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FE CRISTIANA Y PENSAMIENTO CONTEMPORÁNEO POR ALBERTO DONDEYNE PROFESOR EN LA UNIVERSIDAD DE LOVAINA TRADUCCIÓN DE: ALFONSO RUBIO Y RUBIO TÍTULO DE LA OBRA EN FRANCÉS: Foi Chrétienne et Pensée Contemporaine BIBLIOTHEQUE PHILOSOPHIQUE DE LOUVAIN Deuxième édition Publications Universitaires de Louvain 1 9 5 2

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FE CRISTIANA Y PENSAMIENTO CONTEMPORÁNEO

POR

ALBERTO DONDEYNE

PROFESOR EN LA UNIVERSIDAD

DE LOVAINA

TRADUCCIÓN DE:

ALFONSO RUBIO Y RUBIO

TÍTULO DE LA OBRA EN FRANCÉS:

Foi Chrétienne et Pensée Contemporaine

BIBLIOTHEQUE PHILOSOPHIQUE DE LOUVAIN

Deuxième édition

Publications Universitaires de Louvain

1 9 5 2

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1    

INTRODUCCIÓN

Confrontar la fe cristiana y el pensamiento contemporáneo es en realidad entrar en

un diálogo.

Todo diálogo es un común esfuerzo de muchos a fin de comprenderse mejor y de

enriquecerse uno al otro. Pero comprenderse el uno al otro, es en principio aprender uno del

otro, y aprender es mostrarse acogedor y abierto. Nada es más peligroso para el espíritu

humano que creer que se ha comprendido todo y que nada hay ya que aprender de nadie: al

hacerlo se vuelve impermeable no sólo al pensamiento de otro, sino aun a su propio

pensamiento, porque es en la confrontación de las ideas donde el espíritu se despierta y

donde se opera el paso de la conciencia irreflexiva y anónima a la conciencia reflexiva y

personal. De ahí la necesidad del diálogo para todo hombre que piensa y para el cristiano en

particular. Estar abierto a los problemas planteados por el pensamiento contemporáneo es,

para el cristiano, el único medio, no sólo de comprender su tiempo, sino también de

profundizar su fe y orientarla hacia un apostolado eficaz.

En este diálogo con el pensamiento contemporáneo –diálogo que quisiéramos tan

sincero como fuese posible- tomamos como hilo conductor la Encíclica Humani generis.1

En efecto, si la Encíclica Humani generis es un poner en guardia contra todo lo que

podría perjudicar en este momento a la integridad de la fe, no es menos –y por la misma

razón- una invitación urgente a ocuparse seriamente de los problemas teológicos y

filosóficos nacidos del encuentro de la fe con el pensamiento contemporáneo. Estos

problemas son numerosos y arduos, y el haberlos señalado como una notable perspicacia no

es el menor mérito del documento pontificio. Para atenernos únicamente a los problemas

                                                                                                                         1  La  Encíclica  “Humani  generis”,  fechada  el  12  de  agosto  de  1950,  fue  publicada  el  21  de  agosto  del  mismo  año.  En  el  presente  estudio  utilizamos  de  preferencia   la   traducción  aparecida  en   la  Revue  Thomiste,   t.   50  (1950),  pp.  5-­‐31.  Los  números  puestos  entre  corchetes  [  ]  se  refieren  a  la  numeración  introducida  en  el  texto  pontificio  por  esta  revista.  

 

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que conciernen directamente a la filosofía,2 hay desde luego y sobre todo el de la

historicidad de la existencia humana: nadie puede negar que el sentido agudo de la historia

y del devenir que caracteriza al pensamiento contemporáneo se convierte fácilmente en un

“historicismo” y en un “relativismo filosófico” inconciliables con la idea de revelación,

puesto que minan “en su fundamento toda verdad y toda ley absoluta, así en el dominio de

la filosofía como en el del dogma cristiano” [6,7,8]. –Un segundo problema es el de lo

irracional y la razón. En efecto, otro rasgo del pensamiento contemporáneo es la “tentativa

(…) para explorar lo irracional e integrarlo en una razón amplificada”;3 la filosofía actual se

sitúa en las antípodas del racionalismo tanto cientista como idealista del siglo pasado y ello

constituye un progreso del que el primero en alegrarse es el Papa [8], pero no es menos

cierto que en el seno de esta reacción antirracionalista se encuentra una tendencia a

desacreditar la inteligencia y el concepto, a exaltar fuera de toda medida los poderes del

corazón, de la voluntad y de la libertad, a declarar imposible la obtención de una verdad

objetiva y universalmente válida en dominios distintivos de los de la ciencia positiva o del

razonamiento matemático. Ahora bien, nuevamente, todo ello no es conciliable con el

espíritu del cristianismo, para el cual, la fe, aunque nos abre el misterio de un Dios

trascendente y nos hace entrar en relaciones personales con un Dios personal, no deja de ser

una luz para el hombre, destinada a iluminar a todo hombre que viene a este mundo: lo que

no tiene sentido, a menos que la inteligencia humana sea por naturaleza capaz de una

verdad universal y objetiva que sobrepasa los estrechos límites de la verificación científica.

En otros términos, aunque sea un don de lo alto, o, como se dice en teología, una gracia

sobrenatural, la fe cristiana no viene a trastornar la naturaleza, sino que la supone, puesto

que a ella se dirige: ahora bien, no se habla a quien es incapaz de entender. –Todo esto

plantea de un modo nuevo y urgente el viejo problema de la relación entre la fe y la

filosofía. Sin duda, la fe no es una filosofía y, como dice el P. Labourdette en su comentario

a la encíclica, “el dogma no impone una filosofía particular, pero, contrariamente a lo que

muchos piensan y dicen, no toda filosofía es compatible con él”4. Se sabe que desde hace

mucho tiempo la Iglesia ha dado sus preferencias a la filosofía de Santo Tomás de Aquino,                                                                                                                          2   Esto   equivale   a   decir   que   en   el   presente   estudio   hacemos   deliberadamente   a   un   lado   los   problemas  teológicos,  como  saliéndose  fuera  del  cuadro  de  la  “Bibliothèque  Philosophique”  de  la  que  forma  parte  esta  obra.  3  M.  MERLEAU-­‐PONTY,  Sens  et  Non-­‐sens,  Paris,  Nagel,  1948,  p.  125.  4  M.  LABOURDETTE,  O.P.,  Les  enseignements  de  l’Encyclique,  Revue  Thomiste,  t.  50,  núm.  1,  p.  40.  

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en quien la “doctrina se armoniza con la revelación divina como por un justo acuerdo” [44].

Ahora bien, es un hecho innegable que lo que se ha llamado la corriente neotomista en

filosofía pasa en este momento por una crisis. Creemos no equivocarnos al pensar que se

trata en realidad de una crisis de crecimiento –diremos más tarde por qué-, pero he ahí el

hecho, y el Santo Padre deplora que esta “filosofía recibida y reconocida en la Iglesia sea

actualmente menospreciada por algunos, que impúdicamente la declaran en desuso por su

forma, y –dicen ellos- racionalista por su método de pensar” [45]. Hay para el filósofo

cristiano de nuestros días un problema del tomismo que no se podría ignorar o descuidar sin

culpa. –En fin, una última cuestión mencionada por la encíclica se refiere tanto a la teología

como a la filosofía: es la vieja cuestión de la fe y de la ciencia, del dogma y de la libre

investigación.

He aquí –a nuestro parecer- los principales problemas filosóficos tocados por el

documento pontificio Humani generis. El Papa nos invita a examinarlos con todo el

cuidado que parecida materia exige. Toda ligereza en cuestiones tan importantes y centrales

sería una infracción no solamente al espíritu cristiano, sino también a las exigencias del

pensamiento filosófico. Lo propio de la filosofía es pensar radicalmente, es decir, ir a la raíz

de las cosas, abordar los problemas en sus fundamentos últimos. De ahí se deriva que hay

dos maneras de descuidar las advertencias del Soberano Pontífice: sea pasándolas en

silencio, sea imaginando que ya están resueltos todos los problemas y que no hay más que

citar Humani generis. –Las páginas que siguen no serán ni un resumen de la Encíclica, ni

un comentario literal del texto. Para trabajos de tal género, rogamos al lector consultar

alguna de las innumerables revistas de inspiración cristiana aparecidas después de

septiembre de 1950: no tendrá sino la dificultad de la elección. Por nuestra parte, creemos

que es más útil, más conforme también a la intención profunda del Soberano Pontífice,

retomar, a la luz de la Encíclica, los problemas en sí mismos y, como lo pide el Santo Padre

en un reciente mensaje, repensarlos verdaderamente y con toda lealtad “en las nuevas

dimensiones en que ya se plantean” 5.

                                                                                                                         5  Mensaje  de  S.  S.  Pío  XII  al  XX  Congreso  de  Pax  Romana,  celebrado  en  Amsterdam  del  19  al  27  de  agosto  de  1950.  

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CAPÍTULO I

CONSIDERACIONES GENERALES SOBRE EL SENTIDO DE LA ENCÍCLICA

“HUMANI GENERIS”

Lo propio de todas las épocas atormentadas, como la que atravesamos después de

1940, es aproximar los espíritus, favorecer el diálogo entre trabajadores y pensadores de

todos los rumbos, llamar la atención de los hombres sobre lo que los une más que sobre lo

que los separa. Nadie piensa en negar que este encuentro de las inteligencias y de los

corazones sea un bien inmenso para la humanidad, pero sería, no obstante engañarse y

perder todo el beneficio del acercamiento efectuado, si a fuerza de mostrarse conciliador y

comprensivo, el cristiano olvidase lo que posee en propiedad, lo que constituye la grandeza

y la originalidad de su visión del mundo, y si, cegado por una condescendencia mal

comprendida, perdiese de vista lo que S. S. Pío XII llamó un día “las líneas precisas de

demarcación”6. Tal cosa sería caer en un falso “irenismo” y mal servir no sólo a la causa de

la fe sino también a la del humanismo, si es verdad que nivelar es siempre empobrecer.

El objetivo principal de la Encíclica Humani generis es sin duda ponernos en

guardia contra este pacifismo de mala fe, sea cual sea la forma que revista: ya se trate de un

entusiasmo exagerado por ciertas novedades “del pensamiento contemporáneo, más aún si

este pensamiento es de inspiración atea [10], o ya se trate de un celo intemperante de los

que, para consolidar más fácilmente el frente común de todos los creyentes contra los

enemigos de la fe, “tienden no solamente a rechazar los asaltos del ateísmo haciendo la

unión de las fuerzas, sino a conciliar las oposiciones en materia de dogma” [11].

¿Es de coincidir –como muchos no han dejado de hacerlo-7 que al pensador católico

no le queda sino retirarse a su torre de marfil y romper todo contacto con el mundo actual?

No es éste ciertamente el pensamiento del Santo Padre, ya que unas cuantas líneas antes de

                                                                                                                         6  Mensaje   radiofónico   dirigido  por   S.   S.   Pío  XII   a   la   J.  O.  C.   con  ocasión  del  Congreso   jubilar   celebrado  en  Bruselas  el  3  de  septiembre  de  1950.  7  Como  por  ejemplo  Th.  MOISSON,  en  la  revista  Synthèses,  septiembre  de  1950,  p.  42:  “La  Encíclica  Humani  generis   en   todo   caso   desanimará   para   siempre   a   los   espíritus   abiertos   y   generosos   que   aún   abrigaban  ilusiones  sobre  la  rigidez  de  las  posiciones  católicas”.  

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las que acabamos de citar, recuerda a los teólogos y a los filósofos católicos que “no tienen

el derecho de ignorar o de descuidar” las doctrinas contemporáneas, aún “si se apartan más

o menos del recto camino”; más bien “deben tener conocimiento profundo”, y ello por tres

razones: “en primer lugar, porque no se curan bien los enfermos sino cuando bien se les

conoce, en seguida porque sucede que algún elemento de verdad se oculta aún en las

doctrinas falsas, por último, porque éstas inducen al espíritu a escrutar y a ponderar más

atentamente algunas verdades filosóficas o teológicas” [9]. Si algunos por casualidad no se

sienten aún convencidos por estas razones, que relean el mensaje dirigido por su Santidad

Pío XII al XXI Congreso Internacional de Pax Romana celebrado en Amsterdam del 19 al

27 de agosto de 1950. Este mensaje lleva la fecha del 6 de agosto de 1950, es decir, que

precede exactamente en 6 días a la Encíclica Humani generis. Ahora bien, he aquí en qué

términos el Papa definió ahí los deberes de los intelectuales católicos: “Al saludar al

Congreso de Pax Romana, Nos vemos perfilarse a vuestros lados la inmensa muchedumbre

de nuestros hijos, los estudiantes e intelectuales del mundo entero: a todos ellos, como a

vosotros mismos, Nos recordamos, como una imperiosa exigencia, estos dos deberes:

presencia en el pensamiento contemporáneo, servicio a la Iglesia. Sí, estad siempre

presentes en la punta del combate de la inteligencia a la hora en que ésta se esfuerza en

considerar los problemas del hombre y de la naturaleza en las nuevas dimensiones en que

ya se plantean”8. Considerar los problemas del hombre y de la naturaleza en sus

dimensiones verdaderas es la misión propia del filósofo.

ààà

Mas, he aquí una cuestión previa que no puede dejar de surgir. ¿Cómo tratar

filosóficamente los problemas y tener en cuenta al mismo tiempo documentos nacidos del

magisterio de la Iglesia? La filosofía o es pensamiento autónomo o no lo es. Filosofar a la

luz o a partir de un magisterio, ¿es aún filosofar?

                                                                                                                         8   El   texto   del   breve   pontificio   ha   aparecido   en   Recherches   et   Débats,   editado   por   el   Centro   Católico   de  intelectuales  franceses  en  el  número  de  oct.-­‐nov.  De  1950,  p.  5.  

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Esta dificultad es más aparente que real. La Iglesia, en efecto, no pide al filósofo

cristiano filosofar a partir de la fe o a partir de un documento eclesiástico –lo que sería

hacer teología-, pero sí simplemente filosofar bien, según todas las reglas de la sana

filosofía, porque ello es importante para la fe. En efecto, la autoridad doctrinal de la Iglesia

es una autoridad religiosa “instituida por Cristo Señor para conservar e interpretar las

verdades divinas reveladas” [8], y llegado el caso, para “protegerlas” contra todas las

doctrinas y tendencias que las pongan en peligro [18]. Es lo que se expresa al decir que el

objetivo del magisterio es en primer lugar la misma enseñanza revelada y en segundo lugar

las verdades conexas a lo revelado, es decir, las verdades cuyo rechazo podría comprometer

la integridad de la fe. Ahora bien, de hecho, entre estas verdades reveladas por Dios o

conexas a la revelación, está la que nuestra inteligencia puede alcanzar con mayor o menor

certidumbre por sus propias fuerzas. Estas son las verdades que pertenecen igualmente a la

filosofía: tales son, por ejemplo, la existencia de Dios, el problema de la espiritualidad del

alma y de la sobrevivencia y, de una manera general, la moral natural. Como ha dicho Mgr.

De Raeymaeker, “el dominio de la revelación sobrenatural y el del conocimiento natural

coinciden en parte”8a. Ello explica que la Iglesia no pueda desinteresarse completamente de

la filosofía; llegado el caso, deberá recusar tal sistema o tal tendencia filosófica que se

reconoce incompatible con la fe religiosa que tiene por misión salvaguardar y proteger. Al

hacerlo, el magisterio eclesiástico no desplaza al filosófo, ni se arroga alguna competencia

filosófica propiamente dicha. Si interviene en las materias que conciernen a la filosofía, no

lo hace por razones filosóficas, ni a partir de fundamentos propiamente filosóficos, sino a

partir de la fe y en vista de la fe. Juzga que una filosofía determinada está en desacuerdo

con la fe o es peligrosa para la fe, y, lejos de venir a confundir las cartas, pide al cristiano

que tome en serio a la filosofía y sea más fiel que nadie a las exigencias de la reflexión

filosófica.

ààà

                                                                                                                         8a  L.  DE  RAEYMAEKER,  Introduction  a  la  Philosophie,  Louvain,  1947,  p.  28.  

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Si tal es el sentido de la intervención doctrinal de la Iglesia en materia de filosofía,

es claro que debemos tenerla en cuenta en la interpretación de documentos que expresan

esta intervención. El sentido de un texto es inseparable de la intención de su autor. El

sentido es lo que el autor quiere decir, y lo que él quiere decir está determinado por la

intención general que alienta bajo su obra. Ahora bien, como lo acabamos de mostrar, la

intención que la Iglesia persigue en sus intervenciones doctrinales y que encarna en los

textos oficiales, nunca es hacer obra filosófica propiamente dicha, sino exponer y defender

la fe. Se sigue de ahí que en todo documento que emana del magisterio de la Iglesia se

pueden distinguir dos cosas: por una parte, lo que es propiamente enseñado, lo que es

verdaderamente afirmado, condenado o recusado, en una palabra, lo que formalmente

constituye el objeto de la intervención del magisterio; por otra parte, los considerandos

diversos que preparan, motivan u ocasionan esta intervención. Tal es lo comúnmente

admitido en la Iglesia. Así, cuando los teólogos se encuentran en presencia de definiciones

dogmáticas infalibles, distinguen lo que es propiamente definido y los argumentos que

preparan la definición: “La enseñanza del Papa no será infalible –nos dice M. Philips en su

tratado sobre la Iglesia- sino cuando concierne a un punto de doctrina respecto a la fe o las

costumbres que todos los fieles están obligados a tener por verdad. La infalibilidad no se

extiende a las pruebas que preceden ordinariamente a las decisiones oficiales ni al valor de

los argumentos propuestos. Pruebas y argumentos propuestos. Pruebas y argumentos

constituyen un trabajo serio que amerita ser tomado en consideración. Todo ello, sin

embargo, queda como obra de los hombres. Por lo mismo, el Espíritu Santo no los cubre

con su autoridad”9. Esta distinción no es una sutileza escolástica. Se desprende

directamente de lo que se denomina el sentido de un documento. Y no vale solamente para

las definiciones dogmáticas infalibles, sino para todo acto doctrinal que emana del

magisterio eclesiástico.

Apliquemos estos principios a la Encíclica Humani generis. Es preciso distinguir,

por una parte, lo que es propia y oficialmente enseñado, por otra, los considerandos que

preparan y acompañan la enseñanza oficial. Es posible, evidentemente, que la línea de

demarcación que separa estas dos esferas de proposiciones no aparezca de golpe con una

nitidez perfecta. Para decidir el sentido y el alcance exacto de un pasaje determinado,                                                                                                                          9  G.  PHILIPS,  La  Sainte  Eglise  Catholique,  Tornai,  Casterman,  1947,  p.  297.  

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habrá necesidad –es claro- de analizar en primer lugar su contenido, tomar en cuenta

después el contexto inmediato, y en fin y sobre todo, no perder nunca de vista el sentido

general del documento; así en repetidas ocasiones bastará observar que Humani generis no

es una obra filosófica o científica sino una intervención del magisterio religioso de la

Iglesia, hecho a partir de la fe y en vista de la fe.

¿Habremos perdido nuestro tiempo en recordar principios tan elementales de crítica

textual? No lo creemos. Es un hecho que, por haberlos olvidado, ciertos comentaristas en su

mayor parte incrédulos, haciéndose para el caso más católicos que el Papa a fin de

ridiculizar a la Iglesia, se han dejado arrastrar a conclusiones injustas y apresuradas, que

sobrepasan de modo manifiesto el alcance del texto.

Así se señala en algunos una tendencia a agrandar el juicio reprobatorio del Papa

con respecto a la filosofía contemporánea. Se sabe que en las primeras páginas de la

Encíclica –en el capítulo introductorio sobre las grandes corrientes del pensamiento

contemporáneo- se encuentra una rápida alusión al existencialismo, del que se dice que

“desconociendo las esencias inmutables de los seres, se interesa solamente por la existencia

de lo singular” [6]. Algunas líneas más lejos, rechazando la idea de que “no importa qué

filosofía, no importa qué manera de hablar, si es necesario con algunas correcciones o

algunos complementos, podría ponerse de acuerdo con el dogma católico”, el Santo Padre

enumera algunas de las teorías que le parecen como estando en desacuerdo manifiestamente

con el dogma cristiano. Entre ellas es preciso contar –dice- “el existencialismo, que profesa

el ateísmo o que niega al menos el valor del razonamiento metafísico” [49]. Difícilmente se

puede negar que este último pasaje contiene una restricción; se trata únicamente del

existencialismo ateo y del que no admite el valor del razonamiento metafísico. A pesar de

ello, algunos ven en este texto una condenación en bloque del existencialismo.

Posiblemente tuvieren razón si los dos pasajes que acabamos de citar se situasen

exactamente sobre el mismo plano y si el primero de ellos –el que encontramos en los

preliminares de la Encíclica- tuviera que ser considerado como una definición técnica del

existencialismo, puesta ahí para entregarnos la esencia profunda y universal de esta nueva

filosofía, válida por consiguiente para todas las formas de existencialismo presentes o

futuras. Pero, ¿quién osaría afirmarlo? Como lo nota M. Marrou en sus reflexiones sobre la

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Encíclica, es absolutamente evidente que esta definición “en una línea, del existencialismo

no tiene ninguna ambición técnica”10. Pretender lo contrario, sería hacer de Humani generis

un documento filosófico ¡muy pobre!11 En rigor, si la filosofía existencial no se preocupase

sino de la existencia del singular concreto, sería necesario concluir que no conocía la idea

de la esencia. Pero esto es simplemente falso, puesto que es una forma de fenomenología y

toda fenomenología supone la posibilidad de una intuición “eidética”, esto es, de una

captación directa de la esencia universal. Es verdad, sin embargo, que entre los sistemas

existencialistas elaborados hasta el presente, muchos y no los menos célebres confieren a la

libertad humana un tal poder en la fundación de la verdad y el establecimiento de los

valores que no dejan lugar casi para una definición del hombre universalmente válida, ni

para una moral que pretenda alguna forma de validez absoluta y de universalidad: “No hay

naturaleza humana”, nos dice Sartre y más aún: “No hay moral general”; “la vida no tiene

sentido a priori, toca a vosotros darle un sentido”12. Siendo esto así, es absolutamente

exacto que, visto a grosso modo, el existencialismo se presenta como una corriente de

pensamiento que tiende a “desconocer las esencias inmutables”, para interesarse más en las

situaciones concretas de la existencia singular. A todo ello volveremos cuando examinemos

el problema de la historicidad de la verdad y de los valores. Basta señalar por el momento

que la Encíclica Humani generis no es un documento filosófico y que no se puede esperar

de ella una definición propiamente dicha del existencialismo, que presente una ambición

técnica. Para volver sobre la distinción hecha más arriba, el Papa enseña que el

existencialismo ateo y el que rechaza la posibilidad de todo razonamiento metafísico no

pueden ponerse de acuerdo con el dogma católico; pero no se erige al hacerlo, en un

historiador de la filosofía, no pretende enseñarnos lo que es el existencialismo, en qué

reside la esencia profunda y la estructura propia de esta nueva manera de filosofar, cuáles

son las relaciones exactas que guarda con los sistemas anteriores, tales como el                                                                                                                          10  H.  MARROU,  Humani  generis,  Du  bon  usage  d’une  Encyclique,  Esprit,  1950,  oct.,  p.  565.  11  En  efecto,  lo  propio  de  la  filosofía  es  abordar  los  problemas  en  sus  raíces,  elucidarlos  sistemáticamente  a  partir  de  sus  fundamentos  últimos,   lo  que  de  ninguna  manera  tiene  la  Encíclica  Humanis  generis   intención  de  hacer.   Por   ello,   presentarla   como  una  obra   filosófica   es   vaciarla  de   su   sentido   verdadero   y  hacerla  un  documento  bien  pobre.  12  J.  P.  SARTRE,  L’existentialisme  est  un  humanisme,  París,  Nagel,  1946,  pp.  22,  47,  89.  Aunque  esta  expresión  “no  hay  naturaleza  humana”  no  sea  exactamente  el  contrapeso  de  lo  que  los  antiguos  querían  decir  cuando  atribuían  al   hombre  una  naturaleza  universal   e   inmutable,   no   teniendo   la  palabra   “naturaleza”   en   ambos  casos   el   mismo   sentido,   es   verdad   sin   embargo   que   Sartre   disminuye   bastante   la   densidad   de   ser   de   la  esencia  humana  universal  y  por  este  motivo  rechaza  la  posibilidad  de  una  ley  moral  universalmente  válida.  

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evolucionismo, el idealismo, el inmanentismo o el pragmatismo. Por todo ello, sería

erróneo pretender que de aquí en adelante es preciso considerar a la filosofía existencial

como condenada en bloque por la Iglesia13.

Se podrían desarrollar reflexiones análogas con respecto al pasaje de la Encíclica

que trata del “transformismo”. Humani generis condena nuevamente el evolucionismo

filosófico: por tal se entiende la teoría que, rechazando la creación del mundo por Dios y la

absoluta trascendencia del hombre con relación a la materia viviente, cree encontrar en la

ley de la evolución la explicación última de la existencia de las cosas y de la aparición

progresiva de los vivientes que pueblan el universo. Es claro que parecida concepción es

incompatible con la fe católica. En cuanto al “evolucionismo científico”, esto es, el

evolucionismo que se instala en el interior de los métodos estrictamente científicos y quiere

simplemente “buscar el origen del cuerpo humano a partir de una materia ya existente y

viva” [54], la Encíclica de ninguna manera lo condena, pero deja abierta la cuestión a la

libre discusión de los sabios. Sólo pide que la discusión se haga “con la seriedad necesaria”,

que el cristiano no abandone sin razón suficiente la manera de pensar que encontramos en

la Biblia, y sobre todo que no abuse de conclusiones científicas para convertirlas sin

consideración en teorías filosóficas, inconciliables con la fe e ilegítimas desde el punto de

vista de la ciencia positiva. Esto no es sino de buen sentido y nadie puede ofuscarse con

ello. Solamente es difícil negar que, a fuerza de insistir sobre la prudencia y de multiplicar

las fórmulas de moderación, el texto pontificio parezca minimizar el grado de certidumbre

de la “hipótesis evolucionista”. Los hombres de ciencia, y no los menos ligados a la Iglesia,

se han sentido fuertemente alterados14. Sin duda los biólogos están de acuerdo en afirmar

que la evolución no es un hecho que se deja constatar directamente, ni una teoría fácil de

verificar en los laboratorios, y que por esta razón se debe llamar una “hipótesis”. Saben

igualmente que la hipótesis contraria, la de las “creaciones sucesivas”, es lógicamente

pensable, pero estiman que esto no es suficiente para que se le de un valor científico. Es

“lógica y matemáticamente” pensable que la disposición de los caracteres que componen

las páginas de mi diario sea un hecho fortuito; tampoco hay contradicción lógica alguna en

                                                                                                                         13  Véase  en  el  mismo  sentido  R.  AUBERT,  L’Encyclique  “Humani  generis”,  Revue  Nouvelle,  oct.  de  1950,  p.  304.  14  Cfr.  H.  MARROU,  a.  c.,  Esprit,  p.  566.  

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11    

pensar que la disposición de los fósiles pueda ser el efecto del azar o de una creación

sucesiva de las especies sin que haya un parentesco biológico entre ellas. Sólo que, como se

ha dicho, quien prefiere la hipótesis de la creación sucesiva deberá conceder por lo menos

que Dios ha arreglado las cosas de un modo muy extraño y que todo ha sido hecho para

extraviar al hombre de ciencia y para hacerle creer en una evolución!15 Ciertamente, -nos

dice el biólogo- “la evolución no es sino una hipótesis; pero una hipótesis eminentemente

verosímil, verificable en sus numerosas consecuencias y que no puede rechazar sino por

otra por lo menos tan plausible. Que no haya equivocaciones, un biólogo, a la altura de los

datos actuales, prácticamente no tiene el derecho de no ser evolucionista si no puede

explicar los hechos de otra manera”16. Es claro que, para darse cuenta del grado de

certidumbre de la hipótesis evolucionista, es preciso ser de la profesión: “La noción de la

evolución, nos dice aún el biólogo que acabamos de citar, se deriva de innumerables

hechos cuyo alcance no puede ser plenamente captado sino por un conocimiento ya muy

profundo de numerosas ciencias, como la anatomía, la embriología, la histología, la

citología, la fisiología, la genética, la paleontología y la geología. Mientras mejor se conoce

el ser viviente, se hace más evidente la noción de la evolución”17.

Así las cosas, se comprende que el hombre de ciencia se sienta herido en su amor

propio, cuando se le dice o se le insinúa que la evolución no es un “hecho realmente

demostrado”, sino una simple “hipótesis”, una “vista conjetural” [53], algo que exige “la

más grande y la más prudente moderación [54]. Porque, al hablar así, se parece minimizar

el alcance y la solidez de la explicación evolucionista. Sin embargo, no hay por qué

alterarse en exceso. Si la Encíclica no es un documento filosófico, menos aún es un tratado

de ciencia positiva. No pretende determinar el grado de certidumbre de la filiación de las

especies: es éste un problema biológico que sólo el hombre de ciencia es capaz de resolver.

Si en esta materia el documento se muestra menos seguro, menos optimista de lo que se

encuentra el biólogo actual, ello se debe sin duda al hecho de que no se coloca en el punto

de vista del hombre de ciencia, sino en el del teólogo obligado a ver las cosas desde fuera.                                                                                                                          15   Cfr.   C.  MULLER,   profesor   de   botánica   de   la   Universidad   de   Lovaina,   L’Encyclique   “Humani   generis”,   en  Synthèses,  febrero  de  1951,  pp.  300  ss.  16   G.   VANDEBROEK,   profesor   de   anatomía   comparada   y   de   antropología   en   la   Universidad   de   Lovaina,  L’origine   de   l’homme   et   les   récentes   découvertes   des   sciences   naturelles,   en   Essai   sur   Dieu,   l’homme   et  l’univers,  publicado  bajo  la  dirección  de  Jacques  de  Bivort  de  La  Saudée,  Tournai,  Casterman,  1950,  p.  50.  17  G.  VANDEBROEK,  o.  c.,  p.  47.  

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12    

Por lo demás, ello no debilita la doctrina general de la Encíclica sobre la relación de la

ciencia y la fe. Es necesario, aquí también, mantener la distinción entre lo que es

propiamente enseñado y lo que pertenece al orden de las consideraciones que preparan o

que acompañan esta enseñanza.

Después de estas consideraciones preliminares, pasemos al examen de los

principales problemas filosóficos contenidos en la Encíclica. Recordemos que el Papa

mismo nos invita a considerarlos “en las dimensiones nuevas en que ya se plantean”. Es

decir, que debemos tomarlos en serio. Esto supone por lo menos que no pensemos

apresuradamente que la problemática que anima a la filosofía contemporánea es el fruto de

una imaginación vagabunda o de un gusto malsano de novedad. Es mucho más verosímil

que refleje la situación del hombre en el mundo actual y que, por consiguiente, contenga un

fondo de verdad que se tratará de reconocer con toda lealtad y al que será preciso tener en

cuenta en la elaboración de una síntesis filosófica o teológica. Inútil señalar que, en las

páginas que siguen, de ninguna manera tenemos la pretensión de agotar todos los

problemas que ahí se encuentran abordados.

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13    

CAPÍTULO II

LA HISTORICIDAD DE LA EXISTENCIA HUMANA Y EL RELATIVISMO

CONTEMPORÁNEO

1. HISTORICIDAD Y HUMANISMO

El sentido del devenir, más exactamente de la dimensión histórica de las cosas –

porque estos dos términos no son sinónimos- es posiblemente el rasgo más característico de

nuestro tiempo. Penetra tan profundamente el humanismo de nuestros días que se puede

decir sin exageración que lo define. Resulta de un doble componente, que es importante

distinguir.

Existe, desde luego, el hecho de que las ciencias modernas, al ampliar nuestro

conocimiento del pasado, nos han habituado a una imagen del mundo totalmente

desconocida de los antiguos: un mundo cuyas dimensiones sobrepasan las más audaces

imaginaciones y que se presenta, además, bajo el signo de la expansión y de la evolución.

Comparado con nuestra visión del universo, el mundo de la edad media aparece

ahora ante nosotros como un juguete de niños. Su origen remonta a unos 6000 años. No

comprende sino cosas de contornos bien definidos, susceptibles de ser ordenadas en

géneros y especies y de ser comprendidas en una definición clara y precisa: ningún lugar

para estos seres ambiguos o de transición, colocados en cierta forma a horcajadas sobre los

géneros y las especies –propiamente dichas- y de los cuales se podría decir literalmente que

no son “ni carne ni pescado”. Con los progresos de la ciencia moderna, hemos visto

cambiar este mundo de los antiguos con rapidez y proporciones increíbles. De estable, ha

llegado a ser un “universo en expansión”. Las galaxias y las nubes de estrellas se cuentan

por millones; se toman fotografías de nebulosas cuya distancia se ha estimado en mil

millones de años luz. Además, este universo en expansión tiene una génesis, algo como una

historia, con períodos y sub-períodos, y “podemos estimar aproximadamente en diez mil

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14    

millones de años la duración total de la expansión”, nos dice M. Georges Lemaitre18.

Generalmente se fija “en dos mil millones de años aproximadamente la edad de la corteza

terrestre”19. La aparición de los primeros homínidos, “es decir de los seres que pueden

alcanzar actividades psíquicas –que los especialistas están tentados de colocar en el nivel

humano”20- se sitúa en el Cuaternario inferior, a unos seiscientos mil años. Entre los

primeros homínidos y el homo sapiens, cuyo origen remontaría, con el hombre de Cro-

Magnon, a las inmediaciones del año 100,000 antes de nuestra era, los eslabones

intermediarios se acusan más numerosos y variados cada día. En cuanto a la distancia que

separa al hombre actual del hombre de Cro-Magnon y de Grimaldi, si es prácticamente

insignificante desde el punto de vista de la estructura esquelética, se comprueba tanto más

grande y rica en datos cuando se considera desde el punto de vista de la civilización y de la

cultura. Así es como han nacido nuevas ciencias que los antiguos ignoraron: la prehistoria,

la etnografía, la historia de las civilizaciones, la historia de las ciencias y de la técnica, la

historia del pensamiento humano, el estudio comparado de las religiones, la filosofía de la

cultura. Ellas han contribuido, con la astrofísica, la geología y la paleontología modernas, a

ampliar considerablemente nuestro horizonte de pasado, nos han permitido mirar el mundo

y la humanidad bajo un ángulo mucho más vasto y abrazarlos en cierto modo en su

totalidad. Ahora bien, vistos así en totalidad, lo que impresiona sobre todo es precisamente

el desenvolvimiento, la evolución, la filiación, la estructura histórica. ¿Por qué asombrarse

entonces de que el hombre moderno vea y sienta las cosas en forma un poco diversa a la de

sus ancestros? Y, sin embargo, esto no es aún más que uno de los componentes de lo que

hemos denominado el sentido de la dimensión histórica.

En efecto, al mismo tiempo que su visita se hunde en los pasados más lejanos, el

hombre moderno posee una conciencia extraordinariamente viva y activa del porvenir. Para

él, el porvenir no es la mitad del film que ha de desarrollarse antes de que advenga el fin del

mundo, y a la vista del cual no tendríamos otro papel que jugar que el del espectador que

espera. No es que el hombre se crea dueño todopoderoso del futuro; pero se da cuenta de

que, por su empeño, contribuye también a crear el porvenir, que éste no es simplemente                                                                                                                          18  G.   LEMAîTRE,   profesor   en   la  Universidad  de   Lovaina   L’hypothèse  de   l’atome  primitif,  Neuchâtel,   ed.   du  Griffon,  1946,  p.  115.  19  Ibidem,  p.  134.  20  G.  VANDEBROEK,  o.  c.,  p.  74.  

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15    

algo que nos llega, sino un horizonte de posibilidades a realizar, hacia las cuales debemos

proyectarnos. En otras palabras, la conciencia histórica, propia de nuestro tiempo, está

ligada al hecho de que nosotros tenemos una conciencia muy viva de nuestro ser como

libertad encarnada, como ser-en-el-mundo, o, en términos marxistas, como “ser obrero”.

“El trabajo sobre el que reposa la historia, nos dice Merleau-Ponty, no es (…) la simple

producción de riquezas, sino, de un modo más general, la actividad por la cual el hombre

proyecta en torno de sí un medio humano y sobrepasa los datos naturales de su vida”21. Esta

es la razón por la cual el hombre es un ser histórico, y Merleau-Ponty tiene razón al decir

que es sobre el trabajo (en el sentido amplio y moderno de este término) sobre lo que

reposa la historia. Esta historicidad del hombre es inseparable de la historia de la

civilización. Esta es como un va-i-vén del hombre al mundo y del mundo al hombre: el

hombre para liberarse hace al mundo, lo transforma en un mundo de civilización y de

cultura, éste a su vez hace al hombre y le permite liberarse más y según dimensiones

nuevas. Por ello se puede hablar de un sentido de la historia. La historia no es

amontonamiento de sucesos sin orden ni secuencia, sin líneas ni vectores, o, para emplear

la frase de Shakespeare, “algo como la historia contada por un loco”. Este sentido de la

historia reside, en último término, en la liberación progresiva del hombre y de la

humanidad, gracias a una mejor inteligencia de las leyes de la naturaleza y un

reconocimiento más auténtico del hombre por el hombre.

Esta conciencia de la historicidad se hará tanto más aguda cuanto cada día se haga

más manifiesto que nuestro mundo ha llegado a una encrucijada, esto es, que la humanidad

actual se encuentra en presencia de un mundo nuevo por construir. La encrucijada es

precisamente el momento en que el pasado y el futuro se tocan, el punto donde se

encuentran una situación de hecho, heredada del pasado, con un conjunto de posibilidades

nuevas que abren nuevos horizontes a la humanidad, invitándola a lanzarse en una nueva

dirección. Esto es lo que acontece en nuestros días. La expansión increíble de las ciencias

positivas y de la técnica industrial que constituye el gran acontecimiento de nuestro tiempo,                                                                                                                          21  M.  MERLEAU-­‐PONTY,  Sens  et  Non-­‐sens,  p.  215.  –Porque  existimos  a  modo  de  espíritu  encarnado,  en  el  mundo  material  no  es   tanto  un  obstáculo   cuanto  un  apoyo  y  un   instrumento  del  que   tenemos  necesidad  para   liberarnos.   Aun   nuestras   actividades  más   inmateriales   no   las   podríamos   realizar   sin   el   auxilio   de   la  materia:  ni  ciencias  sin  laboratorios,  ni  verdadera  emoción  estética  si  no  se  encarna  en  una  obra  de  arte,  ni  poesía   ni   pensamiento   sin   lenguaje.   Para   cultivarnos   debemos   cultivar   el   mundo   (de   ahí   la   idea   de   la  civilización  y  de  la  cultura).  En  este  sentido  el  hombre  es  un  “ser  obrero”.  

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ha hecho surgir un horizonte nuevo de posibilidades técnicas, culturales y sociales: la idea

de una participación más grande, más igualitaria de las grandes masas populares en los

beneficios de la civilización y de la cultura aparece ya a la conciencia humana no como una

utopía sino como un programa a realizar inminentemente: un nuevo ideal de justicia ha

visto el día. Es esto lo que explica que asistamos al despertar de la clase obrera y a la

movilización de la inmensa masa de pueblos desposeídos del Oriente, y aun del África

Central.

Este sentido de la dimensión histórica que caracteriza a nuestro tiempo no se

confunde, pues, con el πάντα ῥεῖ de Heráclito, esto es con la conciencia de la inestabilidad

de las cosas terrestres. Nada tiene que ver tampoco con la creencia en un universo regido

por una ley inflexible que el hombre no tendría sino que experimentar y que tendría por

nombre “evolución”. Aun el determinismo histórico de la filosofía marxista no es

determinismo físico sino un determinismo “dialéctico” que reconoce en la historia un va-i-

vén del hombre al mundo y del mundo al hombre y hace del proyecto humano el factor

histórico por excelencia. Mas, ¿quién no ve en seguida las consecuencias de todo ello? La

conciencia de la inestabilidad o del devenir puro conduce al escepticismo y al epicureísmo;

la fe en una ley inflexible, así sea la ley de la evolución, engendra el fatalismo y la

inacción; por el contrario, el sentido de la dimensión histórica contribuye poderosamente a

recobrarnos a nosotros mismos y nuestras tareas. Si es inseparable de la conciencia de

nuestro ser como ser-en-el-mundo, es preciso decir que fortifica esta conciencia. Si puede

conducir, como lo mostraremos más lejos, a un cierto relativismo de la verdad y de los

valores, este relativismo no puede ser confundido con el escepticismo pirroniano. No

pretende que todo valga lo mismo o –lo que es lo mismo- que nada tenga valor. Para un

humanismo animado por el sentido de la historicidad no todo es equivalente, puesto que

hay un sentido en la historia: hay un mundo mejor a edificar, un ajusticia más grande a

realizar, un porvenir a crear que sea más digno del hombre y que permita un

reconocimiento más efectivo del hombre por el hombre. De este modo se comprueba que el

sentido de la historicidad es el motor de una humanidad que ha llegado a una encrucijada, y

confiere por ello al humanismo actual no sólo un color distintivo sino una vitalidad

singularmente poderosa.

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17    

Todo esto es tanto más importante de señalar cuanto que es a nombre del

humanismo histórico como el ateísmo contemporáneo ataca al cristianismo, echándole en

cara el presentarse como una religión revelada y sobrenatural.

El cristianismo –se dice- mata el sentido de lo terreno y de la historia. El cristiano

tiene su morada en el cielo: “Nostra autem conversatio in caelis est” (Phil., III, 20). ¿No

recomienda San Pablo no tomar gusto a ninguna de las cosas de aquí abajo: “Quae sursum

sunt quaerite, non quae super terram” (Col., III, 2)? El cristianismo nos volvería, pues,

menos aptos para ejercer nuestro oficio de hombres y para trabajar en la supresión

progresiva de todas las enajenaciones que pesan sobre el hombre. Se reconoce el slogan

marxista: “la religión es el opio del pueblo”. En otras palabras, en la idea de verdad

revelada, inmutable, definida de una vez por todas, se ve un peligro contra lo que constituye

la grandeza y la fuerza del humanismo contemporáneo, es decir el sentido quasi-trágico de

la complejidad de la verdad, de lo inacabado del saber humano, de la necesidad de recrear

incesantemente el mundo de los valores, a fin de adaptarlo a las posibilidades nuevas que

surgen a medida que cambia la situación del hombre en el mundo. Así el cristiano sería por

vocación, conservador y reaccionario. Además, puesto que nosotros pretendemos que el

error no tiene derechos y que estamos solos en la posesión de la verdad, se nos acusa de

intolerancia y de una predilección por la dictadura. “Cuando no es inútil –escribe Merleau-

Ponty-, el recurso de un fundamento absoluto destruye aquello mismo que pretende fundar.

En efecto, si yo creo alcanzar en la evidencia el principio absoluto de todo pensamiento y

de toda estimación –a condición de quedarme solo con mi conciencia- tengo el derecho de

sustraer mis juicios al control de otro: éstos reciben el carácter de sagrados (…) y hago

piadosamente perecer a mis adversarios”22. El error del cristiano sería, en consecuencia,

colocar “fuera de la experiencia progresiva el fundamento de la verdad y de la moralidad”;

la fe en Dios, al obnubilar en nosotros el sentido de la historicidad, conduciría al fijismo del

pensamiento y finalmente a la muerte de la conciencia: “la conciencia metafísica y moral

muere al contacto del absoluto”23.

                                                                                                                         22  Sens  et  Non-­‐sens,  p.  190.  23  Ibídem,  pp.  190  y  191.  

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¿Es verdad que la fe en Dios y en el más allá ahoga el sentido del hombre y de la

historia? ¿Es verdad que la conciencia metafísica y moral muere al contacto del absoluto?:

tal es la importante cuestión que el mundo moderno plantea a la conciencia cristiana, en

especial al moralista cristiano, ya sea teólogo o filósofo. Precisa tomar en serio tal cuestión.

No se trata de desembarazarnos de ella no dándole entrada, como si no fuera más que una

objeción en el aire, inventada en todas sus piezas para desconcertar a los creyentes24.

Conciliar la fe en una revelación divina e inmutable con un humanismo sano y vigoroso,

respetuoso de la historicidad de la existencia, no es cosa tan simple, ni fácil de realizar. El

encuentro de la eternidad y del tiempo, más aún, la entrada de lo Eterno en la historia –que

constituye la esencia de la religión cristiana como religión centrada en torno al misterio de

la encarnación de Dios- plantea un problema teórico y práctico que no es tan fácil de

resolver. No es todavía el momento de afrontar de lleno este problema. Antes es necesario

examinar cómo ha sido acogido el tema de la historicidad por la filosofía actual, qué lugar

ocupa en ésta.

2. EL TEMA DE LA HISTORICIDAD EN LA FILOSOFÍA CONTEMPORÁNEA

Si es verdad que la filosofía se propone develar los fundamentos últimos del ser y del

conocimiento que de ellos tenemos, y se encuentra obsesionada por el ideal de la

“Voraussetzungslosigkeit”, ello no quiere decir que la reflexión filosófica parta de la nada y

rompa todo contacto con la existencia concreta del que filosofa. ¿Cómo –si no- justificar

que se presente como una búsqueda del sentido último de esta misma existencia? “No hay

sino un problema filosófico verdaderamente serio” –escribe A. Camus al comienzo del

                                                                                                                         24  Sin  duda   los  reproches  de  fijismo  y  de   intolerancia  que  se  nos  hacen  no  están  fundados  en  principio  de  manera  alguna  si  es  verdad  que  el  cristianismo  es  una  religión  de  amor  y  que  nada  es  más  dinámico,  más  inventor  que  el  amor,  pero  nuestra  actitud  de  hecho  puede  darles  una  apariencia  de  razón.  Es  evidente  que  el  hábito  de  considerar  las  cosas  “sub  specie  aeterni”,  a  la   luz  de  las  realidades  reveladas  y  eternas,  puede  disminuir  en  nosotros  el  sentido  de  lo  terrestre  y  de  la  historia.  No  hace  falta  que  nos  lo  digan  los  incrédulos.  No  es  un  secreto  para  nadie  que  los  cristianos,  en  particular  los  intelectuales  que  desean  ser  de  su  tiempo,  tienen   frecuentemente   la   impresión  de  encontrarse  en  una   situación  de   inferioridad,  de   ser  menos   libres  que  los  otros,  de  estar  menos  bien  armados  ante  los  problemas  de  la  vida  moderna,  condenados  en  cierto  modo  a  llegar  tarde.  

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19    

Mito de Sísifo-, a saber: si “la vida vale o no vale la pena de ser vivida”. Toda filosofía

digna de este nombre se arraiga en la existencia humana concreta y se elabora en vista de

esta existencia a fin de esclarecerla y de guiarla. Esto explica por qué los grandes sistemas

filosóficos reflejan la época que los vio nacer y poseen siempre un valor humanista. Surgen

y se engrandecen en el seno de un clima existencial determinado y contribuyen a su vez a

formar este clima25. Podemos, por ello, esperar ver cómo el sentido de la dimensión

histórica penetra en el santuario de la filosofía contemporánea. Y de hecho, no se puede

negar que asistimos en este momento a un redescubrimiento de Hegel y del joven Marx. Es

más, vemos cómo la historicidad ha llegado a ser uno de los temas centrales de la filosofía

propia de nuestro tiempo: el existencialismo fenomenológico. Esto es lo que precisa

examinar ahora.

Se entiende por “existencialismo” una manera de filosofar dominada por la idea de

la existencia. Dos términos piden aquí nuestra atención: la palabra “existencia” y la

expresión “dominada por”.

En tanto que sirve para expresar la categoría fundamental de la filosofía existencial,

el término existir no significa ya –como en Kant- el simple hecho de ser real, sino la

manera de ser propia del hombre. En este sentido se dirá que sólo el hombre “existe”: no

que fuera del hombre no haya nada, sino que el hombre posee una manera de ser propia,

por la cual se distingue de los demás seres que pueblan el universo. El hombre, en efecto,

existe bajo el modo de espíritu encarnado: no es ni una cosa entre las cosas simplemente, ni

tampoco una pura interioridad, cerrada sobre sí misma, encerrada en sus representaciones

inmanentes, como el alma de Descartes o la mónada de Leibniz o el gran Yo del idealismo

postkantiano. El hombre no se realiza como interioridad, como conciencia y libertad, en

una palabra, como “para sí”, sino saliendo en cierta forma de sí mismo, estando “junto a”

las cosas, gracias a un contacto vivido con el mundo y con el otro. La conciencia humana es

esencial y originariamente (esto es, desde su origen, desde el momento en que surge)

“abertura hacia otra cosa-distinta-de-la-conciencia”: “sujeto destinado al mundo” dirá

                                                                                                                         25   La   cosa   es   evidente   por   ejemplo   para   la   filosofía   de   la   edad   media   tal   como   fue   elaborada   por   los  personajes  más  representativos  del  humanismo  cristiano:  intelectuales  que  fueron  al  mismo  tiempo  santos.  Igualmente  para  la  filosofía  cartesiana:  ésta  expresa  el  humanismo  del  Renacimiento,  caracterizado  por  una  confianza  sin  límites  en  la  razón  raciocinante.  

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20    

Merlau-Ponty, “llamamiento del ser” dirá Sartre. Es esta abertura sobre lo otro lo que

después de Kirkegaard quiere encontrar la filosofía contemporánea bajo la partícula “ex” de

“ex-istir” y la partícula “Da” del “Dasein” heideggeriano. Existir se hace así sinónimo de

ser-en-el-mundo y no es, en el fondo, sino otro nombre para expresar lo que Husserl

entendía por la intencionalidad de la conciencia, ahí donde él definía la conciencia

intencional como “Welterfahrendes Leben”.

¿Qué se quiere decir al afirmar que el existencialismo está dominado por la idea de

existencia? O si se prefiere, ¿cuál es el papel que juega en la dialéctica existencial el

concepto de existencia? La expresión biraniana de “hecho primitivo” es todavía la que

mejor conviene para indicar este papel. ¿Qué queremos decir con ella?

Advirtamos desde luego que toda filosofía se halla centrada en torno de un

momento intelectivo o significativo primero –por ejemplo una idea o un dato de

experiencia o un hecho existencial significante- que se descubre a la reflexión filosófica

como estando en este punto originario, central y envolvente, de tal modo que sin él nada es

inteligible o no tiene sentido para nosotros; pero que, por el contrario, gracias a él una cierta

luz inteligible desciende sobre todas las cosas y nos permite situar a cada una en el lugar

que le corresponde dentro de la totalidad de lo real. Para esclarecer nuestro pensamiento

demos algunos ejemplos. Así se puede decir que la filosofía de la edad media se elabora a

la luz de los “primeros inteligibles”: ens, unum, verum, bonum, que son el alma de la vida

intelectual. Desde el momento que la inteligencia despierta, desde que ella se pone en acto,

sabe lo que quiere decir “ens, unum, verum, bonum”, tiene de ellos una cierta comprensión ,

sin duda prefilosófica pero iluminadora sin embargo, y es que por naturaleza ella está hecha

para comprender todas las cosas y para filosofar. Estos “prima intelligibilia” o

“conceptiones naturaliter notae”, que no son sino principios cognoscitivos en sí

incompletos, definen la inteligencia humana como “lumen naturale”, como poder

intelectivo26. –Descartes, al suprimir la relación natural del hombre con el mundo –que los

antiguos denominaban sensación- considera como primeros inteligibles el Cogito con las

                                                                                                                         26   Cfr.   por   ejemplo   Quodlibetum   VIII,   q.   2,   a.   4:   “Insunt   nobis   etiam   naturaliter   quaedam   conceptiones  omnibus  notae,  ut  entis,  unius,  boni  et  hujusmodi,  a  quibus  eodem  modo  procedit  intellectus  cognoscendam  quidditatem  uniuscujusque   rei   per   quem  procedit   a   principiis   per   se   notis   ad   cognoscendas   conclusiones”.  Santo  Tomás  las  considera  del  dominio  del  intelecto  agente:  Ia,  q.  79,  a.  5,  ad  3.  

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21    

evidencias primeras que le son innatas: éstas rigen la reflexión cartesiana de la misma

manera que los postulados fundamentales rigen y guían a la Geometría. –Bajo la influencia

de Kant y de su famosa “revolución copernicana”, el idealismo postkantiano estará regido y

dominado por lo que más tarde ha sido llamado el “descubrimiento del Yo”: esto es, el

reconocimiento de una precedencia crítica y ontológica del sujeto con relación al objeto.

Este descubrimiento del Yo no es un dato de experiencia vulgar, sino el resultado de una

reflexión crítica y metafísica sobre la relación sujeto-objeto que constituye la vida

cognoscitiva. –En una filosofía que concede sus preferencias a la experiencia, en el sentido

amplio del término, y considera al pensamiento conceptual y discursivo como un

conocimiento derivado, es claro que las cosas se presentan de modo diferente. El momento

intelectivo o significativo originario no será ya una idea, una evidencia expresable en un

concepto universal o una proposición predicativa, sino un hecho significativo primero: se

hablará de un “hecho primitivo” (Maine de Biran), de “una intuición originaria” (Bergson),

aun de una “experiencia pura”, o “a priori” (Madinier), o “trascendental” (Husserl). Louis

Lavelle desarrollará su dialéctica del “eterno presente” a la luz de una “experiencia inicial

que está implicada en todas las otras”, a saber, “la experiencia de la presencia del ser (…) la

relación unitiva inmediata del ser y del yo que funda cada uno de nuestros actos y les

confiere su valor”27.

Estos cuantos ejemplos bastan para poner en evidencia la importancia filosófica de

lo que hemos llamado “el momento intelectivo o significativo primero”, digamos ya del

“hecho primitivo”. Él domina y orienta la dialéctica filosófica: es él quien posibilita el

constituirse de la filosofía y el elaborarse como pensamiento radical y trascendental.

Después de esta digresión volvamos al existencialismo. Comprenderemos mejor ahora en

qué sentido la filosofía existencial está dominada por la idea de la existencia.

A los ojos del existencialista el “hecho primitivo” es la existencia en el sentido

indicado más arriba. Ésta constituye en el cuadro de la fenomenología existencial el dato

significante primero, el fenómeno primero y originario, aquél que de una manera general

permite y funda el hecho de que el ser aparezca y de que aparezca tal y como es. Todas las

manifestaciones de nuestra vida de conciencia (tales como la percepción, la conciencia

                                                                                                                         27  L.  LAVELLE,  La  présence  totale,  Paris,  Aubier,  1934,  pp.  25  y  27.  

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imaginativa, la emoción, la vida estética, el trabajo científico, la cultura) son otras maneras

de manifestar (en el doble sentido de este término, a saber, de hacer manifiesto, revelar, y al

mismo tiempo de realizar, de ejecutar) esta relación fundamental que se llama el “existir” y

que nos constituye como hombres. Sólo por ella estas diferentes manifestaciones o

“posibilidades” de nuestra vida se presentan en conjunto revestidas de un sentido o de una

significación, y Heidegger dirá con razón que lo propio del “Dasein” humano es

“comprenderse” (verstehen)28. Pero decir que en cada una de sus manifestaciones, la

conciencia humana aparece a sí misma con un sentido, es decir también que,

correlativamente a todos estos sentidos, el mundo adquiere sentido para el hombre: si la

conciencia es intencional, hay, como será mostrado más lejos, correlación necesaria entre

una “noesis” y un “noema”. La filosofía fenomenológica tiene precisamente por tarea

elucidar el contenido y la estructura de estos sentidos, tanto desde el punto de vista noético

como desde el punto de vista noemático. “Nuestro objeto constante –dirá Merleau-Ponty-

es poner en evidencia la función primordial por la cual hacemos existir para nosotros,

asumimos el espacio, el objeto o el instrumento, y describir el cuerpo como el lugar de esta

apropiación”29, con lo que define el objeto primero de su Fenomenología de la Percepción.

Esta función primordial no es otra cosa que la “existencia, es decir, el ser-en-el-mundo a

través de un cuerpo”30. En el mismo sentido Gabriel Marcel verá en la existencia humana

como ser encarnado “el punto central de la reflexión metafísica”31. Esto no significa que

para que el existencialista la última palabra de la reflexión metafísica sea el análisis

fenomenológico del “Dasein” humano: esto sería reducir la filosofía a la psicología o a la

antropología. No, no es ésta la concepción del existencialismo que quiere ser una manera

moderna de filosofar, un nuevo modo de recuperar la intención filosófica originaria y de

revivificar los eternos problemas. Como toda filosofía, queda centrado finalmente en el

                                                                                                                         28  Obsérvese  que  estos   dos   términos   “significación”   y   “comprensión”   son   correlativos.   Comprender   es   en  cierto  modo  tomar  en  conjunto,  captar  la  multiplicidad  como  ligada  en  una  unidad  sintética.  Significar,  nos  dice  Sartre,  “es   indicar  otra  cosa  e   indicarla  de  tal  modo  que  al  desarrollarse  la  significación  se  encontrará  precisamente  lo  significado”.  Puesto  que  cada  una  de  las  manifestaciones  de  nuestra  vida  manifiesta  (en  el  doble  sentido  de  revelar  y  de  realizar)  la  relación  fundamental  que  es  el  existir,  se  sigue  de  ahí  que  cada  una  “significa  a  su  modo  el  todo  de  la  conciencia  o,  si  nos  place  colocarnos  en  el  plano  existencial,  de  la  realidad  humana”  (J.  P.  SARTRE,  Esquisse  d’une  théorie  des  émotions,  Paris,  Hermann,  1948,  p.  11).  29  M.  MERLEAU-­‐PONTY,  Phénoménologie  de  la  Perception,  Paris,  Gallimard,  1945,  p.  180.  30  Ibidem,  p.  357  en  nota.  31  G.  MARCEL,  Du  refus  a  l’invocation,  Paris,  Gallimard,  1940,  p.  18.  

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problema del sentido del ser y de la verdad, pero considera a la existencia como el punto

central de sus meditaciones, o, si se quiere, como el “primum intelligibile quoad nos”.

Elevar la existencia a la dignidad de hecho primitivo, es en realidad reconocerle un

doble privilegio. En otros términos la palabra “primitivo” en la expresión “hecho primitivo”

significa dos cosas indisolublemente conjugadas.

Es, en primer lugar, sinónimo de irreductible. Sostener que la existencia es

primitiva, equivale a decir que no se deja reducir a algo más simple, más elemental. Por lo

mismo, el existencialismo se anuncia como un esfuerzo para sobrepasar la alternativa del

materialismo y del intelectualismo cartesiano con su prolongación, el idealismo. Para el

materialista, el hombre no es más que “el resultado de influencias físicas, psicológicas y

sociológicas que lo determinan desde afuera y hacen de él una cosa entre las cosas”32. Pero

si el hombre no es sino una cosa entre las cosas, ¿cómo explicar que el hombre se aparezca,

que por sus proyectos siempre esté delante de sí mismo y que el mundo de que forma parte

tenga un sentido para él?: como la psicología de la forma lo había ya puesto en evidencia,

una significación (aun la más pobre: la significación “fondo-forma”) no puede encontrar su

explicación adecuada en la estructura objetiva de los estímulos físicos que actúan sobre el

órgano que percibe. Para el idealista, al contrario, el hombre llega a ser “conciencia

constituyente del mundo”. El idealismo “consiste en reconocer en el hombre, en cuanto es

espíritu y construye la representación de las causas mismas que se consideran como

operantes sobre él, una libertad acósmica”33. Esta interpretación idealista de las cosas que

termina por reducir el mundo extramental a la “significación mundo”34, se presenta en la

historia de la filosofía como el resultado normal del intelectualismo cartesiano con su

concepción inmanentista de la conciencia. Si la conciencia humana es “una mónada sin

puertas ni ventanas”, aprisionada en sus representaciones interiores, si no es desde luego y

de golpe relación-con-el-mundo, relación esencial con otra-cosa-distinta-de-la-conciencia,

equivale a negar el mundo: y he ahí al cartesianismo próximo a trasmutarse en idealismo.

Pero, sea que se conserve el mundo exterior o que se suprima, la concepción inmanentista

de la conciencia deja escapar nuevamente lo que constituye la originalidad de la

                                                                                                                         32  M.  MERLEAU-­‐PONTY,  Sens  et  Non-­‐sens,  p.  142.  33  O.  c.,  p.  142.  34  M.  MERLEAU-­‐PONTY,  Phénoménologie  de  la  Perception,  Avant-­‐Propos,  p.  VI.  

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subjetividad humana. Convertido en prisionero de sus representaciones internas, el hombre

no tiene ya con qué distinguir entre percepción e imagen, puesto que por lo que éstas se

diferencian una de la otra, no es sino una relación extrínseca con una realidad extramental,

en principio inaccesible35. Además, si nosotros somos verdaderamente esta interioridad

pura y translúcida de que hablan Descartes y los idealistas, ¿cómo explicar que nada nos

parezca tan misterioso y enigmático como el psiquismo humano y cómo explicar, en fin, el

carácter empírico, perspectivista e histórico de nuestra existencia? En suma, ni el

materialismo ni el idealismo logran hacernos comprender nuestra inserción en un mundo, al

renunciar uno y otro a “pensar la condición humana”. “El mérito de la nueva filosofía –nos

dice Merleau-Ponty- es justamente buscar en la noción de existencia el medio de pensarla”,

porque, “la existencia en sentido moderno, es el movimiento por el cual está el hombre en

el mundo, comprometido en una situación física y social que se hace su punto de vista

sobre el mundo”36. La existencia es para el hombre el dato significante primero e

irreductible. Es el hecho primitivo.

Mas decir que la existencia no se deja reducir a ninguna cosa más simple o más

elemental, es al propio tiempo pretender que está en el origen de las manifestaciones más

complejas de nuestra vida de conciencia, que está en el punto de partida de toda

significación y de toda comprensión, ya se trate de nuestra comprensión familiar de las

cosas, o de la explicación científica, aun de la reflexión filosófica. La existencia, esto es –

según Merlau-ponty- “nuestro ser en el mundo a través de un cuerpo” o, para servirnos de

otra expresión del mismo autor, “la percepción del mundo” es “lo que funda para siempre

nuestra idea de la verdad”37. Es éste el segundo sentido del término primitivo. Lo propio del

hecho primitivo es “fundar”.

Ahora bien, precisamente porque toda filosofía tiene por tarea “fundar”, se anuncia

como una reflexión radical, como una revuelta a los fundamentos. Estos fundamentos no

son ya para el existencialista la diversidad pura (la “blosse Mannigfastigkeit”) de las

impresiones sensibles del empirismo clásico. No son, tampoco, como en Descartes, las

evidencias primeras, comprendidas en las ideas claras y distintas, ni menos –como para el

                                                                                                                         35  Cfr.  J.  P.  SARTRE,  L’imagination,  Paris,  Presses  Universitaires  de  France,  1948,  pp.  91-­‐113.  36  Sens  et  Non-­‐sens,  p.  143.  37  Phénoménologie  de  la  Perception,  Avant-­‐Propos,  p.  XI.  

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idealismo- el acto reflexivo por el cual la conciencia capta la identidad perfecta consigo

misma y se manifiesta a sus ojos como subjetividad constituyente, impersonal, eterna, y

fuente –a priori- del sistema de las ideas. Para la fenomenología existencialista el

fundamento último de toda verdad humana no es otra cosa que nuestro ser en el mundo

antes de toda reflexión. Es ahí donde se alimenta, en fin de cuentas, nuestra vida de

pensamiento entera y filosofía misma no se podría constituir sino como “reflexión sobre la

vida irreflexiva”: la filosofía es “conciencia de su propia dependencia con respecto a una

vida irreflexiva que constituye su situación inicial, constante y final”38. Para el

fenomenólogo, volver a los fundamentos del conocimiento es, en consecuencia, esforzarse

por “formular una experiencia del mundo, un contacto con el mundo que precede a todo

pensamiento sobre el mundo”39. “La relación (primera) del sujeto y del objeto no es ya la

relación de conocimiento de que hablaba el idealismo clásico y en la cual el objeto aparecía

siempre como construido por el sujeto, sino una relación de ser según la cual,

paradójicamente, el sujeto es su cuerpo, su mundo y su situación y, de cierta manera, se

intercambia”40.

Siendo esto así, se comprende la importancia que se da a la historicidad en la

filosofía existencial41. La historicidad no es ya un aspecto secundario o superficial de

nuestra existencia, tiene su origen en el nivel de nuestro comportamiento antepredicativo, y

puesto que para nosotros se define “como acceso a la verdad”42, parece que nos afecta hasta

en nuestra propia capacidad de verdad y de certidumbre. Veamos esto de cerca.

La conciencia es esencialmente intencional. Ello quiere decir que es en principio y

de lleno ser-en-el-mundo, relación activa con otra cosa-distinta-de-la-conciencia. Es claro

que esta relación con el mundo que constituye la conciencia no es una relación de simple

                                                                                                                         38  Ibidem,  p.  IX.  39  Sens  et  Non-­‐sens,  p.  55.  40   O.   c.,   pp.   143   y   144.   Esto   muestra   nuevamente   que   el   existencialismo   con   su   teoría   de   la   conciencia  intencional,  se  presenta  como  una  tentativa  para  superar  el  dilema  del  empirismo  y  del  intelectualismo,  lo  que  se  podría  expresar  aún  diciendo  que  en  el  nivel  de  la  vida  perceptiva  o  antepredicativa  de  la  conciencia,  la  oposición  clásica  de  la  sensación  (en  el  sentido  empirista  y  kantiano  del  término)  y  del  concepto  universal  (concebido   a   la   manera   de   la   psicología   cartesiana   como   una   representación   inmanente).   Se   encuentra  superada.    41   Cfr.   A.   DE   WAELHENS,   Une   philosophie   de   l’ambigüité,   L’existentialisme   de   Maurice   Merleau-­‐Ponty,  Louvain,  Publications  Universitaires  de  Lovain,  1951,  Cap.  XV,  pp.  331-­‐365.  42  Phénoménologie  de  la  Perception,  p.  XI.  

