la maga issu
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Libro de relatos inéditos de Elia Barceló. Disfruta de sus primeras páginas y si te gusta, puedes conseguirlo en: http://www.cazadorderatas.com/tienda/#cc-m-product-12180243923TRANSCRIPT
Advertencia al incauto lector o lectora por parte de la
autora de estos cuentos
Con mucha frecuencia, cuando un escritor va a presentar su
nuevo libro, sucede que llega un periodista (o varios, uno tras otro)
que le preguntan: ¿podrías decirme de qué va tu libro? ¿Podrías
resumirlo en unas palabras?
Pues no, claro. ¿Cómo voy a resumir en unas palabras una
novela de casi quinientas páginas? “Hay una historia de amor, varios
misterios que se resuelven y un final triste.” Si contestara una cosa así,
me temo que se lo tomarían como un chiste malo o, lo que es peor,
como un insulto.
Además de que una novela, un relato, no son lo que pasa en
ellos sino cómo se presenta lo que sucede, cómo se narra. De modo
que, tranquilos, no voy a contar de qué va esta antología. Sólo quería
que lo primero que te encuentres al empezar a leer no sea directamente
el primer cuento sino una pequeña presentación de cómo hemos
llegado los dos hasta aquí.
Yo llevo años escribiendo relatos y publicándolos en revistas,
antologías, selecciones, etc. pero sólo en una ocasión había aparecido
un libro mío de cuentos: Futuros peligrosos, una antología con una
unidad evidente: ocho cuentos de ciencia ficción prospectiva, pura
extrapolación social, en los que reflexiono sobre qué podría pasarle a
nuestra sociedad si seguimos por el camino que llevamos.
Cuando empecé a plantearme este nuevo libro que debía
ofrecer una amplia selección de relatos, me parecía una misión
imposible porque me sentía incapaz de ver un elemento de cohesión
en ellos para que pudieran formar una antología presentable.
Como sucede también en mi obra novelística, hay siempre dos
o tres relatos similares en temática, en género o en inspiración, pero
sólo dos o tres, y eso no es bastante para una antología. Lógicamente,
me vino a la cabeza la idea del típico ramillete de flores en el que
encontramos sabiamente combinadas flores y hojas de todo tipo para
formar una imagen agradable a la vista –lo que en tiempos pasados se
llamaba en literatura y en historias hagiográficas “Florilegio” –.
Porque esa era la dificultad: que el resultado fuera agradable y variado
sin ser un simple catálogo de diferentes modelos de cuentos.
Descartados para el título, por obvias razones “florilegio”, y
“ramillete de relatos”, y continuando la analogía del ramito de flores,
pensé que lo que hace atractivo un ramo es, o bien el contraste o bien
la gradación de la misma gama de colores. De manera que
investigando cuál era el elemento común –además de su autora, y eso
ya es mucho a veces– llegué al adjetivo “cruel”. No son relatos
espantosos y desgarrados, pero todos tienen un punto de crueldad más
o menos simpática. Además, una enamorada de la tradición literaria
como yo no puede dejar de pensar en Barbey D’Aurevilly y sus
Contes Cruels en cuanto escucha el adjetivo. Pensé que era una buena
compañía.
Lo que une los relatos es que todos tienen ese toque cruel. Lo
que los distingue y los contrasta es que forman parte de diferentes
tradiciones: fantástico, realismo, ciencia ficción, terror, criminal... en
un oscuro caleidoscopio.
En artículos y reseñas sobre alguna obra mía aparece con
frecuencia otro adjetivo: “versátil”, referido a mi manera de trabajar, a
mi costumbre de sorprender a los lectores ofreciéndoles cada vez un
género. Este libro es la mejor prueba de que no se equivocan quienes
me lo adjudicaron.
Pasen y vean.
