César Brantôme?... ¿Al dentista?... ¿Al

fotógrafo, aprendiz de Gustave Os!... Eso, como en las novelas aburridas, era platónico… y ahora…

–Ya te lo he dicho: ¡es el cielo! Julie había terminado de calzar los botines: –¿Debo vestir a la señorita para la cena? –Sí, y ponme guapa, muy guapa! Mi vestido de seda

azul… y después de cenar, todas mis joyas!... Mi collar, mis brazaletes, mis sortijas!... Las adolescentes no las llevan, pero yo… yo soy una dama…. Mi Polydor admira esos ornamen-tos… Es necesario que los ponga!

La criada mostró una enigmática sonrisa: –La señorita tiene razón… Hay que mostrarse generosa

con el amado! –¡Tanto o más cuando se trata de mi Polydor! Y, durante el proceso de vestir a Suzanne, la conversación

entre la sirvienta y el ama continuó: –Esta noche, después de que mamá y papá hayan salido,

cada uno por su lado, según su costumbre, nosotras iremos a la calle Germain-Pilon, a casa de Polydor, y sin perder tiempo.

–¿Entonces? –¡Me espera! –¡Hum!... ¡La señorita se arriesga a unos azotes! –Me gustaría saber quién me los habría de dar. –Pues, el Sr. duque… la señora duquesa… –¡Tú deliras! El Sr. duque y la Sra. duquesa están dema-

siado ocupados como para vigilar a su hija, él con sus putas, ella con sus amantes…. Y, además, ¿si llegasen a sorprenderme les diría: «Pues bien, sí, ¡tengo un enamorado!... Voy a verle… ¿dónde está el mal?... ¡No hay que darme ejemplo!... Lo tomo de vosotros, mis creadores y educadores, y el vicio que os impulsa está en mi carne y en mi sangre!... Sí, señor duque; sí, señora duquesa! »

Y como la criada iba a utilizar unos alfileres:

359 –¡No, no, Julie, no más alfileres!... ¡La pasada noche, Po-

lydor se pinchó los dedos al desvestirme, y no quiero que se vuelva a hacer daño!

Julie, respetuosa, sonrió ante ese comentario de la joven ama, luego se puso seria:

–Me da la impresión de que la señorita va demasiado lejos con el Sr. Velú…

–¡Jamás se va demasiado lejos cuando se ama! –Un jinete del Circo Fernando no es de vuestro rango… –¿Y quién me ha presentado a ese jinete del Circo Fernan-

do?.... ¡Señorita Julie!... ¡La moral me divierte!... ¿Acaso tu to-mas siempre a tus amantes de tu mundo? ¡Por ejemplo, papá, un duque, un antiguo embajador!

Un golpe de gong vibró en el interior del palacete. Suzanne observó: –La primera llamada a la cena… Nos queda poco tiempo

para establecer nuestra estrategia. –Establezcamos nuestra estrategia, señorita. –A las nueve, papá se levantará de la mesa anunciando

que va al círculo… A continuación, mi noble madre se alejará a su vez, so pretexto de ir a una velada… Ambas conocen sus his-torias y mañana por la mañana estarán frescos!... La duquesa hará el paripé de querer llevarme… Yo aduciré una migraña, menos por mamá que por las otras criadas… ¡Bueno!... Una vez que la familia haya volado, tú te irás sin ser vista por tus cole-gas, a buscar un coche; yo, ante la criada espía, haré que subo a acostarme y me reuniré contigo en la esquina de la calle de Courcelles, donde me esperarás en el coche.

–Sí, señorita. Por lo demás ya estoy acostumbrada a esto desde hace un mes…¡siempre es el mismo ardid!

–Mientras yo esté en la calle Germain-Pilon, tú tendrás li-bertad para disfrutar con tus amores, y vendrás a recogerme a medianoche, a casa de mi jinete.

–Entendido, pero, os lo suplico, señorita, no cometáis nin-guna imprudencia.

–¡Me burlo yo de mamá y de papá! ¡Ya te lo he dicho!

360 –Pero, no me refiero a ellos, señorita… –¿De quién hablas, entonces? –¡Me resulta difícil aconsejaros!... Pero es mi deber, y qui-

siera que no os ocurriera ninguna desgracia… La Srta. de Chandor sonreía burlona: –¿Temes que el Sr. Vélu me asesine? –¡Oh! no! sino que os haga… otra cosa… Y, Suzanne, en un acceso de hilaridad: –¡Con eso puedes contar, Julie! –La señorita no me comprende del todo… –¡Explícate! –Que la señorita juzgue un poco el cotilleo que podría so-

brevenir si algún día se supiese esto: la hija del duque y de la duquesa de Chandor se encuentra en un estado… un estado…

–¡Interesante!... ¡Suelta la palabra, Julie!... ¡Eso sí que ser-ía divertido! ¡Jamás había pensado en ello!

–¡La señorita no consideraría el regalo muy divertido! ¡Oh, ya lo creo que no!

–¡Evidentemente! – murmuró la joven, que se volvió so-ñadora – pero, ¿qué le vamos a hacer? ¡Contra eso poco puedo hacer! ¡Es la naturaleza!... ¡Bah! hay un Dios para los enamora-dos, como para los borrachos!

El gong que anunciaba la cena hacía oír su segunda llama-da, y la Srta. de Chandor bajó a reunirse con el duque y la du-quesa en la planta baja de la aristócrata mansión.

Ese palacete de la calle de Monceau era suntuoso, con to-do el confort de las gentes de Normandía y nuestro gusto nacio-nal.

En una gran sala, el duque Gaëtau, vestido de frac y ado-sado a la chimenea, miraba los vitrales, una maravilla del siglo XVI; la duquesa Berthe, en vestido de baile, sentada al otro ex-tremo de la estancia, hacía brillar indolentemente sus sortijas bajo la luz de las lámparas.

El marido y la mujer nunca se hablaban, excepto cuando se reunían en la mesa, y aún así, el diálogo se limitaba a insigni-ficantes frases mundanas traídas por el duque, de su círculo, o

361

recogidas por la duquesa en casa de la modista, el costurero o en las cafeterías.

Gaëtan y Berthe tenían tantos reproches que dirigirse, que, después de varios meses, habían tomado la decisión de callarse; y, en este medio amenazado por la debacle, observaban una paz relativa concediéndose toda libertad para sus viles actos.

Pero, ante el mundo, el duque de Chandor se mostraba ga-lante junto a su esposa, y la duquesa respondía a las galanterías del noble con amables sonrisas, y eso bastaba para imponer res-peto en los criados y detener las maledicencias.

Entre estos dos seres egoístas y viciosos, espoleados por una necesidad de lujo y orgía, la desviada naturaleza de Suzanne se había exacerbada, y la joven ya no luchaba contra las pasio-nes. Incluso se glorificaba, cultivándolas, cuidándolas, amándo-las como flores precoces y raras. Ya la hemos visto en el con-vento de Auteuil, sembrar en tierra fecunda los granos de un jardín de vergüenza y de muerte.

Ahora nos encontramos a la antigua alumna, abandonada

por el padre y la madre, y en contacto con Julie, una zorra que acaba de arrojarla en brazos de su amante, Polydor Vélu, jinete del circo Fernando, un bajo histrión, recogido una noche por la Sra. Barba Azul y amado en el pequeño palacete de la avenida de Orleáns.

Jinete y criada alimentan el deseo de compartir los despo-jos de la Srta. de Chandor, y sobre todo de hacer caer algún día a la noble familia.

La primera entrevista de la ex pensionista del convento de Auteuil y de Polydor Vélu fue muy simple.

Una tarde en la que ella se paseaba en la plaza de la Estre-lla, donde su cridada la había arrastrado hábilmente, Suzanne vio pasar un jinete montado sobre un caballo árabe.

–¡Ahí está mi primo Polydor! – exclamó Julie, fingiendo gran sorpresa.

El jinete puso pie en tierra, y la sirvienta no pudo impedir presentarle el «pariente» a su ama. Suzanne observó los ojos

362

inflamadas, el porte atrevido y los bigotes morenos y conquista-dores del hombre, y no necesitó más para prender la llama que produjo el incendio en el corazón de la joven; luego sucedieron otros encuentros, vistas al circo Fernando, una declaración, car-tas, de las cuales Julie era la desinteresada y graciosa portadora, citas en las iglesias, un primer beso de amor, una noche, en los Campos Elíseos, bajo los árboles.

–¡Ah!... ¡Suzanne! – dijo el duque Gaëtan de Chandor,

viendo aparecer a su hija en el comedor. Y a un criado: –¡Comienza a servir!... ¡Tengo prisa!... ¡Rápido!... ¡Rápi-

do!... La comida fue fría, silenciosa, lúgubre, y esas tres perso-

nas que vivían juntas, con intereses comunes, no intercambiaron ni una palabra, ni un gesto.

Sin embargo, a los postres, Gaëtan creyó su deber romper el silencio y dijo:

–Pronto, duquesa, tendré el honor de presentaros a uno de mis amigos…

–Querrá decir de presentarme a vuestro amigo. –No, señora, pues se trata de un rey, el príncipe de los

Balcanes… Vos estabais ausente de París, cuando se produjeron los últimos viajes de Su Alteza Real Yephrem Florescoviche, y estoy seguro de que la Alteza tendrá gran placer en conoceros…

–Muy bien. Él continuó: –¿Vais a salir esta noche, duquesa? –Sí. Voy a la Ópera, y luego al baile en casa de la barone-

sa des Graviéres. –¿Lleváis a Suzanne? –Me gustaría… pero, visto el número limitado de las invi-

taciones, me resulta imposible! –¡Oh! Soy de aquellas a las que no se lleva! – dijo viva-

mente la ex pensionista de Auteuil… ¡Soy demasiada mayor!

363 –¿Qué quieres decir? – replicó la duquesa Berthe, con los

labios mordidos y la mirada dura, bajo su embrujadora cabellera rubia.

–Quiero decir que voy a tener diecisiete años… que tengo migraña… y que envejezco demasiado aprisa.

Y manteniendo la mirada de la Sra. Chandor, añadió, iró-nica:

–Y además, la obra que vais a ver tal vez no sea conve-niente para mi joven persona… ¿Cuál es? ¿Aïda o Lohengrin?

Suzanne sabía que su madre mentía afirmando que iba a ir al teatro, y quería hacerle oír que, no más que su padre, ella se sustraía a las mentiras.

–¿Vais con vuestra amiga la generala Le Corbeiller a la Ópera? – dijo sardónico el aristócrata.

–Antonia no frecuenta el mundo desde la desgracia que le ha ocurrido…

–¡Ah! sí, ya sé, la misteriosa desaparición de su pupila!... ¿Todavía no han encontrado a la señorita Éve?

–¡Probablemente no la encontrarán nunca! ¡Se dice que está muerta!

–¿Muerta, Éve? – preguntó Suzanne, de pie, temblando y pálida… ¿Quién os ha dicho eso, madre?

–¡La propia generala, en su desolación! La Srta. de Chandor volvió a caer sobre su asiento, emo-

cionada, trastornada. Ese pequeño ser, inconsciente y frívolo, experimentaba

remordimientos todas las veces que pensaba en la Srta. Le Cor-beiller o cuando se pronunciaba ante ella el nombre de su anti-gua amiga… Un gran terror se unió a los dolorosos lamentos de Suzanne… ¿Éve, muerta?... ¿Acaso no era ella la causa de la muerte, ella que tan cobarde e hipócritamente había entregado a la víctima?...

Pero, la idea de Polydor la obsesionaba, y Suzanne ardía en deseos al evocar su cita nocturna.

Gaëtan se volvió hacia la duquesa:

364 –¿Así que está desolada, la bella Antonia?... ¡Eso es mu-

cho decir!... Cuando uno tiene tanta pena y se está a punto de casar, ¡qué diablos! se retrasa la fecha de la boda.

–Ese matrimonio estaba decidido hace tiempo… Por lo demás, va a celebrarse en las más estricta intimidad…

–Bonito partido para la viuda Le Corbeiller… ¡Beaugen-cy!... ¡Gran nobleza!... Un poco vanidoso… ¡Rico a espuertas!... ¡Ah! ¡si supiese cuanto lo compadezco!

–¿Lo compadecéis? –¡Con todo mi corazón! –¿Y por qué, señor? –Porque, señora, ¡comete una estupidez!... Uno no se casa

con una viuda que lo ha sido dos o tres veces, que está servida por egipcias, que doma bestias feroces y lleva una vida…. ¡oh! ¡una vida!...

–¡Os aconsejo, señor, mostraros serios y respetar la virtud! –Yo soy un hombre imperfecto… pero discreto… ¡Se ve

bien que no estáis al corriente de lo que se dice sobre vuestra querida y tierna amiga!

–¡Cotilleos de círculo!... ¡Habladurías de malos lugares! –Habladurías, tal vez… pero, sabed, duquesa, no hay

humo… –En fin, ¿qué se dice? El aristócrata señaló a Suzanne atenta: –Se dicen cosas que no puedo ni quiero repetir ante esta

niña! –¡Venga ya, papá – intervino la ex pensionista del conven-

to de Auteuil, ¡adoro las historias! El Sr. de Chandor sonrió con indulgencia para con su hija: –Pues bien, vuelve a leer las Mil y una noches, Suzanne…

es un poco eso, filtrado a la parisina… Y levantándose, ordenó al criado: –André, mi coche en diez minutos! –Y el mío en un cuarto de hora! – ordenó a su vez la du-

quesa.

365 –Y el mío, mi fiacre, dentro de veinte minutos! – pensó la

joven enamorada, radiante. Gaëtan vino a besar los dedos de su esposa y dijo, escépti-

co y burlón: –Vamos, duquesa, no os aburráis demasiado en la Ópera, y

divertíos muchos en casa de la baronesa des Gravières! Dio una vuelta elegante sobre los talones, y, tras haber di-

rigido un pequeño adiós con la mano a Suzanne, subió la escale-ra hacia sus aposentos.

Cinco minutos más tarde, la duquesa Berthe, seguida de su doncella particular, regresaba a su habitación para echar un último vistazo a su peinado.

Una vez libre, la señorita de Chandor se disponía a gozar de la libertad; pero recordó que había olvidado un encargo serio y urgente… Ese pobre Polydor no estaría contento, si ella llega-se a la calle Germain-Pilon, con la cartera ligera… Papá debía estar aún en su cuarto… Él se tomaba su tiempo para arreglarse antes de salir!

Suzanne golpeó a la puerta del duque, en el primer piso del palacete.

Ante un espejo, el Sr. de Chandor se colocaba una garde-nia en el ojal de su frac negro.

–Ah, Suzanne… ¿Qué quieres, hija mía? –Querido papá, deseo dinero para mis pobres. –¡Perfecto!... ¿Cuánto? –Veinticinco luises, papá. –¡Diablos!... A este tren, un día tus pobres serán más ricos

que nosotros! –¡Son numerosos! –Tómalos en mi secreter, y déjame tranquilo! La llave está

en la cerradura… Ella abrió el mueble en el cual uno de sus cajones estaba

lleno de billetes y de oro, y, tomando un billete de quinientos francos, el más nuevo, resistió la tentación de robar todo el dine-ro.

366 Luego, con el tono burlón que el duque había adoptada pa-

ra recomendar a su esposa que no se aburriese demasiado en la Ópera, y que se divirtiese mucho en casa de la baronesa des Graviéres:

–¡Mil gracias, señor duque!... ¡Divertíos en vuestro círcu-lo!

El Sr. de Chardon, cosa que nunca solía hacer, depositó un beso en la frente de la joven, y la otra salió rauda hacia su habi-tación, desde donde acechó la salida de los padres.

Duque y duquesa se alejaron cada uno por su lado; él, en el cupé, ella en el landau.

–¡Buen viaje! – exclamó la ex pensionista de la Sra. Irénée des Anges,– y ahora es mi turno!

Suzanne no era de las que se envuelven el rostro con triple velo para acudir a sus citas amorosas; se puso un pequeño som-brero rosa en su cabecita rubia, puso unas joyas, plantó sobre sus hombros un chal de satén negro, bajó al hall y ganó la calle, sin ser observada por los criados.

En el lugar indicado, la Srta. de Chandor encontró a Julie que la esperaba en un fiacre, y a la orden de la doncella, el coche se dirigió hacia los bulevares exteriores.

FIN DE LOS MERCADERES DE MUJERES.

367

LIBRO IV

TRIMARDON

El número de víctimas de la Trata de Blancas es incalculable. Existe todo un mundo de gentes de las finanzas que especulan con mercancía humana… En una sola calle de Buenos Aires, están apar-cadas DOS MIL DOSCIENTAS de estas desgraciadas muchachas compradas por los especulado-res…

Congreso Internacional de

Londres, 18996. Informe de la baronesa de

Montenach.7

6 En 1899 tuvo lugar en Londres la primera reunión internacional so-

bre el tema de la Trata de blancas, organizada bajo el impulso, especialmente, de Joséphine Buttler (1828-1906) que militaba por su abolición.

7 Suzanne de Montenach (1867-1957), fundadora de la Asociación católica internacional de la protección de la joven en 1897.

369 I Calle Germain-Pilon, en una buhardilla, en el sexto piso

de una casa sombría, Polydor Vélu, suntuosamente vestido con una bata de terciopelo oliva, con pantalón gris de franela, y cal-zado con unas babuchas orientales, fumaba un cigarrillo.

Llamaron a la puerta de la habitación. El guapo jinete corrió a abrir, y la Srta. Suzanne, sonrosa-

da de felicidad, saltó al cuello del amante: –¡Polydor!... ¡Mi Polydor, qué feliz soy!... ¡Toma! ¡toma!

¡toma! Ella besaba a labios llenos a ese gran y moreno mucha-cho, peinado y perfumado, exhalando las fragancias de los cosméticos y del maquillaje, y él, devolvía unas caricias suaves, y con el miedo de ese juvenil entusiasmo que le desrizaba los bigotes y turbaba la armonía de su cabellera bien peinada.

–¡Eh!, sí, mi Suzanne, eres amable, muy amable, y te amo! ¿Estás contenta?... ¡Te amo!

–Quiero que me adores como te adoro yo a ti!... ¡Toma! ¡toma! ¡toma!

Y tomándole por la cabeza, por esa cabeza de comediante vulgar, ella le beso en los ojos, sobre la nariz, sobre la boca, sin percatarse de su visible frialdad.

Vélu tenía el argot circense, la palabra ridícula y extrava-gante fácil:

Yo, Polydor, Ador A Miss de Chandor! Desde luego, ella lo consideraba idiota, pero lo amaba. –¿Tu no me amas, verdad? – interrogó Suzanne, nerviosa

y ardiente. –¿Cuántas veces debo repetírtelo? –¡Nunca me lo dirás lo suficiente!... ¡Ah! Polydor, si no

me amases, me parece que te mataría!

370 –Suzon, déjate de tonterías! – exclamó el amante, un poco

asustado… Ven a mi lado… Vamos a charlar, ángel mío… Bruscamente, la joven se quitó su sombrero, su chal y los

tiró al azar en la habitación; luego obligó al jinete a cambiar de postura y se sentó sobre sus rodillas:

–Sí, así, tus ojos en mis ojos, tu boca cerca de mi boca! –¡A tu gusto! – replicó, con voz triste, el Don Juan de los

jinetes… –¡Ah! estoy muy humillado, soy muy desgraciado al verme obligado a recibirte en esta especie de cuchitril, cuando me gustaría…

Ella lo detuvo con un beso: –¿Crees que yo veo tu cuchitril? Yo no veo otra cosa que a

ti, ¡oh, mi único amor!... ¡Alégrate!... ¡Riamos! ¡cantemos!... ¡Amémonos sobre todo!... ¡Sí, amémonos!

Polydor adoptó un aspecto lúgubre: –¡Ah! Suzanne, Suzanne, ¿por qué te he encontrado en mi

camino? –Para amarme, pare decírmelo, para demostrármelo. De nuevo, ella lo rodeaba con sus brazos, y murmuraba,

gentil: –Se por lo que estás triste, esta noche! Es a causa de lo que

me has revelado el otro día, verdad? –¡Por desgracia, así es! – suspiró el jinete de circo. –¿Tu propietario? –¡Si no fuese más que él! –Quién más, entonces? –¡Para qué contártelo! –¡Quiero que me lo digas! –Mi camisero, mi zapatero, mi sastre! –¿Cuánto les debes a esas personas? –¡Al menos trescientos francos! Vivamente, Suzanne extrajo de su bolsillo el billete de

banco dado por su padre y lo agitó en el aire: –¡Mira, amor mío!

371 Los ojos de Vélu se llenaron de brillos un instante y vol-

vieron a retomar su tristeza: –Sí, ya veo, es un billete de quinientos francos!... Tú eres

rica, Suzon… ¡Mejor para ti, querida! –Pero yo he traído este dinero para ti!... ¡Yo no carezco de

nada!... Vamos, tómalo y se feliz! Con un gesto soberbio, él se desprendió de su amiga que

se encontraba sentada en sus rodillas; y, levantado ante ella: –¿Aceptar el dinero de una mujer?... ¿Yo?... ¿Yo?... ¡Ah!

señorita, ¿por quién me tomáis? La Srta. de Chandor fue engañada con esa comedia, y afli-

gida por haber ofendido al amante: –Te pido perdón amigo… Creía que te alegrarías, pero

puesto que rechazas lo que te ofrezco con tanta dicha, lo daré mañana a los pobres.

Ella ya guardaba el billete azul, pero Vélu no lo entendía así, y balbuceó:

–Mi Suzanne, si aceptase sería la más grande prueba de amor, la más inolvidable que un hombre pueda dar al objeto de su culto!

–¿Entonces, aceptas, adorado mío? El dinero pasó del bolsillo de la joven al del amante, y, a

continuación, Polydor se dedicó a desvestir a la noble y joven enamorada.

Ella reía, encantada: –¡Así es como te amo, mi Polydor!... Ten cuidado, no te

pinches con mis alfileres! Blusa de seda, pantalón bordado, ropa interior y camisa de

fina batista, se reunieron con el sombrero y el chal en la habita-ción, y Suzanne repetía, estremecida:

–¡Sí, como te amo! ¡Cómo te amo! Hacia las once, cuando ella se despertaba de una embria-

guez alegre, Suzanne observó al amante de pie, al lado de la cama.

Vélu había recuperado su rostro siniestro.

372 –Julie va a venir, – dijo – ¡Vístete, Suzanne! –¿Y bien, querido, qué tienes que decirme? El jinete exhaló un suspiro de angustia: –Vamos a tener que dejarnos, Suzon… –¡Hasta mañana, ya sé! –¡No… para siempre! Ella lo tomó por un brazo: –¿Para siempre? Oh, Dios mío… ¿Qué me estás diciendo,

Polydor? –La verdad, por desgracia, pues la vida que llevo no es ya

posible! ¡Tengo vergüenza de mi miseria!... ¡Ah! si poseyese cinco a seis mil francos… ¡quedaría en Francia!

–¿Quedarías… en Francia?... ¿Adónde quieres ir? –¡Dónde haga falta! –Y si tuvieses, esos cinco o seis grandes billetes, ¿qué har-

ías? –Dejaría este tugurio que me humilla… por tu presencia, y

me instalaría en un barrio selecto para abrir allí un negocio… Mi camarada Daniel Bardy, el tenor de la Gaité-Rochechouart, tiene más suerte que yo… Tiene fondos… Organiza su teatro, las Mil Bellezas… ¡Bah! ya encontraré todo eso, al otro lado del char-co… ¡en América!