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yuxtaposición espacial (la conciencia no es una cosa en medio de las cosas), ni una armonía

preestablecida entre dos mundos, el del pensamiento y el del ser (Descartes y Leibniz), no

es tampoco una relación de casualidad, ya se trate de una casualidad que va del objeto al

sujeto para producir en él el conocimiento (materialismo), o de una causalidad que va del

sujeto al objeto y que haría de la subjetividad humana una conciencia constituyente

(idealismo). Cuando se pretende “pensar”, esto es “fijar en conceptos” esta vida originaria o

antepredicativa de la conciencia, los términos “causa” y “efecto” salen sobrando; es, más

bien43, preciso pensar en un diálogo y en las categorías que entran en la estructura de todo

diálogo: tales como la noción de intercambio, la relación intención y motivo, o aun en la

relación dialéctica de compromiso y de situación. En otras palabras, la vida intencional de

la conciencia presenta la forma de una relación dialéctica entre una “noesis” y un “noema”,

ambos pidiéndose y constituyéndose el uno al otro en una indisoluble unidad.

Aclaremos esta afirmación con algunos ejemplos. Para que un cuadro se dé a mí

como retrato, esto es, como la representación de una persona ausente, es necesario sin duda

que este cuadro posea una estructura objetiva determinada (un muro blanco no podría

aparecerme como la imagen de mi madre), pero es igualmente necesario que yo ponga en

una actitud determinada, es decir que yo posea una intención con respecto a él y que

encarne esta intención en una conducta. Si mi intención mira únicamente a señalar la

naturaleza de la tela utilizada o la manera como el pintor ha dispuesto sus colores –

intención que para actualizarse debe encarnar en un comportamiento sui generis llamado

“observación”- el cuadro se me dará como un conjunto de líneas y de colores, pierde su

sentido de retrato, su referencia intrínseca al ausente representado; de hecho mi propia

conciencia aparece ante sí misma no como una conciencia imaginativa sino como una

conciencia que percibe u observa. Otro ejemplo: si un paisaje me parece sombrío y triste, es

en parte porque yo estoy triste o decaído, pero es verdad igualmente que un tiempo sin sol

contribuye a ponerme triste. El examen de la actividad científica nos revelaría la misma ley

de correlación entre la “noesis” y el “noema”: para que el objeto científico, con la

estructura que le es propia, se devele como tal a la conciencia humana, es preciso que

                                                                                                                         43  Decimos  “más  bien”,  para  dar  a  entender  que  el  concepto  del  “diálogo”  no  es  adecuado  solamente  para  expresar  la  estructura  de  la  conciencia  intencional,  ya  que  ésta  es  un  hecho  primitivo  del  que  el  diálogo  en  el  sentido  habitual  del  término  representa  ya  una  forma  particular.  

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despleguemos por nuestra parte una actitud científica, nos es necesario en cierta forma

interrogarlo científicamente, esto es, ir a su encuentro con hipótesis, y verificar estas

hipótesis en el objeto: es que la ciencia –aun empírica y positiva- no es resultado de una

actitud de mera pasividad con respecto al mundo, sino una “obra” en el sentido estricto del

término. No sucede de otra manera cuando pasamos al mundo de la estética o al de lo

instrumental, inclusive al mundo de las relaciones interhumanas. A los ojos del niño o del

salvaje que ignora la escritura, mi portaplumas aparece como un juguete o posiblemente

como un arma puntiaguda, para que cobre la significación de instrumento-para-escribir, es

preciso que haya sido asociado alguna vez a mi acción de escribir que es una conducta, una

manera de referirme intencionalmente al mundo. Para encontrar a alguien digno de mi

amor, es necesario que yo esté dispuesto a amarlo y se puede decir de un modo general que

quien trata a los hombres como cosas, permanecerá cerrado eternamente al misterio del

“tú”.

Así, afirmar en términos generales que la conciencia es constitutivamente

intencional, equivale a decir que nunca es acción creadora de su objeto, ni una simple

pasividad con respecto al mundo. Aun la conciencia perceptora no es la simple receptividad

de que hablaba Kant. La pretendida impresión sensible de los empiristas con su correlato

noemático, la cualidad sensible pura, no representa sino un estado límite de la conciencia,

en la que ésta terminaría por abolirse como subjetividad. La cosa percibida no es, como lo

creía Kant, una proyección de la conciencia constituyente, una síntesis pensada a partir de

la diversidad sensible, ella se da de lleno como realidad-en-el-mundo, aunque yo no capte

de ésta sino una de sus faces, o, como decía Husserl, aunque yo no la capte sino a través del

flujo móvil de los “Abschattungen”. En ningún momento la conciencia perceptora

permanece atada a la impresión sensible del momento presente, al contrario, ella es ante sí

misma, referencia intencional de la cosa-en-persona, y puesto que toda cosa no se mantiene

como cosa sino en el interior de un mundo, la conciencia perceptora es originariamente

referencia intencional al mundo, “proyecto” del mundo, su intención va de lleno y

constantemente hacia el mundo, a través de una serie ininterrumpida de perfiles

infinitamente cambiantes y fugitivos. A lo que haría falta añadir para ser completo, que este

encuentro con el mundo que se llama la “percepción” –y que se hace en vista de develar el

mundo- se efectúa siempre en la intersubjetividad, es decir en el seno y a partir de un clima

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cultural, y va envuelto además como su instrumento indispensable, en una u otra forma de

lenguaje (lo cual es también un fenómeno que pertenece al registro de la intersubjetividad y

de la cultura), porque percibir-para-develar es en último término percibir-para nombrar.

Brevemente, en cuanto es intencional, en cuanto está en principio y siempre referida al

mundo, la conciencia humana no se revela a sí misma sino revelando el mundo, es –dirá

Sartre tomando una fórmula de Heidegger- “revelante-revelada”44 y es que hay una

correlación necesaria entre el sentido que el mundo me revela y mi actitud activa, mi

proyecto respecto al mundo. Es lo que expresaba Merleau-Ponty en el texto citado más

arriba: “la referencia del sujeto y del objeto es desde luego y originariamente “una relación

de ser según la cual paradójicamente el sujeto es su cuerpo, su mundo y su situación y, de

cierta manera, se intercambia”45.

Mas, si es verdad que en esta relación primitiva del sujeto y del objeto, “el sujeto es

su cuerpo, su mundo y su situación” y que esta relación se define en cierta forma por una

dialéctica de intercambio y de diálogo, se sigue, parece ser, que la develación del mundo así

obtenida presenta ineluctablemente un carácter empírico, perspectivista e histórico: el

sentido que el mundo tiene para mí –aunque tal sentido no sea de ningún modo creado por

mí- depende también de mi actitud, de mi “proyecto” con respecto al mundo, proyecto que

a su vez está dialécticamente ligado a mi inserción corporal, social e histórica en el mundo.

Y puesto que, por otra parte, yo me compruebo como radicalmente incapaz de

desencarnarme, de hurtarme a mi cuerpo y a mi mundo de modo de abarcarlos en una

mirada intemporal, inespacial y translúcida –o si se quiere en una mirada sin punto de vista

pero que sería la síntesis de todos los puntos de vista posibles, un poco como, por el

concepto abstracto del cubo, hago la síntesis de todos los puntos de vista posibles sobre el

cubo- es necesario concluir –al parecer- que mi conocimiento del mundo permanecerá

eternamente afectado por este carácter perspectivista e histórico que pertenece en propiedad

a la vida antepredicativa de la conciencia. La verdad humana jamás está acabada ni nunca

es definitiva, jamás me entrega la última palabra del enigma. Permanece siempre como una

verdad en cierto modo “provisoria”: “hay certidumbre absoluta del mundo en general –dirá

                                                                                                                         44  L’Etre  et  la  Néant,  Paris,  Gallimard,  1943,  p.  20.  45  Sens   et  Non-­‐sens,   pp.   143-­‐144,   Cfr.   igualmente   F.   JEANSON,   Le   problème  moral   et   la   pensée   de   Sartre,  Paris,  Ed.  du  Myrte,  1947,  p.  344.  

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Merleau-Ponty- pero no de alguna cosa en particular”46. Porque, contrariamente a lo que

creía el idealismo, la reflexión, aun radical, no me puede arrancar totalmente a la vida

irreflexiva. Bajo pena de perderse en el vacío, ella debe desplegarse “como conciencia de

su propia dependencia con respecto a una vida irreflexiva que es su situación inicial,

constante y final”47. En otros términos, el existencialismo fenomenológico, con su teoría de

la conciencia intencional, se presenta al mismo tiempo como una condenación de la

concepción idealista de la reflexión total. Es importante señalarlo si queremos captar el

alcance de la historicidad en la noética existencial.

El idealismo postkantiano nacido del intelectualismo cartesiano por mediación de la

revolución copernicana, es también una doctrina de la verdad ligada a una doctrina del ser,

dicho de otra manera, una teoría del conocimiento asociada a una metafísica. Consiste

fundamentalmente en un proceso de idealización, un paso en el límite efectuado a favor de

lo que los antiguos llamaban el carácter inmanente del conocimiento o, en lenguaje

moderno, su carácter de interioridad y espontaneidad. La vida cognoscitiva –nos dice al

escolástica- es un “semetipsum movere”, una “operatio immanens”, y por operación

inmanente se entiende “ea quae procedit ab agente et manet in agente ut perfectio ejus”48:

lo que los modernos expresan diciendo que la vida cognoscitiva es un “aus sich und für

sich sein”. Sin duda esta manera de ser, esta “aus sich und für sich sein” no significa directa

ni necesariamente que la conciencia existe también “durch sich”, que es creadora de sí

misma; la tentación es grande para operar un paso en el límite y atribuir a la vida

cognoscitiva la aseidad perfecta o divina sólo en el caso de que sea verdad que tengamos

que habérnosla aquí con lo que la escolástica llama una perfección simple, esto es una

perfección que excluya de suyo toda imperfección. “Siendo la interioridad misma –dice M.

de Waelhens- la subjetividad es de suyo ilimitada”49. El intelectualismo idealista consiste

precisamente en efectuar de lleno este paso en el límite: subjetividad y aseidad son

                                                                                                                         46  Phénoménologie  de  la  Perception,  p.  344.  47  O.  c.,  p.  IX.    48   Es   importante  observar  que  el   término  “inmanencia”  en   los  escolásticos  no   suena   lo  mismo  que  en   los  modernos.  Estos  entienden  generalmente  por  ella  la  concepción  cartesiana  o  inmanentista  de  la  conciencia,  lo   que   Sartre   llama   “la   ilusión   de   inmanencia”   (L’imaginaire,   Paris,   Gallimard,   1948,   p.   15).   Para   los  escolásticos  lo  propio  del  conocimiento  es  alcanzar  lo  otro  como  otro,  “aliud  inquantum  aliud”.  49   A.   DE   WAELHENS,   Existence   et   subjetivité,   estudio   aparecido   en   la   obra   colectiva   L’Existence,   Paris,  Gallimard,  1945,  p.  175.  

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consideradas como sinónimos: “Sich selbst setzen und sein sind, vom Ich gebraucht, völlig

gleich”, dirá Fichte al principio de su Wissenschaftslehre50. De hecho el mismo idealismo

se anuncia como una metafísica indisolublemente ligada a una teoría de la verdad. Una

metafísica: en efecto, si aseidad y subjetividad son sinónimos, es en la subjetividad donde

es forzoso buscar el Absoluto, el acto último que se justifica y justifica a todo lo demás y

juega el papel de fundamento último del ser, de la inteligibilidad y del valor: el no-yo es por

y para el yo, lo que quiere decir además que el idealismo se mueve inevitablemente en una

u otra forma de monismo. Sin embargo, por ello mismo, el idealismo cobra figura de una

doctrina de la verdad y de la certidumbre, centrada en torno de la idea de la reflexión total:

nuevamente, si aseidad y subjetividad coinciden totalmente, es forzoso decir que la

conciencia no llega a ser ella misma de un modo verdadero sino cuando se devela a sí

misma como la fuente autosuficiente del sistema entero de las ideas que, por un

encadenamiento lógico necesario, constituyen el mundo inteligible y en último término el

mundo del ser. Es justamente este develamiento del pensamiento a sí mismo o, en lenguaje

hegeliano, esta “fenomenología del espíritu”, la tarea que la filosofía debe realizar o, al

menos, completar. La filosofía se convierte así en el acto reflexivo por el cual el

pensamiento se capta en su coincidencia perfecta consigo mismo, se devela como siendo el

fundamento último de todas las cosas, brevemente, suprime la distancia que, en el

conocimiento espontáneo del hombre de la calle, separa lo que la conciencia es y lo que ella

capta de sí misma en el conocimiento. En el remate de la filosofía, Pensamiento y Ser

coinciden en la identidad traslúcida del sí consigo, y he ahí a la conciencia humana

encontrándose frente a frente, por fin, con la verdad y la certidumbre. Antes de esto, no hay

verdad o certeza dignas de este nombre. En virtud de la reflexión total cuya realización es

de su exclusiva competencia, la filosofía se constituye en fundamento único de toda ciencia

y de toda verdad cierta: “la filosofía –dirá Descartes- es como un árbol cuyas raíces son la

metafísica, el tronco es la física y los demás brazos que salen de este tronco son todas las

otras ciencias”51. Encontramos en Spinoza la misma idea en su teoría de los cuatro grados

del conocimiento: sólo el conocimiento del cuarto grado –que pasa por la esencia misma de

Dios- puede ser verdadero y cierto simpliciter. Es lo que en el cuadro del idealismo

                                                                                                                         50   J.   G.   FICHTE,   Grundlage   der   gesammten   Wissenschaftslehre,   Erster   Teil,   par.   I,   9,   Fichtes   Werke,   Fritz  Eckardt,  Leipzig,  1908/1911,  t.  I,  p.  292.  51  DESCARTES,  Lettre  à  Picot,  Ed.  Adam  et  Tan.,  t.  IX,  p.  14.  

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postkantiano se traduce como sigue: no hay “Wissen” verdadero sino para quien habiendo

recorrido la “Wissenschaftslehre” o la filosofía, haya llegado a rehacer la génesis del

mundo a partir de la conciencia constituyente.

Es claro que en esta perspectiva intelectualista e idealista de las cosas, no hay casi

lugar para la contingencia y la historicidad. El intelectualismo extremo conduce

inevitablemente al determinismo. Tal fue ya el caso para Spinoza: “Ordo et connexio

idearum –decía- idem est atque ordo et connexio rerum”, lo que en lenguaje escolástico se

podría traducir del modo siguiente: las “rationes cognoscendi” humanas son idénticamente

las “rationes essendi” que constituyen el orden ontológico o el misterio del ser en sí;

ninguna distinción, en consecuencia, entre el “prius quoad nos” y el “prius quoad se”52,

toda verdad auténtica es “in materia necessaria”. En términos idealistas se dirá: “lo real y

lo racional” humano se identifican completamente y el sistema de la verdad es

idénticamente el despliegue a priori de un encadenamiento de conceptos a partir de la

conciencia constituyente y en vista de la revelación definitiva de esta conciencia a sí

misma. ¿Quiere esto decir que en el cuadro del intelectualismo cartesiano o idealista el

aspecto empírico, perspectivista e histórico de nuestra vida se encuentra sin más recusado o

suprimido? Evidentemente no, pero tales aspectos no son definitivos sino que se sitúan en

el nivel de la vida prefilosófica, la cual está –siendo provisoria- condenada a desaparecer

ante la luz de la reflexión filosófica. La percepción sensible –dirá Descartes- no es sino una

idea confusa que por la reflexión se hace clara y distinta dejando de existir como confusa.

Lo mismo en Leibniz: nuestras pretendidas “verdades contingentes” son de derecho

“verdades necesarias”; aparecen como tales cuando nuestra ciencia es perfecta e iguala a la

ciencia de Dios. Ocurre lo mismo en el idealismo postkantiano. El saber realista y empírico,

o, como le llama Fichte, el saber “burgués” del hombre de la calle, no es sino un saber

inferior o provisorio que la “Wissenschaftslehre” viene a disipar. Es verdad, sin duda, que

este mismo idealismo postkantiano, en la persona de Hegel, fue el primero en elevar el

carácter histórico al nivel de un problema filosófico. Pero esto no es una objeción a lo que

acabamos de decir. Aun en Hegel, la historicidad del hombre no adquiere un fundamento                                                                                                                          52  Cfr.  por  ejemplo  la  Summa  Theologica,  I,  q.  2,  a.  1  y  a.  2:  para  Santo  Tomás    el  mundo  del  que  formamos  parte  es  para  nosotros  el  suelo  de  donde  sacamos  nuestros  conocimientos,  es  “prius  notum  quoad  nos”,  es  de   ahí   de  donde  nosotros  partimos  para   afirmar   a  Dios,   fuente  primera  del   ser   y  de   la   verdad   “in  ordine  ontologico”  o  “quoad  se”.  

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pleno, ya que, al menos en un hegelianismo consecuente y llevado a sus últimas

consecuencias, está destinada a desaparecer con el advenimiento de la filosofía hegeliana y

la instauración del estado hegeliano. Por su teoría de la reflexión total el intelectualismo

idealista no puede dejar de conducir al determinismo, al fijismo y a la muerte de la

conciencia. Aplicada al idealismo, la frase de Merlau-Ponty que hemos citado al principio

de este parágrafo: “la conciencia metafísica y moral muere al contacto del absoluto”, está

plenamente justificada. ¿Sucede lo mismo cuando este Absoluto no es una Subjetividad

constituyente e impersonal con la cual la filosofía tendría como tarea hacernos coincidir,

sino un Dios trascendente y personal, distinto de la criatura, la cual se convierte, por el

mismo hecho, en el “prius notum quoad nos”, el fundamento último para nosotros de toda

verdad y de toda certidumbre? Entendemos bien que no. La tesis que afirma que la

preocupación de la historicidad es inconciliable con el recurso del Absoluto, cae cuando se

pasa de la concepción del Absoluto a la concepción cristiana de Dios. Tal cuestión será

abordada más lejos. Contentémonos por el momento con la advertencia siguiente: si –como

Santo Tomás no cesa de decirlo- el mundo de lo creado no es sino una simple

manifestación de Dios pero en realidad subsistente en sí misma gracias a un esse que le

pertenece en propiedad, y si nuestro conocimiento de Dios a partir de este “prius notum

quoad nos” es siempre indirecto, analógico e inadecuado, más negativo que positivo, es

evidente que la afirmación de Dios y el recurso de Dios no viene de ninguna manera a

disminuir ni enturbiar este “prius quoad nos”, ni en su consistencia ni en su historicidad53.

3. REFLEXIONES CRÍTICAS HISTORICIDAD Y RELATIVISMO

En las exposiciones que preceden nos hemos abstenido, tanto como nos ha sido

posible, de toda anotación crítica. Demos ahora un paso adelante e intentemos formular

ciertos juicios de valor y poner en claro las cosas. He aquí un primer punto que señalar.

                                                                                                                         53  Cfr.  nuestro  estudio  Beschouwingen  bij  het  athëstich  existentialisme,  en  Tijdschrift  voor  Philosophie,  núm.  de  febrero  de  1951,  pp.  3-­‐41.  

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Al poner de relieve la dimensión histórica de nuestra existencia, la filosofía

existencial no pretende de ninguna manera volver a caer en el relativismo tradicional: ya se

trate del escepticismo de los antiguos sofistas, del empirismo psicologista, del positivismo

del siglo XIX o del pragmatismo americano. Como ha dicho muy bien M. de Waelhens, “la

evolución de la filosofía contemporánea –bien comprendida- tiende a buscar y

posiblemente a encontrar un medio término entre el relativismo tradicional –el de Dilthey,

por ejemplo- y el universalismo sin punto de vista del racionalismo clásico que, bajo este

aspecto, encuentra se expresión más acabada en el spinozismo”54. La cosa es evidente, ya

que, como no hemos cesado de repetirlo, el existencialismo se presenta como un esfuerzo

constante para sobrepasar la alternativa del empirismo y del idealismo. Si el idealismo es

incapaz de justificar la historicidad, el empirismo lo es más aún. Reducir la dimensión

histórica del hombre a una simple sucesión de hechos o a un fenómeno de pura adaptación

biológica, es vaciarla de su sentido y hacerla incomprensible. “Sucesión”, “devenir”,

“historia” no son sinónimos, hemos dicho al comienzo de este estudio. Para que haya

historia e historicidad y no simple sucesión, se requieren dos cosas. Es preciso desde luego

que el hombre pueda de alguna manera recuperar, o, según la expresión de Merlau-Ponty55,

“reactivar” los pensamientos y los actos de la humanidad pasada, comprometerse a su

respecto, ya sea a rechazarlos, ya a reasumirlos en cierta medida, ya a continuarlos: así, si

hay una historia de la filosofía, es porque la vida filosófica de la humanidad es algo más

que una serie de sistemas sin ilación y un desfile de pensadores aislados; porque “Platón

está vivo aún entre nosotros”56 por ello Santo Tomás, Descartes y Kant tienen aún alguna

cosa que decirnos. Pero es necesario además que nosotros estemos en disposición de

comparar en ellos los acontecimientos, los pensamientos y los actos del pasado y de

formular a su respecto un juicio de valor, puesto que se trata de adquirir un compromiso

para con ellos, de recuperarlos por cuenta propia o de recusarlos. Ahora bien, todo ello es

                                                                                                                         54  A.  DE  WAELHENS,  Phénoménologie  et  Métaphysique,  en  Revue  Philosophique  de  Louvain,  agosto  de  1949,  p.  366.  55  Sens   et  Non-­‐sens,   p.   186.   Este   “reactivar”   se   hace  principalmente   a   partir   de   los   signos   siempre  más  o  menos  ambiguos  del  lenguaje.  56  O.  c.,  p.  189.  

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imposible en un empirismo consecuente: porque éste no conoce sino la simple sucesión y

porque ignora de modo absoluto toda idea de valor, de norma y de sentido57.

En efecto, por su cualidad de simples datos empíricos o “positivos”, todos los

hechos valen lo mismo, estando afectados por el mismo coeficiente de realidad: están fuera

de la distinción de lo auténtico y lo inauténtico, de lo verdadero y lo falso, del bien y del

mal. Un empirismo radical no puede fundar ni justificar que hablemos de progreso de la

ciencia, de la civilización y la cultura. Empirismo y relativismo terminan siempre por

identificarse. Ahora bien, la filosofía existencial nada tiene que ver con este relativismo

fácil y perezoso. No todo resulta equivalente para ella: “Nosotros –escribe Merleau-Ponty-

no renunciamos a la esperanza de una verdad, más allá de las posiciones divergentes”58; y

aún: “si yo he comprendido que verdad y valor no pueden ser para nosotros sino el

resultado de nuestras verificaciones o de nuestras valoraciones al contacto del mundo, ante

los otros y en las situaciones de conocimiento y de acción dadas (en términos escolásticos:

si hay un prius notum quoad nos, que es para nosotros el fundamento de la verdad y de la

certidumbre y que no es ese ideal inaccesible de un “conocimiento absoluto” de tipo

idelista), entonces el mundo encuentra su relieve (…), hay algo irrecusable en el

conocimiento y en la acción; hay lo verdadero y lo falso, el bien y el mal”59. Hay un sentido

en la historia y no todo es equivalente, porque, aceptada la intencionalidad de la conciencia,

la historia de la humanidad es el resultado de un diálogo del hombre con el mundo, diálogo

efectuado en la intersubjetividad y animado en fin de cuentas por el proyecto fundamental,

una intención última y constante: a saber, que el hombre busca realizarse con la ayuda del

mundo, liberarse siempre más, “desenviscarse” de la prisión de la materia, salir del

“anonimato de la masa y de la charla cotidiana”, en una palabra, remontarse sin cesar hacia

una luz y una libertad mejores.

Si esto es así, si la filosofía existencial con su teoría de la historicidad no constituye

una vuelta al relativismo tradicional, ¿cómo puede declarar que la verdad humana no es

jamás definitiva? ¿Qué sentido tiene escribir –como lo hace Merleau-Ponty- “hay una                                                                                                                          57  Observemos  que  lo  que  acabamos  de  decir  vale  desde  luego  para  la  historia  entendida  como  manera  de  ser  de  la  humanidad  concreta  y  viviente,  portadora  de  civilización  y  sujeto  de  la  historia,  pero  vale  asimismo  para  la  historia  entendida  como  ciencia  del  pasado  de  la  humanidad.  58  Sens  et  Non-­‐sens,  p.  126.  59  O.  c.,  p.  191.  

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certidumbre absoluta del mundo en general, pero no de ninguna cosa en particular?”60 Una

proposición es verdadera o falsa; no hay medio posible. Hablar del carácter “presuntivo” o

“provisorio” de la verdad humana, ¿no es recoger con una mano lo que se ha dejado con la

otra y volver a caer en el relativismo que justamente se pretende superar? La respuesta no

es tan simple. Es forzoso distinguir y matizar. Y desde luego es necesario distinguir entre lo

que los modernos llaman la verdad como adecuación del juicio, y la verdad como άλήϑεια

o develamiento de lo real. ¿Qué significa esta distinción?

Esta distinción, puesta en voga por Heidegger, no es tan nueva ni esotérica como

aparece a primera vista. Encuentra su correspondencia, al menos implícita (aunque sea bajo

forma de problema) en toda filosofía que no crea poder reducir el mundo de lo inteligible a

un encadenamiento lógico de proposiciones de suyo evidentes y autosuficientes; en otros

términos, se hace inevitable tan pronto como uno se aparta del intelectualismo extremista

de un Spinoza y de un Leibniz.

¿Qué es la verdad adecuación? Es una cualidad del juicio, a saber, la conformidad

del juicio con su objeto. Se dice que el juicio es verdadero cuando afirma ser lo que es y no

ser lo que no es. Es falso en el caso contrario. Esta verdad, que frecuentemente se llama

“lógica”, no es susceptible de grados: un juicio es verdadero o falso. Hay algo más. Es un

hecho innegable que esta cualidad de verdad confiere al juicio un cierto carácter de

eternidad, de necesidad y de validez absoluta. Si es verdad que Pedro está sentado en este

momento, esta proposición permanecerá eterna y necesariamente verdadera. No es que

Pedro se encuentre desde ahora condenado a guardar la posición de sentado o que este

comportamiento de Pedro deba ser tenido como un acontecimiento necesario in ordine

ontologico (lo que equivaldría a la afirmación de un determinismo universal). La necesidad

que caracteriza la verdad de que “Pedro está sentado en este momento” no implica sino esto

directamente: que existe ahí un hecho, una verdad que ya no puede ser borrada. Dentro de

diez mil años será aún verdad que Pedro estaba sentado en tal momento preciso del pasado,

y todo hombre que en lo sucesivo pretenda elaborar la síntesis del mundo deberá tener en

cuenta este hecho. Se sabe que desde hace muchísimo tiempo los metafísicos disputan con

ardor para precisar el valor exacto, el ser ontológico de esta pretendida necesidad y

                                                                                                                         60  Phénoménologie  de  la  Perception,  p.  344.  

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eternidad. Algunos, por ejemplo los agustinianos de la edad media y más tarde los

idealistas, han querido ver en ello un testimonio inmediato en favor de la existencia de una

inteligencia eterna e inmutable. Otros, por el contrario, y entre éstos Santo Tomás y los

existencialistas de nuestros días, no son de esta opinión61. Dejemos ahí este problema que

no concierne directamente a este estudio. Lo único importante de señalar aquí es que la

filosofía existencial no se opone de ninguna manera a estas concepciones clásicas en cuanto

a la verdad lógica, llamada igualmente verdad “predicativa”, para significar que se sitúa en

el terreno de la vida predicativa de la conciencia. Puesto que esta verdad, como cualidad

lógica del juicio, no es susceptible de más o menos, el problema de la historicidad no se

plantea a su propósito. Pero ésta no es la última palabra sobre el problema de la verdad62.

El juicio predicativo, en efecto, no es una entidad en sí, autosuficiente, a no ser que

se vuelva a Leibniz, para quien, al menos de derecho, todo juicio podría reducirse a una liga

de identidad evidente entre conceptos claros, cuya verdad se impone igualmente en virtud

de una evidencia intrínseca. Pero, ¿quién osaría aún acogerse a un intelectualismo

parecido? Es claro ya que el juicio humano, como Santo Tomás lo señala con justeza,

implica una cierta reflexión y no se sostiene sino por un retorno constante a un contacto

prerreflexivo con las cosas, llamado comúnmente percepción. El punto difícil es

evidentemente fijar el alcance y el valor develante de este comercio antepredicativo del

hombre con el mundo, así como la naturaleza de la relación que religa el enunciado

predicativo con sus fundamentos antepredicativos. Hemos tenido muchas veces la

oportunidad de poner en evidencia las lagunas de la concepción empirista o asociacionista

en esta materia y hemos mostrado cómo el existencialismo procura sobrepasar el empirismo

sin caer en los excesos opuestos del intelectualismo cartesiano. Nuevamente no es esto lo

que nos interesa por ahora. Lo que importa retener es que el juicio como tal no es una

                                                                                                                         61   Para   Santo   Tomás   la   necesidad   y   la   eternidad   de  Dios,   como  Verdad   subsistente   y   primera,   son   de   un  orden  absolutamente  distinto  al  de  la  necesidad  y  la  eternidad  de  la  verdad  lógica  del  juicio,  Cfr.  por  ejemplo  Ia.,  q.  2,  a.  1,  ad  3;  q.  16,  a.  7  ad  2,  3,  4;  De  veritate,  q.  10,  a.  12  ad  8.  62  Todo  ello  nos  muestra  igualmente  que  para  superar  el  relativismo  del  conocimiento  no  basta  decir,  como  ciertos   tomistas   parecen   creer,   que   en   todo   juicio  mi   afirmación   de   verdad   reviste   un   cierto   carácter   de  eternidad  y  de  necesidad.  Ello  no  me  da  directamente  sino  esto:  que  eternamente  será  verdadero  que  Santo  Tomás  consideraba  el  ser  como  totalmente  inteligible,  que  Kant  por  el  contrario  fue  agnóstico  en  metafísica  y   que   W.   James   fue   uno   de   los   representantes   principales   del   pragmatismo.   Pero   la   cuestión   que   nos  interesa  es  saber  quien  de  los  tres  ha  tenido  razón  a  fin  de  cuentas.    

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entidad en sí y autosuficiente sino un momento y un instrumento en el seno y al servicio de

la vida cognoscitiva en su persecución de la verdad, esto es del develamiento de lo real.

He aquí la segunda acepción del término “verdad”: ésta significa tanto el saber

verdadero como el conjunto de actividades develantes que conducen este saber63. Es por

demás evidente que esta última acepción de la verdad, entendida como develamiento de los

seres y en último término del ser en general, es susceptible de más y de menos, que puede

estar en progreso o en regresión, elevarse hacia una mejor luz u obscurecerse. Este más y

este menos –la cuestión es muy importante- no deben ser entendidos desde luego en un

sentido cuantitativo: tal cosa sería reducir la vida cognoscitiva a una simple acumulación de

hechos progresivamente conocidos y representarse la ciencia como una yuxtaposición de

átomos de conocimiento. El más y el menos de que aquí hablamos es también y de modo

principal cualitativo. El saber humano puede hacerse confuso o claro, superficial o

penetrante, más analítico o más sintético. Según que la naturaleza nos haya dotado de una

inteligencia geométrica o de un espíritu de agudeza, nuestra manera de ver y de comprender

las cosas será muy diferente. Hay el pensador de tipo intuitivo y profético: está ahí para

hacer surgir la luz, para develar los aspectos nuevos, es portador de un mensaje y, a la

manera del revolucionario, lanza sobre pistas nuevas a la humanidad en busca de verdad.

Tenemos en seguida al sistematizador: éste toma y repiensa la intuición, la sitúa en su lugar

dentro del conjunto del pensamiento, corrige lo que cree forzado o excesivo en los

enunciados del visionario, establece el orden después de la revolución. Es esto lo que

explica que la evolución del saber humano no presente la forma de línea recta, no se efectúe

por adición de hechos equivalentes, no consista en un simple paso de lo falso a lo

verdadero, ni en una acumulación de átomos de verdades igualmente verdaderas. La física

de Newton no era falsa, sin embargo la física cuántica moderna es más verdadera, no en el

sentido de que no haga sino retomar tal cual a la antigua física newtoniana añadiéndole algo

más, ella es cualitativa y profundamente otra y, sin embargo, en cierto modo reintegra en

una forma, una “Gestalt” nueva a la antigua física. Lo mismo es para la filosofía. El genio

de Santo Tomás no ha consistido en adicionar a Aristóteles y a San Agustín, sino en

                                                                                                                         63  El  término  “develamiento”  podrá,  pues,  según  el  contexto,  revestir  dos  matices:  o  bien  la  acción  develante  (en   lenguaje   heideggeriano   el   Verhalten),   o   bien   el   resultado   noemático   de   esta   acción:   lo   real   como  develado.  

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repensar al uno y al otro personalmente: ¡qué de misterios van envueltos ya en estas, a

primera vista, insignificantes palabras: “repensar a otro personalmente”! Si es verdad que

Aristóteles y Platón, Descartes y Kant, viven aún entre nosotros, es que tienen alguna cosa

que decirnos, si en términos generales se puede afirmar que hay algo de verdad hasta en los

errores, esto es señal de que un sistema filosófico puede ser más o menos verdadero; se

llega a lo mismo, como Jaspers lo ha mostrado muy bien a propósito del Cogito

cartesiano64, cuando una verdad, entrevista desde luego y afirmada con una gran

perspicacia, se “invierte” en no-verdad y en error, al convertirse por la fuerza misma de su

prestigio, en eclipsadora de toda otra verdad, en dictadora. El error en filosofía proviene

con frecuencia de que una verdad parcial se haya erigido en verdad única y omnipotente.

Lo que acabamos de decir para la verdad teórica, vale mutatis mutandis, para las verdades

prácticas: la concepción moderna de la justicia social, inspirada por la preocupación de una

libertad y de una igualdad más grandes para todos los hombres, más de acuerdo con las

posibilidades económicas y culturales del mundo actual, es más verdadera que la

concepción medieval de la justicia y de las relaciones interhumanas: no que la antigua

concepción haya sido precisamente falsa, era verdadera y buena para su tiempo, y, no

obstante, se puede decir que la democracia social y económica de nuestros días es más

verdadera que el feudalismo. Podríamos multiplicar los ejemplos. Retengamos simplemente

que los términos “historia” e “historicidad” se comprueban inevitablemente cuando se trata

de describir y elucidar la verdad humana como develamiento de lo real. Y retengamos aún

que asignar a la verdad un carácter histórico no es necesariamente lo mismo que pretender

que una opinión, una teoría o un sistema tengan derecho al título de “verdad” por el simple

hecho de pertenecer a una época histórica determinada: esto sería caer en un positivismo o

en un historicismo de la peor ley. Merleau-Ponty no pretende que su filosofía adquiera su

valor de verdad en el hecho de que haya visto la luz en el siglo XX, menos aún que no

tenga valor sino para este siglo. Si hay algo de verdad en Kant y si puede decirse que Kant

y si puede decirse que Kant “está aún vivo entre nosotros”, no es porque Kant esté montado

sobre los siglos XVIII y XIX y haya hablado para su tiempo, sino porque ha develado algún

aspecto de lo real, en igual forma, si el fenomenólogo piensa que la fenomenología es

                                                                                                                         64  K.  JASPERS,  Descartes  et  la  Philosophie,  traducido  del  alemán  por  H.  POLLNOW,  Paris,  Alcan,  1938,  pp.  69,  100,  107.  

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superior al criticismo kantiano, es porque cree que devela mejor la relación sujeto-objeto

que define el conocimiento. Se podría decir otro tanto de las verdades prácticas.

Sea –se dirá- concedamos que la verdad humana está sujeta a la historia, que jamás

está terminada, que nadie ha dicho la última palabra sobre no importa qué, pero, ¿basta esto

para afirmar, como algunos hacen en estos momentos, que toda verdad presenta un carácter

provisorio? Una verdad puede estar inacabada y no obstante asegurada y, en este sentido,

definitiva. ¿Cómo justificar entonces la observación de Merleau-Ponty, citada hace algunos

instantes de que “hay certidumbre absoluta del mundo en general, pero no de alguna cosa

en particular”?

En verdad, nosotros simpatizamos poco con esta manera de hablar. Atribuir a toda

verdad humana un carácter presuntivo y provisorio es una expresión muy ambigua que se

presta a confusión y puede hacer creer que se vuelve al relativismo tradicional,

precisamente al mismo que se quiere evitar. Una vez más es preciso matizar y considerar

las cosas en concreto. Sobre mi mesa de trabajo, hay mi tintero, mis libros y un cenicero; a

dos pasos de mi mesa veo una silla; mesa y silla se encuentran en mi recámara donde, en un

rincón, el gato dormita. El fenomenólogo existencialista, con su teoría de la historicidad de

la verdad, no pretende negar todo ello, ni ponerlo siquiera en duda. Tal cosa sería borrar de

un golpe la tesis de la intencionalidad y volver a la psicología inmanentista de Hume y de

Descartes para quienes “ver” una silla es tener una “silla-imagen” en la conciencia. Como

lo hemos señalado más arriba, en la conciencia. Como lo hemos señalado más arriba, en la

perspectiva inmanentista no hay nada que me permita asegurarme de si a esta silla-imagen

corresponde o no alguna cosa en el mundo extramental, dicho de otro modo, fundar la

distinción entre percepción y conciencia imaginativa, entre lo real y lo imaginario. Ahora

bien, precisamente lo propio de la teoría de la conciencia intencional es hacernos salir de

este callejón sin salida. “La percepción –dirá Sartre- es una fuente primera de

conocimientos; ella nos entrega los objetos mismos; es una de las especies cardinales de

intuición, lo que los alemanes llaman una intuición donante originaria (originär gebende

Anschauung)65. En el mismo sentido escribe Merleau-Ponty: “si yo puedo hablar de

‘sueños’ y de ‘realidad’, interrogarme sobre la distinción de lo imaginario y lo real y poner

                                                                                                                         65  L’imagination,  Paris,  Presses  Universitaires  de  France,  p.  107.  

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en duda lo ‘real’, es que antes del análisis ya está hecha la distinción, es que tengo una

experiencia tanto de lo real como de lo imaginario y entonces el problema es (…) explicitar

nuestro saber primordial de lo ‘real’, describir la percepción del mundo como lo que funda

para siempre nuestra idea de la verdad. No es necesario en consecuencia preguntarnos si

percibimos verdaderamente un mundo, sino al contrario: es el mundo lo que nosotros

percibimos”66. Sería difícil decir las cosas más claramente. Pero, ¿tiene entonces sentido

afirmar aún que nuestro conocimiento de las cosas particulares nunca es definitivo? Sí, esta

manera de hablar, aunque fácilmente se presta a confusiones, puede tener un sentido

aceptable. Ella es, ante todo, para los existencialistas una manera nueva de afirmar que la

tesis idealista es falsa o que –como lo dice Merleau-Ponty en el mismo pasaje que

constituye precisamente el objeto de este debate: “El verdadero ‘cogito’ no es el diálogo del

pensamiento con el pensamiento de este pensamiento: éstos no se alcanzan sino a través del

mundo”67. En efecto, como antes ha sido expuesto, el idealismo reposa por completo en la

creencia de que la “reflexión total” es posible, de que el pensamiento puede, por una vuelta

radical sobre sí mismo, alcanzar una visión las cosas en que pensamiento y ser coincidirían

en una perfecta identidad: visión sin punto de vista, pero que haría la síntesis de todos los

puntos de vista posibles, lo mismo del presente, que del pasado, que del porvenir, los

puntos de vista míos y los de no importa quien. Para el existencialista esto es una ilusión, la

reflexión filosófica es reflexión sobre la aprensión prerreflexiva o perceptiva de las cosas.

Ahora bien, nuestra percepción de las cosas, con el sentido que éstas presentan, está

siempre condicionada por nuestro cuerpo, nuestra constitución biológica (que es como un a

priori fisiológico) y por nuestra situación cultural. Si yo veo tal objeto como cenicero y tal

otro como portaplumas, es porque pertenezco a un medio cultural que practica el uso del

tabaco y de la pipa y que conoce la escritura. Este mundo de lo instrumental, con el sentido

que me ofrece, es un mundo verdadero, pero al mismo tiempo relativo al hombre y a una

civilización determinada. –Pero se me dirá, hagamos abstracción de lo instrumental, y hay

por debajo y en el seno de lo instrumental cualidades sensibles: el cenicero es sólido, hecho

en cobre de color bronceado, el portaplumas es un objeto alargado y negro, con una punta

dorada, todo ello es objetivo. –Evidentemente –y el fenomenólogo menos que nadie intenta

                                                                                                                         66  Phénoménologie  de  la  Perception,  p.  XI.  67   Ibidem,  p.  344.  Obsérvese  que  el  texto  que  acabamos  de  citar  sigue  inmediatamente  a   la  frase  que  dice  que  no  hay  certeza  absoluta  de  alguna  cosa  en  particular.  

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negarlo-: las cosas están en el mundo y son como me aparecen. Pero, es forzoso añadir que

la manera como me aparecen está condicionada también por la estructura de mi cuerpo: si

mi mirada tuviera la sensibilidad del ojo fotoeléctrico, vería que en esta masa continua e

inmóvil que llamo el cobre de mi cenicero hay infinitamente más vacíos que lleno y que

todo ahí se desplaza a velocidades vertiginosas. Sea –se responderá- pero hay la ciencia

positiva para decirme el secreto de las cosas: ella sabe al menos lo que son el cobre de mi

cenicero, la madera de mi mesa y la ebonita de mi portaplumas. –Pero aquí también nos

espera una decepción. La ciencia moderna precisamente no quiere de ninguna manera

escuchar hablar de un saber definitivo: no es que confunda el cobre con la madera, el perro

con el gato, tiene sobre todo ello una visión más precisa que el hombre de la calle; pero

sabe también que los conceptos que utiliza nada tienen de definitivos, ya se trate, como

para el físico, de la axiomática matemática que introduce en su definición de las cosas, o

como para el biólogo de las nociones de clase, de género y especie, aun de la noción de

“viviente”. Esto es todo lo que el existencialismo quiere decir cuando subraya el carácter

inacabado, no-definitivo e histórico del saber humano o, en otros términos, de la verdad

humana entendida como develamiento de la realidad.

Como se ve, nada hay en todo esto de exorbitante y no debe por ello conturbarnos,

inclusive si somos cristianos y creemos en ciertas verdades inmutables y eternas del orden

moral y religioso. Si la nueva filosofía no dijera sino esto, Humani generis habría sido

perfectamente inútil y probablemente nunca hubiese visto la luz. Pero no todo ha sido

dicho. Ha sido a propósito el que en los párrafos precedentes hayamos tomado ejemplos de

los mundos de lo instrumental, del conocimiento familiar y de la ciencia positiva,

absteniéndonos cuidadosamente de nombrar a la filosofía y más aún a la metafísica. Para

que nuestro examen crítico de la doctrina existencialista de la historicidad sea completo,

debemos plantear una última cuestión, ciertamente la más decisiva: es preciso saber hasta

qué profundidad nos cala la historicidad: ¿nos penetra hasta nuestro ser metafísico, el que

decide el sentido último de nuestra existencia y de nuestros actos? Al abordar este último

punto, estamos en realidad comprometiéndolo todo, porque si la historicidad afecta el

sentido último de nuestra existencia, esto equivale a que nada puede ser considerado como

válido simpliciter y, en fin de cuentas, a que el hombre no es en último término sino lo que

él quiere ser por sus libres proyectos, henos aquí conducidos a una forma nueva de

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relativismo, diferente del relativismo tradicional sin embargo. Esa historicidad, se ha

convertido o, para emplear la expresión de Jaspers a propósito del Cogito cartesiano, se ha

“invertido” de algún modo en un historicismo, nueva manera (sic). Tal es, pues, la cuestión

decisiva que debemos examinar ahora. ¿Qué respuesta da la nueva filosofía a esta cuestión?

Señalemos desde luego que el existencialismo no ignora este asunto. Como hemos

observado ya, no se contenta con renovar la psicología, la filosofía de la ciencia o la de la

cultura. Pretende ser una investigación del valor último de la existencia y reasume la eterna

cuestión del sentido del ser-en-general y de la esencia de la verdad. Lo que equivale a

decir, en otras palabras, que la reflexión sobre lo irreflexivo, que define a la filosofía

existencial, se hace en dos etapas o, con mayor exactitud, en dos grados de profundidad.

Hay, desde luego, lo que Merleau-Ponty llama “la fenomenología entendida como

descripción directa”68, que se propone describir o elucidar el campo fenoménico tanto

desde el punto de vista noético como noemático. Su objeto principal es poner en evidencia

“la función primordial por la cual hacemos existir para nosotros, asumimos el espacio, el

objeto o el instrumento y describir el cuerpo como el lugar de esta apropiación”69. Pero una

reflexión que se quiere radical y persigue el sentido último de las cosas, no puede

contentarse con este primer trabajo. Habiendo puesto al desnudo la existencia como hecho

primitivo, se tratará de elucidar el estatuto ontológico de “este nuevo cogito”. ¿Cuál es la

estructura profunda, la manera de ser de la conciencia intencional? “A la fenomenología,

entendida como descripción directa –escribe Merleau-Ponty- debe añadirse una

fenomenología de la fenomenología”70. Lo mismo en Sartre: sus obras de psicología

fenomenológica, Esquisse d’une théorie desémotions, L’Imagination et L’Imaginaire,

conducen a una “ontología fenomenológica”, L’Etre et le Néant, la cual concluye con los

“Aperҫus métaphysiques”. Los problemas que ahí se encuentran planteados son los

problemas clásicos de la ontología y de la metafísica. ¿Cuál es la relación sintética que                                                                                                                          68  Phénoménologie  de  la  Perception,  p.  419,  col.  p.  77.  Esta  reflexión  del  primer  grado  constituye  el  objeto  de  la  primera  y  de  la  segunda  parte  de  la  Phénoménologie  de  la  Perception,  teniendo  por  título  la  primera:  “Le  corps”   (percibiente),   y   la   segunda:   “Le   monde   perҫu”.   La   reflexión   del   segundo   grado   se   encuentra  desarrollada  en  la  tercera  parte.  69  O.  c.,  p.  180.  70  O.  c.,  p.  419.  Col.  P.  77:  “Pero  ahora  que  (en  la  Introduction)  el  campo  fenoménico  ha  sido  suficientemente  circunscrito,   entramos   en   este   dominio   ambiguo   y   asegurarnos   ahí   nuestros   primeros   pasos   con   el  psicólogo,   esperando   que   la   autocrítica   del   psicólogo   nos   lleve   por   una   reflexión   del   segundo   grado   al  fenómeno  del  fenómeno  y  convierta  decididamente  el  campo  fenoménico  en  campo  trascendental”.  

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nosotros denominamos el ser-en-el-mundo? ¿Qué deben ser el hombre y el mundo para que

esta relación sea posible entre ellos?”71, y finalmente, “¿cuál es el sentido del ser en general

en tanto que comprende en sí mismo estas dos regiones radicalmente separadas” (a saber, el

“para sí” y el “en sí”?72 Para el existencialista, describir la estructura histórica de nuestro

mundo familiar, científico y cultural, aún de la vida filosófica, y mostrar que esta

historicidad es una consecuencia de la intencionalidad de la conciencia, no es la última

palabra de la reflexión filosófica. No todo es histórico; la historicidad comienza con el

hombre; se funda, por consiguiente, en alguna cosa que está más allá de la historia: a saber,

que hay el mundo y que en este mundo ha surgido el hombre. Este “surgir” ininterrumpido

de la subjetividad en el seno de lo real es, si se quiere, un acontecimiento, pero un

“acontecimiento ontológico”, dirá Sartre, un “Urgeschehen”, dirá Heidegger. Más allá y en

la raíz de nuestra vida cultural infinitamente cambiante, dirá Merleau-Ponty, hay “lo

metafísico en el hombre”73.

Es por ello que lo existencialista no puede eludir el problema último y decisivo:

¿qué vale la vida en fin de cuentas? ¿Cuál es el sentido último de la existencia humana?

Después de haber descrito y fundado la estructura histórica de la verdad como

develamiento de lo real, surge el problema: ¿cuál es la esencia de la verdad? Pero si los

existencialistas no ignoran el problema, la respuesta que ellos dan no es en todos la misma.

El existencialismo no es un sistema único y cerrado, sino más bien una manera de filosofar,

un estilo filosófico, inspirado por el tema fenomenológico de la intencionalidad. En el seno

de la corriente existencialista caben orientaciones y sistemas divergentes. Todo depende de

la densidad del ser que se le reconozca al existir humano, del sentido que posea la

intencionalidad fundamental que nos anima y nos lleva hacia el ser o, si se quiere, de la

dimensión de la abertura existencial, significada por el prefijo “ex” del término “ex-istir”.

Hay sobre todo, y viendo las cosas grosso modo, dos tendencias fundamentales que

es importante distinguir con cuidado.

                                                                                                                         71  L’Etre  et  le  Néant,  p.  38  72  O.  c.,  p.  34.  73  Sens  et  Non-­‐sens,  p.  165.  

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Algunos verán en la subjetividad humana la medida del ser, la fuente y la norma de

todo valor y de toda inteligibilidad. Tal sería el caso para el existencialismo del Heidegger

de Sein und Zeit, de acuerdo, por lo menos, con la interpretación más común de esta obra.

“En la época de Sein und Zeit (1924), escribe M. de Waelhens, el pensamiento de

Heidegger parecía bastante estancado. Él afirma que las cosas no adquieren un sentido sino

por la aparición del hombre en el seno de lo real, sentido que les es impreso por nuestros

“proyectos”. Lo real debe concebirse como una especie de facticidad bruta que el hombre,

en cuanto trascendencia que comprende, informa y constituye el mundo. Se podría, pues

interpretar esta doctrina como un idealismo de la significación, que se apoya sobre un

realismo de la existencia en bruto”74. Es el caso también para Sartre, aunque por muy otras

razones. Para Sartre, la originalidad de la conciencia como espontaneidad, como “aus sich

sein”, reside por completo en un acto que ratifica, “por el cual la conciencia se determina a

no ser el en sí”. Sartre entiende por “en sí” el “ser transfenomenal de lo que aparece”. Este

ser trasfenomenal se encuentra de cierto modo “indicado” en el seno del fenómeno como

“siempre-ya-ahí”, es decir como “no-existente sino sólo en tanto que aparece, en otras

palabras como “existente también en sí”. Este “en sí” transfenomenal es pura “identidad

indiferenciada”; él es y es lo que es; es esto todo lo que se puede decir75. En consecuencia,

es sólo por el hombre que la vida tiene un sentido y que vienen al mundo las

significaciones. “El hombre inventa al hombre”76, tal es la fórmula de que Sartre se sirve

con preferencia para expresar su posición en el humanismo y en la filosofía moral. Para

Merleau-Ponty el caso se presenta aún de otra manera. En él no se encuentra ya esa escisión

radical entre el “para sí” y el “en sí”, la encarnación toma toda su fuerza y es sacada a la luz

plenamente. Pero Merleau-Ponty es ante todo un psicólogo y un fenomenólogo y no espera

a sobrepasar la elucidación fenomenológica para aventurarse por las arenas movedizas de

una metafísica, entendida como búsqueda de las “condiciones de posibilidad” últimas. Sin

duda hay “lo metafísico”, pero lo que de metafísico hay en el hombre no puede ser ya

                                                                                                                         74   A.   DE  WAELHENS,   De   la   phénoménologie   à   l’existentialisme,   aparecido   en   la   publicación   colectiva:   Le  Choix,   le  Monde,  l’Existence,  Paris,  Arthaud,  1947,  pp.  61-­‐62.  Una  interpretación  un  poco  diferente  de  Sein  und   Zeit,   sensiblemente   menos   idealista   y   propuesta   por   W.   BIEMEL   en   Le   Concept   de   monde   chez  Heidegger,  Louvain,  E.  Nauwelaerts,  1950.  75  L’Etre  et  le  Néant,  pp.  29-­‐33.  Al  fin  de  L’Etre  et  le  Néant,  en  las  “Aperҫus  metaphysiques”  que  rematan  la  obra,  Sartre  emite  ciertas  hipótesis  sobre  la  manera  de  ser  del  En  sí  transfenomenal,  pp.  713  ss.  76  J.  P.  SARTRE,  L’existentialisme  est  un  humanism,  Paris,  Nagel,  1946,  p.  38.  

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referido a algo más allá de su ser empírico –a Dios, a la Conciencia-, es en su ser mismo, en

sus amores, en sus odios, en su historia individual y colectiva donde el hombre es

metafísico77. De esto “metafísico en el hombre” no hay gran cosa que decir: está más allá

de toda inteligibilidad y de toda racionalidad, como un foco de “paradojas” que puede

suscitar nuestra admiración, nuestro asombro, pero del que sería vano querer fijar las

condiciones de posibilidad. La reflexión del segundo grado será una fenomenología de la

fenomenología” que se contenta con poner en claro la estructura última del Cogito humano,

a saber, la temporalidad y la libertad78. Reconocido esto, nada queda por hacer. “Si

encontramos el tiempo bajo el sujeto y si a la paradoja del tiempo referimos las del cuerpo,

del mundo, de la cosa y del otro, comprendemos que nada queda por comprender más

allá”79. Resumiendo: el existencialismo en su primera manera, es un existencialismo más o

menos cerrado, que colinda con algún tipo de agnosticismo metafísico (en el sentido que la

tradición da al término metafísico”) y que se hace desde luego fácilmente ateo. De hecho,

aun la historicidad toma ahí una forma extremadamente aguda, ya que el hombre, por sus

libres proyectos, se hace en último término la medida de la inteligibilidad y del valor. La

historicidad nos penetra tan profundamente que termina por invadirnos por completo: en el

fondo, porque el misterio humano ha perdido su densidad y su profundidad antiguas. Si se

quiere hablar de una “esencia” humana universal e inmutable (la esencia del hombre es el

existir, ser un “para sí remachado en un sí”), esta esencia no es en realidad para el hombre

sino una pura posibilidad (vacía como tal) de conferir un sentido que se proyecta sobre el

mundo para hacer las significaciones. “El hombre inventa al hombre”, dirá Sartre, “no

existe sino en la medida en que se realiza, nada hay en consecuencia sino el conjunto de sus

actos, nada hay sino su vida”80. El hombre “se elige”, la moral general no existe: “Ninguna

moral general puede indicaros lo que hay que hacer; no hay señales en el mundo. Los

                                                                                                                         77  Sens  et  Non-­‐sens,  p.  55,  col.  p.  195.  78  Ver  los  capítulos  II  y  III  de  la  IIIa.  parte  de  la  Phénoménologie  de  la  Perception.  79  Phénoménologie  de   la  Perception,  p.  419.  –Para  mayor  precisión  sobre   la  posición  de  Merleau-­‐Ponty  en  materia  de  metafísica  Cfr.  A.  DE  WAELHENS,  Une  philosophie  de   l’ambigüité,   L’existentialisme  de  Maurice  Merleau-­‐Ponty,  Cap.  XVIII,  Phénoménologie  et  métaphysique,  pp.  384  ss.  80  J.  P.  SARTRE,  L’existentialisme  est  un  humanisme,  p.  55.  

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católicos contestarán, es que sí hay señales. Admitámoslo, soy yo, en todo caso, quien elige

el sentido que ellas tienen”81.

Sin embargo, este existencialismo –primera manera- no es la única forma posible, ni

siquiera la única forma existente de filosofía existencial. Al lado del existencialismo que

hemos denominado cerrado, hay lugar para un existencialismo “abierto”. Este, rehúsa

considerar al hombre como medida de todas las cosas y se aproxima a la tradición que

funda la verdad y el valor en el ser: “veritas supra ens fundatur”, decía Santo Tomás y lo

mismo decía del “bien”. La esencia de la verdad, como develamiento de lo real no es el

poder que reside en el hombre para establecer, por sus libres proyectos, significaciones (lo

que es, en rigor y mediante ciertas precisiones, suficiente para darnos el mundo de lo

instrumental, en el que la verdad está en parte fabricada por el hombre, puesto que se trata

del “homo faber”, es decir, de la razón obrera); la esencia profunda de la verdad consiste en

la posibilidad que el hombre tiene de abrirse al misterio del ser que sostiene y funda a los

seres, que los “hace ser”82. Esta docilidad del hombre con respecto al ser, este “offen-sein”,

diría Heidegger, o, para servirnos de la expresión bien conocida de M. Forest, este

“consentimiento en el ser”, no es una simple pasividad, “Blosse receptivität”, sino un acto

de libertad radical, con más exactitud, el fundamento radical de la verdadera libertad.

Reconocer lo real por lo que es, sobre todo cuando se trata de reconocer a otro en su

dignidad de otro, y más aún, cuando en ello va el reconocimiento del misterio del Ser, no se

hace sin un inmenso respeto, una fidelidad a toda prueba. Este existencialismo abierto lo

                                                                                                                         81  O.  c.,  p.  47.  Esta  posición  antropocéntrica  de  Sartre  representa  sin  duda  una  forma  de  relativismo  radical.  Señalemos   sin   embargo   que   esto   no   destruye   todo   lo   que   hemos   dicho   más   arriba,   a   saber,   que   el  existencialismo   no   es   de   ninguna   manera   un   retorno   al   relativismo   tradicional   del   positivismo   o   del  pragmatismo.  Al  escribir  en  L’existentialisme  est  un  humanisme  que  “el  hombre  inventa  al  hombre”  (p.  38),  que  “la  vida  no  tiene  un  sentido  a  priori”  (p.  89),  que  “toca  a  vosotros  darle  un  sentido  y  que  el  valor  no  es  otra  cosa  que  este  sentido  que  elijáis”  (p.  89),  Sartre  no  pretende  afirmar  que  todas  las  elecciones  valgan  lo  mismo   y   que   no   hay   ya   lugar   para   alguna   moral.   Querer   la   libertad   para   sí   y   para   otro,   trabajar   en   la  edificación  de  un  mundo  que  se  caracterice  por  un  reconocimiento  más  auténtico  del  hombre  por  el  hombre  es  mejor,  más  digno  del  hombre,  más  grávido  de  sentido  y  de  valor  que  buscar   su  egoísmo  y   reducir  a   la  esclavitud   a   la   mitad   de   la   humanidad.   En   este   sentido,   él   puede   decir:   “yo   puedo   promulgar   un   juicio  moral”  y  aún:  “aunque  el  contenido  de  la  moral  sea  variable,  cierta  forma  de  esta  moral  es  universal”  (o.  c.,  pp.   82-­‐85).   Cierta   distinción   entre   lo   auténtico   y   lo   inauténtico   conserva   un   sentido,   aun   si   es   el   hombre  quien   debe   en   último   término   inventar   lo   auténtico.   Lo  mismo   ocurre   en   el   arte:   si   es   verdad   que   es   el  hombre  quien  inventa  el  arte,  esto  no  implica  sin  embargo  que  todas  las  obras  de  arte  valgan  lo  mismo  (p.  75).  La  libertad  auténtica  no  es  sinónimo  del  capricho  ni  de  la  fantasía  (p.  73).  82  M.   HEIDEGGER,  De   l’esence   de   la   verité,   trad.   e   introd.   de   A.   DE  WAELHENS   y  W.   BIEMEL,   Louvain,   E.  Nauwelaerts,  1948,  p.  19.  

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encontramos, de algún modo, en el segundo Heidegger, el de “Vom Wesen der Wahrheit y

de la Lettre a Beaufret; “Das stehen in der Lichtung des Seines, nos dice nenne ich die

Eksistenz des Menschen”83. Se le encuentra también en Jaspers y en G. Marcel. Se sabe que

para Marcel la existencia humana toma la forma de una dialéctica viviente, que oscila entre

dos polos, dos posibilidades fundamentales, la del “tener” y la del “ser”. En el “tener” nos

encerramos en nosotros mismos y en nuestras posesiones, de modo de llegar a ser en alguna

forma estas posesiones: nos enajenamos en ellas, nos convertimos en esclavos y todo ocurre

como si nosotros estuviésemos poseídos por ellas (por nuestras riquezas, nuestras obras,

nuestras ideas). Para ser verdaderamente, para liberar la posibilidad última que duerme en

nosotros, debemos disponernos al misterio que nos sustenta: para hacerlo, debemos

abrirnos enseguida, por la fidelidad y el amor, a la realidad del otro, y finalmente, por el

recogimiento y la fe, al misterio del Tú Absoluto, del Dios viviente. He ahí ya tres maneras

bien conocidas de este existencialismo que hemos denominado “abierto”84. Son posibles

otras formas. En un bellísimo estudio sobre el pensamiento de Marcel, aparecido en la

Revue de Philosophie, M. Gustave Thibon no teme llamar al existencialismo marceliano

“una filosofía de la participación”85. ¿No es esto dejar sobrentendido que la distancia entre

cierto existencialismo “abierto” y la filosofía cristiana de inspiración aristotélica o

agustiniana no es tan grande como parece en principio y que las dos tienen algo que decirse

y aun de intercambiarse mutuamente? Dejemos esta cuestión por el momento. Una cosa es

cierta: un existencialismo teísta, donde el hombre deje de ser el fundamento último y único

y la medida de la inteligibilidad y del valor, es posible, puesto que existe. Sin duda, una

filosofía de este tipo tenderá a subrayar la historicidad de la existencia humana: está en su

derecho. El hombre es un ser histórico y esta historicidad no es un barniz colocado sobre

una entidad inerte y fija. Toda filosofía que se respete debe reconocerlo y una filosofía de

inspiración cristiana no menos que las otras: como ha dicho M. el canónigo Mouroux en su

bello libro: “Le sens chrétien de l’homme”, el hombre “se realiza perfeccionando el

                                                                                                                         83  Brief  an  Beaufret,  Bern,  Franke,  1947,  p.  66.  84  Se  podría  añadir  aún  el  nombre  de  M.  Le  Senne:  no  es  por  casualidad  que  M.  Le  Senne  presenta  su  propia  filosofía  como  un  espiritualismo  “ideo-­‐existencial”  (R.  LE  SENNE,   Introduction  à  la  Philosophie,  Paris,  Alcan,  1938,  p.  89).  85   G.   THIBON,   L’Existentialisme   de   Gabriel   Marcel,   en   la   obra   colectiva:   L’existentialisme   (Revue   de  Philosophie,  1946),  Paris,  Téqui,  p.  155.  

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universo”86. Es verdad también que al hacerlo el hombre mismo decide el sentido de su

vida y de sus actos, en una medida que es todo menos superficial: no sólo fabrica su

morada, crea la técnica, elabora la ciencia, elige una profesión; para el cristianismo la

elección humana tiene una resonancia y una repercusión mucho más profundas: por su

rebeldía o su fidelidad a Dios, el hombre decide el sentido y la suerte de su vida en fin de

cuentas. Sin duda, esta historicidad, para recurrir otra vez a la filosofía existencial, la

desarrollamos a partir, en el seno y en vista de un “poder ser” que nosotros somos. Pero

este “poder ser”, el cristiano lo considera como un don recibido de Dios, como un talento a

fructificar, como un llamado a responder a las intenciones del Creador sobre el hombre. De

hecho, la existencia humana, en cuanto la encontramos como un dato que está “siempre-ya-

ahí”, más exactamente como un don que de Dios proviene, posee ya un sentido, puesto que

es el término de una iniciativa divina, el objeto de una intención de Dios: nuestra existencia

se encuentra así justificada desde su raíz, y oculta un sentido radical e ineluctable, porque

Dios nos ama. Hay, pues, un sentido en nosotros que no proviene de nosotros, que vale

universalmente para todo hombre que entra en este mundo y en el cual nada puede cambiar

la elección humana. La tarea del hombre es asumir libremente tal sentido, realizarlo en sus

actos, promoverlo para sí y para los demás, en una palabra, entrar en las intenciones de

Dios sobre la humanidad. Pero entonces, no es verdad que “la conciencia metafísica y

moral muere al contacto del absoluto”. Sería exacto en la hipótesis idealista, pero es falso si

se trata de un Dios trascendente y personal, porque en este caso, la vida humana tiene un

sentido ante Dios y al elegirlo ante Dios el hombre encuentra la vida. Hay por lo mismo una

esencia universal, válida para todo hombre, y esta esencia recibe una profundidad, una

consistencia, una densidad de ser y poder ser, que ninguna otra concepción metafísica

podría darle. Consistencia e historicidad, lejos de excluirse se piden mutuamente.

CONCLUSIÓN

Es tiempo de concluir: no es que el problema de la historicidad haya sido agotado,

ni que hayamos llegado al término de nuestros trabajos. El encuentro en el hombre de la

consistencia y de la historicidad, de lo eterno y del tiempo, de lo Infinito y de lo finito                                                                                                                          86  J.  MOUROUX,  Le  sens  chrétien  de  l’homme,  Paris,  Aubier,  1945,  p.  12.  

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plantea numerosos y difíciles problemas, pero aún no estamos preparados para tratarlos a

fondo. Para triunfar en nuestra empresa, nos hacen falta categorías (tales como una noción

de esencia y existencia, de consistencia y de libertad, aun una idea del ser), lo mismo

teorías referentes a la intencionalidad de la conciencia, de la vida prereflexiva, la reflexión

y el concepto, que sobrepasan por su densidad y su flexibilidad, no solamente las

concepciones en voga en el empirismo y el idealismo, sino también aquellas que hemos

encontrado en la mayor parte de las doctrinas existencialistas, analizadas en la mayor parte

de las doctrinas existencialistas, analizadas más arriba. Al decir esto, nuestra intención no

es de ninguna manera negar ni disminuir los méritos reales de la fenomenología

existencialista. Hay en los autores que hemos estudiado, principalmente en Heidegger,

Sartre y Merleau-Ponty, riquezas preciosas para el pensamiento filosófico. Pero, a pesar de

todo, nos parece que, en su reacción contra el idealismo no han podido sustraerse

completamente a la influencia del adversario que combaten. Nosotros pensamos que no nos

equivocamos creyendo encontrar en sus obras huellas del intelectualismo cartesiano e

idealista: sobre todo en lo que concierne a su concepción de la reflexión y de su relación

con la vida irreflexiva, la interpretación ontológica de la intencionalidad de la conciencia,

aun la descripción ontológica de la encarnación. Tendremos ocasión de volver a esto y de

justificar nuestro modo de ver. Pero, sea de esto lo que sea, una cosa permanece adquirida:

para tratar bien los problemas que hemos abordado en las páginas precedentes, deberíamos

disponer de una serie de categorías infinitamente densas y envolventes al mismo tiempo

que infinitamente elásticas y comprensivas. Ahora bien, nos parece que aquí la teoría del

acto y de la participación, tal como la elaboró Santo Tomás, puede sernos de gran

provecho. Y es por lo que creemos que el tomismo presenta en este momento una utilidad

mucho más grande de lo que piensan algunos. Es lo que trataremos de desarrollar en

nuestro cuarto capítulo. Mientras tanto, es preciso examinar (esto será objeto del tercer

capítulo) un problema distinto oculto en la encíclica Humani generis: el de lo irracional y la

razón, que cuenta también entre los temas predilectos del pensamiento contemporáneo. En

el examen de este problema, por otra parte, no abandonaremos el problema de la

historicidad, porque si ambas cuestiones no son idénticas, sí se entremezclan en numerosos

puntos.

