descola - mas alla de naturaleza y cultura

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Cet ouvrage, puhlié dans le cadre du Programme d'Ai de a la Pu- blication Vi ctoria Ocampo, bénéficie du sou tien de 1'1ns ti tut Franc,:ais, opérateur du Minist1he Fran<;ais des Affahes Ét ran- geres et E uropéennes, du Ministere de la Cult ure et de la Communication et du Service de Coopération et d'Action Cul- tu:relle de l'Ambassade de Fr ance en Argentine . Esta obra, publicada en el marco del Programa de Ayuda a la Publicación Victoria Ocampo, cuenta con el apoyo del l11stituto Francés , operador del1vlinisterio Francés de Asuntos Extranje- ros y Etuopeos, del Ministerio F ra ncés de la Cultura y de la Co- municación y del Servicio de Cooperación y de Acción Cultural de la Embajada de Francia en Argentina . Más allá de naturaleza y cultura 1 )hilippe Descola A morrortu editores II 11Pnos Aires- Madrid

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Page 1: Descola - Mas Alla de Naturaleza y Cultura

Cet ouvrage, puhlié dans le cadre du Programme d'Aide a la Pu­blication Victoria Ocampo, bénéficie du soutien de 1'1 ns tit ut Franc,:ais, opérateur du Minist1he Fran<;ais des Affahes Étran­geres et Européennes, du Ministere Fran~;ais de la Culture et de la Communication et du Service de Coopération et d'Action Cul­t u:relle de l'Ambassade de France en Argentine.

Esta obra , publicada en el marco del Programa de Ayuda a la Publicación Victoria Ocampo, cuenta con el apoyo del l11stituto Francés, operador del1vlinisterio Francés de Asuntos Extranje­ros y Etuopeos, del Ministerio Francés de la Cultura y de la Co­municación y del Servicio de Cooperación y de Acción Cultural de la Embajada de Francia en Argentina.

Más allá de naturaleza y cultura

1 )hilippe Descola

A morrortu editores II11Pnos Aires- Madrid

Page 2: Descola - Mas Alla de Naturaleza y Cultura

Biblioteca do antropologla Par-dele n.attml ct culture, PhiUppe Descola e Éditions Oallimard, 2005 Traducción: Horacio Pons

e Todos loa derechos de la ed1ción en castellano reservados por Amorrortu ed.Jtorea Espai\a S.L .. C/López de Hoyos 15, 3° izqu1erda . 28006 Madrid Amorrortu edttorea S.A .. Paraguay 1225, 7" piso- C1057AAS Buenos Airea

www.amorrortueditorea.com

La reproducctón total o parctal de este libro en forma idéntica o modúi­cada por cualquier medio mecánico, electrónico o informático, incluyen· do fotocopia, grabactón, digitalización o cualquier sistema de almacena­miento y recuperación de información, no autorizada por l.os ed1tores, viola derechos reservados.

Queda hecho el depósito que previene la ley n° 11.723

Lndustrla argentina. Made in Argentina

ISBN 978-950-518-350·0 ISBN 978-2-07-077263·6, Paria, edición original

Descola , Philippo Más alié de natura leza y cultura.· 1" ed.- Buenos Aires :

Amorrortu, 2012. 624 p. ; 23xl4 cm.· (Antropología)

Traducct6n de: Horacio Pons

ISDN 978·960·518·350·0

l. Ant.ropologia. l. Pone, Horacio. trad. II. Titulo. CDD 301

lmprcso en los Talleres Gráficos Color Efe. Paso 192, Avellaneda, pro­vincia de Buenos Airee, en mano de 2012.

Tirada de esta edición: 2.500 ejemplares.

Para Léonore y Emmanuel.

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lwlu·p general

1(, l'11 lnbrns preliminares

M 1 l't•tmcra parte. La naturaleza en trompe l'ceil

1rt l•'if{uras de lo continuo

tUl '! Lo snlvaje y lo doméstico

1111 I•!Hpncios nónuHias 1 1 1•!1 huorto y La selva M 1 1•:1 t~urnpo y el arrozal "" \IJN" y sil va 11 1 1•~ 1 pus lor y el cazador 1111 I'IIIIIUje romano, bosque h erciniano, naturaleza

IHmti nlica

111~' :1 La gran división

111~ l.u nutonomia del paisaje 1 1! 1 Ln 11 u Lonomía de la physís 11 1 Ln rtuLonomía de la Creación 11 7 Lu nulonornía de la Naturaleza 1'''1 ( ,¡ , uutonomía de la Cultura 111 f,u nulonomía del dualismo 1 111 l,n nutononúa de los mundos

1 Ir, Segunda parte. Estructw·as de la experiencia

1 1 f 11. Los esquemas de la práctica

1 111 l•:1-1 tmctura y relación 1 n7 l~ l sobcr de lo .familiar 111' f•!s¡qucmatismos 111 Diferenciación, estabilización, analogías

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177 5. Relación con uno mismo, relación con el otro 17R Colootjvos híbridos diferentes y complementarios

177 Modos de identificación y modos de relación .ltl l Un colectivo mixto, incluyente y jerarquizado

181 El otro es un ~~yo>> (je] •IUH 12. Metafísicas de las costumbres

liO Un yo invasor 197 Tercera parte. Las disposicione s del s er 1111 Ln caña pensante

¡ :¿~ Rcpt·esentar lo colectivo 199 6. El animismo restaurado ltll La firma de las cosas

200 Formas y comportamientos 208 Los avatares de la metamorfosis 1•1:1 Q uinta parte. Ecología de las relaciones 213 Animismo y perspectivismo

221 7. Del totemismo como ontología l•ló 13 . Las formas del apego

224 El Sueño l •l7 Dar, tomar, intercambiar

226 Inventario australiano IBl P.roducir, proteger, transmitir

236 Semántica de las taxonomías 246 Variedades de híbridos ·IH~ 14 . El comercio de las almas 251 Retorno a los tótems algonquinos

1M Depredadores y presas

260 8. Las certezas del naturalismo ·1110 La simetría de los obligados h ll11 El 11entre-nos» del compartir

263 ¿Una hwnanidad irreductible'? tll ¡j El ethos de los colectivos 270 ¿Culturas y lenguas animales? 278 ¿Un hombre sin espíritu? h2:l 15. Historias de estructuras 287 ¿Derechos de la naturaleza?

fí2·1 Del Hombre-Caribú al Señor-Toro

301 9. Los vértigos de la analogía rtflf) Caza, amansamiento, domesticación M l Génesis del cambio

302 La cadena del ser 309 Una ont~logía mexicana Mi7 Epílogo. El registro de las posibilidades 330 Ecos de Africa 336 Apareamientos, jerarquía, sacrificio rí77 Agradecimientos

344 10. Términos, relaciones, categorias fí7!) Referencias bibliográficas

348 Englobamientos y simetrías 354 Diferencias, semejanzas, clasificaciones (107 Índice de nombres

Cuarta parte. Los usos del mundo 01 1 Índice analítico

361

363 11. La institución de los colectivos

364 A cada especie su colectivo 375 Naturaleza asocial y sociedades excluyentes

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Palabras preliminares

11Quien examine con detenimiento lo que vemos de ordina­rio en los animales que viven entre nosotros, ha de tener mo­tivos para encontrar en ello efectos tan admirables como los t¡ue es posible recoger en países y siglos remotos. Una misma natmaleza sigue su curso en todo>).

MtCHEL DE MONTAIONE, Apología de Rainumdo Sabu.nde

No estamos tan lejos de los tiempos en que podíamos cluleitarnos con las curiosidades del mundo sin disociar la c•nl'Jeñanza extraída de la observación de los animales de In que proponían las costumbres de la Antigüedad o los usos de comarcas lejanas. Una <<misma naturaleza» reina­hn si n rival y distribuía con equidad entre los humanos y Jos no-humanos la abundancia de las destrezas técnicas, los hábitos de vida y las maneras de razonar. Entre los cloctos, al menos, esa época llegó a su fin algunos decenios después de la muerte de Mont aigne, cuando la naturaleza (1Pj6 de ser una disposición unificadora de las cosas más (lispares para convertirse en un dominio de objetos gober­tludo por leyes autónomas, contra cuyo telón de fondo la n rbitrariedad de las actividades humanas podía desple­ltllr s u seductor tornasol. Acababa de nacer una nueva cosmología, prodigiosa invención colectiva que ofreció un mnrco sin precedentes al desarrollo del pensamiento cien-1 ífico, y cuyos custodios un poco impertinentes continua­mos siendo en estos comienzos del siglo XXI. Entre los nnstos de esa simplificación figura uno que fue ignorado tanto 111 Ús fácilmente cuanto que su débito no se imputa en nues­t,l·a cuenta: al mismo tiempo que los modernos descu­hría n la perewsa inclinación de los pueblos bárbaros y sal­vojés a juzgarlo todo conforme a sus propias normas, esca-

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moteaban ol etnocentrismo que los caracterizaba detrás de un proceder racional de conocimiento cuyos extravíos resultaban, con ello, imperceplibles. Por doqu ier y en todos los tiempos -se pretendía-, una misma naturaleza mu­da e impersonal había extencüdo su influjo, que los seres humanos se consagraban a interpretar de manera más o menos plausible y del cual, con mayor o menor fortuna, se esforzaban por sacar partido; en lo sucesivo, la pluralidad de convenciones y usos sólo podía cobrar sentido si se la relacionaba con regularidades na turales más o menos bien aprehendidas por quienes estaban sometidos a ellas. Mediante un abuso de autoridad de una discreción ejem­plar, nuestro reparto de los seres y las cosas se había con­vertido en la norma de la que nadie podía eximirse. Prosi· guiendo la obra de la filosofía, cuyo magisterio tal vez en­vidiaba, la antropologia naciente confirmó esta reducción ¿de la multitud de existentes a dos órdenes de realidad he­terogéneos, e incluso le oLot'gó. gradas a una plétora de he­chos recogidos en todas las latitudes, La garantía de uni­vet'salidad do la que aún carecía. Por lo demás, la ant1·opo· logia se internó en este camino sin tomar verdaderas pre­cauciones, fascinada a tal punto por el brillo de la «diver­sidad cultural>> cuyo inventario y estudio le procuraban su razón de ser: la profusión de instituciones y modos de pen­samiento resultaba menos imponente, y más tolerable su contingencia, si se admitía que todas esas prácticas, cuya lógica costaba a veces descubrir, constituían otras tantas respuestas singulares al desafío común de disciplinar y aprovechar las potencialidades biofisicas ofrecidas por el cuerpo y el meclioambiente. Este libro tuvo origen en una sensación de insatisfacción a nte esa situación de hecho, así como en el deseo de remediarla mediante la propuesta de otra manera de a nalizar las relaciones entre naturale· za y sociedad.

Las circunstancias actuales son propicias para una empresa semeja nte, pues la vasta morada de dos planos superpues tos en que hace ya algunos s iglos nos ins tala ­mos a nuestras anchas comienza a revelar sus incomodi· dades. En la parte noble de ella donde, después de expul· sarde los salones a los representantes de las religiones re­veladas, las ciencias de la natura leza y la vida llevan la voz cantante en cuanto a lo que se puede saber del mundo,

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ul¡.;11 nos lrá nsfugas faltos de delicadeza descubren, detrás cll' colgaduras y ent.ablados, los mecanismos disimulados 11111' pct'lluten capturar los fenómenos del mundo fís1co, se­h•t't'tOnarlos y darles una expresión au torizada. Durante mucho tiempo dificil de encarar por su marcado empina­"'"'nlo, la esca lera que lleva al piso de la Cultura ha que­eludo Lan ca rcomida que muy pocos se atreven aún a subir clpt·td tdamente por ella para a nunciarles a los pueblos los rt• qortes materiales de su existencia colectiva, o a bajar

111 pr caución para llevarles a los científicos la contradic­nou del cuerpo social. De la multitud de pequeñas habita­ttunes que a lbergan culturas particulares gotean al piso lliiJU fiJlrac.iones extrañas, fragmentos de filosofías orien-1 ul~ ·~. restos de gnosis herméticas o mosaicos de inspira­• •mt Now Age, seguramente sin gravedad, pero que conta­•nlnfln llQlÚ y allá dispositivos ele separación entre huma­twtt y no-humanos que creíamos mejor protegidos. En t tllt nlo a los investigadores que habíamos despachado ha-1' 111 todos los rincones del planeta para que describiera n nlll casas de arquitectura más primitiva, y que dura nte IIHidlo tiempo se esforzaron por levantar su inventario u fHlllar del plano tipo que les era familiar, resulta que a ho­,.,, nos 1 raen toda clase de informaciones insólitas: algu-1111" casas carecen de planta y en ellas la natura leza y la 111lturn cohabitan sin dificultades en una sola habitación; ut •·ns a parentan, en verdad, tener varias plantas, pero, en lu curiosa distribución de sus funciones, la ciencia com· Jllll'l e cama con la superstición, el poder político se inspira 1'11 los cánones de lo Bello, el macrocosmos y el nticrocos­•uo rnonlienen una conversación íntima; se dice incluso •tiH' habría pueblos s in casas, y que también pt·escinden d11 I'Stablos y huertos, poco propensos a cultivar el claro cll'l ~ero a fijarse como destino explícito la domesticación tlt• lt> natural en ellos o a su alrededor. Construido para tllu·ur por los grandes arquitectos de la edad clásica, el •·tlt flcto duaJista todavía es sólido, s in duela, en la medida 1111 que se lo restaura sin descanso con una pericia a toda Jltll l'ba. Sin embargo, sus fallas de estructura ¡·esultlln t'l lllu vez más notorias para quienes lo ocupan do ma nera 111 1 mnquinal, así como para aquellos que desearían cncon-1 rur en él un alojamiento para albergar a pueblos acos­flllnbt·udos a ob·os tipos de vivienda.

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E11las páginas que siguen no han de encontrarse, em· pero, los planos de un~ nueva casa común que sea más hospitalaria con las cosmologías no modernas y esté mejor adaptada a la circulación de hechos y valores. Cabe asegu· rar que no está lejos el tiempo en que un edificio semejan­te comenzará a surgir del suelo, sin que se sepa con exac­titud quién se hará cargo de la obra; pues si ya es común decir que los mundos están construidos, nadie conoce a sus arquitectos, y apenas empeza mos a sospechar de qué materiales están hechos. Un trabajo de esa índole, en todo caso, incumbe a los residentes de la casa que puedan sen­tirse faltos de espacio en ella, y no a una ciencia en par­ticular, aunque sea la antropología.1 La misión de esta, tal como yo la entiendo, consiste en contribuir con otras ciencias, y de acuerdo con sus propios métodos, a hacer in­teligible la maner a en que organismos de un tipo especí­fico se insertan en el mundo, se forjan de él una represen­tación estable y ayudan a modificarlo tejiendo, con él y en­tre ellos, lazos constantes u ocasionales de una diversidad notable pero no infinita. Antes de imaginar un nuevo ma­pa para un futuro en t rabajo de parto, es preciso, enton­ces, trazar la cartografía de esos lazos, comprender mejor su naturaleza, establecer sus modos de compatibilidad e incompatibilidad y examinar cómo se actualizan en mane­ras de ser en el mundo inmediatamente distintivas. Para llevar a buen puerto una empresa de esas características, la antropología debe deshacerse de su dualismo constitu­tivo y volverse plenamente monista. Mas no en el sentido casi religioso del término, del que Haeckel se había erigi­do en apóstol y que ciertas filosofías del medioambiente hicieron suyo; ni, desde luego, con la ambición de r:educir la pluralidad de los existentes a una unidad de sustancia, de finalidad o de verdad, como intentaron hacerlo algunos filósofos del siglo XIX, sino para que resulte claro que el proyecto de dar razón de las relaciones que los seres hu­manos mantienen consigo mismos y con los no-humanos no podría apoyarse en una cosmología y una ontología tan estrechamente aferradas como las nuestras a un contexto

1 Hace poco, Bruno Latour propuso un esbozo de lo que podría ser una refund11ci6n de eso clase, en un ensayo político de saludable auda· cia; véase Latour (1999).

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111 IH•t•üico. Con ese objeto, habrá que mostrar, en priJner "•uu r. que la oposición entre la naturaleza y la cultura no 11nno la u ni versali.dad que se le adjudica, no sólo porque •· un·cc de sentido para quienes no son modernos. sino lnmb ién por el hecho de que apareció tardfamente on el lrn11scurso del desarrollo del propio pensamiento occiden­t ul, uonde sus consecuencias se hicieron sentir con singu­lu r vigor en la antropología y su manera de considerar su ohjt•lo y sus métodos. La primera parte de este libro se t•unsngrará a ese trabajo previo de acla ración, pero no hur.ltl con destacar la contingencia histórica o los efectos th•fol'mantes de aquella oposición. Hay que ser capaz, 1111 mós. de integrarla a un nuevo campo analítico, dentro dt•l cual el na turalismo moderno, lejos de constituir el 11111rco de referencia que permjte juzgar culturas djstan· 1 ,,,. ''n el tiempo o en el espacio, no sea más que una de las ;•x prcsíones posibles de esquemas más generales que t'IUNl la objetivación del mundo y de los otros. Especificar lu na turaleza de esos esquemas, dilucidar sus reglas de 1 um posición y trazar una t ipología de sus ordenamientos: tu 1 •s la tarea principal que me he fijado en esta obra.

Al otorgar prioridad a un análisis combinatorio de los 111odos de relación entre los existentes, me vi en la necesi· dtul de diferir el estudio de su evolución - una elección de mí·todo, y no de circunstancia-. Al margen de que si com· l1111nra esas dos empresas superaría con mucho las dimen­"ltll\es razonables que deseo dru.· a este libro, tengo tam­lttún la convicción de que la creación de un sistema no pllude analizarse antes de sacru· a luz su estructura espe­d ftcu, procedimiento al que Marx dio legitimidad con el ••xnmen de la génesis de las formas de producción capi· tnllsta, y que resumió en una fórmula célebre: <ILa anato· .n ln del hombre provee la clave de la anatomía del mono)). 2

1 Kurl Marx. Fotldemen.ts de lo critique de l'économie politique, París: l••lltions Anthropos. vol. l , 1967, pág. 35 [Eleme.11tos fundamento/es po· ,., /n crltica de lo economía polilico (borrador), 1857-1858, vol. 1, Méxi­' u Siglo XXl. 1971]. Fue sobre todo en esta parte de los Gnmdrisse, ti· tll lhcln ce Formas que preceden a la producción capitalista», donde Marx ll,wó a la práctica su procedimiento de historia regresiva; véase al res· po rtu el luminoso comentario que hace Maurice Codelier en su prefacio '' '\ur les sociétis précapitaliste.s: textes choisis de Marx, Engels, Lénine, l'utle: Éditions Socialea, 1970, págs. 46-51.