–¡Polydor!... ¡Polydor!... –¿Tú no puedes prestarme esos cinco o seis mil francos? –¿Dónde los conseguiría? –Sin embargo… para salvarme… para crearme un futu-

ro… –¡Pero, es imposible!... Aparte de mi pequeña bolsa para

caridad, no tengo dinero! –¡Lo sé… pero tu padre sí! –¿Qué quieres decir? –Nada, mi bella. –Habla, pues –Bien, un día en que el duque esté ausente… tú podrías…

tomar prestada su caja fuerte… y… La joven gruñó:

373 –¡Un robo!... ¿Me estás aconsejando que robe a mi pa-

dre?... ¡Oh! ¡jamás! ¡jamás! Él se mostró sarcástico, inmundo: –He dicho «prestar» y no «robar»! –¡Eso es robar, señor! –No, señorita… Me he informado… No se perseguiría…al

hijo que toma prestado a sus padres… Además, me comprometo a restituir la suma, y además, ¿ese dinero no te pertenecerá más tarde o más temprano?

–¡No, no, eso es imposible! –No hablemos más de ello. –¿Estás enfadado? –¿Enfadado, yo?... No, Suzanne, no estoy enfadado… es-

toy desolado!... Realmente creía que no dudarías en demostrar-me tu amor!

–Sí, oh, sí… pero de otro modo… Él estalló en sollozos. La Srta. de Chandor mezclaba sus lágrimas con las del his-

trión: –Te daré lo que haga falta, amor mío… pero tú no partirás,

¿verdad? Vélu respondió, solemne: –¡Quedaré aquí para amarte!... Han llamado…. Chsss! ¡Es

Julie!... Se abrazaron, diciéndose: «Hasta mañana» Desde su ventana, Polydor vio alejarse a la criada y a la

amante, y observó cínico y alegre: –¡Marmita8 de hierro!.... ¡Marmita de oro! La Sra. de Stenberg, Trimardon y sus empleados, todos los

mercaderes de mujeres negociaban siempre. Desde la escena del pequeño palacete de la avenida de Orleáns, el duque Melchior

8 Juego de palabras intraducible. Marmite significa marmita y también

tiene la acepción vulgar de amante en francés. (N. del T.)

374

de Javerzac, que había recibido una gran herencia, estaba menos enfermo y se despertaba a una vida nueva.

Muy por encima de Zozó Patas al aire y otras díscolas, la imagen de la Srta. Éve Le Corbeiller destacaba, virginal, a sus ojos ahora más brillantes, en su rejuvenecido y enamorado co-razón, y el vividor miraba brotar una aurora… allá abajo… muy lejos… más bella, en su blanca y rosada claridad, ¡más hermosa que todos los soles de París!

375 II «¡LA MUJER ES UNA MERCANCÍA!» Sean cuales sean las razones que los sociólogos puedan

invocar, el hecho está ahí, evidente, brutal, y muestra el estado de alma de la Stenberg, de Trimardon, de las matronas, de los chulos y proxenetas de París, de Europa y de la esfera universal.

«¡La mujer es una mercancía!» Es la frase de cabecera de los gerifaltes de la prostitución

que divierte a los snobs y atrae a los libertinos; es el grito de oprobio e ignominia que los gobernantes y los legisladores no escuchan!

«¡La mujer es una mercancía!» y, no solamente la criatura ya organizada, sino la «¡niña!

Filósofos, moralistas, el Sr. Henri Rochefor9, el Sr. Char-les Benoist10, el conde de Haussonville11 y nuestro amigo Lu-cien Descaves12 se interesan en estos problemas.

«Uno no puede imaginar, dice el Sr. de Haussonville, a menos que lo haya visto con sus propios ojos lo precoz que es el instinto que impulsa a las jovencitas a hacer la calle.»

Estas cosas las hemos observado nosotros también: sobre las cinco mil mujeres detenidas anualmente por prostitución clandestina, más de la mitad son menores de edad, y entre ellas se pueden encontrar muchas «insumisas13» de menos de doce años de edad.

9 Henri de Rochefor.Luçay (1831-1913), periodista y un político

francés, autor de Los Depravados en 1882. 10 Charles Augustin Benoist (1861-1936), peridodista y político

francés, autor de Las Obreras de la aguja en París: notas para el estudio de la cuestión social en 1895.

11 Paul-Gariel Othenin de Cléron, conde de Haussonville, (1843-1924), escritor y político francés, autor de La Vida y los sueldos en París en 1883.

12 Lucien Descaves (1881-1949), escritor francés, autor de los Ence-rrados en 1894.

13 Prostitutas que evaden las asistencias y visitas sanitarias.

376 El Sr. de Haussonville se indigna, con razón, contra una

madre que, en un baile público, guiaba la danza de su chiquilla, de ocho años, a la que levantaba «tan alto como podía su peque-ña pierna»; pero el ilustre académico habría visto muchas otras si hubiese descendido más bajo, en mi compañía, a los infiernos de la ciudad, y especialmente al Baile de los Ángeles, donde la Stenberg y Trimardon reclutaban a las menores.

Los bailes del Viejo-Roble, de la calle Mouffetarde; el Baile Émile o el Baile de las Vacas, sobre el canal de Saint-Martin; los bailes de l’Ardoise, de la Guillotina, de Marte o del Progreso, el ex Bola Negra y el ex Reina Blanca, e incluso las Tatas, de la calle de Aboukir, merecen el Premio Montyon14 al lado del Baile de los Ángeles.

Aquí se realiza la Trata de la Infancia bajo el pretexto de lecciones coreográficas, y se accede a él dando un pase, que varía cada mes y es indicado a las madres de familia por los re-clutadores.

Para mantener las formas y con el deseo de tranquilizar a las novicias, se exige:

Entrada: 10 céntimos. Baile: 5 céntimos. Carca de las Halles Centrales, en un subsuelo, a las débiles

luces de las farolas de gas, entre el cinz del arrendatario y una orquesta compuesta de un piano, un violón y un contrabajo, se ven niños agitarse, bailar, danzar, y a su alrededor merodea una inmunda clientela de erotómanos y de viejos verdes. Las madres o sus sustitutas consumen ensaladeras con ponche y ron, y a lo largo del Mercado de los Ángeles, se pueden ver a madres bo-rrachas, titubeantes o tumbadas sobre el suelo, durmiendo la mona.

Obreras, costureras, pequeños abandonados de ambos sexos, vagabundos y vagabundas, todos los ociosos sin nido; y las matronas de los departamentos y del extranjero llevan allí su

14 Conjunto de premios (virtud, literario y científico) concedidos por la

Academia francesa y la Academia de ciencias.

377

mercancía, al igual que se llevan los animales al mercado de la Villette.

¡Oh! ¡infancia inocente!... ¡Ah! ¡Ese Baile de los Ángeles! ¡Ah! esos individuos de rostros patibularios, mirada muerta y bruscamente encendida, con labios babosos y húmedos! ¡Ah! esos pobres pequeños, tan frágiles unos, tan sonrosados los otros, y las zorras de sus madres con rostros plomizos! ¡Ah! esas relaciones podridas, esas fosforescencias de carne viva, esas podredumbres de hombres ensuciando bebés, esos monstruos iluminados por la luz del infierno, todavía los vemos, ¡los vemos siempre!... Allí, nuestros guías, no podían defenderse de un ins-tintivo rechazo contra el espectáculo vergonzoso, y nos dio un pasmo de asco, y guardamos en la memoria ese encogimiento de corazón!

Entre el Baile de los Ángeles, el picadero de la calle de

Londres, los despachos de la calle Notre-Dame-des-Victoires y el gran y selecto apartamento de la calle Castigliones, la barone-sa Lischen de Stenberg y Ovide Trimardon llevaban de maravi-llo el tráfico de carne humana.

Trimardon operaba, esperando, en todos los mercados abiertos de la galantería; el Moulin-Rouge, les Folies-Bergère, el Olympia, los circos, y enseñaba a las prostitutas el arte tan com-plejo de la seducción. Gracias a él, unas seudo-criadas en delan-tal blanco captaban sus clientes en las aceras; viudas imaginarias o más bien imaginadas, con amplios velos de duelo, «hacían» los cementerios y los trenes de cercanías; falsas nodrizas, las estaciones y los jardines públicos.

Fue él quien puso de moda las tarjetas de visita galantes, esas arandelas doradas, con nombre de pila y dirección, que las cocineras del amor deslizaban en el bolsillo de los hombres, las noches de baile en la Ópera.

Todas las tardes, de cinco a siete, él ofrecía el aperitivo a sus reclutadores, en un pequeño café del barrio de Montmartre; allí se establecía la Bolsa del amor, el coste del ganado femeni-no.

378 Ovide Trimardon y la baronesa de Stenberg disfrutaban

arrojando polvo a los ojos: ejercían admirablemente lo que se denomina en París «la trola», «el paripé»; en América «un bluff»; entre los campesinos del Périgord, «la milonga», y por toda Francia, la mentira.

La voz de Lischen era armoniosa, y Ovide tenía arrebatos. Ese día, en el picadero de la calle de Londres, Tommy dijo

a su amo: –¿El señor desea recibir al Sr. Gustave Os que espera en la

antesala? –¡Caramba! ¡Que entre! El criado introdujo al investigador de la sociedad Trimar-

don, Stenberg y Cía. y, de inmediato, el ex policía, según su costumbre, se prodigó en reverencias.

–¡Bien! Basta de chuminadas! – dijo Ovide… ¿Habéis traído el informe en cuestión?

–¿La biografía completa de la Sra. baronesa Lischen de Stenberg? Sí, señor.

–¡Démela! –Aquí está. Os presentaba al mercader de mujeres un papel bajo sobre,

y murmuraba, con el dedo en sus labios: –¡Chsss! ¡chssss!... Mi querido señor Trimardon, ¿no dirá

nada a la baronesa, verdad?... Por Dios… ¡si dudase que soy yo quien!… En fin, por seros servicial… siempre estaré a vuestras órdenes…

–¿Sobre todo cuando vuestra complacencia cueste cinco luises?

–¡Oh! señor Trimardon, ¡podéis creer!... Sin embargo el hombre se embolsó los cien francos de

Ovide, y las monedas fueron a reunirse a una semejante suma obtenida de la Sra. de Stenberg por haberle procurado la miste-riosa e igualmente completa biografía de su socio en la Trata de Blancas.

379 Por dinero, el investigador hubiese vendido a su esposa,

sus hijas e incluso a su patria… a toda la humanidad. Tras haber despedido a ese vil ciudadano, Trimardon estu-

dió el documento «Stenberg», y se dirigió al apartamento vecino de la agencia, en la calle Notre-Dame-des-Victoires.

La Sra. de Stenberg lo esperaba allí, de muy mal humor. Entró, con el sombrero sobre la cabeza, su bastón en la

mano, más furioso aún que la baronesa. –Me has estafado en el negocio de Suréne – dijo gritando. –¡Ovide! –¡Lischen, me has robado! –¡Que sepias, señor Trimardon, que soy una mujer honra-

da! –¡A tu manera!... – dijo, burlón, el antiguo amante de la

Bizcochito. Desde hacía algún tiempo, amenazaba tormenta. Los so-

cios sospechaban el uno del otro de malversación en su negocio humano.

–¡Sí, señor, soy una mujer honrada! – repitió Lischen – ¡No he estado dos años en la cárcel…!

–¡Y yo no tengo por padre a un judío alemán que, en 1870, desvalijaba a los muertos en los campos de batalla!

Ella rugió: –¡Mi padre era alsaciano! –Alsaciano… nacido en Múnich! –¿Quién te ha dicho eso? ¡Quiero saberlo! Trimardon se mostró irónico: –¡He consultado a una médium y se mucho sobre tu vida! –¡Y yo también sobre la tuya! –Pues bien, habla… –No… comienza tú. –De entrada, no eres baronesa como yo no soy marqués o

duque… Te atreves a usar el título de «baronesa» en recuerdo del barón Otto de Stenberg, chambelán de una pequeña corte alemana, que te sacó de un lupanar para ser su amante!... Mi vieja, naciste en Múnich, como tu padre, el violador de cadáve-

380

res, y tu verdadero nombre es Lischen Pittermann!... ¡Sí, mi vie-ja!

–¡Mientes! ¡El barón Otto de Stenberg me hizo su esposa! –Probablemente para recompensarte por haber intentado

vender a sus tres hijas!... El barón, tu amante, te echó de su casa; y , expulsada de tu país natal, viniste a Francia donde, ejercien-do más o menos la misma profesión que yo, has tenido el honor de encontrarme… Sí, mi vieja!

La Sra. de Stenberg permaneció un instante atónita sobre esta revelación inesperada; luego, levantando su cabeza blanca:

–¡Es mi turno, Ovide!... Tú mantienes tu verdadera nom-bre, y ese nombre es de los más sucios!... Eres el hijo de un por-teador alcohólico del puerto de Marsella, enviado a la cárcel donde murió, por haber matado, un día de borrachera, a tu m adre, una puta de marineros!... Esa mujer era de ese género y no puedo incriminarla!... El gran criminal, después de tu padre, eres tú, cuando intentabas masacrar y robar a un viejo sacerdote que, encontrándote huérfano y abandonado, te recogió, educó e ins-truyó… El santo hombre no quiso perseguirte; incluso te envió dinero, con motivo de tu servicio militar en África, en los safís. El libro de registro del regimiento constata varios meses de pri-sión (golpes y heridas)… Hete ya en París, libre y alegre, fuerte como un toro… Eres chulo de una puta en la Villette. Ella te adoraba, la pobre, y tú la molías a golpes, dejándola casi muerta! Incluso una noche en que sus ingresos no habían sido lo bastante fructuoso para ti, pateaste a la desgraciada en el vientre…

–¡Bah! ¡tan solo estuvo quince días en el hospital! –Esta aventura fue ignorada por la policía; pero tu presti-

gio creció y, de la Villette al bulevar de la Rochechouart, te convertiste en lo que se llama un «especialista»…

–¡Muy interesante! ¿Y después? –Entre diversas galanterías, cambiaste el tricornio por el

sombrero de copa, y, negociando en carne, no puedo realmente reprochar a mi joven colega por los dos años de cárcel que le valió una pequeña trata de blancas vírgenes.

381 –¡La frase final es exquisita!... ¿Y dónde diablos, mi que-

rida baronesa, has estudiado mi historia plebeya? –¿Y tú, cómo has sabido mis nobles aventuras? –¿No lo imaginas? –Sí, un poco. –¿Os? –¡Sí, Os! –¡El muy cerdo! –¡El crápula! ¡jugaba a dos bandas, a la vez!... ¡Bah! ¡nos

es útil! –Por lo demás tenemos a ese antiguo agente de las cos-

tumbres, a ese ladrón, a ese fotógrafo de poses plásticas, ¡ese mercador de caries transparentes!

La baronesa tendió la mano a su socio: –Hagamos las paces, Ovide… Nada de engaños entre no-

sotros… Tú me habías robado en varias operaciones, y yo me he desquitado con el nuevo negocio de las tres vírgenes de la calle Surène…

Y concluyeron ambos dándose las manos: –¡La mujer es la más productiva de las «mercancías»!...

¡Vivan los amores! ¡Vivan los adulterios! *** Respecto del mal, señalaremos el remedio o, al menos, un

gran esfuerzo para obtenerlo. La Sociedad «La Amiga de la Adolescente», cuya presi-

denta honoraria era la princesa Amélie de Mabran-Parisis, debía su creación a la presidenta actual y efectiva, la Sra. Thérèse Al-ban.

Sí, esa ancianita, la tía de Brantôme, tan humilde, viviendo en la calle Saint-Claude en el Maris, había tenido la aventurada idea de luchar contra la oleada creciente de prostitución y el talento de agrupar alrededor de su deseo humano a las personas más ricas, las más célebres y, lo que es más importante, a los mejores.

382 Además de personalidades extranjeras adscritas a este

proyecto, se contaba entre sus miembros a Monseñor Charles-Alix Glandoz, arzobispo de Bourges; la Madre Irénée des An-ges, superiora del convento de Auteuil; la Señora Duroux, la esposa del notario; César Brantôme; el abad Éliacin Dussutour; la Sra. Eugenie Parigot, la madre de Raymonde, Simone y Liet-te, que pagaba, a pesar de su miseria, la cuota anual de doce francos.

Se conformaban con aportar, sin tomar parte en las reu-niones: un snob arrepentido, el duque Melchior de Javerzac; las dos hermosas bribonas: duquesa Berthe de Chandor y baronesa Cécile des Gravières; los tres canallas: Mathias Bugilat, camise-ro de damas; Taxile Lapeau d’Étouars, inspector de seguros; Émilien Rebane, el jefe de división del ministerio de agricultura.

La Sra. Thérèse Alban no poseía en absoluto, como es sa-bido, los recursos necesarios para la fundación de la obra. La favoreció una casualidad.

La princesa Amélie de Mabran-Parisis, joven viuda de un oficial muerto en África, se encontró, una mañana, a la tía de Brantôme de visita en los domicilios de los desgraciados obre-ros, en Montrouge. Entre la gran dama y la burguesa se produjo una comunión de pensamientos caritativos, y Amélie que, en duelo de un muerto glorioso, juró no amar más y dedicar su in-mensa fortuna al alivio de la miseria y a la protección de la ju-ventud, acogió con entusiasmo a la emprendedora. De inmedia-to, habló del proyecto a uno de sus viejos amigos, Monseñor Charles-Alix Glandoz, arzobispo de Bourges y hermano del an-tiguo cónsul, asesinado por la generala Antonia, nacida Chérif, y se creaba la «Amiga de la Adolescente».

Se habían celebrado asambleas mensuales, en París, en la sede de la Sociedad, calle Glück, en uno de los inmuebles de la princesa; y fue allí, donde nació y germinó la idea del Congreso Internacional que acababa de abrirse en Londres, con el patroci-nio de la «National Vigilance Association», y bajo la presiden-cia de lord Aberdden.

383 Tanto en Londres, como en París, se trataba de reprimir

«la Trata de Blancas», y, fue distribuido un cuestionario a los representantes de las naciones:

I.- Cuál es la legislación vigente en vuestro país, en rela-

ción a los sujetos condenables: a) ¿Las personas que corrompen o facilitan de algún mo-

do que se produzca la corrupción de las mujeres de menos de veintiún años, mediante persuasión, intimidación, fraude o por cualquier otro medio?

b) ¿Personas que incitan a las mujeres a entregarse a la prostitución?

c) ¿Personas que obligan a las mujeres a abandonar su país con la intención de arrastrarlas a una vida inmoral en el extranjero?

d) ¿Personas que emplean jóvenes mujeres en lugares de divertimento públicos, donde la venta de bebida se hace en unas condiciones calculadas para exponerlas a la tentación de una existencia inmoral?

II.- ¿Cuáles son los procedimientos vigentes para obtener

la extradición de las personas convencidas de estar cometiendo los actos comprendidos en la primera pregunta que son castiga-dos por vuestras leyes, o para castigar a los ciudadanos de vuestro país que cometen esos actos en el extranjero?

III.- ¿Qué medidas son tomadas en los puertos de mar,

por el Estado o alguna institución privada, para descubrir si los emigrantes del sexo femenino que llegan en los navíos que atra-can en esos puertos, han sido obligados a partir al extranjero con la intención de someterlos a una vida inmoral?

IV.- ¿La policía de vuestro país ha elaborado una lista

digna de confianza de las personas legítimamente sospechosas de dedicarse a la «Trata de Blancas»? ¿O bien ha adoptado

384

algunas medidas conducentes a preservar a las mujeres expues-tas a sus maquinaciones?

V.- ¿Existe alguna asociación pública o privada para pro-

teger y poner en guardia a las muchachas en búsqueda de em-pleo fuera de sus domicilios contra las maquinaciones de los proxenetas, para proporcionarles los medios de verificar la honestidad de los empleos y para designarles las personas dig-nas de confianza o de las residencias temporales en caso de dificultad para obtener un empleo decente, o en caso de temor a ser arrastradas a llevar una mala vida?

VI.- ¿Existen estadísticas dignas de confianza indicando el

número de jóvenes de vuestro país que son reclutadas para lle-var en el extranjero una vida inmoral?

VII.- ¿Cuáles serían vuestras opiniones sobre los princi-

pios a introducir en los tratados internacionales, o sobre los cambios a aportar a las legislaciones de las diferentes naciones, para disuadir a las mujeres de un país de ser arrastradas a otro para ser allí obligadas a llevar una vida inmoral?

Tras numerosas razones legislativas y calurosos argumen-

tos humanitarios que nosotros discutimos a lo largo de nuestra obra, el Congreso Internacional de Londres expresó el voto de que se estableciese una entente entre todos los gobiernos para:

1.Castigar duramente, tanto como fuese posible, a aque-

llos que, mediante violencia, abuso de autoridad u otro medio de coacción, recluten mujeres y adolescentes para entregarlas a la miseria;

2. Ordenar investigaciones simultáneas sobre los delitos que se producen en los diferentes países.

3. Prevenir los conflictos de jurisdicción, determinando el lugar del delito

385 4. Facilitar, mediante tratados internacionales, la extradi-

ción del acusado. 5. Establecer una entente permanente entre todas las So-

ciedades filantrópicas de los diversos países para comunicarles todas las informaciones necesarias sobre emigraciones sospe-chosas, y proteger a los emigrantes a su llegada.

6. Publicar una lista completa de las Sociedades que se han adherido a la creación del Comité Internacional.

7. Comunicar esta lista a los gobiernos y a las Sociedades. Pero – ¡es evidente! – a pesar de la Sociedad de la Amiga

de la Adolescente, a pesar del Congreso Internacional de Lon-dres, a pesar de las notables conferencias de miss Maud Gon-ne15, de Louise Michel16 y otros oradores en Europa, en Améri-ca, en Asia, en África, en Oceanía, por todas partes donde hay mujeres bonitas y hombres viles:

¡El tráfico se mantiene siempre inmundo! Se puede ver Su gran poder ¡De cabo a rabo del mundo! ¡Y Trimardon dirige el baile, con la Stenberg y todos los

mercaderes de carnes humanas y vivas!

15 Maud Gonne (1866-1953), actriz y militante feminista e indepen-

dentista irlandesa. 16 Louise Michel (1830-1905), militante anarquista, figura importante

de la Comuna de París.

387 III En la honorable casa de la calle Saint-Claude, en el Ma-

rais, Éve Le Corbeiller vivía tan feliz como le era posible serlo. Tanto la Sra. Thérèse Alban como la sirvienta Marion, se

mostraban con ella amables y devotas. En el fondo de ese barrio tranquilo, veradera pequeña ciu-

dad de provincias, lejos del París alegre y bullicioso, la víctima de Antonia se arriesgaba poco a ser encontrada por sus verdugos y, bajo la custodia maternal de la señora Thérèse, algunas veces se atrevía a salir.

Al principio, no dejó la vecindad, donde la señorita Le Corbeiller pasaba por ser la sobrina de la Sra. Alban; luego, se envalentonó, estando más segura y comenzó a visitar a los en-fermos, los pobres. Ahora, casi todos los días, en esas hermosas tardes estivales, las dos mujeres iban a sentarse en la plaza de los Vosges; la tía de Brantôme llevaba su bordado, y mientras los dedos usados, pero ágiles, hacían correr en la lana las agujas de metal, Éve, con voz dulce y grave, leía a la vieja dama los autores favoritos de su juventud: Lamartine, Musset, Chateu-briand.

Y lo que colmaba a la joven de dicha, era ver todos los días a César, sentirlo a su lado, velando por ella, al elegido de su alma.

El escultor, para acercarse a la amada, y con la necesidad de servirla y defenderla, había alquilado un apartamento en la calle Saint-Claude, y él adoraba a Éve, bajo los ojos de su tía, feliz de ese noble y puro amor.

Solamente Marion turbaba la armonía de ese cuadro fami-liar, con las impetuosidades de su leal y agreste naturaleza. Gru-ñendo, protestando, se parecía a esos viejos perros que la edad a hecho gruñones, pero cuyas claras puplias se fijan, en una ternu-ra casi humana, sobre el amo, como para decirle: ¡Estoy aquí! … Te quiero y te vigilo!