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CAPÍTULO III

LO IRRACIONAL Y LA RAZÓN EN EL PENSAMIENTO CONTEMPORÁNEO

“Explorar lo irracional e integrarlo en una razón más amplia” sería, de acuerdo con

Merleau-Ponty, la “tarea de nuestro siglo”87. Esto significa que la filosofía contemporánea,

aunque marcada con el sello de un antirracionalismo que con frecuencia no deja de morder,

no quiere, sin embargo, a ningún precio, adquirir la forma de un nuevo romanticismo. El

hecho de que se revista de una severidad, excesiva a nuestro modo de ver, con respecto al

concepto y al discurso, y que en la elaboración de sus teorías del conocer haga entrar en

escena la subjetividad, la libertad, el sentimiento y aun la fe, no significa que haya

abandonado el ideal, propio de toda filosofía, de un pensamiento claro, riguroso y

comunicable, para adoptar posiciones fáciles y perezosas, como las que llevan por nombre

subjetivismo, voluntarismo y fideísmo. En este sentido se puede decir que la filosofía

actual, por su preocupación de recuperar lo concreto por encima de la representación

conceptual y el trabajo discursivo, no hace sino renovar la tradición filosófica anterior a

Descartes. Hay, pues, algo de exageración al pretender que en esta tentativa por pensar lo

irracional y ampliar la idea de razón, resida propiamente “la tarea de nuestro siglo”. Sería

más exacto decir que ello constituye la tarea de toda filosofía que tenga el respeto de lo

concreto y rehúse reducir lo real a un paladeo de conceptos. Sólo, que el racionalismo

cartesiano con su doble ramificación, el intelectualismo idealista por una parte, el

positivismo cientista por otra, ha reinado tan largo tiempo en Occidente y ha ejercido tal

prestigio, que se ha hecho una costumbre en la mayor parte de los modernos identificar la

tradición cartesiana con “la ontología clásica”, como si la metafísica de inspiración

aristotélico-tomista nunca hubiese sido clásica o no ameritase ya el nombre de ontología.

Esto no quiere decir, sin embargo, que sea necesario ver en la preocupación de lo

concreto, que caracteriza al pensamiento contemporáneo, un retorno puro y simple a la

edad media. Ninguna de las grandes filosofías se contenta con repetir el pasado; si tiene la

pretensión de replantear los eternos problemas, lo hace a partir de una situación histórica de

                                                                                                                         87  M.  MERLEAU-­‐PONTY,  Sens  et  Non-­‐sens,  Paris,  Nagel,  1948,  p.  125.  

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la que tiene conciencia y con respecto a la cual toma posición. Ensayamos, pues, formarnos

una idea precisa de la situación histórica a la que el pensamiento contemporáneo se ve

obligado a enfrentarse. Por ahí debemos comenzar si queremos captar el alcance exacto del

irracionalismo actual y juzgarlo con toda verdad y lealtad.

Antes de entrar en lo vivo de nuestra materia, es conveniente llamar la atención

sobre el carácter ambiguo del término “irracional”, que se podría llamar una ambigüedad en

segunda potencia.

Un primer factor de ambigüedad reside en el hecho de que el término razón, que

entra en el concepto de irracional, es, él mismo, susceptible de acepciones diferentes. Cada

ciencia se define por un tipo de racionalidad o de inteligibilidad que le es propia y

constituye su estructura lógica. En general, hay, sobre todo, dos sentidos fundamentales de

la palabra razón, que corresponden a dos tipos de racionalidad muy diferentes. Hay desde

luego el sentido estrecho, racionalista, digamos el sentido cartesiano de la palabra razón.

No deja ningún lugar al misterio. Descartes, en efecto, entiende por razón la facultad y el

lugar de las ideas claras y distintas, así como de la deducción lógica que ellas tienen en

germen. La geometría constituye ahí la forma ideal. La ciencia positiva moderna, con su

cumbre, la física matematizada, es tributaria de la racionalidad cartesiana: ella busca los

hechos claros, precisos y discernibles y tiende a establecer entre ellos relaciones

matemáticamente formulables. Parece asimismo que el término kantiano de

“entendimiento” se aproxima bastante a esta primera acepción de la palabra “razón”.

En cuanto al segundo sentido, que voluntariamente llamamos el sentido amplio y

existencial del término “razón”, se caracteriza por una comprensividad (sic) mucho más

amplia y mucho más flexible. Como lo hace notar justamente Merleau-Ponty, “esta Razón

más comprensiva que el entendimiento” se muestra “capaz de respetar la variedad y la

singularidad de los psiquismos, de las civilizaciones, de los métodos de pensamiento y de la

contingencia de la historia”, sin renunciar, sin embargo, a dominarlos, para conducirlos a su

propia verdad”88. Es igualmente ella quien hace posible la libertad. Obrar libremente, es

asumir sus actos, hacerse cargo de ellos, reivindicar la paternidad. ¿Qué es esto sino decir

que no hay libertad si no somos capaces de fundar nuestros actos, de justificarlos ante la                                                                                                                          88  Sens  et  non-­‐sens,  p.  126.  

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razón, en su sentido amplio, evidentemente, porque una justificación “more geométrico” no

sería aquí de ninguna utilidad? En fin, lejos de eliminar el misterio y la paradoja, la razón

amplificada los proclama ineluctables, porque entran en la constitución última de todo

sentido humano. El misterio –dirá Marcel- está presente en el corazón del pensamiento

humano como una exigencia ontológica, y la convicción, seguramente paradójica de que

“es pensable que hay lo impensable”, constituye, al decir de Jaspers, la dimensión

metafísica de la existencia humana89.

Es por oposición al sentido estrecho y cartesiano de la palabra razón, por lo que los

modernos hablan de lo irracional: con esto quieren designar realidades o aspectos

existenciales no enteramente conceptualizables. Estas realidades son de varios tipos, puesto

que hay muchos modos de escapar a las exigencias del concepto claro y del razonamiento

cartesiano. Es este un segundo motivo que explica por qué el término irracional es

ambiguo. Hay lo irracional situado más acá (de este lado) del concepto claro: tales, la

facticidad bruta, el choque experimental, las cualidades sensibles, los instintos y todo lo que

el psicoanálisis ha intentado poner al descubierto: llamémoslas realidades infrarracionales.

Hay lo irracional que se sitúa, por así decir, en el mismo nivel que el entendimiento y

compone con él la existencia global completa: citemos a guisa de ejemplos, el sentimiento,

el juicio de valor y la adhesión a los valores. Hay, en fin, lo suprarracional, lo

incomprensible por exceso: tales como la existencia humana como totalidad y la

intersubjetividad de las existencias, tal también el misterio del Ser que nos envuelve y nos

sustenta, tal, en fin, el Supremo Inefable, Dios, el Trascendente por excelencia.

Estas consideraciones sobre la significación de la palabra irracional nos permiten

delimitar mejor el objeto de nuestra búsqueda.

La oposición al racionalismo cartesiano que caracteriza a nuestro siglo, se extiende

en realidad a todos los sectores del pensamiento filosófico: afecta la psicología, la filosofía

de la historia, la teoría de la verdad, la metafísica, la filosofía de la religión. En otras

                                                                                                                         89   K.   JASPERS,   Philosophie,   t.   III,   Berlin,   J.   Springer,   1932,   p.   38.   Para   la   traducción   de   textos   de   Jaspers,  seguimos  generalmente  la  de  M.  P.  Ricoeur  en  Gabriel  Marcel  et  Karl  Jaspers,  Paris,  Ed.  du  Temps  présent,  1947.  

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palabras, el término irracional designa de un modo general a todas las realidades que la

tradición cartesiana descuidó con gran culpa.

Por demás está decir ahora que, vista la intención general que perseguimos en estas

páginas y que es reflexionar sobre los problemas que ha promovido la Encíclica Humani

generis nuestra encuesta versará ante todo sobre la presencia de lo irracional en el

pensamiento metafísico y religioso de nuestro tiempo. Al hacerlo, hemos de encontrar

nuevamente al existencialismo, pero los autores a que nos vamos a referir ahora serán

generalmente los del segundo grupo, es decir, los representantes de la tendencia que hemos

denominado “abierta”, para significar que la existencia se encuentra ahí definida no

únicamente como ser-en-el-mundo, sino principalmente como liga orgánica con la

Trascendencia divina. Entre los representantes de este segundo grupo, dos nombres

reclaman sobre todo nuestra atención, a saber, Gabriel Marcel y Karl Jaspers. Añadiremos

alguna vez el de Blondel, en quien la opción moral recibe un valor epistemológico de

primer orden, así como el de Newman, a quien algunos consideran, no sin razón, como el

Kierkegaard católico90.

1. LA SITUACIÓN HISTÓRICA DE LA FILOSOFÍA CONTEMPORÁNEA

Quien intente filosofar en este momento, tropieza desde luego con un hecho

visiblemente desconcertante, pero que sería vano querer negar: mientras que a la ciencia

positiva no le cuesta ningún trabajo reunir en torno suyo el mundo de los sabios, la

reflexión filosófica, por el contrario, se muestra cada vez más impotente para establecer el

acuerdo de los espíritus y ello a pesar de todas las tentativas, renovadas sin cesar a través de

los siglos, para apoyar la filosofía sobre evidencias apodícticas. La historia absolutamente

reciente de la fenomenología es a este respecto muy significativa. Herido por el desacuerdo

creciente de los filósofos y el desarrollo de los congresos de filosofía, Husserl se propuso,

después de tantos otros, fundar de veras la filosofía sobre bases sólidas. “Liberar la filosofía

                                                                                                                         90  La  idea  de  aproximar  a  Newman  y  a  Kierkegaard  ha  sido  puesta  en  voga  principalmente  por  E.  Przywara;  cfr.  e.  a.  de  este  autor:  Kierkegaard  et  Newman,  en  Newman  Studien,  Nuremberg,  1948.  

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de todo posible prejuicio, para hacer de ella una ciencia verdaderamente autónoma,

realizada en virtud de evidencias últimas extraídas del sujeto mismo, y encontrando en estas

evidencias su justificación absoluta”91, tal era el magnífico programa al que deseaba

consagrarse, a la zaga de Descartes. Ciertamente la autoridad del fundador de la

fenomenología fue inmensa y su influencia sobre el pensamiento contemporáneo no ha

cesado de aumentar, pero el acuerdo de los pensadores sobre los grandes problemas de la

vida no se ha realizado. En el seno de la escuela fenomenológica han aparecido las

tendencias más diversas, y si esto ocurría ya durante la vida misma del maestro, después de

la muerte de éste, no han hecho más que multiplicarse.

Esta situación precaria de la filosofía frente al éxito de las ciencias positivas no

puede dejar de escandalizar a espíritus no prevenidos, pero es un hecho que el metafísico

actual debe tomar en cuenta y explicar. Constituye un primer obstáculo que superar, es

decir, que explicar y sobrepasar.

El enorme prestigio de la ciencia se explica fácilmente: obedece a la naturaleza

misma de la inteligibilidad científica. En efecto, en el seno del deseo de verdad y de certeza

que obsesiona a nuestro espíritu, hay como una triple exigencia, un triple anhelo, que la

ciencia positiva logra llenar de un modo sorprendente. Una exigencia de objetividad, desde

luego: lo que precisamos es un saber objetivo, que capte las cosas en “persona”, tales como

realmente son y no como nosotros quisiéramos que fuesen. El saber verdadero, diría

Heidegger, consiste en “dejar que el ser sea”, lo que en lenguaje científico, se traduce por la

fórmula bien conocida: “es preciso dejar hablar a los hechos”. En otros términos, el saber

verdadero sobrepasa la opinión. Decir que se quiere universal: es la segunda exigencia de

que hablamos. Es necesario un saber universalmente válido, capaz de crear el acuerdo entre

los espíritus, susceptible de ser verificado y controlado por otro. A lo que se añade, en

tercer lugar, una exigencia de claridad o de racionalidad. El espíritu humano no se

conforma solamente con constatar, con almacenar desordenadamente los datos. Su

intención última es ver claro en los hechos, captar su cómo y su porqué, explicar y

comprender. Comprender es siempre, en cierto modo, tomar en conjunto, descubrir las

                                                                                                                         91  E.  HUSSERL,  Méditations  cartésiennes,  traducido  del  alemán  por  G.  PEIFFER  Y  E.  LEVINAS,  Paris,  Vrin,  1947,  p.  5.  

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relaciones, reducir la diversidad de los datos a la unidad de una idea, o de una ley, o de un

sistema de leyes o de ideas, lógicamente coherente; en una palabra, introducir el orden, la

unidad, la claridad inteligible en la infinita complejidad de los acontecimientos que

componen el universo.

Ahora bien –y es esto lo que explica su prestigio ascendente- la ciencia moderna, es

decir, la ciencia a base de experiencias metódicamente organizadas, verificables y

controlables a voluntad, responde admirablemente a este triple anhelo de objetividad,

universalidad y claridad que acabamos de señalar en el corazón de nuestra tendencia a la

verdad. Ello obedece a la estructura misma de la inteligibilidad científica y de los métodos

científicos correspondientes92. Claude Bernard lo había comprendido en forma excelente:

“En el método experimental –escribe- jamás se hacen experiencias sino para ver o para

comprobar, es decir, para registrar y verificar. El método experimental, en cuanto método

científico, reposa enteramente sobre la verificación experimental de una hipótesis

científica”93. Lo propio de la ciencia es, en consecuencia, verificar las hipótesis sobre los

datos. Es verdad desde luego que la hipótesis es una construcción del espíritu, una obra del

espíritu, que tiene un sentido para el espíritu, una obra del espíritu, que tiene un sentido

para el espíritu, ella es la luz, necesaria al espíritu, para ver con claridad en los hechos; pero

no es una construcción en el aire: el espíritu va al encuentro de los hechos provisto de una

hipótesis, para que el lenguaje de los hechos se haga un lenguaje inteligible. Gracias a la

verificación experimental de la hipótesis, la objetividad, la universalidad y la claridad, que

constituyen el ideal de todo sabio, se auxilian mutuamente y tienden a coincidir

exactamente: la claridad inteligible (el cómo y el porqué, la regularidad y la legalidad) lleva

en sí misma el carácter de la objetividad, brota en cierta forma de los datos, puesto que ella

se deja verificar y registrar en los datos. Es por ello que la ciencia positiva se ve

actualmente decorada con el bello título, algo ambiguo, por otra parte, de “ciencia

objetiva”, o aún de “saber objetivo”, como si todas las otras formas de saber debieran ser

relegadas al dominio del sueño o del mito. Por lo demás, es esto lo que pretende el

“cientismo” que no es otra cosa que la dictadura de la ciencia, extendida a la epistemología

                                                                                                                         92  En  toda  la  ciencia  hay  una  correlación  necesaria  entre  una  inteligibilidad  develada  y  el  método  develante.  93  CI.  BERNARD,   Introduction  à  l’étude  de  la  médecine  expérimentale,  Genève,  Constant  Bourquin,  1945,  p.  409.  

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primero, y en seguida a la ontología. Entendido como teoría de la verdad, el positivismo

tendría por divisa: “No hay más verdad ni inteligibilidad que la verdad y la inteligibilidad

científicas”. Interpretado como teoría del ser, se transforma en materialismo: “lo real –se

dirá- es tal como la ciencia positiva lo devele y nada más así”.

Como más lejos será dicho, esta fusión quasi completa de la objetividad, de la

universalidad y de la claridad en el seno de la verificación experimental, se opera en

realidad al precio de un empobrecimiento considerable de lo real integral. El universo de la

ciencia objetiva, y, a fortiori, el del positivismo cientista, es un universo

desantropomorfizado, despojado de los valores que lo constituyen en un mundo-para-el-

hombre, porque es un mundo vacío de hombre, o, para hablar con los modernos, porque es

un mundo del que se ha eliminado la existencia.

Si la unión de los sabios en torno de la ciencia se deja comprender fácilmente, no

sucede lo mismo cuando se trata de interpretar la confusión de los metafísicos ante los

problemas últimos de la existencia: confusión tanto más sorprendente cuanto lo propio de la

metafísica es reivindicar para sí la universalidad, ya que pretende apoyarse sobre las

evidencias últimas y, por este motivo, las más firmes.

Sin duda no es necesario exagerar y hablar apresuradamente de un fracaso

completo. Para quien sabe leer, bajo la diversidad del lenguaje filosófico, las intenciones

secretas del pensamiento pensante, la filosofía aparece mucho menos desunida de lo que a

primera vista parece. Mientras más se penetra en el interior del pasado filosófico de la

humanidad, más se tiene la impresión de la proximidad de los grandes filósofos entre sí, de

que finalmente ellos se debaten con los mismos y eternos problemas y que su visión general

del universo presenta en el fondo un estrecho parentesco. Algunos, como por ejemplo,

Lagneau, llegarán a decir que, a pesar de que las apariencias lo desmienten, no hay

verdaderos ateos en filosofía. “No hay sino ateos prácticos –decía en sus cursos- para los

cuales el ateísmo consiste, no en negar la verdad de la existencia de Dios, sino en no

realizar a Dios en sus actos (…) Fuera de este ateísmo práctico, no hay verdaderamente

ateísmo. Dondequiera que un pensamiento sea capaz de discutir con él mismo las razones

de creer en la existencia de Dios, se encuentra la afirmación de una verdad absoluta a cuya

medida todas las creencias particulares deben ser referidas. Una parecida afirmación

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implica más o menos confusamente la afirmación de Dios”94. Pero, sea de esto lo que fuere,

el filósofo no puede contentarse con reconocer que, en lo confuso e implícito, una misma

actitud de pensamiento circula a través de los sistemas aparentemente opuestos. Si la

filosofía existe, es precisamente para explicitar lo implícito y para reflexionar sobre lo

irreflexivo. Ahora bien, sobre el plano del pensamiento explícito y reflexivo, la divergencia

permanece enorme, aún y sobre todo en cuestiones esenciales y, notoriamente, a propósito

de la cuestión de la existencia de Dios. Esta divergencia causa escándalo a justo título y el

metafísico debe interpretarla sin traicionarla.

En esta situación “escandalosa”95 hay dos razones mayores, que los filósofos han

reconocido después de largo tiempo y que la Encíclica Humani generis señala a su vez.

Hay desde luego, el hecho de que las verdades metafísicas en general y, entre éstas,

en primer lugar, “las verdades que conciernen a Dios y las que miran a las relaciones del

hombre con Dios, trascienden absolutamente el orden de lo sensible” [2]. Es porque la

razón no puede entregarse al trabajo metafísico con cierto éxito, “sino cuando recibe en

principio un cultivo adecuado” [38]. La cosa es evidente. Es un hecho bien conocido que

una familiaridad prolongada con las ciencias positivas, así como una civilización, como la

nuestra, dominada por la técnica, ponen en peligro de ahogar en nosotros el sentido de las

verdades que escapan al registro experimental. Sin embargo, la ausencia de un “cultivo

apropiado” no basta para explicárselo todo, porque el escándalo de la filosofía no es el

hecho de que, en términos generales, el hombre de ciencia no entiende casi nada de las

discusiones metafísicas, sino más bien el hecho de que los metafísicos mismos, los que son

del oficio y han pasado su vida cultivando la reflexión metafísica, se entienden muy poco

entre ellos. Por lo demás, ¿no es [que] verdad para todo filósofo que toma en serio su

trabajo, que entre más se avanza en edad y en experiencia, más se es herido por la

complejidad de la verdad y por la dificultad de los problemas?

Hay una segunda razón para el desacuerdo de los metafísicos. Es la influencia de la

acción, de la vida afectiva y de la voluntad sobre nuestra aprehensión de la verdad. Esta

influencia ha sido señalada muchas veces por los mejores pensadores. Platón decía ya que

                                                                                                                         94  J.  LAGNEAU,  Célèbres  leҫons  et  Fragments,  Paris,  Presses  Universitaires  de  France,  1950,  p.  229.  95  G.  MARCEL,  Du  refus  à  l’invocation,  Paris,  Gallimard,  1940,  p.  229.  

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el hombre debe ir a la verdad “con toda su alma”. “No se entrará en la verdad sino por la

caridad”, dirá más tarde San Agustín96. Esta idea tan profundamente agustiniana se hará el

tema central del pensamiento pascaliano: “De ahí proviene que hablando de las cosas

humanas se dice que es necesario conocerlas antes de amarlas, lo que ha quedado en

proverbio; los santos, por el contrario, dicen, hablando de las cosas divinas, que es preciso

amarlas para conocerlas, y que no se entra en la verdad sino por la caridad, de lo que han

hecho una de sus más útiles sentencias”97.

La Encíclica hace alusión a esta razón donde dice: “Jamás la filosofía cristiana ha

negado la utilidad y la eficacia de las buenas disposiciones del alma entera para conocer a

fondo y abrazar las verdades religiosas y morales; al contrario, ha enseñado constantemente

que la carencia de estas buenas disposiciones podría ser causa de que la inteligencia, bajo la

influencia de las pasiones y de una voluntad mala, se obscureciese hasta el punto de no ver.

Por lo demás, el Doctor Común estima que la inteligencia puede, de cierto modo, percibir

algunos de los bienes superiores de orden moral, sea natural o sobrenatural, en la medida en

que el alma comprueba una cierta connaturalidad con ellos, sea por naturaleza sea por el

don de la gracia; y se ve claramente el valor del auxilio que este conocimiento oscuro puede

aportar a las investigaciones de la razón [50].

Pero no basta constatar que, de un modo general, las disposiciones del alma

influyen fácilmente en nuestra concepción del mundo y de la vida. Como anota el

documento pontificio a continuación del pasaje citado98, esta influencia podría ser

interpretada de varias maneras, y se trata ante todo de precisar la naturaleza y el alcance de

la relación que se juega entre la acción, la voluntad, la efectividad, por una parte, y el

conocimiento por la otra.

Se podría desde luego establecer la hipótesis de que nuestro captar las verdades

superiores se mide simplemente con el grado de buena voluntad de cada quien; que, por

consiguiente, para poner un ejemplo muy concreto, el desacuerdo que divide a los

pensadores en teístas, panteístas, agnósticos y materialistas es finalmente una mera cuestión                                                                                                                          96  Contra  Faustum,  lib.  32,  cap.  18.  97  PASCAL,  Pensées  et  Opuscules,  De  l’esprit  géométrique,  Secc.  II,  De  l’art  de  persuader,  éd.  Brunschvicg,  9ª.  éd.,  Paris,  Hachette,  1920,  p.  185.  98  Humani  generis,  n.  [51].  Damos  más  adelante  este  texto  in  extenso,  pp.  181  y  182.  

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de buena o de mala fe. Pero, ¿quién pretendería sostenerlo? ¿No hemos encontrado

incrédulos inteligentes y sinceros, de una honestidad perfecta, ansiosos de luz y de verdad,

y a los que, sin embargo, las mejores pruebas de la existencia de Dios no llegan a

convencer? Los más recientes estudios sobre la psicología de las conversiones son en

extremo reveladores a este respecto. Hay unanimidad en decir que las conversiones como

consecuencia de demostraciones puramente racionales son muy raras y que el testimonio

viviente de una fe sincera y radiante posee un poder de persuasión mucho más grande que

los mejores tratados de filosofía y de apologética. No es que el converso considere su fe

como un impulso ciego o como una elección arbitraria, a la que objetivamente nada

justificaría. Muy al contrario; pero frecuentemente todo pasa como si, antes de la

conversión, las pruebas no mordiesen, como cuando, repetidas en el interior de la fe,

adquieren de golpe una fuerza probatoria incontestable99.

Bien lo ha dicho Pascal antes que nosotros y hace de ello la idea central de su obra.

Otro tanto podría ser dicho de Blondel, de Gabriel Marcel y el cardenal Newman. Es un

hecho bien conocido que el drama de la evidente buena fe de algunos de sus amigos

protestantes o ateos, determina la vocación de este gran pensador y apóstol, y se dio en el

origen de sus mejores obras100.

Sería, sin duda, temerario querer juzgar el fuero interno de su prójimo, como es

temerario juzgarse a sí mismo: el “nolite judicare ut non judicemini” del Evangelio es

también una verdad filosófica. Sin embargo, una cosa parece cierta, que de un modo

general, el filósofo por vocación, el que consagra su vida entera a la investigación de la

verdad, es un ser sincero, para quien el resplandor de la verdad es la cosa más sagrada del

mundo. Sería simplemente deshonesto calificarlo de mala fe, porque sus meditaciones no

concluyen en el mismo resultado que las nuestras.

                                                                                                                         99   Es   también   doctrina   recibida   en   la   Iglesia   que   “la   revelación   divina   debe   ser   tenida   por   moralmente  necesaria,  a  fin  de  que  las  verdades  de  orden  religioso  y  moral  que  no  son  de  suyo  inaccesibles  a  la  razón,  sean,  en  el  estado  presente  del  género  humano,  igualmente  cognoscibles  por  todos,  fácilmente,  con  certeza  inquebrantable  y  sin  mezcla  de  error”.  Cfr.  Humani  generis,  [3].  100  Así  la  Grammar  of  Assent  ya  está  contenida  en  germen  en  la  correspondencia  de  Newman  con  su  amigo  W.  Froude,   sabio  de  gran   reputación  y  ateo.  Cf.  M.  OLIVE,   Le  problème  de   la  Grammaire  de   l’assentiment  d’après  la  correspondance  entre  Newman  et  W.  Froude,  en  el  Bull.  de  litt.  eccl.  de  Toulouse,  1936,  pp.  217-­‐240.  

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60    

La hipótesis de la mala fe no puede, en consecuencia, satisfacernos. No es que la

mala fe no se encuentre nunca en la obra o en el corazón del pensador, pero ella no basta

para explicar de un modo general el desacuerdo de los filósofos.

He aquí otra hipótesis que fue igualmente formulada en varias ocasiones: es la del

subjetivismo voluntarista y del fideísmo. El subjetivismo voluntarista consiste en pretender

que la verdad, en último término, depende de una libre elección: es declarado verdadero lo

que el hombre elige como verdadero. Esto es ir contra la esencia misma de la verdad y

hacer de la filosofía, como búsqueda de la verdad, una cosa inútil. En cuanto al fideísmo, en

fin de cuentas, no es sino una forma larvada de subjetivismo, ya que si quiere ser

consecuente consigo mismo, debe pretender que la creencia en Dios escapa totalmente a la

razón universal, que, por consiguiente, ella se sostiene y se justifica en último recurso por

la actitud personal del individuo creyente.

Si el voluntarismo y el fideísmo son inconciliables con la exigencia filosófica, lo

son por lo mismo con la exigencia de la fe y de la sana teología. Es lo que la Encíclica

Humani generis nos recuerda muy justamente, a continuación del pasaje más arriba citado:

“Sin embargo, una cosa es reconocer a las disposiciones afectivas de la voluntad el poder

de ayudar a la razón a alcanzar un conocimiento más cierto y más seguro de las cosas

morales, y otra cosa es (…) atribuir a las facultades apetitivas y afectivas un cierto poder de

intuición, y querer que el hombre, incapaz de discernir con certidumbre por la razón la

verdad que debe abrazar, se vuelva hacia la voluntad para optar por una libre decisión entre

las opiniones opuestas, mezclando indebidamente el conocimiento y el acto de voluntad”

[51].

¿Estaremos en un callejón sin salida y deberemos concluir que nuestras más altas

afirmaciones, las que conciernen a Dios, el sentido último de la existencia, las concepciones

morales y religiosas de nuestra vida, son irracionales que escapan totalmente a las

capacidades de la razón, aun entendida en el sentido amplio de la palabra? En otros

términos, ¿estamos condenados a satisfacernos con un agnosticismo metafísico al modo de

Kant, y a proclamar que no hay más razón universal que la razón científica?

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A primera vista se podría creer que tal es sensiblemente la posición de Blondel, de

Newman, de Gabriel Marcel y de Karl Jaspers. En realidad, nada hay de eso, y la

afirmación contraria tiene más de verdad. No es que su pensamiento sea siempre de una

nitidez irreprochable y que la acusación de un cierto voluntarismo fideísta que

frecuentemente les ha sido hecha, carezca de todo fundamento. Una cosa es clara, sin

embargo: la intención constante de todos estos autores fue elaborar una filosofía de la

Trascendencia que, por una parte, tome en cuenta y explique la situación histórica que

acabamos de describir y que, por otra, evite el doble escollo del subjetivismo y del

fideísmo. Es verdad que Blondel y Newman fueron largo tiempo recelados de voluntarismo

y de fideísmo, pero la historia les ha hecho justicia poco a poco. Por lo que toca a Marcel,

he aquí cómo juzga retrospectivamente su propio pensamiento: “Toda la primera parte del

Journal Métaphysique es una reflexión sobre el acto de fe, considerado en su pureza, sobre

las condiciones que le permiten quedar como acto de fe al pensarse a sí mismo; es, al

propio tiempo, una tentativa en cierta forma desesperada para escapar al fideísmo y al

subjetivismo bajo todas sus formas1. En cuanto a Jaspers, como M. Ricoeur lo ha mostrado

con gran penetración, su posición, en el fondo, no es diferente, aunque las apariencias estén

contra él. Sin duda, el peligro “de subjetivismo, de la confidencia intransferible –nos dice

M. Ricoeur- es más aparente en Jaspers que en Marcel”, por el hecho de que se complace

en acentuar más la radical unicidad de la existencia personal y libre, y considera a

Kierkegaard y a Nietzsche como la “excepción inimitable” “que invita a cada uno a recorrer

un itinerario excepcional, el suyo”2. Y, por lo tanto, se puede decir que Jaspers, más que G.

Marcel, en razón de su temperamento crítico, tiene la preocupación de una metodología

existencial positiva y universal3. “Filosofamos sin ser la excepción, fija la mirada sobre la

excepción”, es una frase que aparece varias veces bajo la pluma de Jaspers4. Ella expresa

bien la intención que sostiene a su filosofía. Si llama a la existencia libre “lo único” (der

Einzige), añade en seguida que “la reflexión que esclarece la existencia requiere un

                                                                                                                         1  G.  MARCEL,  Du  refus  à  l’invocation,  p.  193.  2  P.  RICOEUR,  Gabriel  Marcel  et  Karl  Jaspers,  Paris,  Ed.  du  Temps  Présent,  1947,  pp.  84,  85.  3  P.  RICOEUR,  o.  c.,  p.  85.  4  Vernunft  und  Existenz,  Groningue,  J.  B.  Wolters,  1935,  pp.  24,  94.  

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pensamiento objetivo”5. Para Jaspers la filosofía no puede ser ya, en fin de cuentas, un

itinerario personal, algo como un “Journal intime”.

“Hay dos tipos de filosofía en la historia” –señala justamente M. Nédoncelle en su

“Introducción” a Newman-: las que comienzan por eliminar el misterio y las que se instalan

en él, y llevándolo con ellas, no pueden ni quieren desembarazarse de él. El pensamiento de

Newman es evidentemente de este último tipo6. Lo mismo vale para Blondel, para Marcel y

para Jaspers. Elaborar una filosofía del misterio y de la Trascendencia, que supere el

pensamiento racionalista sin naufragar, por tanto, en “un nuevo romanticismo, abismado en

el sentimiento de lo inefable”7, tal es ciertamente la profunda intención que anima la obra

de los pensadores que acabamos de nombrar. Y es claro que la primera tarea de una

filosofía de este género es la de reflexionar sobre la tradición racionalista y mostrar las

lagunas de ella.

2. EL PROCESO DEL RACIONALISMO

La crítica del racionalismo que constituye el trasfondo del pensamiento

contemporáneo, está en realidad presidida por cierta concepción de este racionalismo que,

aunque no sea precisamente contrario a la historia, constituye sin embargo una cierta

interpretación de ella. Esta interpretación, cuya importancia es inmensa para comprender el

sitio de lo irracional en la nueva filosofía, versa sobre tres temas. Helos aquí: se insiste, en

primer lugar, y no sin razón, en el parentesco estrecho que liga entre ellos al intelectualismo

idealista y al cientismo, entendido como la dictadura de la ciencia positiva; se subraya al

mismo tiempo –es el segundo tema- que el racionalismo, ya sea de tipo idealista o

positivista, es simultáneamente “una cierta concepción de la objetividad y una cierta

interpretación del sujeto del conocimiento”8: la objetividad se encuentra ahí reducida a la

                                                                                                                         5  Philosophie,  II,  9.  6  OEuvres  philosophiques  de  Newman,  traducción  de  S.  JANKELEVITCH,  Préface  et  notes  de  M.  NEDONCELLE,  Paris,  Aubier,  1945,  p.  19.  7  P.  RICOEUR,  o.  c.,  p.  86.  8  P.  RICOEUR,  o.  c.,  p.  14.  

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“Gegenständlichkeit” kantiana, mientras que el sujeto del conocimiento es concebido como

un “Bewusstsein überhaupt”, desencarnado y anónimo; el tercer tema pone al desnudo la

raíz última del racionalismo: el pecado capital de éste consiste en identificar la vida

cognoscitiva y finalmente la existencia humana entera con el concepto abstracto, o, más

exactamente, con el sistema organizado de los conceptos. La tradición racionalista ha, en

consecuencia, olvidado lo concreto y es por esto que debe ser abandonada y superada.

Examinemos esto de más cerca.

Puede parecer extraño que se puedan traer bajo un solo y mismo título, para

someterlos enseguida a una crítica idéntica, a estos dos tipos de pensamiento a primera

vista tan dispares: el idealismo y el positivismo. Sin embargo, esta aproximación no es un

simple capricho. Existe de hecho una comunidad estrecha entre estas dos corrientes, no sólo

desde el punto de vista de su estructura lógica, sino aun históricamente. El factor principal

de este parentesco reside en la idea de objetividad que evidentemente les es común y que

remonta a Kant.

¿Cuál es en efecto la naturaleza y el papel del no-yo9 o del objeto en el idealismo

postkantiano? El no-yo es por y para el yo, su aparición ejerce una función en el seno y a

favor del yo. Para descubrir la naturaleza de esta función es necesario ante todo recalcar

que lo propio del objeto es aparecer al sujeto como “Gegenstand”, en el sentido kantiano

del término, esto es, como el frente-a-frente, como lo que se tiene ante el sujeto y se opone

al sujeto a la manera de una norma y por consiguiente de un a priori, universalmente válido

para toda conciencia individual. Es cosa bien sabida que para Kant la “Gegenständlichkeit”

–que él identifica con la objetividad científica- y la “Allgemeingültigkeit” son sinónimos.

Interpretado en el cuadro de la ontología idealista, este surgir del “Gegenstand”,

llamado comúnmente “objetivación”, se comprueba como uno de los momentos más

importantes de la dialéctica viviente del espíritu. Esta dialéctica que, por virtud de un

proceso a la vez necesario e histórico, lleva a la conciencia de la humanidad a la plena

conciencia de sí, se sitúa entre dos polos. En la parte inferior tenemos la conciencia

                                                                                                                         9   Obsérvese   que   en   el   idealismo   postkantiano   la   expresión   “no-­‐yo”   está   tomada   en   un   sentido   estricto:  significa   algo-­‐distinto-­‐de-­‐la-­‐subjetividad,   esto   es,   el   objeto   psíquico   y   no   el   otro   yo-­‐distinto-­‐de-­‐mí.   El  problema  del  otro  y  de  la  intersubjetividad  casi  no  tiene  lugar  en  la  ontología  idealista.    

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empírica sensible: ésta se caracteriza por la pasividad y la ausencia de fronteras bien

definidas entre el sujeto y el objeto; la impresión sensible no es sino una modificación de la

subjetividad, donde la cualidad sentida y el sujeto que siente se entremezclan confusamente

en la unidad del puro sentir. En este estadio la conciencia no ha llegado aún a la plena

posesión de sí, puesto que se cree pasiva y determinada desde fuera, cuando en realidad es

ella una espontaneidad creadora de su objeto. Este develamiento del espíritu a sí mismo,

realizado definitivamente, es tarea de la reflexión filosófica: el objeto que se propone todo

pensador idealista es suprimir la distancia que, en la vida irreflexiva, separa al espíritu de sí

mismo. Llegado a la conciencia perfecta de sí mismo, aparece por fin para lo que él es, a

saber, el fundamento último y el último fin de todas las cosas.

Entre estos dos polos –la sensibilidad empírica por una parte, y la comprensión

filosófica final por otra- se sitúa, a los ojos del idealista, el estadio de la

“Gegenständlichkeit”, en términos más concretos, el estadio de la ciencia objetiva. En la

ciencia, en efecto, tal como fue bosquejada por Galileo y elaborada por Newton, la

conciencia humana no es puramente pasiva. La ciencia ha nacido –dice Kant en su Prefacio

a la segunda edición de la Crítica de la Razón pura, el día en que el hombre tuvo la feliz

idea de interrogar metódicamente al mundo, esto es, inteligentemente. En vez de

contentarse con coleccionar hechos, “como un escolar que se deja contar todo lo que se le

ocurre al maestro”, el sabio, después de Galileo, se dirige a la naturaleza “como un juez en

funciones que obliga a los testigos a responder a las preguntas que él les hace”10, va ante las

cosas con sus estructuras lógicas, sus a priori intelectuales, con sus hipótesis, diríamos

ahora. Por la misma razón, la “blosse Mannigfaltigkeit” de las impresiones sensibles,

empíricas y subjetivas, se encuentra superada y convertida en cierto modo en objetividad

científica, es decir, en un conjunto de leyes, caracterizadas por la “Allgemeingültigkeit” y

constitutivas de la “Gegenständlichkeit”. ¿Qué sucede, pues, en el proceso de objetivación?

Del lado noemático, el “Gegenstand” surge: ahí está ante la conciencia como una norma, lo

que quiere decir para Kant y los idealistas postkantianos, como un nudo de leyes

universales y necesarias. Por el mismo hecho –ahora del lado noético- el sujeto cognoscente

se revela a sí mismo como una conciencia universal, intemporal e impersonal, como la

fuente a priori de la legalidad que la ciencia pone a descubierto. Es así como a los ojos del                                                                                                                          10  Critique  de  la  Raison  pure,  trad.  A.  TREMESAYGUES  y  B.  PACAUD,  Paris,  Alcan,  1944,  p.  17.  

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idealista el saber científico aparece como una etapa indispensable del largo y difícil camino

que conduce al espíritu, del limbo de la sensibilidad, a la plena conciencia de sí.

Es verdad que el positivismo apenas es favorable a estas especulaciones etéreas de

la ontología idealista. Le es sin embargo muy próximo bajo ciertos puntos de vista. En una

y en otra parte encontramos la misma concepción de la objetividad. También en el

positivismo la objetividad se convierte en sinónimo de legalidad y, en último término, no es

sino un conjunto de leyes lógicas, cuyo origen está en la estructura del entendimiento. En

cuanto a la materia considerada como dato puro, como “choque experimental” o para hablar

con Brunschvicg, como “forma de exterioridad”, está al margen de toda inteligibilidad:

interesa menos aún al sabio positivista de lo que interesa al filósofo idealista. Por lo que

respecta al sujeto del conocimiento, la semejanza es también grande. En una y en otra parte

el sujeto cognoscente se transforma en una conciencia anónima e intercambiable, algo

como una estructura lógica universal, común a todos los hombres. Se puede preguntar aún

en qué se distingue a lo menos de la legalidad que define el objeto científico como tal. Y he

ahí que finalmente la conciencia humana no es más que un sector del determinismo

cósmico, una parte integrante de la ecuación del universo. Hemos pasado insensiblemente

del más desenfrenaado espiritualismo al materialismo más absoluto. Como sucede

frecuentemente, los extremos se tocan y terminan por no distinguirse.

Es preciso recordar todo esto cuando se sigue el proceso intentado por nuestros

contemporáneos al pensamiento racionalista. Lo que hace difícil este proceso a un espíritu

no prevenido es que emplea en parte la terminología del adversario. De ahí, las

exageraciones manifiestas y las ambigüedades infinitamente lamentables. Cuando le

incrimina ante el abuso del concepto, de la sistematización y del discurso, y, de modo

general, la identificación del objeto científico con la realidad humana global, se tiene en

verdad la impresión de una condenación en bloque del pensamiento conceptual y

discursivo, como si el pensamiento humano pudiese pasárselas sin el concepto, incluso

cuando medita sobre la existencia y ensaya descifrar el misterio del ser11.

                                                                                                                         11  Es  así  por  ejemplo  que,  M.  Ricoeur,  el  proceso  del  pensamiento  racionalista,  tal  como  se  encuentra  en  la  obra  de  Marcel  y  de   Jaspers,   recibe  el  nombre  de  “Critique  du  savoir”   (P.  Ricoeur,  o.   c.,  p.  48).  Se   tiende,  pues,  a  identificar  sin  más  el  saber  con  la  concepción  racionalista  del  saber.  

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Pero dejemos ahí por el momento esta cuestión de terminología que, examinada

despacio, no es sino una simple cuestión de lenguaje, como lo mostraremos más tarde en

nuestras reflexiones críticas. Queda una cosa en claro: esta interpretación del racionalismo,

de la que acabamos de bosquejar las principales articulaciones, constituye ya su

condenación. El racionalismo deja escapar lo concreto, o, como dice M. Ricoeur, “el saber

impersonal, objetivo, sistemático, deja escapar lo esencial”12.

Desde luego, lo esencial por parte del mundo, esto es, lo esencial del objeto

conocido. Reducido a simple legalidad, a un conjunto de relaciones matemáticas o lógicas

impersonales, el mundo del racionalismo se presenta como un mundo deshumanizado,

despojado de todas las significaciones y valores que lo hacen un mundo-para-el-hombre, es

decir, el lugar donde habitan los hombres, donde cada uno de ellos persigue su destino

personal en la intersubjetividad con ayuda de las cosas. El racionalismo, en efecto, ignora la

idea de valor y de destino, porque ignora la idea de subjetividad encarnada o de libertad

comprometida en el mundo.

Ilustremos esto con un ejemplo muy simple. Un hombre toma su revólver y mata a

alguien. Para la ciencia objetiva, en todo ello, no hay sino una sucesión de procesos físico-

químicos que la física y la fisiología tienen por tarea explicar de acuerdo con sus leyes. El

acto de tirar la bala toma el nombre de contracción y de distensión musculares y se reduce a

un gasto de energía; la trayectoria de la bala se calcula conforme a la cantidad de energía

liberada por la explosión de la pólvora; la muerte de la víctima no es sino el trastorno

operado por el proyectil en una estructura protoplásmica: he ahí todo lo que el biologista

capta. Ahora bien, el ademán en cuestión poseía un sentido e implicaba manifiestamente un

valor o un no-valor. Ha podido ser un acto de heroísmo: un soldado que arriesga su vida

para salvar a su patria. Podía ser también un asesinato llevado a cabo por odio, por

concupiscencia o por cobardía. De todo esto nada sabe la biología, ignora el juicio de valor.

Seguramente el psicólogo y el sociólogo irán más lejos y dirán que, para explicar el acto, es

necesario tener en cuenta los motivos, pero estos motivos no son para ellos sino

acontecimientos, hechos objetivos al lado de los otros: el valor del motivo como tal, lo que

hace y lo que funda al heroísmo como valor y a la cobardía como no-valor es ignorado por

                                                                                                                         12  P.  RICOEUR,  o.  c.,  p.  49.  

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la ciencia “objetiva”. En el absoluto rigor de los términos, no habría derecho para decir

“científicamente” que un hombre ha sido víctima de un atentado. Porque si estas palabras

tienen su sentido, es porque implican un doble juicio de valor: hablar de “víctima”, es

considerar la organización protoplásmica que fue objeto del atentado como el cuerpo de

alguien, como un bien, un valor en sí y para sí; y, por otra parte, hablar de atentado, es

considerar al otro todo protoplásmico como el autor del acto, es decir, como alguien que en

ciertas circunstancias es capaz de actuar libremente, de asumir a sabiendas sus actos.

Brevemente, la ciencia objetiva –y otro tanto se puede decir mutatis mutandis de la

ontología idealista-, al reducir el Universo a un conjunto de leyes o de relaciones lógicas,

universales y abstractas, lo despoja de su vinculación con el hombre, considerado como

existencia comprometida en el mundo; de hecho, el mundo mismo se hace un espectáculo

desarrollado ante la conciencia, un sistema lógicamente coherente tal vez, pero sin encanto

ni poesía, sin calor ni color ni consistencia sensibles. El Universo del racionalismo –dirá

Marcel- es de una “tristeza sofocante”13.

Como no hemos dejado de señalar, esta reducción del mundo es correlativa de una

reducción del sujeto, éste no es más que un espectador imparcial, anónimo e

intercambiable. Es de recalcar ahora que este empobrecimiento del sujeto no afecta

solamente a la descripción fenomenológica de la existencia, sino también y sobre todo a su

interpretación metafísica.

En el plano de la descripción fenomenológica, el intelectualismo racionalista

desconoce la verdadera condición humana, ya que no toma en cuenta fenómenos como la

encarnación, la historicidad y la intersubjetividad. Es claro que la idea de encarnación o de

“mi cuerpo” sólo tiene sentido si la corporeidad no es situada exclusivamente del lado del

objeto, no es entendida como sinónimo de “Gegenstand” –el frente a frente de la

conciencia-. Hablar de “mi cuerpo” es sobrentender una forma de corporeidad que se

encuentra del lado del sujeto, que se incorpora a la subjetividad y contribuye a constituirla;

es, en otras palabras, concebir un tipo de conciencia que no se deja definir por la

interioridad pura y translúcida, o, como lo ha dicho Merleau-Ponty, es “substituir la

                                                                                                                         13   G.  MARCEL,  Position   et   approches   concrètes   du  mystère   ontologique,   en   apéndice   de   Le  Monde   cassé,  Paris,  Desclée  de  Brouwer,  1933,  p.  258.  

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conciencia (cartesiana) por la existencia, es decir, por el ser en el mundo a través de un

cuerpo”14, como un sujeto de la percepción. Este “cuerpo mío” constituye mi “punto de

vista” sobre el mundo y hace que mi captación de las cosas presente un carácter empírico,

perspectivista y estrictamente individual. Pero suprimir la encarnación es hacer impensable

la comunión de las conciencias. No confundamos, en efecto, la simple coexistencia de una

pluralidad de ego con el fenómeno de la intersubjetividad; como ha dicho el autor que

acabamos de citar, para poder hablar de intersubjetividad, no basta que seamos “el uno y el

otro para Dios, es preciso que nos aparezcamos el uno al otro, es preciso que él y yo

tengamos un exterior y que tenga él aquí, una perspectiva distinta del Para Sí (…) una

perspectiva del Para Otro”15. El materialismo, al vaciar al hombre de su vida interior, y al

despojar el intelectualismo, su vida interior de su exterioridad corporal, ambos hacen

incomprensible la intersubjetividad. De hecho se volatiliza también la historicidad de la

existencia humana, ya que, como lo hemos desarrollado en el capítulo precedente, ésta es la

consecuencia ineluctable del carácter perspectivista e intersubjetivo que presenta nuestra

vinculación original con el mundo.

Más no es esto todo. El olvido de la encarnación lleva a consecuencias más graves

aún que las que acabamos de señalar. Ejerce asimismo una influencia nefasta sobre la

interpretación ontológica de nuestra existencia. A nuestro parecer ha sido gran mérito de

pensadores como Newman, Marcel y Jaspers, el haber mostrado que eliminando la

encarnación y por lo mismo la historicidad y la intersubjetividad que le son conexas, el

racionalismo terminó de vaciar la realidad humana de su substancia ontológica y de su

referencia intrínseca a lo Trascendente. Reducir la persona humana a un espectador

exangüe, imparcial y anónimo, es destruir la idea misma de persona, es reducir al hombre a

un ser sin alma y sin destino, para el que la vida “no rima con nada”, porque, en fin de

cuentas “no hay nada que hacer”. De ahí la importancia en metafísica del tema blondeliano

de la “acción”. La exterioridad que el “cuerpo mío” me confiere, no es simplemente, como

lo ha creído el intelectualismo, una imperfección o una limitación para la vida interior: es

también lo que nos ancla en lo real, nos permite realizarnos como individuos concretos en

                                                                                                                         14  M.  MERLEAU-­‐PONTY,  Phénoménologie  de  la  Perception,  Paris,  Gallimard,  1945,  p.  357  en  nota.  15  M.  MERLEAU-­‐PONTY,  o.  c.,  pp.  VI,  VII.  

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medio de un mundo real y con la ayuda de este mundo16. La encarnación contribuye a

insertarnos en el ser, a hacernos participar en el misterio del ser (en el doble sentido del

tener y del tomar parte). Porque, encarnada, la vida reviste el sentido de una “prueba”, pero

la idea de prueba es inseparable de la destino y de valor. De ahí, la idea cara a Marcel, de

considerar el “ser encarnado” como “el punto central de la reflexión metafísica”17.

Hay, pues, lugar para creer que el tema de la encarnación no posee simplemente un

valor fenomenológico, sino más aún un valor ontológico incontestable: es lo que deberá

decidir la continuación de este estudio.

Pasemos ahora a la parte positiva de nuestro proceso. El pensamiento racionalista no

puede ser superado de modo definitivo por una crítica principalmente negativa, tendiente

ante todo a denunciar sus lagunas. Después de haber mostrado que el racionalismo deja

escapar lo esencial, queda por develar lo esencial mismo. Veamos, en consecuencia, cómo

cree la filosofía contemporánea encontrar o columbrar al menos las dimensiones

ontológicas de nuestro ser a partir de la existencia humana concreta, y especialmente a

partir del fenómeno de la libertad encarnada, de la intersubjetividad y de la situación

histórica18.

                                                                                                                         16  No  pretendemos  que  esta   idea  de  que   la  encarnación  nos  ancla  en   lo   real,   se  apropia  de  Marcel.   Se   le  encuentra   ya   en   Santo   Tomás,   para   quien   la   materia   nos   individualiza.   Está   presente   en   el   centro   de   la  fenomenología   elaborada   por  Merleau-­‐Ponty   y   está   presente   también   en   Sartre.   Pero   estos   dos   autores,  dada  su  actitud  en  extremo  negativa  en  materia  de  metafísica,  casi  no   la  han  utilizado  para  profundizar   la  dimensión  ontológica  de  la  existencia  humana  y  de  su  vinculación  con  el  Trascendente  divino.  17  G.  MARCEL,  Du  refus  à  l’invocation,  Paris,  Gallimard,  1940,  p.  19.  18  Esto  equivale  a  decir  que  la  historicidad,  que  ocupa  un  lugar  importante  en  la  obra  de  Marcel  y  de  Jaspers,  aparece  ahí  generalmente  bajo  una  luz  distinta  de  la  de  Merleau-­‐Ponty  y  la  de  Heidegger.  En  estos  últimos  es  considerada  ante  todo  como  una  estructura  existencial  que  repercute  sobre  la  elaboración  de  la  verdad  y  del  valor.  En  Marcel  y  Jaspers  por  el  contrario  la  historicidad  es  considerara  muy  frecuentemente  como  una  situación  dramática,  y  en  tal  sentido  es  un  índice  de  nuestra  dimensión  ontológica.  

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3. SUPERACIÓN POSITIVA DEL RACIONALISMO: LA EXISTENCIA Y SU

VINCULACIÓN CON LO TRASCENDENTE

Al abordar este tercer punto, tocamos el nudo del problema que constituye el objeto

de este capítulo y que es precisar la naturaleza y el valor de lo irracional en la filosofía

contemporánea y de modo especial en la epistemología contemporánea.

¿Por qué citar aquí la epistemología? Es que el problema de lo irracional es doble:

presenta un aspecto noemático y un aspecto noético simultáneamente. No basta mostrar que

el ser, tomado en su inagotable concreción es irreductible a un andamiaje de conceptos; que

hay, en el seno de la existencia y de la órbita existencial que es nuestra, realidades y

componentes existenciales que escapan al alcance de la idea clara y distinta, sin que estén

por ello desprovistos de sentido; éste es, si se quiere, el lado noemático del problema. Es

necesario además elucidar la naturaleza de los actos noéticos que nos abren a este nuevo

noema, nos disponen a realizar en él el sentido verdadero y nos permiten “pensarlo”, es

decir, integrarlo en una razón amplificada y comunicable. En términos más concretos, ¿cuál

es el comportamiento noético por el que llegamos a asegurarnos de la solidez de los valores

a los que nos adherimos, del carácter encarnado de nuestra libertad, de la paradoja de la

intersubjetividad, o aún de nuestra inserción en el ser, del sentido que presenta el misterio

del ser, y finalmente de nuestra vinculación a Dios? Tal es en realidad la cuestión crucial de

toda filosofía que, para salir del callejón sin salida racionalista, pretende abandonar la

primacía del concepto, o hablar con los modernos, “la primacía del conocimiento”19.

Sin duda, esta última expresión es ambigua y puede inducirnos a ver en ella una

concesión inútil y peligrosa al adversario que se combate. El vicio radical del racionalismo,

¿no consiste precisamente en identificar el conocimiento con el concepto abstracto, cuando

que, como los antiguos lo habían ya subrayado, el concepto no es en realidad sino un

instrumento, un “médium quo” en el seno y al servicio del conocimiento, el cual es, siempre                                                                                                                          19   Recordemos   el   texto   de  Merleau-­‐Ponty,   citado   en   varios   pasajes   del   capítulo   precedente:   “La   relación  (primera)  del  sujeto  y  el  objeto  no  es  ya  esta  relación  de  conocimiento  de  que  hablaba  el  idealismo  clásico  y  en   la  cual  el  objeto  aparece  siempre  como  construido  por  el  sujeto,  sino  una  relación  de  ser  según   la  cual  paradójicamente  el  sujeto  es  su  cuerpo,  su  mundo  y  su  situación,  y,  en  cierto  modo,  se  intercambia”  (Sens  et  Non-­‐sens,  pp.  143  y  144).  

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y de lleno, visión de lo concreto? Pero, nuevamente, dejemos por el momento esta cuestión

de terminología, aunque no sea una mera cosa de lenguaje, y reservemos nuestras críticas

para más tarde. Retengamos que el punto crucial del problema que nos ocupa es

perfectamente de orden epistemológico: es para ampliar el campo de la verdad y del

conocer, que los modernos abandonan la primacía del concepto o del conocimiento e

introducen (Befindlichkeit en Heidegger, la angustia ante las situaciones límites en Jaspers,

la esperanza en Marcel) la opción libre, principalmente bajo la forma de una elección moral

(por ejemplo la acción en Blondel, la fidelidad y el amor en Marcel), inclusive actitudes de

carácter más o menos religioso (como el recogimiento y la fe). Que, al hacerlo, se corra el

riesgo de caer en el sentimentalismo romántico o en una forma nueva de voluntarismo

fideísta, nadie lo negará. No es tal, sin embargo, la intención de los autores que nos ocupan

–ya lo hemos mostrado-. Pero es, no obstante, la cuestión delicada y difícil, que deberá

guiar en adelante nuestra investigación.

Quisiéramos hacer esta investigación del modo más objetivo posible. La cosa es

tanto más importante, cuanto más se piensa en que la aporía con que se debate el

pensamiento contemporáneo no le pertenece en propiedad. Está en el corazón de toda

filosofía que tiene la preocupación de lo concreto y que no quiere reducir el mundo de lo

inteligible a un sistema organizado de conceptos abstractos o a un encadenamiento lógico

de juicios predicativos de suyo evidentes y autosuficientes, a la manera de Spinoza o de

Leibniz. Procuremos, pues, seguir a nuestros contemporáneos en su esfuerzo por superar el

racionalismo. No es propósito nuestro entrar en los detalles de las obras, sino sobre todo

derivar del dédalo de las descripciones, demasiado huidizas con frecuencia, y bajo una

terminología que no presenta siempre ni la nitidez ni la firmeza deseables, la intención

profunda, el impulso del “pensamiento pensante” que las anima.

Puesto que el pecado del racionalismo consiste ante todo en dejar escapar lo

concreto, dejando escapar así lo esencial, no hay sino una manera de refutarlo

verdaderamente: volver deliberadamente a lo concreto y a la experiencia de lo concreto. Es

necesario precisar aun lo que se entiende por concreto y por experiencia de lo concreto. En

efecto, hay un concreto que en realidad no es –como Hegel lo vio muy bien- sino el más

temible de los abstractos: es el hic et nunc de la experiencia sensible, la localización de las

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cosas en el tiempo y en el espacio. Si la percepción visual, en el sentido clásico del término,

me permite distinguir a Pedro de Pablo por su localización hic et nunc en el espacio-tiempo,

no me entrega con ello la dimensión ontológica de la existencia humana. Otro tanto se

puede decir de los hechos concretos que la ciencia empírica tiene por tarea hacer surgir y

multiplicar siempre más, gracias a los métodos de investigación más y más avanzados. Lo

hemos mostrado más arriba: la ciencia objetiva empobrece lo real y, en este sentido, el

objeto científico es un “abstracto”.

Inútil volver a ello. Pero hay una segunda acepción del término “concreto”, el que

mostramos aquí y que puede ser llamada su acepción rica y filosófica. Por “concreto”

entendemos ahora lo real en toda su concreción. Este concreto auténtico es desde luego el

ser singular en tanto que envuelve en una unidad indisoluble una multiplicidad inagotable

de aspectos, de significaciones o, si se quiere, una infinidad de maneras de manifestarse; lo

concreto es en seguida y simultáneamente este mismo ser singular en tanto que él remite –

gracias a una infinidad de vínculos, no externos y superficiales, sino anclados en lo real

mismo- al conjunto de los seres y compone con ellos el ser-en-totalidad. Es necesario,

además, subrayar que estos dos términos “conjunto” y “totalidad” son inadecuados, ya que

parecen insinuar que el “ser-en-totalidad pudiera ser encontrado por un proceso de adición,

cuando que es sobre todo “el conglobante último” que envuelve y sostiene la diversidad de

los seres singulares y los hace posibles como tales20.

Este sentido rico del término “concreto” ha sido llamado por nosotros mismos

filosófico, queriendo expresar que es el propio de la filosofía; la intención originaria y

profunda de ésta es precisamente recuperar este verdadero concreto al que el pensamiento

humano no cesa jamás de tender, pero, al que la ciencia empírica deja forzosamente

escapar. Así, en su advertencia a la traducción de La Phénoménologie de l’Esprit de Hegel,

M. Jean Hyppolite anota con razón que “es una conquista de lo concreto que nuestro

                                                                                                                         20  Se  sabe  que  la  idea  de  “conglobante”  (das  Umgreifende)  juega  un  papel  importantísimo  en  la  filosofía  de  Jaspers.  Está   ligada  a   la   idea  de  horizonte,  pero  no  es  sinónimo  de  ella:  “el  conglobante  es   lo  que  engloba  todo  horizonte  particular,   o  mejor:   es  pura   y   simplemente   lo  que  en   cuanto   conglobante  no  es   ya   visible  como  horizonte”.  Hay  asimismo  como  un  doble  conglobante:  hay  “el  propio  ser  que  es  todo,  ser  en  el  cual  y  por   el   cual   existimos”,   pero   hay   también   “el   conglobante   que   somos   nosotros   mismos   y   en   el   cual  encontramos  cada  género  definido  del  ser”  (Vernunft  und  Existenz,  Groningue,  Wolters,  1935,  pp.  28-­‐29).  Cf.  también  K.  JASPERS,  Descartes  et  la  Philosophie,  trad.  por  H.  POLLNOW,  Paris,  Alcan,  1938,  p.  17,  n.  l.    

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tiempo, como todos los tiempos sin duda, se esfuerza por encontrar en filosofía”21. En el

mismo sentido, M. Aimé Forest ve en la reconquista de lo concreto “la originalidad del

pensamiento metafísico” y define lo concreto, a la zaga de Bergson: “este infinito que se

presta a una apreciación indivisible y a una enumeración inagotable”22. Para designar este

sentido filosófico de esta palabra “concreto” los antiguos se servían preferentemente del

término “ser”, y definían la metafísica, por esta razón, como la búsqueda del ser,

entendiendo por éste tanto el ser de los seres singulares como el ser-en-su-conjunto.

Lo que acabamos de decir de lo concreto vale parecidamente para su correlato

noético, es decir, para el acto por el cual captamos lo concreto como tal. Para designar este

acto, se ha utilizado en todos los tiempos la palabra “experiencia”. El empirismo consiste

precisamente en no reconocer más experiencia que la experiencia sensible o científica. Pero

existe asimismo otro sentido abierto, y puede decirse que la historia de la filosofía después

de Bergson está dominada por una ampliación progresiva de la idea de experiencia. En este

momento tal idea se ha convertido en sinónimo de “existencia”, en el sentido moderno del

término: sirve para señalar de un modo general la comprobación misma de nuestra

existencia como libertad personal y encarnada, comprometida en el mundo y llamada a

realizarse en la intersubjetividad. En este sentido M. Le Senne ha podido escribir que “la

filosofía es la descripción de la experiencia”23 y que “el conocimiento está encerrado en la

experiencia”24, ya que no es la totalidad de nuestra existencia, sino una de sus

manifestaciones, que procede de la existencia y en ella se termina, contribuyendo de esta

manera a realizarla. También en este sentido Marcel dirá de su propia filosofía: no ha sido

sino un largo y difícil esfuerzo para “tener acceso a un empirismo superior y hacer justicia a

esta exigencia de lo individual y de lo concreto que llevo en mí. En otros términos, la

experiencia, lejos de ser un trampolín, ¿no era para mí la tierra prometida?”25. Este poder

que el hombre posee de abrirse a lo concreto y de reconocerlo en su inagotable densidad,

gracias a un cierto consentimiento, es llamado por Newman el “asentimiento a lo real” por

                                                                                                                         21  La  phénoménologie  de  l’Esprit,  trad.  por  Jean  HYPPOLITE,  Paris,  Aubier,  1939,  t.  I,  p.  VII.  22  A.  FOREST,  Du  consentement  à  l’etre,  Paris,  Aubier,  1936,  p.  18.  23  R.  LE  SENNE,  Obstacle  et  valeur,  Paris,  Aubier,  1934,  p.  5.  24  Ibidem,  p.  9.  25  G.  MARCEL,  Regard  en  arrière,  en  la  publicación  colectiva:  Existentialisme  chrétien,  Gabriel  Marcel,  Paris,  Plon,  1947,  p.  226.  

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oposición al “asentimiento nocional”. Se sabe que esta última distinción preside toda la

dialéctica de la Grammar of Assent.

La filosofía contemporánea está, posiblemente más que ninguna otra, obsedida por

esta preocupación de lo concreto. Esto se ha dicho en todos los tonos, pero no es seguro que

siempre se haya subrayado suficientemente su alcance. Si para elaborar una teoría del ser y

de la verdad, se ha puesto el acento en el carácter de unicidad de la libertad (das Charakter

der Jemeinigkeit en Heidegger, der Einzige en Jaspers), y si se ha recurrido al sentimiento,

a la opción, a la fe inclusive, es porque en ellas se han visto o los aspectos existenciales o

los elementos constitutivos o las posibilidades fundamentales (y reveladoras en

consecuencia) de la existencia concreta en tanto que tal. En otros términos –y esto es

capital- si el pensamiento contemporáneo abandona la primacía del concepto y del

conocimiento, no es para sustituirlo con el primado del sentimiento, o de la voluntad, o de

la fe, sino con el de la existencia. Por ello se diferencia profundamente tanto del

sentimentalismo romántico como del subjetivismo voluntarista o fideísta. Su intención

profunda es anunciarse como una filosofía existencial, para la que la existencia significa el

dato significante originario, es decir, la vía de acceso a lo concreto. ¿Cómo hay que

entender esto y bajo qué condición puede asumir este papel la existencia?

Y desde luego no se trata –lo hemos ya señalado- de reducir el trabajo filosófico a

las dimensiones de un “Journal intime” o de un análisis fenomenológico de la condición

humana; el esclarecimiento de la existencia no es el objeto último de la meditación

filosófica, sino su “punto central”, diría Marcel, su “medio” diría Jaspers, “gracias al cual

todo lo que es ser se convierte en último término en ser-para-nosotros”26. En este sentido la

existencia es a su vez un conglobante: a saber, el conglobante que somos nosotros y en el

cual encontramos cada género definido del ser”27. Pero la filosofía no se queda en este

“conglobante que nosotros somos”, puesto que nuestra misma existencia, en virtud de lo

que Marcel llama su “peso ontológico”, nos lleva a trascendernos, a abrirnos a “la

Trascendencia”, es decir al Ser que se basta a sí mismo (Dios), para encontrar en él la Paz,

                                                                                                                         26  K.  JASPERS,  Vernunft  und  Existenz,  p.  29.  27  Ibidem,  p.  29.  

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la Dicha y la Unidad verdaderas, en una palabra para ser verdaderamente28. Si tiene “la

existencia por centro –dirá Jaspers-, la filosofía que procede del seno de la existencia

posible (aus möglicher Existenz), no tiene la existencia como objeto último”29.

Pero, si la existencia humana concreta representa para la filosofía la vía de acceso al

ser, no puede, al parecer –asumir dignamente este papel sino cuando el filósofo la considera

en lo concreto, más exactamente, cuando él consiente en “realizarla” en toda su concreción,

en pasar él mismo por la prueba de la existencia. La existencia, en efecto, no es en manera

alguna una realidad totalmente hecha, fácil de considerar o de contemplar: no es un

“Gegenstand”, un frente a frente, algo como un espectáculo que se desarrolla bajo nuestra

mirada; no es un “problema” que pueda ser resuelto sin ningún compromiso de nuestra

parte, ni menos una idea abstracta, pensada en nosotros por un Logos impersonal. Su ser es

fundamentalmente un “poder ser”, un llamado a ser, una invitación a hacernos.