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Contra eJ historicismo y su fe ingenua en la explicación por las causas antecede.ntes, es preciso tener muy en cuenta que sólo el conocimiento de la estructura de un fe­nómeno permite indagar de manera pertinente sobre sus orígenes. Así como la teoría crítica de las categorías de la economía política debía preceder necesariamente, según Marx, a la investigación sobre el orden de aparición de los fenómenos que dichas categorías pretendían explicar, la genealogía de los elementos constitutivos de los diferen­tes tipos de re] ación con el mundo y con los otros no podría trazarse antes de aislar las forn1as estables en que esos elementos se combinan. Un enfoque semejante no es ahis­tórico; mantiene su fide1idad a la recomendación que ha­cía Marc Bloch en cuanto a atribuir todo su peso a la his­toria regresiva, es decir, observar a nte todo el presente para interpretar mejor el pasado. a Es cierto que el presen­te del cual me valdré será a mem1do circunstancial y se conjugará en plural; que debido a la diversidad de mate­riales utilizados, a la desigualdad de las fuentes y a la ne­cesidad de convocar sociedades en un estado perimido, es­tará más cerca del presente e tnográfico que del presente contemporáneo: será como una instantánea que capta a una colectividad en un momento dado de su trayectoria, cuando ella presenta un valor paradigmático para la com­paración -en otras palabras, un tipo ideal-.

Es indudable que el proyecto de poner sobre el tapete una antropología monista les parecerá a algunos desme­suradamente ambicioso -tan grandes son las dificulta­des que deben superarse, y tan profusos los materiales que es preciso tratar- . Por eso, el ensayo que ofrezco al lector debe tomarse a] pie de la letra : como una tentativa, una prueba, un medio de asegm·arse de que un procedí­miento es posible y más conveniente para el empleo al que se lo destina que las experiencias intentadas con anterio­ridad. Como se habrá comprendido, dicho empleo es una manera de contemplar los fundamentos y las consecuen­cias de una alteridad que se pretenda plenamente respe­tuosa de la diversidad de formas bajo ]as cuales las cosas y sus usos se presentan ante nuestros ojos. Es hora, en efec­to, de que la antropología haga justicia al movimiento ge-

3 Véase Marc llloch (1988[1931]), págs. 47-51.

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""rm:w qu a Lo hi.zo surgir, y pose sobre el mundo una mira­.111 llHÍs ingenua o, como mínimo, exenta de un velo dualis­lu c¡u u la evolución de las sociedades industrializadas ha v11 r•lto en parte a nticuado, y que fue la causa de más de llllll distorsión en la aprehensión de cosmologias demasia­do d rferenLes de la nuestra. Estas eran consideradas enig­lll tít.icas y, por consiguiente, dignas de la a tención cientí­lka, Lc)da vez que en ellas los deslindes entre los humanos v los t(c:lbjetos naturales» parecían difusos y hasta inexis-1 ttul os: un escándalo lógico al que convenía poner fin. Em­pnrn, casi no se advirtió que la ú·ontera era apenas más ufl idH en nuestro caso, a pesar de todo el aparato episte­III PI(¡gico movilizado a fin de garantizar su hermeticidad. I'Ot' ror·tuna, la situación está cambiando, y ahora es dificil c•orHiucirse como si los no-humanos no estuvieran por do­tll' i •r en el corazón de la vida social, ya tomen la forma de 1111 mono con el que nos comunicamos en un laboratorio, la dc •I Jtlma de un ñame que visita en sueños a quien lo culti­vn, 111 de un adversario electrónico a quien hay que derro-1 n ,. en ajedrez o la de un buey tratado como s ustituto de IIIHl persona en una prestación ceremonial. Saquemos las l'Ousecuencias de ello: el análisis de las interacciones en­l t los habitantes del mundo ya no puede limitarse sólo al tlt ctor de las instituciones que rigen la vida de los hom­hros, como si lo que se decretara exterior a estos no fuera mnFJ que un conglomerado anómico de objetos a la espera do sentido y utilidad. Nos invitan a superar esa situación IIIUChas sociedades calificadas de «primitivas)), que jamás ltt' llsaron que las fronteras de la humanidad se detuvie­r'l\ 11 a las puertas de ]a es pecie humana, y que no vaciJan t 11 admitir en el concierto de su vida social a las más mo­dustas de las plantas y a los más insignificantes de los ani­nw les. La antropología se ve, pues, enfrentada a tm enor­me desafio: o desaparecer con una forma agotada de hu­IIH1 nis mo, o metamorfosearse y repensar su campo y sus 11 namientas para incluir en su objeto mucho más que el wrthropos, toda esa colectividad de existentes ligada a él .v re legada hoy a una función de entorno. O, en términos más convencionales: la antropología de la cultura debe uctecentarse con una antropología de la naturaleza, abier­lu a esa parte de si mismos y del mundo que los seres hu­ma nos actualizan y mediante ]a cual se objetivan.

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Primera parte. La naturaleza liO trompe l'reil

«En lo concerniente a procurar demostrar que la natura­lc~a existe, sería ridículo hacerlo; es palmario, en efecto, que hay muchos seres natm·aleS>>.

«Vi que ltCio há Nat!Lreza, Qne Natureza nao existe, Que há montes, uales, planicies, Que há áruores, flores, ervas, Que há ríos e pedrus,

ARISTÓTELES, Física

Mas qu,.e nao há um todo (l qtLe isso perten<;a, Que wn conjunto real e verdadeiro É uma doenr.a das nossas ideias.

))A NalZLreza é partes se m. u. m t.odn Isto é talvez o tal mistér·io de qtLe falam» .

FERNANDO P ESSOA, Poemas de Alberto Caeiro

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l . l•'igu ras de lo continuo

l~ut· corriente abajo del Kapawi, un río cenagoso de la \ ltu Amazonia, donde comencé a interrogarme sobre el

••ul'lll'lor evidente de la na turaleza. Sin embargo, nada es­l" '''an l distinguía el entorno de la casa de Chumpi de ot ros • •t toA ha bitados que yo habia visitado antes en esa región d11 l•¡l' II Ador, limítrofe con Pexú. Según la costumbre de los ud1un r·cs, la vivienda cubierta de hojas de palma se leva n· 1nl111 en el centro de un tel'reno desbrozado, donde domi­IIHIIIIn las plantas de mandioca, y que bordeaban por u.n ludo las uguas a rremolinadas del r ío. Algunos pasos más ullii del huerto se tropezaba ya con la selva, una sombría •u urnlla de monte alto que r odeaba la linde más pálida de lw4 lm nanas. El Kapawi era la única línea de fuga de ese 111'1'0 s in horizontes, un escape tortuoso e interminable, pt ws me había demandado una jornada entera de piragua li•'I{Ur desde un desmonte similar, el lugar poblado más próx imo al due ño de casa. En el trayecto entre ambos puntos, decenas de miles de hectáreas de árboles, musgos y he lechos, decenas de millones de moscas, hormigas y rnosQuitos, piaras de peca ríes, tropeles de monos, guaca­ulllyos y tucanes y, tal vez, uno o dos jaguares; en suma, llll!l proliferación inhumana de formas y seres librados, i'tHl toda independencia, a sus propias leyes de cohabita­¡·t6n ...

Hacia la mitad de la tarde, mientras tiraba los dese­ohus de la cocina en la espesura que domina el río, Mete­lwsh. la mujer de Chumpi, había sufrido la mordedura de llllA serpien te. Se preci pitó entonces hacia nosotros, con lus ojos dilatados por el dolor y la angustia, y gritando: t<¡ Ln mapanare, la mapanare, estoy muerta, estoy m uer­lt~ h>. El grupo familiar, en estado de a lerta, le hizo coro de Inmediato: «¡La mapana re. la mapanare, la mató, la ma­t(¡!)). Le inyecté un suero y Metekash fue a descansa r a la IJtJq ueña choza de confinamiento que se levanta en cir-

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cunstancias como esas. Un accidente de este tipo no es in­frecuente en la región, sobre todo durante la tala, y los achuares se resignan con ciert-a fatalidad a su desenlace a menudo mortal; pero que una mapanare se aventurara tan cerca de una casa era, al parecer, poco habitual.

Chumpi parecía tan afectado como su mujer; sentado en su taburete de madera esculpida, con semblante furio­so y estremecido, mascullaba un monólogo en el que ter­miné por inmiscuirme. No, la mordedura sufrida por Me­tekash no era obra del azar, sino una venganza enviada por J urijri, una de esas «madres de las bestias de caza)) que velan por los destinos de los animales de la selva. Gracias a que los albures del trueque habían provisto a mi anfitrión de un fusil, tras un largo pel'iodo en el cual sólo había podido cazar con cerbatana, Chumpi había perpe­trado el día anterior una gran masacre de monos lanudos. Deslumbrado, sin duda, por el poder de su arma, había disparado indiscriminadamente contra la colonia, matan­do a tres o cuatro animales e hiriendo a algunos otros. Sólo había recogido tres monos, mientras otro agonizaba en la horquilla de una rama principal. Algunos de los fugitivos, tocados por el plomo, sufrían ahora en vano; tal vez in­cluso habían muerto antes de poder consultar al chamán de su especie. Por haber matado, casi por capricho, más animales que los necesarios para el abastecimiento de su familia, y no haberse preocupado por la suerte de los que habían quedado baldados, Chumpi había infringido la ética de la caza, rompiendo la convención implícita que li­ga a los achuares con los espíritus protectores de las pre­sas. Las represalias no habían tardado demasiado ...

En un torpe intento de disipar la culpa que abrumaba a mi anfitrión, le hice notar que el águila arpía o el jaguar no se inquietan al matar monos, que la caza es necesaria para la vida y que en la selva cada uno termina por servir de alimento a otros. Sin duda, yo no había entendido nada:

<<Los monos lanudos, los tucanes, los monos aulladores, todos los que matamos para comer, son personas como nosotros. El jaguar también es una persona , pero es un asesino solitario; no respeta nada. Nosotros, las "personas completas", debe­mos respetar a los que matamos en la selva, porque para no­sotros son como parientes políticos. Viven con su propia pa-

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1 unt (1la, no hacen las cosas al azar, hablan entre sí, escuchan In quo decimos, se casan como corresponde. Nosotros tam­hl •n. on las venganzas, matamos a parientes políticos, pero tdlllnpro son parientes. Y ellos también pueden querer ma­l !Irnos. De la misma manera, matamos a los monos lanudos Jtlll' tl comer, pero siguen siendo parientes11.

1 .os convicciones íntimas que un antropólogo se forja mn respecto a la naturaleza de la vida social y de la condi­••t6n humana son, con frecuencia, el resultado de una ex­P•II'ioncia etnográfica muy particularizada, adquirida en a unlucto con algunos millares de individuos que hansa­lllllQ inocular en él dudas tan profundas en cuanto a lo que HlllliS consideraba. una obviedad, que toda su energía se ¡l¡tllplicga a continuación para darles forma en una inves­IIHIICi6n sistemática. Fue eso lo que ocurrió en mi caso tllnndo, con el transcurso del tiempo y luego de no pocas tnnvorsa.ciones con los achuares, las modalidades de su umpurentamiento con los seres naturales fueron definién­alusf' poco a poco.l Esos indios repartidos a uno y otro lado d11 In frontera entre Ecuador y Perú apenas se distinguen tlt• lns otras tribus del conjunto jíbaro, al que se asocian pOI' In lengua y la cultura, cuando dicen que la mayoría de lutt plantas y los animales poseen un alma (wakan) si­tllllur a la de los humanos, una facultad que los incluye aml re las «personas» (aents) en cuanto los dota de concien­••lu rl'Gexiva e intencionalidad, los hace capaces de experi­IIH•ntnr emociones y les permite intercambiar mensajes rnnlo con sus pares como con los miembros de otras espe­' IP" -entre ellas, los hombres-. Esta comunicación ex­ll'tdlngiiística es posible gracias a la aptitud que se le reco­""c \ aJ wakan de vehiculizar, sin mediación sonora, pen­naunientos y deseos hacia el alma de un destinatario, y de 111udificar así, a veces sin conocimiento de este, su estado ~111 (an imo y su comportamiento. Los seres humanos dispo­'"'" n ese efecto de una vasta gama de encantamientos a1111•ricos, los anent, por medio de los cuales pueden actuar n claslancia sobre sus congéneres, pero también sobre las ¡!lnntas y los animales, al igual que sobre los espíritus y 11u·rtos artefactos. La armonía conyugal, un buen entendí-

' Mo Pncontrarán más detalles en Descola (1986).

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miento con parientes y vecinos, el éxito en la caza, l.a fabri · cación de una hermosa vasija o de un curare eficaz, un huerto de cultivos variados y abundantes: todo eso depen­de de las relaciones de convivencia que los achuares ha­yan logrado establecer con una enorme diversidad de in­Lerloculores humanos y no-humanos, al suscitar en ellos disposiciones favorables por conducto de los anen.t.

En la mente de los indios, el saber Lécnico es indisocia­ble de la capacidad de crear un medio intersubjetiva en el que se despliegan relaciones reguladas de persona a per­sona: entre el cazador, Los animales y los espiritus amos de las piezas de caza, y entre las mujeres, las plantas del huerto y el personaje mítico que ha engendrado las espe­cies cultivadas y sigue asegurando hasta hoy su vitalidad. Lejos de reducirse a lugares prosaicos proveedores de pi­tanza , la selva y los terrenos desbrozados para cultivo constituyen los teatros de una sociabilidad sutil en que, día tras clia, se engatusa a seres a los que sólo la diversi­dad de las apariencias y la falta de Lenguaje distinguen efectivamente de los humanos. Sin embargo, las formas de esa sociabilidad difieren según se trate de plantas o de a ni males. Dueñas de los huertos, a los que dedican gran parte de su tiempo, las mujeres se dirigen a las plantas cultivadas como si fueran niños a quienes es conveniente llevar con mano firme a la madurez. Esta relación de <lma­ternaje>l toma como modelo explicito la t utela ejercida por Nunkui, el espiritu de los huertos, sobre las plantas que ella creó antaño. Los hombres, por su lado, consideran al animal de caza como un cuñado, relación inestable y difi. cil que exige respeto mutuo y circunspección. Los parien· tes políticos, en efecto, constituyen la base de las coalicio­nes políticas, pero también son los adversarios más inme· diatos en las guerras de venganza. La oposición entre con­sanguíneos y aiines, las dos categorías mutuamente ex­cluyentes que gobiernan la clasificación social de los achuares y orientan sus relaciones con los otros, reapare­ce así en los comportamientos prescriptos hacia los no-hu­manos. Parientes de sangre para las mujeres, parientes por a]janza para los hombres, los seres de la naturaleza se convierten en vet·daderos partenaires sociales.

¿Se puede, no obstante, hablar aqui de seres de la na­turaleza, como no sea por comodidad? ¿Hay lugar para la

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nn.Luraleza en una cosmología que confiere a los animales y las plantas la mayoría de los atributos de la humanidad? ¡,~e puede hablar de apropiación y transformación de los recursos naturales cuando las actividades de subsistencia ~-;e declinan en la forma de una multipücidad de apat·ea­micntos individuales con elementos humanizados de la h1osfera? ¿Se puede siquiera hablar de espacio silvestre <'On referencia a esa selva apenas rozada por los achuares, y que estos describen, empero, como un inmenso huerto t•ullivado con cuidado por un espír itu? A mil leguas del 11tlios feroz y taciturno>> de VerJaine, la naturaleza no es uq uí una instancia trascendente o un objeto por sociali-1.11 1', s i no el sujeto de una relación social: prolongación del 111undo de la casa familiar, es verdaderamente doméstica hos la en sus reductos más inaccesibles.

Los acbuares establecen, es cierto, distinciones entre I11R entidades que pueblan el mundo. La jerarquía de los ohjcLos animados e inanimados que se deduce de ellas no 'lt ' funda, sin embargo, en grados de perfección del ser , di­l'nrcncias de apariencia o una acumulación progresiva de w opiedades intrínsecas. Se apoya en la variación en los IIHHlos de comunicación que autoriza la aprehensión de ••un l1dades sensibles distribuidas en forma desigual. En la tuc•dida en que la categoría de las «personas" engloba es­pll'ilus, plantas y a nimales, todos dotados de un alma, es­tu t•osmología no discrimina entre los humanos y los no­IJumanos: se limita a introducir una escala de orden se· •!'lll los niveles de intercambio de información considera­t lu~ fn.ctibJes. Los achua.res ocupan. como corresponde, la t 'IIIHI de la pirámide: se ven y se hablan en el mismo len­~IIIIJ<1. El diálogo es aun posible con los miembros de las 111 1"11!1 l ribus jíbaras que los rodean y cuyos dialectos son, 1·11 mayor o menor medida, mutuamente inteligibles, aun •'1111 rldo no se pueden excluir los malentendidos fortuitos o tlt tlll>f'rados. Con los blancos hispanoparlantes, con las po· ltluc·iunes vecinas de lengua quechua, y también con el et­uulo~(J, se ven y se hablan al mismo tiempo, por poco que "'' l1411\ u na lengua en común; pero el dominio de esta suele nlll' in\pet·fecto para aquel de los interlocutores que no la 1 h•tW corno lengua materna, y ello plantea la posibilidad ti. llnu discordancia semántica que pondrá en duda la co-11•" pondencia de las facultades que verifican la existen-

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cia de dos seres en un mismo plano de lo reaL Las clistin· ciones se acentúan a medida que nos alejamos del ámbito de las <<personas completas,,, penke aents, definidas ante todo por su aptitud lingüística. Así. los humanos pueden ver a las plantas y los animales a los cuales, cuando po· seen un alma, se supone capaces de percibir a los huma· nos; pero si bien los achuares les hablan gracias a los en· cantarnientos anent, no obtienen una respuesta inmeclia­ta, que sólo se revela en sueños. Ocurre otro tanto en el ca­so de los espíritus y de algunos héroes de la mitología: atentos a lo que se les clice, pero generalmente invisibles bajo su forma primordial, sólo pueden ser aprehenclidos en toda su plenitud durante los sueños y en los trances in· ducidos por los alucinógenos.

Las «personas» idóneas para comunicarse también es· tán jerarquizadas en función del grado de perfección de las normas sociales que rigen las diferentes comunidades entre las cuales se distribuyen. Ciertos no-humanos están muy cerca de los achuares, pues se considera que respe· tan reglas matrimoniales idénticas a las de estos: así su­cede con los Tsunki, los espíritus del río, y con varias espe­cies de animales de caza (los monos lanudos, los tucanes) y de plantas cultivadas (la mandioca, los cacahuetes). Hay seres, en contraste, que se complacen en la promiscuidad sexual y, de tal modo, escarnecen en forma constante el principio de exogarnia; es lo que ocurre con el mono aulla­dor o el perro. El nivel de integración social más bajo co­rresponde a los solitarios: los espíritus Iwianch, encarna· ciones del alma de los muertos que vagabundean solos por la selva, e incluso los grandes depredadores, como el ja­guar o la anaconda. Sin embargo. por ajenos que puedan parecer a las leyes de la civilidad corriente, todos estos se­res solitarios son intimas de los cbamanes. que los utili­zan para sembrar el infortunio o combatir a sus enemigos. Establecidos en las lindes de la vida común, estos seres nocivos no son salvajes en modo alguno, pues los amos a quienes sirven no están fuera de la sociedad.