Abrirás la nota con un leve alzamiento de cejas, intrigada y
divertida, preguntándote cómo has podido confundir ese sobre color
marfil de textura cremosa con una de las muchas invitaciones a
conferencias estúpidas que aparecen regularmente en tu casillero. Un
perfume dulce y antiguo invadirá el pequeño despacho, vacío a tan
temprana hora de la mañana, que compartes con otros seis profesores;
un perfume que emana de la tarjeta, también cremosa y marfileña,
forzándote a pasar los ojos por aquellas letras floridas, de trazos
complejos y sabios. Es la primera vez que tienes en las manos una
nota que huele a gardenia; casi no puedes creerte que vaya dirigida a tí
pero tu nombre aparece claro en el sobre, dignificado por el hermoso
trazo y la tinta violeta. No Chiara Renaud o Claire Renaud, como te
llamaste o te llamaron durante tanto tiempo, sino tu nombre auténtico:
Chiara Valle. Sin embargo, a pesar de toda su teatral envoltura, es el
mensaje lo que te hará enarcar las cejas, tensar los labios, tragar saliva
y respirar hondo antes de formular un·"pero, ¿qué se habrá creído?”
medio ofendido, medio incrédulo. Estimada profesora Valle, Desearía
que la señorita Lisa Cambell, estudiante suya en el curso de Crítica de
textos italianos contemporáneos, aprobara esa asignatura en la
convocatoria de junio. Tenga la seguridad de que sabré corresponder a
sus atenciones para conmigo. No hay firma; no hay más que una
rúbrica que, a tus ojos acostumbrados a leer cientos de tipos de letras
de alumnos, refleja carácter, seguridad y autodominio. Pero para
entender eso había bastado con el mensaje. Con mal sabor de boca, te
lanzas sobre la cartera donde hace apenas una hora has metido las
listas de notas que terminaste de escribir anoche. No consigues
recordar qué nota le pusiste a Lisa Cambell. A ella sí la recuerdas, por
supuesto. Es la única norteamericana que estudia italianística en el
Instituto Petrarca de París. Una chica bastante introvertida, que
participa poco en las discusiones de clase, no muy brillante.
Sigues con el dedo los nombres colocados alfabéticamente:
Cambell, Lisa, y la nota: aprobado, escrito a lápiz, seguido de un signo
de interrogación. Cierras los ojos. Ahora lo recuerdas perfectamente.
Lisa ha hecho un trabajo bastante anodino sobre Si una noche de
invierno un viajero... de ítalo Calvino, uno de tus autores favoritos. Si
fuera otra estudiante, la habrías suspendido probablemente para
obligarla a repetir el curso y a poner en práctica todos los
conocimientos teóricos que has tratado de comunicarles durante
meses; pero Lisa se marcha a su país en agosto. No servirá de nada
que la suspendas y además no es tan mala. No es brillante pero tan
mala no es. Y está esa nota que acabas de recibir. Te pones de pie
violentamente y, en contra de tus propósitos, enciendes un cigarrillo
mientras clavas la vista en el puente y el río dándole vueltas a la
maldita nota. El texto es de una arrogancia increíble. Sólo por desafiar
al autor de la nota, sea quien sea, te gustaría suspender a Lisa Cambell
y dejar claro que tú no te dejas comprar, que tu justicia está fuera de
toda duda. Pero ¿sería justicia suspenderla?, te preguntas. ¿No sería
más bien una reacción infantil de enojo frente al atrevimiento que
representa el mensaje? Pero si apruebas a Lisa, estás haciendo lo que
te ha pedido la persona que lo ha escrito, le estás haciendo un favor a
un desconocido. "Una desconocida. Esa nota tiene que haber sido
escrita por una mujer. No hay más que ver la letra y la tinta morada. Y
además ese olor dulzón y pegajoso." ¿Y qué? Si Lisa tiene derecho a
un aprobado y eso coincide con los deseos de esa mujer que escribe en
tinta violeta y perfuma sus cartas con gardenias (¿la abuela de Lisa?