La misma noche de la llegada de Éve, a la calle Saint-Claude, cuando Marion sukpo que la joven debía vivir a partir

388

de ese momento a su lado, en ese domicilio donde, después de tanto tiempo, ella vivía sola con su ama, todo lo q ue había de tempetuoso en la vieja criada se revolvió; y al día siguiente por la mañana, bajó de su habitación, vestida con la capa del Péri-gord, su maleta lista, y armada de un paraguas de algodón rojo.

Marión se dirigió hacia el comedor, donde se encontraban reunidas para almorzar la Sra. Thérèse alban y la novia de César; y, deteniéndose sobre el umbral de la puerta, ella dijo a su ama:

–¡Señora, me marcho! –¿Vas al mercado, Marion? Esta bien, hija mía; voy a dar-

te dinero. –¿Dinero?... –exclamó la perigordina – tal vez tenga yo

más que vos! ¡No necesito el vuestro!... Cuando os anuncio que marcho, es que me voy definitivamente!... ¡Regreso a Ribérac!

Esa era una de las escenas habituales de Marion y la tía de Brantôme no se inmutó, pues sabía que del mismo modo que una tormenta ayuda a ciertos ríos a arrastrar sus oros misterio-sos, así la tempestad moral hacía remover y subir en la vieja criada tesoros de devoción y abnegación.

La Sra. Alban se echó a reir: –¡Ah! ¿Te vás, hija mía? ¡Pues buen viaje! ¡Querida! ¿Me

darás noticias tuyas? La sirvienta se ofuscaba: –¡Os aconsejo que no os burléis de una pobre!... ¡Creéis

que me voy a ablandecer como los otros días?... ¡No! ¡No!... Me marcho, y enseguida!... ¡Adiós, señora!

Arrojó sobre Éve una mirada agria, giró los talones y puso cara de abandonar el lugar.

Muy dulcemente, la Sra. Alban la llamó: –¿Marion? –¿Qué queréis aún?–respondió la sirvienta… ¡No tenéis

nada que ordenarme! ¡Ya no soy vuestra criada!... ¡Oh! ¡no!... Y perdéis el tiempo si queréis retenerme!...

–Sé que eres cabezota. –Como una mula, señora… ¡Ese es mi carácter!

389 –¿Al menos me harás el honor de decirme porque me

abandonas? – sonrió la tía de César. –¡Caramba! Deberíais saberlo – gruñó Marion agitando su

paraguas rojo. – ¿No lo adiniváis?... Pues bien, preguntadle a esa señorita!

Y, mostrando con un gesto salvaje a la Srta. Le Corbeiller que la miraba, asustada:

–¡Esa es la razón!... ¿Estás contenta, señora? Entristecida, Éve dijo: –¿Cómo es que soy la culpable de que queráis abandonar a

vuestra ama? Con su mejor sonrisa, la Sra. Thérèse tranquilizó a la jo-

ven, y dijo a la vieja sirvienta: –¡Estás loca, pobre mía!... ¡Es el recuerdo de tu enamora-

do lo que te revuelve la sangre! La otra respondía, atrevida: –Nuestra dama tiene el diablo en la cabeza y el vientre, y

acusa a marion de perder el espíritu!... No puedo mirar a vuestra «señorita» sin hacer una mueca.

–¡La pequeña es un ángel. La servirás y la querrás! –Ya tengo bastante con lo que me hacéis rabiar sin esta

desdichada extraña! Éve se había acercado a la vieja sirvienta y murmuró con

su voz armoniosa y dulce: –Mi buena Marion, ¿queréis intentar vivir conmigo y que-

rerme un poco?... ¿Veréis que no soy despreciable! La mujer respondió, menos agria: –¡Ta, ta, ta!... La señorita desea enternecerme con su voz

de querubín, pero eso no cuela! –¿Intentadlo al menos, Marion? – insistió la joven – Os lo

ruego, ¡intentadlo! –¡Bellas palabras! ¿De qué sirven las bellas palabras? Y, bruscamente, depositando su paraguas en un rincón de

la chimenea: –¡Bien, sí, lo intentaré, aunque cuando solo sea para mos-

trar a la señora sus tonterías!

390 Al cabo de algunos días, la vieja sirvienta adoraba a la jo-

ven recogida y no juraba más que por Éve, mimándola, cocinan-do platos azucarados en su honor, todo tipo de golosinas, rectas que hubiese negado a su propia ama.

Y cuando César llegaba a casa de la tía Alban, Marion lo retenía en la antesala, y era un huracán de palabras amables res-pecto a la «querida pequeña» que el enamorado escuchaba con el corazón radiante de orgullo.

César había dejado los ambientes donde su joven reputa-ción comenzaba a despuntar. Nadie se acercaba a su casa, en la calle Saint-Claude, y él veía llegar el momento en el que, como tantos otros, se vería obligado para vivir, a hacer lo que en el gremio denominaban «el oficio», esa tarea que transforma al artista escultor en artesano, que destruye la mano y el cerebro, y mata el genio, al mismo tiempo que van desapareciendo las es-peranzas.

Brantôme trataba de disimular sus angustias; afectaba es-tar alegre, pero su risa no engañaba ni a la Sra. Alban, ni a Éve, ni a la humilde Marion.

Una mañana en la que la Sra. Thérèse estaba sola con su sobrino, trató de leer en el alma taciturna:

–¡Eh, mi César… No eres el mismo!... ¿Qué ocurre?... Ca-si soy tu madre y me debes la verdad, sobre todo en la aflición… ¿Cuál es la causa de tu triste rostro?... ¿Necesitas dinero?

–¡Claro que no! –No debes ganar gran cosa, desde que has abandonado el

bulevar Rochechouart. –¡Oh!, ¡tengo algunos ahorros! –¿Ahorros?... ¿Un artista? ¡Me sorprendes! –Además, el padre Schükmann me ha dado un adelanto

por mi grupo. –¿Qué grupo? –Lo sabéis bien… El Juicio de Paris –¡Ah! sí… Unas mujeres con muy poca ropa! –Yo no puedo poner corsés y faldas a las diosas.

391 –¡Por desgracia, no! – suspiró la burguesa… –¿Por qué no

trabajas para las iglesias, César? –¡No pido otra cosa! –¡Tengo una idea!... Deberías hacer un San Antonio de

Padua… Está muy de modo en este momento San Antonio de Padua!

–Ya veo y comprendo vuestra idea, querida tía… Un buen hombre desbordando oro, de azul, de rojo, con una aureola, ¿verdad?

–Hay tres muy bonitos en la calle Saint-Sulpice, en el es-caparate de los vendedores…

–¡Y se fabrican por centenares, por miles!... Eso es comer-cio religioso, divino, si queréis, pero no es arte, y, yo, que traba-jo lentamente, no ganaría ni para mis cigarrillos en la tarea!

Seria, ella dijo: –¡Tienes razón! Un artista no debe descender al vulgar

oficio, y espero que mi venerable amigo Monseñor Charles-Alix Glandoz, de Bourges te encargue, un día u otro, una obra a la vez artística y religiosa… ¡Esperando, no pierdes nada!... ¡No tienes ni un centavo!... ¡Oh! sé que eres demasiado orgulloso para decirlo!... Pues bien, ya me he ocupado de ti!... Te he en-contrado un trabajo y del bueno!

–¡Un San Antonio, del tipo San Sulpicio, eh? –No… algo digno de mi César, de su maravilloso talento:

unos antiguos bajorelieves a reparar y otros a crear, en un magnífico castillo!

–¿Dónde es eso, tía? –En Vanves… ¿Conoces a la Srta. princesa de Mabran-

Parisis? –Como todo París, por su fortuna abrumadora y sus excen-

tricidades… –¡Y su caridad cristiana!... Su bondad hacia todos los que

sufren, todo los que lloran! –Es cierto, se dice de ella que es muy buena; pero vos, tía,

¿no estáis con ella en sus buenas obras?

392 –Tengo el honor de ser presidenta efectiva de dos socieda-

des: La Amiga de la Adolescente y las Arrepentidas de Saint-Lazare, de la que ella es presidenta honoraria.

–¿Le habléis hablado de mí a esa gran dama? –Sí, y quiere verte para pedirte consejo… –¿Consejos… a mí? –¡Oh! ¡también es una artista!... Esculpe, pinta y es música

hasta la punta de sus rosadas uñas! –¡Probablemente componga también versos! –Desde luego. Se va a publicar pronto un libro de ella. –¡Los cuatro artes! – dijo alegremente Brantôme. –… Re-

gresemos a los bajorelieves. –La Sra. de Mabran irá, uno de estos días, a tu taller para

ponerse de acuerdo contigo. César objetaba: –La princesa de Mabran-Parisis en mi casa? ¡Eso es impo-

sible!... ¡No puedo, no quiero recibirla! –¿Por qué? –Porque no pienso aún en reabrir mi taller en el bulevar de

Rochechouart, y en la calle Saint-Claude estoy mal instlado… Un cuchitril…

–Si es eso lo que te preocupa, puedes estar tranquilo, ami-go mío… La bella y buena princesa ve muchos tugurios cuando va a visitar a sus pobres y enfermos, sube a séptimos pisos en los barrios más miserables!

César lamentó, de inmediato, su orgullosa actitud: –Tía, me cegó el snobismo y tuve un «bluff» espiritual!....

¡Qué venga, vuestra princesa! Le mostraré algunos esbozos que le interesarán, dado que es artista!

Bruscamente, la puerta se abrió, y Éve, que regresaba, se precipitó hacia la Sra. Thérèse.

Iba a habar; pero, viendo a César, guardó silencio e intentó comportarse con serenidad:

–Disculpadme, señora Thérèse… Una de mis absurdas vi-siones… Tengo miedo no sé de qué, ni sé de quién…

Y, tendiendo la mano a su novio:

393 –¡Hola, César! El joven artista preguntó: –¿No nos ocultáis nada, Éve? –No, nada, amigo mío. –¡Es extraño!... Desde que estáis aquí, nunca os había vis-

to tan pálida y turbada. –Vos sabéis que siempre me imagino encontrarme con al-

guna espía de la despreciable mujer… –¿Hoy también?... –¡Una alucinación! Pero, como estaba sola con Marion y

no sentía a mi lado a la buena Sra. Thérèse, tuve más miedo que de costumbre, ¡eso es todo!

Brantôme permaneció aproximadamente una media hora con su novia, más tranquila; y desde que se marchó, Éve se arrojó entre los brazos de la Sra. Thérèse:

–¡Oh! ¡señora! ¡señora! –¡Veamos qué sucede, hija mía? – interrogó la vieja bur-

guesa, de nuevo asustada. –Hoy, no me he engañado!... Lo he visto! ¡A él!... ¡a él!...

¡muy cerca de mí… en la plaza de los Vosges! –¿Él…? ¿Quién? –¡El duque Melchior de Javerzac! –¡Oh, Dios mío!... Pero. ¿te ha reconocido? –Cuando me vio, se volvió muy pálido y exhaló un gran

grito!... Y ese grito de dolor o de alegría, vibra aún en mis oí-dos!... No he querido decir nada delante de César… Él no sabe nada del duque y es inútil informarle de su complicidad con… mi madrastra… Pero os he contado todo a vos!... ¡Ah! ¡señora! ¡señora! ¿qué hacer?... ¿Cómo proceder?

Tras un silencio, la Sra. Alban preguntó: –¿Te has fijado si el duque de Javerzac te seguía? –No… ¡mi terror era demasiado grande!... No pensaba

más que en huir y refugiarme junto a vos! –¡Tal vez Marion nos lo pueda decir! –¡Marion no vio nada! Y, rompiendo en sollozos:

394 –¡Estoy perdida!... El duque no va a dejar de ir a advertir a

la generala, y ella vendrá… a arrancarme de esta casa… para encerrarme otra vez… para venderme… tal vez para matarme!

–Nosotros estaremos aquí, César y yo, enérgicos y valien-tes, felices de defenderte!... ¿Pero, por qué esas alarmas?... ¿No me has dicho que el Sr. de Javerzac se había mostrado arrepen-tido de su villanía y que incluso había protegido tu huida?

–Es cierto. –¿Entonces, por qué habría de traicionarte? –¡Eh! ¿Acaso lo sé?... ¡Tengo miedo!... ¡Tengo miedo! La Sra. Thérèse la abrazaba, la mecía sobre sus rodillas,

como hubiese hecho con una criatura, tratando de consolarla, de exhortarla a la esperanza y, en caso de necesidad, a la lucha:

–¡La hija del general Le Corbeiller debe ser valiente! Y, de pie, la mártir de la Barba Azul respondió: –¡Seré valiente, señora! En ese momento, un timbre vino a sonar, y ya se adelanta-

ba Marion, que dijo vacilante a su ama: –Señora, hay ahí un joven que desea hablar con la Srta.

Éve. –¿Un joven?... ¿Qué joven? – preguntó la protectora. –Aquél que la señorita y yo nos encontramos antes, en la

plaza de los Vosgues… –¡El duque de Javerzac!...– exclamó la novia de Brantôme

– ¡Despídelo, Marion!... ¡Dile que no lo recibo! –Al contrario, querida – intervino la Sra. Alban… – Hay

que escucharle… Tiene que hablar… Al menos sabremos a que atenernos.

Y, altivamente, a la sirvienta: –¡Marion, haz entrar al Sr. de Javerzac!... ¡La Srta. Le

Corbeiller va a recibirle! La Sra. Thérèse se alejaba; la casta morena dijo: –¡Sola!... ¿Vais a dejarme sola con ese hombre, señora?

395 –¡Es necesario, Éve! Ante mí, no hablaría o quizá mintie-

se, y es muy importante que estemos informadas del objetivo de su gestión… Pero no voy muy lejos y vigilo!

La burguesa se dirigió hacia una estancia contigua, y, de inmediato, la sirvienta introdujo al visitante.

Y, muy humilde: –¡Ah! si supieseis, si pudieséis saber la infinita dicha, el

inmenso alivio que experimento viéndoos ahí, ante mí, viva… yo que me sentía culpable de ser la causa de vuestra muerte!... Si leyeséis mi pensamiento, señorita, creeriáis en mi palabra… ¿y tal vez podrías perdonarme un momento de locura?

–¿Perdonaros?... Dios ordena el perdón de las ofensas… Había olvidado vuestra injuria y a vos mismo… ¿Por qué habéis venido?

Él no se atrevió a decir: «Porque os amo, porque os respe-to, porque os adoro!» Y él gimió:

–¡Adiós, señorita!... El futuro os demostrará que os he hablado con toda la sinceridad de mi corazón!

Él partía desolado; pero se volvió, y caminando hacia Éve, que lo había mirado alejarse más conmovida de lo que quería dejar ver:

–Una cosa más, señorita, os lo ruego, no me toméis por un traidor… Si pensase en traicionaros, ¿acaso creeís que habría dicho lo que acabáis de escuchar?... Es que yo, el antiguo vivi-dor, el antiguo snob, lloraba de dicha y de dolor; de dicha, vién-doos viva y más feliz, y de dolor con la idea que, para vos, siempres seré un miserable…

Thérèse Alban los observaba, en el umbral de la puerta. –Señor duque de Javezac, – dijo ella – acaba de hablar no-

blemente!... Éve, yo respondo de él, y podéis creerme! –Señora, – exclamó Melchior, – tomando la mano de la

vieja burguesa y llevándola a sus labios, seáis quién seáis, yo os saludo y os la agradezco!

–Idos, señor, y recordad que de vuestra discreción depen-den la felicidad y tal vez la vida de esta criatura! Pero, le digo

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más: ¡estoy segura de vos!... ¡No me hagáis lamentar mi con-fianza… y mi estima!

La Sra. Alban y la Srta. Le Corbeiller estaban solas, y la presidenta de la gran obra declaraba:

–Quería mía, en mi larga existencia, he tenido tiempo de estudiar las buenas y malas naturalezas: ¡no tenéis nada que te-mer del duque de Javerzac!

Siempre persiguiendo a César con su extraño y fatal amor,

Antonia soñaba con un matrimonio con el marqués Valentin de Beaugency.

Llegaba el fin de agosto, y pronto, se cumpliría el interva-lo legal, los diez meses de viudez que el Código impone a las viudas consolables, incluso a las más precipitadas.

La Sra. Barba Azul no sabía en lo que ocupar su cabeza: el palacete de la calle Saint-Dominique, hipotecado, era un estrépi-to de suministradores y de reyes de la usura; y, para desgracia de Antonia, la fortuna de Éve, ya en gran parte dilapidada, a cuenta de la tutela, acaba de ser congelada y, a pesar de las súplicas, el notario Charles Duroux, permanecía inflexible.

Sin embargo, la Sra. Le Corbeiller siempre vivía alegre,y, entre las suntuosidades de la calle Saint-Dominique y las orgías en la avenida de Orleans, y en todas las grandes casas de prosti-tución, ella consumía sus últimas riquezas.

Hacía un mes, sus diamantes, que se habían convertido en collares de falsas piedras, dormían en casa de un joyero, presta-mista usurero.

Enervada, alocada, bajo la doble necesidad de dinero y lu-juria, la generala recurrió a Hermosa Álvarez: se la vio en la hospitalaria residencia de la calle de Surène, y, con el producto de sus desenfrenos, brindarse a otros placeres de su elección, en el pequeño palacete, muso de horrores y templo de amor.

La terrible dama habría podido dirigirse a su novio, el marqués de Beaugency, y este hubiese abierto su cartera y su caja; pero no quiso ceder, prefirió imitar la firma del aristócrata,

397

y pasarla, por intermediación de Trimardon, a un banquero sin escrúpulos.

Pronto, la aventurera sería la esposa del marqués, y Valen-tin, en los ardores de la luna de miel que ella se proponía hacer muy dulce, se mostraría lo bastante galante para no renegar de la firma en cuestión.

Y además, ¿quién sabe?, tal vez encontraría de aquí a allí un medio de pagar sus deudas, a espaldas del aristócrata.

Para gran desesperación de Antonia, el Sr. de Beaugency, siempre apasionado por el amor que lo invadía, pero profunda-mente apenado por la supuesta muerte de su pupila, hablaba de retrasar la boda.

La generala se dedicó a camelar al viejo enamorado. Fue así como la Sra. Le Corbeiller llevó al Sr. de Beau-

gency a precipitar su unión; y, ahora, tranquila y triunfante, es-peraba la hora nupcial donde, por fin, iba a poder agotar a ma-nos llenas las cajas de un marido millonario.

La viuda del general solamente tenía una preocupación: el día del contratro, ¿cómo haría para confesar su absoluta indi-gencia?

El marqués no ignoraba el despilfarro de Antonia de su propia fortuna, ni algunos de los sucesivos e ilegales préstamos tomados a su pupila; pero, de ahí a imaginar que la viuda no poseía nada del importante legado de su difunto marido y que sus deudas representaban una deuda colosal, había un abismo.

¿Deudas? ¿Billetes falsos? ¡Ya se vería más adelante, amigo!... ¿Y la confesión de ruina?... Bah! ella repetiría al mar-qués lo que ya había contado al notario – historias de Bolsa con-cernientes a ese pobre general – y, Valentin, amado, sumiso, cegado, no preguntaría más.

Y en ese estado de ánimo, la víspera del contrato, la Sra. Barba Azul, en un elegante vestido blanco y violeta – cuarto de duelo – esperaba a su novio, en la calle Saint-Dominique.

Hacia las cuatro, el viejo aristócrata llegó, lujosamente

vestido con un pantalón negro, chaleco azul, smoking azul con

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botones dorados, calzado con zapatos de charon, corbata blanca, guantes gris perla, y portando una rosa en el ojal. Tomó la mano que Antonia le ofrecía y la besó con devoción:

–¡Qué bella estáis, querida, y como os amo! –Y yo – respondió la gran pelirroja, envolviéndolo con sus

magnéticas miradas, – comparto vuestro amor y estoy orgullosa de ello!

La generala le indicó un pouf al lado del diván en el que ella estaba medio echada:

–Por desgracia, hoy debemos romper el encanto de los amores, descender de las alturas en las que mi alma vuela por vos, y caer, terrenalmente… hacia las cosas banales… los nego-cios…

Valentín, manifestó, muy serio: –Sí; pero en primer lugar, y antes de todo, señora, tengo

una confesión que haceros… –¿Una confesión? –Señora generala, me considero un hombre decente, y sin

embargo he cometido un crimen… –¿Un crimen, vos? ¡Vamos! –Lo que muchas personas denominarían un error de juven-

tud, yo, lo mantengo, lo llamo crimen. ¿Acaso no es un crimen seducir a una desgraciada muchacha… hacerla madre… y aba-nonarla a continuación?... He cometido esa cobardía, y ese es el remordimiento de mi vida!

Antonia esbozó un gesto vago, y dijo zalamera: –No tengo nada que ver en vuestro pasado, Valentin, y,

solo me interesa vuestra presente y vuestro futuro… ¡Ah! mas allá de cualquier contingencia!

–Lo sé, pero ese episodio de mi juventud, al deber modifi-car nuestro contrato de matrinomino, es mi deber contároslo…

–¿Modificar?... ¿Modificar en qué? – preguntó la bella pe-lirroja, un poco inquieta.

–En que atribuyo una suma a mi hija natural, y que la re-servo, en la hipótesis incierta, pero en la que tengo muchas espe-

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ranzas, de encontrarla… Lo demás será para vos, después de mi muerte…

La preocupación aumentó en la Sra. Le Corbeiller, y la aventurera dijo, con un tono ansioso que hubiese helado a cual-quier otro que no fuese el viejo cegado por el amor:

–¿Es grande esa suma? –Una bagatela para nosotros… Una fortuna para esa ni-

ña… quien, si existe, debe trabajar y ganarse… tal vez duramen-te su pan… doscientos mil francos…

La Sra. Barba Azul respiró más alividada: –¡Eso está bien! Está muy bien que lo organicéis de ese

modo, amigo mío, y realmente estoy conmovida… ¡Marqués, sois el mejor de los hombres!

–¿Entonces, querida mía, lo aprobáis? –No solamente os apruebo, sino que os admiro!... Por des-

gracia, yo también tengo una confesión que haceros, pues deseo que entre nosotros la situación sea franca y clara… Pues bien, amigo mío, ¡estoy arruinada!

–¡Lo sabía! – dijo el amable aristócrata. –Vos me sabéis con dificultades… pero lo que ignoráis, es

que mi ruina es completa. –¡Eso va a aumentar la alegría que voy a tener enrique-

ciéndoos! –¡Tengo deudas, marqués, deudas enormes! –La Sra. viuda Le Corbeiller, quizá… ¡La marquesa de

Beaugency no las tendrá! –Dejadme al menos, como ha sido dilapidado ese dinero…

¿cómo he contraído esas deudas? –La marquesa de Beaugency nunca tendrá que rendir

cuentas financieras a su marido, y, con más razón, la viduda del general Le Corbeiller no debe ninguna revelación monetaria a aquel que todavía no es más que su novio…

–¡Ah! ¡qué bueno sois! ¡Sois grande! ¡Sois generoso! ¡Sois sublime! ¡Encarnais el honor de la humanidad!

–No exageremos… Simplemente soy un anciano libertino que ha encontrado su camino y que no volverá a repetir las locu-

400

ras de la adolescencia… y de la edad madura… porque os ama, porque os adora!

Ella le ofreció la mano; y habiéndola besado, el aristócrata contemplaba el elegante brazo, los dedos y el puño rodeado de metales brillantes:

–Tenéis ahí unas piedras muy bellas, amiga mía. –¡Falsas! – dijo con sonrisa lastimera, la madrastra de Éve. –¿Falsas?... – repitió el marqués Valentin, con el aspecto

de un adivino que se reserva. –Sí, y no solamente estas, sino todas las de mis sortijas, de

mis alfileres, de mis corchetes, de mis brazaletes, de mis collares y de mis diversos adornos!