¿Significa esto que los achuares no recm1ocen ninguna entidad natural en el medio que ocupan? No del todo. El gran con tinuum social en que se mezclan humanos y no· humanos no es enteramente incluyente, y algunos elemen· tos del medioambiente, carentes de un alma propia, no se

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t·nmunica n con nadie. La mayor pat·te de los il1sectos y los poccs, la hierba, los musgos y los helechos, los guijarros y los ríos, son así exteriores tanto a la esfera social como al ¡ucgo de la intersubjetividad; en su existencia maquinal y ¡wnérica, corresponderían quizás a lo que nosotros llama· nlOS (lllaturaleza>l. Con todo, ¿es legítimo seguir emplean­do esta noción a fin de designar un segmento del mundo qua, para los achuares, es incomparablemente más res· 1 nngido que lo que nosotros mismos entendemos por ello? 1 ~ 11 ol pensamiento moderno, por añadidura, la naturaleza uolo liene sentido en oposición a las obras humanas, ya se lll'f'Úera dar a estas el nombre de (<cultura>~, «sociedad» o uhiaLoria», en el lenguaje de la filosofía y las ciencias so· 1 in los. o bien de «espacio antropizado)>, «mediación técni­t•rll> o «ecúmene)), en una terminología más especializada. \ lnu cosmología en que la mayoría de las plantas y de los tHlimnles están incluidos en una comunidad de personas lllll' comparten total o parcialmente las facultades, los • Ptnpot·tatnientos y los códigos morales atribuidos, por lo • •l lllÚn, a los hombres no responde de ninguna manera a lu11 crilerios de una oposición semejante.

¡,Constituirán quizá los ach uares un caso excepcional,2

unrl de esas pintorescas anomalías que la etnografía des­• ubre 9 veces en algún remoto rincón del planeta? ¿Será 1 ul v ~z que mi interpretación de su cu ltura es defectuosa? l'ur fn Ita de perspicacia o deseo de originalidad, acaso no hnvu sabido o querido poner de manifiesto la disposición ••te JWrífica que en ellos adoptó, al parecer, la clicotonúa en-1 n 1 nnturaleza y sociedad. Sin embargo, algunos centena­tiiH 1~0 kilómetros más al norte, en la selva amazónica del u•·ltmte de Colombia, los indios makunas presentan una v••ri'IÓn aún más radical de una teoria del mundo decidí­•"• m nle no dualista.3

A ~emejanza de los achuares, los makunas categorizan ,. l uN hu m anos, las plantas y los animales como «gent91' 1 rrwtm). cuyos principales atributos -la mortalidad, la vi­tln acuriol y ceremonial, la intencionalidad, el conocimien·

'lfurwdo menos, un ejemplo sufícientemcuto tlpico como para haber ... , Ylflll yo de ilustración etnográfica a autores que rechazan la u.niver· tllll•hul ~lo la oposición entre naturaleza y sociedad. Véansc Berque tlllllto · 1090) y Latour(1991).

11 Arltt·m (1996 y 1990).

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to-- son idénticos en todos los aspe<:tos. Las distinciones internas en esta comunidad de lo viviente se basan en los caracteres particulares que el origen mítico, los regime· nes alimentarios y los modos de reproducción confieren a cada clase de seres, y no en la mayor o menor proximidad de esas clases al paradigma de realización que propon· drían los makunas. La interacción entre los animales y los hu manos se concibe. asimismo, bajo la forma de una rela­ción de afinidad, aunque ligeramente diferente del mode­lo achuar. porque el cazador t rata a su presa como un con· sorte potencial, y no como un cuñado. Las categorizacio­nes ontológicas son, de todos modos, mucho más elásticas aún que entre los acbuares, en razón de la facultad de me­ta morfosis reconocida a todos: los humanos pueden con­ver tirse en ani males, los an imales pueden convertirse en humanos y el animal de una especie puede transformarse on un animal de otra. El influjo taxonómico sobre lo real s iempre es, por consiguiente, relativo y contextua!; el in­tercambio permanente de las apariencias no permite a tri· buir identidades estables a los componentes vivos del me­dioambiente.

La sociabilidad que los makunas les atribuyen a los no· huma nos también es más rica y compleja que la que les reconocen los achuares. Al igual que los indios, los a nima­les viven en comunidades, en cccasas largas>) que la t radi· ción sitúa en el corazón de a lgunos rápidos o en el interior de colinas localizadas con precis ión; cultivan huertos de mandioca, se desplazan en piragua y, bajo la conducción de sus jefes, se entregan a rituales tan elaborados como los de los makunas. La forma visible de los animales no es, en efecto, más que un disfraz. Cuando vuelven a sus mo· radas, lo hacen para despojarse de su apariencia, cubrirse de adornos de plumas y ornamentos ceremoniales, y vol· ver a ser de manera manifiesta la ((gente» que no habían dejado de ser cuando ondeaban en los ríos o buscaban su aUmento en la selva. El saber de los makunas sobre la do· ble vida de los a nimales está contenido en la enseñanza de los chamanes, esos mediadores cósmicos en quienes la so· ciedad delega la gestión de las relaciones entre las dife­rentes comunidades de lo viviente. Empero, se t rata de un saber cuyas premisas son compartidas por todos y que, aunque es en parte esotérico, no por ello deja de estructu-

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• u ltl uución que los profanos van concibiendo de su am­l•u•lltc• y $U manera de interactuar con él.

He· hn descripto una gran cant idad de cosmologías aná­l• IJ~U'I n lns de los achuares y los makunas para las regio· 111 l'lválicas de las tierras bajas de América del Sur.4 A 1 l 1~ JH'Cho de las diferencias que exniben en su ordena· tll lunt o interno, todas esas cosmologías tienen la caracte· •• 1 11'11 común de no efectuar distinciones ontológicas ta · 11111h•R entre los humanos, por un lado, y buen número de l !ltH'I't(!S animales y vegetales. por el otro. La mayoría de lu l'lllldades que pueblan el mundo están vinculadas " '"'" n otras en un vasto continuum animado por princi· 11 111 unitarios y gobernado por un idéntico régimen de

111t11bilidad. Las relaciones entre humanos y no-humanos 11" ru·cscnta n, en efe<:to, como relaciones de comunidad a co· 111\IIHdnd, definidas en parte por las coacciones utilitarias 1l1 • In subsistencia, pero que pueden adoptar una forma JIIH'I lcular en cada tribu y servir, así, para diferenciarlas. l•!nol'S lo que muestra con claridad el ejemplo de los yuku· """· un grupo de lengua ara huaca cuyo te rritorio linda 11111 ul de los makunas en la Amazonia colombiana.5 AJ ••oud que sus vecinos del conjunto lingüístico tukano, los \u k unas han desarrollado asociaciones preferenciales con 1 u•t tns especies animales y ciertas variedades de plantas 1 ull tvadas que les sirven de alimentos privilegiados, pues 1111 nt'lgen mítico y, en el caso de los animales, sus casas co· utuncs se sitúan dent ro de los limites del territorio tribal. e 'un· ~sponde a los cbamanes locales la tarea de supervi­...... lo regeneración rit ual de esas especies, vedadas en 11111\lno pa ra las tribus tukanas que rodean a los yukunas. ,\ l llda grupo tribal incumbe, de tal modo, la responsa· l~tltclnd de velar por las poblaciones especificas de plantas ' unamales de las que se alimenta, y esta división de ta­•••.ts contribuye a definir la identidad local y el sistema de t~ · lnciones interétnicas en función del vinculo de afinidad tnn conjuntos djferenciados de no-humanos.

1 ~1 B1·own (1986); Chaumeil (1983); Crenund (1980); J a ra (1991); ltHit•hoi· Dolmntoff (1976 y 1996a); Renord·Casovilz (1991); Van der 1 IHIIt•ncn ( 1992); Vive iros de Castro (1992), y Weiss (1975). En lsacaaon 1111').1) &e encontrará la referencia a concepciones sim ilares entro loa 1111111 lndtos de la costa colombiana del Pacifico.

V11n der Hommen (1992), pág. 334.

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Si la sociabilidad de los hombres y la de los animales y las plantas están tan íntimamente conectadas en la Ama­zonia, ello se debe a que sus respectivas formas de organi­zación colectiva participan de un modelo común bastante flexible, que permite describLr las interacciones entre los no-humanos utilizando las categorías mencionadas que estructuran los vincules entre humanos, y representar ciertos vínculos entre estos por medio de las relaciones simbióticas entre especies. En este último caso, menos ha­bitual, la relación no se designa ni se califica de manera explicita, pues se considera que sus características son co­nocidas por todos en viJ:tud de un saber botánico y zooló­gico compartido. Entre los secoyas, por ejemplo, se supone que los indios muertos perciben a los vivos según dos ava­tares contrapuestos: ven a los homb1·es como aves oropén­dolas y a las mujeres como loros amazonas.6 Al organizar la construcción social y simbólica de las identidades se­xuales, esta dicotomía se apoya en características etológi­cas y morfológicas propias de las dos especies, cuya fun­ción clasi.flcator.ia resulta así evidente, pues se utilizan di­ferencias de apariencia y comportamiento entre no-huma­nos para t·eforzar, destacándola, una diferencia anatómica y fisiológica entre hu manos. A la inversa, los yaguas de la Amazonia peruana han elaborado un sistema de clasifica · ción de las plantas y los animales fundado en las re­laciones entre especies, según se las defina por diversos grados de parentesco consanguíneo, por la amistad o por la hostilidad.7 El uso de categorías sociales para defmir vínculos de proximidad, simbiosis o competencia entre es­pecies nat.urales es aquí tanto más interesante cuanto que se extiende ampliamente sobre el reino vegetal. Así, los grandes árboles mantienen una relación de hostilidad: se provocan en duelos fratricidas para ver quién será el pri­mero en someterse. También prevalece una relación de hostilidad entre la mandioca amarga y la mandioca dulce, en que la primera procura contaminar a la segunda me­diante su toxicidad. Las palmeras, en cambio, entablan re­laciones más pacificas, de tipo avuncular o de primazgo, de acuerdo con el grado de semejanza de las especies. Los

G Belaúnde (1994). 1 Chaumeil y Chaumeil (1992).

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yol-(uas - al igual que los jíbaros aguarunas-8 también tnic t·p t·ctan la semejanza morfológica ent1·e las plantas tilvcst.res y las plantas cultivadas como muestra de una

1 ,tlución de hermandad, sin pretender, por lo demás, que 11 .. 11 similitud sea el Lndicio de un ancestro común a las dos ''"P •cies.

Ln dive rsidad de los índices clasificatorios empleados pot· los amerindios para explicar las relaciones entre Jos url(anismos demuestra a las claras la elasticidad de las ll'llllleras en la taxonorn.ía de lo viviente, pues las caracte­tl t\ t.icas atribuidas a las entidades que pueblan el cosmos nu dependen tanto de una definición previa de su esencia , 111110 de las posiciones relativas que ellas ocupan entre sí, 1'11 función de las exigencias de su metabolismo y, sobre 1 ocio, de su régimen alimentario. La .identidad de los hu­tllnnos -vivos y muertos-, de las plantas, de los anima­l!•" y de Jos espíritus es enteramente relacional y, por lo 1 un lo, está sometida a mutaciones o metamorfosis según ltt~ puntos de vista adoptados. En muchos casos, en efecto, . • tlice que un individuo de una especie aprehende a los tn lombros de otras sobre la base de sus propios criterios, eh• tnodo tal que un cazador, en condiciones normales, no 11dvcrtLrá que su presa animal se ve a sí misma como un humano, ni que lo ve a él como un jaguar. De manera aná­liiHH, el jaguar ve como cerveza de mandioca la sangre que ht•hc a lengüetadas; el mono araña que el pájaro cacique c l'i' cazar no es para el hombre más que un saltamontes. v los tapires que la serpiente aspira a convertir en s u. bo~ 1 11do predilecto son en realidad hurnanos.9 Gracias al in­lc~t·cambio permanente de las apariencias generado por I'KW9 desplazamientos de perspectiva, los animales se con­l'iitlrnm de buena fe dotados de los mismos atributos cultu­ntlcs que los humanos: para ellos, sus copetes son coronas ti c• plumas; su pelaje es un vestido; su pico, una lanza, y Mli H ~arras, cuchillos. El carrusel perceptivo de las cosmo­J,nio.s amazónicas genera una ontología -a veces bauti­nnln con el nombre de «perspectivismo))-10 que niega a 11114 humanos el punto de vista de Sirio al afirmar que múl-

" U •rlin (1977). "gu Riviere (1994) se hallarán otros ejemplos similares. ¡u Lunu (1996) y Viveiros de Cnstro (1996).

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tiples experiencias del mundo pueden coexistir si n contra­decirse. Contrariamente al dualismo moderno, que des­pliega una multiplicidad de diferencias culturales contra el fondo de una naturaleza inmutable, el pensamiento amerindio considera que la totalidad del cosmos está ani­mada por un mismo régimen cultu ral diversificado, si no por naturalezas heterogéneas, cuando menos por mane­ras diferentes de aprehenderse unos a otros. El referente común a las entidades que habita n el mundo no es, por consiguiente, el hombre en cuanto especie, sino la huma­nidad en cuanto condición.

La incapacidad para objetivar la naturaleza, que pare­cen manifesta r muchos pueblos de la Amazonia , ¿será una consecuencia de las propiedades de su medioambien­te? Los ecólogos, en efecto. definen el bosque tropical co­mo un ecosistema <<generalizado», que se caracteriza por una enorme diversidad de especies animales y vegetales, combinada con una escasa cantidad y una gran dispersión de los individuos de cada una de ellas. Así, de alrededor de cincuenta mil especies de plantas vasculares existentes en la Amazonia, no más de veinte se presentan de manera espontánea en poblaciones agrupadas, y aun en ese caso se trata, con frecuencia, de un efecto involuntario de la ac­ción humana.11 Inmersos en una monstruosa pluralidad de formas de vida muy pocas veces reunidas en conjuntos homogéneos, los indios de la selva habrían renunciado acaso a abrazar como un todo el conglomerado dispar que interpela permanentemente sus facultades sensibles. En­tregados por necesidad al espejismo de lo diverso, no ha­brían sabido, en suma, disociarse de la naturaleza, inca-

u Trabajos recientes de ecología histórica han establecido que la ho1·· UcultUJ·a itinerante sobro chamjceras. asi como la silvicuJturo, practi· cadas a lo largo de varios milenios por los pueblos autóctonos de la Amazonia, provocan profundas transformaciones en la composición de la Oora selvát ica, al contribuir, en especial, a favorecer la concentración de ciertas especies no domesticadas, o domesticadas y vueltas al estado sHvestre; Las más comunes son varias especies de palmeras (Orbignya pltalerata, Baclris gosipa.es, Ma.uritia flexuosa. Maximiliona sp .. As­troca.ryum sp.) y do árboles de frutos comestibles (Berthollctia excelsa, Platonia i11sigrris, Theobroma sp., diferentes especies de Jnga). Parece. asimismo. que los macizos de bambú (del género Guadua) y los ~bos­ques de liaoaiP• son, con bastante frecuencia. de origen antrópico. Véase Balée (1989 y 1993).

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1' ' ' • dt.• discernir su unidad profunda detrás de la multi­pltr trl rtd de sus manifestaciones singulares.

\ unu interpretación semejante invita una observa­''"' 1m 1 outo enigmática de Claude Lévi-Strauss, cuando ll¡¡lt l t'l' que el bosque tropical es el único medioambiente

t jiiP pt•nn ile atribuir caracteres idiosincrásicos a cada tt l llltllbt·o de una especie.12 La düerenciación de cada indi­, tolttll n un tipo particular -que Lévi-Strauss denomina tn111111111dlvidual))- es sin duda propia delHomo sapiens,

1 n 1 111.611 de la capacidad de desarrollar personalidades a •11111 tia lugar le vida social. De todos modos, la ext rema otlt tt nd ll.ncin de las especies animales y vegetales también ht lttdnrin un soporte a ese proceso de singularización. En 1111 lll(ltho tan diversificado como la selva amazónica, qui-'' ••rll inevitable que la percepción de relaciones entre

ltul l\ uluos en apariencia muy diferentes prevaleciera so­'"'' lu construcción de macrocategorías estables y recípro­' utltt•ntc excluyentes.

l•:rt t arnb ién una interpretación fundada en las particu­ltll irlndes del medio la que sugiere Gerardo Reichel-1 ltllntaloff cuando postula la idea de que la cosmologia de lu 111tlios desanas de la Amazonia colombiana constituye 111111 u ·t·tc de modelo descriptivo de los procesos de adap­l o~t • loll úcol6gica, formulado en tét·minos comparables a los tl••l IIIH\lisis sistémico moderno.13 Según Reichel-Dolma­lt~ll . los desanas conciben el mundo a la manera de un

11•1 t•rna homeostático en el cual la cantidad de energía 1 """'"uida, el output, está directamente ligada a la canti­rlntl dt' cnerg:ía recibida, el input. El abastecimiento ener-11• 1 H'u de la biosfera proviene en lo fundamental de dos ruulll l•s: en primer lugar , la energía sexual de los .indivi­•l••••"· reprimida regularmente por prohibiciones ad hoc y •11111 \u el ve en forma directa al capital energético global ' '"' ' m·iga todos los componentes bióticos del sistema, y, 1111 u•gundo lugar, el estado de salud y de bienestar de los huettnnos, resu ltante de un consumo alimentario estre­' h 111tl •nte controlado y del cual procede la energia nece­¡uulh pura los elementos abióticos del cosmos (es esto lo ' f'h · p••rmite, por ejemp1o, el movimiento de los cuerpos ce-

1 1<4·\' I·Slrauss (19G2a). pág. 284. ll lt rebel-Dolmatoff (1976).

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lestes). Cada individuo sería, asi, consciente de que no es más que un elemento de una compleja red de interaccio· nes desplegadas no sólo en la esfera social, sino también en la totalidad de un universo que liende a la estabilidad, es decir, que cuenta con r ecu rsos y limites finitos. Esta s it uación asigna a todos responsabilidades de orden ético, en especial la de no perturbar el equilib1·io general de ese sistema frágil y la de no utilizar jamás energía sin resti­tuirla con rapidez a través de diversos tipos de operacio­nes rituales.