¿su bisabuela?) qué te importa a ti. Mejor. Todos contentos. Te
apartas, furiosa, de la ventana y aplastas violentamente el cigarrillo
sabiendo que ha sido una tontería, que aún querías darle una buena
calada y que vas a encender otro antes de cinco minutos. No acabas de
comprender por qué le estás dedicando tanta reflexión al asunto de la
nota cuando hay cosas mucho más angustiosas en qué pensar, cosas
que de verdad te quitan el sueño como la maldita renovación del
contrato, que debería haberte llegado ya porque le ha llegado a todo el
mundo y que, sin embargo, no llega y te obliga a reflexionar sobre tu
futuro. Has perdido tantos años luchando por salvar un matrimonio
que no funcionaba, que no podía funcionar; tantos y tantos días se han
ido sin más, mirando la grieta del techo de tu cuarto mientras tratabas
de descubrir un sentido, cualquier cosa que te permitiera seguir
adelante o volver a empezar como si en vez de los cuarenta y tres años
que tienes tuvieras dieciocho. Tantos y tantos meses en que te has
limitado a mantenerte viva, cumplir con los mínimos, adaptarte a estar
sola. Y ahora el contrato que no llega, la sospecha de que tus
publicaciones de los últimos años, tan pocas, tan mediocres, no son
suficientes para prolongar tu contrato por seis semestres más, la carta
de Antonio Zelli, negándote el permiso de consultar la biblioteca
privada de su padre, poniendo fin a tus mejores esperanzas de
investigadora, a tu sueño de compilar la edición crítica definitiva
sobre la obra de Benedetto Zelli, el gran lírico apenas recordado por
una selecta minoría erudita. Enciendes otro cigarrillo poniendo fin con
el chasquido del encendedor a todas esas reflexiones que no llevan a
ningún sitio, que te has hecho cientos de veces en los últimos tiempos,
cada vez que te preguntas qué haces tú en París, qué azar se enredó en
tu vida para sacarte de Roma, cómo es posible que sigas ocupando el
apartamento de la rue Bonaparte ahora que Yves ya no es tu marido y
hace meses que no sabes de él. Gianna acaba de entrar y te amenaza
con el dedo desde la puerta; nunca has sabido ocultar tus sentimientos.
Te miras en el espejito del bolso y la comprendes: un rostro fantasmal
te contempla desde las profundidades verdosas, así que sacas el lápiz
de labios y el colorete y te arreglas un poco mientras Gianna habla de
los noventa y ocho exámenes que ha tenido que corregir, de las listas
de notas que por fin va a entregar, del curso que,
misericordiosamente, está dando los últimos coletazos. Luego se
levanta y se ofrece a entregar también tus listas en secretaría. Se lo
agradeces porque detestas tener que ver a Claudia, con sus sonrisas
compasivas, sus cabeceos significativos y sus comentarios: “al marido
no se le puede descuidar; las mujeres son como tiburones; hay
docenas de muchachitas esperando la ocasión de llevarse al hombre de
otra, sobre todo si está de buen ver y es piloto”. Te aseguras de que
todo esté en orden, compruebas la firma en las actas, pasas la vista por
el lugar en que un trazo de lápiz dice "¿aprobado?", sacas el bolígrafo
negro y, tras el nombre de Lisa Cambell, escribes "aprobado" con
mano firme. Enciendes otro cigarrillo y tragas el humo hasta el fondo
de los pulmones, con satisfacción, las manos cruzadas detrás de la
cabeza, la mirada perdida en el techo. Tres días después, vas a recoger
el correo del casillero con el corazón encogido. Es viernes, el lunes es
fiesta, si el contrato no llega hoy tendrás que esperar hasta el martes y
el dueño del apartamento no hace más que llamar para pedirte una
respuesta definitiva sobre el alquiler. “¿Piensa seguir ocupando el piso
dos años más o va a dejarlo?”