Y, en un gran suspiro: –¡Era necesario, amigo mío…¡Oh! si supieseis cuanto me

ha costado separarme de esas joyas… Pero… hay circunstan-cias…

Radiante, él extrajo de su bolsillo un pequeño cofre de ébano estriado de oro:

–¡Vamos! ¡vamos! ¡No os disgustéis! ¡Aquí están vuestras piedras tan añoradas!... Tengo el honor y el orgullo de entregá-roslas, sin perjuicio de mis regalos nupciales!

Valentin depositó la preciosa caja sobre un velador, y co-mo la generala se confundía en agradecimientos, él le cerró los labios con un beso:

–Hasta mañana, amigo mío, en casa del notario para el contrato!

Una vez sola, la Sra. Barba Azul tuvo un gesto canalla: –¡Mi viejo chocho es chic! Luego abrió el cofre donde brillaban los diamantes, los to-

pacios, las esmeraldas, los zafiros, los rubís, las perlas blancas y negras, toda la gama de colores, y, en su argot, murmuró alegre:

–¡Cien mil pavos!...¡Aquí hay cien mil pavos! Weindler me dará aún cincuenta, con que divertirme… con los que poder olvidar a César!

401 Y, cruscamente, llevando sus dos manos a sus cabellos de

oro, hundiéndolas allí cmo si hubiese podido apretarse los hue-sos del cráneo y hundirlos allí a fin de destruir la obsesiva idea, rugió:

–¡Olvidarlo!... ¿Olvidarlo?... ¡En nombre de Dios! ¿Acaso es posible?... ¿Yo, olvidar a César?... ¡Jamás! ¡Maldita sea! ¡Fuego del infierno! ¡Lo quiero!... ¡Desgraciada! ¡Oh, qué des-graciada soy!

Y vertió lágrimas. Isis entraba: –¿Ama? –¿Qué ocurre? –Los acreedores abarrotan el hall! ¡Están inquietos!... ¡Re-

claman su dinero!... –Pues que se les eche! –Lo he intentado… ¡No quieren escuchar nada! –¿No quieren escuchar nada? ¡Vas a ver! Con el reverso de su mano, enjugó sus ojos, tomó una fus-

ta de su panoplia, y, terrible, se dirigió al hall. El Sr. Bugilat, el camisero para damas, vociferaba en me-

dio de una quincena de suministradores. Al ver a la generala, los murmullos se redoblaron. –¿Cómo aún estáis aquí?– gruñó Antonia, caminando de-

recha y, con la frente alta, a sus visitantes. –¡Sí, señora, nosotros, siempre nosotros! – respondió un

gran hombre con complexión atlética, el Sr. Jacob, mercader de caballos, uno de los mayores acreedores de la generala.

–¿Qué decís, señor? Y Jacob, menos agresivo: –Digo… digo, señora, que me gustaría que se me paga-

se… Me debéis cincuenta mil francos. –Y a mi, dieciocho mil! – arrojó Bugilat. –¡Y a mí, veinte! – gritó otro. –A mí, catorce mil ciento cuarenta! –A mi, veintidós! La generala dijo furibunda:

402 –¡Silencio, escoria! ¿Acaso es una razón venir a aullar

aquí como gamberros porque os debo dinero? ¡Os pagaré antes de un mes hasta el último céntimo, y dejaré de comprar en los establecimientos de las personas que me insultan!

–¡Sí, ya se sabe! – ironizó Jacob –..¡Todo eso no es más que palabrería!... ¡Ya no nos vale!

La Sra. Le Corbeiller hizo silbar su látigo: –¡Cállate, imbécil! Y, altiva: –Caballeros, ¡tengo el honor de anunciaros mi inmediato

matrimonio con el Sr. Marqués de Beaugency! –¡Ojalá fuese cierto! –murmuró el camisero de damas. Ella replicó con llamaradas en los ojos: –¿Quién os ha permitido , señor, dudar de lo que os antici-

po? Luego, mostrando con gesto amplio la puerta: –¡Retírense, caballeros, en orden y sin rechistar! ¡Dentro

de un mes vendréis a suplicarme que os compre! Ellos no se apresuraron, por lo que la Sra. Barba Azul

agitó de nuevo su látigo, a la manera de los domadores, tal como solía hacer dentro de la jaula del tigre Sultán:

–¡En nombre de Cristo! ¿Vais a salir, sí o no? El hall se vació, y de inmediato Isis llevó a la presencia de

su ama, una vez ya en sus aposentos, a un tal Julien, llamado Bola a la espalda, el antiguo criado de Brantôme.

–¡Ah! ¡Aquí estás, muchacho! – dijo la generala… –¿Tienes noticias?

–¡Muy buenas, señora, muy buenas! –¿Sabes donde reside el Sr. César? –¡Tengo esa ventaja! – anunció el jorobado. –Habla vil… ¿Dónde vive? –Tendré el honor de decírselo a la señora generala, cuando

la señora generala haya apoquinado los cien francos prometidos. Antonia le entregó el dinero de mala gana, y el ladino esp-

ía declaró:

403 –Mi antiguo amo, el Sr. César Brantôme, antaño en el bu-

levar Rochechouart, vive ahora en la calle Saint-Claude, número 12.

–¿En la calle Saint-Claude? ¿En el Marais? –Sí, señora generala. –¿No me engañas? Bola a la espalda levantó la mano derecha y escupió al

suelo para reafirmar su juramento: –¡Lo juro por mi vida! Y, una vez partido el bribón, la Sra. Barba Azul, radiante,

dijo a la egipcia: –¡Isis, soy tan feliz!

405

IV Siempre grueso, siempre robusto, Ovide Trimardon, sen-

tado ante un escritorio en su apartamento de la calle Londres, escribía; y, de pie, detrás de él, a una respetuosa distancia, el criado Tommy esperaba las órdenes del amo.

–Tommy,–preguntó el mercader de mujeres, sin interrum-pir su trabajo --¿Has ido a casa de la baronesa?

–Sí, señor, y fue su nueva criada quién me abrió la puer-ta… Muy linda, la Srta. Pauline Desroches!

–¡Cómo! ¡Miserable!, ¿ya sabes su nombre? El mozo se irguió realzando su baja estatura, y rozando

entre el pulgar y el índice el ligero vello de su labio superior, dijo:

–Nombre, edad y procedencia!... Esas son las primeras co-sas de las que me informo acerca de las bellas damas que deseo cultivar…

–¡A los catorce años! ¡Buena carrera llevas, bribón! –El señor parece olvidar que si tengo catorce años según

mi certificado de nacimiento, tengo más de cuarenta según mi experiencia!... ¡Ah! Señor, tengo un rudo recorrido… recorrido casi tan largo como el señor… pero menos escuela… y si el se-ñor gustase en conocer mis aventuras..

–¡No! ¡no! ¡Más tarde!... Dime lo que te ha respondido la baronesa.

–Que esperará, señor. –¿En la calle Castiglione? –No, en la calle Notre-Dame-des-Victoires… en la ofici-

na… Trimardon realizaba, a media voz, y antes de meterlas en

un sobre, unos anuncios inscritos sobre cuadrados de papel: –¡Lleva esto a los periódicos! –Una vez solo, el mercader de mujeres se absorbió en su

correspondencia con el eterno cigarrilo en los labios, insertado en una bonita boquilla de ámbar con un círculo de oro – regalo

406

de la baronesa después de su discusión – y todavía escribía cuando Tommy regresó.

–Señor – dijo el criado – vuestros anuncios aparecerán mañana.

–¿Tommy? –¿Señor? –Esta noche, a las siete y veinte, exactamente, te encon-

trarás en la puerta Saint-Denis, al borde de la acera que da frente a la calzada del bulevar.

–¿Con mi bicicleta? –¡Más que nunca con tu bicicleta! –Bien, señor. –Yo pasaré en coche y te arrojaré un papel que llevarás,

sin perder un segundo, a la Sra. Baronesa de Stenberg. –¿A la calle Castiglione o a la calle Notre-Dame-des-

Victoires? –A la calle Notre-Dame-des-Victoires… Te las arreglarás

para llegar un buen cuarto de hora antes que yo, que me dirigiré también a esa dirección.

–¡Iré como el viento! –¡Y sobre todo, no te vayas a caer!... ¡El menor retraso

arruinaría todo!... La Sra. de Stenberg esperaba a Ovide en el pequeño salón

de su apartamento, en la calle Notre-Dame-des-Victoires, y co-mo a la baronesa no le gustaba esperar, comenzaba a ponerse nerviosa.

–¡Ah! Por fin estás aquí – exclamó, percibiendo al grueso hombre con cabeza de bulldog —… Has sido oportuno, pues iba a marchar!

–Habrías cometido un gran error, pues tengo noticias que compartir.

–¿Buenas o malas?... –Una buena y una mala. – Comienza por la buena… eso me abrirá el apetito para

digerir la mala.

407 – No… cuéntame primero lo que ha pasado con el Turco

del Gran Hotel. –¡Hablemos del Turco! La pequeña Lecour no era vir-

gen… ¡El turco está furioso! Se niega a darme los ciento cin-cuenta luises.

–¿En serio? – preguntó Trimardon, incrédulo. –¿Acaso lo dudas? –El otro día me la colaste con la historia de la calle de

Surène. –Tú me habías robado, el mes anterior, con los envíos a

casa de la Brochon… –Bueno, es que no resulta agradable perder ciento cin-

cuenta luises. –¡Oh! ¡Desde luego que no! –Tendremos que reclamar a la Lecour los ciento cincuenta

francos que le hemos dado. –Eso es lo que me he apresurado a hacer, ¿y sabes lo que

me ha respondido la Lecour? –No… dime… –¡Una mierda! –Ahora, tus noticias. –Seré complaciente… ¿La buena o la mala? –La buena. –Nuestras dos chicas de Dijon, Anna y Victorine Lamiral,

llegan esta noche a la estación de Lyon, en el tren de las siete y cuarto.

–¡Perfecto! Iré a buscarlas… –No, no; tú no, iré yo… Debemos variar un poco nuestras

actividades… Tengo un plan… –Variemos, no pido más! ¿A dónde las llevarás? –Las traeré aquí, dónde tú las esperarás… ¿No te importa

convertirte en mi hermana? –Si eso entra en tu plan… –Sí. –Bueno, entonces seré tu hermana.

408 –Haz preparar una cena… modesta… No se debe deslum-

brar demasiado a esas señoritas… –¡Comprendido! ¿Y luego? –La aventura te concierne… Lischen se frotaba las manos, y declaraba, alegre: –¿Y luego? ¡Zas! ¡Las embarcamos para Inglaterra!... ¡Ox-

ford street…London… England for ever! –¡Un plan difícil y peligroso, baronesa! –¿Y si se las confiamos a José Ramón Navarrosa? –¡Tenemos tiempo!... Navarrosa se divierte en París y to-

davía no piensa en partir… –¡Ahora, la otra noticia!... ¡La mala! –¡Mala no es la palabra! La historia es más bien irritante…

un simple artículo… ¡Fíjate, mira!... Trimardon abrió un periódico, y la baronesa leyó un pasaje

que su socio le indicaba con el dedo. La Sra. de Stenberg se alzó de hombros: –¡La Sociedad la Amiga de la Adolescente!... ¿Es eso lo

que te preocupa?... Esa Sociedad es muy transparente…camina a la luz del día… ¡Así pues, no hay nada que temer!... Para conse-guir el éxito, amigo mío, hay que caminar como nosotros, ¡entre tinieblas! ¡Bah!... La Sra. princesa Amélie de Mabran-Parisis, presidenta honoraria… Probablemente una diablesa que se hace la ermitaña… la Sra. Thérèse Alban, presidente… ¡No conozco a Thérèse Alban!... ¡Irénée des Anges, superiora del convento de las Damas de la Visitación, en Auteuil! ¡Nada que ver con el Baile de los Ángeles!... Monseñor Charles-Alix Glandoz, arzo-bispo de Bourges… el capellán Dussutour… y etcétera, y etcéte-ra, ¡toda una cornucopia de virtud!

Y, arrojando al aire el periódico, el cual planeó un instante

con sus dos hojas desplegadas, como una inmensa mariposa blanca ennegrecida, antes de caer al suelo:

–¡Que poco me importan la mayoría de esas personas! ¡Pero, qué placer sería para mí enrolar entre las grandes casqui-vanas a la Sra. princesa de Mabran-Parisis!... Dime, Ovide, ¿y si

409

me hiciese recibir en la Sociedad de la Amiga de la Adolescen-te?

–¡Sería cuestión de madurarlo! –¡Qué divertido sería corromper a las ovejas en su propio

redil! Más serio, Trimardon detallaba a su socia el papel que

tendría que representar ante las dos llegadas de Dijon: –¿Tenemos por aquí una guía civil? –Sí. –Voy a consultarla para familiarizarme con algunas perso-

nalidades dijonesas… Él acababa de tomar la guía de las regiones y la abría por

la Costa de Oro: –¿Dijon?... ¿Dijon?... ¡Aquí está! Y escribió en su cuaderno de notas los nombres que en-

contró en el libro, pronunciándolos en voz alta para que también los supiese la baronesa de Stenberg:

–«Adrien Allard, médico, calle Gambetta; Stanislas Fres-sanges, notario, avenida de la Estación; Chassaigne, ultramari-nos; Pontoux, carnicero; Hersant y Ducourret, vendedores de modas.–Alcalde: Sr. Lacroix-Rupert; adjunto: Sr. Bénessis…»

Y cerrando el libro: –¡Ahora ya estoy armado, y puedo partir para la guerra! Se alejó; la baronesa le gritó: –¡Buena suerte, Ovide! –Lischen, no olvides que eres mi hermana, y prepara la

cena… –¡Entendido! ¡Una cena… modesta!... Hasta luego, mi

querido hermano! –¡Hasta pronto, mi hermana adorada! En la Plaza de la Bolsa, Ovide subió en coche y se hizo

conducir a la estación de Lyon, a la que llegó con veinte minutos de adelanto.

Pero, cuando penetraba en el andén, una locomotora jade-ante y echando humo, se detenía a lo largo de la acera de em-barque.

410 –¡Diablos! – dijo – ya están aquí nuestras visitantes… Ca-

si no llego a tiempo… ¡Me he equivocado de hora! Y dirigiéndose a un mozo de carga: –¿Es este el tren que viene de Dijon, verdad amigo? –No, señor… El convoy de Dijon llegará dentro de veinte

minutos si no viene con retraso… Este tren en un «especial», un «lujo», fletado por un príncipe que viene desde Ginebra… el príncipe de los Balcanes!... ¡Eh! Mire, precisamente se apea del vagón!

El convoy especial y lujoso se componía de un vagón salón y de un vagón cama, reservados al amo, seguidos por un furgón de equipajes.

Un hombre de unos cuarenta años, alrededor del cual se apresuraban unos sirvientes, se apeó del rico vagón.

Era Su Alteza Real Yephrem Florescovitch, príncipe de los Balcanes.

Alto y erguido, con los hombros amplios, moreno de piel y cabellos, con la barba negra rasurada en abanico, el rostro curti-do por el aire puro de las montañas, los ojos azules, de un azul acerado, labios rojos, gruesos y sensuales, abiertos sobre unos dientes deslumbrantes, apareció, magnífico en toda su juventud y ardor, en amplio frac de paño verde con ribetes negros, calza-do con botas de cuero rojo con espuelas de oro, con un gorro de astracán azul con pluma de águila; y había en su porte algo de bárbaro, de alegre y de no demasiado regio.

Un gentleman, un poco fatigado, se precipitó hacia él; el príncipe caminó, con las manos tendidas, vibrando de alegría:

–¡Ah! mi querido duque, mi querido embajador, ¡qué feliz estoy de veros, y qué amable habéis sido, Chandor, de haber venido a esperarme!

Príncipe y duque partían y gesticulaban, entre una doble corriente de viajeros, en medio del tumulto de las llegadas uy salidas, de los silbidos, de las campanas, de los «diablos» rodan-tes, y de todo el estrépito habitual de las estaciones.

A algunos pasos del amo, el secretario del príncipe y su médico, vestidos con fracs negros, tocados con sombreros de

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copa, y numerosos criados en libreas orientales multicolores, se mantenían inmóviles.

Gaëtan respondió, gracioso: –Vuestra Alteza Real sabe bien que nada me resulta más

agradable que ponerme a su entera disposición! –Chandor, os lo suplico, nada de alteza!... Yephrem Flo-

rescovitch, príncipe de los Balcanes, viaja, si no de incógnito, al menos sin protocolo oficial y diplomático… Así pues, querido, observad solamente en mí a un amigo feliz de regresar a París, a vuestro hermoso París!... ¿Me presentaréis a la duquesa, ver-dad?... No tengo el honor de conocerla… En mi primer viaje, la duquesa se encontraba en sus tierras, y no os acompañó con mo-tivo de vuestra corta presencia como embajador en mi corte…

–La duquesa estará halagada de presentar sus homenajes a vuestra…

–Decid a vuestro amigo, a vuestro compañero de juer-gas… pues, tenemos que renovar nuestras pequeñas y grandes fiestas!

Y, saludando con gesto pícaro, a través de la luminosa BAIE, en ese bella tarde estival la calle de Lyon, repleta y bu-lliendo de transeúntes y coches:

–¡Os saludo, París! ¡Hola, Reina del mundo!... ¡Hola! Luego, dirigiéndose al ex embajador de Francia: –Y bien, Chandor, los círculos, los grandes bares, los tea-

tros, los establecimientos nocturnos, siempre en el mismo lugar, ¿no es así?

–Así es, príncipe… ¡y nuestras mujeres siempre tan suges-tivas!

–¿Las mujeres? ¡Si supieseis que decepcionado estoy! –¿En serio, príncipe? –Por desgracia, así es. –¡Eso no nos conviene!–murmuró Trimardon, que, pegado

a una viga, no perdía detalle de la conversación entre los dos hombres.

Yephrem continuó:

412 –Es una manera de hablar… ¡Adoro a las mujeres, sobre

todo las parisinas! Me gustaría tener unos brazos lo bastante largos y un pecho lo suficientemente amplio para apretarlas a todas contra mi corazón!... ¡Pero he sufrido tantos desengaños, burlado, decepcionado, que estoy decidido a no dejarme engañar por la calidad de la mercancía!... A propósito, ¿conocéis a una cierta dama que se llama la baronesa de Stenberg?

–¡Ya lo creo que la conozco! –Se dice de ella que es muy… competente –La competencia hecha mujer! –Me ha sido ardorosamente recomendada por uno de mis

amigos que, durante un viaje a París, ha hecho uso de sus servi-cios.

–¡La baronesa vale su peso en oro! –Muy bonita la frase, duque! Un criado se inclinó ante el monarca: –El coche de Su Alteza está a las órdenes… Yephrem Florescovitch tomó el brazo del ex embajador, y

Trimardon les vio, con gran contrariedad por no poder escuchar más, alejarse y desaparecer por las puertas acristaladas de la estación.

Instalado sobre un banco, Ovide consultaba sus notas, re-sumidas a partir de las cartas y un despacho del corresponsal de Dijon.

En lontananza se oía el silbido de una locomotora, y todos los empleados de la estación ocupaban sus puestos.

Trimardon esquivó al controlador de los billetes, franqueó la barrera, y penetró en la vía, en el lugar mismo donde debía, algunos instantes más tarde, detenerse el tren.

Un subjefe con su blanco gorro, lo interpeló: –¡Señor, no podéis estar ahí! –¿Y por qué no, amigo? –¡Por qué no está permitido, señor, y no tiene el derecho! –¡Pues bien, me lo tomo!–dijo Ovide. Y deslizó a oídos del empleado:

413 –Señor subjefe, si tuvieseis un ojo avizor, hubieseis reco-

nocido en mi persona a uno de los altos agentes de la Policía Secreta… en servicio de protección del Sr. Presidente de la Re-pública… Me veríais desde el otoño, acompañar al Presidente a las jornadas de caza de Rambouillet…

–Entonces, perdón, señor… El tren se acercaba, y Ovide, considerándose el dueño del

lugar, comenzaba a inspeccionar a los viajeros que se apeaban de los vagones.

Una joven muchacha, de pie sobre la acera del andén, y que respondía exactamente a las indicaciones que habían sido enviadas de Dijon, recibía de otra persona, en un vagón de terce-ra, los pequeños objetos de viaje. Esta última, se apeó a su vez, y el socio de la Sra. Stenberg emitió una exclamación de sorpresa a la vista de la semejanza realmente extraña de las dos jóvenes virtuosas del piano. ¡Misma talla, mismo pelo rubio, misma be-lleza, y por desgracia, idéntica inquietud, en su sonrisa y en sus bellos ojos azules!

Se detuvieron, un momento, deslumbradas, como perdi-das, en la inmensidad de esa estación parisina; pero, una vez recuperadas, se dirigían hacia la salida, llevando una de ellas un bolso de cuero y la otra, un pequeño paquete envuelto en un fular y de donde emergían sus paraguas y sus sombrillas.

Ovide las abordó, con el sombrero en la mano: –¿Sois las señoritas Victorine y Anna Lamiral a quienes

tengo el honor de saludar? Ambas se miraron, estupefactas, y Victorine declaró: –En efecto, caballero, nosotras somos las señoritas Lami-

ral. Ovide mostró una sonrisa paternal: –¡Os esperaba, señoritas! –¿Nos esperabais? – dijo Anna, – ¡pero eso es imposible!

¡Nosotras no conocemos a nadie en París! Además, señor, ¿cómo habríais podido saber que llegábamos?

Y tratando de arrastrar a su hermana:

414 –¡Ven, Victorine! ¡El señor se confunde! ¡Debe estar

equivocado! Pero el hombre les cortaba el paso, y siempre familiar di-

jo: –Algunas palabras, queridas señoritas, harán disipar vues-

tro legítimo asombro… Mi hermana y yo hemos sido advertidos, mediante telegrama, de vuestra partida de Dijon, con el ruego de venir a recibiros a la estación, y aquí estoy!

–¿Advertidos?... ¿Y por quién, señor? ¿Quién ha podido advertiros?

–Buscad entre las personas que se interesan por vos… que os quieren…

Anna suspiró: –Son muy escasas… muy pocas, desde que estamos solas

en el mundo! –¡Vamos, no seáis ingratas! ¡Buscad y encontraréis! –Quizá, la buena señora Quesnier, Anna? – aventuró Vic-

torine. Eso era lo que esperaba el ogro-mercader, y el ogro les re-

veló: –¡Lo habéis adivinado! Sí, señoritas, fue esa buena mujer,

la excelente Sra. Quesnier! –Ella no nos ha dicho nada… –No, pues fue después de vuestra partida cuando pensó

que mi hermana Lischen, su mejor amiga, de antaño, podría se-ros útil!... Y a continuación, ella le ha enviado un telegrama.

Y, con su gran risa de niño: –¡Sesenta palabras, al menos! ¡Ah! Debo quereros mucho

esa dama, para haber pagado de su peculio los tres o cuatro fran-cos que cuesta un telegrama… Bueno, entre nosotros, la Sra. Quesnier es un poco… «mirada», a pesar de sus virtudes!

–¿«Mirada»?... – preguntó Victorine sorprendida– … ¡Oh! ¡no, señor!... Ella da todo a los pobres!

–Entonces, ¿ha cambiado con la vejez? –Pero si la Sra. Zulime no es vieja y tiene cuarenta años a

lo sumo!

415 Ovide replicaba, sin la menor turbación: –¿Es que acaso una mujer de cuarenta años no es vieja,

muy vieja, comparada con vos, señoritas, que apenas tenéis die-cisiete?