De todas maneras, quien desempeña el papel principal en esa búsqueda de una homeostasis perfecta es el cha­mán. Ante todo, este interviene en forma constante en las actividades de subsistencia a fin de cerciorarse de que no pongan en peligro la reproducción de los no-humanos. De tal modo, el chamán controlará en persona la cantidad y el grado de concentración de las sustancias venenosas ve· getales preparadas para una pesca con veneno en un sec· tor del río, o determinará la cantidad de unidades que será lícito matar cuando se detecte la presencia de una piara de pecarías . Más aún, los rituales que acompañan a las ac­tividades de subsistencia serian oportunidades que se le dan a l chamán para «hacer el inventario de las existen· cías, evaluar los costos y beneficios y redistribuir los re­cursos»: en esas circunstancias, «el balance contable del chamán presenta el conjunto de las entradas y salidas de energía dentro del s istema».14

Acaso podría cuestionarse la validez de esa transposi­ción que convierte al chamán en el administrador sagaz de un ecosistema, y al conjunto de las creencias religiosas y los rituales, en una especie de tratado de ecologia prácti· ca. En efecto, la aplicación consciente que hace el chamán de una especie de cálculo de optimización de los medios escasos, si bien se corresponde con ciertos modelos neo· darwinianos empleados en ecología humana, parece difícil de conciliar con el hecho de que los desanas, a semejanza de los makunas, de quienes son vecinos, doten a los anima· les y a las plantas, además, de la mayor parte de los atri-

14 !bid., pág. 316: la traducción es mla. Salvo que se indique lo con· trario, todas las ci tas de t~:~xtos extranjeros que aparecen en el libro han sido traducidas por mt

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l ~tltoH quo reconocen en sí mismos: cuesta ver, entonces, , l ttll u podrían osos partenaires sociales de los humanos l ••~ r·c lc • t• de improviso, en ciertas circunstancias, su estatus lit • JH ' I'~Onas . para no recibir otro trato que el de s imples llHicllltles de cuenla que deban repartirse en un balance •••H •r¡•ét ico. Es indudable que los indios de la Amazonia t 11 tll ' ll un notable conocimiento emptrico de las complejas 1111 t' ITl•lacioncs entre organismos que se despliegan en el

111111 dr su medioambiente, y que se valen de ese co.noci· 11111•111 0 en sus estxategias de subsistencia. Tampoco puede .ludui'Se de que se sirven de las relaciones sociales, sobre tutlu lns de parentesco, para definir toda lLna gama de in· t • • ll'~> luciones entre organismos no-humanos. Parece im· ¡n11buble, en cambio, que esas características puedan deri· \11 1 dt• la adaptación a un ecosistema particular que, por

11n pi'Clp.iedades intrtnsecas, haya proporcionado de algu­"" 11111nera el modelo analógico para pensar la organiza­' 11111 dplmundo.

1.11 •xislencia de cosm ologías muy similares elabora· •lllt por pueblos que viven en un medio completamente di· l•••unl o, a más de seis mil kilómetros al norte de la Amazo· 11111, l'i'l el principal argumento contra una interpretación .,, I IIH•JIIIIte. A diferencia de los indios de la selva t ropical uud11m er icana, los indígenas de la región subártica de Ca· l1111l1\ (~xp lotan, en efecto, un ecosistema notable mente uujf,•rme. Desde la península del Labrador hasta Alaska, 11l ~: t•un bosque boreal despliega un manto continuo de co· nlh •rns en el que predomina la silueta típica de la pícea tu•n•·11 , a penas interrumpida de tanto en tanto pm· algunos '"'"qucs de alisos, sauces, abedules americanos o álamos '''" "1\ micos. Los animales no son mucho más var iados: •• l• ,, y caribúes entre los herbívoros; castores, liebres, l'"•'l't'Oespines y ratones alnüzcleros entre los roedores; lo· lut , usos pardos, linces y mapaches entre los carnívoros. •11111;111 uyen el grueso del contingente de los mamíferos, a l•ulc'tlllles se suman una veintena de especies comunes de n \'1''' y una decena de peces -estos últimos hacen un po­'"' 111\J)el (rente a las tres mil especies que albergan los 1 '''"de la Amazon.ia-. A menudo migratorios, estos ani­'""lt'll pueden desaparecer durante varios años en algu­"" lugares, y cuando por fin aparecen caribúes, ocas ma· ''"""o esturiones, lo hacen en cantidades tan considera-

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bies que por un momento da la impresión de que se ha reunido la especie entera. En sintesis, las características del bosque boreal son exactamente lo opuesto de las en· racterísticas de la selva amazónica: pocas especies coexis­ten en aquel ecosistema «especializado)), cada una de ellas representada por un gran número de individuos. Sin em­bargo, a pesar de la notoria homogeneidad de su medio ecológico -y a pesar, también, de su impotencia frente a las hambrunas que provoca con regularidad un clima de extremo rigor-, los pueblos subárticos no parecen consi­derar su medioambiente como un ámbito de la realidad claramente diferenciado de los principios y valores que rigen la vida social. Tanto en el Gran Norte como en Amé­rica del Sur, la naturaleza no se opone a la cultura: la pro· longa y la enriquece en un cosmos donde todo se ajusta a las medidas de la humanidad.ló

Muchas de las características del paisaje están dota· das, en primer lugar, de tma personalidad propia. ldenti· ficados con un espíritu que los anima con una presencia discreta, los ríos, los lagos y las montañas, el trueno y los vientos dominantes, la barrera de hielo y la aurora, son otras tantas hipóstasis presuntamente atentas a los dis­cursos y las acciones de los hombres. Pero es sobre todo en sus concepciones del mundo animal donde los indios del bosque boreal canadiense dan muestra de la mayor con­vergencia. Pese a la diferencia de lenguas y de pertenen­cias étnicas, el mismo complejo de creencias y ritos gobier­na por doquier la relación del cazador con la presa. Al igual que en la Amazonia, se concibe a la mayoría de los anima les como personas dotadas de alma, lo cual les otor­ga atributos completamente idénticos a los de los huma­nos, tales como La conciencia reflexiva, la intencionalidad,

1G Las informaciones etnográJicaa concernientes a la conccptualiza· ci6n y eJ tratamiento de los no-humanos. sobre todo d.c los animales, son particularmente profusas respecto de los grupos que hablan las lenguas algonquinas -crees del Labrador y del sudoeste de la bahía de Hudson y ojibwas septentrionales-, pero comcidcn. en lo esencial. con los dal08 més heterogéneos de que se djspone acerca de las tribus del conjunto atapascano que se despliegan deecle e l noroeste de la babia de Hudson hasta la lade ra occ1dental de las Montañas Rocosas y hasta Alaska. 5()bre los algonqu.inos, váanse Brightman (1993); Désveaux (1988); Felt (1973)¡ Leacock (1954); Lips (1947); Speck {1935), y Tanner (1979). Sobre los atapascan.os. véanse Nclson (1983) y Osgood (1936).

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11 \ hlll urectiva o la observancia de los preceptos éticos. l •• "'u pos crees son particularmente explícitos a este res-1"" t 11 l•in su opinión, la sociabilidad de los animales es

1 1111 tHnto a la de los hombres y se nutre de las mismas ht• lllt~a: la solidaridad, la amistad y la deferencia para 11 111 In l\ncianos, en este caso los espíritus invisibles que t l lll~·• •n los migraciones de los animales de caza, organi­""" 11 nlspersióo territorial y están encargados de su re­•• IIHI'IIt'i6n. Si los animales difieren de los hombres, sólo t " "1ilttl1Ces por la apariencia, una mera ilusión de los sen-11•1 .. , 1H1es las envoltw·as corporales distintivas que exbi­' '' 11 1111 Hon, de ordinario, más que disfraces destinados a Mil l it tlll r u los indios. Cuando visitan a estos en sueños, lw •llt tmnles se revelan tal como son en reaUdad, es decir, 1111111 ·li t forma humana, a si como hablan en las lenguas in­•11111 1111~ cuando su espíritu se expresa públicamente en el hut¡ u•urso del llamado ritual de la «tienda temblorosa».16

1~ 11 1 ' 1111 nto a los muy comunes mitos que ponen en escena l~t tlllll)n enlre un animal y un hombre o una mujer, no h t11 •·11 1-1 ino confirmar la identidad de naturaleza de unos y " '' "" t'HR conjunción sería imposible, se dice, si un senti­tlll • 111 u ele ternura no hubiese abierto los ojos del parte­".,''' humano, permitiéndole ver bajo or opeles animales l•t "''l'dnétct·a cónyuge deseable.

N•tM equivocaríamos si viéramos en esa humanización tf.,lttnnnimales un simple juego de la mente, una forma de I• IIMIIHJ metafórico cuya pertinencia apenas se extiende nu\• "llñ. de las circunstancias propicias para la realiza­d"'' tl t~ los rilos o el relato de los mltos. Aun cuando ha­bl•u 1111 l6rminos muy prosaicos de la batida, La muerte y •1 t ••tuuJmO de la pt·esa, los indios expresan sin ambigüe­(hul 111 u lea de que la caza es una interacción social con en· tl•l,td m¡ perfectamente conscientes de Las convenciones

111 1~1 1 ILtiOI de la «tienda temblorosaol (sha/ting l.cJdge en inglés) es CO·

lltllll ,, luda e l área algonquina subártica. Caida La noche, un hombre ~,,,. 1 1111••ntodo, con Cr!!cu!!ncia un chamán, se encierra en un ediculo '" '"'' ·HifJ pnra la ocasión. donde invoca con sus cantos a los espiritus lullllll llll, 1111C a l ncudir a visitarlo hocen temblar la frágil construcción. lhu ' "'' todo la ceremonia, los espintus conversan emre clJos. con el ' '' ,,.., ... \' con e l público sent.ado alrededor de la tienda, ya sea en una

¡.,,,. "'' ttJOocida o en un galimatlas incomprensible cuyo intérprete es pi "" tltHon. Vóanse Désveaux (199ó) y Brightman (1993), págs. 170-6.

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que la rigen.17 En este caso, como en la mayoría de las SO·

ciedades donde la caza tiene un papel importante, la ga­rantía de la connivencia de los animales se alcanza me­diante el testimonio del respeto en que se los tiene: hay que evitar e l estropicio, malar con limpieza y sin sufri­mientos inútiles, tratar con dignidad la osamenta Y los despojos, no ceder a las baladronadas y no mencionar si­quiera con demasiada claridad la suerte reservada a las presas. De tal modo, rara vez las expresiones que desig­nan la caza hacen referencia a su fin último: la muerte; así como Jos achuares de la Amazonia hablan en términos vagos de ccir a la selva», de «pasear a los perros» e incluso de «soplar a los pájaros)) (pa ra la caza con cerbatana), los montagnais dicen <<ir a buscarl>, cuando se trata de caza con fusil, o «ir a verlo», para verificar las Lineas ele tram­pas. lB Y al igual que en la Amazonia, asimismo, es habi­tual que el joven cazador que mata por primera vez a un animal de una especie determinada lo haga objeto do un tratamiento ritual particu lar. Entre los achuares, por ejemplo, el joven rehúsa comer de la presa que ha cobra­do, pues la relació n aún frágil establecida con la nueva es­pecie se romperla sin atenuantes si él faltara a ese decoro; en tal caso, los congéneres de su presa se escaparían en lo sucesivo al verlo aproximarse. E se mismo principio pare­ce dictar la conducta del cazador novato entre los ojibwas de Ontario: el cazador consumirá su presa, sin duda, en compañía de los hombres de su entorno, pero durante una comida ceremonial que termina con una suerte de ritual funerario en bonor de los restos del anima1.19

Más allá de esas muestras de consideración, de todos modos las relaciones con los animales pueden expresarse en registros más específicos: por ejemplo, la seducción, que representa al animal de caza a imagen de una aman· te, e incluso la coerción mágica, que aniquila la voluntad de una presa y la obliga a acercarse al cazador. Pero la más común de esas relaciones, y tambi6n la que mejor refleja la paridad entre los hombres y los animales, es el

li Vénnsc Sc:otl (1989); Tanncr (l979), págs. 130 y 136: Speck (1935), pág. 72, y ~r1ghtman (1993). púg. 3.

18 Comunicació n personal de DAniel Olémcnt. 1U DéRVIUJ UX (1995). pA¡;. 438.

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lt' 11 du omistod que un cazador anuda a lo largo del tiem-1"'1''" un miembro determinado de una especie. El amigo

11, ••Ht n• es concebido a la manera de un animal de com-1'111 111, que va a servir de intermediario frente a sus congé­"' ti " poro que estos se pongan sin protestar en la linea de 111 ,, unn pequeña traición, sin duda, pero sin consecuen­ll"l llllt"a los suyos, porque la víctima del cazador so reen­t 111111 poco después en un animal de la misma especie si 1111 dPtlpojos reciben el tratamiento ritual prescripto. En , l11 lu. cualesquiera que sean las estrategias utilizadas 1' 11 1 mc1tar a un animal a exponerse al cazador, siempre , 1111 t~cntimiento de generosidad lo que impulsa a la pre-1!11 11 t•nlregarse a quien va a consumirla. El animal de ca-

' ' 1 movido por la compasión que siente por los sufri­"'"''il O!J de los humanos, esos seres expuestos a la escasez 1 , """ supervivencia depende de él. Lejos de reducirse a ''"" un1nipulación técnica episóclica de un medjo natural ntttnnomo, la caza es aquí un diálogo continuo, en el l tiiiiMi' lii"SO del cual, como escribió Tim lngold, celas perso· 1111 huma nas y animales se constituyen recíprocamente 1 ull 11 116 identidades y sus finalidades particulares». 20

.\í1n más al norte, en esos parajes casi abandonados 1"'' In vida, que sólo los pueblos de lengua esquimal han •nlttrlo habitar, parece prevalecer una percepción idéntica ,j, lu !4 relaciones con el medioambiente.21 Hombres, ani­lllltlt•-. y espíritus son coextensos, y si los primeros pueden 1tllltll•nLarse de los segundos gracias a la benevolencia de lu tt•t·ceros, es porque la presa se ofrece a quienes la de­"' 1111 vC'rdaderamente, al igual que entre los crees. Los ri­'" du caza y de nacimiento inuits atestiguan que las al-11111 ~ las carnes, tan escasas y tan preciosas. circulan sin " '" e>ntre diferentes componentes de la biosfera defini-11"' JIOr s us posiciones relativas y no por una esencia dada 11111 u toda la eternidad: asi como hacen falta animales de 1 ''~" pnra producir a los seres humanos --como alimento, tlllnl •stá, pero también porque el alma de las focas arpo· 11111ht renace en los niños-. también hacen falta huma­"' 1 pu ru producir a ciertos animales - los restos de los di-

" l11110ld ( 1996), pág. 131. 1 fll,usel ( 1993); Fienup-Riordnn (1990), y Saludm d'Anglure (1990 y

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funtos son abandonados a los depreclado1·es, Ja placenta se ofrece a las focas y el alma de los muertos t·egresa a veces aJ espíritu que gobierna a los animales de caza marinos-- -. Como le confesaba eJ chamán lvaluardjuk a Rasmussen, «el mayor peligro de la existencia reside en que él a limen­to de los bombres está compuesto en su totalidad de al­mas».22 En efecto, si los animales son personas, el comer­los supone una forma de canibalismo que sólo el intercam­bio permanente de s ustancias y principios espirituales entre los actores protagónicos del mundo permjte, en cier­ta medida, atenuar. Este tipo de illlema no es privativo de los habitantes del Gran Norte, y muchas culturas amerin­dias se ven frente a] mismo problema: ¿cómo adueña1·se de la vida de otro, dotado de iguales atributos que yo, sin que ese acto destructor comprometa los lazos de conniven­cia que he sabido establecer con la comunidad de s us con­géneres? Dificil cuestión, que nuestra trarución humarus­ta no nos ha preparado para analizar desde ese punto de vista, y a la que volveré en el transcurso de esta obra.

De las se) vas exuberantes de la Amazonia a las exten­siones heladas del Ártico canadiense, algunos pueblos conciben entonces su inserción en el medioambiente de una manera muy diferente de la nuestra. No se piensan como colectivos sociales que manejan sus relaciones con un ecosistema, sino como m e-ros componentes de un con­junto más vasto en cuyo seno no se establece ninguna verdadera discriminación entre humanos y no-humanos. Hay, por cierto, diferencias entre todos esos ordenamien­tos cosmológicos: así, debido al escaso número de especies que viven en las latitudes más septentriona1es, la red de interrelacio nes entre Jas entidades que habitan Ja biosfera no es tan rica y compleja para los amerinruos del norte como para los del sur. Pero las estructuras de esas redes son análogas en todos los aspectos, así como lo son las pro­piedades atribuidas a sus element os, lo cual parece des­cartar que la ecología simbólica de los indios de la Amazo­nia pueda ser resultado de una adaptación local a un me­dioambiente más diversificado.

¿Se tratará entonces de una particularidad america­na? La etnología y la a1·queología revelan día tras día que

2Z Rasmussen (1929), pág. 56.

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ltl méJ·ica indla formaba a ntaño una totalidad cultu1·al ltt iJ.(i nal cuya unidad aún es perceptible detrás del efecto dn 1'1·ngmentación provocado por la historia colonial. Lo lllt1 limonian, por supuesto, los mitos, esas variaciones or­tl••nndas sobre un sustrato semántico homogéneo, respec­l u do las cuaJes no se puede sino pensar que proceden de 111111 concepción común del mundo, forjada en el trans­I'IH'I:IO de movimientos milenarios de ideas y poblaciones. 1 h1 osa historia precolombina, bastante más prolongada q110 lo que se imaginaba no hace mucho, sabemosmuy po-1'11, de modo que la etnograña moderna sólo puede entre-1(111' 1\0S crónicas deshilvanadas de esa ((Edad Media a la qltl' le habría faltado s u Roma)), para decirlo con la fórmu­lu do Lévi-Strauss, 23 simples indicios de un viejo fondo t'tln,pa rtido cuyos elementos se combinru·on aquí y allá de IIHmera muy diversa. ¿Cabría suponer que cierta manera rln representarse las relaciones entre humanos y no-hu­tttnnos es el resultado de ese antiquísimo sincretismo, que 11 ll~wa hasta nuestros días en un esquema panamericano?