Es “mögliche Existenz”, dirá Jaspers, una “libertad”, dirá Marcel, que desde luego y

ante todo es el poder de afirmarse y de negarse a sí misma”30. En términos heideggerianos:

el “sein” del hombre es un “zu sein”, lo que Sartre ha traducido por la frase bien conocida:

“el hombre tiene que ser”. No es que este poder que reside en nosotros para hacernos o

deshacernos, para seguir la pendiente de la existencia inauténtica o falsa o para elevarnos

hacia la autenticidad, carezca de límites y se baste a sí mismo. La libertad humana es una

libertad situada, comprometida, condicionada por la participación, es decir, por la

necesidad de tomar y de tener parte.

En otros términos, la existencia es un compuesto (no una suma) de pasividad y de

actividad. Se afirma como una tensión dialéctica de la situación y de la libertad, que no hay

que representarse como dos entidades yuxtapuestas, sino como dos momentos

significativos que se esclarecen y se constituyen mutuamente, en virtud de una oposición

que obra al mismo tiempo su vinculación. Esta es, por lo demás, una idea muy tradicional

en filosofía. Un límite no se comprueba como tal límite ni un obstáculo como tal obstáculo

sino en el esfuerzo por trascenderlos y, recíprocamente, el movimiento de superación                                                                                                                          28   Se   sabe   que   el   término   “trascendencia”   en   la   filosofía   contemporánea   significa   tanto   el   acto   de  trascender,  de  sobrepasar,  como  hacia  lo  que  la  conciencia  humana  se  trasciende.  29  K.  JASPERS,  Philosophie,  I,  p.  27.  30  Du  refus  à  l’invocation,  p.  40.  

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indefinida que nos obsesiona y que confiere a nuestro ser una dimensión ontológica, no

podría aparecer como tal, si faltase el obstáculo que superar31. Pero, si somos un compuesto

de pasividad y de acción, una dialéctica viviente de la situación y de la libertad, se

comprende que entre los “existenciales” que integran nuestra existencia y contribuyen a

manifestarla por sí misma y a develar el sentido que detenta, está el que pertenece sobre

todo al registro de la pasividad y de la situación, además del de la acción. Entre los

primeros hay que contar los sentimientos y las pasiones que Heidegger ha colocado bajo el

rubro de la Befindlichkeit o de la “Stimmung”: como la angustia y el gozo, la desesperación

y la esperanza. A la segunda serie pertenecen, por el contrario, elementos como la opción

moral, el respeto a los otros, la fidelidad y el amor, y finalmente la fe.

Aclaremos esto con algunos ejemplos, ya que evidentemente es imposible entrar en

los detalles. Por lo demás, los temas que nos ocupan al presente son conocidos

suficientemente del lector para dispensarnos de una exposición sistemática y proceder más

bien por alusiones.

Es difícil encontrar un término francés que traduzca exactamente lo que Heidegger

entiende por la Befindlichkeit. La palabra “sentimiento” hace pensar en una facultad

afectiva distinta o en un comportamiento afectivo determinado frente a un objeto particular,

como por ejemplo el miedo frente al enemigo o la tristeza del estudiante ante un fracaso. La

Befindlichkeit nos lleva en realidad más acá o más allá de la determinación y designa un

sentimiento general y profundo que concierne a la existencia en totalidad. Es un

“existencial”, es decir, un elemento constitutivo de la existencia en tanto ésta aparece a sí

misma, no como una serie de comportamientos determinados ante objetos particulares, sino

como una unidad global y originaria, situada en e investida por el ser-en-totalidad32.

Gracias a la Befindlichkeit yo me siento y me sé situado (sich befinden) en el ser en general.

Representa la comprobación misma de mi presencia en el ser, ya que en esta Stimmung que

es la Befindlichkeit, me siento determinado o afectado (bestimmt) por lo real-en-totalidad,

al mismo tiempo que experimento mi connivencia con él, como si estuviese ya determinado

                                                                                                                         31   Es   éste   uno   de   los   temas   fundamentales   de   la   filosofía   de   R.   Le   Senne,   principalmente   en  Obstacle   et  valeur.    32  Es  lo  que  hace  que  el  hombre  aparezca  a  sí  mismo  como  un  animal  metafísico,  abierto  al  ser  y  capaz  de  plantear  la  cuestión  del  “sentido  del  ser  en  general”.  

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(gestimmt) con respecto a él33. Esta Befindlichkeit puede revestir múltiples modalidades,

unas más bien negativas (la angustia, el tedio, la desesperación), otras más bien positivas

(el gozo, la esperanza, la paz).

Se conoce la importancia de la angustia en la filosofía actual. Heidegger la

considera inclusive como la “Grundbefindlichkeit”. Es sobre todo en la angustia que el

hombre se da cuenta de que el comercio que él sostiene con los seres particulares y que

definen su vida cotidiana (su profesión, su vida social y política), no agota su vida. Es

necesario que todo se hunda, que los seres particulares pierdan todo sentido y todo valor,

para que el hombre se despierte a sí mismo y se haga disponible para “la cuestión

fundamental de la filosofía”, la de saber si “la vida vale o no vale la pena de ser vivida”34.

Por otra parte, es una verdad reconocida desde hace mucho tiempo que la cercanía de la

muerte posee el poder misterioso de sacudirnos y de suscitar en nosotros el sentido de la

seriedad de la vida. Lo que no significa sino que, en la vista angustiosa de la muerte, me

siento colocado ante mi propia responsabilidad, me doy repentinamente cuenta de que no

son los acontecimientos mundanos, mis éxitos o mis fracasos, los que han de decidir

finalmente el sentido de mi vida, sino más bien lo que yo hago o haré de mi vida: ante la

muerte estoy como en soledad conmigo mismo y, en esta soledad, me percibo como

totalidad. Pero, este aislamiento que me despierta a mi “unicidad”, no debe confundirse con

la frivolidad del narcisismo: éste me encierra en mí mismo en un sentimiento de vana

complacencia y de autosuficiencia; por el contrario, la angustia me lanza hacia el misterio

de mi existencia y de mi vinculación con el ser; la soledad frente a la muerte me hace

comprender, o presentir por lo menos, que no soy yo ni el fundamento ni la norma última

del valor, que la vida auténtica no consiste en hacer no importa qué o, como lo expresó

Dostoievski, que “no todo está permitido”, como si mi existencia tuviese un sentido que

permanece en mí pero que no viene únicamente ni en último término de mí.

La angustia ante la muerte no está ausente de la obra marceliana, pero no ocupa ahí

un lugar relevante. Por lo demás, encuentra un equivalente en el tema, caro a Marcel, de la

desesperación del hombre moderno, condenado a vivir en un mundo mecanizado en

                                                                                                                         33  Cf.  W.  BIEMEL,  Le  concept  de  monde  chez  Heidegger,  Louvain,  Nauwelaerts,  1950,  pp.  96  ss.  34  A.  CAMUS,  Le  mythe  de  Sisyphe,  Paris,  Gallimard,  1942,  p.  15.  

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extremo y que tiene como “eje la función”. “La vida en un mundo que tiene como eje la

función –nos dice Marcel-, está expuesta a la desesperación, porque en realidad este mundo

está vacío, porque suena hueco”35. Sin duda, en la medida en que es aceptada la

desesperación, atrofia las “capacidades de admiración” y reduce al silencio la “exigencia

ontológica”; pero posee también, si no nos dejamos burlar por ella, una fuerza tónica y

purificante. Existe, en efecto, un tipo de desesperación que contiene en germen la

esperanza, porque es ya un modo de rehusar la situación desesperada, de reconocer por

ejemplo que una vida mecanizada y funcionalizada no puede satisfacernos, porque hay más

en nosotros. “El mayor obstáculo que en realidad se opone al desenvolvimiento de la fe, no

es la desdicha, sino la satisfacción”36. El desesperado rompe el círculo de la inmanencia que

es el estado de satisfacción y anticipa así el movimiento de trascendencia. Esta misma idea

está desarrollada abundantemente en Jaspers en el tema del “fracaso”. El fracaso es la

atestación vivida de que nada aquí abajo puede satisfacernos, de que el hombre no es en fin

de cuentas ser-en-el-mundo, sino ser por Dios y para Dios. “En el fracaso –escribe-

encontramos la comprobación del ser”37. “El no-ser, revelado por el fracaso, de todo ser

que nos es accesible, es el Ser de la Trascendencia”38. Esta importancia concedida a la

afectividad negativa, principalmente a la angustia, a la desesperación, a la situación

dramática, a la “historicidad de lo real en general”, considerada como “la situación-límite

universal de todo ser empírico”39, ha sido la fuente de numerosos malentendidos. Se ha

hablado de un nuevo nihilismo, de una filosofía de la nada y del pesimismo: esto sería

juzgar a la ligera y confundir las cosas. La angustia no es en la filosofía existencial un

terminus ad quem sino un terminus a quo, el equivalente en cierto modo a la duda metódica

en el cartesianismo. Es a través de la duda como el hombre llega a la certidumbre. Ya sea

especulativa o existencial, la duda es el primer obstáculo que vencer; ya que posee el poder

de despertarnos a nosotros mismos y contribuye de tal modo a develar el sentido de la

existencia.

                                                                                                                         35  Positions  et  approches,  en  apéndice  a  Le  monde  cassé,  p.  259.  Este  mundo  es  de  una  “tristeza  sofocante”  (p.  258),  es  como  un  “mundo  roto”.    36  G.  MARCEL,  Etre  et  Avoir,  Paris,  Aubier,  1935,  p.  317.  37  Philosophie,  III,  p.  237.  38  Ibidem,  p.  234.  39  Cf.  M.  DUFRENNE  y  P.  RICOEUR,  Karl  Jaspers  et  la  philosophie  de  l’existence,  Paris,  Ed.  du  Seuil,  1947,  p.  193.  Como  lo  hemos  señalado  más  arriba  (n.  18),  la  historicidad  es  aquí  considerada  como  índice  de  nuestra  dimensión  metafísica  y  de  nuestra  vinculación  con  un  permanente  ontológico.  

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Si los sentimientos negativos constituyen el terminus a quo de la dialéctica

existencial, los sentimientos positivos correspondientes, como la esperanza, el gozo y la

paz, representan el terminus ad quem. Lo que los primeros expresan en hueco, a modo de

carencia, los últimos lo ponen de relieve, no siendo más que la prueba de la plenitud de la

existencia lograda.

Al producir en nosotros la seguridad de que estamos en la autenticidad de la verdad

y de la luz, llevan consigo el sentimiento vivo del Ser encontrado y poseído. Constituyen de

cierto modo la respuesta, no especulativa sino existencial, del Ser en persona al llamado

que le dirigimos desde el fondo de la angustia, y a la confianza que le depositamos al

consentir en la exigencia ontológica. En este sentido Lagneau ya había dicho: “la prueba de

la existencia de Dios, es la dicha que hace posible la vida moral y de ella resulta”40.

Acabamos de hablar de consentimiento. En efecto, el paso de la existencia

desgarrada (que se manifiesta en la angustia) a la plenitud existencial del ser encontrado

(que se devela en el gozo y la paz), no se opera sin un consentimiento de parte nuestra.

“Una filosofía –escribe Marcel- que rehúsa tomar en cuenta la exigencia ontológica es (…)

posible”41, pero “mutila la vida espiritual en su raíz última”42. Es aquí donde se sitúa el

papel de la acción, de la opción moral y de la fe. Sin duda el consentimiento libre estaba ya

presente en el reconocimiento de la angustia como llamado a la autenticidad, y presente

permanece en la alegría de la existencia cumplida, porque ésta no es nada más un estado de

alma pasivamente sufrido, sino sobre todo la liberación definitiva de la libertad. Sólo que

esta misma liberación es obra de la libertad, no de una libertad vuelta sobre sí misma y

obrando a su antojo (libertad no es sinónimo de arbitrario), sino de una libertad que es

plenamente consentimiento en el valor, docilidad, disponibilidad, fidelidad al ser que nos

sustenta y engloba. Por lo demás esto está ya contenido en la idea misma de participación:

participar no es para nosotros simplemente “tener parte”, sino más bien “tomar parte”. Si el

hombre no es una cosa y si el ser que nos engloba no es una suma de cosas, es claro que

nuestra vinculación con el ser y nuestro crecimiento en el ser no pueden traducirse en

categorías tomadas en préstamo al mundo de la causalidad física, sino que pertenece más

                                                                                                                         40  J.  LAGNEAU,  Célèbres  leҫons,  Paris,  Presses  Universitaires,  1950,  p.  293.  41  Position  et  approches,  p.  262.  42  Ibidem,  p.  263.  

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bien al orden del diálogo, del intercambio, de la comunión. Esta participación, entendida

como una comunión, no es, en consecuencia, una manifestación particular de nuestra

existencia, constituye su estructura general, su situación fundamental. Se encuentra en todas

las partes en que efectuamos nuestra presencia en el ser: está ya presente en el sentir, que es

como la primera forma de la participación43, se hace manifiesta sobre todo en los

comportamientos constitutivos de la intersubjetividad (la fidelidad, el amor, la atestación

creadora)44, es asimismo la esencia de la fe que nos une al Tú absoluto, a Dios.

Esta vinculación dialéctica del “tener parte” y del “tomar parte” constituye la idea

central del pensamiento marceliano, y es, por otra parte, común en la filosofía

contemporánea45. En Marcel, se expresa en la forma más clara en el tema de la “fidelidad

creadora”. El hombre se crea en la fidelidad. Existir para nosotros, no es proclamar sobre

todos los tejados nuestra autonomía, no es tampoco encerrarnos en el amor-propio o en

nuestro “tener”, aun el más espiritual: “La idea de autonomía (…) va ligada a una especie

de reducción o de particularización del sujeto”46; en cuanto al “tener”, éste nos endurece,

nos corta de nuestras raíces verdaderas, nos torna “impermeables”47. Ex-istir

auténticamente, es ante todo abrirnos, en una fidelidad incansable, al mundo de los valores

y al misterio del ser que nos sostiene y nos nutre. Es en la fidelidad a la inspiración donde

el genio persigue su vocación y contribuye a transformar a los hombres y al mundo. Es en

la fidelidad del amor donde descubrimos la unicidad del tú y su dignidad personal así como

nuestra propia dignidad, donde nosotros descubrimos, en una palabra, que el hombre no es

una cosa, ni un instrumento, sino un fin en sí. Todo ocurre como si la intersubjetividad

fuese un misterio de intercambio creador, y éste explica la fuerza del testimonio viviente o

de la atestación creadora”. En fin, es en la fidelidad de la fe donde el hombre reconoce y

descubre al Trascendente por quien y para quien existe en fin de cuentas.

                                                                                                                         43  Es  el  tema  de  Existence  et  objetivité,  dado  en  el  apéndice  del  Journal  Métaphysique  de  Marcel,  pp.  309  ss.  44  Du  refus  à  l’invocation,  pp.  192  ss.  45  Esta  concepción  de  la  participación  es  igualmente  la  de  Lavelle  y  Le  Senne.  Se  encontraba  ya  en  Lagneau  y  Blondel.  46   Etre   et   Avoir,   p.   253.   La   autonomía   es   una   forma   de   “autocentrismo”,   por   ello   es   lo   contrario   de   la  verdadera   libertad  que   consiste   en   liberarnos,   en   crearnos,   abriéndonos,   en   la   fidelidad   y   el   amor,   “a   las  profundidades  del  ser  en  el  cual  y  por  el  cual  somos”  (Du  refus  à  l’invocation,  p.  89).  47  Etre  et  Avoir,  particularmente  pp.  252  ss.  El   tener  es  una   forma  de   la  enajenación.  En  el   tener  yo  estoy  como  poseído  por  mis  posesiones.  

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Lo que precede nos permite comprender ahora la importancia del tema de la fe en la

filosofía actual.

Notemos en principio que esta palabra “fe” toma aquí un sentido mucho más amplio

que el de creencia religiosa. Esta es la forma más alta de la fe. Aún si –tal es el caso para

Marcel- la fe religiosa es entendida en un sentido plenamente cristiano y nos introduce en

un orden estrictamente sobrenatural, queda no obstante como una manifestación de nuestra

existencia, y debe, por ello, encontrar su prefiguración y su preparación lejana en esta

misma existencia, ya que en caso contrario tendría la forma de un accidente o de una

anomalía y jamás se podría anunciar como constituyendo la plenitud existencial última.

Existe, pues, una acepción amplia del término “fe”, tomado como término analógico, que es

la que nos permitirá precisamente “pensar” la fe religiosa y elaborar una filosofía (y

ulteriormente una teología) de la religión. Si la fe cristiana posee un sentido para nosotros,

es que nuestra existencia está de parte a parte atravesada por la fe, en el sentido amplio y

existencial del término. Esta es un constitutivo general y fundamental de la existencia

humana, enteramente como la participación, el intercambio y la comunión de que hablamos

más arriba48.

Por fe se entiende ahora el poder que reside en nosotros para reconocer un

“indubitable no lógico o racional sino existencial”49, un indubitable, por consiguiente, que

escapa a la verificación científica u objetiva, pero que aparece a la reflexión como un dato

significativo originario y central. Es claro que este indubitable no es, nuevamente, sino la

existencia, reconocida como “un misterio” en el cual nos encontramos comprometidos.

Pero, ¿por qué servirse de la palabra “fe”? Precisamente para decir que el

comportamiento noético que conduce al aseguramiento de este indubitable existencial, no

                                                                                                                         48  Lo  que  acabamos  de  decir  del  término  “fe”  vale  asimismo  para  su  correlato  noemático,  “el  misterio”.  Si  el  misterio  cristiano  puede  tener  un  sentido  para  nosotros,  es  porque   la  existencia  como  tal  pertenece  ya  al  orden  del  misterio  en  su  sentido  amplio.  El  racionalismo  rechaza  el  misterio  religioso  porque  comienza  por  reducir  la  existencia  a  un  objeto  científico  o  a  una  idea  clara  y  distinta.  Hacia  el  final  de  Position  et  approches  (p.   300),   respondiendo   a   la   objeción   que   podría   hacérsele   de   laicizar   el   término   “misterio”,   G.   Marcel  escribe:  “Una  revelación,  cualquiera  que  sea,  no  es  después  de  todo  pensable  sino  en  tanto  se  dirige  a  un  ser  comprometido,   en   el   sentido   que   yo   he   procurado   definir,   esto   es,   que   participa   en   una   realidad   no  problematizable  y  que   lo   funda  en  tanto  que  sujeto”.  Una  realidad  de  este  género  es   lo  que  Marcel   llama  “misterio”  por  oposición  a  un  “problema”.  49  Du  refus  à  l’invocation,  p.  25.  

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puede ser descrito ni en términos de pura pasividad, ni en términos de racionalidad

cartesiana.

La existencia, en efecto, en su cualidad de subjetividad encarnada y situada, no es ni

un “Gegenstand”, ni una idea. Se presenta como un llamado a ser, como una participación

que afrontar. Es una “prueba” y toda prueba “invita a traicionar”, escribe M. Ricoeur en su

comentario sobre Marcel50. Por lo tanto, el pleno reconocimiento de este indubitable no

puede hacerse sino cierto consentimiento de nuestra parte, si cierta abertura libremente

aceptada, algo como un acto de confianza o de fe en el misterio del ser que nos sustenta y

siempre está ahí. Tanto el materialismo, que reduce la existencia a un nudo de procesos

objetivos “en tercera persona”, como el idealismo, que hace de ella una dialéctica

impersonal que se desarrolla en nosotros sin nosotros, proceden en el fondo de un rechazo,

de una falta de confianza con respecto al ser que nos es ofrecido como un don.

Pero, si la fe, en el sentido amplio que acabamos de definir, es algo como un

“existencial”, es preciso que la encontremos en todos los escalones de nuestra existencia, es

decir, en todas las partes en que ésta se manifiesta y actualiza su presencia en el ser. Es

precisamente lo que Marcel pretende. El reconocimiento de la encarnación implica ya un

momento de fe. La unión del alma y del cuerpo, de la razón universal y de la experiencia

individual permanecerá siempre como un misterio incomprensible para nosotros; pero

aceptarlo, es rechazar el suicidio y comprometernos en una vida llena de pruebas, con la

esperanza de que los sufrimientos y la muerte no estarán finalmente desprovistos de valor;

en una palabra, es afirmar implícitamente que el misterio del ser que nos sostiene es en

último término un misterio de bondad, que, por ello, la existencia tiene un sentido que no

viene de nosotros, que no es un simple dato, un hecho brutal, sino más bien una gracia y un

don. De ahí a la afirmación de un Dios Creador y Providente no hay más que un paso –tal

parece-, y es, por otra parte, lo que Marcel sostiene en la primera parte de su Journal

Métaphysique, en un lenguaje que –es verdad- permanece aun fuertemente ligado al

idealismo: sólo la fe en un Dios creador –nos dice- puede llenar el vacío entre “yo mismo

en cuanto pensamiento y voluntad” y “yo mismo en cuanto empírico”51. Es nuevamente la

                                                                                                                         50  P.  RICOEUR,  Gabriel  Marcel  et  Karl  Jaspers,  p.  113.  51  Journal  métaphysique,  p.  6.  

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fe que encontramos presente en el seno de la intersubjetividad: para ser auténticas y

reveladoras del tú, nuestras relaciones con el otro deben ser sostenidas por la fe en el otro,

es lo que ya hemos establecido al hablar de la fidelidad y del amor. Por lo demás, se puede

decir de un modo general que la aparición de un valor no podría producirse sin cierta

confianza en este valor52: juzgar que el valor vale es “alcanzar” un acrecentamiento de

existencia. A fortiori tiene que ser igual para el reconocimiento del valor supremo, Dios. Es

la invocación del “Tú absoluto”, esto es, en la fe –ahora en el sentido religioso del término

y que Marcel considera como la “forma absoluta de la fidelidad” –es “donde yo me hago

verdaderamente sujeto”, donde encuentro la plenitud de la vida y de la libertad al mismo

tiempo que la certeza de Dios. Dios es el supremo misterio y es por ello que no puede ser

reconocido sino en la “invocación” y nunca como “un dato objetivo” (…) del que yo

pudiese determinar racionalmente la naturaleza”. La fórmula de la fe es “yo creo en Ti que

eres mi ayuda única”. Esta fe, por otra parte, está siempre en riesgo, es de su esencia “no

ser en nada semejante a una posesión de la que se pueda prevaler”. Su certidumbre reside

en la paz y la plenitud que me confiere: “La paz y la fe no son separables”. Lo que es

verdad para el misterio en general es verdad sobre todo para el misterio supremo que está

en el fondo de todos los otros y hacia el cual todos convergen: “esta realidad (que es el

misterio de Dios) se me da a mí mismo en la misma proporción en que yo me doy a ella; es

por mediación del acto en el que me centro sobre ella, por lo que yo me hago

verdaderamente sujeto”53.

La importancia de la fe no es menor en Jaspers que en Marcel. La fe en la

“Trascendencia oculta” (Dios), representa para Jaspers el acto supremo de la existencia

humana, el que nos confiere la autenticidad última y nos instala en la Paz, el Gozo, la

Unidad verdaderas: “La existencia comprueba el ser verdadero en la fe”54. Pero la fe en

Jaspers no tiene la misma tonalidad religiosa y cristiana que en Marcel. Es una fe filosófica.

Expresión seguramente ambigua, ya que hace pensar en el “Dios de los filósofos y de los

sabios” que Pascal oponía al “Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob”, al “Dios de

                                                                                                                         52   Esto   vale   igualmente   para   el   valor-­‐cosa.   Es   que   la   idea   de   valor-­‐cosa   es   inseparable   de   la   de   sujeto  encarnado  o  de  libertad  situada.  53  Todos  los  textos  que  acabamos  de  citar  están  tomados  de  las  páginas  234  y  235  de  la  Méditation  sur  l’idée  de  preuve  de  l’existence  de  Dieu,  en  Du  refus  à  l’invocation.  54  Existenzphilosophie,  Berlin,  W.  de  Gruyter,  1938,  p.  8.  

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Jesucristo”. Sin embargo no es en el Dios filosófico de Pascal en el que es preciso pensar

cuando Jaspers nos habla de la “fe filosófica”, sino más bien en el Dios oculto de

Kierkegaard. Para Jaspers, la fe filosófica no está más acá sino más allá de la fe religiosa, es

en cierto modo la esencia profunda de ella. Jaspers piensa que la religión, al introducir la

idea de revelación y al proponernos un Dios cercano, a quien podemos dirigirnos como a un

Tú, disminuye el misterio de la Trascendencia divina. En este sentido las religiones

constituyen según él un peligro para la fe verdadera, por más que sean necesarias para

mantener el impulso tendido de la fe en la humanidad. Ellas tienen el valor de una “cifra” o

de un “mito”, son como el vehículo de la fe y nos ayudan a elevarnos a la fe verdadera, a

condición sin embargo de que no nos detengamos en la cifra como tal, sino que nos

apresuremos a leerla o a descifrarla con los ojos de la fe.

Prueba, en la angustia, de la existencia desgarrada –opción en la fe- Gozo y Paz de

la existencia cumplida gracias al ser encontrado: tales son los tres momentos principales de

esta dialéctica viviente y personalista, única que puede conducirnos a la reconquista de lo

concreto, es decir, al reconocimiento del misterio del ser55. Queda por examinar un último

punto. Un paso de este género, ¿responde todavía a las exigencias de la razón, aun en el

sentido amplio del término? ¿Amerita realmente el nombre de filosofía? ¿No es ésta por

definición un esfuerzo del pensamiento en vista de fundar un saber universal respecto al

sentido último de la existencia?

Seguramente, tal es en realidad el ideal que desde siempre obsesiona al pensamiento

humano y que está en el origen mismo de la filosofía: superar la opinión, la convicción

individual y elaborar un saber universalmente válido y críticamente fundado concerniente

al hombre y al universo. En todo tiempo se ha considerado que la prosecución de este ideal

no puede efectuarse sino en la reflexión y que por este motivo ella es herencia de la razón,

                                                                                                                         55  Obsérvese  que  en  las  páginas  que  preceden  hemos  considerado  esta  dialéctica  existencial  ante  todo  en  su  estructura  noética  general,  se  le  podría  considerar  igualmente  del   lado  noemático,  esto  es,  desde  el  punto  de   vista   del  misterio   develado:   el   misterio   ontológico   presenta   en   sí   mismo   algo   como   una   estructura  dialéctica  interna.  No  es  una  suma  de  planos  que  se  superponen,  sino  una  unidad  sintética  y  concéntrica  de  misterios   parciales,   que   convergen   hacia   un   misterio   central   y   conglobante:   la   encarnación   remite   a   la  intersubjetividad  y  ésta  al  misterio  de  Dios.  

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no siendo el término razón sino otro nombre para designar este empeño del pensamiento

humano, este esfuerzo supremo del espíritu en busca de la verdad y el ser56.

El ideal de un saber universal y fundamentado no está, ciertamente, ausente del

pensamiento contemporáneo: ya lo hemos notado. Esta filosofía permanece siempre como

una obra de reflexión. El objeto que Marcel se propone es “pensar” filosóficamente la fe y

Jaspers nos dirá que la “reflexión que esclarece la existencia requiere un pensamiento

objetivo”57. Pero es claro que los términos “reflexión”, “fundamentación crítica” y

“universalidad” reciben aquí una significación nueva, que rompe vigorosamente con el

sentido que estos términos tienen en la tradición racionalista.

Y desde luego, ¿cómo se comprende la fundamentación crítica en una filosofía

existencial del tipo que hemos descrito? Como toda filosofía ella se anuncia como la

investigación de un “indubitable”, pero este indubitable no es una evidencia lógica (algo

como un principio primero), ni una conclusión racionalmente demostrada a partir de

premisas apodícticamente evidentes, ni menos aún una realidad científicamente registrable.

Siendo un “irrecusable existencial”, no se encuentra sino en y por la comprobación misma

de la existencia. No es que se le pueda constatar como un hecho en bruto, es el resultado de

una reflexión, manejado en la fidelidad, y que G. Marcel denomina “una reflexión de

segundo grado”. Lejos de hacernos abandonar la experiencia de lo concreto, la reflexión

filosófica nos arrastra a ella, nos permite recuperar este “esencial” que el pensamiento

racionalista dejaba infortunadamente escapar. “Mientras que la reflexión primaria (es decir,

el análisis científico) tiende a disolver la unidad que en principio le es presentada, la

reflexión secundaria es esencialmente recuperadora, es una reconquista”58. Nos hace

comprender que no podemos resolver el misterio del ser en el análisis, porque “el ser es lo

que resiste (…) a un análisis exhaustivo llevado sobre los datos de la experiencia y

tendiente, cada vez más, a reducirlos a elementos más y más desprovistos de valor

                                                                                                                         56   El   correlato   noemático   de   este   esfuerzo   supremo   del   espíritu   es   llamado   asimismo   “razón”:   en   este  sentido  se  dirá  que  en  reflexión  filosófica,  que  es  la  obra  de  la  razón,  nosotros  buscamos  las  razones  últimas,  la  razón  de  ser.  57  Philosophie,  II,  p.  9.  58  G.  MARCEL,  Le  mystère  de  l’être,  t.  I,  Réflexion  et  mystère,  Paris,  Aubier,  1951,  p.  98.  Ver  también  Du  refus  à  l’invocation,  p.  34.  

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intrínseco o significativo”59. En una palabra, la reflexión secundaria nos lleva a una

afirmación irrecusable “que más bien que proferirla, yo la soy”60.

Sin embargo, pretender que el descubrimiento de este irrecusable existencial

envuelve –como ha sido mostrado- una parte de consentimiento personal y que es en la

“soledad” donde alcanzó el aseguramiento de “la Trascendencia oculta”, ¿no es minar por

la base toda posibilidad de un saber filosófico universal y comunicable?

Así sería de hecho, si la opción humana fuese el fundamento y por este motivo la

norma de la verdad y del valor, y si el aspecto de unicidad o de personalidad que caracteriza

a la libertad, fuese contrario a la idea de intersubjetividad. Pero no es ésta la concepción de

nuestros autores, como se desprende de los análisis precedentes. La opción de la fidelidad y

de la fe es un consentimiento en el ser, un modo de hacernos permeables al misterio del ser

que nos sostiene. “Jamás puede aparecer la afirmación como generadora de la realidad de lo

que ella afirma”, dirá Marcel61. De esta manera el consentimiento que se encuentra al final

de la dialéctica existencial es más bien un reconocimiento, el redescubrir una afirmación

“que yo soy”.

En cuanto a la aparente antinomia de la unicidad y de la comunicación de las

conciencias, siempre será una paradoja, pero una paradoja contenida en y constitutiva del

dato significativo originario que se llama la existencia. La existencia humana presenta un

sentido originario y este sentido es aparecer ante sí misma como libertad encarnada,

llamada a realizarse en la intersubjetividad por la fidelidad a la exigencia ontológica. En

otras palabras, decir que “la esencia del hombre es existir” es, de un solo y mismo golpe,

atribuir a los hombres 1) una comunidad de condición o de situación, 2) el carácter de

unicidad que es sobre todo un llamado a afrontar personalmente la existencia, 3) la

posibilidad de abrirse simultáneamente al misterio del conglobante. Lejos de excluirse,

unicidad e intersubjetividad son términos complementarios. El reconocimiento personal del

misterio del ser se opera gracias a la comunión con otro, perseguida bajo las especies de la

fidelidad en el amor, de la atestación creadora, del diálogo o de la comunicación.

                                                                                                                         59  Position  et  approches,  p.  262.  60  Ibidem,  p.  266.  61  Du  refus  à  l’invocation,  p.  93.  

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La verdad es, pues, de derecho universal y comunicable, pero esta universalidad es

también una universalidad por hacer en el sentido de que, para las pruebas y el discurso,

debemos ayudarnos los unos a los otros a encontrar la verdad, más exactamente a entrar en

la verdad. Sin duda este descubrimiento en común de la verdad ontológica no está al

término de una verificación científica, ni de una deducción lógica a partir de principios

abstractos apodícticamente evidentes. Ella pide a cada uno de nosotros un consentimiento

personal: el discurso del filósofo, cuya función es también “hablar para todos”62, es desde

luego una invitación a tomar, cada uno por su cuenta, el camino existencial que lleva al

reconocimiento del ser. Pero el discurso filosófico es más que eso. La filosofía de todos los

tiempos, considerada no sólo como pensamiento pensante sino como pensamiento pensado,

es decir, como pensamiento sistemático y objetivo, ha sido apreciada como una obra

indispensable para la obtención de la verdad en común. “La existencia –dirá Jaspers- no es

(es decir, no llega a realizarse plenamente) sino por el saber iluminante”63.

La cosa es, por otra parte, bastante evidente, si es verdad que el misterio que se

devela en la prueba de la dialéctica existencial, envuelve en sí misma algo como una

estructura dialéctica interna y “objetiva”. Si, para hablar con Marcel, la experiencia es

como una “tierra prometida” que se trata de “explorar” y de “perforar”, no es precisamente

un campo de registros, sino más bien un conjunto concéntrico de misterios que convergen

en último término al misterio conglobante y central, Dios. La encarnación, la

intersubjetividad y la Trascendencia divina no son realidades existenciales que se

yuxtaponen o se superponen. Es ese el motivo por el cual la fidelidad del pensamiento

pensante a la dialéctica presente en el seno mismo del misterio, no puede dejar de reflejarse

en el pensamiento pensado, en cuanto expresión objetiva del pensamiento pensante. Es así

como en Jaspers el saber filosófico objetivo será considerado como un instrumento

necesario para el descubrimiento de la verdad en común, es la “cifra especulativa” de la

Trascendencia64, y M. Ricoeur señala con razón que, “bajo el nombre de “cifra

especulativa”, K. Jaspers ha “podido intentar una rehabilitación de gran estilo de todo lo

                                                                                                                         62  P.  RICOEUR,  Gabriel  Marcel  et  Karl  Jaspers,  p.  78.  63  Philosophie,  II,  p.  16.  64  M.  DUFRESNE  y  P.  RICOEUR,  Karl  Jaspers,  pp.  313  ss.  

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que había en principio condenado”65. En cuanto a Marcel, éste se muestra, es verdad, en

extremo reservado y severo con respecto a todo pensamiento objetivo, a toda dialéctica

racional, cuando en realidad se sirve de ellos constantemente. Sus análisis tan minuciosos

de la fidelidad, de la participación, del tener, del ser-en-situación, no son descripciones

psicológicas, sino la elucidación de un sentido. Evidentemente, si se entiende por

“dialéctica racional” un razonamiento lógico separado de lo real, apartado de la existencia

percibida, algo como un armazón de conceptos a priori, es preciso decir que en la obra de

Marcel no hay lugar para ella; pero explicitar un sentido por medio de la reflexión de

segundo grado, es perfectamente hacer obra de razón, en el sentido amplio del término.

Marcel es un filósofo, ¿quién osará negarlo? Y, ¿qué quiere decir esto sino que,

continuando a su vez la búsqueda del ser que obsesiona a la humanidad, cultiva la reflexión

y la razón y habla “para todos”? El hecho de que haya descuidado profundizar la

vinculación dialéctica que liga el pensamiento pensado con el pensamiento pensante,

constituye evidentemente una laguna en su obra66. Es tiempo de considerar más de cerca

esta laguna.

4. REFLEXIONES CRÍTICAS Y CONCLUSIÓN

Hemos llegado al término de nuestra investigación. Esta recayó principalmente

sobre la obra de Gabriel Marcel y Karl Jaspers. Si raramente llegamos a citar a Newman y a

Blondel, fue por temor de prolongar inútilmente estas páginas, cuyo objeto constante no era

hacer una exposición sistemática de los autores en cuestión, sino encontrar bajo las

divergencias del pensamiento objetivo una comunidad de inspiración y de ritmo. Esta

comunidad existe de modo manifiesto en Jaspers y Marcel. En cuanto a Newman y

                                                                                                                         65  Gabriel  Marcel  y  Karl  Jaspers,  p.  382.  66  Marcel  no   ignora  el  problema,  algunas  veces   lo  toca,  pero  sin  profundizarlo  nunca.  Así,  hablando  de   las  pruebas  racionales  de  Dios,  nos  dice:  “La  prueba  es  un  momento  en  una  cierta  erística  interior  que  a  pesar  de   todo   queda   subordinada   a   la   posición   de   un   invariante,   o   si   se   quiere,   de   un   sistema   de   valores  incontestables  en  tanto  que  valores”  (Du  refus  à   l’invocation,  p.  231).  Pero  puede  plantearse  el  problema:  ¿cuál   es   la   función   de   este   “momento”   en   la   erística   interior   y   cómo   podemos   referir   estos   “valores  incontestables”   al   indubitable   existencial,   para   que   no   sólo   sean   incontestables   de   hecho,   sino  incontestables  ante  la  reflexión?  

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Blondel67, ¿no podría decirse que la gran originalidad de estos dos autores es haber

preparado y presentido las preocupaciones filosóficas actuales?

Así, la mayor parte de los temas que hemos encontrado en Marcel, ya están

presentes en Newman, algunas veces aún en los términos: la misma severidad para el

“saber objetivo y sistemático”, con la tendencia a identificar el conocimiento conceptual en

general con la interpretación racionalista del saber; la misma preocupación por lo concreto

existencial, que se traduce en la prioridad otorgada al “pensamiento personal” y al

“razonamiento concreto” por oposición a la dialéctica “nacional”; la misma manera

también de superar el racionalismo con una filosofía centrada en torno de la subjetividad, la

personalidad y la comunión, la historicidad y el misterio; la concepción, en fin, del

pensamiento filosófico o apologético objetivo, entendido no tanto como una demostración

racional, sino más bien como una invitación a prestarse a las mismas experiencias y a entrar

personalmente en la verdad68.

De idéntico modo, Blondel es ante todo un filósofo de lo concreto. Su dialéctica de

la acción no tiene sino las apariencias del voluntarismo y del pragmatismo. El papel de la

acción no es “hacer” la verdad sino contribuir a “develarla”; por ella anclamos en lo real,

se realiza nuestra presencia en el ser y se logra nuestra participación, manifestando su

sentido. La forma suprema de la acción es la fe: “la acción que envuelve y hace cumplir a

todas las demás, es pensar en Dios”, nos dice siguiendo a San Juan de la Cruz69. La fe nos

da a Dios al mismo tiempo que nos entrega la seguridad íntima de su existencia: “En la

opción libre (de la fe) se insinúa lo absoluto y lo infinito de una voluntad que da ser a los

fenómenos y que hace de ellos una realidad subsistente e indestructible”70.

El mérito incontestable de los pensadores que acabamos de estudiar es

evidentemente habernos recordado la necesidad de volver a lo concreto, en el rico sentido

                                                                                                                         67  Pensamos  sobre  todo  en  el  Blondel  de  la  primera  Action.  68  Este  parentesco  de  Newman  con  la  filosofía  actual  resalta  de  modo  admirable  en  el  trabajo  de  C.  KEOGH,  Introduction  to  the  Philosophy  of  Cardinal  Newman,  presentada  como  tesis  de  doctorado  en  filosofía  en  el  Instituto  Superior  de  Filosofía  de  Lovaina,  1950.  69  Cf.  F.  TAYMANS  D’EYPERNON,  S.  J.,  Le  Blondélisme,  Louvain,  Museum  Lessianum,  1933,  p.  146.  –“Que  lo  real  no  se  interioriza  en  nuestro  conocimiento  sino  cuando  aceptamos  voluntariamente  la  verdad,  la  luz  que  lleva  consigo”,  sería,  según  el  P.  Taymans,  el  centro  de  la  epistemología  blondeliana  (p.  66).  70  L’Action  de  1893,  p.  370.  

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de este término, y a la experiencia auténtica de lo concreto. Simultáneamente, al ampliar el

sentido del término concreto y de la idea de experiencia, han abierto el camino que permite

superar la alternativa del empirismo y del intelectualismo, sin caer en el subjetivismo del

sentimiento, de la voluntad o de la fe. Indudablemente la entrada en escena de la

subjetividad y de la comunión, de la situación concreta e histórica, de la afectividad y de la

opción, constituye un peligro para el mantenimiento de un saber críticamente fundamentado

y universalmente válido, pero ello es inevitable si se quiere respetar lo concreto; más aún,

es mérito de la filosofía actual haber –si no demostrado- por lo menos señalado71 que este

peligro puede ser evitado y que es posible “integrar a lo irracional en una razón

amplificada”. Esta razón amplificada es “la existencia” en el sentido moderno de la palabra.

La existencia constituye el dato significante originario e involucra por ello una “lumen

naturale”, no lógica y abstracta, sino existencial y englobante.

¿Significa esto ahora que el existencialismo del tipo segundo –del que hemos

pretendido encontrar las articulaciones principales, nos satisface plenamente? Sin querer

negar sus méritos enormes ni disminuir la importancia que tiene desde ahora para toda

filosofía que desee emprender la eterna “reconquista de lo concreto”, creemos sin embargo

descubrir en ella deficiencias lamentables que, por lo demás, proceden de una fuente

común: a saber, una desconfianza excesiva con respecto al concepto y el discurso. Es una

verdad que la filosofía existencial no nos ha dado todavía una doctrina sistemática del

concepto; el reproche que hacíamos a Marcel un poco antes, de haber olvidado el problema

de la relación que liga entre sí al pensamiento pensado y al pensamiento pensante, vale en

buena parte para la corriente existencialista entera. Si no hubiese más que eso, ello no

constituiría sino una laguna fácil de llenar. Pero hay más. Existe en el seno de la reacción

antirracionalista, que caracteriza al pensamiento contemporáneo, una tendencia positiva a

subestimar la inteligencia y el concepto72. Es lo que nos falta poner en claro.

Esta desconfianza con respecto al concepto y al razonamiento se manifiesta en

principio en el hecho que se retoma, sin añadir los matices necesarios, el lenguaje

racionalista tocante al saber. Como lo hemos señalado más arriba, se parece identificar “el

                                                                                                                         71  La  continuación  de  este  estudio  justificará  por  qué  hacemos  esta  reserva.  72  Esta  tendencia  está  presente  no  sólo  en  el  existencialismo  que  hemos  denominado  de  segundo  tipo,  sino  también  en  el  del  primero,  bajo  el  cual  hemos  colocado  la  obra  de  Merleau-­‐Ponty.  

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saber objetivo” en general con la concepción idealista o positivista del saber. La crítica del

racionalismo toma así la forma de un proceso del saber conceptual ni más ni menos. Se

habla, pues, como si el concepto no hiciese más que fijar nuestra aprehensión infinitamente

fugitiva de lo real y alejarnos de lo concreto; en una palabra, como si el concepto fuese una

entidad en sí, algo como una representación-copia que la conciencia contempla y que su

mirada capta. Mas, ¿no es esto ceder inconscientemente a “la ilusión de inmanencia” que

precisamente se quiere combatir? El concepto es un “medium quo”, decían los antiguos,

una “intentio”, esto es, un instrumento en el seno y al servicio de la intención cognoscitiva

que nos lleva hacia lo real en toda su concreción. Lejos de separarnos del ser, contribuye a

instalarnos en él, a actualizar nuestra proximidad con el ser mismo: esto es por lo menos lo

que intentaremos justificar en el capítulo siguiente, reanudando así la tradición aristotélica

anterior a Descartes.

El menosprecio al concepto se manifiesta aun en la manera en que la epistemología

existencial espera abandonar la primacía del concepto y del conocimiento, para substituirla

con el de la existencia. Es verdad que el concepto no es todo el conocimiento y que el

conocimiento no es todo el hombre y, en este sentido, hay una primacía de la existencia.

Pero rechazar la primacía del concepto cuando se trata de elaborar una teoría del conocer y

de la verdad, es evidentemente servirse de una expresión equívoca y peligrosa. Equívoca,

porque se identifica el conocimiento con el aspecto conceptual y discursivo del

conocimiento, cuando se trata precisamente de ampliar el campo del conocer. Peligroso,

porque se pretende buscar los fundamentos del conocimiento en los comportamientos

develantes (como el sentimiento y la acción), de los que se dijo en principio que no son del

orden del conocer. Se toma de este modo una posición muy ambigua y se instala sobre una

pendiente que lleva fácilmente a una u otra forma del mismo subjetivismo que a todo precio

se quiere evitar.

Esto es, por lo demás, la acusación de fideísmo o de voluntarismo, del que Newman

y Blondel, Jaspers y Marcel han sido acusados con frecuencia. Hemos procurado mostrar

que esta acusación es inmerecida, si se toma en consideración la intención general y

profunda que anima a estos autores, y si se subraya que no se trata realmente de una

primacía del sentimiento, de la acción o la fe, sino de una primacía de la existencia

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concreta, considerada como la lumen naturale primaria, esto es como el dato significante

originario, a cuyo respecto el sentimiento, la acción y la fe no son sino “existenciales”.

Queda sin embargo el hecho de que ha sido posible y lo es aún una interpretación

voluntarista o fideísta de las obras en cuestión, como si en éstas estuviese contenida en

germen. Y la razón es muy simple: es que entre los “existenciales” que entran en la

constitución de la existencia, como dato significativo originario, como lumen, el conocer es

tratado como el pariente pobre, ya que el conocimiento no es considerado como un

“existencial originario, sino como una manifestación derivada de la existencia,

manifestación que, en lugar de instalarnos existencialmente en el ser, más bien nos aleja de

él. En lo que se tendría razón si fuese lícito identificar el conocimiento con el concepto

entendido como una entidad fija; pero es falso si el saber predicativo es producido por una

intención cognoscitiva originaria que contribuye a constituir la existencia como tal. Mas

entonces es preciso enunciar una cierta primacía del conocer (en el sentido lato del

término), que se tratará de definir desde luego y de conciliar en seguida con el primado de

la existencia y del ser. Nos parece que el Vom Wesen der Wahrheit de Heidegger constituye

una tentativa de este género, pero nos parece asimismo que para tener éxito en esta difícil

empresa, los antiguos pueden igualmente prestarnos su concurso. ¿No sostenían ellos que

hay lugar para distinguir en el seno del ser-en-totalidad en tanto que se devela y toma un

sentido para nosotros, la esfera del verum y la del bonum, sin que se esté obligado por ello a

escindir el ser –y la misma cosa vale para la existencia- en dos sectores que se yuxtaponen

y excluyen? A los ojos de los antiguos, la región de la verdad y la del valor son una con

respecto a otra, ora “englobadas” y ora “englobantes”73. Tal es a nuestro parecer el sentido

de la vieja fórmula: “ens, unum, verum, bonum convertuntur”, fórmula que merecía ser

repensada a fondo.

La tendencia que se acusa en la filosofía nueva para desacreditar el concepto, se

manifiesta todavía en una tercera y última forma, en realidad la más grave de todas. Hemos

dicho que el existencialismo se anuncia como una filosofía de lo concreto, que no se

contenta solamente con predicar el retorno a la experiencia (en el sentido amplio del

                                                                                                                         73  Ello  supone  evidentemente  que  el  comportamiento  que  devela  el  ser  como  verum  y  el  que  nos  lo  entrega  como   bonum,   son   igualmente   originarios   y   constituyen   juntos   esta   unidad   sintética   que   es   la   existencia  humana  como  existencia  abierta  al  ser.  

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término), sino considera esta experiencia como el único acceso a lo real, con exclusión –al

parecer- del pensamiento conceptual y discursivo. Recordemos el texto de Marcel: “La

prueba (racional de Dios) es un momento en una cierta erística interior”74. Pero, ¿no es esto

exponerse al peligro de un nuevo empirismo y correr el riesgo de arruinar por su base una

metafísica de la Trascendencia? En efecto un empirismo consecuente, así sea un

“empirismo superior”, apoyándose sobre una experiencia amplificada, no puede

lógicamente concluir una experiencia amplificada, no puede lógicamente concluir en la

afirmación de Dios, sino aceptando, a la zaga de Malebranche, cierta intuición de Dios,

intuición que se dirá “ciega” o “enceguecedora”, pero que permanece después de todo en el

orden de la captación intuitiva, esto es, de la aprehensión de una realidad presente-en-

persona.

Ahora bien, es cosa sabida que el intuicionismo consecuente conduce a los

callejones sin salida. O bien se trata de una intuición natural, perteneciente a la lumen

naturale que nos es dada con la existencia misma, y entonces Dios pierde su Trascendencia,

deja de ser el más allá, el absolutamente Otro, y en último término se confunde con el ser-

en-su conjunto. O bien tal intuición es el orden sobrenatural. Y esto es plantear desde luego

el problema espinoso de la naturaleza y el valor probatorio de la experiencia mística, y

aventurarse asimismo en un nuevo callejón sin salida. Porque admitamos por un momento

que la intuición mística pueda, en ciertos casos privilegiados, aportar por sí misma una

seguridad firmísima de la existencia y de la presencia de un Dios trascendente. Tendríamos

pues que habérnoslas con una comprobación de presencia, que tiene un sentido: a saber, dar

a Dios en persona. Es claro ahora que este sentido debe ser traducible, en cierta medida, en

una afirmación auténtica de Dios, afirmación que no será posible a su vez sino por

mediación de una idea auténtica y universalmente válida de Dios, sino la intuición mística

cae al rango de una comprobación interior, singular e inefable, desprovista de sentido para

la humanidad y por consiguiente sin valor alguno para la filosofía75. Pero entonces se

plantea el problema: ¿cómo puede esta afirmación significar, de un modo universal y válido

                                                                                                                         74  Du  refus  à  l’invocation,  p.  231.  75   La   cuestión   por   lo   demás   podría   plantearse   si,   sin   una   cierta   idea   precedente   y   auténtica   de   Dios,   la  comprobación  mística  pudiese  tener  un  sentido  para  el  propio  místico.  La  experiencia  mística  se  presenta  en  efecto  como  un  encuentro  y  una  respuesta  que  vienen  a  “satisfacer”  una  pregunta  y  una  esperanza,  aunque  lo  hagan  de  una  manera  que  sobrepasa  toda  esperanza.  

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para todos, una realidad trascendente, de la cual no ha hecho la experiencia la mayor parte

de la humanidad?

Esta ausencia de una doctrina sólida del concepto, de la afirmación y del discurso

constituye ciertamente el punto débil de la obra marceliana, y tanto menos, en

consecuencia, se puede pasar por alto cuanto que casi no recurre, en la metafísica de la

Trascendencia, a la experiencia de los místicos. Existe indudablemente la teoría de la

“reflexión secundaria”. Es por un procedimiento dialéctico existencial, que es como una

negación de negación, por el que, de acuerdo con Marcel, encontramos lo concreto que el

análisis ha comenzado por negar. La reflexión secundaria representa este procedimiento,

ella nos permite reconocer el misterio como un “irrecusable existencial”. Sólo que no se ve

que el misterio, así alcanzado, pueda ser otra cosa que lo que “resiste” en nosotros “a todo

análisis”, y esto no es Dios todavía. Si el retorno a lo concreto debe terminar, como

pretende Marcel, en el “reconocimiento de un irreductible (el ser encarnado que somos

nosotros) y de un más allá de este irreductible (Dios)”76, es preciso que la reflexión sobre el

ser encarnado nos conduzca de una manera o de otra a la afirmación de este más allá. Esto

no pertenece, propiamente hablando, al orden de la experiencia, sino al de la concepción

afirmante. En otros términos, si Dios es verdaderamente el “Trascendente oculto”, el

“absolutamente Otro”, el supremo Ausente –aunque esta ausencia esté indicada en el seno

mismo de nuestra existencia y constituya su sentido final- es absolutamente preciso que

exista en nosotros el poder de considerarlo intencionalmente, no sólo como una realidad

dada en persona, sino como lo que debe ser afirmado a partir de la experiencia77. Una

afirmación de este tipo no es ya –a menos que se juegue con los términos- “una afirmación

de que yo soy”, puesto que recae sobre un más-allá de lo que yo soy: más-allá concebido y

afirmado como tal, más exactamente, considerado y afirmado a través de una actitud

concibiente, o, como decían los antiguos, a través de una “conceptio mentis”.

                                                                                                                         76  Etre  et  Avoir,  p.  255.  77  Es  en  este  sentido  como  Santo  Tomás   interpreta   la  afirmación  “Dios  es”.  Esta  proposición  no  significa  –dice-­‐   que   comprendamos  el   ser   o   la   esencia  de  Dios:   “Non  possumus   scire   esse  Dei   nec   ejus   essentiam”,  pero   comprendemos   que   la   proposición   “Deus   est”   que   formulamos   a   partir   de   las   criaturas,   debe   ser  afirmada:  “Scimus  quod  haec  propositio  quam  formamus  de  Deo,  cum  dicimus,  Deus  est,  vera  est”.  (1ª,  q.  3,  a.  4,  ad  2).  

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Lo que acabamos de desarrollar a propósito de Marcel, vale de un modo general,

pero en grados diferentes, para toda la fenomenología existencial tal como la encontramos

elaborada hasta el presente. Al afirmar la primacía de la experiencia, o, para hablar con

Merlau-Ponty, la “primacía de la percepción”, se expone al peligro de conducir a un nuevo

empirismo –absolutamente distinto sin duda del empirismo clásico- o, como se dice Sartre,

a un nuevo “monismo del fenómeno”78, el término “fenómeno” frente al ser entendido aquí

en el sentido que la fenomenología le concede79. En otros términos –como se comienza a

considerar cada vez más-, el problema central promovido por la nueva filosofía es

ciertamente el del paso del fenómeno a su fundamento transfenomenal, el ser, o, lo que es

lo mismo, de la fenomenología a la metafísica. Este problema es en fin de cuentas el de la

reflexión y de la relación que vincula el conocimiento reflexivo o especulativo con la vida

irreflexiva o antepredicativa de la conciencia80.

Si de este modo encontramos las conclusiones de nuestro capítulo precedente, no

hay de qué admirarnos. En efecto, los diferentes problemas que hemos encontrado en el

curso de este largo diálogo con el pensamiento contemporáneo, considerado en sus

principales tendencias, no eran sino variantes de un solo y mismo problema, el más

fundamental y central de todos los que la filosofía plantea: el de saber si el origen empírico

de nuestro conocimiento es conciliable o no con la posibilidad de trascender la experiencia

hacia una verdad transhistórica, metaempírica y universal. Es ciertamente el viejo problema

de la experiencia y de la razón, en el sentido lato de la palabra, el que constantemente

estaba en causa. Ha llegado el momento de abordarlo de frente y de preguntarnos si, para la

                                                                                                                         78  L’être  et  le  Néant,  p.  11.  79   Lo  que  acabamos  de  decir   vale  especialmente  para  Merleau-­‐Ponty,   ya  que   la  experiencia  perceptiva  es  para  él  “lo  que   funda  para  siempre  nuestra   idea  de   la  verdad”,  menos  para   Jaspers,  dada  su   teoría  de   las  cifras,  que  recuerda  un  poco  el  conocimiento  por  analogía  de  los  antiguos,  menos  también  para  Heidegger,  el  de  Vom  Wesen  der  Wahrheit.  80  Este  problema  del  paso  del  fenómeno  al  ser  del  fenómeno  no  es  importante  sólo  para  la  metafísica,  lo  es  asimismo  para  la  teología,  cuyo  propósito  es  reflexionar  sobre  el  misterio  de  fe  a  partir  de  la  revelación  de  este  misterio.  En  efecto,   la   reflexión  teológica  no  puede  conformarse  con  coleccionar   los  datos  revelados.  Estos  datos  dispersos  remiten  hacia  un  misterio  global,  el  misterio  de  Dios  y  de  su  amor  redentor,  llamado  comúnmente  el  misterio  de  la  gracia,  o  el  orden  sobrenatural.  Incumbe  a  la  teoría  “pensar”,  en  la  medida  de  lo  posible,  esta  unidad  sintética  que  es  el  misterio  global,  partiendo  de  revelaciones  parciales  y  convergentes  (de   ahí   la   ley   de   la  analogía   fidei).   La   razón   está   en   que   la   teología   es   una   obra   de   la   razón   amplificada,  esclarecida  por  la  fe  (fides  quaerens  intellectum).  Esto  explica  la  aprensión  constante  de  la  Iglesia  ante  todas  las  tentativas  de  la  filosofía  para  disminuir  la  capacidad  de  la  razón  humana  y  para  estrechar  el  campo  de  la  verdad.  Tal  es,  a  nuestro  modo  de  ver,  el  sentido  profundo  de  la  Encíclica  Humani  generis.  

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elucidación de este problema, no puede sernos de cierta ayuda la tradición aristotélica-

tomista.

CAPÍTULO IV

PROBLEMA DEL TOMISMO

1. POSICIÓN DEL PROBLEMA

El cristianismo no es un sistema filosófico y el dogma cristiano no impone ninguna

filosofía particular. Que se puede ser cristiano sin ser tomista es una verdad aceptada en los

medios más ligados a la tradición escolástica81. La Iglesia, sin embargo, no puede

desinteresarse de la filosofía. Siguiendo a tantos otros documentos eclesiásticos, la

Encíclica Humani generis dedica un largo pasaje a la importancia de las disciplinas

filosóficas para el mantenimiento de la fe [38-53], pone a los cristianos en guardia contra

ciertas novedades del pensamiento contemporáneo [43-49], subraya la actualidad de santo

Tomás tanto para la elaboración de una filosofía “que responda a las necesidades de nuestra

cultura moderna” [47] como para el trabajo teológico propiamente dicho, considerando que

“la doctrina (tomista) se armoniza con la revelación divina como por un justo acuerdo”

[44].

Esta actitud de la Iglesia en materia de filosofía podría parecer muy ambigua a un

espíritu no prevenido. En realidad no hay ahí ni ambigüedad ni contradicción, sino una

paradoja fecunda que se desprende de la esencia misma de la fe y constituye el signo más

precioso de que el cristianismo, no obstante el carácter sobrenatural de su misión, posee

también un valor humanista e histórico.

                                                                                                                         81  M.  LABOURDETTE,  O.  P.,  Les  enseignements  de  l’Encyclique,  en  Revue  thomiste,  t.  50  (1950),  núm.  1,  p.  44,  coll.  p.  40.  

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Lo propio de la fe cristiana, en efecto, es creer en un Dios Trascendente que, en la

gratuidad de su misericordia y sin que por ello se vea en modo alguno disminuida su

trascendencia, se constituye en Dios-para nosotros, en nuestro fin último, en el sentido

último de nuestra existencia. Es por ello que la Iglesia ha sostenido siempre con igual

firmeza el carácter estrictamente gratuito y sobrenatural del orden de la gracia al mismo

tiempo que su compatibilidad con las más altas, legítimas exigencias de la existencia

humana, particularmente con las exigencias de racionalidad (en el sentido lato del término),

de libertad y de unidad que obseden al espíritu humano y son constitutivas de la

personalidad. Es lo que los teólogos expresaban diciendo que la gracia no destruye la

naturaleza, ni se superpone a ella simplemente como si fuese una especie de plano

suplementario, sino que la perfecciona intrínsecamente elevando a esta naturaleza a una

nueva dignidad, la dignidad propia de los hijos de Dios. Esta idea del acuerdo de la gracia y

de la naturaleza jamás ha dejado de ser defendida por la Iglesia contra aquellos que, tanto

en otros tiempos como en nuestros días, o bien exageraban nuestra impotencia natural en el

orden intelectual y moral, bajo pretexto de hacer resaltar mejor la misericordia divina, o

bien exaltaban las capacidades de la naturaleza, poniendo así en peligro el carácter

sobrenatural y trascendente de la gracia.

Sin embargo, es verdaderamente importante darse cuenta de lo que implica este

acuerdo de la gracia y de la naturaleza. La naturaleza humana no es una realidad inerte y

fija, y la vida de la gracia no es en modo alguno una entidad cerrada, sino un llamado a

abrirse siempre ante Dios y su amor santificante. Por lo mismo, la elaboración de un

humanismo cristiano, esto es, de un humanismo iluminado por la fe y, en consecuencia,

propicio al florecimiento de la fe, constituye un deber para el cristiano. En otros términos,

el cristianismo considera que la fe del carbonero –fe pasivamente recibida y no asimilada

por el espíritu- no es suficiente para el establecimiento del reino de Dios en el mundo. No

es que en principio la fe cristiana sea un humanismo y que sólo los intelectuales o los

filósofos tengan parte en la salvación; pero la fe sería infiel a su propia misión si rehusase

desarrollarse en un humanismo verdadero. En efecto, si es verdad que en el orden de la

gracia –al cual entramos por la fe- Dios se constituye en el sentido último de nuestra

existencia, en la respuesta sobrenatural y gratuita al problema existencial más profundo:

¿qué vale la vida en fin de cuentas?”, hay que concluir que la fe es una luz para el hombre,

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hecha para iluminar su pensamiento y su conducta, para fecundar la existencia humana en

sus más altas aspiraciones, las más propiamente humanas y también las más universales:

sus aspiraciones de verdad, de libertad y de unidad. Es decir, que el cristianismo pide al

cristiano asumir personalmente su fe, asimilarla activamente, en una palabra, reflexionar

sobre su fe. De ahí, la importancia, para la fe, de la razón, entendida como el esfuerzo

supremo del espíritu en busca de las verdades más elevadas, de los valores últimos e

incondicionados y de la unidad definitiva.

Esta razón es asimismo doblemente necesaria al desarrollo de la fe. Lo es, en

principio, para que la fe cristiana aparezca a la conciencia humana como un “obsequium

rationale”, como un homenaje rendido a Dios en toda libertad y conocimiento de causa,

brevemente, como una actitud digna del hombre y de Dios. Pero la razón no es igualmente

necesaria para llegar a una mejor inteligencia del misterio de fe. Y esto es también exigido

por la fe. El cristiano no es un coleccionador de datos revelados, alguien que va a través del

mundo, repitiendo maquinalmente las palabras de Cristo y de los apóstoles. Los datos

dispersos de la revelación, que son como tantos otros “Abschattungen” sobrenaturales,

reenvían hacia un misterio global, llamado el orden de la gracia y que es nada menos que el

misterio de Dios y de su amor redentor, hecho manifiesto por el Verbo Encarnado y la

efusión del Espíritu de Santificación. La fe es precisamente la adhesión a este misterio.

Incumbe, pues, a los cristianos pensar y repensar siempre, a partir de las revelaciones

parciales y convergentes, esta unidad sintética que es el misterio cristiano, a fin de derribar

así a una mejor inteligencia del misterio mismo, de su repercusión sobre la existencia

humana, de su significación para la conducta del hombre. Es lo que se llama la teología

propiamente dicha, que es una obra de la razón esclarecida por la fe, o, más exactamente, la

obra de la fe utilizando la razón: fides quaerens intelectum.

Lo que acabamos de decir nos permite ahora comprender la actitud de la Iglesia con

respecto a la razón filosófica, actitud que hemos dicho paradójica, porque, sin querer

imponer alguna filosofía, ni disminuir la libertad de la investigación, la Iglesia no permite,

sin embargo, desinteresarse de la vida filosófica82. Vista la necesidad para el cristianismo

                                                                                                                         82  M.  LABOURDETTE,  O.  P.,  Les  enseignements  de  l’Encyclique,  en  Revue  thomiste,  t.  50  (1950),  núm.  1,  p.  40:  “El  dogma  no   impone  una  filosofía  particular,  pero,  contrariamente  a   lo  [que]  muchos  piensan  y  dicen,  no  toda  filosofía  es  compatible  con  él”.  

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de un humanismo cristiano y de una teología cristiana, la Iglesia se ve obligada a

desaprobar las tentativas de la filosofía que exaltan otra medida o que minimizan los

poderes de la razón natural, en una palabra, todas las formas de racionalismo y de fideísmo.

En los dos casos se reduce el campo de verdad de que es capaz el hombre a más de que se

hace impensable la fe y se suprime la posibilidad de un humanismo cristiano y de una

sólida teología.

Pero la Iglesia no se conforma con desaprobar lo que se comprueba como

inconciliable con las exigencias de una fe vivida y asimilada por el espíritu: esto constituye

una norma negativa. La razón tiene un papel positivo que jugar para salvaguardar,

desarrollar y difundir la fe y es lo que justifica el gran premio concedido por la Iglesia a la

tradición escolástica y particularmente al pensamiento de santo Tomás. Como señala la

Encíclica, “no podría la razón cumplir adecuadamente y en toda seguridad este papel, sino

en el caso de que reciba un cultivo apropiado, esto es, que es preciso impregnarla de esta

sana filosofía que constituye un patrimonio transmitido por las épocas cristianas que nos

han precedido” [38].

Importa mucho comprender este respecto de la Iglesia para el pensamiento

filosófico de la edad media cristiana. Sería en todo caso malinterpretarlo si en él se ve un

recurso al dogmatismo o al fijismo, como si la Iglesia nos pidiese fundar el razonamiento

filosófico sobre el argumento de autoridad y considerar el pensamiento de santo Tomás

como la última palabra de la reflexión filosófica. En su calidad de pensamiento “radical”, la

filosofía será siempre un eterno recomenzar, un esfuerzo de reflexión personal. Pero el

hombre realiza este esfuerzo en la intersubjetividad, en solidaridad con los maestros del

pasado, y, como lo dice Merleau-Ponty, con “la conciencia del lazo secreto que hace que

Platón esté aun vivo entre nosotros”83. Que para el cristiano preocupado por su fe y por la

cultura cristiana, el pasado filosófico de la edad media presente un interés muy particular y

merezca quedar “vivo entre nosotros, nada tiene de sorprendente, cuando se piensa que esta

edad media, que fue tan desacreditada por ciertos modernos, constituye la cuna de la

civilización occidental y forma desde entonces el fondo radical de todo pensamiento

europeo auténtico. La puesta en relieve de la persona humana considerada como un fin en

                                                                                                                         83  M.  MERLEAU-­‐PONTY,  Sens  et  Non-­‐sens,  p.  189.  

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sí, la afirmación de la autonomía de la libertad como siendo el constitutivo primero de la

personalidad, la importancia concedida al cuerpo, a la encarnación y por este motivo a la

misión terrestre del hombre, en fin, la concepción espiritualista y personalista del Absoluto,

son los rasgos característicos de Occidente. Pero no olvidemos que esta manera occidental

de ver al hombre y su vinculación con el mundo es en realidad la herencia del humanismo

cristiano de la edad media, nacido de la fusión del pensamiento greco-romano con el

cristianismo teísta y personalista. Hacer comenzar el pensamiento europeo con Descartes es

un error histórico imperdonable, y es por ello que el filósofo preocupado por este

humanismo que constituye la gloria de occidente, y el cristiano, más que nadie, serían

culpables si olvidaran el “patrimonio” infinitamente venerable que nos ha sido “transmitido

por las épocas cristianas que nos han precedido” [38].