Se había apoderado del bolso que llevaba Anna y del pa-quete de Victorine:

–¿Probablemente tengáis otros equipajes, señoritas? –No, señor– dijo Anna–… Veis aquí todo lo que posee-

mos, después de haber pagado el viaje… apenas unos cien fran-cos… la venta de nuestro mobiliario… Pero, encontraremos donde dar lecciones…

–Desde luego, ¡y mi buena hermana os ayudará!... No te-nemos más que subir al coche.

–¿En coche? – exclamó la otra muchacha –… ¡Oh! ¡no, señor! ¡Iremos a pie hasta el hotel!

–¿Hotel? ¿Qué hotel? –El que se nos ha indicado…. Tengo la dirección en mi

bolsillo… Mi hermana os llevará allí, esta noche… Ella os espera en

su casa… Lischen estaría desolada si no viese llegar a las pe-queñas nietas de su pobre y añorado viejo amigo Antoine Lami-ral!

–¿De verdad, vuestra hermana conoció al abuelo? –Ya lo creo que lo conoció, cuando vivíamos en Dijon!...

yo también conocí al bravo Antoine… conocí y quise. ¡Fue él quien me dio mis primeras lecciones de música!

Ambas se conmovieron, y con los ojos llenos de lágrimas: –Éramos muy pequeñas cuando papá y mamá murieron… –Solo nos quedaba el abuelo… –Y, ahora, nos hemos quedado solas! –¡Completamente solas! El hombre afirmaba, con una mano en el corazón: –No, señoritas, no estáis solas; tendréis en mi hermana

Lischen una verdadera madre… Ya no sois huérfanas… ¡Estáis salvadas!

416 Trimardon caminaba entre Anna y Victorine, y las dos

hermanas lo acompañaban, menos triste, casi tranquilizadas. Les parecía muy dulce, muy bueno, y, desembarcando en ese inmenso París del que oían sus ruidos y veían sus luces, se con-sideraban muy felices de haber encontrado a un amigo del recién fallecido, el abuelo Antoine Lamiral, profesor de música, su maestro.

A una señal del hombre, un fiacre avanzó; las viajeras se subieron, y Ovide se instaló con ellas.

Mientras el coche circulaba, pasando por los muros de Mazas17, aún en pie en ese mes de setiembre de 1891, Victorine preguntó:

–¿Entonces, vos sois de Dijon, señor?... ¿señor?... –Trimardon, señoritas… Ovide Trimardon. –¿Ovide Trimardon? – murmuró la joven, buscando en sus

recuerdos…–¡Es asombroso! Jamás he oído pronunciar vuestro nombre por el abuelo…

El mercader de mujeres recurrió a la guía civil para salir del aprieto:

–Allí, generalmente, se me daba el apellido de un tío que me educó y en casa del cual pasé toda mi juventud… ¡el doctor Adrien Allard!

–¿El Sr. Adrien Allard, el médico que vive en la calle Gambetta?

–¡Sí, señorita!... ¿Le conocéis? –Era nuestro vecino más próximo, pues nosotras también

vivíamos en la calle Gambetta!... ¿Ese buen doctor, es vuestro tío?

–Y el de mi hermana Lischen… El Sr. Allard es hermano de nuestra pobre madre…. Sí, señorita.

–¡Un hombre excelente!... ¿Y hace mucho tiempo que habéis dejado la región, señor Ovide?

–Hace ya catorce años…

17 Prisión parisina situada frente a la estación de Lyon, utilizada a par-

tir de 1850 y demolida en 1898.

417 –Por eso no tiene nada de extraordinario que no nos acor-

demos… ¡Éramos muy pequeñas!... ¿Y jamás ha regresado a Dijon?

–Sí, varias veces… pero estancias de algunas horas… el tiempo de abrazar a mi tío y de estrechar la mano de mis ami-gos…

Y, recorriendo una vez más a la guía: –Sí, ¡a los amigos queridos y viejos amigos! A Stanislas

Fressanges! ¡a ese bueno de Chassaigne! ¡al excelente Pontoux! –¿El Sr. Fressanges, el notario? ¿Chassaigne, el tendero?

¿Pontoux, el carnicero? – preguntaba Anna, cada vez menos temerosa.

–Los mismos, señorita, y me honro en ser amigo del Sr. Lacroix-Rupert, el alcalde de Dijon… Mi tío Allard y el Sr. Ru-pert discuten a veces en el Café de la Rotonda, pero siempre acaban por entenderse…

Bajo las mentiras de Trimardon, acababa de nacer la con-fianza y de germinar en las almas inocentes de las pobres dijo-nesas; y ahora, Anna y Victorine se dejaban llevar, a lo largo del camino, por su admiración a la vista de los seres y las cosas.

Y, mientras los transeúntes sonreían a la encantadora vi-sión de esas dos cabecitas rubias y tan parecidas, inclinadas hacia el marco de la portezuela, Trimardon, con el lápiz en la mano, escribía sobre una hoja arrancada de su cuaderno:

Último aviso.– Baronesa, eres mi hermana, una vieja y

honorable soltera, Srta. Lischen Trimardon, la sobrina, como yo el sobrino, del doctor Allard. Hemos recibido esta mañana, un telegrama de la Sra. Quesnier, tu amiga de Dijon, anunciando la llegada de las pequeñas Anna y Victorine Lamiral. Me has enviado a buscarlas a la estación. No olvides este nombre: «Zu-lime Quesnier.» Habrá que pedir noticias de tu amiga y recuer-da que la Sra. Quesnier da todo a los pobres, y que nuestro tío Allard se lleva muy bien con el alcalde Dijon, el Sr. Lacroix-Rupert. No olvides sobre todo el nombre del abuelo: «Antoine» Ese viejo Antoine Lamiral me ha dado lecciones de música,

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hace catorce años. ¡Esto marcha y llegaremos enseguida! Te lo envío por Tommy.

O.T. Todo transcurría según lo planeado por el mercader de

mujeres: el criado, apoyado en su bicicleta, estacionó cerca de la Puerta de Saint-Denis, en el lugar indicado por su amo; Ovide le arrojó, al pasar, la nota que acababa de escribir, y Tommy, ágil como un simio, del que tenía la glotonería, la picaresca y la luju-ria, partió a toda velocidad, pedaleando a través de los ómnibus y los coches.

Algunos minutos después del ciclista, Trimardon, escolta-do por las dos jóvenes dijonesas, llamaba a la puerta del aparta-mento de la calle Notre-Dame-des-Victoires.

La Stenberg vino a abrir – una Stenberg metamorfoseada en pequeña burguesa, vestido de lana marrón, el delantal de al-godón azul de las amas de casa, y sus cabellos, de ordinario en bucles y empolvados con arte, ahora peinadas y alisados como los retratos de la virgen, bajo un gorrito muy sencillo de encajes negros.

Manifestar una alegría excesiva ante las viajeras hubiese sido contraproducente. Lischen tenía demasiada experiencia para comprenderlo; supo guardar una justa compostura y dijo, amable y dulce:

–Estoy encantada, realmente, señoritas, de recibir a las nietas de mi añorado amigo Antoine Lamiral! ¿Permitís que os abrace, mis pequeñas?

–¡Oh! con mucho gusto, señora – respondió Victorine, ya subyugada por el tono meloso de la aventurera.

–Señorita… No señora,– dijo Trimardon.– Mi hermana Lischen es una soltera y santa señorita…

Victorine y Anna tendieron, una después de la otra, su frente virginal a la baronesa, y, Lischen, mancillándolas con su beso, preguntó:

–¿Habéis tenido un buen viaje, queridas? –Sí, señorita… muy bueno…

419 –¿Y no estás demasiado cansadas? –No del todo y hemos sido muy afortunadas, y también

muy sorprendidas, de encontrarnos con el Sr. Ovide en la esta-ción.

Una sonrisa evangélica iluminaba el rostro de la proxene-ta:

–Es cierto… ¡No lo esperabais!... Hubiese querido ir yo misma a vuestro encuentro, pero tenía que disponerlo todo aquí para acogeros… Pero… os estoy reteniendo en la antesala… ¡Entrad, entrad… hijas mías!

Trimardon había depositado, sobre una banqueta, los humildes pertrechos de las viajeras, y entraron en el salón, el salón habituado a recibir otra compañía, y que Lischen había organizado para tal circunstancia, del mismo modo que había cambiado sus vestidos y su compostura.

La Sra. de Stenberg ayudó a las jóvenes Lamiral a des-prenderse de sus sombreros y de sus abrigos; luego, las hizo sentarse, una al lado de la otra, sobre un canapé.

Instalada en un sofá, frente a ellas, mientras el hombre, de pies cerca de la mesa, ojeaba unos folletos de temática religiosa, ella atacó:

–Ahora, mis niñas, dadme pronto noticias de mi querida y buena amiga, la señora… señora…

Se detuvo al no recordar el apellido que Ovide, en su nota, le había recomendado no olvidar.

–¡Quesnier!... ¡Vamos… Quesnier!... ¿Comienzas a perder la memoria, querida hermana? – dijo Trimardon desde donde se encontraba.

Lischen reía, con una risa de tierna solterona: –Claro que sí, se llama Quesnier… ¡Señora Quesnier!...

En la época que viví en Dijon, ella no estaba todavía casada, y yo la llamaba por su nombre de pila: Zulime.

–¡Enhorabuena! – dijo Trimardon. –¡Sí, Zulime!... ¿Está bien mi querida Zulime? –Muy bien, señorita.

420 –¿Siempre tan devota, distribuyendo todo lo que posee a

los enfermos y a los pobres? –¡Más que nunca! –¡Excelente criatura! ¡Ah! nos queríamos allí, y todavía

nos queremos, aunque las circunstancias de la vida nos haya separado cruelmente! Y la prueba es que Zulime ha pensado en mí, para dirigiros a alguien, mis pobres niñas, tan abandonadas, tan golpeadas y tan castas… ¡tan puras!

–¡Oh! sí, señorita – balbuceó Victorine, el destino se ha encarnizado con nosotras!

Y Anna: –¡Pero seremos fuertes y valientes! –Pobre Antoine Lamiral, todavía un viejo y fiel amigo –

gimió la baronesa, con los ojos anegados en lágrimas–… Por desgracia, los mejores siempre se van los primeros!

Y enjugando el rostro con un pañuelo de burguesa, y no con sus familiares y exquisitos encajes:

–No nos entristezcamos, y que la voluntad de Dios se haga!

–¡Mi hermana y yo, ya no tenemos abuelo para querernos, para protegernos!–dijo Victorine, tristemente.

–¿Y no olvidáis a la generosa Zulime? –¡Oh! Sí… ella se ha mostrado a menudo… caritativa con

nosotras! –Y sobre todo muy clarividente, queridas, dirigiéndoos a

la casa de su vieja amiga Lischen! Alegre, la Sra. de Stenberg se volvió hacia su socio: –Mira, Ovide, ¡qué bonitas son esas pequeñas!... ¡Como se

parecen! Palabra de honor que es bien fácil en engañarse… en confundirlas… Pero, debéis estar muertas de hambre… La cena está lista… ¡Venid!... Esta noche, ángeles míos, trataremos de encontraros un hotel, pues por desgracia estoy alojada en un apartamento demasiado pequeño para ofreceros hospitalidad completa… Estad tranquilas… El hotel a donde os llevaré es de lo más recomendable!... ¡Conozco a la dueña!... ¡Oh! ¡una mujer de las más decentes!

421 –Una madre, la Sra. Élodie Brochon! – ironizó el grueso

hombre…– Y su hotel, un verdadero paraíso terrenal!... ¡Clien-tes elegidos!...

–¡Pobres pequeñas! – gimió la matrona… – ¿El abuelo no os ha dejado nada?

–Tras la muerte del abuelo, se ha vendido todo lo que hab-ía en nuestra casa, incluso los violones, el piano, el harpa, y, una vez pagado el viaje, solo nos quedan cien francos y quince céntimos…

–¡Pero, somos valientes! – exclamó con resolución Victo-rine, – y el trabajo no nos da miedo! ¡Dios nos ayudará!

–Mis ángeles, Ovide y yo estamos aquí… por si el buen Dios os olvidase!

–¡Que buena sois, señorita Lischen! La Sra. de Stenberg las besó una vez más y les dijo, con

voz conmovida: –Es lo menos que puedo hacer por las nietas de mi viejo

amigo Antoine… por las protegidas de mi querida Zulime… ¡Oh! mis ángeles, ¡todo mi corazón es vuestro!

Y como a la hipócrita no le gustaban las escenas tiernas prolongadas, arrastró a las dos viajeras al salón.

Anna y Victorine, a petición de Lischen, ejecutaron a cua-tro manos una sonata de Beethoven, y la proxeneta, cómoda-mente sentada en un sofá, parecía dulcemente mecida por las melodías del maestro; pero no escuchaba en absoluto, y re-flexionaba, mirando a las dos huérfanas.

422

423 V Esa misma noche, mientras la Sra. Stenberg fingía escu-

char la música de las dijonesas, Élodie Brochon, alta y enjuta rubia, con mirada dura, charlaba con Ovide Trimardon, en un coqueto despacho situado en el primer piso.

Todo allí era lujo, y el personal había sido aumentado, gracias a las exóticas chicas proporcionadas por el señor18 José Ramón Navarrosa.

–¿Entonces, van a venir? – preguntó la dueña de la casa. –Sí, dentro de una hora, con Lischen… No he cenado para

venir a daros la noticia… –¡Condenada baronesa!... ¡Tiene buenos trucos!... Heme

aquí propietaria o gerente del Hotel de la Esperanza… ¿Qué van a decir las pequeñas dijonesas?

–Os aconsejaría, Élodie, tratarlas con dulzura. –Pero, Ovide, siempre comienzo así. En la calle Notre-Dame-des-Victoires, Anna y Victorine

Lamiral ejecutaban los últimos acordes de la sonata de Beet-hoven.

–¡Bravo! ¡bravísimo, queridas pequeñas!– aplaudió la ba-ronesa, simulando el mayor entusiasmo– ¡qué talento! ¡qué de-dos!... ¡qué bonito sentimiento musical!... ¡Ah! ¡Sois unas vir-tuosas admirables!... ¡Me habéis emocionado!... ¡Mirad, qué tonta! ¡Estoy llorando!

Y, mirando el reloj: –¡Ya son las once!... Creo que es la hora de que os con-

duzca a vuestro hotel. –Si queréis indicarnos el camino, señorita – respondió

Victorine – podríamos evitaros esa molestia. –¿Para qué os perdieseis y os expusieses a algún encuentro

indeseable?... ¡No! ¡No! ¡Quiero ir con vosotras! Además, tengo

18 En el original. (N. del T.)

424

que recomendaros yo misma a la patrona del Hotel de la Espe-ranza.

Ahora, la baronesa de Stenberg, escoltada por Victorine y

Anna llevando su modesto equipaje, llegaba a la calle de Pro-vence, ante la casona.

–¡Hemos llegado! – declaró Lischen. –¿No os confundís, señorita? – dijo una de las jóvenes

Lamiral. –¿Confundirme?... ¿por qué? –No veo escrito el nombre del hotel. Lischen le acarició la mejilla: –¡Pequeña provinciana!... ¡Vamos, queridas! Las tres avanzaron por el corredor, iluminado por un artís-

tico aplique, a lo largo de una mullida alfombra, entre dos pare-des tapizadas de seda anaranjada.

A continuación, la puerta se cerró con un leve ruido de ca-denas.

Una sirvienta en delantal blanco se acercó a las viajeras. –¿Qué deseáis? –Una habitación confortable para estas dos señoritas, –

respondió Lischen. –¿Quieren las damas subir al despacho del hotel? –¿Está allí la Sra. Brochon? –Sí, señora. –Condúzcanos, os lo ruego. La criada tomó los pequeños objetos que llevaban las di-

jonesas y precedió a las visitantes hasta el despacho de la Bro-chon, en el primer piso.

Élodie, sentada ante el escritorio, trabajaba inclinada sobre

su «libro de registro». Se levantó vivamente, y corrió hacia la baronesa: –¡Ah!... ¡Qué amable sorpresa!... ¡Señorita Lischen!...

¡Hace un siglo!...

425 –Querida señora Brochon, os traigo dos jóvenes e intere-

santes clientas, y os pido para ellas toda vuestra solicitud y los servicios de los criados… Son las nietas de mi buen y añorado amigo Antoine Lamiral.

–¿Antoine Lamiral de Dijon? – exclamó la matrona, ins-truida previamente por Ovide.

–¿Vos habéis conocido también al abuelo, señora? – dijo Victorine, asombrada.

–No personalmente… Pero, he oído hablar tanto de él por la señorita Lischen que lo quería sin conocerlo! ¿Podía ser de otro modo?... Un tan bravo, tan excelente hombre, un artista, el Sr. Lamiral!... ¿Así que acabáis de llegar de Dijón, señoritas?

–Sí, señora, esta noche – dijo Anna, intimidada por los ojos llameantes y la voz viril de Élodie.

–Y, como muy a mi pesar – intervino la Sra. de Stenberg– me era imposible alojar a estas niñas en la casa, pensé en el Hotel de la Esperanza.

La Brochón exclamó: –¡Habéis hecho muy bien!... Aquí, señoritas, y tengo el

orgullo de decirlo, es la casa del buen Dios!... Y riendo con una risa que solo la baronesa pudo compren-

der: –¡Oh! os aseguro que aquí estaréis bien cuidadas, queri-

das!... Tenemos otras señoritas, muy gentiles, muy amables con las que pronto haréis amistad! ¡Una no se aburre en el Hotel de la Esperanza… ¡Al contrario, es muy divertido!

–¡Hum!... ¡Humm!... –tosió Lischen, para detener la auda-cia de Élodie.

Pero Victorine respondió a la matrona: –Señora, mi hermana y yo no hemos venido a París para

divertirnos… Somos pobres, y lo que necesitamos es trabajo… –¡Eh! ¡Caramba! ¡Se os encontrará trabajo! Luego, a una nueva advertencia de la negociante: –¿Sois pianistas, señoritas? –Yo enseño canto, y mi hermana es profesora de piano…

426 La matrona volvía a adoptar la compostura burguesa de la

dueña de un modesto y honorable hotel, y, abriendo su gran li-bro, con la pluma en la mano:

–Vuestro apellido… Lamiral… ¿Vuestros nombres de pi-la?

–Anna. –Victorine. –¿Edad? –Diecisiete años. –¿Las dos? –Somos gemelas. –Eso se ve en vuestro parecido… ¿Nacidas en Dijon? –Sí, señora. –Muy bien… Hemos dicho: ¿Profesoras de música? –De canto y de piano, sí, señora… Alegre, la Brochon había acabado de escribir: –¿Profesoras de canto y de piano?... ¡Ah! mis niñas, hay

algo para vosotras! –¿Cómo?– preguntó la baronesa. –¡Las dijonesas pueden estar satisfechas de su suerte! –¿Qué, entonces? – dijo Lischen. –Conocéis la institución de las damas… de las damas… –¿Norturel? –¡Precisamente!... Pues bien, las damas Norturel necesitan

enseguida un profesor de canto y una maestra de piano. –¡No es posible! –Es como os lo digo… Tengo a una de esas damas que ha

venido ella misma hoy para reservar unas habitaciones para dos de sus parientes que llegan de provincias.

Lischen se volvió hacia sus desdichadas ingenuas: –¿Qué me decís, queridas?... ¡Esto sí que es una alegría

inesperada! –En efecto, señorita,– dijo Anna– eso sería para nosotras

una gran dicha, pero ¿seremos lo suficientemente buenos músi-cos?

–¡Oh! qué modestas, dudando de su gran talento!

427 Élodie murmuró: –No se trata más que dar clase a alumnos jóvenes y pe-

queños; pero la pensión de las damas Norturel pertenece al Mu-nicipio, y habrá que dirigir una petición al Consejo municipal… Esta noche, nuestras dos viajeras están demasiado fatigadas… Mañana, haremos las gestiones…

La Sra. de Stenberg leyó en la mirada de la otra: –¡No! ¡No!... Jamás se debe dejar para el día siguiente lo

que se puedo hacer hoy mismo!... ¡Esto trae desgracias!... ¿La petición es en papel timbrado?

–Evidentemente. –¿Tenéis? –Sí, siempre hay en el hotel. –Bien… ¡Arreglemos esto enseguida! La Brochon extrajo de un cajón de su escritorio dos hojas

de sesenta céntimos: –Estoy pensando… que tal vez lleve un poco de tiempo

formular estas peticiones, y no tengo el formulario a mano… Si las señoritas quieren firmar estas páginas en blanco con: «Leído y aceptado», escribiré las peticiones, y mañana por la mañana, muy temprano, iré a comunicárselo a su habitación.

–¡Claro que quieren!– dijo Lischen–… Miradlas… Se ca-en de sueño, ¡angelitos!

Y entregando la pluma a Victorine: –Firmad, querida; luego le pasaré la pluma a tu hermana…

¡Ah! hay que estar muy agradecidas a esta exquisita Sra. Bro-chon, pues le debéis vuestra felicidad!

Sin desconfianza, las dos jóvenes escribieron: «Leído y aceptado», firmaron con sus nombres en la parte inferior de las páginas en blanco, mientras que las matronas intercambiaban una siniestra mirada.

–¡Ya está hecho! – murmuró la Stenberg al oído de la Brochon.

Anna y Victorine, levantando la frente, vieron las miradas y las sonrisas de las malvadas.

428 Se oía una fuerte discusión en las escaleras; unas mujeres

se lanzaban recíprocamente obscenos exabruptos. La Sra. de Stenberg hizo un gesto de contrariedad, y la

Brochon se dirigió al corredor. Las muchachas se miraban, sorprendidas. Pero Élodie regresó, seria, y dijo a la baronesa: –Son las doncellas de la marquesa, que se aloja en el

número 28, que discuten… Mañana, advertiré a su ama y esta les prohibirá entrar! No quiero semejantes escenas en el hotel de la Esperanza!

Y dirigiéndose a las dijonesas: –Señoritas, si estáis dispuestas os llevaré a vuestra habita-

ción. Seguida de Victorine y de Anna, la Brochon subió por la

escalera desierta, y las dos jóvenes se sorprendieron, sin adivinar cuál era la causa, al oír, en torno a ellas, como un zumbido de una colmena de abejas.

Se produjo un ruido de piano, y luego todo quedó en silen-cio.

–Hemos llegado, señoritas Lamiral – dijo la Brochon, in-troduciendo a las hermanas gemelas en una habitación del pri-mer piso.

Anna y Victorine emitieron una exclamación de sorpresa ante el aspecto de la estancia, que les parecía digna de uno de esos paraísos encantados de los que tan a menudo habían leído la descripción en libros de tapa roja y dorados en el canto. La habitación era alegre y pomposa.

Sin embargo, un instintivo pudor enrojeció la frente de las jóvenes; experimentaron una sensación desagradable, algo sórdida en ese lujo hasta ese momento desconocido.

Y abrazadas la una contra la otra, buscaban, en una inter-rogación muda de sus dulces y miradas idénticas, el enigma de su angustia y su sonrojo.

–Y bien, mis blancas tortolitas, ¿qué os parece el nido? – dijo sin pudor la Sra. de Stenberg.

–¡Demasiado hermoso! – dijo Anna Lamiral.

429 –Y probablemente demasiado caro para nosotras – añadió

Victorine. Élodie salió al paso con sorna: –¡Ya nos la arreglaremos con el precio!... ¡Qué durmáis

bien!... –Y sobre todo, no tengáis malos sueños! – sonrió la baro-

nesa. Y tras un último beso maternal: –¡Hasta luego, pequeñas, os dejo en buenas mano! Quedo

tranquila… ¡Vendré mañana a saber de vosotras! Las jóvenes Lamiral se lo agradecieron con palabras con-

movedoras, apelando a la bendición divina para su protectora, y Lischen dijo a la Brochon:

–Venid, señora Élodie, todavía tenemos que habar de estas queridas niñas…

La dueña del establecimiento añadió: –¡Ah! lo olvidaba… La Brochon acababa de levantar una tapicería y mostraba

una salida en el acolchado rosa de la pared. –Esta puerta, – dijo – comunica con una habitación ocupa-

da por una dama y algunas veces su… marido… La dama está un poco mala… También es un poco visionaria y nerviosa… Señoritas, no os asustéis si esta noche oís murmullos… roces… gemidos…

–¡Oh! ¡No somos miedosas! – declaró Victorine, menos valiente de lo que quería aparentar.