Por seductora que parezca, la hipótesis de una origina­lt tlnd americana no resiste, empero, el menor análisis, (lllí'S basta con franquear el estrecho de Bering en sentido IIIVot·so a las migraciones que condujeron a los ancestros dn las actuales poblaciones amerindias desde Siberia nriuntal hasta Alaska para comprobar que los pueblos de ronzudores de la taiga conciben sus relaciones con el me­dton mbiente de manera muy similar.24 Tanto entre los 111 nguses como entre los samoyedos, l os ostiacos y los lllttnsis, se interpreta que el bosque en su totalidad está ttllimado por un espíritu, generalmente representado co­lll o un gran cérvido pero capaz de manifestarse en una 111ultiplicidad de encarnaciones, y que reside, sobre todo, 1111 los árboles y en ciertos peñascos. Por lo demás, los ár­holcs también pueden tener un alma propia o ser el doble vcogctal de un humano, lo cual motiva la prohibición de ta­lur Jos ejemplares jóvenes. Llamado «Rico Bosque)) en bu­rtttLO. el espíritu de los bosques tiene dos avatares: uno, po-

~~~ IAvi-Strauss (1964), pág. 16. ~ 1 15n el caso de Siberia, utilicé ampliamente la notable síntesis de

ll ¡qnayon (1990). Véanse también Lot-Fakk (1953); Paulson, Hult­krtlutz y Jettmar (1966), y Zelenin (1952).

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sitjvo, provee los animales de caza a los hombres y aleja sus enfermedades; otro, en muchos casos presentado co­mo hijo o cuñado del primero, difunde, al contrario, el in­fortunio y la muerte, y se dedica a perseguir el alma de los humanos para devorarla. La ambivalencia de <<Rico Bos­que>, -igualmente característica de las figuras del •<Señor de los Animales de Cazan en la América indígena- im­pone a los hombres la necesidad de extremar las precau­ciones en sus relaciones con los animales salvajes sobre los cuales ese personaje desdoblado ejerce su tutela.

Los animales mismos poseen un alma, idéntica en su esencia al alma de los humanos, a saber: un principio de vida relativamente autónomo con respecto a su soporte material, lo cual le permite al espíritu de la presa vaga­bundear, sobre todo después de su muerte, y asegurarse ante sus congéneres de que, de ser necesario, el animal será vengado. La organización social de los animales es, en efecto, semejante a la de los hombres: la solidaridad ent re los integrantes de una especie se asimila a los debe­res de asistencia entre los miembros de un mismo clan, mientras que las relaciones entre especies se describen como relaciones en tre tribus. En el caso de los animales de rico pelaje, ciertos individuos se erigen en <camas>> y ejer­cen un control sobre sus camaradas; más grandes y más bellos, encan1an el punto culminante de los rasgos carac· terísticos de la especie que representan y son, por lo tanto, los interlocutores privilegiados de los cazadores, que les ruegan temer a bien concederles a algunos de sus congéne­l'es. Presente asimismo en la Amé1·ica indígena,25 esta fi­gura del prototipo contribuye a diferenciar la jerarquía de cada comunidad animal, como si fuera necesario que en­tre los espíritus jefes y los anima.les de caza subalternos hubiese un intermediario de estatus idéntico a l cazador, con el cual las negociaciones pudieran desarrollarse en un pie de igualdad.

Las relaciones de Los pueblos siberianos con el mundo animal se diversifican, pues, de acuerdo con las partes in­tervinientes. La caza de los grandes cérvidos -en par­t icular, el reno salvaje y el alce- implica una relación de

26 Bnghtman (1993), pág. 91. para la zona subárt:ica. y Descola (1986), págs. 321·2, para la Amazonia.

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• il~r~mm. co n e l Espiritu del bosque, presentado como un dudnr de mujeres. Al copular en sueños con las hijas de , ,, l•~!'lpíritu , el cazador consuma la alianza y gana el de­tl 'l'ho n 1' cibir los favores de su suegro. Por simbólico que ¡turp•~,¡ca . oste lazo de parentesco no se considera del todo ltti iiJ.tHH\Xio: en 1·azón de la facultad de viajar durante el

111•nu nLribujda al alma, la unión con las hijas del Espiri­'" clul bosque adquiere, al menos, la apariencia de un co­'"• ' t' l' lO de persona a persona. Y dado que no hay que pro­' .u nr los celos de las doncellas de «Rico Bosque>>. los bom-111 <•M fl<' nbs tendrán de toda t·elación sexual con sus espo­i\1114 humanas antes de salir de caza. Para alimentar la ge­tu ·w t- tdod del suegro o de los espíritus proveedores de p1 ' "ltiM. a la noche se cuentan, en su invisible pl'esencia, 1" '"' lorgas epopeyas que tanto les gustan, mientras las ,·olulns deJ tabaco que fuman los hombres cosquillean tttt•ndnblemente las impalpables ventanas de su nariz.

Al mru·gen de los cérvidos, las relaciones de alia nza con 1 ltt•IHO de los animales son, en sustancia, nulas y hay que l•tlltlll'loda clase de precauciones para no malquistarse de III IIIWt'H duradera con ellos. Se puede empezar con artima­llthl: por ejemplo, atribuÍ!' a un miembro de otra tribu, en \111. uiiA, la responsabilidad por la muerte de un animal t¡lll l 11110 acaba de matar. o, mejor aún, mantener el incóg-111 1 r, du rante la caza mediante una máscara. Como en ''"II 'I'Íca, La moderación en La obtención de presas, La disi­UIIIInri6n de Las intenciones, La censura sobre el nombre tlt•l tlll lmal o el uso de eufemismos para designar su ma­l ull l.ll son reglas jmperativas si no se quiere quedar ex­l" ' "" lo n La venga nza de los animales de caza o sus repre­l ... nl uules. El trato adecuado de los despojos reviste tanta 1111port<tncia como en la región subártica canadiense, y por t ll/lllll'R análogas: la vida continúa mientras subsiste la ""HIIIl'nLa, de modo que al ubicar sobre pequeños anda-111 11111 tll' l bosque el esqueleto intacto del animal, su cráneo "· 11 veces. sus órganos genitales. uno se asegura de que su nl11111 rct.ornará a l reservorio común a su especie y así da-111 nri~un a otro individuo. Puesto que la envoltura carpo­' 111 nn es sino pura apariencia, una vestimenta transitoria 1111••,. 1·econstituye a part.ir de la estructura 6sea, el caza­tlut nu destruye a la presa, sino que se limita a sacarle La 111 1'111' po ra consumirla. Por lo demás, antes de dejarlo en

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y las divinidades,28 e incluso la expresión de una simbolo· gía del intercambio con la naturaleza, característica de los pueblos de cazadores.29 Si se adopta esa perspectiva, mu­chas similitudes perturbadoras en la manera en que ame­rmdios y siberianos conciben su relación con el medioam· biente podrian explicarse por la existencia de un trasfon· do chamánico común. La atribución de un almA a las plan· tas y los animales. las relaciones electivas con espíritus mediadores. los intercambios de alimentos y de identidad con los no-humanos: en definitivo. todos estos aspectos só­lo serían las manjfestaciones de un sistema más general de interpretación y reparación del infortunio, centrado en La persona de un individuo a quien se considera dolado de poderes particulares. Surgido en Asia septentrional, este sistema se habría expandido luego a las dos Américas con los inmigrantes procedentes de Siberia. para dar así ori­gen a cosmologias en apariencia muy semejantes.

Esta hipótesis difusionista, sostenida sob t·e todo por Mircea EJiado, implica vat·ios supuestos previos que, por lo demás, son en parte contradiclorios.30 Hucer del cha­ma nismo una forma de religión arcaica definida por al­gunos rasgos típicos -presencia de individuos que domi­na n las técnicas del éxtasis y se comunican con potencias sobrenaturales que les delegan poderes- supone otorgar a la persona y los actos del chamán un papel desmesurado en la definición de la manera en que una sociedad se es­fuerza por dar sentido al mundo. Es como si se decretara la unidad del brahmanismo, la religión griega y el cristia· nismo con el pretexto de que en ellos encontramos la figu­ra central de un sacerdote, instrumento de una mediación litúrgica con lo divino signada por un sacrificio real o si m· bólico. Ahora bien, al menos en La América india, el papel desempeñado por los chamanes en el manejo de las rela­ciones con las diferentes entidades que pueblan el cosmos puede soslayarse por completo. En la región subártica, así como en no pocas sociedades amazónicas, las relaciones

28 Jb id., págs. 5-9. W l lamayon (L982). :JO Eliade (1968 [1951)), pág. 266. Alfrcd ~létraux propone una expli·

cación idéntico purn dar raz.ón de ciertos rn gos especificos del chama­nismo de los aroucnnos. en el extremo austral de Amérac-n del Sur; véa· se Mét raux (1007), págs. 234-5

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'' "' n· humanos y no-humanos son, ante todo, relaciones tll• Jl l•t·sona a persona, mantenidas y consolidadas a_lo l_a~­flll d<• lo existencia de todos y cada uno. Esos lazos mdivl· alawles de connivencia escapan a menudo al control de los , ~lwcialistas riLuales, cuya tarea, cuando los hay, se limi· 1 1 l'll muchos cnsos a l mero t ratamiento de los males del , lll't·po. Es avenlurado, entonces, aflrmru· que una concep· 1 11111 predominante del mundo pueda ser producto de un

1 lt•mo religioso centrado en \loa institución, el chama­ldMmo, cuyos efectos quedan a veces limitados a un sector • ••tlucido de la vida social. El argumento difusionista tam­lawn un plica, a contrario, que la configuración cosmológ~­• 1 hnb1t.ualmente asociada al chamanismo debería desdi­ltu¡nrsc y desaparecer a med ida que nos alejamos de lazo-1111 ICI'Ográfica en la que tiene su presunto origen. A no s~t·, , '''~'~~ está, que se considere que cualquier forma de media· , 11111 d ecliva con entidades sobrenaturales participa del , lwmnnismo, postura absurda que haría de este el sustra­t .. u11 liguo de todas las religiones. al mismo tiempo que ~n , .. nrí'pto absolutamente vacío, pues, a l abarcar demasia· ,¡,, .. ft•nómenos diferentes, ya no determinaría ninguno de , lln ele manera significativa.

l 'tt i'O precavernos de las seducciones de un difusionis­" '" 1•ny,onable --es decir, que no se extienda a la totalidad .1 .. 1 plnncta- tenemos que alejarnos del hipotético foco de l ll pt~l rJI icas civilizaciones chamánlcas. Saltemos entonces

1 • ., ,. l'ncima de Mongolia, China e Indochina para_ tra~­lutl..rnos a más de seis mil kilómett·os al sur de Stbena 111 h•11tnl. a la selva tropical húmeda de la península mala­' 11 \ llí vive un conjunto de grupos étnicos de lengua mon· 1••1111 '1', u quienes los mal ayos denominan colectivamente "'' ' "n~ usli>> («pueblos aborígenes»). Esos grupos deben su 1 11!. lt~l uncia a la caza con cerbatana y a la recolección Y el •ult tvu 1Unerantc sobre chamiceras de plantas domésticas ut iMIIlll rias de la América tropica l, como la mandioca o la l111111tn ; y el especialista en la Amazonia indígena no ~~e­'" ai••Jnr de reconocer en ellos numerosos rasgos familia· tt ,. l11s mismas técnicas de uso extensivo de los recursos, ¡,, uliHmn dispersión del hábitat, la misma flu idez de la u111n111Mición social. Pero es sobre todo en las t·epresenta-1 lw... de Las relaciones que mantienen con las plantas Y ltut u u males donde los orang aslis exhiben las semejanzas

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más asom brosas con los pueblos examinados basta aquí. Tomaré como ejemplo u na peq ueña etnia del interior de la provincia de Pahang, los chewongs, cuya ecologia simbó­lica nos es bien conocida gracias a los trabajos de Signe Howel1.31

La sociedad cbewong no se limita a los doscientos se· senta individuos que la componen~ se extiende mucho más allá de la~ fronteras ontológicas de la humanidad, para englobar una miríada de espíritus, plantas, animales y objetos a los que se adjudica la posesión de los mismos atributos que los chewongs, y que estos designa n colecti­vamente como <<nuestra gente>> (bi he). A despecho de la diversidad de ]as apariencias, todas las entidades de este cosmos selvático se mezclan en una comunidad íntima e igualitaria que se opone globalmente al mundo exterior, amenazante e incomprensible, donde vive «gente diferen­te)) (bi masign), malayos, chinos, occidentales u otros pueblos aborígenes. En esa intimidad sa turada de vida social, los seres que comparten el mjsmo entorno inmedia­to se perciben como complementarios e interdependien­tes: la responsabilidad ética de asegurar la buena marcha de las cosas se asume en forma colectiva y está en relación con los actos de cada uno, pues el acatamiento de un có­digo moral caracteriza la conducta de todos aquellos que poseen una conciencia reflexiva (ruwai), humanos y no­humanos sin distinción. Si algunas plantas y algunos ani­males son ((gente>> (beri) para los chewongs, es porque go­zan de las mismas capacidades cognitivas y morales que ellos, pero también porque su cuerpo, en ciertas circuns­tancias, puede parecer idéntico al de los hombres. El ru­wai constituye la verdadera esencia de la persona y su principio de inruviduació.n, y el cuerpo no es más que una vestimenta de la que uno puede liberar se de manera tem­poraria , sobre todo durante los sueños. Sin embargo, cuando el ruwai vagabundea, lo hace bajo la forma de u na incorporación física, sin la cual no podría ser visto ni re­conocido por los otros ruwai. Ahora bien, si en un caso se­mejante el ruwai de los humanos se encarna en la forma de un modelo reducido del cuerpo real-una suer te de ho­múnculo-, el ruwai de las plantas y los animales, en

:ll Howell (1996 y 1989 (1984)).

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1 Hllll liO, se encarna en un cue.rpo humano, y no en la <wes· IIIII OilLa» de s u especie. Además. aunque el rt¿wai ele un lllllll 1U10 no puede habitar el cuexpo de otro humano, es I'H f H\~, llegado el caso, de tomar la apariencia de una plan-111 o un an imal. Para los chewongs, las distinciones entre 11ufu raleza. sobrenatm·aleza y humanidad no sólo no tie­''"ll sen tido alguno, sino qu.e la posibilidad misma de re-1'•n·t n1· lo real en categorías estables r esulta ilusoria, po.r­lflll' jamás se está seguro de la identidad de la persona, IIIIIIH\na o no-humana, que se oculta bajo la «vestimenta» d1 1 f ftl o cual especie.

~e trata , no obstante, de un atributo de los seres que pnn lura sean cuales fueren sus avatares, y que los distin-11' tu on agrupamientos homogéneos sin que ellos lo advier· lnn. Se estima que cada clase de personas dotadas de un I'IIIUCli percibe el mundo a su manera, en función de las ca­IIICf erísticas singula res de su aparato visual. Por ejemplo, 111 1 In selva es habitual que un chewong caiga en la trampa t ll~:~pu esta pot· un espíritu para capturar cerdos salvajes; IH ro como sus ojos son «calientes», a diferencia de los ojos d., los espíri tus, que son «fríos», no se dará cuenta de lo lfliC le ha octu·rido, salvo para sentir en el cuerpo sus con­~~~uu encias dolorosas. No por ello, empero, los humanos c•MLá n en desventaja, pues la ilusión es de doble sentido.

I:IÍ, una raza de espíritus de los cuales se afirma que se Hllmentan de una especie de cañacoro percibe esta planta rumo si se tratara de una batata; cuando los chewongs cor­ttln ca ñacoros, esos espíritus n o ven más que puercoespi­uos que desentierran batatas. Del mismo modo, el perro que come excrementos debajo de las casas está convencido dp t¡ue devora bananas, mientras que los elefantes se ven 111\0S a otros como humanos. Considerado como un predi­¡•udo del ruwai de cada especie, el modo de p ercepción que lu os privativo no cambia conforme a las metamorfosis in­dividuales, de manera tal que un chewong que se calce la ~<vestimenta» de un tigre seguirá viendo el mundo como un httmano. En este punto es palmario el paralelo con el r ela­t •vismo perceptivo de los amerindios: la identidad de los HM es y la textura del mtmdo son fluidas y contingentes, l't •ncias a cualquier clasificación que pretenda este reo ti par lu real en virtud exclusiva de las apariencias. Los chewong tlon indudablemente dualistas, pero de una manera muy

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diferente de la nuestra: en vez de discriminar en su seno entre los hum anos y los que no lo son, trazan una frontera entre lo cercano y lo distante, entre comunidades de per ­sonas de aspecto heterogéneo, pero que comparten las mismas costumbres y el mismo hábitat, y la perifer ia misteriosa donde reinan otras lenguas y otras leyes. De tipo concéntrico, su dualismo mitiga las discontinuidades en su centro para excluir mejor en sus confines; el nuestro es diametra l y distingue en términos absolutos para con­seguir una mejor inclusión.

La desenvoltura con que los chewongs se adaptan a un mun do en el cual naturaleza y sociedad no están compar­timentadas no tiene nada de excepcional en el sudeste asiático. En la propia Malasia, las fuentes etnográficas nos esbozan cuadros compa t·ables de otros pueblos aborí­genes, como los negritos bateks del centro de la penínsu­la32 o Jos ma'betiséks de los manglares de Selangor.33 Pa­ra estos últimos, nos dice Wazir-Jahan Karim, «es funda­mentalmente malo explotar plantas y animales como re­cursos a limenticios, porque e llo equivale a utilizar a hu­manos como comida>>.34 Otro tanto sucede más h acia el este, en Indon esia oriental, entre los nuauJus de la isla de Seram. Al estudiar su manera de clasificar la fauna, Roy Ellen llega a la conclusión de que es imposible aislar una taxonomía animal nuaulu concebida como un domi nio dis­creto. es decir, independiente de un orden cósmico más abarcativo, análogo a la antigua «cadena de los seres>>. as

La isla de Seram está separada de Nueva Guinea por un estrecho de apenas doscientos kilómetros, por lo cual no provoca sorpresa comprobar en Melanesia esa misma falta de frontera tajante entre humanos y no-humanos. Roy Wagner define muy bien esta continuidad cuando escr ibe: ceLos pueblos del interior de P apuasia sitúan la

3:l Endlcott (1979). 33 Karim (1981o y 198lb). 34 Karim (1981b), pág. 1: asimtsmo, «los ma'betiséks no disponen de

ningún tórnúno general pnru describir la naturaleza. Dado que loa ob· jetos ani mo dos no-humanos (plnnlns y a tumales) y los óbjetos lnanjmu­dos forman parte del medioambtcnte (el viento, el cielo, e l trueno, la Uuvio, el agua, etc.), no se los categor izo colectivamente como objetos naLura leSJ• (ibid., pág. 7).

3ll Ellen (1993). págs. 94-5.

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lllt lllllnl(lncl en e l seno de un mundo de enlidades antropo· 111od• c·ns di ferenciadas pe ro fundame ntalmente oná lo· Kll ·1'