La obra de santo Tomás de Aquino representa la parte mejor de este patrimonio. El

gran mérito del Doctor Angélico es haber comprendido, con la clarividencia del genio, la

necesidad de un humanismo cristiano y, por ello, de una “Suma” doctrinal cristiana. En

contra de los que temían por la pureza de la piedad cristiana al contacto con una filosofía de

origen pagano, santo Tomás, incitado por un respeto inmenso para la razón y una confianza

intrépida en la unidad de la verdad, creyó firmemente que la síntesis de la fe y de la razón

era no sólo posible sino exigida tanto por la razón como por la fe, ya que una u otra derivan

en último término de la misma fuente y llevan al mismo objeto, a saber, la plenitud de la

verdad que está en Dios. Sin querer mutilar el carácter gratuito y revelado de la gracia,

santo Tomás ha sostenido siempre que ésta no puede ser una luz y una perfección para

nosotros si no hay previamente en nosotros una espera de la gracia, algo como un “deseo

natural” de poseer sobrenaturalmente de Dios, esto es, “en su esencia”84. A los ojos del

Doctor Angélico, “Eros” y “Agapé” no pueden oponerse definitivamente: para que la

Caridad que desciende de lo alto pueda fecundar la punta fina de nuestro espíritu, es preciso

que encuentre en nosotros un punto de enganche, un impulso natural hacia el Absoluto, una

abertura existencial que nos haga capaces de recibir el perfeccionamiento sobrenatural. Así,

no hay exageración alguna en pretender que nunca la filosofía se ha mostrado tan

respetuosa y generosa con respecto a la razón natural –estando al propio tiempo lo más

alejada del racionalismo- como el intelectualismo tomista, si se le considera en su                                                                                                                          84  Contra  Gentiles,  L.  III,  c.  50;  Ia.,  q.  12,  a.  1.  

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inspiración profunda y originaria. Por ello es que S. S. Pío XII deplora a justo título “que

esta filosofía recibida y reconocida en la Iglesia, sea actualmente menospreciada por

algunos, que impúdicamente la declaran desusada en su forma y –dicen ellos- racionalizada

en su método de pensar” [45]. Pero esto nos lleva al problema que constituye propiamente

el objeto de nuestro cuarto capítulo: el problema de la actualidad filosófica del tomismo.

 

ààà  

 

  Que el pensamiento de santo Tomás haya servido admirablemente a la fe, a la

teología y al humanismo cristiano, nadie piensa negarlo, pero se puede preguntar si en la

actualidad puede hacerlo aún con el mismo éxito. Una cosa es cierta: que no podrá hacerlo

sino a condición de presentarse como una filosofía viva y actual, abierta al diálogo con el

pensamiento contemporáneo, capaz de proporcionar una respuesta a los problemas de

nuestro tiempo.

Ahora bien, como lo señala la Encíclica en el pasaje cuyo principio acabamos de

citar, no faltan en este momento quienes pongan en duda la actualidad filosófica de la

tradición escolástica. Sin duda “conceden que la filosofía dada en nuestras escuelas (…)

puede ser útil como introducción a la teología escolástica, y que se adecuaba

maravillosamente a la mentalidad de los hombres de la edad media; pero ya no ofrece –

piensan ellos- un método de filosofía que responda a las necesidades de nuestra cultura

moderna” [47]. Al decir de M. Marrou, se constata en estos momentos en los “sacerdotes y

religiosos jóvenes (…) una indiferencia elegante (por no decirle peor) con respecto a la

teología tradicional y a su armazón conceptual”85. “Hay por qué sorprenderse –escribe-

porque en fin de cuentas no hay seminario, escolasticado (sic) o estudium generale donde

no sean observadas las normas prescritas por el canon 1366, 2 del C. J. C., donde los

jóvenes clérigos, seculares o regulares, no sean formados en las disciplinas filosóficas y

teológicas según el método, la doctrina y los principios del Doctor Angélico”86. Es verdad

                                                                                                                         85H.  MARROU,  Humani  Generis,  Du  bon  usage  d’une  Encyclique,  en  Esprit,  oct.  1950,  p.  568.  86  Ibidem,  p.  568.  

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que la “obsesión de la acción” y el “ardor por conformarse al espíritu del tiempo”, tan

característicos de las generaciones actuales, explican en cierto grado esta “indiferencia

elegante” con respecto a la especulación tradicional, pero sería injusto hacer recaer toda la

responsabilidad sobre la juventud, apresurarse a acusarlos de mala voluntad o de exaltación

irreflexiva. La juventud y en especial la juventud clerical no pide en términos generales

sino sólo una cosa: poder entusiasmarse por la verdad, la belleza y el bien, o, al menos, por

todo lo que aparezca como tal.

¿Es preciso, pues, hablar de un fracaso del movimiento neotomista y dar la razón a

los que piensan que la tradición escolástica no está hecha ya para “responder” a las

necesidades de nuestra cultura moderna?” [47]. A priori la cosa es poco probable porque,

como lo hace notar la Encíclica, “las verdades que se apoyan no sólo sobre una sabiduría

secular sino aun sobre el acuerdo con la revelación divina, no pueden cambiar así de un día

para otro” [41]. En lugar de hablar de un fracaso, sería más exacto hablar de una crisis del

tomismo. Considerada a la luz de acontecimientos formidables que vienen a transtorar el

mundo filosófico, esta crisis no debe sorprendernos y es por tal razón que nosotros vemos

en ella una crisis de crecimiento.

En efecto, la irrupción de un pensamiento tan original y fecundo como la

fenomenología husserliana no puede dejar de impresionar a todos aquellos que en estos

momentos desean filosofar seriamente. El simple hecho de que nuestro tiempo ha visto

aparecer una filosofía de la que se ha podido decir que “se confunde (…) con el esfuerzo

mismo del pensamiento moderno”, a tal punto que en su presencia “muchos de nuestros

contemporáneos han tenido el sentimiento más que de encontrar una filosofía nueva, de

reconocer lo que ellos esperaban”87, es un acontecimiento que obliga a reflexionar e invita

al filósofo a revisar las posiciones mejor establecidas. Un tal acontecimiento no puede

atribuirse al simple gusto por la novedad, que late en cada generación. Como resulta de

parágrafos precedentes, la nueva filosofía toma su prestigio, en último término, del hecho

de que refleja con una fidelidad singular la situación del hombre en el mundo actual.

Envuelve por ello una problemática y contiene intenciones que todo pensador, al menos si

quiere hablar para su tiempo, debe saber reconocer e integrar en su síntesis filosófica. El

                                                                                                                         87  M.  MERLEAU-­‐PONTY,  Phénoménologie  de  la  Perception,  Avant-­‐Propos,  pp.  II,  XVI.  

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tomista está más obligado que nadie, porque la misión propia del tomista más obligado que

nadie, porque la misión propia del tomista será siempre no tanto creer en lo nuevo, lanzar

nuevas perspectivas, como hacer obra de síntesis, según la palabra célebre del papa León

XII: “vetera novis augere”. Esta síntesis no existe aún, si bien hay ensayos parciales muy

numerosos88. Pero cuando se tiene en cuenta el hecho de que los acontecimientos

filosóficos a los que el tomista actual, se ve obligado a enfrentarse son aún muy recientes,

no hay por qué asombrarse ni de qué angustiarse. Muy al contrario, no se puede negar que

los mejores medios cristianos, tanto filosóficos como teológicos, no han permanecido

inatentos a lo que ocurre actualmente en el mundo de la ciencia, de la psicología y de la

filosofía. Nunca el diálogo del cristiano con su tiempo fue tan apretado como en este

momento. Todo ello autoriza las mejores esperanzas para la gran tradición y es por ello que

hemos hablado de una crisis de crecimiento.

Brevemente, lo que ha hecho el éxito de la primavera tomista durante los tres

cuartos de siglo que acaban de transcurrir hará todavía su éxito en lo futuro. La historia del

pensamiento cristiano después de León XIII está ahí para testificar que el prestigio del

tomismo ha crecido en la exacta medida en que un conocimiento histórico mejor de la edad

media ha ido de la mano con una comprensión más viva del pensamiento moderno. Como

lo nota muy justamente Mgr De Raeymaeker en su Introduction a la Philosophie, “sólo el

contacto real, que de este modo se establece entre los principios tradicionales y las

necesidades del pensamiento actual, puede dar nacimiento a un tomismo viviente”. Tal es el

programa que propone León XIII en su Encíclica Aeterni Patris: “vetera novis augere” 89.

El valor y el éxito del tomismo como pensamiento filosófico han sido siempre tributarios

de la fidelidad a este programa. Lo que fue verdadero para los tiempos de Mgr Mercier, y

de los PP. Sertillanges y Roland-Gosselin, del P. Maréchal –por no citar sino algunos de

los más célebres entre los que ya no son- es aún verdadero para nuestros días.

ààà

                                                                                                                         88  Pienso  por  ejemplo  en  las  obras  de  Augusto  Brunner,  S.  J.  89  L.  DE  RAEYMAEKER,  Introduction  à  la  Philosophie,  Louvain,  1947,  p.  180.  

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Pero aquí se plantea un problema delicado y difícil, del que, a nuestro modo de ver,

dependerá en una gran parte, la suerte del tomismo de mañana. ¿Cómo entender estos

“vetera” de que habla el papa León XIII? ¿Cuáles son en definitiva, en la obra del Doctor

Angélico, estas verdades tan sólidas y luminosas que se comprueban capaces de resistir a la

usura del tiempo y de fecundar la reflexión filosófica de nuestros días? Si el tomismo no

está en disposición de librar ciertos principios fundamentales que son simultáneamente la

razón de su originalidad y de su fecundidad, la pretendida actualidad de santo Tomás no es

más que un engaño. En otros términos, la cuestión crucial del problema que nos ocupa al

presente es evidentemente la de los principios o fundamentos del tomismo.

Hace ya mucho tiempo que este problema ocupa a los tomistas, pero en este

momento se hace particularmente urgente a causa de que la originalidad del pensamiento

contemporáneo reside precisamente en el hecho de haber promovido de un modo

sorprendentemente nuevo y radical el viejo problema de los fundamentos. Deseando

superar el dilema del empirismo y del intelectualismo cartesiano, pretende, no sin razón,

que los indubitables primeros que en último término fundamentan la reflexión y la verdad

filosóficas, no son los hechos empíricos sensibles (en el sentido clásico de este término), ni

las evidencias abstractas (como por ejemplo los conceptos evidentes por sí o los principios

lógicos apodícticamente ciertos). Sea lo que fuere, un tomismo que se quiera vivo y actual

no puede dispensarse de retomar, en el cuadro de la problemática contemporánea, el eterno

problema de los principios o fundamentos de la verdad filosófica.

No ha llegado aún el momento de dar una respuesta positiva a esta cuestión, pero es

bueno desde ahora señalar cómo es preciso no proceder en esta materia, cuáles son los

escollos que hay que evitar.

A nuestro parecer, es preciso, sobre todo, guardarse de lo que podríamos llamar el

modo racionalista o cartesiano, desgraciadamente muy difundido, al repensar el tomismo.

¿Qué queremos decir con ello?

De creer a ciertos manuales nuestros, la verdadera grandeza del tomismo residiría en

su apego a ciertos principios de suyo evidentes y de una fecundidad inagotable: el principio

de identidad o de no-contradicción, el principio de razón de ser, llamado en ocasiones

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principio de razón suficiente y que envuelve a su vez los principios de causalidad y de

finalidad, en fin, la afirmación del carácter trascendental y analógico del concepto ser.

Estos principios constituirían en cierta forma la esencia misma del tomismo, constituirían la

razón por la cual ésta puede pretender al título de filosofía fundamentada y original, válida

tanto para nuestro tiempo como para todos los tiempos. Su valor indubitable y

transtemporal nos sería dado en su evidencia intrínseca, y aun apodíctica.

Como resaltará suficientemente de la continuación de este estudio, no es nuestra

intención poner en duda estos venerabilísimos principios, ni disminuir su importancia para

el pensamiento. Muy al contrario. Pero hay una manera cartesiana (digamos más bien

wolffiana) de considerarlos, que reduce prácticamente a nada la originalidad del tomismo.

Consiste en formularlos e interpretarlos fuera de toda referencia a la realidad concreta, más

exactamente fuera de toda experiencia existencial significante, la prueba es que terminan

por no expresar sino la estructura lógica absolutamente universal del pensamiento,

estructura cuya existencia e importancia no son negadas prácticamente por nadie, fuera de

algunos sofistas de la antigüedad. Aclaremos esto con algunos ejemplos.

Hay una manera de entender el principio de identidad y de no-contradicción que,

desde hace mucho tiempo, no presenta ningún problema. Que una cosa no pueda a la vez y

bajo el mismo respecto ser afirmada y negada, id quod est non potest simul affirmari et

negari, en otras palabras, que la regla suprema de la afirmación y del razonamiento consiste

en no contradecirse, ¿quién se entretendría aún en dudarlo? Se dirá posiblemente: ¿no está

ahí Hegel, Hamelin y Bergson? Pero ni Hegel, ni Hamelin ni Bergson pretendieron nunca

que fuese lícito contradecirse, afirmar negro y blanco a la vez, si no haría ya mucho tiempo

que se les habría borrado la lista de los pensadores. Sostener con Hegel que la historia del

mundo y de la humanidad no es una suma de acontecimientos fijos e insulares, que, a través

de esta historia, el Pensamiento llega progresivamente a la conciencia de sí en virtud de un

devenir inmanente, pretender, en fin, que todo devenir implica una dualidad de términos

que a la vez se oponen y se enlazan, a tal punto que el uno llama al otro de acuerdo con el

juego lógico de la tesis, de la antítesis y de la síntesis: esto puede ser malinterpretar el ser-

en-su-conjunto, pero no es aún pecar contra el principio lógico de no-contradicción. Otro

tanto se puede decir de Hamelin, cuando se considera la relación dialéctica como la vida

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misma del espíritu, y desde luego también de Bergson, cuando sostiene que la unidad de la

duración (es decir, de la manera de ser que caracteriza a la vida y, en particular, a la libertad

como autodeterminación del yo por el yo) es una unidad de un orden absolutamente distinto

de la unidad numérica (1=1). Esta manera de describir la duración o el tiempo vivido es

posiblemente criticable, pero se daría muestra de una incomprensión total del pensamiento

bergsoniano si se pretendiese que Bergson ha cometido la inmensa necesidad de rechazar el

principio lógico de no-contradicción. Nunca ha sostenido Bergson que su concepción del

tiempo fuese verdadera un día y falsa al día siguiente; hizo de ella, por el contrario, el tema

constante de su obra.

Algo análogo se podría decir con respecto al principio de razón de ser. Existe un

modo de entender este principio que es común a todo filosofía, incluso a toda actividad

intelectual cualquiera que sea, científica o filosófica. Lo propio del espíritu, lo hemos dicho

más arriba, reside en el hecho de que no puede conformarse con constatar, con reunir

desordenadamente los datos. Su intención última es ver claro en los hechos, explicar y

comprender, descubrir los cómo y los por qué, en términos más técnicos, las relaciones y

las razones. El postulado de toda ciencia y de toda filosofía, es que el mundo no es una

simple suma de acontecimientos, sino una unidad sintética global donde se contiene todo,

donde las partes se piden y se sostienen unas a otras y no son en consecuencia explicables o

comprensibles sino en el interior del todo. Esto es decir, en otras palabras, que

“comprender”, “explicar”, “investigar las razones de ser” y “establecer relaciones” son

expresiones casi sinónimas y que el término “razón de ser” es tan vago e impreciso como la

palabra “explicación”. Pero hay más. Si es verdad que la unidad del todo no es una suma,

que la forma del todo es en cierto modo anterior e interior a las partes que lo componen, se

sigue de ahí que las partes que no son simplemente por el todo sino también para el todo,

contribuyendo a realizar la originalidad y el sentido del todo: es decir, que toda filosofía –y

posiblemente también toda ciencia- pone en juego una cierta noción, muy vaga e imprecisa

sin duda, no sólo de casualidad sino también de finalidad.

En fin, lo que acabamos de desarrollar a propósito de los principios de no-

contradicción y de razón de ser, vale asimismo, mutatis mutandis, para el carácter

trascendental y analógico de los conceptos más fundamentales, en especial para los

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conceptos de ser, unidad, verdad y bondad. Toda filosofía, en la medida en que se quiere

radical y metafísica, reivindica la universalidad de lo trascendental y emplea la analogía. En

efecto, que el ser es uno y que esta unidad no es la de una suma, he ahí manifiestamente un

lugar común en metafísica, algo como su postulado fundamental. Sin esta convicción

originaria la metafísica no podría ni siquiera definirse como la investigación del ser en

general. Si es verdad que el propósito del pensamiento metafísico es lograr “La reconquista

de lo concreto”, elucidar el sentido de los seres desde el punto de vista del Conglobante

último, es decir, del “ser-en-su-conjunto”, es necesario decir que la metafísica es

trascendental por esencia, reclama conceptos trascendentales y analógicos. Hacer una

metafísica para un sector de seres y hacer otra (con conceptos absolutamente diversos) para

otro sector, es traicionar la intención metafísica en lo que tiene de más original y de más

específico. La idea de lo trascendental no es exclusiva, pues, del tomismo90.

Y observad que esto vale no sólo para el concepto del ser, sino igualmente para los

conceptos de unidad, de verdad y de bondad (o de valor). Estos conceptos están en el centro

de toda filosofía, hay asimismo un modo de interpretarlos que prácticamente vale para

todos los sistemas filosóficos y que, por consiguiente, deja escapar lo que constituye la

originalidad de la doctrina tomista de lo uno y lo múltiple, de la verdad y del valor.

La idea de que, bajo la multiplicidad de los seres y de las manifestaciones que

revelan los seres, hay la unidad del ser, constituye –lo hemos dicho- el alma de toda

metafísica en tanto que pensamiento trascendental. La tarea del metafísico será precisar esta

unidad. El teísmo de santo Tomás, el monismo de Spinoza, el panteísmo idealista de los

postkantianos, el voluntarismo de Schopenhauer, la doctrina del “eterno retorno” de

Nietzsche, la idea bergsoniana de la evolución creadora, son otras tantas maneras de

describir y de interpretar la unidad del ser-en-su-conjunto. Enunciar que todo ser es “uno”

en la medida en que es “indivisum in se et divisum ab aliis”, es explicitar un concepto, no es

todavía interrogar al ser. Ahora bien, el problema que importa resolver en metafísica es

saber en qué medida y en qué sentido el ser es en último término uno y múltiple, cuál es la

                                                                                                                         90  Pero  el  peligro  que  amenaza  constantemente  a  la  metafísica  es  que  se  toma  como  trascendental  supremo  lo   que  no   es   en   realidad   sino  un   aspecto  del   ser,   por   ejemplo  uno  u   otro   de   los   “existenciales”,   como   la  conciencia   de   sí,   la   libertad,   o   el   sentimiento   con   sus   correlatos   noemáticos:   el   ser-­‐para-­‐mí,   el   valor.  Volveremos  más  tarde  sobre  esta  idea.  

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estructura profunda del ser-en-su-conjunto, considerado desde el punto de vista de la

unidad y de la multiplicidad.

Resulta lo mismo para la idea de verdad. El problema de la verdad está en el

corazón de toda filosofía. Todas las filosofías presuponen una concepción primera y

general, digamos una comprensión prefilosófica de la verdad, involucrada en la misma

existencia humana en tanto que subjetividad abierta sobre el mundo. Tal es la razón por la

que hay en el seno de toda filosofía una noción general de verdad que se convierte

aproximadamente en esto: la verdad consiste en alcanzar el ser por el pensamiento. Pero el

problema que preocupa al metafísico es saber cuál es la medida de la verdad de que el

hombre es capaz, y cuál es finalmente la estructura y el sentido del ser en tanto que

contiene la posibilidad de revelarse, o, para hablar con Sartre, en tanto que comprende la

doble región del en sí y del para sí. Nuevamente, el teísmo de santo Tomás, el racionalismo

de Spinoza, el idealismo panteísta de Fichte o de Hegel, la filosofía existencial de

Heidegger o de Jaspers, son otras tantas maneras de responder a este problema.

Otro tanto se podría decir de la idea de bien o de valor. Es posible comenzar la

filosofía del valor por una definición general del bien, por ejemplo la definición de

Aristóteles: “bonum est quod omnia appetunt” y añadir que las cosas no son apetecibles

sino en tanto que ellas son. Pero ello, apenas nos hace avanzar. La cuestión que importa

resolver es la siguiente: ¿en qué medida y en qué sentido las cosas son apetecibles o

amables? ¿Hay una jerarquía de valores? y ¿sobre qué se funda esta jerarquía? Y sobre

todo: ¿Cuál es la significación última de la existencia humana y cuál es el sentido del ser en

general? Este problema ha recibido en el curso de la historia respuestas muy diferentes.

Para Hegel, por ejemplo, el sentido último del ser, y, por consiguiente, del hombre en el

seno del ser, es que, a través de la historia del mundo, el espíritu se eleva progresivamente,

en virtud de una dialéctica que constituye la vida misma del espíritu, hacia la plena

conciencia de sí. Para el cristianismo, por el contrario, el sentido último del ser y de todos

los seres que integran el universo, es que hay, en el origen y el fin de todas las cosas, un

Dios amoroso y trascendente que ha hecho al hombre a su imagen. En Nietzsche hay la

concepción del “eterno retorno”. Para el comunista y ciertos existencialistas modernos el

sentido final de la vida humana es construir un mundo mejor en vista de libertar al hombre

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y de hacer posible un reconocimiento más auténtico del hombre por el hombre. He ahí de

nuevo otras tantas respuestas distintas al problema respecto a la estructura y el sentido del

ser en general desde el punto de vista del valor. Es claro que para resolver esta importante

cuestión que domina a la metafísica humana, la reflexión, tan adelantada como se la quiera,

sobre la definición del “bonum” no aporta sino un poco de luz.

Esta manera de proceder en la elucidación y la fundamentación de los conceptos

primeros y de los principios fundamentales de la metafísica, ha sido llamada por nosotros

racionalismo y wolffiana. En efecto, lo propio de la filosofía wolffiana, es reducir la

metafísica general, o, según la terminología de Wolff, la ontología, a una ciencia a priori,

que procede por simples conceptos y que tiene por misión trazar las leyes a priori y las

propiedades más universales de todo ser en tanto que ser, ya se trate del viviente o del no

viviente, de la materia o del espíritu, de lo finito o del infinito. Pero se debe preguntar si

parecida ontología es algo más que una colección de definiciones nominales, o lo que es lo

mismo, si es algo más que un mal diccionario filosófico. Sea de ello lo que sea, esta manera

de concebir la ontología es radicalmente contraria al espíritu de santo Tomás, para quien el

fundamento de toda verdad humana es del orden de lo real concreto que nos engloba y nos

sustenta.

La originalidad del tomismo no reside, pues, precisamente en su apego a los

principios de identidad, de razón de ser y trascendentalidad de ciertos conceptos, tomados

en su acepción más vaga posible hasta el punto de que finalmente uno se encuentra en

presencia de un conjunto de axiomas lógicos y definiciones nominales. Su originalidad

consiste mucho más en un modo absolutamente particular de interpretar, elucidar y

fundamentar el contenido y el sentido de estos principios, por el hecho de que jamás son

considerados a parte, sino solamente en su vinculación intrínseca con lo real concreto (en el

sentido rico del término), es decir con el dato significativo primero. En otras palabras, santo

Tomás no ignora la cuestión de los fundamentos del conocimiento y de la verdad.

Reconoce la necesidad de un “primum notum quoad nos”. Pero para él el primum notum

que da acceso a la verdad humana, no es –como en Descartes- un conjunto de conceptos y

de principios abstractos, de suyo evidentes y autosuficientes, sino el universo creado que

habitamos y del cual formamos parte. Nociones y principios no tienen sentido, a los ojos de

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110    

santo Tomás, sino en su vinculación con lo concreto: no constituyen propiamente

conocimientos, sino principios del conocimiento, derivados por un proceso de abstracción y

de reflexión a partir de lo que para nosotros es primero e ineluctable, a saber, nuestra

percepción del mundo, más exactamente nuestra inserción en el ser, nuestra participación

humana en el ser.

La continuación de este estudio nos permitirá precisar estas anotaciones. Por el

momento, retengamos que importa ante todo no caer en un nuevo cartesianismo –de muy

mala ley por lo demás- bajo pretexto de fundar críticamente el tomismo y de despejar sus

principios fundamentales.

Después de estas consideraciones preliminares, de carácter más bien negativo,

entremos en lo vivo de nuestro problema. Reivindicar para el pensamiento de santo Tomás

una actualidad, no verbal sino real y motivada, no es posible sino después de haber

confrontado cuidadosamente el tomismo con el pensamiento contemporáneo. ¿Puede el

tomismo ayudarnos a esclarecer la problemática actual y a elaborar una filosofía que

responda a las exigencias de nuestro tiempo?, tal es la cuestión que debemos examinar.

Visto todo lo que precede, no podemos contentarnos con tomar al tomismo tal cual y con

yuxtaponerlo a los sistemas modernos: se tratará más bien de desprender del seno del

tomismo lo que puede aclarar los problemas de nuestro tiempo. Esto es, que nuestra tarea

será doble en realidad. Sin duda será preciso comparar el pensamiento de santo Tomás con

la fenomenología existencial, pero será preciso igualmente hacer una selección en el

interior del propio tomismo.

Continuemos, pues, nuestro diálogo con los contemporáneos en el punto en que lo

hemos dejado al fin del capítulo precedente. Recordemos la conclusión a la que habíamos

llegado: la fenomenología –escribíamos- al ser una tentativa para superar el dilema del

empirismo y del intelectualismo, se encuentra por este motivo dominado por el viejo

problema de la experiencia y la razón: trata de saber si el origen empírico de nuestro

conocimiento es conciliable o no con la posibilidad de trascender la experiencia hacia una

verdad transhistórica, universal, metaempírica y metafísica. En torno de este problema, del

que depende en fin de cuentas la suerte de toda filosofía, vamos ahora a concentrar nuestros

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esfuerzos para confrontar el tomismo y la filosofía contemporánea. Lo primero que hay que

hacer es evidentemente levantar el balance de esta filosofía.

2. LOS MÉRITOS Y LAS LAGUNAS DE LA

FENOMENOLOGÍA EXISTENCIALISTA

En los capítulos precedentes hemos tenido varias veces la ocasión de destacar los

méritos de la fenomenología existencialista en relación al problema que nos ocupa.

Recordémoslos brevemente. Desde luego, raramente la crítica del empirismo y del

intelectualismo fue llevada con tanta perspicacia y profundidad. Es más, al desarrollar el

concepto husserliano de la intencionalidad, la nueva filosofía evita las posiciones extremas

sin perder la parte de verdad que se encuentra en cada una de ellas; del empirismo conserva

la primacía de la experiencia perceptiva, pero amplia la idea de experiencia; con Descartes

mantiene la originalidad y la irreductibilidad del Cogito y acepta la posibilidad de una

reflexión que, sin abandonar la vida irreflexiva, no queda encerrada en sí misma91. No sólo

el empirismo clásico y el intelectualismo cartesiano e idealista, se encuentran así superados,

sino también el semi-empirismo y el semi-idealismo de Kant, de Brunschvicg y de

Lachiéze-Rey: “Nosotros no podemos –escribe Merleau-Ponty- aplicar a la percepción la

distinción clásica de la forma y de la materia (Kant), ni concebir el sujeto que percibe como

una conciencia que interpreta, descifra u ordena una materia sensible de la que poseyese la

ley ideal (Brunschvicg, Lachiéze-Rey). Es la materia la que preña a la forma, lo que

equivale a decir, en último análisis, que toda percepción tiene lugar en cierto horizonte, y

en último término en el mundo”92. La oposición clásica de la sensación y del conocimiento

intelectual se encuentra, en consecuencia, superado en el nivel mismo de la vida perceptiva

o antepredicativa de la conciencia: “La percepción está aquí comprendida como referencia

a un todo (a saber, la cosa y, finalmente, el mundo) que, por principio, no es captable sino a

                                                                                                                         91   Bulletin   de   la   Société   franҫaise   de   philosophie,   Le   primat   de   la   perception   et   ses   conséquences  philosophiques.  Sesión  del  23  de  Nov.  de  1946,  año  41,  núm.  4,  oct.-­‐dic.  1947.  Respuesta  de  M.  Merleau-­‐Ponty,  p.  150.  92  Ibidem.  Exposición  de  M.  Merleau-­‐Ponty,  p.  119.  

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través de algunas de sus partes o de ciertos aspectos”93. La unidad de la cosa percibida –y

otro tanto se puede decir del mundo- no es la suma de los datos a posteriori, ni “una unidad

ideal poseída por la inteligencia, como por ejemplo una noción geométrica”; es la unidad de

“un todo que es anterior a las partes, una totalidad abierta al horizonte de un número

indefinido de perspectivas”94. La unidad del Cogito humanos se encuentra así restablecida:

puesto que no hay un mundo noumenal que se contenga tras el mundo del fenómeno, no

hay tampoco el Cogito puramente espiritual y separado de la experiencia, que se superpone

al Cogito empírico y perceptivo. Finalmente, la intersubjetividad recupera sus derechos:

deja de ser un fenómeno secundario o derivado; gracias a la intersubjetividad podemos

estar juntos en un mismo mundo: “Si yo considero mis percepciones como simples

sensaciones, ellas son privadas, no son sino mías. Si las trato como actos de inteligencia,

(…) la comunicación está plenamente entre nosotros”, pero “el mundo ha pasado a la

existencia ideal”95. Lo propio de la intencionalidad es que “la cosa se impone no como

verdadera para toda inteligencia, sino como real para todo sujeto que comparta mi

situación”96.

Estos resultados no son ciertamente de despreciar. Lo son tanto menos cuanto no

sólo tienen el valor de una descripción psicológica más respetuosa de la condición humana

concreta, involucran ulteriormente una doctrina general de la verdad que aunque a nuestro

parecer no carezca de defectos, merece, por más de un título, la atención del filósofo. Desde

luego, al pretender “integrar lo irracional en una razón amplificada”, abre el campo de la

verdad humana y reintroduce en filosofía el sentido de la paradoja y del misterio. Además,

sin ceder a la tentación de un relativismo fácil y perezoso, no busca ya velar la dimensión

histórica de la vida cognoscitiva. Como más arriba hemos dicho siguiendo a M. De

Waelhens, “tiende a buscar un medio término entre el relativismo tradicional –el de

Dilthey, por ejemplo- y el universalismo sin punto de vista del racionalismo clásico”97. A

los ojos de nuestros contemporáneos, “historicidad” e “historicismo” no son sinónimos.

                                                                                                                         93  ibidem,  p.  123.  Obsérvese  que  “inteligir”  o  “comprender”,  es  siempre  unificar,  aprender  las  partes  desde  el  punto  de  vista  del  todo.  94  Ibidem,  p.  123.  95  Ibidem,  p.  124.  96  Ibidem,  p.  125.  97   A.   DE  WAELHENS,  Phénoménologie   et  Métaphysique,   en   la  Revue   philosophique   de   Louvain,   agosto   de  1949,  p.  366.  

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“No renunciamos a la esperanza de una verdad –escribe M. Merleau-Ponty- por encima de

las estimaciones de posiciones divergentes”98. Y aún: “Hay lo irrecusable en el

conocimiento y en la acción, lo verdadero y lo falso, el bien y el mal”99. En efecto, juntos

reconocemos un mismo mundo y puesto que éste no es la suma de perspectivas a posteriori

sino el correlato noemático originario que engloba de lleno todas las perspectivas posibles,

las de mí mismo y las de otro, es forzoso decir que una comunidad de intención atraviesa y

sostiene a la humanidad en su búsqueda de la verdad. Esta comunidad de intención con su

correlato “el mundo” constituye nuestra “lumen naturale”, ella explica que tengamos

conciencia de hablar de las mismas cosas, ella hace que podamos, a través de los signos

ambiguos del lenguaje, “reactivar” el pasado de la humanidad, recuperar el pensamiento de

otros, recusarlo o corregirlo. Es por ello que la verdad es universal. Aunque esta

universalidad sea ante todo una universalidad a efectuar en el curso de la historia, implica

siempre y de golpe un elemento significativo universal y transhistórico: lo que Husserl

llamaba la “Urdoxa” y aun la “doxische Seinsglaube”100.

En fin –y es esto un último mérito de la nueva filosofía y no el menor- esta puesta

en evidencia de la historicidad está ligada a una condenación en extremo categórica de

todas las concepciones inmanentistas y monistas de la verdad del ser. Sin duda la manera de

hablar sobre este punto puede engañar. Se rechaza el “ídolo del saber absoluto”1. “La

conciencia metafísica y moral –se ha escrito- muere al contacto de lo absoluto”2. A primera

vista se podría creer que volvemos al relativismo más tradicional y que se encuentra

nulificada la idea misma de verdad. En realidad, no se renuncia a toda verdad, sino a la

interpretación intelectualista e idealista de la verdad que hace de la verdad un mundo

inteligible en acto (por ejemplo un sistema de conceptos inmutables y necesarios, o bien la

identidad sin distancia de la conciencia y el ser), presente en las profundidades de nuestra

conciencia y, al que la reflexión filosófica tendría como tarea alcanzar en el fondo de

nosotros mismos. En este sentido se puede decir que la doctrina existencial de la verdad,

aun en aquellos que se dicen ateos, presenta un valor positivo para toda metafísica que

                                                                                                                         98  Sens  et  Non-­‐sens,  p.  126.  99  Ibidem,  p.  191.  100  Phénoménologie  de  la  Perception,  pp.  340,  395,  345  ss.  1  Bulletin  de  la  Société  franҫaise  de  philosophie,  loc.  Cit.,  p.  128.  2  Sens  et  Non-­‐sens,  p.  191.  

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quiera mantener vivo el sentido del misterio y proclamar lo bien fundado de una

interpretación teísta de las cosas. Al mostrar la inanidad de la concepción inmanentista de

lo absoluto, reabre la vía que conduce a la afirmación de un Dios trascendente.

Es verdad ahora que muchos de los fenomenólogos actuales no se contentan con

desaprobar el monismo racionalista o idealista, sino que rechazan de igual modo la

concepción cristiana de Dios, como siendo, ella también, inconciliable con la historicidad

de la existencia humana. A nuestro parecer, hay ahí una confusión entre la interpretación

idealista de lo Absoluto y la afirmación tradicional de un Dios trascendente: confusión

infinitamente lamentable y sin ningún fundamento. Nos parece asimismo que es debida, al

menos en gran parte, al hecho de que, en su reacción contra el idealismo, la nueva filosofía

no siempre ha logrado sustraerse completamente a la influencia del adversario. Es lo que

hemos anticipado a título de hipótesis al final de nuestro capítulo segundo. Ha llegado el

momento de justificar esta aserción y de poner en evidencia, de un modo más sistemático

que como lo hemos hecho hasta ahora, lo que nos parece constituir la laguna principal de la

fenomenología existencial.

ààà

No es nuestro propósito evidentemente recorrer una a una las filosofías de la

existencia. Nuestra atención irá preferentemente a la obra de Merleau-Ponty. Al hacerlo, no

facilitamos nuestro trabajo. Por haber elaborado, mejor que nadie, una doctrina coherente

de la encarnación, Merleau-Ponty es, sin lugar a dudas, entre los fenomenólogos que

rechazan la afirmación de Dios, el que se encuentra más alejado de la tradición cartesiana e

idealista. En lo que concierne a Heidegger por ejemplo, M. De Waelhens no tiene temor al

llamar a la doctrina de Sein und Zeit “un idealismo de la significación que se apoya sobre

un realismo de la existencia en bruto”3. En cuanto a Sartre, aunque sus descripciones

fenomenológicas están por lo general en las antípodas del intelectualismo, no se puede

                                                                                                                         3  A.  DE  WAELHENS,  De  la  phénoménologie  a  l’existentialisme,  aparecido  en  la  publicación  colectiva  Le  Choix,  le  Monde,  l’Existence,  Paris,  Arthaud,  1947,  pp.  61-­‐62.  

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negar que su ontología contiene más de una reminiscencia de la filosofía que combate. La

oposición tan cortante del en sí y el para sí hace pensar espontáneamente en la dicotomía

cartesiana de la extensión y del pensamiento4, al mismo tiempo que la presentación del en

sí como “identidad indiferenciada”, sin “el más pequeño indicio de dualidad” o de

“alteridad” o de “estructura”, recuerda de modo incontestable el idealismo de la

significación de Sein und Zeit. Se sabe que para Sartre, es únicamente por el hombre que las

significaciones vienen al mundo: “La mundaneidad, la espacialidad, la cantidad, lo

instrumental, la temporalidad no vienen al ser –ha escrito- sino porque yo soy la negación

del ser”5.

Si decimos ahora que, aun en la obra de Merleau-Ponty, creemos encontrar trazas

del idealismo, que se procure comprendernos bien. No pretendemos de ningún modo hacer

del autor de la Phénoménologie de la Perception un discípulo de Berkeley, de Kant o de

Brunschvicg. Su filosofía en efecto se mueve en un clima absolutamente diverso. Definir la

percepción como “la modalidad original de la conciencia”, es enunciar de golpe el

contrapeso de la posición idealista. Para el idealismo, el ser no es sino en tanto que es

percibido o conocido: esse est percipi; para Merleau-Ponty, por el contrario, “el mundo

natural se da como existente en sí por encima de su existencia para mí (…), nos

encontramos en presencia de una naturaleza que no tiene necesidad de ser percibida para

existir”6. Aun el semi-idealismo kantiano es rechazado con firmeza: “No podemos aplicar a

la percepción la distinción clásica de la forma y de la materia (…). La materia es quien

preña a la forma”7. Y aún: “el sentido inviste y penetra profundamente a la materia”8. A

pesar de todo ello, no podemos deshacernos de la impresión de que la posición de Merleau-

Ponty con respecto al idealismo no está absolutamente exenta de ambigüedad. No es que le

reprochemos hacer fructificar la parte de “verdad definitiva (contenida) en el retorno

cartesiano de las cosas o de las ideas al yo”, a saber, que la “experiencia misma de las cosas                                                                                                                          4  Cfr  por  ejemplo  L’Imagination,  p.  l:  “Esta  inercia  de  contenido  sensible,  que  se  ha  descrito  frecuentemente,  es  la  existencia  en  sí  (…).  En  ningún  caso,  mi  conciencia  sabría  ser  una  cosa,  porque  su  manera  de  ser  en  sí  es  precisamente   ser   para   sí.   Existir,   para   ella,   es   tener   conciencia   de   su   existencia.   Ella   aparece   como   una  espontaneidad  pura,  en  presencia  del  mundo  de  las  cosas  que  es  pura  inercia”.  Lo  mismo  pp.  125,  126.  5  L’Etre  et  le  Néant,  p.  269.  Esta  expresión  “es  por  el  hombre  que  las  significaciones  vienen  al  mundo”  es  evidentemente  ambigua.  Volveremos  sobre  esta  ambigüedad.  6  Phénoménologie  de  la  Perception,  pp.  180.  7  Bulletin  de  la  Soc.  fr.  de  Phil.,  loc.  cit.,  p.  119.    8  Phénoménologie  de  la  Perception,  pp.  374.  

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trascendentes no es posible sino cuando yo llevo y encuentro en mí mismo el proyecto”9.

¿No decía santo Tomás en el mismo sentido que el alma humana es “quodammodo omnia”?

nos parece sin embargo que en Merleau-Ponty la parte del hombre en la elaboración de las

significaciones permanece equívoca y concede bastante, en suma, al idealismo.

Desde luego, ya puede plantearse la cuestión de si una filosofía como la de la

Phénoménologie de la Perception, que pretende atenerse exclusivamente al método

fenomenológico, no nos lleva, por la lógica misma de las cosas, a un cierto idealismo de la

significación, sino sobre el terreno de la descripción, sí al menos sobre el de la

interpretación ontológica del conocimiento, la cual nunca está totalmente ausente cuando

se trata de filosofía, pus ésta pretende ser una investigación de los fundamentos últimos.

En efecto, la identificación de la filosofía, como pensamiento radical y

trascendental, con la fenomenología no es posible si no se comienza por elevar el

fenómeno, es decir, el ser-para-nosotros, a la dignidad del trascendental supremo. En otros

términos, reducir la filosofía íntegramente a la fenomenología, es ya orientarse hacia una

interpretación idealista de las cosas, puesto que se pretende que ser-para-el-hombre es el

único sentido que la palabra ser puede tener para nosotros. Es verdad que lo que acabamos

de decir puede aún ser entendido de dos maneras diferentes: o bien se identifica sin más

“ser” y “fenómeno”. En este caso el existente se encuentra reducido a la serie de

apariciones que lo manifiestan: a falta de un ser transfenomenal que funde la serie

indefinida de las apariciones, las cosas no existen ya sino en la medida en que ellas

aparecen. Recaemos así en la concepción idealista de Berkeley: esse y percipi son de nuevo

sinónimos. Sartre insinúa algunas veces –examinaremos si tiene o no razón- que tal habría

sido finalmente la posición de Husserl10. O bien –es el caso de Sartre y de Merleau-Ponty-

se reconoce precisamente para evitar que el fenómeno se hunda en la inmanencia de la

conciencia, la necesidad de un fundamento transfenomenal, es decir, de un ser que escapa

“a la condición fenomenal, que es no existir mientras no se revele”11. Este ser

transfenomenal debe ser comprendido, no como un mundo noumenal que se contuviese tras                                                                                                                          9  Ibidem,  p.  423.  

10  L’Etre  et  le  Néant,  p.  28  11  Ibidem,  p.  16.  

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el fenómeno, sino como “el ser transfenomenal de lo que aparece”: se encuentra –se dirá-

“indicado” en el seno del fenómeno mismo como siempre-más-allá, es decir, como “no

existente pero sólo en tanto que aparece”, en una palabra “como existente también en sí”.

“El ser transfenomenal de lo que es para la conciencia es también en sí”, escribe Sartre12. Y

en el mismo sentido, Merleau-Ponty dirá: “El mundo natural se da como existente en sí por

encima de su existencia para mí”13.

Pero, dado que el fenómeno (esto es, el ser en tanto que aparece a la conciencia

humana) debe ser considerado como el trascendental supremo, o, lo que equivale a lo

mismo, como la medida absoluta de toda significación, resulta que el ser transfenomenal

del fenómeno está como tal desprovisto de sentido. “Él es lo que es”: más o menos esto es

todo lo que se puede decir de él14, puesto que es por el hombre que las significaciones

vienen a las cosas. Recordemos el texto de Sartre citado hace unos instantes: “La

mudaneidad, la espacialidad, la cantidad, la instrumentalidad, la temporalidad no vienen al

ser sino por que yo soy la negación del ser”15. Ahora bien, sobre este punto, la posición de

Merleau-Ponty no es casi diferente: “Yo soy la fuente absoluta –escribe- mi existencia no

viene de mis antecedentes, de mi círculo físico y social (como piensa el materialismo), ella

va hacia ellos y los sostiene, porque es el yo quien los hace ser para mí y ser en

consecuencia en el único sentido que la palabra puede tener para mí, esta tradición que yo

decido recuperar, o este horizonte cuya distancia se hunde en mí, puesto que no le

pertenece en propiedad, si yo no estuviese ahí para recorrerla con la mirada”16. Y un poco

más lejos: “es desde luego por la conciencia que un mundo se dispone en torno mío y

comienza a existir para mí”. Brevemente, “ser para el hombre” es el único sentido que la

palabra “ser” puede tener para nosotros, puesto que es por la conciencia humana, en

principio, que un “mundo comienza a existir para mí”. ¿Hay gran diferencia entre esto y lo

que se acostumbra llamar “el idealismo de la significación?

He aquí un segundo resto de idealismo. Atraviesa la obra de M. Merleau-Ponty y la

de J. P. Sartre y es asimismo una consecuencia del uso exclusivo del método                                                                                                                          12  Ibidem,  p.  29,  coll.  p.  16.  13  Phénoménologie  de  la  Perception,  p.  180.  14  L’Etre  et  le  Néant,  pp.  30-­‐34.  15  Ibidem,  p.  269.  16  Phénoménologie  de  la  Perception,  Avant-­‐Propos,  p.  III.  

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118    

fenomenológico en filosofía. Concierne directamente a la elucidación de la subjetividad

humana como subjetividad encarnada.

Ciertamente la fenomenología tiene un gran mérito ante la filosofía, al atraer la

atención de los pensadores sobre el carácter primitivo e irreductible de la existencia

encarnada, y al proporcionarnos un método apropiado para explicitar la experiencia vivida

del cuerpo como cuerpo mío. Pero se puede preguntar si la fenomenología es suficiente

para el estudio filosófico de la encarnación, en otras palabras, sino hay en el materialismo

una verdad que se trata de mantener y que la nueva filosofía parece perder de vista con

demasiada frecuencia. Expliquémonos.

Como lo hemos desarrollado ampliamente más arriba, el análisis fenomenológico ha

aclarado admirablemente que la vida originaria o antepredicativa de la conciencia no puede

ser pensada en términos de “causa” y de “efecto”: la vinculación con el mundo que define

la manera de ser de la conciencia intencional, presenta la forma de un diálogo o de un

intercambio, al desarrollarse según la relación dialéctica de la intención y de la motivación,

del compromiso y de la situación17. Pero, ¿eso es todo lo que la experiencia nos enseña con

certeza respecto al modo de ser del yo encarnado y de su inserción en el mundo?

Evidentemente no. Al lado de la experiencia vivida del cuerpo mío, hay la experiencia

externa y la experimentación científica de la ciencia objetiva, o, como dicen los

fenomenólogos, hay el cuerpo “en tanto que aparece a otro, a un testigo”. Solamente el

estudio objetivo del mundo puede enseñarme que, para ver, me es necesario un sistema

nervioso de una estructura particular, que es preciso además que un rayo de luz venga a

tocar efectivamente mi retina y se produzca un fenómeno fotoeléctrico, que en fin, mi

campo de visión es, si no determinado, sí por lo menos tributario de la inmutación física de

mi órgano. Estos datos objetivos, que el materialismo ha puesto muy bien en evidencia,

pero que considera injustamente como los únicos válidos, no se sitúan en la prolongación

de la experiencia vivida que la fenomenología se ha asignado como tarea explicar. Así, en

la comprobación vivida de ser-en-el-mundo yo estoy sin distancia con respecto a los

objetos que percibo y mi mirada va, por así decir, a posarse sobre las cosas mismas.

                                                                                                                         17  Cfr  nuestro  segundo  capítulo,  pp.  29  ss.  

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Ciertamente la experiencia objetiva no viene a desmentir este dato originario18, pero me

enseña que mi relación perceptiva con el mundo implica asimismo relaciones de causalidad

física, de procesos en tercera persona: si mi órgano visual no es físicamente sensible a los

acontecimientos del mundo externo, deja de ser capaz de “sentir” en el sentido psicológico

o fenomenológico del término. Más, si estos datos objetivos no están en la prolongación de

la comprobación vivida de mi cuerpo como cuerpo mío, se sigue de ahí que dejan de ser

una explicitación y una construcción conceptual a partir de esta experiencia vivida.

Representan, a título igual al de los resultados del análisis fenomenológico, datos

originarios, sacados de la unidad sintética global que se llama el hombre. Es decir, en otros

términos, que nuestra captación integral del hombre se efectúa a través de dos series de

“Abschattungen” irreductibles entre sí: a saber, la experiencia externa u objetiva de una

parte, y de otra la experiencia externa u objetiva de una parte, y de otra la experiencia

vivida o fenomenológica.

Nada de esto se encuentra negado propiamente en la fenomenología de Merleau-

Ponty y de Sartre. No se pone en duda que “la conciliación en un mismo existente de estos

aspectos antinómicos no plantee un difícil problema”, escribe M. De Waelhens en su

estudio sobre La Phénoménologie du corps19. Pero se puede preguntar si la nueva filosofía

la toma suficientemente en cuenta. Nos parece que no y es, a nuestro parecer, una falta.

Esta falta sería mínima, si se contentase con decir que los datos de la experiencia objetiva

no son de la incumbencia de la fenomenología, pero se dice más en realidad: cuando se

pretende elaborar una filosofía del hombre, es decir, un estudio integral de lo real integral, y

establecer el estatuto ontológico del Dasein humano como unidad sintética originaria, se

procede como si la fenomenología fuese la única vía de acceso a este estudio filosófico del

hombre. Por ello mismo, se mete en un callejón sin salida. Porque si es verdad que el

hombre no puede íntegramente ser alcanzado sino a través de las dos series de

“Abschattungen” irreductibles entre sí, resulta evidentemente que la unidad sintética última

que es el hombre, como subjetividad encarnada, no puede en definitiva ser pensada ni en

términos de objetividad física, ni en términos de psicología inmanentista o idealista, ni

                                                                                                                         18  El  error  del  materialismo  está  precisamente  en  creerlo.  19  A.  DE  WAELHENS,   La  Phénoménologie   du   corps,   en   la  Revue  Philosophique  de   Louvain,   agosto  1950,   p.  384,  n.2.  

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tampoco en términos de pura y simple fenomenología. Para pensar al hombre, se precisan

categorías mucho más flexibles y comprensivas que las que la fenomenología actual nos

ofrece y que no superan el registro de la experiencia vivida, esto es, del ser en tanto que

“ser para-mí”20.

La influencia del idealismo sobre la fenomenología existencial se manifiesta aún de

una tercera manera, posiblemente la más grave de todas, puesto que concierne directamente

a la interpretación ontológica de la “trascendencia”, es decir, de la abertura-al-mundo que

constituye la conciencia intencional. Tocamos aquí la cuestión medular de toda filosofía:

¿cómo concebir la relación de la conciencia y del ser? o, en otros términos, ¿cuál es la

esencia de la verdad?

El idealismo es precisamente una ontología de la verdad, elaborada bajo el signo de

la “revolución copernicana”. Kant pretendía, en efecto, que, en la interpretación filosófica

de la relación sujeto-objeto que define el conocimiento, es necesario dar la antecedencia al

sujeto con respecto al objeto, a la espontaneidad significante sobre lo dado. Llevada a sus

últimas consecuencias, la revolución copernicana termina por absorber al objeto en el

sujeto. El no-yo pierde su consistencia ontológica, no es sino por y para el yo, un simple

límite del yo, algo como un obstáculo engendrado por el yo en la inconciencia, pero al que

la reflexión filosófica tiene por tarea superar, al reintegrar al no-yo en la vida consciente del

yo auténtico. Este no es el pequeño yo humano, sino el Yo único e infinito, del que la

conciencia finita no es más que una manifestación pasajera.

Esta forma extrema del idealismo –del cual Fichte debe ser considerado como el

representante más perfecto- es en realidad muy raro. Nada tiene de sorprendente. En efecto,

la finitud de la conciencia humana no tiene remedio y la reflexión filosófica, llevada tan

lejos como se quiera, jamás tendrá éxito al elevar la exterioridad originaria del no-yo con

relación al yo. Es por ello que la mayor parte de los idealistas prefieren considerar la

subjetividad humana como una mezcla de espontaneidad y de receptividad (Kant), o, para

                                                                                                                         20  Es  evidente  que  esta  unidad  sintética  global  que  funda  en  último  término  la  doble  serie  de  Abschattungen  será  de  orden  transfenomenal  y  no  puede  ser  pensada  sino  en  términos  válidos  para  este  orden.  Se  precisa  una  noción  de  sujeto  que  valga  para  el  ser  transfenomenal:  esto  equivale  a  decir  que  hay  lugar  para  pensar  nuevamente  en   la  noción  escolástica  de  substancia  que   fue   tan  mal   comprendida  por  Descartes  y   toda   la  filosofía  posterior.  Volveremos  más  lejos  sobre  este  punto.  

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hablar con Bruschvicg, como “una mezcla de interioridad y de exterioridad”. No se trata,

sin embargo, de abandonar la revolución copernicana: la prioridad de la espontaneidad

significante sobre lo dado constituye el tema central de todo idealismo. Esto significa que

tenemos que considerar un idealismo de la racionalidad o de la significación, junto a una

doctrina del “choque experimental”, entendido como el simpliciter “algo-distinto-de-la-

conciencia”. Porque el espíritu se “reconoce ligado a algo distinto de sí mismo” –escribe

Brunschvicg- por ello se habla de “realidad” y de que el conocimiento se presenta como

“una relación del pensamiento y del ser”21. Como se ve, en el idealismo mitigado “la

dualidad del ser y el pensamiento es decididamente primitiva e irreductible”22, “el ser

significa ahí la existencia de lo que es distinto de la actividad espiritual”23, esto es, “el ser

en cuanto impenetrable al espíritu”24. El hecho de que la conciencia nazca inscrita en el ser,

es decir, en algo-distinto-de-la-conciencia –relación que los modernos llaman la

“trascendencia”- es una consecuencia y un signo de la finitud de la conciencia. Una

conciencia pura e infinita sería interioridad pura y encerrada en su propia inmanencia, sin

relación posible con una realidad distinta de ella. Se reconoce la concepción spinozista o

monista de lo Absoluto25. No es que el idealismo mitigado reconozca la existencia del Dios

spinozista: el Pensamiento puro no es para él generalmente sino un ideal, una idea-límite,

que se comprueba contradictoria cuando se pretende hacerla pasar al orden de lo real: “la

dualidad del ser y del pensamiento es primitiva” y, en consecuencia, “irreductible”.

Lo que de todo esto nos interesa por el momento, no es tanto el subjetivismo de la

significación, sino su correlato inevitable: la identificación de lo “real” con el simpliciter

“algo-distinto-de-la-conciencia”, con “el ser en cuanto impenetrable al espíritu”. Es verdad

que sobre este punto el existencialismo de Sartre y de Merleau-Ponty difiere de la posición

de Brunschvicg, ya que, como ha sido mostrado, la descripción empirista del choque

                                                                                                                         21  L.  BRUNSCHVICG,  La  modalité  du  jugement,  Paris,  Alcan,  1934,  p.  94.  22  Ibidem,  p.  98.  23  Ibidem,  p.  94.  24  Ibidem,  p.  90-­‐91.  25  Ibidem,  pp.  143  ss.  Sin  duda  el  hecho  de  que  la  conciencia  humana  tiene  necesidad  de  otra  cosa  distinta  de  ella  para  despertarse  y   conocer  es  un   signo  de   finitud,  pero,   ¿no  hay   también  ahí  en   la  posibilidad  de  conocer  lo  otro  como  lo  otro,  el  indicio  de  cierta  infinitud?  Esta  infinitud,  tal  como  se  manifiesta  en  nosotros,  no  es  aún  la  infinitud  de  Dios,  sino  una  participación  deficiente  en  el  Pensamiento  creador  de  Dios  que  hace  que   las   cosas  sean  para   sí  mismas.   La   significación  del  no-­‐yo  no  es   sólo  el   ser  un   límite  para  el   yo,   como  pretende  el  idealismo  después  de  Fichte.  

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experimental, como pura exterioridad informe, se encuentra abandonada: “la materia es

inseparable de su forma”; el “algo-distinto-de-la-conciencia” recupera su consistencia

existencial: se llama el “en sí” y aparece de lleno a la conciencia como siempre-ya-ahí. Y

sin embargo, a pesar de estas diferencias, las semejanzas no son mínimas. En una parte y en

otra la misma “dualidad irreductible” de la conciencia y del ser entendido como el

simpliciter algo-distinto-de-la-conciencia; en una parte y en otra la misma concepción

spinozista del Pensamiento absoluto, planteado como un ideal límite que se comprueba

contradictorio cuando se afirma su existencia real.

Que ésta sea la concepción de Sartre es indudable. La oposición del en sí y el para sí

es tan “irreductible” en él como en Brunschvicg. Asimismo “la idea de Dios”, es decir, de

la coincidencia del en sí y el para sí, “es contradictoria”26. Por lo que ve a Merleau-Ponty,

su posición en esto no difiere de la de Sartre. “Hay una verdad definitiva –nos dice- en el

retorno cartesiano de las cosas o de las ideas al yo. La misma experiencia de las cosas

trascendentes no es posible sino en cuanto llevo y encuentro en mí mismo el proyecto.

Cuando digo que las cosas son trascendentes, ello significa que no las poseo, que yo no las

conformo, son trascendentes en la medida en que ignoro lo que son y en que afirmo

ciegamente la existencia desnuda”27. Y aún: “hay en la percepción una paradoja de la

inmanencia y de la trascendencia. Inmanencia, puesto que lo percibido no podría ser ajeno

al que percibe; trascendencia, puesto que implica siempre un más-allá de lo que está dado

actualmente”28. Es verdad que el conocimiento, como operación inmanente, implica algo

como un proceso de interiorización de lo conocido; pero, en opinión de Merleau-Ponty, esta

interiorización suprimiría en cierto modo la existencia en sí de las cosas: en la medida en

que yo las interiorizo en el conocimiento, ellas pierden su trascendencia: “Si la cosa misma

fuese captada, desde ese momento estaría desplegada ante nosotros y sin misterio. Dejaría

de existir como cosa en el momento mismo en que nosotros creeríamos poseerla. Lo que

hace a la “realidad” de la cosa es, pues, justamente, lo que la hurta a nuestra posesión”29.

Como se ve, “ser conocido” y “ser real” son dos esferas irreductibles. No hay ya

                                                                                                                         26  L’Etre  et  le  Néant,  p.  124,  133,  702,  714.  27  Phénoménologie  de  la  Perception,  p.  423.  28  Bulletin  de  la  Soc.  fr.  de  Philos.,  loc.  cit.,  p.  123.  29  Phénoménologie  de  la  Perception,  p.  270.  

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simplemente “una paradoja de la inmanencia y de la trascendencia”, sino que los dos

movimientos se excluyen el uno al otro: en la misma medida en que el conocimiento

interioriza lo real, me confiere como una posesión espiritual o intencional de lo real, roe la

existencia-en-sí de lo real: ¿No es esto lo que siempre ha pretendido el idealismo y no será

verdad precisamente lo contrario? Sin duda, como lo decía santo Tomás, el conocimiento

como perfección del sujeto es una operación inmanente en virtud de la cual yo poseo en

cierta forma, asimilo espiritualmente el objeto conocido, pero esta posesión nada tiene de

asimilación física o material, consiste precisamente en “respetar” lo real, en “afirmar lo

otro como lo otro”, decían los escolásticos, o, para hablar como Heidegger, en “dejar ser al

ser”. Mientras mejor conozco y comprendo lo real –sea esto real la cosa u otro- más lo

respeto en todo lo que es porque el conocimiento engendra el amor, de quien es propio

querer el bien del otro por sí mismo. El conocimiento es, finalmente, según la frase de M.

Forest, “un consentimiento en el ser”30.

Mas, si “ser conocido” y “ser realmente” son irreductibles, es evidente que la idea

de Pensamiento perfecto, capaz de una comprensión exhaustiva de las cosas, se torna

contradictoria. “Y creo que lo propio del hombre es pensar en Dios –escribe Merleau-

Ponty-, lo que no quiere decir que Dios exista”31.

En el fondo, todo lo que acabamos de decir se encuentra ya indicado en la fórmula,

de la cual hace un amplio uso el existencialismo, que nos ocupa en este momento: “es por

el hombre que las significaciones vienen al mundo”. Esta fórmula es ambigua como lo era

el axioma idealista de antaño: “un más allá-del pensamiento es impensable”. Lo que escapa

absolutamente al pensamiento, le es de todo punto extraño, es impensable evidentemente,

pero no se tenía razón para concluir que el pensamiento no puede conocer sino sus estados

inmanentes, ni menos aún que pensar y creer son sinónimos. De igual manera, hay sentidos

verdaderos y sentidos falsos en la aserción de que “es por el hombre que las significaciones

vienen al mundo”; sería preciso un largo trabajo para desentrañarlos con toda la precisión

que requiere una materia tan delicada e importante.                                                                                                                          30  Por  ejemplo  el  hecho  de  que  la  amistad  me  permita  penetrar  mejor  los  pensamientos  y  las  intenciones  de  mi   amigo   Pedro,   de   asimilarlas   en   cierto   modo,   no   entraña   que   Pedro,   como   libertad   autónoma   e  independiente   de  mí,   pierda   algo   de   su   consistencia,   ni   en   sí  misma   ni   para  mí.   Después,   lo  mismo   que  antes,  yo  me  trasciendo  hacia  Pedro  en  la  amistad,  lo  respeto  en  su  libertad.  31  Bulletin  de  la  Soc.  fr.  de  Philos.,  loc.  cit.,  p.  151.  

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Comencemos por los sentidos verdaderos. Desde luego, es claro que en el mundo de

la materia inerte, desprovista de conciencia, la idea de racionalidad y de significación no

podría surgir aún. Para que el ser pueda ser conocido y comprendido es necesaria

evidentemente la presencia de una conciencia. Además, esta conciencia, en la captación de

su objeto, nunca es puramente pasiva. Para develar el sentido de un objeto, es necesaria una

operación develante, se precisa –como lo diremos más lejos- la puesta en ejercicio de una

“lumen naturale”, de una “intención significante fundamental” que no se actualiza sino en

el comercio vivido con el mundo: para develar el número es necesario contar, para

descubrir la estructura del mundo físico es necesario ir al encuentro del mundo con

hipótesis matemáticas, encarnadas en instrumentos de laboratorio, y, de una manera

general, se puede decir con Heidegger, que “dejar ser al ser” representa la manifestación

más originaria de nuestra libertad: conocer es “consentir” en el ser. En fin –y este es un

tercer sentido verdadero- hay significaciones de las que se puede decir que únicamente por

el hombre vienen al mundo: tales son las “res artificiatae” de los antiguos, todo lo que es

debido a libertad humana en tanto que transforma el mundo de la naturaleza bruta en obras

de civilización y de cultura: un portaplumas, un instrumento de laboratorio, un libro

impreso, no tienen sentido sino por el hombre. Es verdad ahora que nuestro conocimiento

de las cosas naturales implica casi siempre una parte de acción cultural creadora; de ahí se

sigue que las cosas que llamamos comúnmente naturales, las “res naturales”, llevan en

general un cierto sello cultural: en tal sentido, Merleau-Ponty no ha hecho mal alguno al

considerar a “la nebulosa de Laplace” como un objeto que se sitúa no “atrás de nosotros, en

nuestro origen”, sino en cierta forma, “ante nosotros, en el mundo cultural”32.

Pero –y es esto lo que hace que la fórmula de Merleau-Ponty que ahora estudiamos

quede equívoca y se deslice frecuentemente hacia sentidos francamente inaceptables. La

relación de lo “natural” con lo “cultural” en el seno del objeto conocido no está

suficientemente profundizada en su obra. A nuestro modo de ver, el límite de lo natural no

es simplemente lo que escapa a lo cultural, el simpliciter algo-distinto-de-lo-cultural, es

asimismo lo que, con demasiada frecuencia, es constatado a través de lo cultural y es lo

que hace que la distinción entre la razón científica y la razón obrera guarde siempre un

                                                                                                                         32  Phénoménologie  de  la  Perception,  p.  494.  

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sentido para el hombre. Lo que la física y la fisiología persiguen, como tales, no es

construir una fábrica o una clínica, sino develar la naturaleza, darnos una mejor

comprensión del mundo. En este sentido la nebulosa de Laplace, los períodos glaciares, el

hombre de Cro-Magnon no están de ningún modo “ante nosotros, en el mundo cultural”,

sino perfectamente “atrás de nosotros, en nuestro origen”. Todo lleva a creer que a medida

que la ciencia que está aún ante nosotros, progrese, nuestro conocimiento de la estructura

real del universo se hará más auténtico y nuestro saber del pasado más preciso. Pero hay

más. Bajo las significaciones que vienen al mundo por el hombre o que devela el hombre a

medida que la ciencia progresa, hay un indubitable primero, una “Urdoxa” que no viene de

nosotros y que no está desprovisto de sentido: el hecho de que yo compruebe mi existencia

como yo-con-otro-en-el-mundo constituye un sentido que yo utilizo en mi comercio con el

mundo, una intención iluminadora que ejerzo, pero de la cual yo no soy el origen. Se puede

decir que esta significación fundamental y envolvente, que entra como un co-constitutivo

en el seno de todas las significaciones particulares, viene al mundo con el hombre, pero no

tiene ningún sentido decir que viene al mundo por el hombre33.

Las críticas que acabamos de formular pueden, al menos a primera vista, parecer

difícilmente conciliables con lo que escribimos al final del capítulo anterior: ¿No dijimos

que la fenomenología existencial, “al afirmar el primado de la percepción, se expone al

peligro de caer en un nuevo empirismo?”. En realidad no hay contradicción alguna. Por

haber concedido demasiado al idealismo, no es imposible que la fenomenología existencial

se haya tornado impotente para vencer de modo completo al empirismo. En efecto, una

superación decisiva del idealismo y del empirismo supone –lo hemos dicho- la presencia de

categorías suficientemente flexibles y comprensivas para saber la parte de verdad que está

en cada uno de ellos, en otros términos, para pensar, sin traicionarlo, el misterio humano

del que es propio constituir una unidad existencial originaria que no se deja íntegramente

alcanzar sino por dos series de “Abschattungen” irreductibles. Ahora bien, la

fenomenología que estamos en trance de estudiar no posee tales categorías. No se puede, en

consecuencia, esperar que su victoria sobre el empirismo sea completa.

                                                                                                                         33  Obsérvese  que  Merleau-­‐Ponty  no  niega  esto,  pero,   como   lo  diremos  más   tarde,  esta  “Urdoxa”  es  en  él  muy  pobre:  es  “la  certidumbre  del  mundo  en  general”.  

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¡Que nadie se engañe –otra vez- con nuestro pensamiento! El empirismo de M.