–Además, tenéis un cerrojo de vuestro lado, como la viaje-ra enferma… tiene también uno del suyo… A menos que os pongáis de acuerdo previamente, es imposible toda comunica-ción entre ambas estancias… ¿No tenéis necesidad de nada?

–Dormir un poco solamente, como decía antes la Srta. Lischen… Mi hermana y yo estamos extenuadas de cansancio!

–Vuestro bolso de noche y vuestro neceser han quedado en mi despacho; voy a hacéroslo subir por la criada…

430 Las dos miserables vendedoras de carne humana descen-

dieron al primer piso y se instalaron en el despacho para hablar de negocios.

En el piso superior, en su habitación, esa habitación que

les parecía tan lujosa, Victorine y Anna, acostada, charlaban antes de dormirse:

–Anna, ¿qué te parece la dueña del hotel? –Muy buena, muy complaciente… –Sí, muy buena, muy complaciente, y aun así me da mie-

do! –Yo no me atrevía a decírtelo… Pues bien, a mí también

me asusta! –¿Te has fijado en sus ojos? ¿Has oído su voz? –Sí… sí… Los ojos tienen siniestras llamas, y la voz es

dura, aunque la dama trate de dulcificarla! –Sin embargo, no nos ha dicho más que cosas agradables. –¡Es cierto!... ¡Somos injustas! –¡Muy injustas!... ¡Durmamos! Se produjo un silencio; Anna dijo dulcemente a su gemela: –¿Duermes, Victorine? –No… todavía no… Pienso… –¿En qué piensas? –En lo mismo que tú, puesto que teniendo los mismos

ojos, la misma nariz, la misma boca y los mismos cabellos, tam-bién tenemos los mismos pensamientos!

–¿Entonces pensabas en la Srta. Lischen? –¡Ha sido una gran suerte para nosotras el haberla conoci-

do! Anna trataba en vano de abrir la puerta –Pero… –Pero, ¿qué? –Tal vez esa vieja señorita sea… menos franca de lo que

parece… –También lo he pensado… pero me avergüenza! –Una no puede dominar sus ideas!

431 –¡Eso está mal! –¡Muy mal! –¡Durmamos, vale? –Intento dormir… pero no podría! –¿Por qué, hermana? –Ves ese gran espejo que brilla encima de nuestras cabe-

zas… ¡Me molesta! ¡Me intimida! ¡Casi me hace enrojecer!... ¿Por qué?... Lo ignoro… Es una impresión, y, del mismo modo que una no puede gobernar sus ideas, tampoco puede hacerlo con sus impresiones!

–Apaga la luz… ¡No verás más el desagradable espejo! –A las tinieblas prefería un poco de claridad… Pero hay

demasiada… Más vale la oscuridad que la visión del espejo, y, por lo demás, la luz eléctrica debe costar cara y se añadiría a la cuenta…

Giró el interruptor. Ahora, las dos hermanas dormían. Ahora bien, al día siguiente por la mañana, frescas y des-

cansadas, Victorine y Anna se despertaron a las nueve. Un alegre rayo de sol se filtraba a través de las persianas

cerradas, y sin embargo no se oía ningún ruido procedente de la casa de amor, que parecía muerta, tan grande era la calma, y como sepultada bajo las claridades de un astro sacrílego y ale-gre.

Fuera, todo vivía. Los coches circulaban; se oían los tran-seúntes caminar y hablar en la calle y, de vez en cuando, estalla-ban las voces de los vendedores ambulantes, los gritos matinales de París.

–¡Dios! ¡Qué tarde debe ser! – dijo Victorine. –No, hermana… Nadie se mueve aún en el hotel. –Sí… pero fuera… ¡Escucha! Saltaron de la cama y se apresuraron a abrir la ventana;

pero, ante las persianas que se resistían, Ana hizo un gesto de sorpresa:

432 –¿Cerradas?... ¡Están cerradas con cadenas!... ¡Y hay ba-

rrotes! –¡En efecto, qué raro! –¿Qué quiere decir esto? –No lo sé. –¡Hay que llamar a la criada! –Sí, pero no hay timbre en la habitación… Anna intentaba en vano abrir la puerta encadenada por el

exterior: –¡Cerrada!... ¡Cerrada también!... ¿Estamos prisioneras? Victorine, muy inquieta, intentaba tranquilizar a la otra: –¡Van a venir!.... Pediremos explicaciones y verás que to-

do lo que te asusta es muy normal!.... Vistámonos y espere-mos… ¡Eso es lo más prudente!

Las jóvenes Lamiral se ayudaron mutuamente a enfundar-se sus corsés y a ponerse sus vestidos.

De pronto, una mujer, Ángela, entró, cerró la puerta tras

de sí y metió la llave en su bolsillo. La «institutriz» de la casa Brochon tenía un camisón de

seda rojo, cubierto de manchas; sus pies descalzos metidos en unas viejas pantuflas, y sus cabellos rubios, descoloridos y des-peinados, caían alrededor de un rostro mortecino, todavía atur-dido por el sueño.

–¿Sois la criada del hotel? – preguntó Victorine. –Soy de la casa, pero no soy la criada – respondió la «ins-

titutriz», con voz ronca. –¿Entonces, quién sois? La otra se rió: –¡Soy lo que era ayer, lo que soy hoy y lo que seré maña-

na! –¡No os comprendo! –¡Pronto, me comprenderéis, señoritas! Anna se revolvió:

433 –¡Id a llamar a la dueña del hotel!... ¡Queremos verla!...

¡Queremos hablar con ella! –Es ella quien me envía. –Bien, ¿y qué tiene que decirnos? –Vamos, mis gatitas, no debéis adoptar esos aires conmi-

go… Soy una buena mujer, y la prueba es que se me ha elegido para ser vuestra institutriz. Eso tal vez os sorprenda, pero es así.

–¿Nuestra institutriz? – exclamaron al unísono Anna y Victorine.

–Dios mío, sí, ¡ya he educado a muchas otras! Estoy en-cargada de iniciaros.

–¡Esta mujer está loca! – dijo Anna – Voy a llamar a los criados y a hacer que la echen del hotel…

–¡Oh! ¡El hotel!... La «institutriz» proseguía con su historia, a pesar de la in-

dignación de las dos pobres muchachas. –¡Socorro! ¡Socorro! ¡Socorro! – repetían las vírgenes,

perdidas. Bruscamente, a una llamada del exterior, Ángela abrió la

puerta y las jóvenes vieron aparecer a la matrona. –¿Qué ocurre? ¡Esto no es prudente! – gritó Élodie – …

¿Queréis iros? –¡Sí, sí! ¡Ahora mismo! – declararon las hermanas Lami-

ral. –De acuerdo, señoritas… Pero, primero, pagad las factu-

ras, vuestras deudas! –¿Nuestras facturas?... ¿Nuestras deudas?... Bien, seño-

ra… Debemos una noche… la habitación… –¿Y vuestras camisas?... ¿Y los camisones?... Y todo el

ajuar que el Sr. Bugilat debe entregar hoy… ¡Me debéis cinco mil francos!

–¡Nosotras jamás hemos pedido todo eso! –La baronesa… la Srta. Lischen lo ha pedido por voso-

tras… en vuestro nombre… Habéis aceptado… Además, ya he entregado el dinero a la baronesa…

434 –¡Pero esto es una locura! La Brochón blandía los papeles timbrados, teniendo cui-

dado de mantenerlos a distancia, ante los ojos de las dijonesas: –¿Reconocéis vuestras firmas, pequeñas? –¿Nuestra petición al Consejo municipal? –¡Ah! sí, vuestra petición al Consejo Municipal!... Esto es

un reconocimiento en buena y debida forma de los cinco mil francos que me debéis por suministros, sin contar con la comi-sión que le he entregado a la Stenberg.

–¡Esto es una infamia!... ¡Es una infamia! – sollozaban las desdichadas.

–¿Creéis eso? –¡Nos quejaremos a la policía! –¡Oh! ¡La policía!... Para eso tendríais que salir de aquí…

y no saldréis, entendedlo bien, no saldréis!... ¡No me apetece perder mi dinero!

–¿Qué pensáis hacer con nosotras? – interrogó con altivez Victorine.

Unas llamas abrasaban los ojos de Élodie: –¿Lo que quiero hacer de vosotras?... Quiero domaros,

convertiros en amables y dóciles! Ángela, que durante toda esta escena, había permanecido

al margen, vino a suplicar: –¡Tened un buen gesto, señora! ¡Dejad partir a estas po-

bres inocentes! La matrona rugió: –¡Ah! ¡Tú cállate!... ¿Es así como vas a dirigirlas? –He hecho lo que podido! ¡Devolvedlas, señora, enviad-

las! Anna, desfalleciente, se desmayó entre los brazos de su

hermana. Victorine creyó que «su mitad» iba a morir: –¡Vos la matáis!... ¿Os dais cuenta que la matáis, señora? Pero, la Brochon se alzó de hombros: –¡Basta de tonterías! ¡No he mordido a nadie!... ¡Por las

buenas o por las malas, os quedaréis!

435 Y salió, con la «institutriz», cerrando la puerta con el ce-

rrojo. Anna recobró sus sentidos: –¿Y la mujer?... ¿Esa horrible bruja?... ¿Se ha ido?... –Sí, ha bajado… –¿Consiente en dejarnos marchar? –¡De ningún modo… Estamos prisioneras! –¿Has podido adivinar lo que pretende de nosotras? –Sí. Lo he comprendido – dijo tristemente Victorine. –Entonces, estamos perdidas. –Por desgracia. –¿Qué podemos hacer? Victorine miró largo rato a su hermana, manteniéndola

abrazada, estrechándola contra su pecho: –¿Qué hacer, querida? Morir, si de aquí a esta noche no

hemos encontrado el medio de evadirnos de esta casa. –¿Morir… contigo? –¡Las dos! –¡Estoy dispuesta! Pero… no quisiera sufrir… –No sufrirás, hermanita… Nos dormiremos juntas y no

despertaremos nunca… –¿Tienes veneno?... ¿Un narcótico poderoso? –¡No… Ya verás! Y, durante todo el día, las dos gemelas lo pasaron bajo las

dos alternativas de desesperanza y alegría. Por un momento, creían poder hacerse oír por los transeúntes a través de las con-traventanas cerradas: en vano gritaron; sus voces no pudieron llegar al exterior, aunque los ruidos de la calle lograsen entrar en la habitación.

Intentaron sobornar, ofreciendo toda su riqueza – cien francos y sus pertrechos – a la cridad que les llevó la comida que ni una ni otra quisieron tocar.

La criada se fue, burlándose de las prisioneras.

436 Por la noche, la casa se llenó, como en la víspera, de ale-

gres rumores. Anna y Victorine se estremecían a esos ruidos que las in-

quietaban tan poco la víspera, cuando se creían seguras en el Hotel de la Esperanza.

Hacia medianoche, Victorine preguntó a su hermana: –¿Estás preparada?... ¡Ha llegado el momento, Anna! –¡Sí! Dijeron sus oraciones, una llamada a dios, a la Virgen, a

sus difuntos; Victorine apagó la luz eléctrica y abrió todas las llaves de las lámparas de gas, sin encenderlas.

Las jóvenes Lamiral se tendieron sobre la cama, y, con la habitación llena de las nocivas miasmas, una voz dolorosa mur-muró:

–¿Sufres, Anna? –No, no demasiado… Me ahogo un poco… ¡Siento que

todo va a acabar! Hasta luego, hermanita… ¡allá en lo alto!... ¡en el cielo!

Bajo un rudo empuje, la puerta que daba a la habitación contigua había cedido, y, Ángela corría hacia las moribundas.

Felizmente llegaba sin una vela: a la más mínima llama, todo habría saltado; pero la gruesa y brava mujer había olido, desde hacía unos momentos, los olores del gas y conocía los peligros.

–¡Qué estupidez! – exclamó, estableciendo una violenta corriente de aire… –¡Oh! ¡Pobrecillas!

Las dos hermanas volvían en sí. Victorine preguntó débilmente, como en un sueño: –¿Quién está ahí?... ¿Qué queréis? Y la otra dijo, más bajo aún: –¿Por qué no nos dejáis morir? Pero Ángela, vibrante de emoción, las sacudía: –Señoritas… señoritas, ¡despertaos!... Soy yo, Ángela, ya

lo sabéis, vuestra «institutriz» de antes… Vengo a salvaros y a ayudaros a salir de esta casa!

437 –¿No nos engañáis?... Nos decís eso para burlaros de dos

desgraciadas… La «institutriz» encendió una lámpara eléctrica y se expu-

so a plena luz: –La vida que llevo, y a la que debería obligaros os parece

horrible, y a mí me va!... Esta mañana… me equivoqué al bro-mear, al mentir, pero estaba en mi rol de «institutriz»… Pero ahora, me habéis conmovido y sois para mí sagradas!... Mañana por la noche, señoritas, seréis libres!... No antes, por desgracia! pues debo trabar en vuestra liberación!

–¿Vos sois libre, señorita? –Una vez al mes, y precisamente mañana, es mi día de sa-

lida… Alexis, mi novio, vendrá a recogerme e iré a casa de la princesa!

–La princesa… ¿qué princesa? –¡Oh! una gran dama, joven, rica, y bella, valiente… Y alegremente: –Así pues, estad tranquilas y contad con Ángela… Es una

golfa como no hay otra, pero aun así es una buena persona! Maternal y encantadora, arreglaba la cama de las desdi-

chadas: –¿Estáis mejor, pequeñas?... ¿No estáis enfermas?... ¿Me

juráis comer, beber, y no atentar contra vuestras vidas?... ¡Bien!... Palabra de Ángela que mañana por la noche, podréis decir adiós a esta casa!... La tía Brochon no estará contenta, ¡oh! ¡ya lo creo!... Pero, me da igual…

La «institutriz» regresó a su habitación, dejando a Anna y Victorine sumidas en la esperanza.

439

VI Claude Mathieu, el «François Denis», el «Terror de Mont-

parno», abandonaba a veces su agencia de la calle Notre-Dame-des-Victoires, y se iba a reunir con los «compinches».

Ahora bien, esa mañana, había prometido asistir a un al-muerzo ofrecido por uno de sus empleados, el Crío-Chuchín, en honor de la Rizos.

A las once, bien afeitado, vestido con una chaqueta de pa-ño y tocado de un sombrero de copa, el marido de Catherine llegaba al Gobio Tricolor, en el reservado donde lo esperaban, entre aperitivos numerosos y diversos, el Crío, el Guapo-Nénesse, Rose Boursin, llamada la Rizos, y la Remolacha.

El Terror, que acababa de ingerir su segunda absenta, gol-peó con el puño en la mesa:

–¡Maldita sea! ¿Es que no se papea nunca aquí?... ¡Tengo el estómago en los pies!

–Es que, mire usted, Terror, esperamos aún a colegas – respondió Eugène.

–¿Colegas?... ¿Quién? –Un tío y una tía! –¿Y como se llaman esos tipos? –¡Tú Hablas y Ángela! –No conozco a… ¡Tú Hablas! –¡Oh! ¡Un tío legal! –¡Es posible! Pero, dime su nombre, su verdadero nombre,

para ver si puedo ponerle rostro! –Alexis Parigot. –¿Dónde lo has conocido? –Aquí, en casa de La Babosa… Es quién le pintó el cartel:

el Gobio, con la cola azul, el vientre blanco y la cabeza roja. –¿Así que trabaja? –Sí… cuando se le hace algún encargo!... Pero prefiere la

juerga… Va a las Carreras. –¿Y… manga?

440 –Creo que no, aún… Pero seguro que accederá gracias a

unos buenos consejos… Lo he invitado con su piba, una tal Ángela, que vive en casa de la Brochon.

–¡Aquí están!–exclamó el Guapo Nénesse, que miraba por el cristal.

–No hay necesidad de decirles que yo represento un «Te-rror!» – ordenó el representante de la sociedad Stenberg y Tri-mardon.

–¿Queréis que les cuele que sois mi padre? – dijo Rose. –¿O el nuestro? – dijo Ernest. Alexis Parigot, en blusa azul y pantalón de terciopelo gris,

con un gorro de seda negro de larga visera de charol, un cigarri-llo detrás de la oreja, se adelantaba escoltado por Ángela.

La pensionista de la Brochon se había puesta su más mag-nifica vestimenta para salir: vestido de seda rayada verde, guan-tes de Suecia blancos, y sombrero encima del cual, en una ava-lancha de flores campestres, un lorito desplegaba sus alas amari-llas.

Se dirigió hacia la Remolacha y a la Rizos y las besó: –¿Cómo te van los negocios por el bulevar, Remolacha? –Más o menos. La puerta vitral se abrió, y la Babosa, una vieja ladina, en

vestido y bufanda de lana, arrastrando sus zapatillas, entró tra-yendo una cesta de salchichas, asado de buey, pierna de cordero, un plato de judías y una ensalada.

Había dispuesto todo sobre la mesa, y debiendo alejarse, ella estiraba sus narices en forma de hoja de sable, hacia la com-pañía:

–¡Aquí están las judías, señoras y señores!... Voy a traer el líquido!... Divertíos, pero no demasiado fuerte… Tengo una enferma en la habitación que se encuentra encima de vuestras cabezas…

Un formidable juramente de Claude Mathieu echó a la pa-trona del Gobio Tricolor; y, cuando una criada trajo las botellas, se sentaron a la mesa.

441 Cuando comenzaron a dar cuenta de la comida, Ángela

declaró: –Queridos, sois amables y divertidos… Os quiero mucho,

pero al postre os dejo! –¡Tú no harás eso! – exclamó Ernest Lampier, rodeándole

la cintura, como para retenerla – ¡Te tengo! ¡Te quedas! Un brillo se produjo en la mirada de Alexis. –¿Y el café? ¿Y el aguardiente? – dijo el comercial de la

calle Notre-Dame-des-Victoires, llenando los vasos de vino tin-to.

–Beberéis sin mi… ¡Además hoy no puedo emborrachar-me!– añadió Ángela.

La Remolacha preguntó: –¡Cómo es que tienes que regresar tan pronto? –¡Voy al campo! –¡Al campo!... ¿Adónde? –A Vanves. –A Vanves – exclamó la Rizos, – pero si esa es la región

de las lavanderas!... Si te estableces allí te daré mi ropa interior cuando sea una gran casquivana…

–Tengo una cita… Debo estar allí a las cuatro. –¿Con quién? –¡Con una princesa! Eugène se partía de risa: –¡Con una princesa! ¡Oh! ¡Déjame troncharme!... ¡Sabe-

mos quién es tu princesa!...¡ Lleva un pantalón rojo y un quepí con galones!... ¡Hay un fuerte en Vanves!

Entre Alexis y Ernest se produjo una escena de celos rui-dosa y cómica.

La Babosa dejó ver su narizota de animal en el quicio de la puerta:

Os dije que un poco menos de ruido… Ya os dicho que tengo una enferma, ahí arriba, en una habitación.

–¡No nos molestéis!– gruñó el Terror de Montparno. Ángela protestó: –Quizá sea cierto que haya arriba una persona sufriendo…

442 –Pues bien, dijo el Crío, ¡tanto peor para ella!... Cuando

no se tiene salud, no se viene a acostar uno encima de las perso-nas que se divierten!

Esa salida de Eugène provocó risas, y la alegría se redobló entre gestos y frases obscenas.

Pero la «institutriz» de la casa Brochon no perdía de vista el reloj de péndulo.

–¿Tienes prisa? – dijo Rose. –¡Oh! ¡Aún tengo tiempo! Mi cita es a las cuatro… –Entonces, ¿no es una broma tu historia de la princesa? –¿Quieres la prueba? –¡Te escucho! La gruesa rubia ya había extraído de su bolsillo un tele-

grama y se lo entregaba al marido de Cathérine: –Mirad, leed… Esta es la respuesta a un despacho que yo

he enviado, esta mañana… La he recibido un poco antes de salir de la casa.

Solemne, el Terror de Montparno, leyó: Vanves-París. A la señorita Ángela Tessir, casa Brochon,

calle de Provence. La princesa de Mabran-Parisis escuchará con interés lo

que la Srta. Ángela Tessier tenga que decirle. La Sra. de Mabran-Parisis estará en su residencia, hoy, a

las cuatro, en el castillo de Vanves. Amélie. –¡Caramba, una princesa, una auténtica princesa, que in-

tercambia telegramas con una pensionista de la tía Élodie! – exclamó el Terror, devolviendo el telegrama a la amante de Tú-Hablas.

–¿Y cómo has conocido a esa gran dama, para que os reci-ba? – interrogó el Guapo-Nénesse.

–¡Cómo se conoce a los ángeles!

443 Entonces, rechazando el vaso que el Terror le ofrecía, la

pensionista de la casa Brochon, comenzó: –El pasado invierno, yo estaba en el hospital por una pleu-

resía… Temblaba de fiebre, sola, abandonada… Creía que iba a morir… Las hermanas cumplían con su deber… pero sabían a lo que me dedicaba… en el exterior… y me dejaban un poco de lado… Una mañana, abriendo los ojos, vi, de pie, al lado de mi cama, a una joven y bella dama, muy sencillamente vestida… Ni joyas, ni nada deslumbrante!... Pero tenía un aspecto tan bueno, tan dulce, y sus ojos brillaban con una piedad tan impactante que yo creía estar soñando!... Jamás nadie, antes que ella, me había mirado así!

–¡Apuesto una ronda a que era la princesa! – dijo la Re-molacha, animada.

–¡Sí, era la princesa! Se inclinó hacia mí y me preguntó si sufría mucho… ¿Si yo sufría?... ¡Oh! sí, sufría un martirio!... ¡No podía decir una palabra ni toser!... Sin embargo, quise res-ponderle para agradecer su bondad… Me detuvo con un gesto, y fue ella la que habló…. También conocía mi existencia… mi fango… En lugar de reprenderme, pareció compadecerme, com-prenderme, adivinar que no era culpa mía…

–¿Y luego? – preguntó Rose. –La bella dama me suplicó que me volviese decente, y me

prometió, con su buena sonrisa, de ocuparse de mí, de darme trabajo, de protegerme, de socorrerme, si quería jurarle cambiar de existencia…

–¿Y, naturalmente, no juraste? –No, no juré, porque no quería mentirle. –La princesa se llevaría un buen chasco, no? –¡Sí!... Pero se fue, siempre sonriente, diciéndome que re-

flexionara, y que acudiera a su castillo de Vanves si la necesita-ba…

–¡Eh! ¡Caray! – exclamó la Rizos. –Más dulce, la Remolacha comentó: –¿Entonces hoy tienes necesidad de ella?

444 –¡Oh! no es por mí… Es para unas pobre jovencitas, muy

desgraciadas, que no tienen maldad ni en la piel ni en el co-razón!... ¡Es hora de que me vaya!.... ¡Hasta luego, amigos!....

Después de la partida de Ángela, la juerga se intensificaba, y como toda francachela que se respete no puede pasar sin can-ciones, el Terror entonó: La Balada del Comunero; luego, el Guapo-Nénesse, tarareó el Camello, una nueva porquería del teatro de las Mil-Bellezas; todos los asistentes vomitaban el es-tribillo a coro, las cucharas, los tenedores y los cuchillos gol-peaban los vasos.