111 Es lo se deja ver con especial claridad en las socie­dt~d t •H de la Gra n Meseta, un isJote biogeográfico notorio 1"" lu riqueza y la diversidad de su fauna y su flora . En la 1114lllulogín de los kalulis, por ejemplo, impera e l mismo ti-1'" dt• r·clativismo perceptivo que en la Amazonia o entre 1.. du:wongs: numerosos mundos coexisten en un solo •n .. clu wmbiente, poblados por clases de seres distintos que 1'"'1 thcn n s us congéneres como humanos pero ven a los lotlulunlcs de los otros mundos como animales o espíritus. l .u hombres. en consecuencia, cazan cerdos salvajes en f,,. que se encarnan espíritus, mientt·as que estos cazan '

1 nlus Aalvajes en los que residen los dobles de los huma­'"' •

17 Por eso, y para retomar una fórmula de los boda· 1111111 is, veci nos de los kalul.is, «cuando vemos a nimales, p111lrlt1mos pensa1· que sólo se trata de animales, pero sa­l t~ntltlR que en r ealidad son como los h umanos».38 Más ha-1 111 t• l t•ste, en las islas Salomón, la si tuación apenas difie· ' " Sngún los a re'ares, la moneda de conchas, las plantas 1 ll lltvndas, los cerdos, los peces, los hombres y las mujeres ,. IHn fo rmados por combinaciones más o menos comple-111 • tiC' vectores de identidad que, al circu lar entre todas 1t .t IIH entidades, ligan unas a otras en un gran continuum

1 l .• 39 E . . 1 1 1 • 411 tco. n esas miSmas 1s as, a gente de la laguna de 1\lurovo, se nos dice, (mo cree que los componentes orgáni-111 ~" morgánicos de su entorno constituyan u n rei no dis-1 tul u de la naturaleza o del medioambiente que esté se­pum clo de la cultura o de la sociedad bumana>>.40

l~mpero, fue más al sur, en Nueva Caledonia, a mil le­.,,.,,,. de los parajes en que habíamos comenzado esta in­\ •· 1 igación, donde se expresaron tal vez con mayor su tile­''' lns implicaciones de un mundo en el que los humanos ~· • v• ·n envueltos en su medio. Debemos este saber a un M' t\11 hbro precursor , Do kamo, en el cua l Maurice Leen­hu n ll, hace ya d ncuenta años, nos aler tó sobr·e una con-

1'1 Wur4ne r (1977), pág. 404.

1 Sdlt!'frelin (1987). ' Vnn Oeek (1987), pág. 174. ' ' <'uJJpct (1995). 1" ltvultng (1996), pág. 170.

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cepciá'n odginal de la persona, inmersa en la abundancia de un mundo ••donde animales, hombres y plantas inter­cambian entre sí. sin limitaciones ni diferenciacionesn.4 l

Sin diferenciaciones, pues los canacos postulan una iden­tidad de estructura y sustancia entre el cuerpo humano y las plant as: los tejidos, los procesos mismos del crecimien­to y de la fisiología, son análogos en todos Los aspectos, aunque los modos de existencia se perciban como diferen­tes. En este caso no se trata , por consiguiente, de una co­rrespondencia metafórica, bastante clásica, además,42 en­tre el desarrollo del humano y el desa rrollo del vegetal , sino de una indudable continuidad material enLre dos ór­denes de lo viviente, atestiguada por el retorno de los an­tepasados en ciertos árboles después de su muerte. Ese cuerpo leñoso, nos dice Leenhardt, no pod1·ía ser el sopor­te de una s ingularidad, el núcleo de un yo individual: en­gastado en un medioambiente con el cual casi se confun­de, le permite al homb1·e conocerse a t ravés de su expe­riencia del mundo y ~<sin que sueñe con distinguirse de ese mundo)).43

El cuerpo se anima gracias al hamo, un predicado que denota la vida pero que no implica ni contorno definido ni naturaleza esencia l. De un animal o un vegetal se dice que son hamo si las circunstancias hacen pensar que tienen algo en común con el hombre. Al igual que en la Amazonia, lo humano supera todas las representaciones físicas del hombre, y la plenitud de la humanidad, expre­sada por los términos do kamo («humano verdadero>>), se despliega de hecho en toda clase de unidades de vida rus­tintas del hombre en cuanto especie. Por eso, Leenhardt propone traducir do kamo por((personaje», un principio de existencia revestido de apariencias diversas, en contraste con la noción occidental de «persona», que supone una conciencia de sí particularizada y un cuerpo nítidamente circunscripto en el espacio. El kamo no se define por un cierre, sino por las relaciones que Lo constituyen; de modo tal, si se suprimen estas -en los humanos, la red de lazos

41 Leenhardt (1947), pág. 222. 41! Véase el análisis que, al respecto, haco Maurice Bloch (1992) con

rcfereocJa a una sOCJedad de Madagascar . " 9 LeenbordL (1947). pág. 31.

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"' ' poronLosco, solidaridad y lealtad-, el ego se desvane­' n, 1 ncn poz de existir por sí mismo en la inteligencia refle­'"''U de su singularidad. La desocialización provocada por 11! proceso colonial origina, pues, desórdenes dramáticos, ltiiL• la educación impartida por los misioneros aspira a co­ttl 'l{i r . Por obra de ella, en efecto, nace una conciencia de lu mdividualidad, inscripta en un cuerpo autónomo. El vi ju Boesoou deja pocas dudas al respecto en su respues-111 n Loonhardt, que indagaba sobre los efectos producidos pnr ln escolarización:

" l~n suma, ¿lo que aportamos a su pensamiento es la idea " " l'll¡>iritu? .,y {•1 objeta: u ¡, 1~ 1 csplritu? ¡Bah! Ustedes no nos trajeron el espíritu. Ya nhhunos de su existencia, actuábamos según él. Pero lo que 1 nQs trajeron fue el cuerpo••.44

Ln.s Américas, Asia, Oceanía: un continente etnográfi­'" fnlta aún en la lista. África, en efecto, parece distin-11\llrse de los casos examinados hasta ahora por el hecho rln que en ella la frontera entre la naturaleza y la sociedad ' ' 1 ó, al parecer, más consolidada, transcripta en clasiftca­' •unes espaciales, cosmologías y concepciones de la perso-1111 que diferencian con bastante claridad entre humanos y 1111 hu m unos. Así, la oposición tajante entre la aldea y el 11111nle -el bush, en la literatura anglosajona- reapa1·ece '•uno un leitmotiv en todas las monografías africanistas: l11 primera es el lugar del orden social, construido por el ltnhnjo. mantenido por el ritual, garantizado en superen­lltdud por la jerarquía segmentaria y la presencia de los llilt't'SLros, mientras que el segundo es una periferia peli­III IIMA, poblada de especies depredadoras y genios maléfi­• "'.un espacio anómico asociado a la mue1·te y fuente am­h•nuu do potencia masculina. Del mismo modo, en África 1• inusual que los animales salvajes tengan un alma incü­' itluul, una intencionalidad o características humanas, y • q11ndo intervienen en los cuentos no lo hacen como altar •'JJII ele Jos hombres, a la manera de los mitos amerindios, altln mtls bien como metáforas, arquetipos de cualidades

j 1 l llitl., plig. 212.

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morales censuradas o celebradas, simples actores en pat·á­bolas irónicas o edificantes que recuerdan mucho a las fábulas europeas. Por último, a diferencia de lo que ocurre en las otras áreas culturales, las i_ote¡·acciones entre los humanos y las especies naturales son poco estudiadas por los africanistas -salvo los interesados en los pueblos pig­meos-, y las plantas y los animales aparecen sobre to~o en el análisis de las prohibiciones alimenticias, el totemls· mo y e l sacrificio, es decir, en carácter de íconos que refle­jan categorías y prácticas sociales, y no como sujetos de pleno derecho de la vida del mundo. Por otra parte, esas especificidades africanas se perpetuaron en América co­mo consecuencia de la deportación de esclavos. TaJes lo que muestran con claridad las representaciones contras­tantes de la selva húmeda del Chocó colombiano que tie­nen los indios emberás y las poblaciones negras de origen cimarrón que viven allí desde el siglo XVII, en contacto permanente con los indígenas: para los primeros, la selva es una prolongación familiar de la casa, donde se reali~an intercambios rituales de energía con los arumales y los es­píritus que los gobiernan, mientl·as que los segundos sólo ven en aquella un lugar salvaje, oscuro, peligroso, cuya frecuentación se evita e n la medida ele lol)osible, una antí­tesis absoluta del espacio habitado.45

En la tercera parte de este libro examinaremos las ra­zones que podr.ían explicar esa aparente singularidad del África y 1a perturbadora proximidad de este continente con Europa en lo referido a la percepción y organización de las discontinuidades entre humanos y no-humanos. No es imposible, por lo demás, que ese particuladsmo tam­bié n sea, en parte, producto de los hábitos intelectuales característicos de todas las especializaciones en áreas cul­turales, que inducen a los etnógrafos a reconocer, en la so­ciedad que estudian, expresiones de cier tas realidades con que los ha familiarizado la tradición erudita propja de la región de la cual se ocupan, y a desatender fenómenos dificiles de mscribir en los marcos interpretativos elabo­rados por dicha tradición. Empero, los cánones de análisis evolucionan con los cambios de pa1·adigma que periódica­mente experimentan los estudios regionales , y nuevas in-

41l Losonczy (1997).

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Vtltll igaciones de campo sacan entonces a La luz aspectos d11 Pchados de culturas que, sin embargo, se creía bien co­u .. ddos. Para no mencionar más que dos breves ejemplos, ,, ,,•iontos estudios etnográficos aluden, en Malí y Sierra 1 ,l'llllll, a concepciones de los no-humanos más cercanas a l•t quo se conoce en América o en Oceanía que a la imagen 111 t•scnt.ada durante mucho tiempo por la etnología africa­tlt-llH . Asi, los kurankos de Sierra Leona atribuyen a cier­IIIM 111dividuos la aptitud de metamorfosearse en animales do iJH'Cdadores -elefantes, leopardos, cocodrilos o serpien­¡,,,. con el objeto de perjudicar a sus enemigos, atacando .,. ~nnado o pisoteando sus cultivos. Al preguntarse cuál Jl''"dc ser la ontología subyacente a esa creencia, Michael .J,wkson hace notar que se apoya en una concepción de la jit ll'~ona como atributo fluctuante originado en las inter-111 ' tones con los otros, y no como una esencia individuali­''''ln, anclada en la conciencia de sí y la unidad corporal. 1 '" ''oción de persona, morgoye, no define entonces una ¡,J,.ntidacl singular y estable, sino que proviene del grado ,¡,. r·mtsumación de las relaciones sociales mantenidas en 1111 o cual momento con una multitud de entidades, de "l ll~t'lC que la calidad de «persona», función de una posi-1 11111 y no de una sustancia, puede atriburrse, según las 1 11'1 ltnstancias, a humanos, arumales, genios del monte, "'"' 'Stros. plantas y hasta piedras.46 Ese desdibujamien-1" rlo las fronteras ontológicas es igu almente notable en '"" dogooes de Tireli, que confieren a las plantas silvcs­lmtl propiedades antropomórficas: los curanderos dialo­ICII I\ ~·on los árboles para adquirir su saber técnico, y a lgu­uu·• rboles, sobre todo la ceiba, son famosos por despla­M 11111 d u1·ante la noche para conferenciar , característica •1"'' t nmb ién se atribuye a las piedras situadas cerca de lw l't.•mcnterios.47 La oposición entre el monte y la aldea, •' lotun muy nítida en estos dos casos, puede así autorizar 111111 multitud de mediaciones y pasajes que hacen impro­leuhh• In distribución de los ocupantes respectivos de uno y ut 111 t•spacio en regimenes de esencias diferenctadas por 1111 l ll t Lll t't:~leza.

11 ~~ .Jocksou (1990). 11 Von lleck y Banga (1992).

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Interrumpamos por un momento este periplo etnográ­fico que ya nos ha hecho franquear muchos mares. La in­tención que lo a nimó fue establecer que una forma de ex­perimentar la con tinuidad entre hu manos y no-humanos, que tuve el privilegio de observar en un rincón perdido de la Amazonia, se hallaba en realidad muy expandida y difí­cilmente podía derivar de un fondo ideológico común que se hubiera difundido poco a poco hasta irrigar buena parte del planeta ...

Sin duda, podrá objetárseme, pero todos esos pueblos de los que uslod nos habla tienen, a decir verdad, rasgos estructurales idénticos, que podrían explicar las similit u­des de sus visiones del mundo. Viven, o vivían, de la caza, la pesca y la recolección, a lo cual se agrega , en el caso de muchos de ellos, el cultivo de raíces tropicales de rep ro­ducción vegetativa. Diseminados en pequeñas comunida­des de escasa s ignificación demográfica y sin capacidad de acumular excedentes de importancia, para su subsisten­cia dependen, por consiguiente, de una interacción cons­tante e individualizada con plantas y animales. Enlama­yoría de los casos, en efecto, las presas se le presentan al cazador bajo la forma de un sujeto aislado o de un peque­ño grupo de animales con los cuales debe rivalizar en as­tucia y destreza. En cuanto a la horticultura de reproduc­ción por esquejes, difiere del cultivo de cereales en cuanto supone un trato personaUzado de cada planta, investida por ello de una singularidad manifiesta.48 En consecuen­cia, no habría nada de sorprendente en el hecho de que se dotara de atributos a ntropomórficos a esas plantas y esos animales escogidos día tras d.ia por un comercio familiar.

Por añadidura, las sociedades examinadas hasta aquí desconocen la escritura, el centralismo p olítico y la vida urban a. Carentes do instituciones especializadas en la acumulación, la objetivación y la transmisión del saber , no habrían s ido capaces de llevar a buen puerto el esfuer-

48 l:!:sto es lo que vio con claridad André-Georges HaudrlcouTt en un Articulo (1962) e n el que contrastaba ••la acción directa posilivm> ejercí­da sobro lo viviente por el cultivado•· de cet·cales y el pastor do EuropR meddional con <do acctón tndirccta negativa~ de los cultivadot-es de tu· bérculos de Occonio. que prodtgan cuidados personales a cado planta. En el capitulo 4 8C hollará un comentario sobre esta oposición (ver in­fro , págs. 168-70)

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u' ••11•• avo y crítico gracias aJ cual la tradición letrada de Mlt 111111" ¡nwblos pudo aislar la natura leza como un campo •l• 111 \''"h gnción y producir conocimientos positivos sobre .. tlu t•: u tlunut, y puesto que es dificil escapar a las comodi­,¡, .. ¡, c l ~·l evolucionismo cuando se rechazan las explica­• '" ''' hasadas en la difusión, ¿no sería licito admitir que ¡,. 1 tlt u tic una oposición tajante entre humanos y no-hu­tu 11 111 ,.s característica de una fase determinada de la tu '"' 111 u m versal, de la cual se habrían liberado las gr·an­tt• • 1valtznciones?

llna unn respuesta exhaustiva a esto argumento supe­tn ' " " mucho el objetivo del presente capítulo. Me confor­"'"' ••. pur lo lanto, con mencionar brevemente dos ejem­' ''" t•ua·n poner en duda la idea de que la naturalización th 1 11111ndo proviene, sin esfuerzo alguno, de un progreso 11 .. 1 wiH'r hecho posible por la escritura y la act·ecentada l!tlluplt•J tdad de los dispositivos de integración social.

l•: t primer ejemplo nos transporta a la India antigua, ••ulllliVl•rso lleno de ritos que los brahmanes deben man­tteu••• 11 lodn costa mediante el trabajo del sacrificio. Ese hiiiHIJu consiste - para repetir el título de una obra de l lu11 h•tc MaJamoud- en c<cocinar el mundOl> sin tregua ru d••• ••uso, pues a través de la cocina sacrificial se con!i.rma l1 J•••Hr'quía divina de los dioses, se asegura la sucesión r•wul11r de las estaciones y se garantiza la generación de tu. ultmcntos apropiados para cada clase de seres.49 Sin ttnlmr¡¡o, el fuego del sacrificio alimentado por el brah­Miht 1111 tiene la función de modificar el estado de un mun­tlu •tll• • seria crudo y natural en su forma original, y no lhtJtlllll ll el sello de la cultura a una materiaUdad informe: "" h•u·p ~mo recocer un cosmos ya transformado por la "" • 11111 del sol. Es cierto que algunos espacios parecen es­ter li1nru del alcance de esa labor paciente. La diferencia nt •• · In o Idea y el bosque es, en efecto, muy marcada en la

ltt•l•u hruhmánica: constituyen la c<aJdea>> (grama), ante Wtlu. lm:1 instituciones que le dan existencia, muy en par­lit tll111' t' l sacrificio, y por ende también los medios de uaupl1rlo, los animales domésticos, los campos cultivados

r l11 • ullliguciones impuestas por la administración de un l•u 1111\o, mientras que el «bosque>1 (ara!lya) es la exteriori-

• M •lnmoud (1989).

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dad de la a ldea, un intm·sticio entre los lugares habitados, caracterizado no tanto por un tipo de vegetación como por la exclusión del sacrificio, símbolo por excelencia de la ci­vilidad. Ahora bien, Malamoud muestra a las claras que ese contraste no corresponde en manera alguna a una oposición entre la naturaleza y la sociedad.60 En primer lugar, porque el sacrificio incorpora animales salvajes en carácter de cuasi víctimas, puesto que, a diferencia de los animales domésticos, se los liberará sin matarlos. De tal modo se atuma la aptitud de la a ldea para englobar e l bosque en su espacio ritual y reunir lo que podia parecer separado ...

Por otro lado. el bosque mismo es, en ciertos aspectos, un engloba miento de la Aldea. Lo que caracteriza y distin­gue al hombre en el pensamiento védico es el hecho ele ser a la vez sacrificador y sacrificado. oficiante y única victi­ma auténtica, mientras que los restantes animales no son más que sus sustitutos. Desde ese punto de vista, el hom­bre es el primero de los animales aldeanos aptos para la inmolación. Sin embargo, también se lo incluye entre las fieras del bosque, y debido a su semejanza con él algunas especies, como el mono o el elefante, son clasificadas como animales salvajes. Tanto en las taxonomías como en la práctica, lo propio del hombre es pertenecer a la vez a l bosque y a la a ldea, y esta doble naturaleza se expresa en la doctrina de los estadios de la vida que aconseja al hom­bro de las castas elevadas, una vez llegado a la madurez, despojarse de s us bienes y terminar s u vida en la soledad ascética del bosque, abrazando el estado de lcrenuncian­te». Ciertos textos muestran que la renuncia no es una mortificación del cuerpo en las pruebas enviadas por una naturaleza poco hospitalaria , sino una manera de fun­dirse con el medioambiente, alimentarse y revivificarse con é l, seguir su ritmo y apuntar a lo absoluto en la obe· diencia a s u principio de existencia.51 Esas enseñanzas subsisten en la lnclia contemporánea; según Jean-Claude Galey, << no hay humanidad que sea aqui autónoma, sino un proceso infinito de tra nsform aciones que contempla sin confundirlas. como otros tan tos eslabones de una ca·

~ fbid .. capítulo 4. 5 1 !bid .. pág. 114.

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flt ' ''' 'ul\ltllllfl, In tolalidad de la s clife r:c·nLes categorías de lu \ ' ' '' '11 1 <1 i nscri plas en e l cosm OS!>. 62 En suma, al igual ' ' '" • lll t t• los pueblos sin escritura de América u Occanla l• uulul'u l •zu no parece haber adquirido en esta civiliza~ t 111 11 H•lltllltln la jerarquía de un dominio independiente.