Merleau-Ponty es ciertamente un empirismo amplio y superior. Es, en cierto sentido, el

contrapeso del empirismo clásico del choque experimental o de la diversidad pura de las

cualidades sensibles: “la materia es quien preña a su forma”. No diremos, pues, más, como

M. Alquié, que tenemos que habérnosla con “una especie de metafísica corporal, de

materialismo no científico y no mecanicista”34. Hay –Merleau-Ponty no cesa de decírnoslo-

“una verdad definitiva en el retorno cartesiano de las cosas o de las ideas al yo”35. Quien

dice “yo” dice “proyecto”, compromiso, libertad, y todo ello es irreductible a lo que se

suele llamar la materia. Hay más aún: “La afirmación de la primacía de la percepción

“como lo que funda para siempre nuestra idea de la verdad”36, no significa que se quiera

“encerrar la conciencia en la constatación de un dato natural”37. Es de la esencia de la

percepción –precisamente en virtud de su estructura intencional- hacer posible, incluso

alentar en cierta forma la reflexión38. Sin duda esta reflexión no se desprende jamás

completamente de la vida prerreflexiva, pero deja de estar encerrada en sí misma; es de su

naturaleza operar una contracción con respecto a la percepción y al mundo percibido, puede

por este motivo dar nacimiento a un verdadero Cogito, es decir, a un “yo pienso”.

Pero, la cuestión es saber cuál es la naturaleza y el valor de este Cogito y de la

reflexión que lo hace posible, cuál es la relación que vincula la reflexión a sus basamentos

prerreflexivos.

Notemos desde luego que la palabra reflexión lo mismo que el término Cogito es

ambigua. Una simple vuelta sobre lo percibido, a fin de detallar el contenido, es una nueva

percepción. Se puede decir otro tanto, o poco menos, de la reflexión psicológica, que es una

especie de reflexión interior: “yo me percibo percibiente”. Ella no me da aún un verdadero

“yo pienso”, es decir, la posibilidad de profundizar la existencia, de elucidar sus estructuras

fundamentales y, por consiguiente, universales, en una palabra, de “pensar” la existencia y

                                                                                                                         34  F.  ALQUIÉ,  Une  Philosophie  de  l’ambigüité,  en  Fontaine,  núm.  59,  p.  55.  35  Phénoménologie  de  la  Perception,  p.  XI.  36  Ibidem,  p.  423.  37  Bulletin  de  la  Soc.  fr.  de  Philos.,  loc.  cit.,  p.  150.  38  A.  DE  WAELHENS,  Une  philosophie  de   l’ambigüité,  L’Existentialisme  de  Maurice  Merleau-­‐Ponty,  Louvain,  

1951,  p.  400.  

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de elaborar una filosofía existencial. El verdadero “yo pienso” es, pues, inseparable de la

reflexión en el sentido estricto y filosófico de la palabra, es decir, la reflexión para-

comprender-mejor. Este es el único sentido que analizamos en este momento. Esta

reflexión propiamente dicha no debe ser comprendida como un simple repliegue del yo

sobre sí mismo, ella es el acto intencional por excelencia: reflexionar es ir a la reconquista

de lo concreto, es desplegar un esfuerzo para elucidar las razones de ser, los cómo, los

porqué, las estructuras generales de lo real. La reflexión presenta, pues, un aspecto noético

y noemático. ¿Cuál es, a los ojos de Merleau-Ponty, el contenido de esta noesis y de este

noema? ¿Cómo se devela este doble contenido en el seno de una reflexión que queda ligada

a la vida irreflexiva?

En principio, visto desde el punto de vista noético, el Cogito es conciencia de sí:

“Todo pensamiento de algo es al mismo tiempo conciencia de sí”39. “La conciencia de sí es

el ser mismo del espíritu en ejercicio”40. Este “yo” del “yo pienso” es un yo personal y

ligado al cuerpo. No se trata de hacer de él un “pensador universal” fuera del mundo y

separado de la historia como el “yo” del “yo pienso” kantiano o el Yo trascendental de la

filosofía idealista. Este es un “ego que se expresa a través del cuerpo sin que se separe de

él, ni en él se absorba”41. Ciertamente no se puede sino alabar a Merleau-Ponty por ser fiel

al tema de la encarnación en la elucidación de las más altas funciones del hombre. Pero la

cuestión es saber cómo este Cogito superior y personal, que se devela en la reflexión,

arraiga en la existencia prerreflexiva o perceptiva. Esta presenta, en efecto un carácter pre-

personal y anónimo: de ahí un tema constante de la Phénoménologie de la Perception. “La

percepción –leemos- es siempre a la manera del “se”. No es un acto personal por el cual yo

mismo daría un sentido nuevo a mi vida. Quien, en la exploración sensorial, da un pasado

al presente y lo orienta hacia el porvenir, no es el yo como sujeto autónomo, sino el yo en

tanto que yo tengo un cuerpo y sé mirar. Más que ser una historia verdadera, la percepción

testifica y renueva en nosotros una prehistoria”42. “Seguramente –nos dice M. De Waelhens

en su comentario sobre Merleau-Ponty- hay un yo propio como hay decisiones que son

mías. Pero no pueden surgir y concretarse sino sobre el fondo de la existencia pre-                                                                                                                          39  Phénoménologie  de  la  Perception,  p.  426.  40  Ibidem,  p.  426.  41  A.  DE  WAELHENS,  o.  c.,  p.  165.  42  Phénoménologie  de  la  Perception,  p.  277,  coll.  249.  

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personal”43. Ahora bien, esta relación entre el Cogito personal y autónomo de una parte, la

subjetividad pre-personal y cuasi anónima de otra parte, jamás ha sido precisada por

Merleau-Ponty, y nada tiene esto de sorprendente si se tiene en cuenta todo lo que ha

precedido. En efecto, una vez que se afirma la primacía de la percepción a la manera de

Merleau-Ponty, en otros términos, una vez que se considera la existencia en el sentido en

que Merleau-Ponty entiende este término (esto es “el-ser-en-el-mundo-a-través-de-un-

cuerpo”), como el hecho significativo originario, “la función primordial” por la cual

“hacemos existir para nosotros” un mundo, entonces, una de dos: o bien se mantiene al

mismo tiempo la originalidad de un Cogito personal y libre, pero, dado que la existencia

perceptiva se realiza a la manera del “Se” y no involucra aún sino una subjetividad pre-

personal y anónima, no se ve cómo puede dar nacimiento a este yo superior: y henos ahí

llevados, al parecer, a la doctrina de la doble subjetividad; o bien se considera el Cogito

superior, con la reflexión que lo hace posible, como un epifenómeno de la vida perceptiva

anónima, pero entonces no salimos del empirismo y la dificultad propia de todo empirismo

queda sin solución: ¿cómo la afirmación empirista puede desplegarse en una filosofía del

empirismo? Para salir de este dilema, sería preciso que estuviésemos en el derecho de

ampliar el hecho existencial originario con la lumen naturale que contiene y que

pudiésemos, para elaborar una ontología de la subjetividad encarnada, disponer de

categorías más comprensivas que las que nos proporciona la fenomenología de Merleau-

Ponty. Una vez más aún encontramos las críticas formuladas precedentemente.

Lo que acabamos de decir del “yo” y del “yo pienso” vale a fortiori para su objeto.

Se trata de captar cómo y en qué sentido la vida perceptiva, de la que se dice “que

fundamenta para siempre nuestra idea de la verdad”, puede fundamentar la posibilidad de la

verdad filosófica, ya sea fenomenológica o metafísica. Topamos de nuevo con la objeción

principal que han hecho los críticos a la obra de Merleau-Ponty44. Esta objeción, escribe M.

De Waelhens, niega la posibilidad de definir la percepción al modo de Merleau-Ponty y, a

la vez, de escribir la fenomenología de ella”45. M. De Waelhens no oculta que en este punto

la posición del autor de la Phénoménologie de la Perception no es clara, que es asimismo                                                                                                                          43  A.  DE  WAELHENS,  o.  c.,  p.  326.  44  Cfr  por  ejemplo  en  el  Bulletin  de  la  Soc.  fr.  de  Philos.,  loc.  cit.  la  intervención  de  M.  Bréhier,  p.  136,  y  de  M.  Hyppolite,  pp.  149  ss.  45  A.  DE  WAELHENS,  o.  c.,  p.  399.  

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insuficiente y exige ser superada. Al mismo tiempo indica el camino que nos permite salir

de la dificultad, quedando completamente en la prolongación de la fenomenología

existencial46.

He aquí tal camino: sería preciso profundizar la “doxische Seinsglaube” que aparece

al final de toda reducción fenomenológica llevada a sus últimas consecuencias, y poner en

juego las implicaciones que esconde. Esta “doxische Seinsglaube” no está ausente de la

obra de Merleau-Ponty: hay una certeza irrefragable y transhistórica que es como la lumen

naturale última en el seno de la cual la vida perceptiva y, ulteriormente, el saber humano

por entero se despliegan: es la doble evidencia de que hay un mundo y de que yo estoy en

el mundo. En Merleau-Ponty, lo mismo que en Sartre, esta certidumbre primera es de una

pobreza extrema, y no puede ser “el ser”, puesto que es por el hombre que las

significaciones vienen al mundo. Cuando se trata de darle un contenido determinado, en

términos más concretos, cuando se trata de precisar lo que el mundo es y cómo es, “somos

enviados nuevamente al devenir de la percepción y a la historia de los diálogos humanos”47.

Recordemos el texto citado tan frecuentemente en nuestro capítulo primero: “Hay certeza

absoluta del mundo en general, pero no de ninguna cosa en particular”48. Las categorías

humanas, aún las más generales, no valen sino en el interior del mundo, para determinar los

seres intra-mundanos. El mundo mismo, como horizonte de los horizontes”, está más allá

de estas categorías: “El mundo es lo real, del que lo necesario y lo posible no son sino

provincias”49. Para expresar que esta certeza originaria del mundo, aunque sea el

“fundamento de todo el saber”, “la cuna de todas las significaciones”, escapa ella misma al

saber propiamente dicho, Merleau-Ponty hablará de “la contingencia ontológica” del

mundo50, y Sartre escribirá en el mismo sentido: “El ser en sí es. Esto significa que el ser

no puede ser ni derivado ni posible, ni reducido a lo necesario (…) Es lo que nosotros

llamaremos la contingencia del ser en sí (…). Increado, sin razón de ser, sin relación alguna

con ningún otro ser, el ser-en-sí es además para la eternidad”51. Tomando al término

“metafísica” en su sentido tradicional, diremos en consecuencia que tenemos que                                                                                                                          46  Ibidem,  pp.  400  ss.  47  A.  DE  WAELHENS,  o.  c.,  pp.  401-­‐402.  48  Phénoménologie  de  la  Perception,  p.  344.  49  O.  c.,  p.  456.  50  O.  c.,  p.  456.  51  L’Etre  et  le  Néant,  p.  34  

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habérnosla con un agnosticismo metafísico. Visto todo lo anterior, nada tiene de

sorprenderte: la fenomenología de Sartre y de Merleau-Ponty no puede, a nuestro modo de

ver, conducir más lejos.

Para que sea posible superarla, será necesario otra vez que la experiencia humana,

fielmente descrita, nos autorice a ampliar el contenido significativo de la “doxische

Seinsglaube”, del indubitable primero que fundamenta en último término la verdad. Será

necesario, pues, poder mostrar en primer lugar que la certeza originaria del mundo no está

tan desprovista de sentido como lo pretende Merleau-Ponty, en seguida que este sentido es

co-constitutivo de las significaciones intramundanas que nosotros deducimos del mundo:

sin lo cual recaeríamos en la teoría del doble Cogito, ya que tendríamos que enfrentarnos

con un mundo del ser escondido tras el mundo del fenómeno, a la manera del mundo

nouménico de Kant. En otros términos, sería importante ante todo repensar la relación del

ser y del “ente”, o, si se quiere, del ser y de la esencia, y por consiguiente, la relación del en

sí y del para sí, esto es, del ser y de la conciencia que lo devela. En una palabra, sería

necesario superar no sólo el idealismo absoluto, sino todas las demás formas del idealismo

mitigado de la significación sin recaer en el realismo materialista o del empirismo.

Ensayemos, en consecuencia, efectuar esta superación que debe permitirnos salir

decisivamente del dilema del empirismo y del intelectualismo. Si podemos mostrar que,

para hacerlo, santo Tomás nos es un verdadero auxilio, habremos establecido por ese solo

hecho la actualidad del tomismo.

3. LA ACTUALIDAD DEL TOMISMO

El conflicto entre el intelectualismo y el empirismo, al menos bajo la forma que

reviste en este momento, nació con Descartes y Hume. No debemos, en consecuencia,

esperar encontrar en santo Tomás una respuesta absoluta a los numerosos problemas con

que hemos tropezado en el curso de estas páginas. Tenemos, no obstante, oportunidad de

encontrar en el Doctor Angélico principios y perspectivas capaces de hacer luz en este

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debate. Y ello por dos razones. Desde luego porque su obra precede a la bifurcación de la

filosofía en las dos corrientes de que se trata. Esta bifurcación es debida a una visión

unilateral de las cosas y por consiguiente a una falta de fidelidad a lo concreto. No

pretendemos que la escolástica de la edad media, con su manía de los distingos y

subdistingos, nunca haya pecado por exceso de “abstracción”, pero no se puede negar, sin

embargo, que se desarrolla sobre un fondo de sentido común que no deja de tener

semejanza con lo que nuestros contemporáneos llaman “la percepción ingenua” de las

cosas. Pero hay más. El hecho de que la escolástica precede a la alternativa moderna del

empirismo y del apriorismo intelectualista no quiere decir que ignore absolutamente el

fondo del debate, esto es, el problema que se encuentra ahí en causa y que es el de conciliar

la experiencia y la idea, la vida irreflexiva de la conciencia y la reflexión. Esto

particularmente es verdad de santo Tomás, cuyo esfuerzo constante fue repensar a

Aristóteles en función del cristianismo y, a este efecto, hacer la síntesis del aristotelismo y

del platonismo agustiniano.

A primera vista se podría creer también que santo Tomás no ha tenido éxito al

realizar una síntesis perfectamente coherente de la doble corriente que constituye el fondo

radical de su obra.

Se sabe que para santo Tomás el saber humano es el resultado de la actividad

conjugada de dos facultades: los sentidos y la inteligencia. En la medida en que se puede

definir lo que es de la esfera de una y otra función, se dirá que por los sentidos sólo

captamos las cualidades sensibles externas, “qualitates sensibiles exteriores”, que, por el

contrario, la inteligencia nos permite penetrar hasta la esencia íntima de lo real, misma que

expresamos en las definiciones al decir de una cosa “quod quid est”. Escuchemos a santo

Tomás: “Nomen intellectus quamdam intimam cognitionem importat: dicitur enim

intelligere quasi intus legere. Et hoc manifeste patet considerantibus differentiam

intellectus et sensus: nam cognitio sensitiva accupatur circa qualitates sensibiles exteriores;

cognitio autem intellectiva penetrat usque ad essentiam rei. Objectum enim intellectus est

quod quid est”52.

                                                                                                                         52  IIa.  IIae.,  q.  8,  a.  1.  

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No es que estemos frente a dos conocimientos separados: es el hombre quien conoce

por medio de dos facultades que, en el ejercicio de su función, se encuentran una con

respecto a otra en una relación de subordinación recíproca. La inteligencia iluminada,

orienta, guía a los sentidos en su contacto con lo real; en la percepción sensible nosotros

exploramos el mundo inteligentemente, porque los sentidos están al servicio del espíritu:

“Potentiae animae quae sunt priores secundum ordinem perfectionis et naturae, sunt

principia aliarum per modum finis et activi principii. Videmus enim quod sensum est

propter intellectum et non e converso. Sensum etiam est quaedam deficiens participatio

intellectus”53. Pero, inversamente, y por la misma razón, los sentidos son necesarios al

conocimiento intelectual, le proporcionan lo que será necesario comprender y fundan en

cierto modo el conocimiento que nosotros tenemos de las cosas: “nihil in intellectu quod

non fuerit in sensu”. El espíritu humano no posee ideas innatas, él abstrae, se dirá, sus

conceptos de lo sensible, más exactamente, del fantasma, que es como una imagen

esquemática, guardada en la imaginación y que presenta ya un cierto grado de generalidad:

“Intellectus noster intelligit materialia abstrahendo a phantasmatibus”54.

Esta explicación de la génesis de los conceptos por vía de abstracción es el

contrapeso de la doctrina asociacionista del concepto. Nuestras nociones no son el resultado

de una adición, sino más bien de un análisis iluminador del dato percibido: éste es

virtualmente inteligible, “Intelligibile in potentia”, comprende estructuras, generalidad,

aspectos comunes a muchos, brevemente, la “forma”. Al introducir el concepto de forma

encarnada en la materia, Aristóteles –nos dice santo Tomás-, ha traído a la tierra las ideas

de Platón: “Aristóteles non posuit formas rerum naturalium subsistere sine materia (…)

sequebatur quod naturae seu formae rerum sensibilium, quas intelligimus, non essent

intelligibiles actu”55. Hay, pues, en el hombre no un conocimiento a priori del mundo, sino

una “lumen naturale”, capaz de iluminar la experiencia de lo percibido. Este poder

iluminador, que es como un reflejo de la Inteligencia divina en nosotros, recibe el nombre

de “entendimiento agente”: “Requiritur, et propter idem, intellectus agens ad intelligendum

                                                                                                                         53  1ª.,  q.  77,  a.  7.  54  1ª.,  q.  85,  a.  1.  55  1ª.,  q.  79,  a.  3.  

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propter quod lumen ad videndum”56. “(Intellectus agens) quasi illustrando phantasmata

facit ea intelligibilia actu”57. En fin, puesto que lo “singular material”, el “hic et nunc” de la

experiencia sensible escapa como tal a la inteligencia humana, de la que es propio

“comprender”, esto es descubrir las relaciones –aunque no fuese sino la relación de

semejanza que proviene del hecho de que un mismo aspecto es común a muchos singulares-

la operación iluminadora del entendimiento agente tendrá por efecto despojar en cierto

modo a lo concreto percibido de sus caracteres individuantes, dando así nacimiento a los

conceptos universales y abstractos. “(Intellectus agens) facit phantasmata a sensibus

accepta intelligibilia actu per modum abstractionis cujusdam”58. “Intellectus abstrahit

speciem rei naturalis a materia sensibili individuali, non autem a materia sensibili

comuni”59. Estos conceptos no son el término del conocimiento. El conocimiento tiene por

objeto el concreto existente, pero no comprendemos lo concreto sino a través de nociones

abstractas.

Siendo eso así, hay, pues, como un origen doble del saber humano y sería

importante poder precisar lo que a cada uno de ellos es debido. No se encuentra en santo

Tomás una respuesta neta y clara a este problema. Es como si su pensamiento siguiese una

pista doble, remontando una a Aristóteles y la otra a san Agustín. Según se tome una u otra,

se llegará a concepciones muy diferentes del origen y del fundamento de nuestros

conocimientos.

Cuando se sigue la línea abstraccionista, se tiene la impresión de que nuestros

conceptos vienen en último término de lo sensible. El papel de la inteligencia es develar las

notas inteligibles contenidas en lo sensible, gracias a un proceso de abstracción que consiste

ante todo en eliminar los caracteres singulares. “Abstrahere universale a particulari, vel

speciem intelligibilem a phantasmatibus, considerare scilicet naturam speciei absque

consideratione individualium principiorum, quae per phantasmata repraesentantur”: tal

sería a primera vista, la aportación propia de la inteligencia60. Ciertamente, la perspectiva

abstraccionista nos permite más o menos comprender que llegamos a ponernos al tanto de                                                                                                                          56  1ª.,  q.  79,  a.  3.  ad  2.  57  1ª.,  q.  79,  a.  4.  58  1ª.,  q.  84,  a.  6.  59  1ª.,  q.  85,  a.  1,  ad  2;  q.  86,  a.  1.  60  1ª.,  q.  85,  a.  1.  

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los aspectos comunes, de las notas universales, pero, ¿podremos de esta manera superar las

“cualidades sensibles exteriores” y penetrar hasta la “esencia íntima de las cosas”? Si la

abstracción intelectual no es sino un análisis de lo percibido sensible, ¿cómo puede

fundamentar ella conocimientos que, para adoptar la manera de hablar de Kant en la

Dissertation de 1770, se comprueban “metasensibles” no sólo en cuanto a su “forma

lógica” (por ejemplo el concepto universal de rojo, de dureza, de calor), sino también en

cuanto a su “contenido” (como los juicios de valor, la afirmación de la contingencia

ontológica del mundo y de su dependencia con respecto a in Dios creador)? ¿No estamos en

pleno empirismo? Descartes se admiraba de que en las “escuelas” se pretendía demostrar la

existencia de Dios, manteniendo al mismo tiempo la “máxima de que nada hay en el

entendimiento que no haya estado previamente en el sentido, donde, sin embargo, es cierto

que jamás han estado las ideas de Dios y del alma”61.

Descartes tendría razón si la máxima “nihil est in intellectu quod non fuerit in

sensu”, fuese tomada a la letra. Cosa que nunca hizo santo Tomás. Hay asimismo la

doctrina de la “lumen naturale”, del “entendimiento agente”. Este no es simplemente un

poder de abstracción o de análisis, sino una luz capaz de proporcionar de cierto modo un

contenido inteligible positivo: a saber, las “prima intelligibilia”, “ens, unum, verum,

bonum” con sus principios correspondientes. Es verdad que a los ojos de santo Tomás esta

“lumen naturale” no debe nunca ser comprendida como un conocimiento propiamente

dicho y no permite hablar de “ideas innatas”, se trata más bien de una “presencia virtual de

la idea de ser” y de las ideas que le están necesariamente conexas62, presencia que no se

despierta a sí misma ni se logra en conocimiento propiamente dicho sino en nuestro

contacto con lo sensible. Mas, sea lo que fuere, parece ser, en consecuencia, que el

conocimiento de los conceptos trascendentales y de los primeros principios –y Dios sabe si

ellos son importantes para el saber filosófico- no vienen de lo sensible: “Cognoscere prima

intelligibilia est actio consequens speciem humanam […]. Virtus quae est principium hujus

actionis […] est virtus intellectus agentis”63. Estos prima intelligibilia son el sello del

Entendimiento divino sobre nuestra facultad cognoscitiva: “In intellectu insunt nobis                                                                                                                          61  Discours  de  la  Méthode,  IV  parte,  hacia  el  final.  62   G.   VERBEKE,   Le   développement   de   la   connaissance   humaine   d’après   saint   Thomas,   en   la   Revue  Philosophique  de  Louvain,  nov.  1949,  pp.  445,  456.  63  1ª.,  q.  79,  a.  5,  ad  3.  

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naturaliter quaedam conceptiones omnibus notae ut entis, unius, boni et hujusmodi […]. Et

quia naturalis cognitio est quaedam similitudo divinae veritatis menti nostrae impressa […]

ideo dicit Augustinus quod hujusmodi habitus cognoscuntur in prima veritate”64. También,

gracias a estos “prima intelligibilia”, cuyo valor absoluto y universal es plenamente

evidente, se refleja en nosotros, como un espejo, la trascendencia misma de la Verdad

primera: “Anima non secundum quamcumque veritatem judicat de rebus omnibus sed

secundum veritatem primam, inquantum resultat in ea, sicut in speculo, secundum prima

intelligibilia”65. Henos ahí, ahora, en las antípodas del empirismo, pero, ¿no tenemos que

enfrentarnos a un apriorismo intelectualista? ¿Estamos verdaderamente lejos de Descartes

al considerar “la idea del ser perfecto” que nos es connatural, como “el sello de Dios sobre

su obra?

En realidad estamos lejos de Descartes. En efecto, es preciso señalar desde luego

que a los ojos de santo Tomás la idea trascendental de ser no representa, como es el caso en

Descartes para el concepto de “perfecto”, una idea adecuada de Dios al grado que de ella se

pueda deducir por un simple análisis la existencia de Dios. Es por ello que el Doctor

Angélico se ha opuesto siempre al argumento ontológico de san Anselmo: nuestra idea de

ser no nos permite captar la esencia de Dios, ella nos ayuda a comprender el mundo y es el

conocimiento del mundo el que nos obliga a plantear la existencia de un creador. Si por

“esse” se entiende –nos dice- la esencia divina, el ser mismo de Dios, es forzoso decir que

no conocemos el “esse” de Dios: “non possumus scire esse Dei nec ejus essentiam”, sólo

sabemos esto: “quod haec propositio quam formamus de Deo, cum dicimus, Deus est, vera

est et hoc scimus ex ejus effectibus”66. Pero hay más. El hecho de que santo Tomás rehúse

considerar la idea del ser y los trascendentales que le son conexos como ideas “innatas”,

para no atribuirles sino una “presencia virtual”, no es una mera sutileza del lenguaje. En

efecto, pretender que nuestra “lumen naturale”, no se despierta a sí misma ni se logra en

conocimiento propiamente dicho sino en el comercio vivido con el mundo, equivale a decir

que la doctrina tomista del conocimiento no puede ser comprendida, en último análisis,

como una teoría representacionista del conocer, sino que debe formularse finalmente en

                                                                                                                         64  Quodlibetum  VIII,  q.  2,  a.  4.  65  1ª.,  q.  16,  a.  6,  ad  1.  66  1ª.,  q.  3,  a.  4,  ad  2.  

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términos de existencia y de acción, o, para servirnos del lenguaje escolástico, en términos

de ser y de participación. En fin, y sobre todo, es necesario subrayar que la exposición que

acabamos de hacer de la noética tomista, no constituye la última palabra de esta noética.

Situada en el cuadro de la sistematización escolástica de la reflexión filosófica, representa

una psicología del conocimiento, esto es, una teoría de las facultades y de las condiciones

de posibilidad del saber, no una elucidación de los fundamentos “quoad nos” de la verdad.

Ahora bien, el cartesianismo –y otro tanto se puede decir del empirismo de hume y de la

fenomenología existencial- es desde luego una doctrina de los fundamentos de la verdad

humana. Sería pues equivocarse de parte a parte, si, para salir del dilema del empirismo y

del intelectualismo y para superar, si es necesario, el existencialismo, nosotros nos

contentásemos con oponerles –como se ha hecho frecuentemente- la psicología tomista del

conocimiento. La regla suprema del diálogo es que los interlocutores se tomen la pena de

buscar un terreno común a fin de hablar de las mismas cosas. Ensayemos, pues, extraer del

seno del tomismo lo que constituye a los ojos de santo Tomás el “primum quoad nos”, el

indubitable primero que “funda para siempre nuestra idea de la verdad”. Por lo demás, sólo

a este precio –dijimos más arriba- es como tenemos oportunidad de sacar a la luz la

originalidad del pensamiento de santo Tomás y de establecer su actualidad para nuestro

tiempo.

Lo que a los ojos de santo Tomás constituye el “primum quoad nos”, en términos

modernos, lo que se define “para nosotros como acceso a la verdad”67 y funda en último

término nuestro saber total, no es la idea de Dios –lo hemos ya dicho-, ni aun la idea

trascendental de ser (ésta no es sino un “medium quo”), a través del cual miramos

intencionalmente lo concreto existente; no es tampoco un Cogito separado del mundo, ni el

mundo fuera de su relación con el Cogito, ni la totalidad del ser, visto confusamente a

través de la noción trascendental de ser, sino el orden concreto de lo creado que nos

envuelve y del cual nosotros mismos formamos parte. Es por ello que santo Tomás ha

rechazado siempre el argumento ontológico, esto es, toda demostración de Dios que parta

ya sea de la idea de Dios, ya sea de la idea abstracta de ser. Todas las pruebas de Dios

                                                                                                                         67    Phénoménologie  de  la  Perception,  p.  XI.  

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parten “ex istis sensibilibus” y toman la forma de una “demostratio quia, haec est per ea

quae sunt priora quoad nos”68.

Este mundo de lo creado que es lo primero para nosotros, no es una unidad confusa

e indiferenciada. Presenta indubitablemente una diversidad de entidades y éstas no son el

resultado puro y simple de nuestro comercio vivido con el mundo. Aunque este comercio

sea necesario para que el mundo nos devele su estructura y aunque el modo como el mundo

aparece a nosotros dependa también de nuestra inserción biológica en él –volveremos sobre

este punto-, no es que nosotros hagamos que, de un modo general, el mundo esté

estructurado, que sobre el fondo de la materialidad espacio-temporal se destaque la región

de la animalidad y que surja en el seno de la animalidad una comunidad de hombres, una

intersubjetividad de conciencias, ligadas y separadas por la materia. Pero si el mundo no es

una unidad confusa e indiferenciada, tampoco es una colección de seres aislados y

autosuficientes. Para santo Tomás la unidad del ser es en cierta forma más radical aún y

más originaria que la diversidad de los seres y ella penetra esta diversidad profundamente.

Tampoco la diferenciación constitutiva de entidad y de la determinación, no es un barniz

colocado sobre un fondo común e indiferenciado que tuviese por nombre el ser, igualmente,

el ser en tanto que unidad conglobante y más allá de la determinación, no es una realidad

noumenal, un “tras-mundo” distinto de la diversidad de los seres. El ser es el ser de los

seres, lo que hace que los seres sean. Decir con Heidegger que los seres, considerados en su

entidad, “manifiestan y velan el misterio del ser” no es de ningún modo contrario al espíritu

del tomismo. Santo Tomás se encuentra siempre en oposición de quienes, para exaltar la

infinita perfección y omnipresencia de Dios, quieren disminuir la consistencia existencial

de lo creado y le niegan a este efecto un “esse proprium”. “Hoc quod dico esse –dirá él- est

actualitas actuum et propter hoc este perfectio perfectionum”69. “Esse est magis intimum

cuilibet rei quam ea per quae esse determinatur”70.

Tal es a los ojos de santo Tomás, el indubitable primero que el saber humano jamás

podrá terminar de elucidar, de precisar y de profundizar, pero del cual no saldrá nunca aquí

abajo. En lenguaje moderno se podría decir que este indubitable no es más que la

                                                                                                                         68  1ª.,  q.  2,  a.  2.  69  De  potentia,  q.  7,  a.  2,  obj.  2  et  ad  2.  70  II  Sentent.,  dist.  1,  q.  1,  a.  4,  solut.  

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comprobación misma de nuestra existencia como inseparable de la órbita existencial que es

nuestra, esto es, la comprobación de nuestra existencia como yo-con-otro-en-el-mundo. Si

hablamos aquí de “comprobación”, es para decir que estamos frente a una experiencia

primordial, constante y final que se encuentra implicada en todas nuestras experiencias

particulares, en todos los pasos de nuestra vida. Éstas, por lo demás, son llamadas

“manifestaciones” de nuestra existencia, para significar que hacen manifiesta esta

existencia al mismo tiempo que contribuyen a realizarla, a actualizarla, a afirmarnos en

ella: son como una confirmación siempre nueva, de donde la idea de “prueba” o de

“comprobación”. Esta experiencia existencial que nos permite realizarnos y manifestarnos

como yo-con-otro-en-el-mundo, constituye nuestra participación en el ser, nuestro modo de

tener parte y de tomar parte en el ser que nos envuelve y nos sustenta. Ella es

simultáneamente la experiencia de nuestra presencia en el ser y de la presencia del ser. No

es un hecho fijo y cerrado, ni menos aún una posesión perfecta y acabada de nosotros

mismos y del ser, es un poder ser, un llamado a realizarnos realizando más nuestra

presencia en el ser, gracias principalmente a un conocimiento y a una comprensión más

auténticas del ser. Es decir, que la elucidación de lo que constituye a los ojos de santo

Tomás el indubitable primero envuelve ulteriormente una teoría del conocimiento, que

ahora nos es preciso examinar más de cerca. Ésta presenta grandes analogías con las

doctrinas contemporáneas ya que proviene en igual forma de una concepción intencional de

la conciencia71. Ofrece también la ventaja preciosa de dar lugar a categorías infinitamente

comprensivas, capaces de afrontar, sin suprimirlas pura y simplemente, las oposiciones que

con frecuencia hemos encontrado: la oposición de la experiencia y de la idea, de la vida

irreflexiva y de la reflexión, de la experiencia vivida del cuerpo mío y de su ser-para-otro,

del para sí y del en sí, del fenómeno y del ser del fenómeno.

I. La intención cognoscitiva originaria. Que la vida cognoscitiva sea una de las

manifestaciones más características de la existencia humana, he ahí un tema común a todas

las filosofías: gracias al conocimiento, el hombre se realiza y, por el mismo hecho, se

devela a sí mismo y a los otros como hombre, esto es como yo-con-otro-en-el-mundo.

                                                                                                                         71  Por  otra  parte   la  cosa  nada  tiene  de  sorprendente  ya  que   la   idea  de   intencionalidad  remonta  en  último  término,  a  través  de  Husserl  y  Brentano,  a  la  edad  media,  lo  que  no  quiere  decir  que  la  aceptación  moderna  de  este  término  sea  exactamente  la  misma  que  la  de  la  edad  media.  

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Otro tema, no menos evidente y común a todas las filosofías es que el conocimiento

humano presenta, en el seno de una unidad viviente y orgánica, una diversidad inagotable

de momentos de aspectos, de funciones, de instancias, de resultados. De ahí la complejidad

del vocabulario epistemológico y el carácter analógico de los términos que lo componen.

La verdad es una, pero hay múltiples verdades y regiones de verdad: hay la verdad de

ciencias diversas, de la fenomenología, de la metafísica, cada una se define por un tipo de

inteligibilidad y de racionalidad que le es propia. Lo mismo ocurre con las actividades

develantes: los términos “constatación”, “experiencia”, “explicación”, “comprensión”, etc.

son términos analógicos y designan otros tantos aspectos o instancias de la vida del

conocimiento, considerada desde el ángulo de la noesis.

Esta diversidad, lejos de destruir la unidad del conocer, más bien la hace posible. Es

decir, que esta unidad no es la de una suma; no resuelta ya del hecho simple de que la serie

infinita de instancias se sitúa en el seno de una sola y misma subjetividad, puesto que hay

manifestaciones de la misma subjetividad que no constituyen como tales el conocer, por

ejemplo, la acción voluntaria, la actividad práctica. La unidad de la vida cognoscitiva no

puede provenir sino de esto: de que los diferentes momentos que la componen, toman

parte, cada uno a su modo, en esta vida, esto es, proceden de una misma intención

originaria y tienden a actualizarla. Porque participan según el modo propio de cada uno de

ellos en la vida y en el cumplimiento de esta intención única, por ello tienen un sentido, lo

que evidentemente supone que la intención cognoscitiva originaria posee también un

sentido.

Es por lo anterior que la primera tarea de toda noética que se respete es elucidar la

intención cognoscitiva originaria con el sentido que presenta, o, en lenguaje husserliano,

“la intencionalidad operante” (fungierende Intencionalität)72. Puesto que esta

intencionalidad primera constituye en cierto modo la esencia misma de la conciencia como

“appetitus naturalis veri” (los modernos dirían como “proyecto originario”, es evidente

que el hombre, desde el momento en que se despierta a la vida cognoscitiva, posee siempre

                                                                                                                         72   Phénoménologie   de   la   Perception,   p.   XIII,   p.   478.   “La   intencionalidad   operante”   se   opone   a   “la  intencionalidad   de   acto”   (la   que   se   expresa   por   ejemplo   en   los   actos   voluntarios,   o   en   las   instancias  cognoscitivas  particulares,  como  la  ciencia  física,  etc.).  esta  “intencionalidad  operante”  corresponde  a  lo  que  los  escolásticos  llamaban  la  vida  cognoscitiva  como  “appetitus  naturalis”.  

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y de lleno, una cierta comprensión: todo hombre sabe lo que quiere decir “conocer”, es

capaz de reconocer naturalmente el sentido de “esto es verdadero”. A esta comprensión

prefilosófica de la vida cognoscitiva como “intención originaria” el filósofo no tiene que

inventarla, sino ante todo reconocerla y respetarla. El gran peligro que en este punto nos

amenaza continuamente es evidentemente que tomemos como intención originaria, como

función primordial y envolvente, lo que no es realidad sino una función particular

determinada. Por haber reducido la vida cognoscitiva a una de sus funciones, la noética,

después de Descartes, ha caído en los diferentes excesos que en varias ocasiones hemos

señalado. Esto vale lo mismo para la filosofía de la verdad que para la metafísica del ser:

“Todos los fracasos de la metafísica –señala muy justamente M. Gilson- provienen de que

los metafísicos han sustituido el ser como primer principio de su ciencia, por uno de los

aspectos particulares del ser estudiados por las diversas ciencias de la naturaleza”73.

Igualmente podría decirse que todos los fracasos de la noética provienen del hecho de que

se ha sustituido la intención cognoscitiva originaria y envolvente por una de las

manifestaciones particulares de esta intención: por ejemplo, la experiencia constatadora del

hecho, la idea abstracta, el juicio, el razonamiento, la identidad a priori del Ich denke.

La originalidad y la fecundidad de la teoría tomista del conocimiento reside en su

manera de entender la intención cognoscitiva originaria, y lo que hace esta originalidad es

precisamente que no pretende ninguna originalidad en el sentido bala y habitual de la

palabra. Su única preocupación es permanecer fiel al sentido originario que presenta

nuestra vida como intención de la verdad, esto es, como preocupación de saber lo que es, de

conocer lo real tal cual es sin deformarlo, en una palabra, como lo dice Heidegger, “dejar

ser al ser”.

No se puede negar, en efecto, que tal es precisamente el sentido de la intención que

el hombre persigue originariamente y en último término a través de su vida cognoscitiva:

saber lo que es, llegar a una idea siempre más fiel, más auténtica, más adecuada de lo real.

“Verum est id quod est”, decían los antiguos. el objeto al que la vida cognoscitiva no deja

de tender –aunque la palabra “objeto” sea aquí demasiado pobre y deba ser tomada en su

sentido más amplio posible- es a lo que es, a lo real tal cual es y sea cual sea,

                                                                                                                         73  E.  GILSON,  L’Etre  et  l’Essence,  Paris,  Vrin,  1947,  p.  7.  

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comprendidos aquí todos sus aspectos, todas sus posibilidades, todas sus implicaciones: lo

real que yo soy pero asimismo lo real que no soy, el yo y el no yo; la diversidad de seres

considerados en su entidad y en su singularidad (lo que hace que sean así y no de otra

manera, esto y no aquello), pero igualmente lo que tienen en común, las relaciones que los

vinculan entre sí y los insertan en conjunto en la unidad del ser; más todavía: la serie

inagotable de las manifestaciones propias de cada ser, pero también lo que hace que estas

manifestaciones se sigan según un estilo determinado y que constituye en cierto modo la

“razón” de la serie, razón que nosotros comprobamos por la idea de la “esencia” de un ser;

en fin, lo que es de hecho o ha sido de hecho, pero también el poder-ser que se encuentra en

el seno de las cosas, particularmente el poder-ser que nosotros somos, y, por consiguiente,

lo que nosotros “tenemos que ser”, el sentido de nuestra existencia y el mundo de los

valores. En una palabra, lo que la humanidad persigue y procura alcanzar siempre mejor y

penetrar siempre en mayor escala, en virtud de un afán de verdad que sostiene todas las

instancias cognoscitivas, es lo que hemos llamado más arriba “lo concreto en toda su

concreción”, “la existencia con la órbita existencial que le es inseparable”, o mejor, “la

diversidad de los seres en el ser y el ser de los seres”.

Santo Tomás expresa todo esto al decir que el objeto propio de la inteligencia –

tomando aquí “inteligencia” no tanto como una facultad distinta, sino como el fin mismo de

la vida cognoscitiva, lo que la mueve finalmente y, por consiguiente, de un modo

originario- es el ser. El ser representa para santo Tomás lo que los modernos llaman “el

conglobante último”, el “horizonte de los horizontes”, esto es, “el correlato noemático”, el

“a priori material” que define, desde el punto de vista noemático, la intención cognoscitiva

originaria, o, para hablar con Merleau-Ponty, la “teleología de la conciencia”74 considerada

como “intencionalidad operante”. Se podría decir, en consecuencia, que el ser juega en la

noética tomista el papel que corresponde al mundo en la fenomenología de Merleau-Ponty.

Ciertamente la analogía es grande: en una y en otra parte el correlato noemático primero y

envolvente de la vida cognoscitiva no es una idea, ni un hecho, ni la suma de hechos, ni un

mundo noumenal oculto tras los hechos, sino la órbita existencial que es nuestra y

constituye un todo concreto que es anterior y en cierta forma interior a las partes –es por lo

que algunos hablan aquí de un “a priori material”. Pero si la analogía es grande, no es                                                                                                                          74  Phénoménologie  de  la  Perception,  p.  456.  

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menos grande la diferencia entre las dos noéticas, no se reduce a una mera cuestión de

lenguaje. Porque al considerar al mundo como el correlato noemático de la intencionalidad

operante y al definir el mundo como “la totalidad de las cosas perceptibles y la cosa de

todas las cosas”75, se está ya dispuesto a reducir la intención cognoscitiva originaria a una

de sus funciones: la percepción se convierte en la modalidad original de la conciencia; en

cuanto a la reflexión, corre el riesgo de no ser ya sino un retorno psicológico sobre la

percepción; yo me percibo percibiente. Es cierto que el mundo es un conglobante, pero no

es un conglobante último, es más bien un sector en el interior de éste: en efecto, hay

también las conciencias que están-en-el-mundo y que sólo son posibles por su referencia

intrínseca al mundo, en la misma forma a como el mundo mismo no es posible como

mundo-para-el-hombre sino porque está ligado en su propio ser al ser del hombre. En

consecuencia, es necesario poner no el mundo sino el ser como fondo común del cual en

último término desprendemos todas las significaciones particulares o, para hablar con

Merleau-Ponty, como “el origen de las significaciones”. Y esto es importante no sólo para

salvaguardar la originalidad y la unidad de la vida cognoscitiva a través de la diversidad de

sus instancias, sino también para salvar la originalidad y la unidad del ser como el-más-allá

de las determinaciones: decir que el ser es el correlato noemático de la intencionalidad

originaria que unifica y envuelve la diversidad de las instancias cognoscitivas , es decir al

mismo tiempo que el ser no puede ser captado auténticamente por ninguna de estas

instancias tomadas aparte, ni por la experiencia perceptiva considerada aisladamente, ni

por la idea abstracta en tanto que tal, ni por el razonamiento separado de la experiencia; de

ahí resulta que el ser no puede ser pensado correctamente en términos tomados en préstamo

a una u otra de estas instancias: el ser no es ni un hecho, ni una idea, ni una dialéctica

lógica, está más allá de todo ello, pero no a modo de un tras-mundo oculto tras el mundo de

los hechos, de las ideas o del razonamiento, porque también a través de la experiencia de la

experiencia perceptiva, con la ayuda del concepto abstracto y por mediación del

razonamiento, es como captamos el ser y hablamos del ser. Es decir, que lo que acabamos

de desarrollar nos permite no sólo salvaguardar la unidad de la vida cognoscitiva, sino

también la diversidad de las instancias que la componen y la originalidad propia de cada

una de ellas.

                                                                                                                         75  Bulletin  de  la  Soc.  fr.  de  Philos.,  loc.  cit.,  p.  124.  

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II. Estructura de la vida cognoscitiva: vida irreflexiva y reflexión. Que la vida

cognoscitiva del hombre presenta una estructura, esto es, que se despliega a través de una

diversidad de funciones y de instancias, tal cosa no es negada por nadie. Pero el problema

que se plantea es el de precisar el papel que corresponde a cada una de ellas, en qué forma

constituyen juntas la unidad del conocer y hacen posible la unidad de la verdad. El peligro

que nos amenaza en este terreno es el mismo siempre. Sustituir la intención cognoscitiva

originaria por una de sus manifestaciones particulares, es favorecer una de ellas a expensas

de las otras, es considerar a estas como derivadas y despojarlas de la originalidad que en

propiedad les pertenece. El empirismo consiste en exaltar la percepción a expensas de la

idea, lo mismo que el intelectualismo consiste en afirmar la primacía de la idea a expensas

de la experiencia perceptiva, cuando que la primacía verdadera debe ser conferida a la

intención cognoscitiva originaria que sostiene y envuelve a la vez a una y a otra. Además, si

la vida perceptiva o prerreflexiva por una parte, la reflexión por otra están sostenidas por la

misma intención originaria, de ahí se sigue que ni la experiencia perceptiva ni la reflexión

agotan esta intención: esto es, ambas se remiten una a la otra como hacia su complemento

necesario en virtud de una dialéctica interna. Como podía esperarse ya, poner el ser –y no

el mundo o la conciencia de sí- como correlato noemático de la intencionalidad originaria

(en términos escolásticos, como el objeto propio de la inteligencia), es el único medio de

salir de la alternativa del empirismo y del intelectualismo, guardando en todo caso la parte

de verdad que cada uno de ellos contiene. Es lo que nos es preciso mostrar rápidamente.

La reflexión de que aquí se trata es evidentemente aquella que hemos denominado

la reflexión propiamente dicha, esto es, el retorno sobre el dato percibido, en vista de

profundizarlo, de comprenderlo mejor. Es verdad que comprender es siempre, como decía

Brunschvicg, “captar simultáneamente”, establecer las relaciones, reducir la diversidad de

los datos a la unidad de una idea o de un sistema coherente de ideas76. Porque la

comprensión involucra algo como un proceso doble de interiorización, que tiende a

manifestar la doble exterioridad que caracteriza la constatación a posteriori. En ésta, los

hechos permanecen exteriores unos con respecto a otros y se nos imponen desde afuera.

En la comprensión, por el contrario, son captados como interiores en cierta forma unos con

respecto a otros, como llamándose mutuamente, por el hecho de que son aprendidos como                                                                                                                          76  La  modalité  du  jugement,  pp.  81  ss.  

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interiores a un todo, cuyo sentido es ser anterior a las partes: se comprende el triángulo en

la medida en que se capta la diversidad de determinaciones que se pueden predicar del

triángulo (por ejemplo, que la suma de sus ángulos es igual a dos rectos) como siendo

propiedades del triángulo, esto es, como contenidas en conjunto en “lo que el triángulo es”,

a saber, un espacio comprendido entre tres rectas que se cortan dos a dos; estas

determinaciones son afirmadas además no sólo porque se imponen a mí desde afuera, sino

porque yo las capto desde el punto de vista de la unidad totalizadora pensada gracias a la

idea de triángulo, idea que surge en mí por el hecho de que yo construyo el triángulo. Todo

ocurre en la comprensión como si yo fuese al encuentro de las cosas con la espontaneidad

del espíritu. De ahí han concluido los idealistas que la comprensión que se despliega en el

retorno reflexivo era el hecho de una espontaneidad constituyente y creadora (forma de

interioridad), con respecto a la cual la realidad (la diversidad de contenidos sensibles o de

choques experimentales) no sería ya normativa: en la comprensión el entendimiento se

sustrae en cierta forma a las cosas, no hace sino realizar sus propias posibilidades (sus a

priori racionales), se explicita a sí mismo; gracias al esfuerzo comprensivo la conciencia se

comprende, pero esta comprensión no muerde sobre lo real: éste queda en absoluto como

“otra-cosa-distinta-de-la-conciencia”, como lo “impenetrable al espíritu”.

Ahora bien, lo que el hombre persigue en el esfuerzo de reflexión propiamente

dicha, no es develar la estructura del entendimiento, sino comprender mejor la realidad,

descubrir las relaciones que le son propias, los cómo y los porqué de los hechos, la unidad

real que sustenta y envuelve la diversidad. En una palabra, la reflexión es una “reconquista

de lo concreto”: lejos de alejarnos de lo real, pretende continuar y afirmar nuestra presencia

en el ser, nuestra proximidad con las cosas que la vida perceptiva nos confiere. Lo que

significa que la reflexión nos remite a la vida irreflexiva y que la vida irreflexiva tiende a

continuarse en la reflexión.

Esta vida prerreflexiva o perceptiva de la conciencia presenta en sí misma una

estructura muy complicada, por el hecho de que me hace participar en la intención

cognoscitiva originaria a la manera de un espíritu encarnado, esto es, de una conciencia que

está en el mundo a través de un cuerpo estructurado y organizado. Mi trato con el mundo se

hará por mediación de múltiples sentidos y el develamiento de lo real se hará, de una

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manera general, como dijimos más arriba, por dos series de Abschattungen en cierta forma

irreductibles. Los antiguos hablaban de experiencia externa y de experiencia interna. Se

puede decir que ninguna experiencia es puramente externa ni puramente interna, pero, sin

embargo, permanece el hecho de que mi atención percibiente puede recaer ya sea sobre el

mundo de la naturaleza (de la cual forma parte mi cuerpo), ya sea sobre la experiencia

vivida de mi ser como ser-en-el-mundo y de mi cuerpo como cuerpo mío. Todo esto

requiere numerosas precisiones. Pero sea de ello lo que fuere, puesto que la vida perceptiva

está sostenida por la intención cognoscitiva originaria, cada “Abschattung” me lleva más

allá de sí misma y la vida prerreflexiva, como flujo infinitamente movedizo e inagotable de

las “Abschattungen”, exige la reflexión como su complemento necesario. En efecto, la

unidad del mundo como “horizonte de horizontes”, más exactamente, la unidad del ser

como “conglobante último” no es el resultado de una adición, sino el correlato noemático

de la intención originaria y, por consiguiente, el sentido último y constante de las

“Abschattungen” parciales y perspectivistas. Porque el hombre que percibe tiene conciencia

de no agotar lo real en su percepción, la percepción misma lo invita a volver sobre su

percepción y sobre el dato percibido, no sólo para detallar lo percibido o para percibirse

como conciencia percibiente, sino más bien para profundizar todo ello y comprender mejor

lo real. Esta reflexión puede asimismo efectuarse en niveles diferentes: podemos orientarla

hacia los seres o las regiones de seres consideradas en su entidad (la naturaleza física, el

viviente, la existencia humana, las diversas regiones del mundo cultural) a fin de elucidar

su sentido y sus estructuras; pero podemos también considerar los seres desde el punto de

vista de su inserción en el ser y buscar el ser de los seres, el sentido del ser-en-general, la

esencia última de la verdad y de los valores.

III. El sujeto de la vida cognoscitiva. Toda noética implica una teoría del sujeto.

También en este punto la doctrina tomista presenta grandes analogías con las concepciones

modernas. Para santo Tomás como para los modernos el conocimiento es constitutivo de

subjetividad. Conocer el objeto es para el sujeto un modo de realizarse, de desarrollarse

como subjetividad, de volver a sí mismo, es lo que los antiguos expresaban diciendo que es

una “operación inmanente”, lo que de ninguna manera significa que tuviesen una

concepción inmanentista de la conciencia: “operatio inmanens ea est quae procedit ab

agente et manet in agente ut perfectio ipsius”. Además, para santo Tomás como para los

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modernos el carácter intencional de la conciencia implica que la subjetividad humana no se

despierta a sí misma sino develando el objeto, es “revelante-revelada”: “sensibile in actu est

ipse sensus in actu”, y también “intellectum in actu est ipse intellectus in actu”. Por

consiguiente el noema y la noesis se corresponden y, para determinar la manera de ser del

sujeto cognoscente, debemos consultar el modo de ser de la vida cognoscitiva y, en último

término, el objeto conocido, no ciertamente en tanto que existe en sí sino en tanto que por

el conocimiento se hace objeto-para-nosotros y contribuye a patentizarnos a nosotros

mismos, a actualizarnos como sujeto. En fin, y ésta es una última semejanza muy

sorprendente, este sujeto es un sujeto individual, ligado al cuerpo y abierto al ser en la

intersubjetividad77. Pero, puesto que no alcanzamos el sujeto cognoscente sino a través, de

las manifestaciones de la vida cognoscitiva, es necesario concluir que el peligro señalado

más arriba nos acecha una vez más. En cuanto se reduce la intención cognoscitiva

originaria a una de sus manifestaciones, se pierde el sujeto verdadero del Cogito. Por ello,

el empirismo no es únicamente una doctrina de la verdad y del ser, sino también una teoría

del sujeto: éste no es más que el lugar de encuentro de una serie de “procesos en tercera

persona”. El intelectualismo idealista es asimismo una concepción de la subjetividad: el yo

del Cogito se transforma en un Bewüsstsein überhaupt, un pensador universal fuera del

mundo. La noética kantiana que es más una yuxtaposición que una síntesis del empirismo y

del racionalismo, conduce a la teoría del doble Cogito. En cuanto a la fenomenología

existencial, hemos mostrado más arriba que, aunque está dominada por la idea del ser

encarnado y sus descripciones fenomenológicas de la experiencia vivida del cuerpo

sobrepasan en mucho a todo lo que se ha hecho hasta el presente, permanece sin embargo a

medio camino cuando aborda la ontología del sujeto, por la clara razón que tiende a

identificar la filosofía, como conocimiento integral de lo real integral, con la

fenomenología.

Si es verdad que nuestro develamiento de lo real integral no se lleva a cabo sino a

través de instancias múltiples, entre otras, a través de dos series de Abschattungen, que de

ningún modo se dejan reducir una a otra y que no obstante realizan la única intención

                                                                                                                         77   Santo   Tomás   ha   negado   siempre   que   la   lumen   naturale   que   hace   que   captemos   de   lleno   el   ser,   como  conglobante   único   y   último,   fuese   una   “lumen”   impersonal   y   separada,   un   “intellectus   separatus”   como  algunos  de  sus  contemporáneos  sostenían.  Cfr  por  ejemplo  1ª,  q.  79,  a.  4  y  a.  5,  ad  3.  

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originaria, es forzoso decir que la unidad sintética última que hace y fundamenta que el

hombre se manifieste como subjetividad encarnada no puede ser pensada ni en términos de

objetividad física, ni en términos de psicología descriptiva, ya sea inmanentista o

fenomenológica. Esta unidad sintética última que funda –sin estar separada de ella- las

diversas manifestaciones de nuestra existencia es de orden transfenomenal. No puede, en

consecuencia, ser mirada y pensada auténticamente sino por nociones más comprensivas

aún que las que nos proporciona la fenomenología. Así, sería necesaria una noción de

“existencia” más amplia que la que Merleau-Ponty nos transmite, para quien “existencia”

significa “la vinculación activa del sujeto con el término en el cual se proyecta”78.

Esta noción más amplia y válida para “el ser transfenomenal del fenómeno”79,

constituye la clave misma del pensamiento tomista: por existencia –nos dice M. Gilson-

santo Tomás entiende “el acto existencial de donde brotan, según el tipo de la esencia pero

con una libertad que crece a medida que se eleva en la escala de los seres, las operaciones

fecundas gracias a las cuales cada sujeto se conquista progresivamente sobre la nada”80. Es

asimismo necesaria una noción del sujeto más comprensiva y válida para lo

transfenomenal. Ahora bien, nuevamente, el tomismo posee esta noción del sujeto: es la

idea de “substancia”. Es verdad que esta idea ha sido tan mal interpretada por Descartes y

por Kant que se encuentra en cierta forma impedida para ser utilizada de nuevo. Hace

pensar forzosamente en la “res extensa” y en la “res cogitans” cartesianas, o en la

“substancia phenomenon” de Kant, aún en un mundo de realidades noumenales fijas y

ocultas tras el fenómeno. Pero no es necesario tener grandes conocimientos de historia de la

filosofía para saber que nunca fue ésta la concepción de santo Tomás. Para él, la substancia

no es más que la unidad transfenomenal última que funda, en el seno mismo del existente,

la serie de manifestaciones de este existente; esta unidad no se encuentra tras o bajo estas

manifestaciones, sino que las penetra, las funda y las envuelve y está, consecuentemente

como, como “indicadas” en ellas. Es por ello que a los ojos de santo Tomás las nociones de

existencia y de substancia son inseparables: el acto propio de la substancia es “existir” (en

                                                                                                                         78  Phénoménologie  de  la  Perception,  p.  203,  n.  1.  79  L’Etre  et   le  Néant,  pp.  16,  30.  Para  Sartre  este  ser  transfenomenal  no  se  encuentra  tras  el  fenómeno:  el  fenómeno  “lo  indica  y  lo  exige”  (p.  30).  Ocurre  lo  mismo  en  santo  Tomás.  80  E.  GILSON,  L’Etre  et  l’Essence,  p.  309.  La  existencia  así  entendida  es  llamada  por  santo  Tomás  el  esse  y  dice  de  él  que  es  lo  que  hay  de  más  íntimo  en  las  cosas  (cfr  los  textos  citados  más  arriba,  p.  178).  

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el sentido dado más arriba), así como lo propio de la existencia en hacer que un existente

subsista en sí y se manifieste81.

IV. La “lumen naturale” y los “prima intelligibilia”. Señalemos desde luego que la

idea de “lumen naturale” en santo Tomás –y otro tanto se puede decir de los modernos- no

es en absoluto sinónimo de lo que hemos llamado más arriba “el indubitable primero”, “el

dato significativo primordial”, que “funda para siempre nuestra idea de la verdad”. Al

abordar el problema de la “lumen naturale” estamos sobre el terreno de la “analítica” del

Dasein humano, en otros términos, estamos sobre la vía de lo que los antiguos

denominaban la psicología del conocer.

En todo tiempo los filósofos se han servido de la idea de luz para describir y

explicitar la vida cognoscitiva del hombre: en ello están de acuerdo con el lenguaje común

que dirá que el objeto de toda la ciencia y de toda reflexión es “ver claro”. Ahora bien, si es

verdad que “conocer” no es sinónimo de “sufrir”, que la verdad no es el resultado de las

influencias físicas del mundo sobre mí, y aún, que todas nuestras instancias cognoscitivas

en vista de develar lo real proceden de una “intencionalidad operante”, es preciso decir que

la vida cognoscitiva es como la puesta en ejercicio de una “abertura al ser” que nos es dada

con nuestra “naturaleza”. Esta abertura-al-ser, esta posibilidad de ver claro, de develarnos a

nosotros mismos develando lo real, no tenemos que inventarla nosotros, es como un don de

naturaleza que debemos aprovechar, actualizar en nuestro comercio con el mundo: de ahí la

idea de “lumen naturale”. Sólo el empirismo ignora esta idea.

En el cuadro del intelectualismo la “lumen naturale” llega a ser o bien un mundo de

ideas innatas, o un conjunto de “aprioris racionales”, o “la identidad a priori de la

conciencia de sí”. Hemos dicho más arriba que santo Tomás recurre precisamente a la idea                                                                                                                          81   Es   esa   la   razón   por   la   cual   el   término   “sujeto”   aplicado   al   hombre   es   ambiguo.   Hay   sobre   todo   tres  sentidos  fundamentales.  Puede  significar  el  “suppositum”,  es  decir,  lo  que  es  significado  propiamente  por  el  sujeto   del   juicio.   Ahora   bien,     realidad   designada   por   el   sujeto   del   juicio   que   habla   del   hombre,   es   en   la  mayor  parte  de  los  casos  el  hombre  concreto,  aprehendido  una  vez  primera  como  una  porción  del  mundo  material,  situado  hic  et  nunc  en  el  espacio-­‐tiempo  y  dotado  de  ciertas  propiedades  particulares,  por  las  que  se  distingue  de  los  otros  seres;  entre  estas  propiedades  destacan  la  vida  y  las  manifestaciones  de  la  razón;  de  ahí  la  definición  aristotélica  del  hombre:  el  hombre  es  un  animal  racional.  Por  “sujeto”  se  puede  entender  asimismo   la   subjetividad   tal   y   como   aparece   a   sí   misma   en   la   experiencia   vivida;   de   ahí,   la   definición  moderna  del  hombre:  el  hombre  es  un  “yo  encarnado”.  Por  último,  el   término  “sujeto”  puede  designar   la  unidad  sintética  última  y  transfenomenal  que  hace  y  funda  que  yo  parezca  a  mí  mismo  y  a  los  otros  como  espíritu  encarnado  y  como  cuerpo  dotado  de  razón.  

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de una “lumen naturale” –idea que él toma, por otra parte, de Aristóteles-, porque rechaza

la presencia de ideas innatas en nosotros: en lo que también está cerca de los modernos.

Puesto que la intención cognoscitiva originaria con la abertura al ser que la define no se

despierta a sí misma sino en nuestro trato efectivo con el mundo, no la conocemos nosotros

sino en el conocimiento constituido: es develando el mundo como la vida cognoscitiva con

todo lo [que] implica se devela a nosotros; es a partir, pues, del conocimiento constituido,

gracias a un proceso de análisis, o, para hablar con los antiguos, gracias a un proceso de

“abstracción”, que llegamos a hablar de la intencionalidad operante que reside en nosotros

y de la “lumen naturale” que involucra.

Esto implica numerosas e importantes consecuencias que santo Tomás había

señalado muy bien.

Desde luego, puesto que hay en nosotros una intencionalidad operante que envuelve

y anima todos nuestros pasos cognoscitivos, resulta que el sentido de esta intencionalidad

penetra profundamente y sustenta todas las significaciones particulares. Podemos, en

consecuencia, reencontrarla por un proceso de abstracción, pensarla a parte en cierta forma:

es precisamente lo que hacemos cuando formulamos los conceptos universalísimos,

llamados por los antiguos los trascendentales, o aún los “prima intelligibilia”: “ens, unum,

bonum et hujusmodi”. Es imposible que el hombre no posea por una cierta comprensión el

sentido indicado por los términos “ser”, “verdad”, “valor”, así como los actos noéticos

correspondientes. Puesto que estos “primeros inteligibles” resultan en último término de la

intención cognoscitiva originaria en nosotros es preciso decir igualmente que traducen, en

nivel del conocimiento expresado, el sentido de esta misma intención. “Cognoscere prima

intelligibilia –escribe santo Tomás- est actio consequens speciem humanam (…). Virtus

quae est principium hujus actionis (…) est intellectus agentis”82.

Por la misma razón santo Tomás tenía razón al sostener que tampoco estos “prima

intelligibilia” o “cognitiones naturales” son innatas. Si fuesen innatas, estaríamos frente a

conocimientos propiamente dichos, a alguna especie de mónadas de verdad cerradas y

autosuficientes, seríamos prisioneros de una concepción representacionista del conocer. Y

la prueba de que no son innatas es precisamente que no podemos expresarlas sino en                                                                                                                          82  1ª,  q.  79,  a.  5,  ad  3.  

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términos abstractos, esto es, en términos cuyo sentido implica una referencia intrínseca a lo

concreto sensible83.

He aquí una tercera consecuencia. De lo que acabamos de decir resulta que la

elucidación del sentido de estos primeros inteligibles no podría hacerse seriamente sino en

la perspectiva de una descripción existencial del hombre como ser-en-el-mundo, en una

palabra, a la luz de lo que hemos llamado “el indubitable existencial”. Considerarlos aparte,

expondría a hacer afirmaciones casi vacías, axiomas lógicos formales, y atentar contra su

sentido verdadero, mismo que constituye precisamente su fecundidad para el pensamiento.

En efecto, este sentido les viene del hecho de que manifiestan y expresan la intención

cognoscitiva originaria que anima nuestra vida de conocimiento y hace que nos

aparezcamos a nosotros mismos como yo-con-otro-en-el-mundo. Volvemos a encontrar de

esta manera lo que decíamos más arriba con relación a la originalidad del tomismo.

La originalidad de santo Tomás –escribimos- no reside en su sujeción a un pequeño

número de primeros principios tomados en su acepción más vaga posible, sino en un modo

absolutamente particular de interpretar, de elucidar y de fundar el contenido y el sentido de

estos principios, por el hecho de que no son nunca considerados aparte sino sólo en

vinculación con el dato significativo primero84.

Así, en lo concierne al concepto de ser. El ser es verdaderamente “id quod cadit

primo in intellectu” y la noción de ser es la primera entre todas las nociones: “illud quod

primo intellectus concipit quasi notissimum et in quod omnes conceptiones resolvit est

ens”85. No es una pseudo-idea, como diría Jean Wahl. Lo es si la considero aparte, porque

entonces es la más vacía de las nociones y yo no puedo sacar nada de ella: decir que el

concepto de ser, puesto que es el más universal de todos los conceptos, puede aplicarse a

todo lo que es, y que fuera del ser no hay nada, es una tautología, desprovista de virtud

inteligible o de poder iluminador. Nada tiene de sorprendente, ya que considerada fuera de

la experiencia existencial concreta, la noción de ser está separada de su sentido, esto es, de

la intención que la anima. Pero considerada en el interior de esta experiencia, refleja y

                                                                                                                         83  E.  GILSON,  Le  Thomisme,  Paris,  Vrin,  1942,  p.  298.  84  Cfr  más  arriba  pp.  140  y  141.  85  De  Veritate,  q.  I,  a.  1.  

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expresa mi abertura existencial y es asimismo la única que la puede expresar. Por esta

razón, representa el primer inteligible por excelencia: es a través de la idea de ser como, en

la intersubjetividad, consideramos el “todo” como anterior e interior a las partes: lo que

constituye el alma misma de toda comprensión, ya que comprender es tomar en conjunto,

considerar las partes desde el punto de vista del todo, alcanzarlas en su contextura concreta.

Al considerar el “todo” a través de la idea de ser, afirmamos que el “todo” verdadero, el

conglobante verdaderamente último no es ni el mundo frente a la conciencia, ni la

conciencia como fuera del mundo, ni mi conciencia individual como visión del mundo, sino

el ser como comprendiendo una intersubjetividad de conciencias individuales, abiertas

conjuntamente sobre el mundo. El “todo” no está, en consecuencia, escindido en dos y,

correlativamente, el peligro del doble cogito está decididamente descartado. El para sí no

termina por absorber el mundo (como en el idealismo), ni el mundo al para sí (como en el

empirismo), cada uno guarda su originalidad y sin embargo el abismo tendido entre el

inteligible y el ser (como en el idealismo de la significación) se ha llenado. En el tomismo,

no solamente “la forma inviste profundamente a la materia”, sino la esencia a la existencia:

la esencia es lo que hace que las apariciones de un existente se sigan según un cierto estilo,

que la esencia sea, como lo dice muy bien Sartre, “el sentido del objeto, la razón de la serie

de apariciones que lo develan”86; en cuanto a la existencia, ella constituye el acto

existencial último, lo que hace y funda finalmente que los seres sean y se manifiesten87. Lo

propio del existencialismo tomista, aquello por lo que supera todas las formas del idealismo

de la significación, es que no separa la esencia de la existencia, no hace nunca un

desdoblamiento inútil de la esencia, sino que le otorga la primacía88. Ahora bien, todo ello

es lo que el tomismo quiere significar al considerar al trascendental “ser” como el primer

inteligible. En este sentido se puede decir que el tomismo se caracteriza sobre todo por su

atención para el trascendental, esto es, por una preocupación muy viva de guardar al

trascendental “ser” su significación original, no siendo en último término esta significación

                                                                                                                         86  L’Etre  et  le  Néant,  p.  15.  87  Cfr  E.  GILSON,  L’Etre  et  l’Essence,  Paris,  Vrin,  1948,  p.  325:  “Todo  ser  existe  gracias  a  la  fecundación  de  una  esencia  por  un  acto  de  existir”,  coll.  El  texto  citado  más  arriba,  p.  159.  88  Sobre  todo  esto  pueden  leerse  las  bellas  páginas  de  M.  GILSON  que  rematan  su  obra:  L’Etre  et  l’Essence,  pp.  321  ss.  