Varios golpes fuertemente dados sobre el suelo del piso superior resonaron encima de los borrachos.

–¡Aquí está la enferma que me corta! – dijo el ex figurante del teatro de los Batignolles.

Rose aulló: –¡Yo pago, y estamos en nuestra casa! Y al cantor: –¡Vamos, sigue! El Guapo-Nénesse iba a continuar, pero, bruscamente,

apareció la Babosa, seguida de otra mujer. –¡Georgette! ¡En nombre de Dios! ¡Es Georgette! – ex-

clamó Mathieu, saltando hacia la joven obrera. –¡Flor de Paris! – dijeron al unísono el Guapo-Nénesse, el

Crío-Chuchín y la Rizos. El Terror de Montparno estaba gris, pero contrariamente a

la absenta que, al tercer vaso, lo enloquecía, el vino, al quinto litro, le volvía sentimental.

Georgette Lagneau, espantada, quería huir, pero el Hércu-les la mantenía agarrada por las dos manos:

–¿¡Ah! eres tú, criatura? ¿Eres tú?... ¡Deja que te bese! –¡No! ¡no! ¡Dejadme! ¡Dejadme! – gritó la ex adorada de

César Brantôme, intentando desprenderse. Y dulcemente, a la Srta. Lagneau, abandonando el

apretón: –¿Entonces, vives aquí, Georgette? –Sí… vivo aquí.

445 –¿Con Catherine? –Sí, con mi madre. –La creía en el hospital, y a ti en Saint-Lazare. –No acabé en Saint-Lazare… En la Comisaría de policía

reconocieron que el agente de costumbres se había equivoca-do… Recabaron informes sobre mí, en la calle del Mont-Cenis y en casa de la Sra. Gerbay, mi patrona, y me han dejado libre… En cuanto a mamá, la he sacado de Lariboisière tan pronto he podido!... Hemos venido aquí, donde hemos vivido algún tiem-po, con la indemnización de la Compañía general de los co-ches… Se nos ha ofrecido una pequeña suma por nuestra renun-cia a seguir en los tribunales, y la hemos aceptado, sin saber lo que la justicia pudiera haber acordado, vista la desgracia…. ¡Ahora nos hundimos en la miseria!

–¿Entonces, no trabajas? –¡Es imposible encontrar trabajo!... La Sra. Gerbaud no

quiere saber nada de mí a causa de mi arresto… –¿Pero, si era un error, señorita Flor de Paris? – dijo el

Crío-Chuchín, desde el fondo de la habitación donde estaba, discretamente retirado con la Rizos y el Guapo-Nénesse.

–¿Puesto que se trataba de un error? – repitió la Remola-cha, siempre en la mesa.

Una sonrisa entristeció – ¡pues hay sonrisas tristes! – los labios de la honorable modista:

–Había pasado por la Comisaría, y eso bastó para la Sra. Gerbaud!

Uno no podía reconocer a Claude Mathieu; parecía dulce y

tierno, y se hubiese dicho realmente que su corazón se abría ante las desgracias de Georgette; por desgracia, no era así… El Te-rror de Montparno se acordaba del proverbio: «No se cazan las moscas con vinagre», y preguntó:

–¿Está muy enferma, mi Cathérine? –Tan enferma que, sin los buenos vecinos que han venido

en mi ayuda para cuidarla, mi pobre madre ya estaría muerta!

446 –¡Oh! la crema de las cremas, el Sr. y la Sra. Lenoir!– dijo

la inquilina… –¿Has bajado para pedirnos silencio, no es así, Georget-

te?–se interesó el comercial de la calle Notre-Dame-des-Victoires…

–El ruido hace daño a mi madre… Pero si hubiese sabi-do…

–Que era yo… ¿No habrías entrado? –¡No! –Llévame a ver a Cathérine. Ella le cortó el paso: –¡No! ¡La mataríais! Y, con una sonrisa de inocencia: –Por lo demás, no tenemos nada más que se pueda tomar!. Claude Mathieu no insistió; y como Georgette se retiraba,

él dijo pleno de dulzura: –¿Una palabra, nena? La Srta. Lagneau se detuvo, y escuchó estas palabras: –Me he equivocado con vosotras… He cometido grandes

errores!... Pero, hoy, nena, tu padre ya no es el mismo hombre!... ¡Trabajo!... Estoy a la cabeza de un despacho de colocación, y soy muy bueno en mis negocios! Ven a verme, Georgette… Co-nozco mucho mundo y sabré encontrarte trabajo!

–¡Oh! ¡si pudiese creeros! – exclamó la joven muchacha, dejándose tomar por los modales endulzados del comercial.

La Babosa se entusiasmaba con el Terror de Montparno: –¡He aquí un buen hombre! –¡Es asombroso!– deslizó Eugène al oído del nuevo figu-

rante de las Mil-Bellezas. El ex doméstico del marqués Valentin, al que se le endosó

la obra del gentleman, decía a Flor de Paris: –Ven a verme uno de estos días… ¿Qué es lo que tienes

que perder? Georgette respondió: –De acuerdo. Iré; pero, si me engañáis, seréis el último de

los miserables!

447 –Vivo en la calle Notre-Dame-des-Victoires… En la

agencia, preguntarás por el director, el Sr. François Denis… He cambiado de nombre, como he cambiado de carácter…

Extrajo un luís de su bolsillo, y se lo entregó a la pobre modista:

–¡Toma!... ¡Esto te ayudará un poco! Flor de Paris vacilaba; él insistió: –¡Pero, tómalo! ¡Te lo doy de corazón, mi nena! Cuando Georgette se hubo alejado, llevando consigo el

luís paterno, Eugène interpeló, amable, al Terror de Montparno: –¿Una ensaladera de champán, jefe? –¡Sí, desde luego! No puedo rechazar eso… Pero que lo

sepas, condenado crío… ¡Nada de follón!... ¡No debemos mo-lestar a Cathérine!

449

VII Dos magníficos caballos, conducidos por un criado, piafa-

ban en el patio del castillo de Vanves. La princesa Amélie de Mabran-Parisis descendía los esca-

lones de la monumental fachada, seguida del Sr. Gérôme, su intendente, un respetuoso anciano.

Alta, esbelta y rubia, con ojos negros azulados, nariz recta, bien modelada, con las aletas rosadas y vibrantes, una boca cuyo arco severo indicaba una energía viril que quedaba atemperada por la gracia de una bonita sonrisa, la princesa Amélie estaba vestida de amazona, tocada con un pequeño tricornio Luís XV, calzada con botas de charol espoloneadas de oro y guantes a lo Crispín. En su mano nerviosa llevaba una fusta con pomo de esmeralda. Se detuvo sobre la baranda y dijo a su intendente:

–¿Está el Sr. César en el castillo? –No, princesa… El Sr. Brantôme trabaja en el pabellón del

parque. –¿Gérôme, estáis seguro de haber puesto en el telegrama

dirigido a esa pobre joven que la esperaba a las cuatro? –Desde luego, princesa. –Si llega durante mi ausencia, la haréis esperar… No ol-

vidéis enviar, a las cinco, el landau a la estación para recoger a mis invitados…

–¿A Su Grandeza el arzobispo de Bourges? –Sí, a Monseñor Glandoz… y a la Sra. Thérèse Alban,

acompañada de su… de una joven… Iréis vos mismo a recibir-los.

–Sí, señora princesa. –Estaré de regreso en menos de una hora… Iba a subir al caballo; el intendente, ya sobre los escalones

de mármol, la llamó: –Creo que a lo lejos percibo a la persona… sola… que la

señora princesa desea ver…

450 La Sra. de Mabran-Parisis subió las escaleras y vio, muy

lejos todavía, llegando con paso indeciso, a través de los árboles, a la pensionista de la casa Brochon.

Ángela avanzaba lentamente, con vergüenza. –¡Pobre mujer! – murmuró la joven y devota viuda – tiene

miedo de mi… ¡Sin embargo no tengo más que buenas y conso-ladoras palabras que decirle!

La princesa Amélie dio la orden a su criado de esperar con los animales y regresó al castillo, donde pasó a un saloncito pre-vio al gran salón, para recibir allí a su visitante.

Bajo la escalinata de entrada del soberbio castillo, Ángela se detuvo, invadida de respeto a la vista de Gérôme quién, de pie, la miraba de arriba abajo, irónico.

Ese hombre de cabellos plateados, en traje negro a la fran-cesa y corbata de blanco batista, imponía.

Ella balbuceó: –Señor, soy Ángela Tessier… La Sra. princesa de Mabran-

Parisis me ha concedido el honor de enviarme un telegrama… y vengo…

En el hall que el intendente le mostró con un gesto, la pen-sionista de la casa Brochon se encontró en presencia de media docena de criados en librea verde y oro.

Conducida por el primero de ellos, Ángela atravesó una hilera de salones cuyo esplendor real no hizo más que aumentar su turbación, y llegó ante la augusta anfitriona de esos lugares.

La princesa, sentada en un alto sofá, la miraba venir con su mirada misericordiosa y casi sobrehumana luz, y como la mujer permanecía inerte en el umbral del saloncito, ella dijo amablemente:

–¿Queréis entrar y tomar asiento, señorita?… Ahora bien, «la institutriz» de la casa Brochon se volvió,

para ver si no era otra persona a la que se dirigía la gran dama, y, no viendo ninguna otra visita en el salón, obedeció maqui-nalmente, pero en lugar de ocupar el sofá designado, tomó una silla.

451 Con voz tierna, delicada, llena de armoniosas vibraciones,

Amélie comenzó: –Hija mía, me habéis enviado un telegrama para pedirme

que os recibiera… Me he apresurado a rendirme a vuestro de-seo… Hablad… Os escucho con el mayor interés…

Ángela nunca se había sentido tan emocionada, jamás pa-labras tan dulces, exceptuando las pronunciadas una vez en el hospital, por esa misma gran dama, habían vibrado en sus oídos y en su corazón; y experimentaba la sensación de encontrarse en un lugar religioso que ella mancillaba con su presentica – ante un ídolo.

Permanecía allí, con los ojos fijos en el suelo, sonrojada, sin fuerzas para articular palabra alguna.

–No tembléis de ese modo, hija mía,– dijo la dueña del castillo– Si habéis venido es porque probablemente estéis su-friendo… porque tenéis necesidad de mí, y debéis saber que la princesa de Mabran-Parisis sabe comprender todos los dolores…

–Eso ya me lo habéis dicho, señora princesa – dijo Ángela, dominando los latidos de su corazón.

–¿Yo? –Sí, un día, en Lariboisière, cuando estuve a punto de mo-

rir! –Ahora os recuerdo y os reconozco… Vos sois esa desdi-

chada mujer que, en peligro de muerte, tuvo el triste valor de hacerme apología de sus desenfrenos, la franqueza de confesar-me que le gustaba su vida de vergüenza y que nunca consentiría en cambiar!

–Esa soy yo, señora – declaró la pensionista de la casa Brochon, con los ojos siempre bajados – y aun así, vos partisteis autorizándome a escribiros…

–Sí – exclamó, radiante y triunfante la Sra. de Mabran-Parisis; sí, os dije que me escribieseis, que me vinieseis a ver cuando el arrepentimiento entrase en vuestra alma… ¡Y me hab-éis escrito! ¡Y habéis venido!... ¿Queréis cambiar de existen-cia… salir por fin de vuestro fango y aceptar una vida de honra-do trabajo – ¡oh! ¡no demasiado duro! – que yo podría ofreceros,

452

si estuvieseis decidida a renegar de vuestro pasado y no volver a recordarlo nunca más?

Ángela hizo un gesto de contrariedad: –¡Os lo ruego, princesa, no hablemos de mí! Hay manchas

que nunca se borran… Señora princesa, si esta mañana os he enviado un telegrama para pediros humildemente que me reci-bieseis, era para venir a suplicaros, con toda mi alma, que salv-éis a dos jóvenes muchachas, dos ángeles de inocencia, inno-blemente vendidas por una mercader de mujeres a la casa en la que trabajo.

Y, de rodillas, anegada en lágrimas, con las manos juntas: –Señora, morirán de vergüenza y de desesperación o se

suicidarán, como ya han intentado hacer, si vos, tan grande, tan buena, tan generosa, si vos que tanto podéis, no venía en su auxilio!

Obligada a levantarse por la Sra. Amélie, la «institutriz» expuso lo que había pasado entre ella y las rubias dijonesas, y la presidenta honoraria de la Sociedad La Amiga de la Adolescen-te, le dijo, conmovida:

–¿Y vos, Ángela? La otra balanceaba la cabeza: –Señora, yo quiero ser sincera con vos. Me gustaría vol-

verme honesta, pero como vos lo entendéis no lo podría conse-guir jamás!... ¡No nos ocupemos más de mí y hablemos de ellas, por favor, señora!

–¿Cuál es el nombre de esas jóvenes? –Anna y Victorine Lamiral. –Está bien… Os lo agradezco. –¿Y qué debo decirles? – preguntó con ansiedad Ángela. –¡Decidles que esperen! –Pero, mañana ya será tarde, señora princesa! La Sra. de Mabran hizo un amago de sonrisa y repitió: –¡Decidles que esperen! Ángela ejecutó una humilde reverencia; la fundadora y

presidenta honoraria de la obra que dirigía la Sra. Alban la con-dujo hacia un gran ventanal abierto al campo, y le mostró en la

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lejanía una inmensa construcción cuya blancura resplandecía al sol, entre la vegetación:

–En esa casa que veis allí, hija mía, viven felices y regene-radas, pobres muchachas que, como vos, vivían en la deprava-ción, la angustia y la vergüenza!... Es allí donde deseo veros algún día!... ¿Me prometéis hacer todos vuestros esfuerzos para darme esa alegría?

Y la prostituta, radiante, dominada, temblorosa, murmuró en un estremecimiento total de su ser:

–Sí, señora, os lo prometo… pero, por desgracia, me co-nozco… y tengo miedo!

Feliz con la misión cumplida, Ángela se reunió con su amante, Alexis Parigot, que la esperaba en un hotel de Vanves.

La princesa Amélie acababa de montar a su caballo y, se-

guida de su criado, cabalgó hacia el parque. Galopó durante un cuarto de hora, dejando atrás las am-

plias avenidas y los senderos, saltando cunetas, el arroyo, fran-queando los obstáculos, embriagándose del aire puro.

De repente, cuando la gran dama llegaba al extremo de la llanura, bajó del caballo, y confiando su montura al criado, se dirigió a pie hacia la casa de uno de sus guardias.

La puerta estaba abierta y, en el marco, se veía, de pie, a una mujer vestida con un traje de campesina, la mirada inquieta, escrutadora.

La Sra. de Mabran-Parisis tocó ligeramente a la aldeana con el extremo de su fusta:

–Jeanne, ¿esperáis a vuestro marido? –No es mi marido a quien espero – gruñó la mujer del

guardia – Lambard está haciendo su turno en su venta…. ¡Es a ella!... ¡a esa miserable, a esa zorra de Paulette!

–¡Vuestra hija! ¡Ah! ¿Cómo podéis hablar de ella de ese modo?

–Es cierto… La señora princesa no sabe… La señora no puede saber…

454 –¡Yo lo sé todo!... Paulette ha venido a buscarme esta ma-

ñana, y me ha hecho una confesión… ¡Pobre Paulette! ¡Vuestro marido la ha golpeado! ¡Vos la habéis echado de casa!... ¡Jean-ne, eso está mal!

La mujer del guardia se revolvió: –Sí, ¡la he echado! ¡Ella me ha dicho que va a venir a bus-

car sus bártulos!... Pues bien, ¡qué venga! La espero para tirárse-los en el camino, pues no quiero que ponga los pies en nuestra casa! ¡Ella la mancharía!

–¡Hay que perdonar, Jeanne! –¿Perdonarla, señora princesa? ¡Nunca!... ¡Qué vaya a re-

unirse con el padre de su hijo! –Jeanne, debéis perdonar a vuestra hija y reprimir vuestra

legítima indignación hacia ella para guiarla mejor… Paulette es más desgraciada que culpable!... El auténtico criminal fue el hombre que, aprovechándose de su juventud, de su inocencia, abusó cobardemente de ella y la abandonó…

–Pero, señora, es el deshonor para nosotros… Todo el mundo nos señalará con el dedo!

–Las buenas personas os aprobarán, pues diré por todas partes que lo que habéis hecho es justo y humano… ¿Me pro-metéis, Jeanne, que perdonaréis a vuestra desdichada hija?

La Lambard murmuró: –¡Sí, a ella tal vez!... Pero al hijo… ¡al hijo de la vergüen-

za!... ¡Jamás! –Será débil, impotente, no ha pedido venir al mundo, y

sería un crimen hacer recaer sobre él la culpa de otro! Vamos, Jeanne, cuando os tienda sus pequeños brazos y os llame «abue-la», ¿tendréis valor de no acudirle, de no escucharle?... ¡Oh! ¡claro que no!... Os conozco, sé de vuestro tierno corazón, bajo la carne un poco ruda; lo estrecharéis contra vuestro pecho; y, mi buena amiga, y celebraréis sus besos!

–Sí… sí… –farfulló la Lambard. Y, de repente, fundiéndose en lágrimas, extendió los bra-

zos, como para recibir allí a la víctima de un miserable: –¡Qué venga!

455 La princesa Amélie deslizó dos monedas de oro entre las

manos de la campesina: –Esto es para la ropa del bebé… Alegre, la Sra. de Mabran volvió a montar a caballo, y la

aldeana, menos lúgubre, permaneció sobre el camino. Bruscamente, una mujer vestida con un traje de lana gris,

y llevando una mantilla negra que le cubría la cabeza y disimila-ba por completo su rostro, se dirigió hacia la guardiana del par-que.

No lejos de allí, otra mujer, envuelta en un manto negro, vigilaba.

La dama de la mantilla preguntó, con tono imperioso: –¿Es esta la propiedad de la Sra. princesa de Mabran-

Parisis? –Sí, señora,– respondió Jeanne, turbada por esta súbita

aparición. –¿Y era la princesa quién os hablaba antes? –Ella misma, sí, señora. –Gracias… Ahora, una información… nueva… –Estoy a vuestras órdenes. –¿Conocéis al Sr. César Brantôme? –¡Muy bien!... Ese caballero está en el castillo desde hace

algunos días. –¿Es el único invitado de la princesa? –De momento, sí. Entonces, la desconocida tomó un billete de cien francos

en su bolsillo y, tendiéndoselo a la mujer del guardia, dijo: –Tomad… y responded. –¡Me parece que no hago más que eso, señora! –Sí… a preguntas banales… Lo que deseo saber en reali-

dad… es más delicado… La esposa del guardia rechazó el billete azul: –Sabed, señora, que no estoy en venta!... Preguntad si

queréis; yo veré si debo responder a vuestras preguntas. Pero la otra la tomó por un brazo, lanzando sobre ella unos

dardos punzantes con su mirada a través de la mantilla:

456 –¿El Sr. César Brantôme es el amante de la princesa de

Mabran-Parisis, verdad?... Vos pertenecéis al personal del casti-llo… debéis saberlo!

–¡Eso es una mentira! ¡Una abominable mentira! –¡Chsss!... ¡Amáis a vuestra ama! ¡Sois una mujer valien-

te!... ¡Solo bromeaba!... –¡Esas bromas no me gustan!... ¿Eso es todo? –Desearía hablar con el Sr. César Brantôme. –La verja de entrada del castillo está a quinientos pasos de

aquí… La encontraréis bordeando los muros… –¿Esa puerta baja no da al parque? –Sí. –¿Puedo pasar? –¡No! –El Sr. Brantôme es mi pariente; se enfadará, y tendréis

problemas con la Sra. princesa si no me evitáis el largo paseo por los caminos.

–Entonces, pasad, señora. –¿Dónde se encuentra el castillo? –A la izquierda, al final de la tercera avenida… pero el Sr.

César Brantôme, a esta hora, no debe estar en el castillo… –¡Ah! ¿dónde está pues? –En el pabellón de Diana… Es allí donde trabaja todo el

día, hasta la noche, en sus figuras… –¿Y ese pabellón de Diana? –Se ve desde aquí, señora… Fijaos, allá abajo, en medio

de los árboles… –Gracias, mi buena mujer. La dama de la mantilla hizo una señal a su compañera, de

la que Jeanne observó, bajo el mantón entreabierto, el vestido extraño, y las misteriosas mujeres desaparecieron ambas en la profundidad del bosque.

Enseguida, la mujer del guardia se arrepintió de su impru-

dencia; había dejado pasar amablemente a las desconocidas;

457

pero en un giro del camino, percibió a su hija que llegaba, y ol-vidó todo ante la desgraciada Paulette.

En el parque, la dama de la mantilla detenía a su compañe-

ra: –Allá, Isis… ¡Mira! –¿Un pabellón? –Sí, el pabellón de Diana… Pero… sobre el césped? –Una amazona que desciende del caballo. –¡La princesa de Mabran-Parisis! ¡Va a reunirse con

César! ¡Quiero verlo, a solas! ¡Esperemos a que se vaya! La dueña del castillo se dirigió hacia el pabellón; subió los

cinco escalones de mármol rosa, y llamó a la puerta con el pomo de su fusta.

–¡Adelante!– gritó desde el interior, la masculina voz de César.

Nada más coqueto y a la vez original que esa única estan-cia que componía el pabellón de estilo bizantino donde penetró la princesa. Se hubiese dicho el templo de todos los deportes y todas las artes.

En blusa larga y gris de artesano, César Brantôme, con el cincel en la mano tallaba en pleno bloque, una Diana cazadora.

La Sra. de Mabran-Parisis, un poco sofocada de su carrera, y más bonita todavía, con la sonrisa en los labios, se adelantó, con la mano tendida hacia el joven escultor:

–¡Buenos días, señor César! La princesa admiró la artística estatua. Brantôme se puso manos a la obra, y la joven princesa se

fue a sentar sobre uno de los divanes que se encontraban adosa-dos a la pared.

Durante un instante, la amazona golpeó, sin hablar, la punta de su pie con su fusta, y luego, dijo jovial:

–¿Saben lo que dicen de nosotros, señor Brantôme? –No, señora princesa. ¿Sería tan amable de decírmelo? –Pues bien, se dice que sois mi amante! –¡Infamia! – gruñó el escultor, interrumpiendo su trabajo.

458 –¡Dios mío, sí! – dijo, sonriente, la joven viuda– ¡y podéis

ver cuán preocupada estoy! Él estaba indignado: –Vos, tal vez… Pero el mundo… Vuestra reputación… Ella levantó la frente, y altiva: –¡Mi reputación nada tiene que ver con eses maledicentes

cotilleos!... Todos las personas decentes que frecuento me cono-cen y me juzgan!... Mi conciencia es clara, señor César, y eso me basta, ante Dios y ante los hombres!

–¿Quién ha podido inventar semejante calumnia? – ex-clamó Brantôme, afligido.

–Historias de taberna que mi viejo Gérôme me ha contado, palabras de borrachos…

El escultor se acercó a la Sra. de Mabran-Parisis, y, con voz grave:

–Sea quien sea, señora, mi deber es irme inmediatamen-te… Adiós pues, y gracias, princesa, por haber querido hacer de mí, del desconocido de ayer… yo diría que casi el amigo de hoy…

–Y cometeríais un error al no decirlo todo! Yo experimen-to por vos una simpatía muy grande…

Y, sonriendo: –El arte acerca, señor César, y vos habéis declarado ayer,

con demasiada benevolencia que yo soy una artista… En cuanto a partir, no lograríais nada con ello… Yo no quiero… Y no pod-éis… pues en lo sucesivo, aquí, en el castillo, estaréis encanta-do… Tal es la importante noticia que vengo a daros… Esta misma tarde… dentro de algunos minutos, espero a una persona que os es muy querida…

–¿Mi tía? –Sí, vuestra tía… pero la buena de la Sra. Alban no viene

sola… –¿Y quién la acompaña? La Sra. de Mabran-Parisis lo miró a los ojos y pronunció: –¡La Srta. Éve Le Corbeiller!