\ 111111 c·omprobación análoga lleva el bello estudio de 111 11 1111 Bl.'rque sobre el sentimiento de la naturaleza en

11 ' '""'" ''·1

El término mis mo mediante el cual se traduce 11 ''"" •'Jito de naturaleza, shizen, sólo expresa uno de los 1 ulul11 th· la palabra «naturaleza)) en Occidente, el más t • • 1111u u lu noción original de physis, a saber: el principio tf'" l uw<• que un ser sea tal como es por sí mismo, que se el., 111 11ll t• de conformidad con «su naturaleza>>. Empero, ,¡,, ''' no tncluye de manera a lguna la idea de una esfera th l itM l~~r1ómenos independientes ele la acción humana, tH•••tlll' •·n t•l pensamiento japonés no hay lugar para una lll•t• l1v1wión reflexiva de la naturaleza, una retirada del l1111ulu u con respecto a lo que lo rodea. 54 Al igual que e n N tllt\'11 ('nlodonia. el entorno es percibido como fu nda­ltiWI •ll lllt'nte indistinto de ttno mismo, un a mbiente en el fiU-' u t•~J)IInde la identidad colectiva. Berque advierte en l• NI III II>.IH del japonés un signo de esa tendencia abonar ltl '"' ' ''uf unción de la persona, sobre todo en la s upresión

¡,., ,, 11 dul sujeto gramatical en beneficio de un medio de ft 11 ·11c 111 en el que están s umidos el verbo y los s ujetos

ltt•l•' ulun lcs. El entorno debe tomarse aquí a l pte de la le-• • lo qu~ liga y constituye a los humanos como expre-1111• 111ulllples de un conjunto que los supera ... 1) 11 huli~mo s_ernejante permile dilucidar la paradoja

l ln•tl•n Japones. Colmo aparente del artificio, ese sitio lut 11do de la cu ltura nipona no apunta, sin embargo, a 1 1u•u•."" runa domesticación obsesiva de la naturaleza,

''"" ni rccer al placer de la contemplación una represen· ti'"' dt 'JIUrnda del cosmos. 55 Gracias a él, las montañas l•• u~uns, moradas sagradas de los csptritus y metas ele t llr •lllltWS meditativas. se t rasladan en miniatura a Jos 1"''' modelados por el hombre. pero sin perder su ca-

.. , 'ilt•\' ('19!):!), pág. 49. lt. '•rw• ( 1986).

1 ' ""' flilg. 176. " '"11111 (1095).

63

USUARIO
Resaltado
USUARIO
Resaltado
USUARIO
Resaltado
USUARIO
Resaltado
como las maquetas talladas en piedra de los incas
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rá.cter ni parece r intrusos. Reducir el paisaje a las dimen­siones de un recinto no es capturar una naturaleza ajena para objetivarla mediante el trabajo mimético: es querer recupera r en la frecuentación de un espacio familiar la asociación intima con un universo de caminos poco accesi­bles. La estética paisajista japonesa no expresa una desu· ni6n entre el entorno y el individuo, sino que muestra que la única natura leza por tadora de sentido es aquella, r e­producida por los hombres o animada por las divinidades, en la que son visibles desde el inicio las marcas de las con· venciones que le dan forma; lejos de ser un ámbito de ma· terialidad en bruto, es la consumación cultural de una lar· ga educación de la sensibilidad.

Es hora de poner fin a un inventario que podría llegar a ser fastidioso. Su objeto no era demostrar o explicar, si­no únicamen te hacer tomar conciencia de que la manera en que e] Occidente moderno se representa la naturaleza es lo que menos se comparte en el mundo. En muchas re­giones del globo, no se concibe que humanos y no-huma· nos se desarrollan en mundos incomunicables y conforme a principios sepa rados; el medioambiente no se objetiva como una esfera autónoma; las plan tas y los animales, los ríos y los peñascos, los meteoros y las estaciones, no exis­ten en un mismo nicho ontológico definido por su falta de humanidad. Y esto parece cierto, cualesquiera que sean, por otra par te, las caracterí.sticas ecológicas locales, los re­gímenes politicos y los sistemas económicos, los recursos accesibles y las técnicas implementadas para explotar los.

Más allá de su indiferencia respecto de las distinciones generadas por el naturalismo, ¿las culturas que hemos so­brevolado muestran algunos puntos en común en su ma· nera de explicar la relación de los humanos con su medio? Sin duda, pero no siempre combinados. El carácter máa difundido consiste en tratar a ciertos elementos del me· dioambiente como personas, dotadas de cualidades cogni· tivas, morales y sociales análogas a las de los humanos, que hacen así posibles la comunicación y la interacción entre clases de seres que a primera vista son muy diferen· ~es. Los obstáculos prácticos que semejante concepción implica se supera n en pa1-te gracias a una distinción ta· Jan te entre un p rincipio de identidad individual, estable y

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1 qw:r d • manifestarse por medios y bajo avatares muy di­VI • 11ri, v unH envoltura corporal transitoria, frecuente­" " 1111 • O!iÍ rnilada a una vestimenta que uno se pone o se ""'u n i uzur de las circunstancias. La capacidad de meta· llllttiiH•c•n rse queda, no obstante. circunscripta dentro de '" t ln lim•les, sobre todo pot·que el soporte material en el 11111 1• ~> ncnrnan los distintos tipos de personas deter· 1111111 , 11 menudo, restricciones perceptivas que les hacen ,.,,, • lu•mler el mundo de acuerdo con los criterios propios ,j, 11 t>lipccic. Para terminar, esas construcciones cosmo· ¡,.~,, n 1111 abtSmo definen las identidades singulares por In 1 t~lnraones que las instituyen, y no con referencia a 111 1 1111'11\S o esencias reificadas, y refuerzan de ese modo ltt l'"'''~idad de las fronteras entre las clases de seres, así lift tuu flllla·c el interim· y el exterior de los organismos. Ad­ttti tlt que lodo esto no podría desdibujar las grandes dife· r•tu '""' uxislentes entre las culturas tomadas aqui como e.J .. •nplo, pero es suficiente para seña]ar una diferencia hl th ltn 1111Ís grande aú n: la que separa al Occidente mo· .Se•tt llt ti (• todos esos pueblos del presente y del pasado que ttu j ll l.l(ll r cm necesario efectuar una natu ralización del H11111tlu 1•:1 presente libro está dedicado a examinar lo que hul111 ,, u na diferencia semejante. no para perpetuarla y

lll l'(llt •~: rla, sino para intentar, más bien, superarla con ' " " ' lllltcnto de causa.

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2. Lo salvaje y lo doméstico

Henri Michaux no tenia aún treinta años cuando se propuso visitar en su país a un amigo ecuatoriano a quien había conocido en París. Embargado por la tentación de la aventura, y pese a la fragilidad de su salud, en 1928 deci­dió regresar a Francia por los ríos de la Amazonia: un mes de navegación en piragua, expuesto a la lluvia y los mos­quitos a lo largo del río Napo hasta llegar al Marañón, y luego la comodidad relativa de un pequeñó vapor brasile­ño con el que bajó por el Amazonas en tres semanas, hasta su desembocadura. Es allí, en Belém doPará, donde se sitúa la siguiente viñeta:

<<Una joven que estaba a bordo con nosotros, procedente de Manaos, al entrar a ]a ciudad esa mañana en nuestra compa­ñía y pasar por el Gran Parque -de buena planta, por otra parte-, exclamó con un suspiro de satisfacción: "¡Ah, po1· fin la naturaleza!". Venía, sin embargo, de la selva».l

En efecto, para esta ur·banita de la Amazonia, la selva no es un reflejo de la naturaleza, sino un caos inquietante donde ella apenas se pasea, una confusión rebelde a toda domesticación e impropia para suscitar un placer estético. Con sus hileras de palmeras y sus cuadrados de césped cortado al ras en los que alternan mangos, glorietas y ma­cizos de bambú, la plaza principal de Belém ofrece la ga­rantía de una alternativa: plantas tropicales, claro está, pero dominadas por la labor de los hombres, tr-iunfos de la cultura sobre el salvajismo selvático. Por lo demás, ese gusto por los paisajes bien acabados, con numerosos deta­lles, vuelve a encontrarse en los cromos que reinan en to­dos los salones, h o1..eles y restaurantes de las pequeñas

1 Michaux (1968 [1929]). pág. 169.

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' lud11des de la Amazonia: sob1·e las pru·edes jaspeadas de h1111 1t~dad n.o hay ruás que prados de montaña sembrados ,1,, cliule t.s Uoridos, chozas escondidas en el boscaje o aus-1 "l'n l'l filas de tejos en jardines a la francesa, símbolos de •·xol ismo, s in duda, pero contrastes necesarios para la ex­•• • IVA proximidad de una vegetación desenfrenada.

A semejanza de la compañera de viaje de Michaux, ¿no 1111P IIIOS trazar distinciones elementales en nuestro entor-

1111 Hcgún que este muestre o no las marcas de la acción hu­ntnutt? Huerto y selva, campo y landa, terraza y matorral, u n HIS y desierto, aldea y sabana, constituyen pares bien •'<Hu probados que corresponden a la oposición que los geó­¡t•n fos plantean entre ecúmene y ereme, entre los lugares qll(' los hombres frecuentan d1a tras día y aquellos donde ••· llventuran menos habit ualmente.2 ¿No podríamos de­"" '· entonces, que la ausencia, en muchas sociedades, de IIJitl noción homóloga a la idea moderna de naturaleza no "" más que una cuestión de semántica, pues por doquier y 11otnpre se habría sabido distinguir entre lo doméstico y lo

11nlvaje, entre espacios fuertemente socializados y otros qu r se desarrol1an en forma independiente de la acción 1l11mana? A condición de considerar culturales las partes tlt •l medioambiente modificadas por el hombre y naturales llu-1 c¡ue este no modifica, la dualidad entre la natw·aleza y 111 oultura podría salvarse del pecado de etnocentrismo, e lltr luso establecerse sobre bases lllás sólidas, porque es­lt\u fundadas en una experiencia del mundo en principio n('~csible a todos. Es indudable que para muchos pueblos 1!1 naturaleza no existe corno un dominio ontológico autó­nomo, pero entre ellos ese lugar sería ocupado por lo sal­vujc, por lo cual dichos pueblos sabrian, a l igual que noso-1 ros, hacer una diferencia, cuando menos topográfica, en­l t'o lo que participa de la humanidad y lo que está excluido tln nlla.

:: Una part.e de este capítulo está tomada de mi artículo «Le sauvage ••1 lu domestique», Commu1Jicati01~, 76, octubre de 2004. En lo referido 11 l11 distinción entre f!cúmene y e reme, véase Berque (1986), págs. 66 y

• 114"·

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Espacios nómadas

Nada es más rela tivo que el sentido común, sobre todo cuando se refiere a la percepción y el uso de los espacios habitados. Es dttdoso, en primer lugar, que la oposición entre salvaje y doméstico haya podi.do tener algún sentido en el período previo a la transición neolítica, es decir, du­rante la mayor parte de La hlst.ol"ia de la humanidad. Y si el acceso a la mentalidad de nuestros ancestros del Paleo­lítico es dificu!Loso, podemos al menos conside1·ar la vi­vencia que los cazadores-recolectores contemporáneos tienen de su inserción en el medioambiente. Puesto que deben su subsistencia a pla ntas y animales cuya t·epro­ducción y número no dominan, tienden a desplazarse con­forme a la Iluctuación de los rectu·sos, a veces abundantes pero con frecuencia distribuidos de manera desigual se­gún los Jugares y las estaciones. Así, los esquimales netsi­liks, nómadas que se desplazan vados centenares de kiló­metros al noroeste de la bahía de Hudson, dividan su año en al menos cinco o seis etapas: la caza de focas on el mar congelado, a fines del invierno y durante la primavera; la pesca en embalse en los ríos del interior, durante el vera­no; la caza del caribú en La tundra, a comienzos del otoño, y la pesca en agujeros excavados eu los ríos recién conge· lados, en octubre.3 Se trata, pues, de vastas migraciones, que exigen famiUarizarse a interva los regulares con s itios nuevos, o .recuperar antiguas costumbres y referencias que la frecuentación de un Jugar donde otrora se habían establecido dejó fijadas en la memoria. En el otro extremo climático, el margen de maniobra de los san !kungs de Botswana es más estrecho, porque en el medioambiente árido del Kaluhari dependen del acceso al agua para esta­blecer su hábitat. La movilidad colectiva propia de los es­quimales les está vedada, y cada cuadrilla tiende a insta­larse cerca de una aguada permanente; pero los indivi­duos citculan sin cesar entre los campamentos y, en con­secuencia, pasan gran parte de su vida en desplazamien­tos por teniLorios que no han recorrido con anterioridad, y cuyas vueltas y revuel tas deben aprender .'1 Sucede lo

J Bahkc1 (1968). ~Lee (1979). págs. ót-67 y 354·9.

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11111 mo co n los pigmeos bambutis de la selva de l turi: si '''"" cada cuadrilla establece sus sucesivos campamentos dt lt11 ro de un mismo territorio de límites reconocidos por l ttdo~. la composición y el número de integrantes de cada 111111 de ellos y de las partidas de caza varían sin cesar a lo l 11t'~O del año.5

l~u la selva ecuatorial o en el Gran Norte, en los desier­l• n del África austral o del centro de Australia, en todas • 1 118 zonas llamadas «marginales» que durante mucho 1 '" "' po nadie pensó disputarles a los pueblos de cazado­'' '"· predomina una misma relación con los lugares. La lltllll)llci6:n del espacio no se despliega a partir de un punto llj1t, s ino como ttna red de itinerarios signados por escalas 111111' o menos puntuales y recurrentes. Es cierto, como ~l uuas lo señaló ya a principios del siglo XX con referencia ,, luK esquimales, que la mayoría de los pueblos de cazado­',,, recolectores dividen su ciclo anual en dos fases: un pe­'""'lu de dispersión en pequeños grupos móviles y un pe­l ' l l)d o bastante breve de concentración en un sitio que les ht•tnda la oportunidad de desarrollar una vida social más llll l'nsa y permite el cumplimiento de los grandes rituales • nll'cl ivos.6 Sería poco realista, empero, considerar ese re­nurupamiento temporario a la manera de un hábitat al­.1 1•11110, es decir, como el centro regularmente reactivado tl 11 lli1U influencia ejercida sobre el territorio circundante: uqu llos parajes son familiares, sin duda, y siempre se \ lll'lve a ellos con placer, pero su frecuentación renovada 1111 los convierte, pese a todo, en un espacio domesticado ' I'W contraste con la anomia salvaje de los lugares visita­.lu~ el resto del año.

~ocializado en todas sus partes porque es recorrido sin .I .. I'ICllnso, el medioambiente de los cazadm·es-recolectores 111110rantes presenta por doquier las huellas de los aconte­• tm wntos que se han desarrollado en él y que vuelven a .tu r vida hoy a viejas continuidades. Huellas individuales, un fll'imer término, que dan forma a la existencia de cada 111111 de los innumerables recuerdos asociados: los restos a , ... ,•es apenas visibles de un campamento abandonado;

~ 'rurnbull (1965). tJ Muuss (1 904- 1905). Hoy sabemos que esa alLernanc;ia está bastante

~· twnllizada cnLre los pueblos de cazadores-recolectores. sea cual fue­'' u lalitud; véase Lee y DeVore (1968).

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una cañada, un árbol singula r o un meandro que recuer­dan el lugar de la persecución o el acecho de un animal; el reencuentro con un sitio donde uno fue iniciado. se casó o dio a luz: el lugar en dondo perdió a un pariente y que a menudo deberá evitarse. Pero esos signos no existen en si mismos como testigos constantes de una marcación del es­pacio: se trata, a lo sumo, de las firmas fugaces de trayec­torias biográficas, sólo legibles para quien las ha puesto y para el circulo de aquellos que comparten con él la me­moria íntima de un pasado cercano. Es verdad que algu­nos rasgos salientes del medioambicnte están a veces do­tados de una identidad au tónoma que los hace por tadores de una s ignificación idéntica para todos. Tal es lo que ocu­rre en Australia central, donde pueblos como los warlpiris ven en las líneas del relieve y en los accidentes del terreno -eolinas, acumulaciones rocosas, salinas o arroyos- la huella dejada por las actividades y peregrinaciones de se­res ancestrales que se metamorfosearon en componentes del paisaje.7 Sin emba rgo, esos sitios no son templos petri­ficados o focos de civilidad, sino la impronta de los recorri­dos que hicieron, en el cc tiempo del sueñO>), los creadores de los seres y las cosas. Sólo tienen significación al ligarse unos a otros en itinerarios que los aborígenes reproducen sin fin, superponiendo las inscripciones efímeras de su pa­so a las más ta ngibles de sus ancestros. Esa es, asimismo, la función de los túm ulos que los inuits levantan en el Ár­tico canadiense. Señales de un sitio antaño habitado, a ve­ces una tumba, o materialización de las zonas de acecho en la caza del caribú, esos montículos de piedra se cons­truyen con el fin de evocar en la lejanía la silueta de un hombt·e de pie; no tienen como función domesticar el pai­saje, sino recorda r itinerarios antiguos y servir de refe­rencia para los desplazamientos actuales.

Decir que los pueblos que viven de la caza y la recolec­ción perciben en su medioambienle un entorno c<salvaje)) -en comparación con una domesticidad que seria muy di­ficultoso definir- equivale ta mbién a negarles la concien­cia de que, con el Pfl SO ele! tiempo, modifican la ecología Jo­cal con sus tócnicns de subsistencia . Desde hace algunos

7 Glowczcwskt (1991). En Mycrs (19f!G) se encontrarán concepciones s1milares entre loR puuupts

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••h• , por ejemplo, los aborígenes Australianos protestan •nll• t•l gobaerno de su pais contra el uso que se da al tér­tllltu•wi/dcmess para calificar los territorios ocupados por • ll11 , ln cunl permite, en muchos casos, crear reservas na­lumlt•t~ en esos tetrenos, contra la voluntad de los propios d uu· •~encs. Con sus connotaciones de terra nullius, de na­'"'''IL·:t.o original y preservada, de ecosistema que es nece­n ••m proteger contra las degradaciones de origen anLrópi­' •• In noción de wilderness rechaza, sin duda , la concep­' 11111 tld medioambiente que los aborígenes ha n foa·jado y lt rdnciones múltiples que tejen con él, pero sobre todo l ~'llrll'tl las transformaciones sutiles que le han impuest.o. 1 'unH> decía un líder de los jawoyns del Territorio del Nor-1• t ttnndo una parte de sus tierras fue convertida en re-' t vn natural: c<El parque nacional Ni tmiluk no es un es­

l'"' 'o salvaje( ... ), es un producto de la actividad humana. 1• 11111\ tierra modelada por nosotros a lo largo do docenas ti• miles de años, a través de nuestras ceremonias y nues­,, ,,,. lm~os de parentesco, la quema do matorrales y la Cl:l ­

W!i l" H Se advertirá que para los aborígenes, así como para "' 'o pueblos que viven de la depredación, la oposición en­''' ' ulvaje y doméstico no tiene demasiado sentido, 110 só­'" porque las especies domesticadas están ausentes, sino, •ctht•t• lodo, porque la totalidad del entorno recorrido se lt .d11ta co mo una morada espaciosa y familia r , ordenada a l11 lurgo do las generaciones con una discreción ta l que el t(iqu de cada uno de los sucesivos locatarios llega a ser • 11 1 a m perceptible.