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más que una exigencia de fidelidad a lo concreto considerado en toda su concreción, por

tanto, con la diversidad que manifiesta y la unidad que lo penetra89.

Es, sin embargo, esta misma fidelidad a lo concreto, que encontramos en la

interpretación tomista del principio de no contradicción, llamado por santo Tomás el

“firmissimum sive certissimum principium”, la que gobierna nuestra vida reflexiva por

entero y deriva directamente de la intelección del sentido de la palabra “ser”: “quia hoc

principium, impossibile est esse et non esse simul, dependet ex intellectu entis (…) ideo

hoc etiam principium est naturaliter primum in secunda operatione inttellectus, scilicet

componentis et dividentis”90.

Considerado aparte de la existencia humana concreta y de la intención cognoscitiva

originaria que anima a ésta, el principio de no-contradicción “id quod est non potest simul

affirmari et negari”, llega a ser la regla suprema de la lógica formal, pero pierde su virtud

iluminadora. Decir que si Pedro está sentado, esto no puede ser negado al mismo tiempo, es

una tautología inútil y prácticamente desprovista de sentido. Nada tiene de sorprendente, ya

que la lógica formal hace precisamente abstracción del sentido existencial del pensamiento

viviente. Una vez más, para que el principio de los principios recobre su fuerza iluminadora

para el pensamiento, es preciso remitirlo a su contexto existencial y señalar que refleja y

expresa la intencionalidad cognoscitiva originaria con su correlato noemático. Decir:

“Pedro está sentado en este momento y por lo tanto siempre será verdad que estuvo sentado

en este momento”, es declarar, desde un presente, que jamás podré negar, ni nadie después

de mí, que Pedro estuvo un día sentado, esto es, en otros términos, que todo hombre que

pretenda de aquí en adelante elaborar la síntesis del mundo, deberá tener en cuenta este

hecho. El ser como “todo” debe ser de total suerte que dé cabida en él a este

                                                                                                                         89  Así,  es  en  extremo  instructivo  observar  que  a  partir  de  Descartes  el  término  “ser”  pierde  casi  siempre  esta  comprensividad  tan  flexible  y  tan  envolvente  que  tenía  en  santo  Tomás.  En  el  intelectualismo  “ser”  se  hace  sinónimo  de  “inteligible”,  su  sentido  es  el  de  la  cópula;  a  “ser”  se  opone  entonces  “realidad”  o  “existencia”  para   significar   lo  que  es   susceptible  de   ser  percibido   (cfr  por  ejemplo   J.   LAGNEAU,  Célèbres   Leҫons,   Paris,  Presses  Univ.,  1950,  pp.  249-­‐250).  En  Brunschvicg  el  verbo  “ser”  tiene  tres  sentidos  fundamentales;  significa  desde   luego   la   interioridad   del   predicado   en   el   sujeto,   después   la   existencia   real   afirmada   en   razón   del  choque   experimental,   por   último   un   sentido  mixto.   En   cuanto   a  Merleau-­‐Ponty,   “preferimos   –escribe   él-­‐  tomar   en   cuenta   el   uso   que   da   al   término   “ser”   el   sentido   débil   de   la   existencia   como   cosa   al   de   la  predicación”   (Phénoménologie   de   la   Perception,   p.   203,   n.   1).   A   “ser”   él   opone   “existencia”,   esto   es,   la  manera  de  ser  propia  del  hombre,  el  ser-­‐en-­‐el-­‐mundo-­‐a-­‐través-­‐de-­‐un-­‐cuerpo.  90  In  Metaphysicam  Aristotelis,  lib.  4,  lect.  6.  

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acontecimiento. Como se ve, lo que se llama comúnmente “la aplicación” del principio de

identidad es, en realidad, una “explicitación” primera y espontánea de la intención

cognoscitiva originaria como visión del ser-en-totalidad. Al realizar esta explicitación yo no

salgo del tiempo, sino que efectúo en el momento presente, la síntesis del tiempo, tanto del

tiempo mío como del tiempo de otro.

Asimismo, como lo dijimos en nuestro capítulo segundo91, la pretendida eternidad

que caracteriza la verdad “predicativa” no es aún la eternidad de Dios, pero es algo más que

una mera “atemporalidad”; es atemporalidad desde el punto de vista de la lógica formal,

pero, remitida a su contexto existencial, refleja y significa que yo participo en el ser a la

manera de un yo encarnado que persigue su visión del ser en el tiempo y en la

intersubjetividad. En este sentido se puede decir con Merleau-Ponty: “lo intemporal es lo

adquirido (…). Decir que un acontecimiento tiene lugar equivale a decir que será verdadero

para siempre el que haya tenido lugar”92. Pero, sería preciso añadir que en la afirmación yo

no me conformo con fijar el pasado otorgándole “un lugar inalienable” en la sucesión

temporal93; porque, al mismo tiempo que yo fijo el pasado, lo asumo en mi visión del futuro

y hago desde el presente la síntesis del tiempo en el ser94. Es que el juicio predicativo no es

un desdoblamiento inútil de la percepción, es más bien la expresión de la vida perceptiva a

fin de comunicarle a otro. Lo propio del juicio es situar el dato percibido en el ser, como

horizonte de horizontes, y en este sentido constituye la forma primordial y fundamental de

la comprensión o, como dice santo Tomás, de “la reflexión”. Los antiguos no cometían

                                                                                                                         91  Ver  más  arriba,  p.  43.  92  Phénoménologie  de  la  Perception,  p.  450.  93  Ibidem,  p.  450.  94   Por   tal   razón   el   hecho   de   que   nosotros   aprehendamos   el   mundo   a   través   de   Abschattungen  perspectivistas,   relativas   entre   otras   a   nuestra   situación   biológica,   no   se   opone   a   la   unidad   y   a   la  universalidad   de   la   verdad.   Cuando   yo   pretendo     que   “este   lápiz   es   rojo”,  mientras   que  mi   amigo   Pedro  pretende   que   es   verde,   yo   expreso   no   solamente   que   veo   el   rojo   en   el   objeto,   como   una   cualidad   que  penetra   el   objeto,   sino   que   afirmo   además   que   cualquiera   que   pretenda   siempre   pensar   la   síntesis   del  mundo  y  la  naturaleza  de  la  percepción  deberá  tener  en  cuenta  estos  hechos  y,  por  otra  parte,  muchos  otros  aún  que   se  manifiestan   como   ligados   a   estos   hechos,   por   ejemplo  que   el   hecho  de   ver  verde   o   rojo   está  ligado   a   una   estructura   particular   de   la   retina.   Como   se   ve,   el   principio   de   identidad,   como   primera  explicitación  espontánea  de  la  intencionalidad  cognoscitiva  originaria,  está  muy  cerca  del  principio  de  razón  de  ser:  éste  es  como  una  nueva  manera  de  expresar  la  exigencia  comprehensiva  fundamental  que  anima  a  nuestro   pensamiento   y   que   es   colocar   cada   cosa   en   su   lugar   en   el   todo,   comprender   las   partes   desde   el  punto  de  vista  del  todo  en  el  cual  están  comprendidas,  en  suma,  permanecer  fiel  a  lo  concreto.  

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falta alguna al considerar el juicio como el lugar de la verdad95 y al ver en él una “conceptio

mentis”, un “verbum”, esto es, no una representación fija y acabada sino una “intentio

intellecta”, una realidad intencional96. Queda por decir una palabra acerca de un último

punto con el que frecuentemente hemos tropezado: la conciliación de la afirmación de Dios

y de la historicidad del hombre.

V. Dios, verdad primera e historicidad. Es evidente desde luego que, en el cuadro

de lo que precede, la idea de Dios, como identidad del ser y del pensamiento, deja de ser

una idea contradictoria o vacía. Como lo hemos mostrado más arriba, no lo es sino cuando,

como a instancias de Brunschvicg y de Sartre, se comienza por escindir al ser en dos, por

declarar que “la dualidad del ser y del pensamiento es decididamente primitiva e

irreductible”97, habiendo sido definido el Ser como “lo impenetrable al espíritu”, el

simplemente, “una-cosa-distinta-de-la-conciencia”. Que esta conciencia perfecta del ser y

de la conciencia, del en sí y del para sí, no cuente entre las posibilidades humanas, es sin

embargo evidente. Decir con Sartre que “la pasión del hombre” es perdernos “en cuanto

hombre para que Dios nazca”98 es una afirmación que no tiene sentido sino en el idealismo

para el cual la reflexión total, que la filosofía precisamente tiene por misión realizar, es

considerada como el despertar de la conciencia divina que sueña en nosotros.

                                                                                                                         95  Ia.,  q.  16,  a.  2.  96   De   potentia,   q.   9,   a.   5.   Todo   esto   sería   evidentemente   para   profundizar   y   para   precisar.   Es   el   difícil  problema  de  la  relación  entre  el  pensamiento  predicativo  y  objetivado,  que  presenta  un  carácter  conceptual  y  discursivo,  y  el  pensamiento  pensante,  esto  es,  el  pensamiento  como  esfuerzo  para  develar  lo  real.  Lo  que  hemos  dicho  basta,  sin  embargo,  para  mostrar  que  el  juicio  predicativo  no  es  un  desdoblamiento  casi  inútil  de  la  vida  perceptiva,  ni  simplemente  su  expresión  social.  Es  en  el  juicio  sobre  todo,  y  en  cierta  forma  sólo  ahí,   donde   se   expresa   la   intencionalidad   cognoscitiva   originaria   como   captación   del   ser   en   totalidad,  haciéndose   verdaderamente   manifiesta   a   sí   misma.   Esto   equivale   a   decir,   en   otros   términos,   que   la  reflexión,  cuya  forma  primordial  es  el  juicio,  no  es  simplemente  un  retorno  psicológico  sobre  la  percepción,  que,   consecuentemente,   hablar   de   la   “primacía   de   la   percepción”   es   una   expresión   ambigua.   Si   hay   una  primacía  de  la  percepción,  hay  también  una  originalidad  propia  de  la  reflexión,  más  exactamente,  como  lo  hemos   mostrado   más   arriba,   percepción   y   reflexión   son   dos   instancias   dialécticamente   ligadas   de   la  intención   cognoscitiva   originaria:   es   en   ésta   donde   recae   en   último   término   la   primacía.   El   carácter  intencional  del  juicio  ha  sido  aclarado  perfectamente  por  el  P.  J.  Maréchal,  principalmente  en  el  Cahier  V  de  su  gran  obra  Le  point  de  départ  de  la  Métaphysique,  Louvain,  Museum  Lessianum,  1926,  así  como  por  el  P.  A.  Hayen  en  L’Intentionnel  dans  la  philosofie  de  saint  Thomas,  Paris,  Desclée  De  Brouwer,  1942.  97  La  modalité  du  jugement,  p.  98.  98  L’Etre  et  le  Néant,  p.  708.  

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Pero “no nos perdamos en vano, escribe Sartre, el hombre es una pasión inútil”99.

Sería más exacto describir que esta pasión no existe. Cuando santo Tomás nos dice que hay

en nosotros “un deseo natural de Dios”, no pretende que nosotros deseemos transformarnos

en Dios –tal cosa sería negarnos una consistencia propia, un “esse proprium” e inalienable-

sino que la abertura existencial que nos define no puede estar plenamente satisfecha sino en

el encuentro con Dios. Añadirá todavía que este encuentro, no podemos efectuarlo por

nuestras propias fuerzas, puesto que Dios no tiene medida común con las posibilidades

humanas: tal encuentro no puede ser sino el fruto de una iniciativa de Dios, o, en términos

teológicos, de la gracia sobrenatural.

Nuestra intención en este momento no es escribir una metafísica, ni formular una

prueba de Dios, ni fundamentar la fe en Dios. Lo que acabamos de decir no tiene más

objeto que responder a la idea tan extendida en los modernos de que la afirmación de Dios,

tomado como verdad primera y fundamento último de la verdad, sería inconciliable con el

carácter inacabado e histórico del saber humano100.

Una vez más, los modernos tendrían razón si la interpretación idealista del ser fuese

la única verdadera, pero la objeción carece de validez si la afirmación de Dios se efectúa en

el cuadro de una noética como la que acabamos de desarrollar. En efecto, la afirmación del

Esse divino no viene a anular la presencia en nosotros de nuestro “esse proprium”, de

nuestra consistencia como criaturas, en otros términos, el Dios de la filosofía tomista no

puede ser sino un Dios trascendente y creador, que hace que el mundo sea. Como santo

Tomás jamás ha dejado de decir, afirmar que Dios es en el orden ontológico o “quoad se”

la fuente primera del ser y de la verdad, no quiere decir que Dios constituya “quoad nos” la

norma efectiva de nuestras verdades parciales e imperfectas. Si creemos que la física de

Einstein es más verdadera que la de Newton, o que el tomismo está más próximo a la

verdad que el idealismo de Fichte, esto no es por haber comparado nuestros pensamientos

humanos con el conocimiento que Dios posee de las cosas1. Fuera de la hipótesis de una

                                                                                                                         99  Ibidem,  p.  708.  100  Cfr  más  arriba,  pp.  18  y  19.  1  Es  el  momento  de  recordar  el  texto  de  Merleau-­‐Ponty,  citado  en  nuestro  capítulo  segundo:  “Cuando  no  es  inútil,  el  recurrir  a  un  fundamento  absoluto  destruye  aquello  mismo  que  debe  fundar.  Si  en  efecto  yo  creo  poder   alcanzar   en   la   evidencia   el   principio   absoluto   de   todo   pensamiento   y   de   toda   estimación   (…)   mis  juicios  reciben  el  carácter  de  lo  sagrado”,  etc.  (Sens  et  Non-­‐Sens,  p.  190).  Ahora  bien,  la  afirmación  de  Dios,  

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revelación divina, de un ingreso de Dios en la historia, el fundamento humano de la verdad

será siempre nuestra percepción del mundo, la comprobación de nuestra existencia como

existencia participante, y la norma de nuestra verdad que en nosotros no puede ser sino la

fidelidad a este fundamento. Lo propio del intelectualismo Cartesiano e idealista, es

precisamente haber omitido esta distinción tan preciosa del “prius quoad nos” y del “prius

quoad se”. Y es que el intelectualismo, como teoría de la verdad, conduce al idealismo, esto

es, a la identificación del ser y del fenómeno, así como en metafísica termina siempre en

una u otra forma de monismo. Pero si el fundamento y la norma “quoad nos” de la verdad

humana no es Dios sino nuestra propia existencia con la órbita existencial que le es

inseparable, es evidente que ni la afirmación de Dios, ni una reflexión ulterior sobre su

misterio, ni el recurrir a Dios, vienen en manera alguna a cambiar este “prius quoad nos” ni

en su consistencia, ni en su historicidad. En cuanto a la revelación sobrenatural, ésta no

viene a revolver nuestra existencia histórica porque, en el orden de la gracia y de la fe, Dios

no se hace el rival del hombre de ciencia o del filósofo. La grandeza de lo sobrenatural, es

que Dios se constituye [Dios-para-nosotros], el sentido último de la existencia. Para

mostrarlo, será preciso abordar problemas que no son propiamente o al menos únicamente

filosóficos: ellos serán el objeto del capítulo siguiente.

ààà

Concluyamos. Creemos haber mostrado que la filosofía moderna sería culpable si

ignorase a la edad media, lo mismo que el tomismo actual sería infiel al espíritu de santo

Tomás si pretendiese poder prescindir de la aportación del pensamiento contemporáneo. Un

tomismo fijo y cerrado sobre sí mismo, no podría ser una filosofía viviente y actual, capaz

                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                   vista   en   el   cuadro   de   todo   lo   que   precede,   no   quiere   decir   de   ninguna   manera   que   nosotros   podamos  “alcanzar  en  la  evidencia”  a  Dios  como  “principio  absoluto  de  todo  pensamiento  y  de  toda  estimación”.  Ello  sería  suprimir  la  trascendencia  misma  de  Dios.  Es  verdad,  sin  embargo,  que  no  pocos  tomistas,  al  interpretar  la  IV  vía,  dan  esta  impresión,  ya  que,  para  llegar  a  Dios,  se  conforman  con  hacer  el  razonamiento  que  sigue:  es  imposible  hablar  de  una  verdad  imperfecta  e  inacabada  sin  referir  ésta  a  una  verdad  perfecta  e  infinita,  norma   absoluta   de   toda   verdad   parcial,   como   si   el   hecho   de   que   tengamos   conciencia   del   carácter  inacabado  de  nuestro  saber  resultase  de  que  comparamos  nuestro  saber  imperfecto  con  la  verdad  perfecta  que  ¡está  en  Dios!  Esto  es  olvidar  la  distinción  del  “quoad  se”  y  del  “quoad  nos”.  

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de responder “a las necesidades de la cultura moderna” [47]. El problema de la actualidad

del tomismo es principalmente un problema práctico: es “reactivando” el pasado como el

pasado cobra actualidad para nosotros. En tal sentido hay sobre todo un “problema de la

actualidad del tomismo”: un tomismo viviente y actual no es algo hecho, sino una obra por

hacer.

CAPÍTULO V

VIDA DE FE E INVESTIGACIÓN DEL ESPÍRITU

Hasta el presente hemos confrontado sobre todo las doctrinas, las

interpretaciones teóricas de la existencia y de su vinculación con el mundo. Pero la fe

cristiana no es una doctrina, es una vida, esto es, un modo original de ejercer la existencia.

La fe confiere a la vida humana un sentido divino y toca al cristiano asumir este sentido,

realizarlo en su vida concreta, tanto en su vida privada como en su vida familiar,

profesional o social. Por lo que ve a la realidad designada comúnmente por los términos

“mundo moderno”, no es ya un conjunto de especulaciones sobre el mundo, sino una

manera moderna de comprobar la existencia, de señalar ciertos valores, de promoverlos

más intensamente que antes. La expresión “mundo moderno” es prácticamente sinónimo de

“humanismo moderno”. Por ello el problema no puede dejar de plantearse: ¿es conciliable

la fe cristiana anexa la idea de revelación que le es esencial, con el humanismo actual, en

particular con la exigencia de la libre investigación que caracteriza a nuestra época? Son

muchos quienes en estos momentos niegan esta compatibilidad. Conceden fácilmente que

la sabiduría evangélica ha jugado un papel de primerísima importancia en la elaboración

del humanismo occidental, que puede aportar aún múltiples frutos de gran bien para la

humanidad, pero añaden que el cristianismo, como dogma y como Iglesia, ha tenido su

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tiempo, que no está hecho para un mundo dominado por el sentido de la historicidad y la

autonomía de la investigación.

Tal es, en consecuencia, el problema que constituirá el objeto de este último

capítulo. Concierne simultáneamente a la teología y a la filosofía de la cultura.

La Encíclica Humani generis no lo trata de modo sistemático, pero lo toca en varios

pasajes, principalmente cuando aborda las cuestiones de la relación de la fe y de la ciencia

positiva [53-57]. En todo caso, el problema es de una importancia capital para el diálogo

del cristianismo y del mundo moderno: decide el sesgo que este diálogo tomará finalmente.

Es el momento de recordar el mensaje de S. S. Pío XII al congreso de intelectuales,

celebrado en Amsterdam en el mes de agosto de 1950: “Estad siempre presentes en la punta

del combate de la inteligencia, en la hora en que ésta se esfuerza por considerar los

problemas del hombre y de la naturaleza en las dimensiones nuevas en que ya se

plantean”2. De hecho, el problema que nos es preciso abordar en el presente, aunque

remonta a los primeros siglos del cristianismo, ofrece actualmente dimensiones

desconocidas para los antiguos. el mejor medio de darse cuenta de esto es hacer un rápido

recorrido histórico.

1. HISTORIA DEL PROBLEMA

Es en el curso del siglo segundo de la era cristiana cuando, por vez primera, el

encuentro de la fe y del humanismo, o, si se quiere, de la gracia y de la naturaleza se

presentó a la conciencia cristiana en forma de problema, esto es, de una tarea por realizar.

En los tiempos apostólicos el mensaje evangélico era aún como “el tesoro enterrado en el

campo”, del que Cristo había dicho que “quien lo ha encontrado, lo oculta y en su gozo va a

vender todo lo que tiene y compra el campo” (Mt., XIII, 44). Es precisamente lo que los

primeros cristianos habían hecho: al formar pequeñas comunidades cerradas sobre sí

mismas, vivían más bien al margen de la sociedad establecida. Pero vino el día en que el                                                                                                                          2  Message  de  S.  S.  Pío  XII  al  XXI  Congreso  de  “Pax  Romana”,  celebrado  en  Amsterdam  del  19  al  22  de  agosto  de  1950.  

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cristianismo tomó la forma de un acontecimiento histórico de gran envergadura. “El grano

de mostaza es el más pequeño de todos los granos, pero cuando se hace árbol los pájaros

del cielo vienen a abrigarse en él” (Mt., XIII, 31-32). Estos pájaros procederán un poco de

todos los rumbos. Algunos, como San Justino, viniendo del mundo pagano, habían vivido

en un medio culto en extremo. El cristianismo no podía aparecer como ignorando este

mundo. A medida que se hicieron más numerosos los adeptos que habían recibido una

educación filosófica esmerada, se vio obligado a tomar en consideración “la sabiduría de

este mundo”, esto es, las corrientes filosóficas en voga. Surgió entonces el problema de

discernir en el seno de la sabiduría helenística lo que era conciliable con la fe cristiana y

podía ser considerado como una etapa en el camino que conduce a Cristo. Se abrió así la

era de los “Apologistas”. Su preocupación principal fue hacer la síntesis de la fe cristiana y

de lo que había de mejor, de más divino en las filosofías en curso. Es de señalar, sobre todo,

que esta síntesis casi no ofrecía dificultades serias: se trataba en realidad de confrontar dos

“sabidurías”, dos concepciones de existencia, de las cuales una era considerada como la

sola verdadera y como medida de la otra.

En la edad media el problema se complica más por el hecho de que a la oposición

del pecado y de la gracia, que domina la antropología de los Padres, se añade otra

oposición: la de la naturaleza y la sobrenaturaleza3. Así, en la edad media el término

“filosofía” ya no suena exactamente lo mismo que en los diálogos de San Justino. En este

último, “filosofía” es prácticamente sinónimo de “sabiduría” y designa una obra del Logos

en nosotros. En la edad media la verdad filosófica es considerada ante todo como una obra

de la razón natural y, como tal, se distingue de la verdad que desciende directamente del

cielo y nos es transmitida por la fe. No se puede negar, en efecto, que en el entusiasmo de

los siglos XII y XIII por la obra de Aristóteles, hay más que la mera alegría de un inmenso

descubrimiento, una inicial toma de conciencia de la autonomía de la razón filosófica. No

se trata, pues, simplemente de comprar dos sabidurías, dos obras del Logos, sino la

sabiduría que llega de lo alto, con la filosofía considerada como la obra de la razón natural.

Se puede decir que es en la edad media cuando el problema del acuerdo de la fe y de la

razón natural se planteó por vez primera en términos claros y precisos.

                                                                                                                         3   La   distinción   de   la   naturaleza   y   de   la   sobrenaturaleza   está   sin   embargo   implícita   en   la   Biblia   y   en   [la]  literatura  patrística.  

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Aristóteles era el representante por excelencia de esta razón natural. Su autoridad en

este punto era tan decisiva que algunos comentadores, como Averroes, hablan de una doble

verdad. Otros no fueron tan lejos: se conforman con aceptar que el conflicto entre la fe y la

filosofía es ineluctable, pero que en caso de conflicto, es la fe quien decide. Al decir de los

historiadores actuales, Siger de Brabante debería ser colocado entre estos últimos. En el

pleno rigor de los términos, Siger no habría dado su adhesión a la teoría de la “dúplex

veritas”: para él, no hay sino una sola verdad definitiva, la verdad revelada. En cuanto a la

verdad filosófica, no excluye que pueda ocasionalmente estar en desacuerdo con la fe. A

quienes parecida resolución escandalice, responde Siger que “filosofar es simplemente

investigar lo que han pensado otros filósofos, Aristóteles sobre todo”4. Es quizás una

manera elegante de salir de apuros, pero en todo caso nada resuelve.

Contra esta posición del menor esfuerzo santo Tomás formula su célebre doctrina de

la necesaria compatibilidad de la fe y de la razón. Vista en la perspectiva de lo que precede,

esta doctrina señala una etapa decisiva en la evolución del problema. Reconoce en efecto la

consistencia propia de la razón natural. Hay en nosotros una lumen naturale que nos

permite alcanzar por nuestras propias fuerzas no toda verdad, pero sí un cierto número de

verdades seguras e irrevocables. Entre éstas hay unas que la fe vendrá a confirmar y a

precisar y otras que la fe presupone. La fe misma es una adhesión a las verdades que vienen

de lo alto, gracias a una intervención directa de Dios en la historia. Pero, cualquiera que sea

su origen, estas verdades diferentes no pueden contradecirse, porque si los caminos que

conducen a la verdad son múltiples, la verdad es esencialmente una. El fundamento último

de esta unidad, es que toda verdad viene finalmente de Dios, ya sea por revelación directa y

sobrenatural, ya sea por mediación de las criaturas que son la obra de Dios y por

consiguiente lo manifiestan indirectamente. El orden de lo creado constituye algo como una

revelación natural de Dios.

Se sabe que esta doctrina del Doctor Angélico se hizo clásica en la Iglesia Católica

y que lo ha seguido siendo hasta nuestros días. No sin razón, por otra parte; presenta, en                                                                                                                          4  E.  GILSON,  La  Philosophie  au  moyen  âge,  París,  Payot,  1947,  p.  562.  Santo  Tomás  hace  alusión  a  la  actitud  de  Siger  de  Brabante  en  un  sermón  pronunciado  ante  la  universidad  de  París:  “Se  encuentran  gentes  –dice  él-­‐  que  trabajan  en  filosofía  y  dicen  cosas  que  no  son  verdaderas  según  la  fe,  y  cuando  se  les  dice  que  ello  contradice  la  fe,  contestan  que  es  el  filósofo  quien  las  dice,  pero  que  ellos  mismos  no  las  afirman  y  no  hacen  por  el  contrario  sino  repetir  las  palabras  del  filósofo”  (E.  GILSON,  o.  c.,  p.  564).  

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efecto, una fecundidad inagotable. Como lo dijimos en el capítulo precedente, nadie se ha

mostrado nunca tan generoso con respecto a la razón, permaneciendo lo más alejado del

racionalismo, como santo Tomás. Mantener la unidad de la verdad y de la razón, no

obstante la intervención de una revelación sobrenatural, equivale a decir que la fe es una luz

para la razón, que por consiguiente ésta conserva sus funciones en presencia de la fe: la fe

misma exige a la razón que elabore una justificación de la fe y que prosiga su obra de

síntesis teniendo en cuenta todas las verdades, cualesquiera que sean su tenor y su origen;

en una palabra, es fundar la posibilidad de la reflexión teológica.

Si esta posición de santo Tomás puede ser considerada como una conquista

definitiva de la que hay que abandonar, ello no quiere decir que constituya la última palabra

en la materia. Representa más bien una solución de principio, y en este sentido enuncia la

regla suprema de la síntesis, pero no es una metodología, esto es, un conjunto de normas

hechas para esclarecer directamente las dificultades que pudiesen efectivamente surgir. La

edad media no podía darnos un método de este género, porque, en ausencia de la ciencia

positiva, las dificultades de hecho casi no existían en esta época. La razón natural se

identificaba en la práctica con la filosofía de Platón y de Aristóteles. Hacer al pensamiento

de los dos maestros de la antigüedad las correcciones necesarias para ponerlo de acuerdo

con la revelación, casi no ofrecía dificultades serias, ni en la edad media ni en el tiempo de

san Justino o de san Agustín.

Con el advenimiento de la ciencia moderna, esto es, con Galileo y Descartes, la

situación cambia y el problema del acuerdo de la fe y la razón entra en una nueva fase. Lo

que de importante hay en el asunto de Galileo no es que el sabio italiano fuese condenado

por el Santo Oficio, sino que esta condenación fuese considerada muy pronto por los

teólogos como sin importancia: por vez primera en la historia del cristianismo, no

ciertamente la fe, sino lo que injustamente era considerado como perteneciente a la fe,

debió inclinarse ante la razón natural5. Esta poseía ahora cartas de crédito con una solidez

muy distinta a la autoridad de Aristóteles. La ciencia empírica había nacido: Galileo tenía

                                                                                                                         5  Se  sabe  que  no  sólo  los  teólogos  católicos  creyeron  que  las  ideas  de  Galileo  estaban  en  desacuerdo  con  la  revelación.   En  Alemania   fue   combatido   el   sistema   copernicano  por   Lutero   y  Melanchton,   en  Holanda   fue  condenado   por   los   calvinistas   “como   directamente   contrario   a   la   verdad   divina,   revelada   en   la   Sagrada  Escritura”.  (G.  KERNKAMP,  De  Utrechtsche  Academie,  Utrecht,  1936,  I,  p.  248).  

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consigo los hechos, y contra los hechos ningún razonamiento, aun si se cree apoyado sobre

la revelación, puede sostenerse. La cuestión de Galileo fue ciertamente una victoria para la

razón, pero también una insignia bienhechora para la fe y para la teología: los teólogos

fueron obligados a repensar su síntesis y la fe ganó con ello inmensamente en pureza y

magnitud. Que la tierra gire en torno del sol o el sol alrededor de la tierra, tal cosa no tiene

verdaderamente ninguna importancia para la satisfacción del género humano y su salvación

eterna. El Papa León XIII lo dirá más tarde en estos términos; “No fue la intención de los

escritores sagrados, o más exactamente –según las palabras de san Agustín- del Espíritu de

Dios que hablaba por su boca, enseñar a los hombres estas cosas que a nadie deben servir

para la salvación, a saber, la constitución íntima de los seres visibles (intimam

adspectabilium rerum constitutionem)”6. Hacer de la revelación la rival de la física o de la

astronomía, es no sólo estorbar la libre expresión de las ciencias profanas, sino profanar en

cierta manera a la revelación y a su autor.

La tempestad levantada por el incidente de Galileo fue rápidamente olvidada, por lo

menos en los medios cristianos. El conflicto entre la ciencia naciente y la fe no había sido

sino una crisis pasajera, de al que la teología fue la primera en sacar provecho. Es verdad

que hacia fines del siglo XIX, el conflicto amenaza en un momento con volverse a

encender, cuando Darwin lanza su teoría de la evolución de las especies y sobre todo

cuando, hacia la misma época, la historia renueva sus métodos y se eleva al rango de una

disciplina científica propiamente dicha. A decir verdad, por lo que ve a las teorías del

“transformismo”, el buen sentido ganó muy pronto la causa, tanto por parte de los hombres

de ciencia como por parte de los teólogos. Se distinguió el evolucionismo científico y el

evolucionismo como teoría filosófica, esto es, como la explicación última del origen de las

cosas y del hombre7. Por lo que ve a la historia, los problemas suscitados por la aplicación

de nuevos métodos históricos y literarios en el estudio de la Sagrada Escritura hicieron

nacer problemas numerosos y difíciles y no fue sino poco a poco que los teólogos

triunfaron en precisar las relaciones entre la revelación y la historia. La propiedad científica

de los historiadores y de los exégetas católicos lo hizo y, nuevamente la teología, como                                                                                                                          6  Encíclica  “Providentissimus”,  1893.  7   Cfr   más   arriba,   p.   8.   La   actitud   de   la   Iglesia   en   lo   que   concierne   al   problema   del   evolucionismo   está  claramente  expuesta  en  el  estudio  de  G.  VANDEBROEK  y   L.  RENWART,  en   la  Nouvelle  Revue  Théologique,  L’Encyclique  “Humani  generis”  et  les  sciences  natureles,  abril  de  1951,  pp.  337-­‐351.  

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ciencia de lo revelado, ganó enormemente con el contacto de una ciencia histórica,

consciente de la autonomía de sus métodos y de sus límites8. En este momento apenas si se

encuentran algunos incrédulos mal informados que pretendan que la fe es un obstáculo al

libre progreso de la ciencia objetiva.

Pero si la tensión entre la ciencia y la fe pertenecen ya más bien al pasado, no

sucede lo mismo por lo que mira a las relaciones de la fe y la civilización, siendo entendida

ésta como una búsqueda de los valores. Es –dijimos más arriba-9 a nombre de un

humanismo histórico, consciente de la necesidad de recrear incesantemente el mundo de los

valores, como el ateísmo contemporáneo ataca al cristianismo, reprochándole el presentarse

como una religión revelada y sobrenatural. “La religión es el opio del pueblo”, decía Marx.

“La moral cristiana –porque es de ésta precisamente de la que se trata- es de la lasitud”, dirá

Nietzsche, y su discípulo francés, M. Georges Bataille, comenta: “Esta moral es menos la

respuesta a nuestros ardientes deseos de una cúspide que un cerrojo opuesto a estos

deseos”10. Para Sartre, afirmar a Dios como fundamento último del bien, es creer en un

mundo de valores eternos e inmutables y hacer del hombre una naturaleza fija y terminada;

en otras palabras, es suprimir la libertad humana y asimilar al hombre a un objeto fabricado

conforme a una técnica determinada en vista de un fin determinado11. A los ojos de Sartre

la grandeza del hombre radica en que se crea libremente y asume la responsabilidad de esta

creación: “La vida no tiene sentido a priori (…), toca a vosotros darle un sentido y el valor

no es más que este sentido que elijáis”12. Recordemos una vez última el texto de Merleau-

Ponty, citado ya en varias ocasiones: “La conciencia metafísica y moral muere al contacto

de lo absoluto”13. En una palabra, el cristiano sería conservador y reaccionario por

vocación. El cristianismo, al incitarnos a desear las cosas de lo alto y al proponernos una

moral revelada e inmutable, nos haría menos aptos para ejercer nuestra profesión de

                                                                                                                         8  Sobre   las  relaciones  de   la  Revelación  y  de   la  historia,  ver  el  bello  estudio  de  M.  L.  CERFAUX,  profesor  de  exegética  en  la  Universidad  católica  de  Lovaina,  en  Revue  Nouvelle,  Révélation  et  histoire,  junio  de  1951,  pp.  582  ss.  9  Cfr  más  arriba,  p.  18.  10  G.  BATAILLE,  Sur  Nietzsche,  Paris,  Gallimard,  1945,  p.  73.  11  J.  P.  SARTRE,  L’existentialisme  est  un  humanisme,  pp.  77  ss.  12  Ibidem,  p.  89.  13  Sens  et  Non-­‐sens,  p.  191.  

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hombres. Tal es el reproche que el mundo de la incredulidad moderna hace a la religión

cristiana y en particular a la moral católica.

Este reproche está mucho más extendido de lo que se piensa. Se le encuentra no sólo

entre aquellos que combaten abiertamente la fe, sino también en aquellos que están llenos

de miramientos al cristianismo, aun en un número muy considerable de intelectuales

cristianos. Es un hecho que el hombre moderno no se interesa casi por la moral

principalmente negativa, que se presenta como un código complicado de prohibiciones,

impuesto desde fuera por una autoridad externa. Él desea una moral “abierta” y creadora,

brotando de las exigencias mismas de la vida, pero como la afirmación de una existencia

que va a la conquista de su pleno desarrollo. Ahora bien, muchos creen, ciertamente sin

razón, que la moral cristiana, en virtud de su carácter revelado, dogmático e inmutable, es

una moral “cerrada” y ante todo negativa14. De ahí concluyen que los católicos se

encuentran en una situación de inferioridad; serían menos libres que los demás, estarían

menos bien armados frente a los problemas de la vida moderna, condenados en cierto modo

a llegar siempre tarde.

Volvemos a encontrar de esta manera la cuestión planteada al principio de nuestro

capítulo segundo: “¿Es verdad que la fe en Dios y en el más allá frustra en nosotros el

sentido del hombre y de la historia?”15. Ha llegado el momento de buscar una respuesta

definitiva. Examinemos en principio los dos términos que se trata de confrontar: por una

parte la vida de la fe, por otra, la civilización como búsqueda de los valores.

                                                                                                                         14   Véase   por   ejemplo   el   estudio   de  M.  M.   LAMBILLIOTTE,   consagrado   a   la   Encíclica  Humani   generis   en   la  revista  internacional,  Synthèses,  Au  delà  des  dogmatismes,  nov.  1950,  pp.  261  ss.:  “La  moral  cuya  necesidad  y  apetito  comprueba  (el  hombre  moderno)  es  una  moral  de  vida  y  no  sólo  una  moral  deducida  de  principios  que  una  vez  formulados  se  decretan  absolutos.  Porque  arraiga  y  bebe  sin  cesar  en  las  fuentes  de  la  vida,  más  bien   que   en   fuentes   dogmáticas,   la   moral   debe   responder   también   a   las   exigencias   de   la   vida:   impulso,  crecimiento,  promoción  o  sublimación”  (p.  264).  15  Sens  et  non-­‐sens,  p.  191.  

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2. LO SOBRENATURAL Y LA FE

Al abordar los problemas de lo sobrenatural, es importante distinguir, siempre para

unirlas, dos cosas que no coinciden totalmente pero que mutuamente se exigen, a saber, el

orden sobrenatural o el misterio de la fe, por una parte, y por otra, la vida de fe o

sobrenatural. La vida sobrenatural no es inteligible sino en el interior del orden

sobrenatural, en la misma forma que, en el plano de la existencia natural, la vida humana no

se puede comprender sino en el interior de un orden existencial humano que soporta y

comprende a los individuos singulares, permitiéndoles realizarse como yo-con-otro-en-el-

mundo. En otras palabras, es imposible definir y describir la vida de fe sin nombrar el

misterio de fe que constituye su objeto y en el cual la fe misma nos hace participar. La ley

fundamental de la intencionalidad, con acuerdo a la cual la noesis y el noema se

corresponden, vale para todos los dominios de la conciencia, también para éste de la vida

de fe. Cuando tal cosa se olvida, se cae forzosamente en abstracciones, se acaba por reducir

el objeto de la fe a verdades abstractas y se piensa que estas verdades, desde el momento en

que son dichas por Dios, pueden ser cualesquiera. Quizá, en abstracto, esto sea verdadero:

se puede soñar un mundo en que Dios viniese a enseñarnos la física, la astronomía y la

economía, pero es lícito preguntar si parecido mundo seguiría siendo un mundo humano;

sea de ello lo que fuere lo cierto es que ya no sería nuestro mundo, este mundo de la

existencia humana concreta, sobrenaturalizada por Cristo. Por no haber tenido

suficientemente en cuenta esta ley de correspondencia entre la noesis y el noema se ha

llegado con tanta frecuencia a confundir lo profano y lo religioso.

¿Qué es, en consecuencia, la fe cristiana?

En términos inolvidables e infinitamente densos San Juan nos lo ha dicho: “Et nos

cognovimus et credidimus caritati quam habet Deus in nobis” (I Jo., IV, 16). Nosotros,

cristianos –y es esto lo que nos distingue de los incrédulos-, hemos conocido (cognovimus)

el misterio de Dios-caridad, hecho manifiesto en su Hijo y en la efusión del Espíritu, y

hemos creído en él (credidimus).

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Para el cristiano la fe es una adhesión motivada y confiada en el misterio de Dios y

en su amor redentor. El objeto de la fe cristiana no es, pues, una cosa, ni un conjunto de

cosas, ni un sistema de conceptos o de verdades abstractas, sino alguien, a saber, el propio

Dios, lo que es en sí mismo, lo que es y lo que hace por el hombre. Es esta adhesión a Dios

y a sus intenciones salvadoras sobre el hombre lo que expresamos y testificamos en el

Credo. Consultar el Credo es el mejor medio para conocer el sentido de la fe, el mejor

medio de saber en quién y en qué creemos.

De acuerdo con el Credo el misterio de fe es primera y fundamentalmente el

misterio mismo de Dios y de su misericordia para el hombre: “Credo in Deum Patrem”.

Dios es caridad y la manifestación de este misterio de caridad procede de una iniciativa de

su parte. De ahí la idea de gracia o gratitud misericordiosa: “Dios nos ha amado el primero,

en lo que reside su caridad”, nos dice San Juan (I Jo., IV, 10). Pero es también Dios quien

se encuentra en el término de la iniciativa. El objeto que Dios persigue a través de la

manifestación salvadora de su misericordia es engendrarnos a la vida divina y

comunicarnos su gloria, en una palabra, constituirse en Dios-para-nosotros-y-con-nosotros,

nuestro fin último, nuestro valor supremo, muestra última “posibilidad”: la gracia, dice San

Agustín, tiene por efecto hacernos capaces de Dios, “capaces Dei”. El movimiento del

amor redentor es circular: procede de Dios y a él retorna a fin de que Dios “se haga todo en

todos”, “ut sit omnia in omnibus” (I Cor., XV, 28). Esta es la razón por la cual Dios es

nombrado al principio y al fin del Credo: “Creo en Dios”, “Creo en la vida eterna”. Esta

vida eterna es Dios.

Ulteriormente el misterio del amor de Dios comprende el doble misterio del Verbo

Encarnado y de la misión del Espíritu. Por el Verbo Encarnado y por el don del Espíritu de

santificación Dios se manifiesta, se comunica con el hombre, se constituye en Emmanuel,

Dios-con-nosotros, nuestro Salvador y nuestro Santificador. La función del Verbo en el

orden de la gracia será ser Verbo de Dios para nosotros, el que narra a Dios y nos lo

manifiesta, “Qui est in sinu Patris, ipse enarravit” (Jo., I, 18); y el papel del Espíritu será

ser Espíritu de Dios en nosotros, el que nos hace capaces de amar a Dios y al prójimo con el

amor de Dios: “Caritas Dei diffusa est in cordibus nostris per Spiritum sanctum qui datus

est nobis” (Rom., V, 5).

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El misterio religioso comprende aún a la Iglesia y a la Comunión de los Santos. La

Iglesia forma parte del misterio. Es por ello que es nombrada en el Credo al lado del

misterio en el cual creemos: credo in sanctam Ecclesiam. La Iglesia no es sólo la

colectividad de creyentes nacida históricamente del mensaje de Cristo, como la colectividad

budista nació de Buda; es más bien una institución, fundada por Cristo sobre los apóstoles;

en ella está presente Cristo resucitado: “vobiscum sum usque ad consummationem seculi”

(Mat., XXVIII, 20); el Espíritu de santificación continúa y acaba a través de ella la obra de

Cristo. Tal es la razón por la que la Iglesia es llamada la Esposa del Verbo, “Sponsa Verbi”,

la fiel asociada del Verbo, vinculada al Verbo por lazos de caridad; es el “Tabernaculum

Dei cum hominibus”, el nuevo templo de Dios, el lugar sagrado donde Dios habita con los

hombres y donde los hombres pueden encontrar a Dios. La Iglesia es como el sacramento

de la presencia real de Dios en medio de su pueblo: en ella encontramos el perdón de

nuestros pecados y la vida de la gracia que debe unirnos a Dios para siempre.

La adhesión a Dios en la fe, por Cristo y bajo la moción del Espíritu, es constitutiva

de una sociedad nueva y sobrenatural, que abraza no sólo a los creyentes de la tierra, sino

también a los que han muerto en el Señor y toman parte en su gloria: “credo in

communionem sanctorum”. El lazo de caridad que aquí abajo los unía a Dios y a todos los

hijos de Dios, no se disuelve con la muerte. Instalados definitivamente en la caridad de

Dios, los santos continúan trabajando en la obra de la salvación, intercediendo ante Dios

por nosotros. Es en la perspectiva de este misterio de la comunión de los santos donde es

preciso comprender la fe de la Iglesia católica en el misterio de la Virgen María. Ella es la

primera de los santos, la Reina de los Cielos. Si ya en el orden de la naturaleza la

maternidad no puede ser interpretada como un simple acontecimiento biológico, sino que

debe ser comprendida en función del orden existencial humano en el cual ella adquiere su

sentido, lo mismo resulta con la maternidad en el cuadro del misterio de la Encarnación y

con el orden existencial sobrenatural del cual se deriva. Habiendo sido elegida por Dios

para ser la madre del Verbo Encarnado, María ha sido constituida en una proximidad

especial y única con Dios, unida a Dios, a Cristo y al Espíritu Santo por vínculos que son

del orden de la caridad y que le dan un lugar aparte en la economía de la salvación. Esta

proximidad particular de la Virgen con Dios en vista de la santificación del género humano

no puede haber cesado con la muerte. Por ello la fe católica cree que en este momento

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María está asociada a Dios y a nosotros, que toma parte de una manera particular y

definitiva en la gloria de Cristo resucitado y del poder real del cual posee la plenitud a fin

de lograr la santificación de su Iglesia y la salvación del mundo.

Si tal es el sentido y el contenido del misterio religioso al que nos adherimos por la

fe, es necesario decir que es al mismo tiempo un misterio de revelación, de redención y de

santificación. Esta revelación redentora es dos veces divina: viene de Dios y tiene a Dios

por objeto, porque es el misterio de Dios-que-se-revela. Por ello es esencialmente religiosa:

una revelación profana que hiciese de Dios el rival del hombre de ciencia no tiene sentido.

Este misterio de la misericordia de Dios trasciende y envuelve el tiempo. El orden

de la gracia es, en su esencia profunda, una realidad invisible y transhistórica, pero presenta

igualmente un aspecto visible e histórico, porque la misericordia de Dios hacia la

humanidad se manifiesta y se realiza a través de una serie de acontecimientos históricos y

visibles, que se eslabonan entre la creación del mundo y la instauración definitiva del reino

de Dios por el retorno glorioso del Señor. En el centro de esta “historia sagrada”, está el

advenimiento de Cristo y, en la cúspide de la vida de Cristo, está la Cruz y la Resurrección.

Todos estos acontecimientos ejercen una doble función en el seno de la economía

redentora: una función reveladora (manifiestan a Dios y a su voluntad redentora) y una

función realizadora (contribuyen a realizar la voluntad salvífica de Dios y a instaurar un

orden permanente de salvación, un orden existencial sobrenatural).

En fin, el hecho de que esta economía sobrenatural sea en principio obra de Dios y

de la gratuidad de su misericordia no quiere decir que no haya lugar alguno para el hombre

y para la colaboración del hombre en la obra de la salvación. Pero la participación del

hombre en la salvación del mundo revestirá una forma muy particular que de ningún modo

compromete el principio de la soberanía de Dios y de la gratuidad de la salvación: esta

colaboración se hará por nuestra adhesión a Dios y a su voluntad salvífica, por nuestra

docilidad a la sabiduría del Verbo y a la acción del Espíritu. Dios queda siempre el primero:

de ahí, las categorías de “predilección” (o de “predestinación”), de “mediación” y de

“ministerio” que se encuentran en donde quiera que el hombre está llamado a colaborar con

Dios en la obra de la salvación. Esta adhesión a Dios y a su Verbo Encarnado, Jesucristo,

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nuestro Salvador, es precisamente lo que se llama la fe. El término fe expresa el acto

noético, cuyo noema acabamos de describir.

Por el bautismo y la fe entramos en este orden existencial sobrenatural del que

hemos hablado. Nacemos a una vida nueva, al mismo tiempo que somos llamados a

participar siempre más en el misterio de la vida de Dios y de su amor redentor. Este

acrecentamiento sobrenatural será a su vez el fruto de la fe, esto es, de una adhesión

siempre más completa a Dios y a su voluntad salvífica, gracias a un abandono de nosotros

mismos en la sabiduría del Verbo y en el Espíritu de santificación.

Por el verbo y el Espíritu Santo la vida de fe es una vida teologal, en otros términos,

una comunión personal con Dios en persona. Pero esta “estructura personal” del acto de fe,

lejos de encerrarnos en nosotros mismos, nos abre a Dios y a la voluntad salvífica de Dios,

la cual es siempre y de lleno una voluntad universal. Es decir que la fe, aunque afecta al

hombre en las profundidades de su personalidad, no se desarrolla plenamente sino en la

intersubjetividad y es constitutiva de comunidad.

La fe es un don sobrenatural: desde luego, porque nos introduce en un orden

existencial de parte a parte sobrenatural, a saber, el orden de la caridad salvífica de Dios,

llamado por esta razón orden de la gracia; en seguida, porque la fe, como adhesión a Dios y

a su Verbo, no es posible sino cuando Dios nos hace internamente capaces de ella. La

Palabra de Dios es eficaz: cuando Dios nos habla, él crea simultáneamente la posibilidad en

nosotros de entenderlo e, igualmente en este sentido, la fe es una gracia sobrenatural. Este

carácter gratuito y sobrenatural de la fe no excluye el que exija de nosotros una adhesión

personal y libre. La vida de fe es como un diálogo con Dios en el que Dios es el primero y

el último interlocutor y por esto la fe es un llamado a la oración, no se desarrolla

íntegramente sino en la oración. Esta libertad que se encuentra implicada en la fe es, como

toda libertad humana, una libertad situada y, por consiguiente, llamada a liberarse. El

hecho de que la mayor parte de los cristianos hayan sido bautizados en su nacimiento y

hayan recibido una educación cristiana casi a pesar de ellos, no es una razón para negar a la

fe el carácter de libertad. Esto es verdad de la adhesión a Dios en la fe como de todos

nuestros juicios de valor: todo juicio de valor constituye un llamado a abrirnos libremente

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al valor, a asumirlo en nuestra existencia concreta, a promoverlo para nosotros mismos y

para los demás.

En su cualidad de vida teologal, la fe es una actitud de confianza y de fidelidad. Tal

es por lo demás el sentido del verbo “credere in” cuando va seguido de un acusativo: credo

in Deum. Creer en alguien es hacerle confianza, fiarse a él, entrar en sus intenciones. Por la

fe –escribimos hace unos instantes- damos nuestra adhesión a Dios y a su amor por el

hombre: “credidimus caritati quam Deus habet in nobis”. Es que la fe vivida es inseparable

de la caridad, que, de un solo y mismo golpe, remata en Dios y en el prójimo.

Pero la fe es asimismo una luz e implica un conocimiento. Es cierto sin duda que el

misterio de Dios escapa a las exigencias de la idea clara y distinta y no es plenamente

conceptualizable. No podemos comprender a Dios, dice santo Tomás. La revelación, al

darnos un Dios que se acerca a nosotros, no suprime la trascendencia divina, sino la acentúa

aún más: en el seno de la fe, Dios permanece como el absolutamente Otro, el Inefable

supremo, el Único, y la adhesión a Dios por la fe consiste ante todo en aceptar que “los

caminos de Dios no son los caminos del hombre”. Pero es verdad igualmente que la idea de

revelación se hundiría y que la predicación del mensaje se haría impensable, si ningún

conocimiento, expresable en conceptos y juicios, le correspondiese en nosotros. Es aquí

donde se sitúa el problema de la expresión del misterio de fe o, en otras palabras, de la

fórmula dogmática.

¿Qué es el dogma?

Notemos, en principio, que la palabra “dogma” tiene dos sentidos que es forzoso

distinguir con cuidado. En el sentido profano y filosófico, significa ya una opinión, ya una

afirmación injustificada o injustificable. Su correlato psicológico (su correlato noético, en

lenguaje fenomenológico) es el dogmatismo. Como lo dice muy justamente G. Marcel: “El

dogmatismo es más bien una actitud de espíritu que una doctrina; existe un dogmatismo de

la crítica, un modo dogmático de excluir el dogmatismo"16.

Generalmente los incrédulos no conocen sino este sentido primero de la palabra

“dogma”. Así en un célebre discurso, Jean Jaurès proclamaba un día ante la Cámara                                                                                                                          16  G.  MARCEL,  Journal  métaphysique,  Paris,  Gallimard,  1927,  p.  315.  

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francesa: “Lo que ante todo es preciso salvaguardar, lo que constituye el bien inestimable

conquistado por el hombre a través de todos los prejuicios, los sufrimientos y los combates,

es esta idea de que no hay verdad sagrada, esto es, verdad prohibida a la investigación plena

del hombre. Lo que hay de más grande en el mundo, es la libertad del espíritu, es que

ningún poder interior o exterior, ningún dogma, debe limitar el perpetuo esfuerzo y la

perpetua investigación de la raza humana”17. Si fuese preciso identificar la idea de “dogma”

con la de “prejuicio”, y la idea de “verdad sagrada” con la de una verdad tabú, “prohibida a

la investigación del hombre”, Jaurès tendría razón. Pero tal es el sentido filosófico, no el

sentido teológico de la palabra “dogma”18.

En su significación religiosa y teológica, el término “dogma” significa el misterio

religioso que constituye el objeto de la fe, más exactamente, el conocimiento que tenemos

de este misterio, gracias a la revelación, así como la proposición que expresa este

conocimiento. Su correlato noético no es el dogmatismo sino la fe. Como ya lo habíamos

dicho, esta fe no es una adhesión ciega ni impide en manera alguna una reflexión ulterior

sobre la fe. Al contrario, la exige. Además, como lo subraya santo Tomás, la proposición

dogmática que sirve para expresar el misterio de fe y para considerarlo intencionalmente,

no es el remate final de la fe: ésta es una adhesión al propio Dios y a la sabiduría del Verbo

a través de la proposición dogmática: “Actus credentis non terminabur ad enuntiabile sed

ad rem”19. Así, para creer en Dios se precisa, indudablemente, una idea auténtica de Dios,

pero la fe no se detiene en esta idea: a través de ella, la fe remata en Dios en persona. Y ni

aun la fe en Cristo, como Verbo Encarnado y Salvador del mundo, es posible sin un

conocimiento auténtico y cierto respeto al misterio de existencia y de vida que Jesús de

Nazareth lleva consigo. Es precisamente este conocimiento el que se enuncia en la

proposición dogmática a través de la cual creemos en Jesús. La misma cosa puede decirse

de todos los misterios cristianos.

Decir que a través del enunciado dogmático la fe remata en el mismo Dios y en la

obra de su amor redentor “actus credentis non terminatur ad enuntiabile sed ad rem”, es

                                                                                                                         17  Discurso  del  11  de  febrero  de  1895,  citado  en  V.  HONNOY,  Humanisme  et  livres  de  choix,  p.  369.  18  La  misma  confusión  con  respecto  a  la  palabra  “dogma”  se  encuentra  en  el  texto  de  M.  Lambilliotte  citado  más  arriba,  p.  178,  n.  14.  19  IIa.  IIae.,  q.  2,  ad  2.  

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proclamar una vez más el carácter intencional de la actitud de fe. Esta verifica lo que podría

ser llamado segunda ley de la intencionalidad (siendo la primera la ley de correlación de la

noesis y el noema). De acuerdo con Husserl, lo propio de la conciencia intencional es

trascenderse en la inmanencia, rematar en el objeto “en persona” a través de una “hylè”, es

decir, de una materia, de “un contenido de conciencia” inmanente y representativo (como,

por ejemplo, la impresión sensible, el concepto, el juicio). Lo propio ocurre en la fe: las

fórmulas dogmáticas no constituyen el objeto final de la fe, pero la intención de fe viene a

animar en cierto modo a estas fórmulas, y, a través de ella, el alma se abre a Dios mismo: la

fe –decían los antiguos- es una virtud teologal.

Hay más. Lo que es válido para toda “hylè” cognoscitiva, para todo enunciado

predicativo, va a verificarse igualmente en la fe. En el interior de nuestro conocimiento

predicativo de los misterios de fe, será necesario distinguir ulteriormente dos cosas: por una

parte, un nudo esencial y estable sin el cual el misterio religioso no sería auténticamente

visto, ni correctamente expresado: sin una idea auténtica de Dios y de la creación –dijimos-

la fe en Dios es imposible. Pero, por otra parte, nuestro modo humano de mirar los

misterios de fe implicará siempre un conjunto de elementos representativos y afectivos

secundarios, no esenciales, susceptibles de variar según el grado de cultura o el medio

cultural de los creyentes individuales. Considerado en su nudo significativo esencial, la idea

que el niño o el primitivo converso se forma de Dios es fundamentalmente la misma que la

del adulto o la del teólogo: en uno y en otro caso se trata verdaderamente del mismo Dios,

del Dios de Jesuscristo (sic); pero no es menos evidente que los elementos secundarios, ya

sean de orden representativo o afectivo, son diferentes en uno y en otro caso. Que el niño se

represente a Dios con una barba o que el negro piense la gloria de Dios a través de una

imagen de la majestad de un rey negro, en nada afecta la esencia de su fe ni al sentido

esencial del enunciado por el cual expresan su fe en Dios. Que en los medios semíticos que

han visto nacer el relato del Génesis el origen del mundo sea representado según las

concepciones cosmogónicas en curso, es incuestionable, pero ello no excluye de ninguna

manera la presencia en la Biblia de una idea verídica de una idea verídica de la Creación y

de una fe auténtica en un Dios creador20. Es precisamente tare a del teólogo depurar nuestro

                                                                                                                         20  Cfr   la  Encíclica  Divino  Afflante  Spiritu  (30  de  sep.  1943)  sobre  los  estudios  bíblicos:  “La  Sagrada  Escritura  nos  instruye  en  las  cosas  divinas  sirviéndose  del  lenguaje  habitual  de  los  hombres”.    

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conocimiento del misterio religioso distinguiendo en el seno de este conocimiento entre lo

esencial y lo accidental.

De acuerdo con estas consideraciones sobre la fe, vistas desde el ángulo noemático

y noético, pasemos al otro término de la relación: la civilización como búsqueda de los

valores.

3. SENTIDO Y ESTRUCTURA DE LA CIVILIZACIÓN

El gran mérito de las filosofías de la existencia es haber puesto en evidencia que el

hombre no se humaniza sino humanizado el universo, no se cultiva sino cuando crea en

torno suyo un mundo de civilización y de cultura, que, por consiguiente, lo propio del

hombre es problematizar y buscar.

Tal es en efecto la situación paradójica del hombre como ser encarnado.

Por una parte, aparece ante él mismo como obsedido por un deseo inagotable de

libertad y de liberación. Tiende hacia un desarrollo completo de todas sus posibilidades y

comprueba este desarrollo como la supresión del estado de servidumbre en que el mundo

material lo tiene, en cierto modo, encerrado (así el primitivo es más esclavo que dueño de la

naturaleza material).

Pero, por otra parte, esta liberación no se puede realizar sino con la ayuda de esta

misma materia. Ésta representa para el hombre un obstáculo y un apoyo a la vez, una

prisión que lo retiene cautivo y un instrumento que le permite evadirse. Aún sus actividades

más inmateriales, las más íntimas, el hombre no puede desplegarlas sin el concurso de la

materia: ni ciencia sin laboratorios, ni vida estética sin obras de arte, ni pensamiento sin

lenguaje, ni virtud moral sin un comportamiento moral que se exteriorice en actos

concretos, y, en cuanto al reconocimiento del hombre por el hombre, éste no sería más que

un sentimiento ineficaz si no se objetivase en un régimen económico, social y político más

digno del hombre. En suma, para liberarnos, debemos asociar el mundo a nuestra propia

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liberación. Así en la investigación científica interrogamos al mundo a fin de develar las

estructuras y las posibilidades que detenta; por la técnica y la creación artística lo

transformamos en una residencia digna del hombre; el objeto de la vida económica, social y

política es mejorar las relaciones interhumanas y crear a este efecto condiciones de

existencia más favorables al ejercicio de las libertades.

Como se ve, la idea de civilización y de cultura nos lleva al terreno de lo que Hegel

llamaba el mundo del espíritu objetivado. Pero, el espíritu “objetivo” es inseparable del

espíritu “subjetivo”, esto es, de la vida misma del espíritu en tanto que es constitutiva de la

subjetividad. Lo anterior explica por qué, en el lenguaje común, los términos “civilización”

y “cultura” –que aquí consideramos como sinónimos- designan tanto la cultura del sujeto,

el desarrollo de sus diversas facultades (en este sentido se habla de cultura física, de la

cultura de la inteligencia, del corazón, del sentido de la belleza), como la cultura objetiva,

esto es, el conjunto de las creaciones objetivas que hacen de la naturaleza bruta un mundo

de civilización y de cultura (la técnica, las obras de arte, el lenguaje hablado o escrito, la

legislación, las instituciones sociales, etc.).

En realidad, la cultura subjetiva (cultura del sujeto) es inseparable del pensamiento

objetivado. La relación que se juega entre ellas no es una relación de yuxtaposición, sino

una relación dialéctica que hace que una llame a la otra y que se influencien mutuamente.

De nuevo, esta relación es más bien del orden del diálogo. Para librarse, el hombre

transforma el universo en un mundo de civilización y de cultura, éste a su vez hace al

hombre y lo invita a liberarse más o según dimensiones nuevas. No es, ciertamente, que la

cultura objetiva entrañe la cultura subjetiva según un encadenamiento causal “en tercera

persona”. Los museos no crean el sentido de la belleza y los mejores tratados de filosofía

no suscitan filósofos automáticamente. Lo propio ocurre con la vida social y política.

“¿Quid leges sine moribus?”, dice el proverbio. Jamás régimen alguno logrará extirpar el

egoísmo del corazón del hombre y, si es verdad que el reconocimiento del hombre por el

hombre supone un orden económico más humano, también pide una caridad más

conscientemente vivida. En dondequiera que el hombre se manifiesta y se realiza como ser-

en-el-mundo, la libertad es lo primero.

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Lo anterior se debe –es importante notarlo para la continuación de nuestro estudio- a

que la verdadera emancipación del hombre y de la humanidad supone simultáneamente tres

condiciones fundamentales. El progreso de la ciencia positiva y de la técnica industrial

constituye, ciertamente, la condición básica, pero es, como tal, insuficiente. Es preciso un

reconocimiento más auténtico del hombre por el hombre: entendemos por él un respeto

mayor al “otro”, un creciente espíritu de justicia y de fraternidad que se objetiven en

instituciones más dignas del hombre. Sin este respeto a la persona humana -sea quien fuere-

en términos cristianos, sin la caridad al prójimo que nos hace amar al otro por él mismo, el

dominio realizado por la ciencia y la técnica sobre la materia puede fácilmente convertirse

en un instrumento al servicio del esclavizamiento del hombre por el hombre. La dictadura

moderna no es otra cosa que la ciencia y la técnica que se vuelven contra el hombre y la

liberación del género humano. He aquí una tercera condición: la educación del hombre. El

objeto de la educación es precisamente liberar, desarrollar, desenvolver armoniosamente

todas las posibilidades que están en el hombre y, muy especialmente, lo que hay en él de

mejor y más alto: su abertura a los valores más elevados y universales. Sin esta educación,

el hombre podría permanecer esclavo todavía de sus pasiones, de sus instintos, de la

comodidad material. Se pueden elevar los salarios de los obreros, pero si éstos no han sido

educados para hacer un buen uso de ellos, nada se habrá hecho.

Porque el hombre no se realiza sino perfeccionando el universo, por ello es válido

decir que él es por esencia un “ser obrero”, pero también que es un ser histórico y que esta

historicidad es inseparable de la historia de la civilización21. Como lo dice Merleau-Ponty,

“Es sobre el trabajo sobre lo que reposa la historia”, porque el trabajo no es “la simple

producción de riquezas, sino, de modo más general, la actividad a través de la cual el

hombre proyecta en torno suyo un medio humano y supera los datos naturales de su vida”22.

Ciertamente, la historia de la civilización no posee la rigidez de una dialéctica lógica

de conceptos que se engendren unos a otros, pero tampoco es una erupción de sucesos sin

orden ni secuencia, sin líneas ni vectores. De ahí el problema del sentido de la historia. Es

verdad que el camino seguido por la historia nada tiene de camino único y rectilíneo. Vista

                                                                                                                         21  Cfr  más  arriba,  pp.  15  y  ss.  22  Sens  et  Non-­‐sens,  p.  215.  

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la inmensa variedad de individuos y de pueblos, y vista la multiplicidad de valores de que

el hombre es capaz, la historia de la civilización presenta una complejidad infinita: hay

civilizaciones (en plural), y cada una de ellas posee su propia historia; una civilización

puede progresar en un sentido y retroceder en otro, según que tal valor sea preferido y tal

otro postergado. A pesar de todo ello, hay lugar para hablar de la historia del mundo en

singular. Esta no es la simple suma de las historias de los individuos y de los pueblos.

Gracias a una mejor inteligencia de las leyes de la naturaleza y el progreso incesante de la

técnica, el mundo se unifica cada vez más, se amplía el horizonte del hombre

progresivamente, las relaciones humanas toman un carácter más y más planetario. Las

distancias geográficas y culturales que anteriormente separaban a los pueblos, se acortan

poco a poco. Ya en este momento la idea de que las masas populares y los pueblos

desheredados podrían tener acceso un día a las ventajas de la civilización moderna, ha

dejado de pertenecer al reino de la utopía, se presenta desde ahora a la conciencia humana

como un programa a realizar en un porvenir relativamente próximo. En una palabra, el ideal

de un reconocimiento más auténtico del hombre por el hombre, gracias a una repartición

más equitativa de los bienes terrestres y una participación más efectiva de todos los pueblos

en el orden mundial, se hace, al parecer, cada día más próximo. Por todas estas razones se

puede decir que, considerada a escala mundial, la historia de la civilización humana

presenta un sentido.