459 –¡Cómo! – dijo César, en el colmo de la estupefacción –

¿vos sabéis?... –¿Que la jovencita que vive en la calle Saint-Claude, con

la Sra. Alban, y que pasa por ser una de vuestras parientes, no es otra que vuestra novia, señor Brantôme, la digna hija del pobre general Le Corbeiller?... Sí, lo sé – y por vuestra tía –… Desde algunos días, mi querida Thérèse estaba inquieta, preocupada por algunos encuentros… Entonces, considerando su responsa-bilidad demasiado pesada me lo ha contado todo, confesado todo con el consentimiento de la Srta. Éve… Ahora, vuestra novia está bajo la salvaguarda de la Obra que yo dirijo, y os ga-rantizo que estará bien defendida, si alguien se atreve alguna vez a atacarla!... Solamente Monseñor arzobispo de Bourges y yo estamos en el secreto… Así, pues no hay nada que temer…

Y de pie, alegremente: –La Srta. Éve debe llegar al castillo, dentro de quince mi-

nutos… ¿Todavía queréis partir?... ¿No?... Pues bien, ofrecedme el brazo, señor Brantôme, y vamos a recibir a vuestra novia…

Salieron del pabellón de Diana, y la Sra. de Mabran-Parisis, habiendo dado a su criado de llevar los caballos a las cuadras, se dirigió, fraternalmente apoyada en el brazo de César, hacia la magnífica residencia de la que podía percibirse las altas torres, en el extremo de una larga avenida de sicomoros.

Viéndolos a los dos tan jóvenes, tan guapos, tan confiados el uno en el otro, se podía evocar a unos recién casados sabore-ando aún las primicias de su luna de miel.

Temblando de ira, la dama de la mantilla los miraba ale-jarse, apoyada sobre el zócalo de una estatua, detrás de la cual se había ocultado con Isis, en el momento en el que César y Amélie abandonaban el pabellón.

La Sra. Barba Azul vociferó: –¡Los muy cretinos, se aman!... La egipcia trataba de llevarse a su ama: –¡Vamos, señora generala!... Os lo suplico, vamos, ahora

que ya conocéis lo que queríais saber!

460 –¿Irme?... ¿Partir… sin haberlo visto, sin haberle habla-

do?... ¡No! –¡Lo que soñáis es irrealizable, ama! –¡Te digo que quiero hablarle!... Esperaré a la noche… –Bien, ama… ¿pero dónde nos ocultaremos? –Allí, en el pabellón. –¿Y si los enamorados regresan? –¡No volverán! Es la hora de cenar… Cesar no trabaja en

el castillo, una vez que se ha ido el sol… Y, levantándose, salvaje: –Y además, si regresan, estaré allí para acogerles! Se escuchaban pasos sobre las hojas caídas, los del guardia

Lambard, de regreso de su venta de madera. –¡Vamos, ama! – dijo Isis. Y la generala y su sirvienta, habiendo entrado en el pa-

bellón de Diana, cerraron la puerta. Alexis Parigot, llamado Tú-Hablas, y Ángela, su amante,

bordeaban los muros del castillo para regresar a la estación. Paulette, la hija del guardia, una rubita de quince años, a

punto de dar a luz, se encontraba tomando el sol con un vientre enorme.

De pronto se levantó y gritó, señalando al pintor de carte-les:

–¡Madre, aquí está el hombre que me ha traicionado!... Aquí está, el canalla que me juraba matrimonio y que se pasea con una doncella!

Alexis era, en efecto, el autor del fruto que la joven Pau-lette Lambard llevaba en sus entrañas, y la aventura se produjo, un día en el que el vil ciudadano pintaba unos motivos en Van-ves, como había decorado en París el Baile de los Ángeles y el Gobio Tricolor.

La brava Ángela debió proteger a su hombre contra la legítima ira de la madre Lambard, y los amantes desaparecieron.

461 Ahora, la princesa de Mabran-Parisis, en vestido de blanca

muselina, y, el escultor César Brantôme, en smoking, esperaban a los invitados, sobre el empedrado del castillo.

Un landau franqueó la verja y se detuvo ante el suntuoso domicilio.

Un coche que lo seguía llevaba los equipajes del arzobispo y los de la Srta. Éve le Corbeiller.

La primera persona en apearse del coche fue Monseñor Charles-Alix Glandoz, arzobispo de Bourges, el gran y recto anciano de rostro ascético y cabellos grises, que hemos visto en el palacete de la Universidad, bendiciendo el catafalco bajo el que reposaba la tercera víctima de la Sra. Barba Azul.

La princesa lo recibió, y tras haber curvado la frente bajo la bendición pastoral, besó a la Sra. Alban y a la Srta. Le Cor-beiller que acababan, a su vez, de descender del coche.

Todos entraron en el gran salón de honor, majestuoso con sus oropeles y los retratos de antiguos o recientes Mabran-Parisis, glorias de la Historia de Francia, desde las Cruzadas.

Pronto la conversación discurrió sobre la Sociedad: la Amiga de la Adolescente, y algunos minutos antes de la cena, la Sra. de Mabran-Parisis llevó a Monseñor de Bourges aparte, al jardín de invierno.

¿Qué le dijo?... Los demás no escucharon y solamente pu-dieron oír las últimas palabras de los bienhechores.

El prelado declaró: –¡Eso está muy bien!... ¡Está muy bien, mi querida hija, lo

que queréis hacer ahí!... Ese es el pensamiento de una valiente cristiana que os anima!... Y esta noche os acompañaré en vues-tra… delicada… misión.

–¿Vos… vos… monseñor, en semejante lugar? – comentó la princesa.

El arzobispo emitió una carcajada: –Quizá olvidéis que he visto otros horrores y otros peli-

gros, cuando convertía salvajes!... Señora, lucharé con vos por la gloria del Eterno!

462 Se abrió una puerta de dos batientes, y un mayordomo

anunció: –Monseñor de Bourges está servido! Se pasó al comedor, y la anfitriona y sus convidados toma-

ron asiento alrededor de una mesa suntuosamente servida a lo ruso.

Monseñor Glandoz contó su existencia llena de emocio-nantes peripecias.

Y cuando el prelado, terminando su historia exótica, llegó a una estancia en Alejandría, junto a su hermano Émile, cónsul general, le vino de súbito al espíritu la figura de Antonia, y con-templó ampliamente a Éve, con una piedad dolorosa en la mira-da.

El arzobispo no había vuelto a ver a Éve desde las exe-quias del general Lucien; él se reprochaba que, absorbido por sus funciones episcopales, no había velado por ella… A partir de ahora, la protegería, conociendo el terrible secreto del asesinato de su hermano, adivinando tal vez otro crimen y temiendo nue-vas ignominias.

Realmente, sabía demasiado sobre aquella que fue su cu-ñada y que ahora era la madrastra de la dulce huérfana.

Monseñor de Bourges había hecho la señal de la cruz y di-jo el «Benedicite», antes y después de la comida; se volvió hacia la Sra. de Mabran-Parisis:

–Princesa, son las ocho… Estoy a vuestras órdenes. Y al intendente que ordenaba el servicio: –Dime, mi buen Gérôme, ¿están mis maletas arriba? –Sí, monseñor. –¿Siempre la misma habitación? –Siempre, monseñor. El arzobispo y la princesa subieron a sus aposentos, y

pronto, volvieron a bajar, la joven viuda con un vestido oscuro, y monseñor Glandoz con un abrigo negro cubriendo su sotana, y sombrero bajo negro de seda.

La Sra. de Mabran-Parisis se excusó ante sus huéspedes, afirmando una salida indispensable, y abandonó el castillo, con

463

el arzobispo de Bourges, habiendo advertido a su gente que no la esperasen antes de la medianoche.

En el patio de armas, se encontraba estacionada una cale-sa.

–Sra. princesa, – dijo Gérôme – ¿queréis darme vuestras órdenes?

–¡A París, rápido! –¿Adónde, señora princesa? Esta pregunta, bien natural sin embargo, contrariaba a la

gran dama. Amélie vaciló, y por fin dijo: –¡Plaza de la Trinidad, enfrente a la iglesia! El intendente había comunicado al conductor la orden de

su ama, y el coche enfiló al trote de los dos rocines irlandeses. El cielo azul resplandecía de estrellas, cuando llegaron a

Paris, a la plaza de la Trinidad. La princesa y el arzobispo pusieron pie en tierra; tomaron

la calle de la Calzada de Antin; luego siguieron por la calle de Provence.

–¡Hija mía, estamos a tiempo aún… Podemos regresar! – dijo Monseñor Bourges, observando la turbación de su compa-ñera…

¡El coraje de una mujer decente no tiene límites! –¡Sigamos!–replicó, decidida, la Sra. de Mabran-Parisis. –¿Parecéis emocionada? –No… esto me repugna…por adelantado… pero una debe

olvidar sus rencores ante el deber! ¡Hay que ser valiente! –¡Señora, os admiro! –¿Pero, vos, monseñor, por qué me acompañáis?... Yo es-

toy acostumbrada, desde que dirijo la Obra de consuelo y libera-ción, a entrar en los medios más sórdidos, en los tugurios más horribles… ¡Pero vos!... ¡Oh! ¡vos!

–¡Sigamos! – respondió a su vez, el ex misionero evangé-lico… En África yo afrontaba sin temblar, sin palidecer, los hogares infestados de la peste… ¿Por qué, en París, habría de mostrar menos valentía?... ¡Sigamos!

464 No queriendo dirigirse a nadie, caminaban indecisos, bus-

cando el número de la casa de lenocinio. Por fin, el número apareció, deslumbrante y enorme, en-

cima de la puerta de madera y claraboya de hierro. –Hemos llegado, – dijo simplemente Monseñor de Bour-

ges –…¡Entremos! Pasaban personas. La gran dama y el arzobispo se disimu-

laron en la sombra. Un temor les invadía de ser vistos franque-ando el umbral de la casa pública, pero se recuperaron y pene-traron resueltamente en el luminoso corredor.

Una criada les cortó el paso: –¡Aquí no entran las damas! La Sra. de Mabran-Parisis no sabía que responder, y se es-

tremecía, vacilaba, no de miedo – ningún hombre era más audaz que esta mujer! – sino de indignación y asco.

Fue Monseñor Glandoz quién, con su viril voz y grave, di-jo:

–Vos menospreciáis extrañamente nuestra identidad… Os disculpo, al no ser nosotros de esas personas a las que estáis acostumbradas a recibir… ¿Responded?... ¿Hay alguien aquí que mande?... ¿Una directora… una gerente… qué se yo?

–¡Oh! ¡sí, señor! –¿Quién? –¡La Señora, caramba! –¿Condúzcanos hacia ella? –No os recibirá. –Nos recibirá de inmediato, cuando le hayáis dicho que si

en dos minutos, no somos introducidos en su despacho, regresa-remos dentro de un cuarto de hora, acompañados del comisario de policía!

Advertida por la sirvienta, Élodie Brochon dio la orden de introducir a los visitantes; y, sentada ante su escritorio, un poco inquieta, miró entrar a Monseñor Glandoz y a la princesa de Mabran-Parisis. No se movía, muy envarada.

465 Sin embargo, después de un examen minucioso al hombre

de cabellos grises y de esa joven mujer de modales aristocráti-cos, abandonó su sillón y fue a su encuentro:

–Señora… señor… Deseáis hablarme… Sentaos, por fa-vor…

Ella indicó dos asientos. La Sra. de Mabran-Parisis los rechazó con un gesto y estas

palabras: –¡Es inútil, señora! ¡Permaneceremos de pie! La matrona vio una provocación en esa negativa de la

princesa y se insolentó: –¿Entonces, qué es lo que deseáis? –En primer lugar, exigimos que seáis cortés, y, a continua-

ción, que respondáis a las preguntas que vamos a haceros el honor de dirigiros! – dijo el arzobispo, levantando sobre la Bro-chon su mirada de batallas lejanas, la mirada que domó – por la intensidad de su luz o su «gracia» – pueblos bárbaros.

Los ojos de la matrona padecieron el poder de esa mirada, y Élodie murmuró, vacilante:

–¿Sois de la policía?... ¡Debéis identificaros!... ¡Mostrad vuestro carnet!

La princesa sonrió con desdén: –¿Entonces, confesáis?... ¡Basta de vilezas!... Os ofrezco

los cinco mil francos… A causa de esas desgraciadas, evito un escándalo…

–¡Tenéis razón, señora! ¡En París hay demasiados escán-dalos ya!

–¡No cometáis más, vos y vuestros semejantes… y la his-toria se detendrá!... Aquí está el dinero!... ¡No os lo doy!... ¡Os lo arrojo!

Y la Sra. de Mabran lanzó un montón de billetes azules sobre la mesa. Pronto, las dos jovencitas llegaron, conducidas por una criada, y bajaron con sus liberadores.

Abajo, en el corredor, la princesa vio de pronto, a una pen-sionista del establecimiento, vestida de bebé, arrodillarse a su paso y la oyó murmurar, con voz muy dulce:

466 –¡Gracias! ¡oh! ¡gracias!... ¡Hasta pronto, en la bella casa

blanca!... ¡Señorita Anna, señorita Victorine, adiós!... Sed feli-ces, y rezad conmigo en honor de la Dama del buen Dios: «Dios te salve, María, llena eres de gracia… El Señor es contigo y bendita tú eres entre todas las mujeres!»

Y las vírgenes repitieron, con lágrimas en los ojos, con la prostituta, mientras el arzobispo, con la cabeza descubierta, muy recto, muy alto, en esa casa de desenfreno, con el abrigo entre-abierto y el crucifijo de oro y esmalte a lo largo de su pecho, imponía las manos sobre la princesa:

–« … Y bendita tú eres entre todas las mujeres!» Liberadores y prisioneras iban a salir; la Sra. de Mabran

hizo a la invocadora –Ángela Tessier– un gesto de silencio y de amor maternal.

La calesa que llevaba a la princesa de Mabran-Parisis, al

arzobispo de Bourges y a las dos pequeñas Lamiral, circulaba con todo el vigor de los rocines, sobre la ruta de Vanves; se de-tuvo ante el convento de las Damas de la Misericordia.

Inmediatamente, la presidenta honoraria de la Amiga de la Adolescente dejaba a Anna y Victorine Lamiral en manos de la Superiora y regresaba, con Monseñor Glandoz, a su castillo.

Algunos minutos después, la generala Antonia, a pesar de

las recomendaciones de Isis, había abandonado el pabellón de Diana y se había encontrado bruscamente cara a cara, en el par-que, con Éve a la que creía muerta; y la rabia de la Barba Azul aumentó al ver a César a su lado.

Bajo el claro de luna, exclamó: –¡Éve, vengo provista de mis derechos de tutora, y conmi-

narte a que me sigas! –¡Jamás! – respondió la huérfana, abrazada a Brantôme. La Sra. Alban, el arzobispo y la princesa aparecieron, y

Monseñor Glandoz declaró: –Escuchad, señora generala, y sopesad bien mis palabras;

dejad a esta joven bajo mi protección, y nunca estaréis preocu-

467

pada… en relación… con vuestros errores de tutela… ni otros asuntos ya acontecidos y más graves….

–¿Es una amenaza, monseñor? Entonces, el Monje Blanco, el religioso guerrero, el her-

mano del cónsul asesinado por la Sra. Barba Azul, se reveló en el arzobispo:

–¡No, señora!; ¡es una orden!

*** Acaban de transcurrir días, meses. Las personas de buen corazón se han conmovido con

nuestras revelaciones sobre la Trata de Blancas, según las notas del Congreso Internacional de Londres, los documentos del car-denal de Westminster, de la condesa de Aberdeen, de lady Bat-tersea, del Sr. Sabourow, de la baronesa de Montenach, del Sr. de Meuron, del Sr. Bérenger, senador, del Sr. Henri Joly, aboga-do, etc.; los artículos del New York Herald, del Times, de la Re-vue Philantrhophique, los corresponsales del Temps y otros pe-riódicos franceses y extranjeros.

En definitiva, la sociedad: La Amiga de la Adolescente está de acuerdo, a menudo con el Congreso internacional de Londres, algunas veces con Louise Michel y Miss Maud Gonne, para admitir las modificaciones legislativas que propone el con-de de Haussonville, el ilustre autor de Salarios y Miserias de las Mujeres:

1.- Modificar el artículo 331 del Código penal y elevar de

once a quince años el límite de protección a la infancia. 2.- De completar el artículo 224, que castiga la instiga-

ción a los menores al desenfreno, mediante una disposición más amplia que alcance a los que, mediante maniobras fraudulentas, favorezcan el comercio de la prostitución.

468 3.- Suprimir el artículo 340 del Código civil y autorizar,

en ciertas condiciones determinadas y bajo ciertas garantías, la investigación de la paternidad, sin más consecuencia que la constitución de una paga alimentaria en provecho del hijo.

4.- Abreviar las gestiones del matrimonio, preocupándose

de facilitar el cumplimiento de ese importante acto mediante la supresión de un cierto número de inútiles formalidades, publi-caciones y consentimientos.

5.- Modificar los artículos 1399 a 1496 del Código civil

creando, como derecho común en Francia, un régimen más res-petuoso de los derechos y de los intereses de la mujer que el de la comunidad pura y simple, tal como lo ha constituido el Códi-go.

6.- Constituir, en provecho de la mujer, un derecho serio

sobre los productos de su trabajo, obteniendo del Senado el voto de la ley del 18 de febrero de 1897, modificado por la supresión del párrafo final del artículo primero.

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Nos reservamos un día, dar conclusiones más precisas en

relación con la Trata de Blancas, como acabamos de hacerlo, en Los Últimos Escándalos, mediante otros estudios, y especial-mente, analizar los artículos del Sr. Henri Rochefort, del Sr. Charles Benoist, del Sr. Lucien Descaves, y los discursos de Gambetta19 y del Sr. presidente Deschanel20 sobre la Mutuali-dad.

19 Léon Gambetta (1838-1882), político francés republicano, presiden-

te del Consejo y ministro de Asuntos exteriores en 1881. 20 Paul Deschanel (1855-1922), político francés, presidente de la

Cámara de diputados en 1898.

469 El autor de Los Últimos Escándalos de Paris21, al no ser

un clerical, ni un republicano sectario, ni un ambicioso, aceptará todas las observaciones serias de los patrones, obreros y obreras de la capital y departamentos; y es una investigación tan seria y más amplia como la que el Figaro22 me hizo el honor de abrir, a consecuencia de mi novela: El Abandonado23, en la que testi-moniarán, mediante relevantes entrevistas o cartas: el Sr. Félix Voisin24, antiguo Prefecto de policía, consejero en la Corte de casación; el Sr. Leveillé25, profesor de derecho criminal en la Facultad de París; el Sr. Henri Monod26, miembro de la Acade-mia de medicina, director de la Asistencia y de la Higiene Públi-cas en Francia; el Sr. Lagarde, director de la administración pe-nitenciaria; el Sr. Ch. Blanc, director de la Petite-Roquette27.

Cuando las buenas personas se conmueven, todo va bien, y un día se podrá leer en los muros de París:

SUSCRIPCIÓN NACIONAL

CONTRA LA TRATA DE BLANCAS PARA LA PROTECCIÓN

DE LAS JÓVENES HUÉRFANAS O ABANDONADAS

Puede afirmarse que la Trata de Blancas hace estragos en

todos los países civilizados y en particular en Suiza, en Francia, en Alemania, en Bélgica, en Austria, en Rusia, en las Repúblicas de América del Sur y en las principales escalas de Oriente.

Aun así, se está por debajo de la verdad evaluando más de cien mil operaciones que se hacen en esta industria al año, y no

21 Saga novelesca de Jean-Louis Dubut de Laforest publicada en la

década de 1890. 22 Periódico fundado en 1826. 23 Novela publicada en 1892. 24 Félix Voisin (1832-1915) es un magistrado y político francés. 25 Jules Leveillé, inspector general de las facultades de derecho en los

años 1890. 26 Henri Charles Monod (1843-1911) 27 Prisión situada en el distrito 11 de Paris desde 1830 hasta 1974.

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se trata de menores que, voluntariamente, – si la vida que lle-van les permitiese conservar su libre arbitrio – consienten en desempeñar el papel de mercancías de cambio; se trata de me-nores algunos de los cuales apenas tiene dieciocho años y de los que varios todavía no han alcanzado la edad de ser mujer.

Congreso internacional de Londres (notas oficiales) Agradezco a las Sociedades implicadas haber querido co-

municarme sus documentos, y transmito, a quién competa, la idea de la suscripción – noble idea de una presidenta y una di-rectora.

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El marqués Valentin de Beaugency se ha casado con la

viuda Le Corbeiller, y acaba de dejar parte de su legado a su hija natural, Georgette Lagneau, llamada «Flor de París».

Georgette es la esposa de un honrado empleado de la Compañía del Norte.

Se anuncia el matrimonio del Sr. César Brantôme y de la Srta. Éve Le Corbeiller.

El duque Melchior de Javerzac partió para Madagascar; Zozó Patas al aire, se irá a reunir con él.

El Terror de Montparno aún dirige el despacho de coloca-ción (criados de ambos sexos), en la calle Notre-Dame-des-Victoires, de donde salió la pequeña normanda Pauline Desro-ches, que cayó, como antaño la Srta. Raymonde Parigot.

Esta misma Raymonde – víctima del conde de Chandor – se ha convertido en la amante del Sr. Mathias Bugilat, camisero de damas; las hermanas más jóvenes, Simone y Liette, trabajan; Alexis, llamado Tú-Hablas, se ha redimido de sus actos, casán-dose con la joven Paulette Lambard, y ese matrimonio –obra de la Princesa – va a contribuir a la curación del infortunado graba-dor.

471 Las Srtas. Anna y Victorine Lamiral viven, felices, en el

Convento de las Damas de la Misericordia. El Crío-Chuchín, el Guapo-Nénesse, la Rizos, la Remola-

cha, Ángela, Tommy, Bola en la espalda se divierten, así como Polydor Vélu, el jinete del circo Fernando, amante de la Srta. de Chandor, y Daniel Bardy, el director del teatro de las Mil-Bellezas.

Su Alteza Real Yephrem Florerscovitch, príncipe de los Balcanes, «se entiende» con la duquesa de Chandor; en cuanto a la baronesa Cécile des Gravières, sueña con antiguos amores.

La Sra. Hermosa Álvarez, la Sra. Élodie Brochon, el padre Sumatra, del Papagayo Gris, todavía ejercen en Paris su indus-tria galante y lucrativa.

Ovide Trimardon, la baronesa Lischen de Stenberg, Miss Kate Patterson y José Ramón Navarrosa llegan a Tunicia, con la idea de estudiar allí, más allá de Gabès28, la Trata de Blancas, Amarillas y Negras – la Trata Universal contra la cual ha lu-chado el cardenal Lavigerie29 y todavía luchan los Padres Blan-cos de Cartago.

FIN de Trimardon

FIN de La Trata de Blancas

28 Ciudad portuaria tunecina. 29 Charles Martial Allemand Lavigerie (1825-1892), el fundador de la

Sociedad de los misioneros de África, los Padres blancos, Arzobispo de Ar-gel y de Cartago, nombrado cardenal en 1882.

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ÍNDICE

INTRODUCCIÓN .......................................................................7 LIBRO I.- La trata de Blancas ...................................................25 LIBRO II.- La Señora Barba Azul ...........................................125 LIBRO III.- Los mercaderes de mujeres .................................241 LIBRO IV.- Trimardon ............................................................365

473 Este libro se terminó de traducir e imprimir en Pontevedra, el tres de marzo de dos mil catorce, por José Manuel Ramos González