Es claro que la historicidad de que acabamos de hablar debe ser cuidadosamente

distinguida de la historia sagrada que constituyó nuestro problema en el parágrafo

precedente. Es preciso también no oponer, sin más, como hay en este momento tendencia a

hacerlo, la concepción cristiana de la historia a su interpretación marxista. La concepción

marxista de la historia se sitúa sobre el plano de lo profano, o, más exactamente, sobre el

plano de la existencia fenoménica. Sobre este plano es difícil hablar de una concepción

cristiana de las cosas: no hay una concepción específicamente cristiana de la evolución de

la física, de la medicina, de la economía o de los regímenes políticos. Pero, para el

cristiano, hay, a más de todo ello, una historia sagrada. Es verdad que ésta involucra en

cierta forma la historia profana o, como lo dice el P. Daniélou, “la historia profana está

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asumida en la historia sagrada”23. Pero esto no es aún una razón para decir que “la historia

del mundo, en el sentido verdadero del término, es esencialmente la Historia sagrada”24 y

todavía menos aún que “es el cristianismo quien hace la verdadera historia”25. Esto es jugar

con el término “historia” y hablar como si la historia profana no fuese una verdadera

historia, cuando que el término “historia” pertenece, en principio, al registro de lo profano y

de la civilización.

Para elucidar el problema que constituye el objeto de este capítulo –a saber el

encuentro del cristianismo con la civilización-, importa sobre todo subrayar que la

civilización humana presenta una estructura, más aún, una jerarquía de regiones de

valores. Esto obedece al hecho de que la existencia humana, considerada como una

abertura a los valores, involucra, en el seno de una unidad sintética global, una diversidad

de posibilidades que dan nacimiento a una jerarquía de esferas de valores. Nuestra

intención no es evidentemente escribir aquí una filosofía del valor ni elaborar una

axiomática de los valores. Nos limitaremos a lo esencial26.

La primera tarea que toda civilización persigue es hacer el mundo más habitable,

adaptarlo a las necesidades biológicas del hombre. De ahí resulta una primera esfera

cultural: la de los valores vitales y de los bienes vitales, tales como la habitación, el

vestuario, la higiene, el confort, etc. Es evidente que las diversas técnicas nacidas de la

“razón obrera” juegan un papel primordial en la elaboración de estos valores vitales.

Viene en seguida lo que se podría llamar –a falta de un mejor término- la región de

los valores espirituales particulares o valores de la cultura en el sentido estrecho y

corriente de la palabra. Entre ellos, es necesario ubicar las ciencias desinteresadas, las

diversas manifestaciones del arte y, al menos cierta medida y desde cierto punto de vista,

                                                                                                                         23  J.  DANIELOU,  Histoire  marxiste  et  histoire  sacramentaire,  en  Dieu  Vivant,  núm.  13,  p.  110.  24  Ibidem,  p.  101.  25  Ibidem,  p.  101.  26   Para   todo   lo   que   sigue,   véase   el   bello   estudio   de  A.  WYLLEMAN,   L’Elaboration   des   valeurs  morales,   en  Revue  philosophique  de  Louvain,  mayo  de  1950,  pp.  239-­‐246.  

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las instituciones económicas y sociales, cuyo objeto es mejorar las relaciones interhumanas,

hacer reinar el orden y la paz en la sociedad27.

Esta segunda esfera cultural no interesa directamente a la vida biológica del hombre:

en este sentido es menos “utilitaria”, más “desinteresada” y se distingue por ello de la

esfera precedente. Pero también se distingue de la región de los valores morales (de la que

hablaremos dentro de un instante) por el hecho de que no comprende sino valores

particulares que interesan a manifestaciones particulares de la existencia espiritual,

mientras que el juicio moral remata en el valor de la persona como totalidad28.

Examinemos más de cerca la tercera esfera: la de los valores morales. No es fácil

definir con precisión lo que constituye desde el punto de vista fenomenológico la

originalidad de la conducta moral. Se puede decir sin embargo de un modo general que

nuestra conducta será calificada de buena o mala, desde el punto de vista moral, en la

medida en que ella se presenta como un reconocimiento concreto y eficaz de la dignidad de

la persona humana29, o, si se quiere, del valor de la persona como totalidad. Si el hombre

es llamado una “persona” es porque aparece ante sí mismo como un para-sí, esto es, como

un-fin-en-sí, existente en vista de sí30. Es por esto que hay una verdad eterna en la

afirmación kantiana de la primacía de la persona humana. Se sabe que para Kant esta

afirmación representa el axioma supremo de toda ética: “actúa de tal modo que trates a la

humanidad, lo mismo en tu persona que en la persona de otro, como un fin y nunca como

un medio”.

Este reconocimiento concreto y eficaz del valor de la persona como dignidad

inalienable, como fin-para-ella-misma, implica ulteriormente el reconocimiento y la

promoción de un cierto número de valores que en este punto están ligados al florecimiento

                                                                                                                         27  Una   sociedad  ordenada  y  pacífica   constituye  en   sí  misma  un  valor  para  el  hombre,  una   forma  de  bien-­‐estar,   pero,   considerada   desde   otro   punto   de   vista,   es   también   un   instrumento   al   servicio   de   los   valores  biológicos,  culturales  y  morales.  28  Así  la  ciencia  –y  se  puede  decir  otro  tanto  del  arte-­‐  no  es  el  todo  del  hombre,  sino  más  bien  un  bien  para  el  hombre.   Puede  asimismo  volverse   contra  el  hombre  y   ser  utilizada  para   la  destrucción  del  hombre.  No  sucede   lo   mismo   con   los   valores   que   entran   en   la   tercera   esfera   y   que   conciernen   directamente   al  reconocimiento  de  la  dignidad  de  la  persona  humana.  29  Cfr  A.  WYLLEMAN,  L’Elaboration  des  valeurs  morales,  p.  241.  30  Para  designar  esta  manera  de  ser  propia  del  hombre,  los  modernos  se  sirven  frecuentemente  del  término  “libertad”.  Es  claro  que  en  este  caso,  la  palabra  “libertad”  no  es  sinónimo  de  “libre  arbitrio”.  

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de la persona humana y cuya suerte es solidaria del valor de la personalidad. Nada hay de

sorprendente: ellos son en cierto modo constitutivos de la personalidad. Porque el hombre

es capaz de apreciar, de comprobar y de perseguir estos valores, por ello aparece ante sí

mismo como hombre, como un ser que emerge por encima de la animalidad y comprueba

su existencia como constitutiva de un “para-sí” o de un “yo”. Por ello, mantener y

desarrollar el sentido de estos valores, es mantener y desarrollar el sentido de estos valores,

es mantener y desarrollar el respeto de la persona; por el contrario olvidar estos valores es

trabajar en ahogar el sentido del hombre en el mundo. Así se explica que la preocupación

de estos valores es espontánea y generalmente considerada como señalando el grado de

moralidad de una civilización.

Entre estos valores hay desde luego –la cosa es clara- el respeto de la vida y de la

muerte. Porque el hombre es una persona, comprueba su vida como suya, y el problema:

¿qué vale mi vida en fin de cuentas?, ¿qué debo hacer finalmente de mi vida? Surge

espontáneamente en él. El animal es incapaz de plantearse este problema, porque le falta el

sentido de la existencia como suya, esto es, como unidad sintética global, constitutiva de un

“yo”: el animal vive en la experiencia sensorial del momento presente, es incapaz de

abrazar su existencia como un todo y de preguntarse cuál es el sentido de este todo. Por

ello, la muerte está desprovista de sentido para el animal, mientras que para el hombre tiene

un sentido espontáneamente, que se aproxima, por lo demás, al de lo sagrado. “En la vista

angustiosa de la muerte –escribimos más arriba- me siento colocado ante mi propia

responsabilidad, súbitamente me doy cuenta de que no son los acontecimientos mundanos,

mis éxitos o mis fracasos, los que en último término decidirán el sentido de mi vida, o,

mejor, lo que yo he hecho o haré de mi vida: ante la muerte yo estoy en soledad conmigo

mismo y en esta soledad me percibo como totalidad”31.

De ahí la importancia para todo humanismo, cuidadoso de la persona humana, del

respeto a la vida y a la muerte. La cosa es de tal modo elemental que puede parecer inútil

subrayarla. Pero, aun el respeto de la vida y el sentido de la muerte pueden atrofiarse. Las

atrocidades sin nombre, las matanzas y los suicidios en masa, de los que nos ha dado el

pavoroso espectáculo la última guerra pueden sin duda parecer el resultado del estado de

                                                                                                                         31  Cfr  más  arriba,  p.  97.  

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guerra, pero denuncian una disminución del sentido mismo de la vida, del respeto más

elemental a la persona humana.

Un segundo valor, inseparable del respeto a la persona, es el amor a la verdad, del

que la sinceridad es una forma particular. Si el hombre se eleva por encima de la

animalidad, es entre otras cosas, porque es capaz de distinguir entre lo verdadero y lo falso,

el saber y la ignorancia, el juicio reflexivo, personal y lo que M. Heidegger llama tan

justamente “la charla cotidiana del Man”, esto es, del “Se” anónimo. A ello se debe que la

verdad y la sinceridad aparezcan espontáneamente a la conciencia humana como envueltas

en la aureola de lo sagrado. Nuestra naturaleza se subleva cuando sabemos violada la

verdad o condenada a mantenerse escondida bajo el celemín, como si el atentado contra la

verdad fuese un crimen de lesa majestad contra la dignidad misma de la persona humana.

Hay una gran verdad en la frase de Jaurès, citada hace unos momentos: “Lo que hay de más

grande en el mundo, es la libertad del espíritu, es que ningún poder exterior o interior,

ningún dogma, debe limitar el perpetuo esfuerzo y la perpetua investigación de la raza

humana”32. Una vez más, la cosa es tan evidente que no es negada explícitamente por

nadie, en la misma forma a como el sentido de la verdad es considerado por todo el mundo

como un primer elemento de la moralidad. Y, sin embargo, no se puede negar que en

nuestro mundo moderno el respeto a la verdad corre grandes peligros. Lo que se llama la

demagogia y la dictadura no son en realidad sino el reino de la mentira, de la calumnia y

del engaño. A ello obedece que la demagogia y la dictadura estén tan cercanas la una de la

otra y que siempre aparezcan como aliadas en la historia: el mejor medio, en efecto, de

someter a las masas y de reducirlas a la esclavitud, es hipnotizarlas.

Un tercer valor moral, es el amor, en el sentido que los filósofos de la edad media

daban a este término. El amor, en el sentido elevado de la palabra, es la actitud del hombre

hacia otro, en virtud de la cual trata al otro como a una persona, como a otro “yo”, como a

un fin-en-sí. Los antiguos lo llamaban muy justamente “amor benevolentiae”: querer el

bien del otro por él mismo, porque es –él también- una persona, un fin-en-sí. Igualmente el

verdadero amor es desinteresado, incondicional y fiel. De acuerdo con las situaciones en

                                                                                                                         32  Cfr  más  arriba,  p.  222.  Hemos  mostrado  que  hay  en  este  texto  una  confusión  infortunada  de  los  diferentes  sentidos  de  la  palabra  “dogma”.  Para  Jaurès  “dogma”  es  sinónimo  de  “dogmatismo”.  

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que encarna, puede tomar formas múltiples y revestir nombres diversos. Ya se llame

amistad, fidelidad conyugal, solicitud de los padres por los hijos, caridad, su esencia es

siempre la misma: se dirige a la persona como tal, por ella misma. Ahora bien, sobre este

punto, asimismo, nuestra civilización moderna está bastante enferma. La literatura y el

cinematógrafo han escarnecido a tal grado cosas tan santas como la familia, la fidelidad

conyugal, la castidad, que el sentido del verdadero amor se encuentra atrofiado. El sentido

del amor y el sentido mismo de la persona es el rehusar tratar al otro –sea o no del mismo

sexo- como un instrumento de placer egoísta, como una cosa de la se deshace cuando se

cree que ha llegado a ser inútil. Como ha mostrado muy bien M. Marcel, fidelidad y amor

son sentimientos inseparables. Una civilización que se mostrase incapaz de mantenerlos

vivos en el corazón del hombre, sería el testimonio de un humanismo en decadencia.

El sentido y el respeto de la libertad, están también ligados al reconocimiento de la

persona, porque el hombre es esencialmente libertad. Pero el sentido de la verdadera

libertad y de la liberación verdadera es algo muy frágil, y el mundo moderno, otra vez, da la

impresión de no captar la significación de las palabras cuando habla de libertad y de

emancipación. Se confunde libertad y arbitrariedad, emancipación y desvergüenza. La

verdadera libertad –la que emancipa verdaderamente porque libera lo que de mejor hay en

el hombre- no consiste en hacer no importa qué, en seguir ciegamente sus pasiones, en

descargarse de todas las preocupaciones y responsabilidades que trae consigo una

existencia auténtica. Actuar libremente, es actuar sabiendo lo que se hace y por qué se hace,

es dar un sentido a su vida y asumir personalmente este sentido. Nuestros actos adquieren

un sentido por el hecho de que encarnan valores y contribuyen a instaurar el reino de los

valores en el mundo. Libertad y valor hacen par, y la verdadera libertad, por ello, lejos de

oponerse a la idea de deber, encuentra ahí, por el contrario, su expresión más alta.

La constitución de una sociedad auténticamente humana y digna del hombre es

igualmente indispensable para el florecimiento de la persona humana. En efecto, el hombre

es un ser social y ello no sólo porque esté ligado biológicamente a toda la humanidad por

lazos de carne y de sangre, sino también porque es espíritu. Su abertura a los valores más

altos, más espirituales, lo orienta hacia otro y le exige vivir en sociedad. Los valores más

altos son también los más universales, son por esencia transindividuales. El valor es

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“contagioso”, ha dicho M. Le Senne, y pide ser comunicado: el sabido que guarda su

ciencia para sí solo no ama la ciencia y peca contra la verdad, y el mismo artista que no

cultiva su arte sino por fines egoístas ignora el verdadero gozo estético33. Porque el hombre

nace abierto a valores universales y transindividuales, está hecho para vivir con otro y hacer

sociedad con él. Es evidente ahora que, para ser digna del hombre y realizar un

reconocimiento auténtico del hombre por el hombre, la sociedad humana deberá reflejar en

sus instituciones y sus legislaciones, la preocupación por la persona humana y el respeto de

todos los valores que son necesarios al desarrollo de su persona; en otros términos, no será

auténticamente humana si no es a base de moralidad, o, como lo decía no hace mucho

tiempo el Papa Pío XII, si no reposa sobre “la verdad, la justicia y el amor”34.

Esta breve descripción de la esfera de la moralidad –a la que hemos llamado tercera

esfera cultural- no tiene la pretensión de ser completa. Retengamos que la esfera de la

moralidad se distingue de las esferas precedentes por el hecho de que tiende directamente al

reconocimiento de la dignidad de la persona; ésta representa un valor sui generis, sin

medida común con los valores particulares, ya sean de orden biológico o espiritual.

Observemos ahora que la esfera de la moralidad se distingue igualmente de la esfera de lo

religioso, que, por la comodidad de nuestra exposición, llamaremos la cuarta esfera,

aunque, en cierto sentido, nos hace salir del mundo de la civilización, ya que nos abre a lo

Trascendente, al “Más-allá-del-mundo”.

Sin duda, no es fácil trazar con nitidez las fronteras que separan lo religioso y lo

moral, supuesta la influencia que las concepciones religiosas ejercen sobre la vida moral.

Será inválido, no obstante, confundir los dos dominios y creer que el sentido moral no es

posible sino a partir de una fe explícita en Dios. Existen incrédulos sinceros, dotados de una

gran honestidad moral y animados por un amor extremadamente vivo a la humanidad. Por

lo demás, la cosa nada tiene de sorprendente. La idea del deber, el sentimiento de la

dignidad de la persona así como el sentido de los valores constitutivos de la personalidad

están involucrados en la comprobación misma de nuestra existencia como totalidad, como

“yo”, esto porque nos son en cierta forma innatos. Si muchos los consideran como indicios

                                                                                                                         33  Santo  Tomás  decía  en  el  mismo  sentido:  “bonum  est  diffusivum  sui”.  34   Discurso   de   S.   S.   Pío   XII   pronunciado   en   ocasión   del   60°   aniversario   de   la   promulgación   de   la   Encíclica  Rerum  novarum.  

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de la existencia de Dios y los toman como punto de partida para una prueba de Dios, no se

puede, sin embargo, confundirlos con la afirmación explícita de Dios o con la creencia en

Dios35.

Lo propio de la religión es que busca la comunión con el Absoluto, el principio

último y trascendente de todo lo que es. La religión –dice M. Le Senne- es el “paso del que

lo propio es buscar en lo más profundo del alma una creciente participación en la energía

primera de las cosas, pedir al amor identificarnos con la generosidad íntima del Espíritu; en

una palabra, hacernos creer, rehaciendo y desenvolviendo sin cesar nuestra unión con el

dinamismo original de todo lo que es”36. Esta definición se verifica de un modo

sobreeminente en la religión de Cristo, puesto que la fe cristiana nos hace participar (en el

doble sentido del tener parte y del tomar parte) en el amor mismo de Dios, afirmado como

el principio trascendente e inmanente de todo lo creado: “credidimus caritati quam Deus

habet in nobis”. La vida de la gracia –lo hemos dicho- es la obra del espíritu de Dios en

nosotros, ella nos hace capaces de amar a Dios con el amor de Dios y nos obliga a amar al

prójimo en Dios.

Mas, por el mismo hecho, la religión, como abertura al Trascendente, nos hace salir

en cierta forma del mundo de la civilización y de la cultura: éste pertenece directamente a

nuestra existencia como ser-en-el-mundo, resulta de la necesidad que nos incumbe “de

superar los datos naturales de la vida” y de proyectar en torno nuestro “un medio

humano”37. No es que la religión no pueda expresarse en acciones y en obras exteriores

(libros, monumentos, obras de arte). Más aún, lejos de presentarse como una realidad

vertida desde fuera sobre nuestro ser-en-el-mundo, nos hace comunicar precisamente “con

el dinamismo original de todo lo que es” y confiere a nuestra existencia su sentido último y

final, la respuesta definitiva a la cuestión: ¿qué vale la vida en fin de cuentas? Es porque,

como se dirá más lejos, la religión se prolonga naturalmente en una moral. Por todas

razones, la religión no puede dejar de reflejarse en la civilización y, en este sentido,

constituye una esfera cultural al lado y por encima de las demás, envolviendo a todas las                                                                                                                          35  Una  cosa  es  mostrar  que,  quoad  se,  Dios  es  el  fundamento  último  del  orden  moral  y  que  la  idea  de  deber  pierde   su   consistencia   y   su   carácter   absoluto   fuera   de   este   fundamento   y   otra   cosa   es   la   comprobación  ingenua  y  vivida  del  sentimiento  del  deber  y  de  la  dignidad  de  la  persona.  36  R.  LE  SENNE,  Introduction  à  la  Philosophie,  Paris,  Presses  Universitaires  de  France,  1939,  p.  347.  37  M.  MERLEAU-­‐PONTY,  Sens  et  Non-­‐sens,  pp.  215-­‐216.  

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otras. Pero, considerada en su esencia profunda y su intención propia, ella emerge de la

civilización porque su objeto no es hacernos el mundo más próximo y familiar sino

aproximarnos a Dios y conferirnos una familiaridad con Dios que está más allá del mundo.

Es aquí donde arraiga la distinción tan espontánea –y tan importante por otra parte para la

materia que nos ocupa- de lo profano y de lo religioso. Esta distinción no es una vana

palabra, es una consecuencia ineluctable del hecho de que la existencia humana está

obsesionada por dos intenciones fundamentales y originarias que la orientan en dos sentidos

divergentes: por una parte, la existencia como ser-en-el-mundo, por otra, esta misma

existencia como abertura a lo Trascendente, como ser-para-Dios. Es también uno de los

méritos de la fenomenología haber mostrado que a intenciones divergentes corresponden

necesariamente mundos de significaciones y valores diversos.

Antes de terminar este análisis de la idea de civilización, hay que decir una palabra

acerca de las relaciones que se juegan entre las diferentes esferas de sentidos y de valores

que acabamos de recorrer.

Estas relaciones no son simples. Desde luego, cada una de las esferas en cuestión

manifiesta una cierta autonomía con respecto a las otras, posee su vida propia, se

desenvuelve según un ritmo que le es propio. Es justamente una de las características

fundamentales del valor tener una consistencia propia y presentar un cierto carácter

absoluto: lo propio de todo valor es valer por sí mismo, ser un bien en sí mismo. Si

ulteriormente puede ser utilizado como medio en vista de un fin, es desde luego porque

“vale” en sí mismo. Este carácter de autonomía hace que, al menos en cierta medida, las

diferentes esferas culturales se desenvuelvan independientemente unas de otras. Se puede

ser un excelente médico y no mostrar ningún gusto por las cosas del arte. Einstein es

incrédulo, de Broglie es católico: esto no cambia en nada el valor de su ciencia. Existen

civilizaciones en que la técnica apenas está en sus comienzos, pero donde el sentido moral

y artístico es en extremo refinado. Lo contrario es igualmente verdadero.

Si las diferentes esferas culturales son autónomas, no se presentan sin embargo,

como otros tantos mundos yuxtapuestos e insulares. La autonomía de los valores no

significa que la existencia humana, como existencia abierta a los valores no sea sino una

suma de juicios o comprobaciones del valor sin orden ni vinculaciones. Ello es tanto para el

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valor como para la verdad: los múltiples pasos de la vida “apetitiva” constituyen una unidad

orgánica, manifiestan, en su diversidad, la unidad del hombre como para sí, existente en

vista de sí; es decir, que, simultáneamente, revelan esta unidad y contribuyen a efectuarla y

a desarrollarla. Es por ello que los diferentes pasos de la vida “apetitiva”, por los cuales el

hombre persigue los valores y se realiza con ayuda del mundo, manifiestan igualmente una

cierta independencia los unos con respecto a los otros y tienen necesidad unos de otros para

desarrollarse. Si el arte es esencialmente diferente de la técnica, no obstante le es

indispensable cierta técnica para dar nacimiento a nuevas creaciones artísticas. La

moralidad no depende del progreso de la ciencia y de la industria, pero la ciencia y la

técnica industrial pueden y deben servir a la moralidad: así, un reconocimiento más

auténtico del hombre por el hombre, gracias a una justicia más grande y a una fraternidad

más universal entre los hombres y las naciones, supone una economía floreciente y en

consecuencia una técnica infinitamente desarrollada.

Esta interdependencia mutua de las diferentes esferas de valores es de una

complejidad infinita. Interesa sobre todo señalar que, por el hecho de que debe conciliarse

con la autonomía respectiva de los valores, no trabaja en un sentido único. Un valor

determinado puede jugar a la vez el papel de obstáculo y de instrumento con respecto a otro

valor. Si el progreso de la técnica puede ser puesto al servicio de la moralidad y de la

religión, puede también perjudicar al desarrollo de la vida moral y religiosa. El pauperismo

ha sido considerado siempre como la fuente de numerosos vicios, pero demasiado confort y

una vida demasiado fácil por el progreso del maquinismo, engendran la pereza y ponen en

peligro de entorpecerse a las facultades más específicamente humanas. Cierta técnica es

indispensable –decíamos- a la creación de la obra de arte, pero el artista puede llegar a ser

también esclavo de su técnica. Los libros son necesarios a la vida filosófica, pero todos

sabemos que la abundancia de publicaciones pone en riesgo de muerte a la reflexión

personal y a la filosofía. Estas indicaciones son importantes cuando se trata de estudiar el

encuentro de la fe y de la civilización y de precisar el alcance del axioma: “gratia non

destruit naturam sed eam perficit”.

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4. EL ENCUENTRO DE LA FE Y LA CIVILIZACIÓN

Volvamos ahora al problema que constituye el objeto propio de este último

capítulo. En los modernos –decíamos- está muy extendida la idea de que el cristianismo, al

menos como dogma y como Iglesia, ha tenido su tiempo, de que no está hecho para un

mundo dominado por el sentido de la historicidad y de la autonomía de la investigación. La

fe cristiana, al proponernos una moral revelada e inmutable, nos hace menos aptos para

ejercer nuestra profesión de hombres. De ahí la cuestión: ¿es que la creencia en una

revelación sobrenatural disminuye en nosotros el sentido del hombre y de la historia?

Observemos que el interés de la cuestión no proviene solamente de que ésta es

actualmente una fuente de interminables malentendidos entre los creyentes y los incrédulos,

sino más bien de que representa para el cristiano una tarea positiva, cuya significación y

alcance no puede disminuir impunemente. Hay, en efecto, una vocación terrena del

cristianismo si es verdad que la fe cristiana es una luz para el hombre y confiere su sentido

profundo y final a la vida humana. Un cristianismo desencarnado es un cristianismo

mutilado. Además, cuando el cristiano se ausenta del mundo, este mundo se vuelve

fácilmente un obstáculo para la Iglesia. “El pecado más grande de los cristianos del siglo

XX –ha dicho muy justamente el cardenal Suhard- sería dejar que el mundo se hiciese y se

unificase sin ellos”38.

Pero si la encarnación de la fe cristiana en el mundo actual representa una tarea

importante, es también una tarea difícil y delicada. Ya no estamos en la edad media y un

retorno a la edad media sería una insensatez histórica. La edad media se organiza bajo el

signo de lo que se acostumbra llamar la “Cristiandad”, esto es, la “coordinación sociológica

del poder civil y del poder religioso”39. “Hasta el Renacimiento –escribe M. Pirenne- la

historia intelectual de Europa (y otro tanto se podría decir de la historia social y política) no

es sino un capítulo de la historia de la Iglesia. Hay tan poco conocimiento laico que aun

aquellos que luchan contra la Iglesia están enteramente dominados por ella y no sueñan

                                                                                                                         38  Essor  ou  déclin  de  l’Eglise,  p.  53.  39  J.  VIALATOUX  Y  A.  LATREILLE,  Christianisme  et  laïcité,  en  Esprit,  oct.  De  1949,  p.  522.  

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sino en transformarla”40. El mundo moderno, por el contrario, es un mundo laico, esto es,

un mundo donde lo laico ha tomado conciencia de sí mismo y de la autonomía de su

dominio, en suma, un mundo organizado “bajo el signo de la dualidad”41.

Por ello, hacer la síntesis de lo religioso y lo profano –síntesis que no puede ser

una simple yuxtaposición y menos aún una confusión de los dominios respectivos- es una

obra difícil. Vivir con los ojos fijos en el cielo y mantener vivo el sentido de lo terrestre y

de la historia no es algo simple de realizar. Hay –dijimos más arriba- un modo de recurrir a

lo revelado que constituye una profanación de la revelación porque confunde la ciencia

sagrada con el saber profano y parece hacer de Dios el rival del hombre de ciencia; hay

asimismo una manera de abandonarse a Dios y de pensar en el cielo que haría de la fe una

coartada, invocada vergonzosamente, para evitar las molestias que la edificación de un

mundo mejor, más favorable a la emancipación de las masas, pudiese acarrear con ella.

La confusión de lo profano y de lo religioso, más aún, el abuso de lo religioso

para defender los intereses profanos es, entre las diversas tentaciones que amenazan a la

vida cristiana, la más peligrosa y la más perjudicial. Todo el escándalo de un cierto

conservatismo social, tan frecuentemente denunciado por la Iglesia y del que todos saben el

daño inmenso que ha hecho a la difusión de la fe, viene de ahí.

A la cuestión de saber si la fe sobrenatural es compatible con la libre

investigación del espíritu, no bastará, pues, responder que esta compatibilidad es cierta

porque toda verdad y todo valor vienen en último término de Dios, fuente primera de la

verdad y del bien.

Es evidente que, en el orden ontológico, Dios constituye el fundamento último

de la verdad y del valor. Pero nosotros no estamos en Dios. Hay el orden del quoad se y el

orden del quoad nos. El problema que nos plantea el mundo moderno es ante todo un

problema práctico que nos concierne: se trata de efectuar en nosotros y en nuestro mundo la

síntesis de las verdades y la armonía de los valores.

                                                                                                                         40  H.  PIRENNE,  Histoire  de  l’Europe,  des  invasions  au  XVIe  siècle,  Bruxelles,  1935,  p.  393.  41  G.  THILS,  Mission  du  clergé,  Desclée  De  Brouwer,  1942,  p.  15.  

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En otros términos, esto es válido para la conciliación de la fe con la libre

investigación y para el acuerdo de la ciencia y de la filosofía. Para poner en evidencia la

posibilidad de este acuerdo y más aún para realizar este acuerdo, no basta decir que el saber

científico y la verdad filosófica arraigan finalmente en la unidad de la Verdad divina; es

necesario examinar el contenido interno de la ciencia positiva y de la reflexión filosófica,

determinar el tipo de racionalidad que pertenece a cada una de ellas, y mostrar que una y

otra representan las manifestaciones de un solo y mismo Cogito, no siendo más que los

pasos necesariamente posibles de la intención cognoscitiva originaria que anima a este

Cogito. Lo mismo es con respecto al problema del encuentro de la fe y de la libre

investigación o si se quiere –ya que de esto se trata precisamente en este momento- de la

conjunción en nosotros de lo religioso y lo profano. Para esclarecer y realizar esta

conjunción es preciso sobre todo no perder nunca de vista el contenido y el sentido de los

términos en cuestión, y es por ello que hemos consagrado los parágrafos precedentes al

estudio de estos términos. La síntesis de la fe cristiana y de la civilización, como búsqueda

de los valores, no puede resultar sino de una fidelidad indeclinable a la esencia y al sentido

originario de las cosas. La fe no tiene nada que temer ni de la ciencia, ni de la filosofía, ni

de la civilización en marcha, mientras éstas respeten sus propias fronteras, e inversamente

ni la ciencia, ni la filosofía, ni la civilización tienen nada que temer de la fe, cuando ésta es

ejercida con toda autenticidad y pureza. Como escribía en cierta ocasión Em. Mounier

“Para atravesar esta muralla de malentendidos que ahogan (…) el mensaje cristiano no es

preciso inventar alguna novedad mágica, sino inventar el propio cristianismo, devolver a su

Palabra su desnudez penetrante”42. La síntesis de la fe y de la civilización debe ser el fruto

de un “recomenzar” constante tanto de la fe como de la civilización, esto es, de un retorno

siempre renovado a los principios y las fuentes. Es lo que nos queda por mostrar a partir de

nuestros análisis precedentes.

Hemos mostrado que la distinción de lo profano y de lo religioso –así como la

posibilidad de su unión- forma parte de la estructura misma de la existencia humana. Esta

distinción, que es fundamental para el problema que nos ocupa, es una consecuencia del

hecho de que el hombre existe a modo de un espíritu encarnado, llamado a realizarse en un

mundo, sin que por ello esté limitado a este solo mundo.                                                                                                                          42  Em.  MOUNIER,  L’agonie  du  christianisme,  en  Esprit,  mayo  de  1946,  p.  724.  

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El hombre no se realiza –hemos dicho- sino perfeccionando el universo, sino

proyectando en torno suyo un medio humano, un mundo de civilización y de cultura.

Sin embargo, el hombre no es pura y simplemente ser-en-el-mundo. El mundo

de la civilización y la cultura no es el todo del hombre y no agota todas las posibilidades

contenidas en la abertura existencial que lo define como hombre. La existencia humana

posee también una dimensión religiosa, una posibilidad de abrirse a lo Trascendente: hay –

decía santo Tomás muy justamente- en el seno mismo de la naturaleza humana un deseo de

Dios. Esta esperanza de Dios viene precisamente a ser actualizada y realizada por la gracia

y la fe, de modo sobreeminente, y sobrepasa toda esperanza.

De esto que acabamos de decir hay que sacar dos consecuencias: ellas dirigen el

problema del encuentro de la fe con la civilización.

1) La dimensión religiosa de nuestra existencia no se encuentra propiamente

hablando en la prolongación de su dimensión profana. Hay un mundo de lo profano, porque

al existir, a modo del ser encarnado, debemos, para liberarnos, asociar el mundo a nuestra

liberación, hacérnoslo más próximo y más familiar. Ahora bien, Dios no forma parte de

este mundo, no es tampoco el conjunto de cosas que constituyen el mundo. Dios es el

Trascendente, el Más allá, el absolutamente-Otro. El orden sobrenatural, al cual entramos

por la fe, no suprime esta trascendencia: lo propio de la fe cristiana es precisamente creer

en un Dios trascendente, que en la gratuidad de su misericordia y sin que su trascendencia

le sea de ningún modo disminuida, se constituye Dios-para-nosotros, nuestro fin último, el

último sentido de nuestra existencia. El orden sobrenatural o el orden de la fe –decíamos- es

el orden de Dios-que-se-revela, que se manifiesta, que se comunica a la humanidad

pecadora por el Verbo encarnado y la efusión del Espíritu-Santo. Tal es la razón por la que

la revelación cristiana es por esencia religiosa: viene de Dios y tiene a Dios por objeto. El

misterio cristiano al cual damos nuestra adhesión por la fe, es un misterio religioso: el

misterio mismo de Dios y de su misericordia para el hombre. Ciertamente, este misterio

involucra igualmente al hombre, y la revelación sobrenatural nos proporciona las luces

sobre el hombre: pero esta revelación concierne al hombre en sus relaciones con Dios. Lo

que en su Encíclica Providentissimus decía el Papa León XIII de la Biblia, vale para la

economía entera de la Revelación cristiana: “No fue intención de los escritores sagrados o,

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más exactamente –según las palabras de san Agustín- del Espíritu de Dios que hablaba por

su boca, enseñar a los hombres estas cosas que a nadie deben servir para la salvación, a

saber, la constitución íntima de los seres visibles (intimam adspectabilium rerum

constitutionem)”. Y en el mismo sentido su S. Pío XII decía en su Encíclica Divino Afflante

Spiritu del 30 de septiembre de 1943 “La Sagrada Escritura nos instruye en las cosas

divinas, sirviéndose del lenguaje habitual de los hombres”43.

Ahora bien –como lo hemos mostrado- lo propio de la ciencia y de la civilización

profanas, en tanto que tales, no es orientarnos hacia Dios y conferirnos una comunión con

Dios, sino instalarnos en el mundo y hacernos este mundo más familiar. Por ello, el

progreso de la ciencia y de la civilización jamás podrá satisfacer ni suprimir la necesidad

religiosa, e inversamente, no hay el menor peligro de que la fe religiosa, vivida en toda su

pureza, venga a cambiar la obra de la humanidad en busca de civilización y cultura. Tal fue

la gran ilusión de A. Comte: creer que la ciencia haría un día inútil a la religión, como fue

error de Marx pretender que la organización comunista de la sociedad produciría por sí

misma la desaparición de la necesidad religiosa. La dimensión religiosa de nuestra

existencia no se sitúa en la prolongación de su dimensión profana: no es un epifenómeno ni

una sublimación de ésta: procede de otra intención, de otra fuente y posee una vida propia.

Por esta razón el axioma teológico “gratia non destruit naturam sed eam perficit”

debe ser precisado, so pena de posibles malentendidos. No significa que, en el dominio de

las cosas profanas, el cristiano se encuentre de suyo en una situación privilegiada, o menos

que el incrédulo no pueda ser sino un hombre de ciencia malvado, un médico mezquino, un

infeliz economista. El término “naturaleza” es ambiguo, por el hecho de que la naturaleza

humana, en tanto que está abierta a los valores, presenta una diversidad de posibilidades y

de capacidades.

                                                                                                                         43  Como  se  sabe,  decir  que  “la  Sagrada  Escritura  nos   instruye  en   las  cosas  divinas  sirviéndose  del   lenguaje  habitual   de   los   hombres”   no   significa   que   se   pueda   “restringir   la   inspiración   sólo   a   ciertas   partes   de   la  Sagrada  Escritura”   (Encíclica  Providentissimus  y  Divino  afflante   spiritu).   Esto   sería   caer   en  una   concepción  atomista  de  la  Sagrada  Escritura,  reducir  la  sagrada  obra  a  una  simple  suma  de  proposiciones  yuxtapuestas  e  insulares  y,  en  último   término,  hacer   impensable   la  unidad  de   sentido  que  hace  que  una  obra   literaria   se  presente  como  un  todo  significativo.  Esto  plantea,  ciertamente,  un  problema  difícil  que  incumbe  a  la  ciencia  exegética  y  sobrepasa  el  cuadro  de  este  estudio.  Para  elucidar  este  problema  sería  necesario  previamente  un  estudio  profundo   sobre   la  estructura  de   lo  que   llama  el   “sentido”  de  una   frase  o  de  un   libro   y,   de  un  modo  general,  sobre  la  estructura  de  la  palabra  como  manifestación  e  instrumento  de  la  vida  intencional.  

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Como tal, la fe cristiana no viene a perfeccionar o a iluminar la vida profana del

cristiano: lo hace capaz de Dios y le confiere el amor de Dios y del prójimo. Por ello

mismo, como se mostrará en el instante, sanea, purifica y eleva su vida moral. Es por medio

de la moral cristiana como el cristianismo influye en la historia profana del mundo44.

2) Esta distinción de lo religioso y de lo profano no quiere decir que estemos frente

a dos existencias totalmente separadas, o paralelas, o superpuestas una a otra. En el orden

de la gracia, Dios se constituye en Dios-para-nosotros, nuestro fin último, nuestro supremo

valor, el sentido último de nuestra vida. La fe se presenta por ello como la respuesta no

teórica y abstracta sino existencial y concreta, a la cuestión existencial por excelencia: la

cuestión respecto a la significación última de la existencia, el sentido de la existencia como

totalidad, como interesando al “yo”, la persona. Por tal razón, la vida de fe, ahí mismo

donde nos abre al Trascendente, afecta nuestro yo en la esfera más profunda de existencia,

la más central y la más envolvente, la que los antiguos denominaban “el centro del alma

donde habita Dios”. Consecuentemente, la vida de fe reasume la esfera entera de la

existencia profana e histórica. La asume confiriéndole un nuevo sentido, una nueva

dimensión, y, por consiguiente, sin que venga a debilitar ni el contenido específico de las

esferas profanas preexistentes ni la estructura histórica que en propiedad les pertenece. Esta

síntesis de la fe y de lo profano en el seno de la existencia humana concreta se hace por

medio de la moral cristiana.

La vida de fe –lo habíamos dicho- es propiamente una vida teologal, una

comunión con Dios, que remata en Dios en persona. Pero, esta vida teologal no puede dejar

de engendrar una moral (en términos teológicos: las virtudes teologales de fe, esperanza y

caridad se prolongan necesariamente en las virtudes morales sobrenaturalizadas).

En efecto, para los cristianos el surgir de la subjetividad humana en el seno del

mundo no es –como lo sería para los existencialistas ateos- un “acontecimiento absoluto” u

“ontológico” inexplicable e injustificable45. En la perspectiva cristiana la existencia humana

                                                                                                                         44  Como  ha  sido  mostrado  más  arriba  (p.  239),  esto  no  quiere  decir  que  fuera  del  cristianismo  o  sin  la  fe  en  Dios,  no  pueda  haber  moralidad,  sino  que  la  fe  cristiana,  al  introducir  una  concepción  elevada  en  extremo  de  la   persona,   engendra   una   moral   y   no   puede   dejar   de   influir   en   la   historia   del   mundo   en   un   sentido  espiritualista  y  personalista.  45  J.  P.  SARTRE,  L’Etre  et  le  Néant,  p.  121.  

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se encuentra justificada hasta en su raíz más profunda, posee un sentido radical e

ineluctable, sentido que no viene de nosotros sino que Dios le confiere: a saber, que Dios

nos ama. La tarea del cristiano –porque la fe es una adhesión personal a Dios y a su amor

para el hombre- es asumir libremente este sentido último de su vida, de realizarla en su

conducta diaria, de promoverla para sí y para los otros. En otras palabras, la fe cristiana,

para ser auténtica y vivida, debe desarrollarse en una moral. Al ser constituido hijo de Dios,

el cristiano debe vivir como hijo de Dios, debe entrar en las intenciones de Dios sobre la

humanidad, amar a Dios por encima de todas las cosas y amar a su prójimo con el amor de

Dios y a imitación de Dios, es decir, sin excepción de nadie. “Tú serás perfecto como tu

Padre celestial es perfecto”, y el Padre “hace salir el sol sobre los buenos y los malos y

descender la lluvia sobre los justos y los injustos” (Mt., V, 48, 45). En suma, el cristianismo

no es solamente un mensaje de salvación sobrenatural, sino también una moral; esta moral

es en su principio una moral del amor, en el sentido más elevado del término.

Siendo una moral del amor, el cristianismo es una moral de la persona,

concentrada por entero sobre una concepción infinitamente elevada del hombre. En la

perspectiva del mensaje evangélico, la dignidad de la persona humana recibe un esplendor

sin precedente en la historia de las civilizaciones. A los ojos del cristiano, la grandeza del

hombre viene de que Dios lo ama y de que su vida posee un sentido ante Dios. Lejos de

disminuir la originalidad y la unicidad de la persona humana, la fe cristiana le da su

coronamiento final, ya que nos llama a una comunión personal e indefectible con un Dios

personal y eterno. Ahí reside la superioridad del cristianismo sobre las ideologías ateas,

que, dígase lo que se diga, no dejan de ser un peligro para el humanismo. Porque si Dios no

existe y si el hombre no es hecho por Dios, ¿qué llega a ser finalmente el hombre? Una

porción del universo, un momento efímero de la evolución cósmica, un puñado de

electrones que la muerte viene a disolver. De ahí a tratar al hombre como un simple

agregado de electrones, como una cosa entre las cosas, no hay más que un paso, aunque

este paso no deba necesariamente efectuarse y aunque muchos tengan demasiado sentido de

la dignidad humana para efectuarlo jamás. “Si Dios no existe –escribe Dostoievski- todo

está permitido”. La advertencia del cardenal Saliège: “las doctrinas materialistas

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desarrollan el sentido de la fuerza, de la violencia (…). La incredulidad termina por hacer

feroz al hombre”, no es desgraciadamente sino una gran verdad46.

Ciertamente, la moral cristiana es una moral revelada, que arraiga en el dogma

cristiano. Pero se interpretaría muy mal la “Revelación cristiana” y el “dogma cristiano”, si

de ahí se concluyese que es una moral “cerrada”, estática y opuesta al progreso. El término

“dogma” no es sinónimo de “dogmatismo”, significa en último término el misterio mismo

del amor de Dios para el hombre. “La moral cuya necesidad y apetito comprueba (el

hombre moderno), es una moral de vida”, escribe M. Lambilliotte en el texto citado más

arriba47. La moral cristiana es eminentemente una moral de vida, ya que hunde sus raíces en

la comunión del hombre con Dios que la gracia y la fe nos confieren, y ya que es, en su

principio interno, una moral del amor: “amarás a tu prójimo como a ti mismo”. Ahora bien,

¿hay un principio ético más dinámico, más inventivo, más creador que el amor? Por la

misma razón la moral cristiana no es de ninguna manera una moral negativa, hecha

únicamente de prohibiciones. Una vez más, ¿hay algo menos negativo que el amor? La

ética cristiana de la justicia, por ejemplo, no se reduce al simple “no robarás”, implica la

obligación de mejorar sin cesar el régimen de la propiedad, de recrearla en caso de

necesidad, de adaptarla constantemente a la evolución de la vida económica y cultural del

mundo. La moral cristiana bien comprendida no tiene, pues, nada que ver con un código de

reglas fijas, que bastaría aplicar desde fuera como el etalón del físico o del geómetra. Ella

está constituida por un conjunto ordenado de juicios de valor, con el reconocimiento de la

dignidad inalienable de la persona humana en el centro. Como todo juicio de valor concreto

y eficaz, la vida moral del cristiano representa una actitud de alma dinámica, o, para hablar

con los antiguos, un conjunto orgánico de “virtudes”, inspiradoras de la acción y creadoras

de las formas concretas que la conducta tomará de acuerdo con la situación hic et nunc del

hombre en el mundo. Al ser una moral de las virtudes, se puede decir que la ética cristiana,

más que cualquiera otra ética, es esencialmente invención, creación, elección48.

                                                                                                                         46  Card.  SALIEGE,  Menus  propos,  IV,  pp.  26  y  27.  47  Cfr  más  arriba,  p.  213,  n.  14.  48   Vease   A.  WYLLEMAN,   L’Elaboration   des   valeurs  morales,   en  Revue   Philosophique   de   Louvain,  mayo   de  1950,  pp.  239-­‐246.  

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Pero esta elección moral no es una elección arbitraria y vacía; es una elección

“virtuosa”, esto es, animada, orientada y consecuentemente normada por las virtudes. Hay

en el principio y en el seno de la elección moral cristiana un núcleo estable e inmutable: a

saber, el reconocimiento constante y eficaz de la eminente dignidad de toda persona

humana, considerada no sólo como fin-en-sí, sino como hijo de Dios, amado por Dios y

llamado a poseer a Dios. El cristianismo exige de los cristianos que este reconocimiento

eficaz, esta preocupación constante y operante de la persona y de todo lo que es necesario

al florecimiento de la persona, sea el alma misma de su vida, la inspiración inagotable de

sus actos, la regla de su comportamiento dondequiera y siempre. De ahí que el carácter de

universalidad y de inmutabilidad de los grandes principios de la moral cristiana,

expresados ya en el Decálogo. Sin embargo, sería ridículo pretender que la presencia, en el

seno de la ética cristiana, de principios universales y transtemporales hace del cristianismo

una moral perezosa y cerrada, no dejando lugar alguno para la invención y la elección. Los

principios universales de la moral no son más que la expresión, sobre el plan del

pensamiento objetivado, de la universalidad, de la constancia y de la intransigencia del

amor cristiano: éste es, en último término, el alma y el poder normativo de la vida cristiana,

su exigencia fundamental, su orientación inicial, constante y final, en una palabra, su

sentido. Una vez más, este sentido no es inventado propiamente por el cristiano, ya que

este sentido viene de Dios y de las intenciones de Dios sobre el hombre. La tarea del

cristiano es asumir este sentido libremente, encarnarlo en su conducta concreta,

promoverlo dondequiera y siempre, en una palabra, para hablar con los modernos,

“reinventarlo” sin cesar hic et nunc, a fin de instaurar, en la medida de lo posible, el reino

de la caridad en el mundo.

Para mostrar la pretendida superioridad de la moral existencialista (que él

considera como una moral de elección y de invención) sobre la moral cristiana (que sería,

como todas las demás morales, una moral cerrada, “inscrita” o “a priori”), M. Sartre, en un

pasaje muy célebre, cita el caso de uno de sus alumnos que vino a visitarlo durante la

guerra para pedirle consejo49. “Este joven –escribe- ahí en ese momento tenía que elegir

entre partir a Inglaterra y enrolarse en las Fuerzas Francesas Libres (…) o permanecer junto

a su madre, y ayudarla a vivir”. “No tenía sino una respuesta que dar –nos declara M.                                                                                                                          49  J.  P.  SARTRE,  L’Existentialisme  est  un  humanisme,  pp.  39-­‐47,  col.  pp.  77-­‐78.  

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Sartre-: tú eres libre, elige, esto es, inventa. Ninguna moral general te puede indicar lo que

hay que hacer”50. Es preciso decirlo, este ejemplo no prueba absolutamente nada y no es

sino polvo en los ojos. En efecto, el moralista católico no habría respondido de otra manera.

“Partir para Inglaterra –habría dicho- es un acto bueno y virtuoso, permanecer junto a tu

madre y ayudarla a vivir lo es igualmente. A ti te toca elegir con plena responsabilidad y

actuar sabiendo lo que haces y por qué lo haces”. “Ama, et fac quod vis” decía San Agustín.

Pero, M. Sartre olvida añadir que hay una tercera posibilidad para el joven en cuestión: a

saber, pasarse al enemigo, traicionar a su país, denunciar a sus compatriotas para tener

dinero y llevar una vida fácil y egoísta. Sobre este punto, el moralista católico habría dicho

–y probablemente M. Sartre no habría hablado de otro modo- que esta tercera posibilidad

era ilícita, que ella constituía un acto malo. Si la conducta moral procede de una elección,

esta elección no es arbitraria y vacía, es una elección orientada por valores y sobre un fondo

de valores. Entre estos valores hay sobre todo uno que nosotros no inventamos en manera

alguna: la dignidad inalienable de la persona, el sentido último de la existencia humana

como persona, como totalidad. Ella representa, sobre el terreno de la vida práctica, el

indubitable primero, el dato significativo originario, el principio de las significaciones

particulares.

Es por medio de la moral cristiana, más exactamente de la fidelidad de los

cristianos a la moral de Cristo, que el cristianismo está llamado a entrar en la historia

profana del mundo y que puede llegar a ser factor histórico de incalculable valor para el

humanismo de todos los tiempos.

El cristianismo, como comunidad viviente de creyentes, no es sólo un

instrumento entre las manos invisibles de Dios en vista de la salvación del mundo, en el

sentido sobrenatural de este término. Es también un humanismo, esto es, un modo original,

intensamente espiritual y personalista, no sólo de concebir la existencia humana, sino de

asumirla, de ejercerla, de promoverla para sí y para los otros. En este sentido, un

cristianismo joven y vigoroso representa en el mundo una fuerza espiritual de un alcance

incalculable, capaz de influenciar y de orientar la marcha de la historia en un sentido

altamente humanista y personalista. Ahora bien, es necesario decirlo, el mundo actual

                                                                                                                         50  Ibidem,  pp.  40  y  47.  

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reclama una fuerza de este orden. Como nunca, nuestro mundo, dominado por la técnica y

llamado a realizar la obra inmensa de la emancipación de las masas, tiene necesidad de este

“suplemento de alma”, de que hablaba Bergson en Les deux Sources51. El cristianismo

puede ser este suplemento de alma en el mundo de nuestros días. Ello supone

evidentemente que el cristiano no toma su fe en el más allá como una coartada que le

dispensaría de trabajar aquí abajo en la edificación de un mundo mejor, más digno del

hombre. Ello supone en seguida que el cristiano no tiene que considerar su bautismo y el

conocimiento del catecismo como un diploma de capacidad que lo descargaría del deber de

buscar la verdad en común.

ààà

A la cuestión planteada más arriba: ¿Es verdad que la fe en Dios mata el sentido

del hombre y de la historia? ¿Es verdad que la conciencia metafísica y moral muere al

contacto de lo absoluto? es necesario responder: en principio, no; en cuanto a de hecho, ello

dependerá de nosotros. Si nuestro recurso al absoluto es veraz, si nuestra fe es

verdaderamente vida teologal, abertura a Dios y, a través de Dios, abertura al hombre en la

caridad, el cristianismo no puede dejar de florecer en un humanismo verdadero y saludable.

No es que el cristianismo sea en principio y principalmente un humanismo, pero también lo

es.

                                                                                                                         51  H.  BERGSON,  Les  deux  Sources  de  la  Moral  et  de  la  Religion,  Paris,  Alcan,  1932,  p.  335.  

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CONCLUSIÓN

NECESIDAD DE DIÁLOGO

En el momento de poner término a este largo diálogo con el pensamiento

contemporáneo, no podemos quitarnos la impresión de haber más bien esbozado una

introducción al diálogo. En efecto, estamos lejos de haber agotado todos los problemas

planteados en el curso de esta páginas; además, nos hemos limitado únicamente al terreno

de la filosofía, cuando que, para ser completa, la confrontación de la fe cristiana y el

pensamiento contemporáneo debería ser extendida a dominios como la moral, el

pensamiento social, la filosofía de la religión, aún la teología.

Entre las conclusiones que se derivan de nuestro estudio, hay una sobre la cual

quisiéramos insistir finalmente: a saber, la utilidad misma del diálogo. Hemos señalado esta

utilidad al principio de nuestra obra a propósito del texto de la Encíclica Humani generis en

la que S. S. Pío XII recuerda a los teólogos y a los filósofos católicos que “no tienen

derecho de ignorar o de olvidar” las doctrinas contemporáneas; más bien –añade el Papa-

“tienen obligación de poseer un conocimiento profundo de ellas” [9]. La continuación del

pasaje que acabamos de citar expone las razones de esta obligación. Para quien quiere

examinarlas con cuidado, representan otras tantas maneras de proclamar la necesidad del

diálogo.

Ya desde el principio, nos dice el Santo Padre, “no se curan bien los enfermos si

no se les conoce bien” [9]. Que nuestro mundo está enfermo, no es el cristiano el único en

afirmarlo, pero él está convencido de que el mal es más radical de lo que algunos piensan.

El cristiano cree que si la sociedad moderna está enferma, es ante todo porque el hombre

está enfermo, porque el respeto a la persona humana ha disminuido y, en último término,

porque el sentido de Dios y del amor de Dios han disminuido. El evangelio de Cristo –

decíamos más arriba- no es sólo un mensaje de salvación sobrenatural; siendo por

excelencia el evangelio del amor, representa asimismo una fuerza histórica de orden

espiritual y moral, capaz de sanear la vida terrena del hombre, de introducir más justicia y

caridad en las relaciones interhumanas, de favorecer así la eclosión de un orden más

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humano, y de un modo general, de impregnar la civilización humana de una concepción en

extremo elevada de la persona.

Pero sean cuales fueren las dimensiones y las causas del mal que padece el

mundo, una cosa es cierta: la tarea de todo hombre aquí-abajo y del cristiano en particular

es combatir el mal bajo todas sus formas, curar las enfermedades, todas las enfermedades,

las del alma y las del cuerpo, en una palabra, considerar a todos los que sufren como “su

prójimo”, inclinarse sobre ellos para curar sus heridas. Pero, como dice la Encíclica, para

curar bien a los enfermos es preciso desde luego conocerlos: es necesario establecer la

naturaleza del mal y descubrir sus causas, es necesario también reconocer las fuerzas sanas

que aún están presentes y sin las cuales los mejores remedios serían ineficaces. Es decir

que, para ser fecundo, el apostolado cristiano actual deberá desplegar un esfuerzo constante

y sincero a fin de comprender siempre mejor el mundo de nuestros días: si denuncia las

faltas, las deficiencias y los errores de nuestro tiempo, debe también reconocer sus

grandezas, sus méritos y sus verdades, sin lo cual arriesga no tener parte alguna en él. Esto

es tanto más importante de señalar cuanto que el cristianismo no es una verdad al lado de

las otras, ni un valor que se superpone a los demás, sino que se presenta como una síntesis

de las verdades y de los valores, hecha desde el punto de vista de la verdad última y del

sentido último de las cosas. De ahí se sigue que un cristianismo que se mostrase incapaz de

efectuar la síntesis de la fe con las verdades parciales y los valores auténticos que encuentra

en el mundo al cual se dirige, estaría desde luego destinado al fracaso. De donde –como lo

hemos mostrado más arriba- la importancia de una filosofía y a fortiori de una teología

vivientes y actuales, que tomen en cuenta las aspiraciones del mundo moderno y que hablen

el lenguaje de nuestro tiempo.

Esta síntesis teológica, nacida del diálogo de la fe con el mundo, no es sólo

importante para el apostolado cristiano junto a los incrédulos, sino también para el

florecimiento y el progreso de la fe en el seno de la Iglesia. Esto es lo que la Encíclica

insinúa: “aún en las doctrinas falsas un elemento de verdad puede estar oculto” que el

cristiano no puede desconocer u olvidar impunemente [9]. A los ojos del cristiano toda

verdad es preciosa, por mínima que sea, cualquiera que sea su objeto de procedencia. Lo

propio de la fe cristiana es, en efecto, creer en la unidad de la verdad y de la razón. Mas si

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la verdad es una y si esta unidad no es la de una suma, se sigue que todas las verdades se

esclarecen unas a otras. Seguramente la revelación sobrenatural nos abre al Trascendente,

nos devela el misterio de Dios y de su amor redentor y, en este sentido, no está en la

prolongación de las ciencias positivas y de los valores culturales profanos; pero –como lo

hemos desarrollado en nuestro último capítulo- sería un error concluir de ahí que el misterio

cristiano constituye un universo aparte, sin ninguna vinculación con el mundo de lo

profano. El misterio de la fe envuelve al hombre y a la humanidad, puesto que implica una

economía de redención para cada hombre en particular y para la humanidad en general. De

ahí la importancia inmensa para la teología, no sólo de una inteligencia más profana de la

Biblia y de los Padres, sino también de un mejor conocimiento del hombre, de su naturaleza

y de su estructura, de su pasado histórico y prehistórico, de sus posibilidades y de sus

aspiraciones, de su vida psíquica y de sus cimientos biológicos y de su psiquismo. Las

verdades que a primera vista parecen extrañas a la fe, pueden, en un momento dado,

presentar un interés considerable para la elaboración de la síntesis teológica. Así, el Papa

León XIII decía a propósito de la historia eclesiástica: “El historiador de la Iglesia será

tanto más fuerte para hacer resaltar su origen divino cuanto más leal sea a no disimular

nada de las pruebas que las faltas de sus hijos y algunas veces aun de sus ministros han

hecho sufrir a esta esposa de Cristo”52. Otro tanto se podría decir de la historia del pueblo

judío bajo el Antiguo Testamento y, de una manera general, de todas las ramas del saber

humano. La prehistoria, por ejemplo, al revelarnos un mundo humano cuyas dimensiones

sobrepasan más y más las imaginaciones más audaces, no deja de suscitar la reflexión del

teólogo y debe conducir en último término a una visión más grandiosa y más justa del amor

misericordioso de Dios para la humanidad pecadora. Lo mismo es con respecto a la

psicología moderna: al develarnos los lazos misteriosos que vinculan la vida consciente del

hombre con sus cimientos instintivos, plantea ciertamente grandes y difíciles problemas

para el filósofo y el teólogo, pero no podrá dejar a fin de cuentas de aportar luces preciosas

para el tratado de la gracia, de la libertad y del pecado. Porque la verdad es una, la teología

está obligada a mostrarse leal y acogedora para todos los progresos del saber humano, para

todas las parcelas de verdad que encuentra en su camino, aun cuando casualmente estas se

presenten mezcladas con errores.

                                                                                                                         52  Lettre  aux  évêques  et  au  clergé  de  France,  8  sep.  de  1899  (Acta  Leonis  XIII,  Desclée,  t.  VII,  p.  295).  

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Por otra parte, el error también tiene un papel que jugar en el descubrimiento de

la verdad. Pensando en los tanteos múltiples y penosos gracias a los cuales el saber humano

progresa, decía el Papa León XIII que “es necesario dejar a los sabios el tiempo de pensar y

de errar”53. Pero hay más, el error, más aún que la ignorancia, incita a la reflexión y, como

dice la Encíclica Humani generis, “las doctrinas falsas provocan al espíritu a escrutar y a

pesar más atentamente ciertas verdades filosóficas y teológicas” [9]. Ciertamente, no es

fácil de definir con precisión el papel que el error y la no-verdad juegan en el develamiento

de lo verdadero, y debemos reconocer a algunos de nuestros contemporáneos, como

Heidegger y Jaspers el haber abordado este problema de un modo más metódico que el que

se había seguido hasta el presente. Sea de ello lo que fuere, una cosa parece cierta: no es el

error como tal el que hace avanzar el saber, sino su vinculación con la verdad que encubre

develándola en cierta forma, un poco como la oquedad de una imagen nos remite hacia su

relieve. Esta vinculación del error con la verdad puede revestir formas múltiples. La más

importante es la que Jaspers denomina “la inversión” de la verdad en su contrario. Consiste

en que una verdad, entrevista en principio con una gran perspicacia, “se invierte” en no-

verdad y en error54, por el hecho de que llega, por la fuerza misma de su prestigio, a

eclipsar toda otra verdad y a jugar de cierto modo al dictador. El error en filosofía viene

frecuentemente de ahí: una verdad parcial se ve erigida en verdad central y envolvente, y lo

que no es en realidad sino un aspecto del ser toma el papel de primer principio, de

trascendental supremo. Es lo que explica que ciertos sistemas filosóficos superados después

de largo tiempo, como por ejemplo el realismo platónico de las ideas, el racionalismo

intelectualista de Descartes y de Spinoza, el criticismo kantiano, tengan aún actualidad para

nosotros.

He ahí otras tantas razones para que el cristiano preocupado de su fe jamás

rompa el diálogo con sus contemporáneos. Estas razones válidas ya en la época de San

Justino, valen especialmente para nuestro tiempo.

En efecto, una de las características generales de nuestro tiempo es la unificación

de nuestro planeta. La técnica moderna ha suprimido las distancias geográficas y culturales.

                                                                                                                         53  Palabra  citada  por  Mgr  KEPPLER,  Vraie  et  fausse  réforme,  Trad.  Ch.  BEGUE,  Fribourg,  1903,  p.  31.  54  Cfr.  más  arriba,  p.  45.  

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El choque cotidiano de las más diversas opiniones y convicciones, de trabajadores y

pensadores de todos los rumbos constituye un signo de nuestra civilización. Por lo que la

situación del hombre moderno difiere mucho de la de sus ancestros. Viviendo en una

sociedad cerrada y homogénea, el cristiano de la edad media no tenía prácticamente ningún

contacto con la incredulidad. El mundo moderno, por el contrario, más aún que en los

tiempos de San Pablo, es un mundo abierto “a todo viento de doctrina” (Eph., IV, 14).

Se sigue de ahí que el hombre moderno –precisamente porque está menos

sostenido por su medio- posee una conciencia más viva que nunca de la complejidad de la

verdad y de los problemas. Para el que jamás ha salido de su medio todo parece simple y

lógico: su vida de conciencia, comprendidas aquí sus concepciones religiosas, está

dominada por la categoría del “todo natural”. En la edad media la fe cristiana era

considerada como la cosa más natural del mundo, era necesario ser un original y tener un

temperamento de revolucionario para no creer como todo el mundo. Para el hombre

moderno la comprobación angustiosa del desacuerdo de los hombres en lo que concierne a

los grandes problemas de la existencia, forma ya parte integrante de su situación concreta y

diaria. Por ello ha llegado a ser tan exigente en materia de religión. Una creencia o una

práctica religiosa de las que no comprende la significación y el alcance lo deja insensible.

El creyente del siglo XX, viéndose obligado a profesar su fe en medio de un mundo donde

la incredulidad parece ganar cada día más terreno, quiere saber lo que cree y por qué cree.

Y aun el propio incrédulo moderno no tiene estimación sino para una fe religiosa

consciente y vivida, asumida por el creyente con plena libertad y conocimiento de causa.

En otros términos, uno de los rasgos más característicos del espíritu moderno es una

necesidad muy viva de sinceridad y de lealtad hacia sí mismo y hacia los demás. Como lo

nota el P. Congar en su notable obra Vraie et fausse réforme dans l’Eglise, hay en el

corazón del hombre moderno una “voluntad de actitudes verdaderas”, es decir, una

voluntad de palabras y de actitudes que, emergiendo de la rutina de las costumbres

anónimas, sean la expresión fiel y espontánea de lo que el hombre piensa y cree interior y

personalmente. Ciertamente, esta “voluntad de actitudes verdaderas, que verdaderamente

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responden a lo que pretenden significar (…) ha sido siempre una exigencia del carácter

cristiano, pero es una necesidad irreprimible de la sinceridad moderna”55.

La misión del intelectual cristiano, en particular del filósofo y del teólogo

católicos, es ir a la cabeza de esta exigencia de sinceridad que caracteriza a nuestro mundo,

aportando el testimonio viviente de una fe conscientemente asumida y abierta a todos los

problemas de nuestro tiempo. Ciertamente esta fe implicará una adhesión sincera a los

dogmas en el sentido religioso del término, pero tendrá que saber desembarazarse de toda

apariencia de dogmatismo. Es evidente que para cumplir esta misión el intelectual estará

obligado a vivir en continuo contacto con el mundo. Deberá hacerse “dondequiera presente

en la punta del combate de la inteligencia” y habituarse a “considerar los problemas del

hombre y de la naturaleza en las nuevas dimensiones en que ya se plantean”56. Si no

estuviese preparado para entrar lealmente en el modo de ver del incrédulo y para tomar en

serio las dificultades que éste cree deber formular contra la fe, haría un daño inmenso a la

causa de la fe, porque daría la impresión de que la creencia cristiana es una actitud

dogmática, inconciliable con el respeto a la complejidad de los problemas y con la

necesidad de sinceridad que son el signo del espíritu moderno. De ahí la importancia para

nuestro tiempo de un diálogo llevado con toda sinceridad y lealtad. Es en el choque de las

ideas donde el pensamiento humano pasa de la conciencia irreflexiva, anónima y

dogmática, a la conciencia reflexiva, personal y libre y donde en último término la verdad

misma recupera su luz y su poder persuasivo.

                                                                                                                         55  Ives  M.  J.  CONGAR,  Vraie  et  fausse  réforme  dans  l’Eglise,  Paris,  Les  édit.  du  Cerf,  1950,  p.  50.  56  Message  de  S.  S.  Pío  XIII  al  XXI  Congreso  de  Pax  Romana,  celebrado  en  Amsterdam  del  19  al  27  de  agosto  de  1950.  

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TABLA DE MATERIAS  

 

INTRODUCCIÓN ................................................................................................................. 1

CAPÍTULO I. Consideraciones generales sobre el sentido de la Encíclica “Humani generis”

................................................................................................................................................ 4

CAPÍTULO II. La historicidad de la existencia humana y el relativismo contemporáneo.. 13

1. Historicidad y humanismo ........................................................................ 13

2. El tema de la historicidad en la filosofía contemporánea. ....................... 18

3. Reflexiones críticas: historicidad y relativismo ........................................ 32

CAPÍTULO III. Lo irracional y la razón en el pensamiento contemporáneo ...................... 50

1. La situación histórica de la filosofía contemporánea ................................ 53

2. El proceso del racionalismo ...................................................................... 62

3. Superación positiva del racionalismo: la existencia y su vinculación con el

Trascendente  ..........................................................................................................  70

4. Reflexiones críticas  ..........................................................................................  88  

CAPÍTULO IV. El problema del tomismo ........................................................................... 96

1. Posición del problema .............................................................................. 96

2. Los méritos y las lagunas de la fenomenología ...................................... 111

3. La actualidad del tomismo ..................................................................... 131

CAPÍTULO V. Vida de fe e investigación del espíritu ...................................................... 157

1. Historia del problema ............................................................................ 158

2. Lo sobrenatural y la fe .......................................................................... 165

3. Sentido y estructura de la civilización .................................................. 173

4. El encuentro de la fe y de la civilización .............................................. 186

CONCLUSIÓN. Necesidad de diálogo .............................................................................. 197