1 .. "1 domesticación no implica, empero, un cambao radi­d el<• perspectiva, con t al de que la dimensión móvil per-1 1 w nsí lo testimonia la aprehensión del espacio en los

1111 •lures itinerantes, que en este aspecto exhiben más afi­ultlades con los cazadores-recolecto res que con muchos 111111nderos sedentarios. Lo cierto es que los ejemplos de ' • 1 dadero nomadismo son hoy escasos, porque desde hace """' 'dos siglos es muy fuerte la expansión de los scdenta-1111 t•n detrimento de los criadores de ga nado. Sin embar-1!"· "" lo que sucede con los peuls wot.laabes, que se dcspla­ru n lodo el a tio pol' el Sahel nigcr iano con sus rebaños. S

('u ndo por Mareta Langton (l!J98). pag. 34. 1 llu¡me (1962).

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La ampli tud de s us movimientos es, sin duda, variable: menor en la estación seca. cuando recorren los pozos y los mercados de la región haoussa y hacen pastar a sus ani­males en los eriales de los agricu ltores, y mayor durante la invernada, momento en el que emprenden una vasta migración hacia las ricas pasturas de Azawak o de Tadess. Sin residencia fija, se las arregla n en todas las estaciones con un recinto descubierto formado por un seto semicircu­lar de plantas espinosas, abrigo efímero que apenas se dis­tingue sobre el horizonte de Jos magros matorrales de la estepa.10

Este modelo de t rashumancia anual es la norma en muchas regiones del mundo. As1, la tribu basseri del sur de Irán se desplaza en masa hacia el norte en la prim ave­ra, para armar sus tiendas durante el verano en los pra­dos de montaña del Kuh-i-Bul1 y emprende la vuelta en otoño para invernar en las colinas desérticas situadas al sur de la ciudad de Lar; cada trayecto le insume entre dos y tres meses. t 1 Si bien el emplazamiento de los campa­mentos cambia casi todos los dias durante las migracio­nes, los grupos de tiendas muestran menos movilidad en verano e invierno, cuando las rupturas son provocadas, sobre todo, por diferendos entre familias. En esas migra­ciones se movilizan casi quince mil personas y varios cen­tenares de miles de animales -en especial, carneros y ca­bras- en una franja de territorio de quinientos kilóme­t ros de largo por unos sesenta kilómetros de ancho. Ua­mada il-rah, la ruta de la trashumancia es considerada por los basseris como su propiedad, y las poblaciones loca­les y las autoridades la reconocen como un conjunto de de­rechos otorgados a los nómadas: derecho de paso en los ca­minos y las tierras no cultivadas, derecho de pastoreo fue­ra de los campos y derecho a extraer agua en todas partes, salvo en los pozos privados.

Esta forma de ocupación del espacio se ha interpretado como un ejemplo de uso compartido de un mis mo t.errito­rio por sociedades distintas, tanto nómadas como seden­tarias.12 Pero el sistema del il-rah también puede apre-

lO Ibid., pág. 63. nota l. 11 Bartb (1961). 12 Godel.ier (1984). págs. 118·9.

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lu•ndcrsc a la manera australiana, esto es, como una apro­pHICló n de ciertos itinerarios dentro de un medioambiente coh rc el cual no se procu1·a ejercer un influjo: la vida del un1 po y la memoria de su identidad no se asociarían tanto 11 nna extensión concebida como un todo, sino a los puntos el11 •·cfe rencia si ngulal'es que año tras año marcan s us tra­\t'e'los. Compartida por muchos de los pastores nómadas .le•l África saheliana y nilótica, de Oriente Medio y de Asia 1 1 utral , esa actitud parece exclu ir toda oposición tajante '''''re un núcleo a ntropizado y un entorno que se perpetúa ~t l111nrgen de la inte1-vención humana. La distinción en el 1 rn l nmiento y la clasificación de los animales, según de­JH•Ildan o no de los hombres, no está necesariamente •ll'ompañada, por lo tanto, de una distinción entre salvaje \ doméstico en la percepción y el uso de los lugares.

Acaso se dirá, empero, que esa dicotomía habría podido 11e1ponerse a los nómadas desde afuera. Ya posean o no ga­lll'do, o deban su subsistencia principalmente a la caza o a In recolección, muchos pueblos itinerantes se ven enfren­lntlos. en efecto, a la necesidad de contemporizar con co­II IU ni dad es sedentarias cuyos terruños y aldeas muestran IIIU\ dife1·encia ma nifiesta con su propio modo de ocupa­~ um del espacio. Esos asentamjent.os permanentes pue­d,m ser etapas de recorridos que deben negociarse, o bur­~1 ' '~'~ de mercado entre los pastores; constituir áreas perifé­t u·us de recursos, como sucede entre los pigmeos, que in­t ••rcam bian lo obtenido en sus cacerías por los productos t lll tivados de sus vecinos agricultores, o convertirse en p11n tos ocasionales de reunión, como lo fueron las prime­r u~ misiones entre los yaganes y los onas de Tierra del Fu go, o las factorías para los pueblos del Ártico y la re­uión subártica de Canadá.13 Sin embargo, ya se hallen en ••l horde de las zonas de desplazamiento o enclavados en

11 seno, esos sitios no podrían constituir modelos de vida eluméstica para los nómadas, pues los valores y las ¡·eglas l f ll i:! imperan en ellos son muy ajenos a los suyos. Y si en 1 ult•s casos se quisiera mantener a toda costa la oposición l•lllre salvaje y doméstico, habría que invertir - pa radoja ubau rda- la s ignificación de los términos: los espacios

11 Véanse Bridges (1 988 [1949]) para Tierra del Fuego y Leacock 1 llll'l•l) para Canadá.

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«salvajes», la selva, la tundra, las estepas. todos esos hábi­tats tan familiares cual recovecos de una casa natal, se sj­tuarían. en realidad, del lado de lo doméstico, en contras· te con esos confines estables pero poco agradables donde los nómadas no siemp.re son bien recibidos.

El huerto y la selva

Franqueemos la linde de las tie n·as de cultivo para ver si la oposición entre los dos términos, <csalvaje)) y «do­méstico», es verosímil para aquellos a quienes los trabajos en el campo obliga n a un sedentarismo relativo. Es el caso de los achuares, ya mencionados al comienzo del cnpitulo anterior. En contraste con los pueblos nómadas o lrashu· ma11tes, estos horticultores de la Alta Amazonia perma­necen, en efecto. basta nte t iempo en un mismo sitio, de diez a quince años en promedio. Lo que los ftterza a insta­larse en otro lugar no es el agotamiento de los suelos, sino la disminución de los animales de caza en los alrededores y la necesidad de reconstruir casas de chu·ación limitada. No cabe duda alguna de que los achuares tienen una pro· longada exper iencia con las plantas cultivadas. Lo testi· monian la diversidad de especies que prosperan en sus huertos -un centenar en los mejor provistos- y el gran número do variedades estables dentro de las especies principales: una veintena de clones de batata, y otros tan· tos en el caso de la mandioca y la banana.14 Lo testimonia igua lmente el importante lugar que las plantas cultivadas tienen en la mitología y el ritual, así como la fineza del sa· ber agronómico desplegado por las mujeres, amas indis­cutidas de la vida de los huertos.

La arqueología confirma la gran antigüedad del cultivo de plantas en la región, puesto que en un lago de piede­monte cercano al hábitat actual de los achua res se encon· traron los primeros vestigios de maíz de la ct•enca a mazó­tlica, con una antigüedad de más de cinco mil años.15 Na-

1'1 Descola (1986), págs. 198-209. Los aguanmas, vccmos lnstalados al sur de los achuares y que compru·1cn con ellos la misma cuiLura ma· 1erial, lo hacen aún mejor. pues tienen casi doscientas vru·iodades do mandioca: véase noster (1980).

16 Piperno (1990).

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,~¡, , ul>c si se t rota de un núcleo autónomo de domestica-' 11111 , C'n cambio, va rios tubérculos tropicales de amplia tlllll zllci6n hoy en día son originarios de las tien·as bajas ,¡., mérica del Sw·, cuyos primeros ocupantes tienen al­U!IIIOS milenios de práctica en el manejo de las especies , ultivndas.l O Todo parece indicar, por consiguiente, que lu uchuares contemporá neos son los herederos de una luq,:-u Lxadición de experimentación con plantas cuya apa· tli •IICifl y cuyos caracteres genéticos han sido modificados 11 1111 extremo que sus anccstt·os silvestres ya no son identi­lll•uhles. Por añadidma, estos hortelanos exper tos organi­. ·'" bU espacio de vida de acuerdo con una división concén· 1, ll'll que evoca desde el inicio la conocida oposición entre lu doméstico y lo salvaje. Dado que el hábitat está muy dis­pln'HO, cada casa reina en soledad en medio de una vasta 1'11?.1\, cultivada y desherbada con sumo cuidado, que cir­•unscribe la masa confusa de la selva, ámbito de la caza Y 111 rücolección. Centro arreglado contra periferia silvestre, luwt icultura intensiva contra depredación extensiva, abas­l••t•tmiento estable y abundante en el entorno doméstico 1'1111 l1·a recursos aleatorios en la selva: todos los ingredien­l~' ll de la djcotomía clásica parecen estar muy presentes.

Ahora bien, esa perspectiva revela su carácter ilusorio t'llllndo nos proponemos examinar en detalle los discursos ) lAs prácticas de los achuares. Así, estos cultivan en sus h11 ertos especies domesticadas, es deci1:, aquellas cuya n •producción depende de los seres hu manos. y especies 111 ilvcstres traspla n tadas, en esencia árboles frutales y pnlmeras. Sjn embargo, su taxonomía botánica no las dis­l lllgue: todas las plantas presentes en una roza, con ex­l'flpción de las malas hierbas, se incluyen en la categoría 11romu («lo que se pone en la tierra»). Este término, que rul ifica a las plantas manipuladas pot· el hombre, se aplica tnnlo a las especies domesticadas como a las que están Implemente aclimatadas; en cuanto a estas últimas, se

lns puede llamar «silvestres» (ihiamia, ttde la selva»), pero 1 Mo cuando se las encuentra en su biotopo de origen. En 1 onAecuencia, el epíteto aramu no t·emite a las «plantas

l O S" estima que la batata. la mandioca y eJ ñame americano habrían

11 tdo domesticados hace alrededor de cinco mil años, y el taro Xa11thoso · 111 0 , s in duda mucho antes; véase Roosevelt (1991). pág. 113.

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domesticadas», sino a la relación particular que se teje en los huertos entre los seres humanos y las plantas, cual· quiera que sea el origen de estas. El calificativo ikiamia tampoco es un equivalente de <<salvaje»: en primer lugar, porque una planta puede perder ese predicado según el contexto en que se la encuentre, pero también, y sobre to· do, porque en verdad las plantas «de la selva» son asimis· mo cultivadas. Quien las cultiva es un espíritu llamado Shakaim, que los achuares se representan como el horte· laoo oficial de la selva, y cuya benevolencia y consejo so· licitan antes de abrir una nueva roza. Al mezclar en un sabio desorden los árboles y las palmeras, los matorrales de ma ndioca y las plantas colgantes, la vegetación escalo· nada del huerto evoca además, en miniatura, la estructu· ra t rófica de la selva.17 Esta disposición, clásica en las ro· zas de policultivo del cinturón intertropical, permite con· trarrestar por un tiempo el efecto destructivo de las llu· vias torrenciales y de una fuerte insolación de suelos de fertilidad mediocre. No caben dudas de que la eficacia de esa protección ha sido sobrestimada, pero no es menos cierto que los achuares tienen plena conciencia de que sustituyen las plantaciones de Shakaim por las suyas ca­da vez que hacen un huerto.18 En consecuencia, el par ter­minológico aramu e ihiamia no encierra en modo alguno una oposición entre doméstico y salvaje, sino el contraste entre las plantas cultivadas por los hombres y las que cul­tivan los espíritus.

Los achuares efectúan una distinción semejante en ol reino animal. Sus casas son alegradas por un zoológico de animales amansados, pájaros sacados de sus nidos y crías de anjmaJes de caza que los cazadores recogen cuan­do matan a sus madres. Confiados al cuidado de Las muje­res, alimentados con bocados o amamantados cuando aún son incapaces de alimentarse por sí mjsmos, esos «familia­res» se adaptan con rapidez a su nuevo régimen de vida:

17 ClifTord Gcertz fue, sin duda, uno de los primeros en destacar esta analogia, cuando escribió, con referencia a las rozas de policultivo del archipiélago indonesio, que son ••un bosque lropicaJ en miniatura••: véase Gecrtz (1963), pág. 24.

18 En el número especial de ll"man Ec:ology, 1983. 11 ( 1). consagrado a esta cuestión. se hallará una evaluación critica de La eficacia ecológi­ca y agronómica del policullivo de roza.

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1" 11'11'1 e pecies, incluso entre los felinos, so ll verdadera­ttll•nl<· •·osclas a la cohabitación con los bUJ,nanos. Es raro tJitt l" •les opongan impedimentos a esos animales de com­putlín. y más ra ro a(m que se los maltrate; en todo caso, ''" n1' 1l se los come, ni siquiera cuando sucumben a una llllllldc nnttu·al. De ellos se dice que son tan/m, calificativo 'lllt ' pod..-íamos traducir como «amansado>> o «aclimatado a lm kl' t'CS humanos». El téTmino también puede utilizarse tumo sustantivo, en cuyo caso corresponde bastante bien ·•1 Inglés pet; de un joven pecarí que holgazanea cerca de lllill cnsa se dirá: «Es el tan/m de Fulano>1. Si bien tanku ••vot·u In domesticidad, es decír. la socialización en la casa, 111 1 ~·m-responde a la idea que solemos tener de la domesti­'"'' '6n: los achua1·es no procuran de ninguna manera que ' 11M nnimales integrados a la vida familiar se reproduzcan l'lltH establecer linajes estables. La palabra designa una

11 ttndón transitoria, tanto más dificil de contraponer a 1111 <'ven tu al estado «salvaje>' cuanto que los animales son lttiiH imente amansados en su medio de origen, pero por los ,, (liritus. Los achuares dicen, en efecto, que los animales ,¡,, In selva son los tanku de los espíritus que velan por su hil •ncsta r y los protegen de los cazadores abusivos. Lo que ll1l'orcncia a los animales silvestt·es de los animales de n1yn compaiiía disfrutan los indios no es en modo alguno, t~ll l onces, la oposición entre el salvajismo y la domestica­' 1(111, sino el hecho de que unos son criados por los espíri­lltll, mientras que los otros lo son, en forma temporaria, por los humanos.

La distinción de los lugares según sean o no transfor­uwdos por el trabajo de ]os hombres no está mejor funda­,¡,. , !';s cierto que yo mismo, en los primeros tiempos de mi tiHindía con los achuares, me sorprendí ante el contraste unt re la frescura acogedora de las casas y la frondosidad poco hospitalaria de esa selva tan próxima que durante ulllCho tiempo dudé en recorrer solo. Pero con eso no bacía n11'ls que ceder a una mirada modelada por mi atavismo ttrbo no, y que la observación de las prácticas me enseñó IHt•n pronto a modificar. En efecto, los achuares señalizan «11 espacio según una serie de pequeñas discontinuidades t'lli1Céntricas apenas perceptibles, y no por medio de una llposición frontal entre la casa y su huerto, por un lado, y lu selva. por otro.

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La superúcic de tierra apisonada inmediatamente ud­yacente a la vivienda constituye una prolongación natural de esta, donde se desarrollan muchas actividades domés­ticas; sin embargo, se trata ya de una transición con el huerto, porque en ella están plantados, en matorrales ais­lados, los pimientos, la bija y la genipa, la mayoría de los simples y las plantas venenosas. El huerto propiamente dicho, territorio indiscutido de las mujeres, está contami­nado en parte por los usos selváticos: es el terreno de caza predilecto de los niños, qurenes en él acechan a los pájaros para tirarles con pequeñas cerbatanas, en tanto que los hombres colocan allí trampas para esos gordos roedores de carne delicada - pacas, agutíes o guatines- que acu­den a la noche a desenton-ar tubérculos. A una o dos horas de marcha desde la linde de la roza. la selva puede asimi­larse a un gran ver·gel que mujeres y niños visitan en todo momento para hacer paseos dedicados a la recolección, buscar larvas en las palmeras o pescar con veneno en Los arroyos y Los pequeños lagos. Se trata de un ámbito del que se t iene un conocimiento íntimo, donde cada árbol y cada palmera portadores de frutos son visitados periódi­camente en la estación correspondiente. Más a1lá comien­za la verdadera zona de caza, donde las mujeres y los ni­ños sólo so aventuran en compañia de los hombres. Empe­ro, nos equivocaríamos si viéramos en este último círculo el equivalente de una exterioridad salvaje, pues el caza­dor conoce cada centimetro de ese territorio, que recorre de manera casi cotidiana y al que lo vincula una multitud de recuerdos. Los animales que encuentra alli no son para él fieras salvajes. sino seres casi humanos a quienes debe seducir y halagar para sustraerlos al influjo de los espíri­tus que los protegen. Ese gran huerto cultivado por Sha­kaim es también el lugar donde los acbuares instalan sus chozas de caza, meros refugios, a veces rodeados por algu­nas plantaciones, a los que acuden a intervalos regulares para pasar varios días en familia. Siempre me impresionó el clima jubiloso y despreocupado que reinaba en esos campamentos, que evocaba más un veraneo rural que un vivac en una selva hostil. A quien se asombre ante una comparación semejante nabrá que responderle que los in­dios se cansan tanto como nosotros de un entorno que lle­ga a ser demasiado familiar, y que les gusta volver a en-

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tttlllrar en medio de los bosques ese pequeño exilio que lltlllOlros buscamos en el campo. Como se ve, la selva pro­tunda está apenas menos socializada que la casa Y sus in­uu•tllaciones cultivadas: a los ojos de los achuares, ni en u !l modos de frecuentación ni en sus principios de exis­

lt•ucia tiene aquella la más mínima apariencia de salva-

" •mo. Ln idea de considerar la selva como si se trata ra de un

huerto no es nada extraordinaria. s i tenemos en cuenta qm• ciertos pueblos de la AmazoniR son muy conscientes ti• • que sus prácticas culturales ejercen una innuencia di-• t•t•lo sobre la distribución y la reproducción de las plantas •ll vestres. Este fenómeno de antropización indirecta del Ptusistema selvático, ignorado durante mucho tiempo, fue tn uy bien descripto en los estudios consagrados por Wi ­lltnm Balée a la ecología histórica de los ka'apores de Bra-

11 . 19 Gracias a un minucioso trabajo de idcntiúcación y POilLeo, Balée pudo estab1ecer que las rozas abandonadas d<'sde hace más de cuarenta años son dos veces más ricas 1111 especies silvestres útiles que sectores vecinos de selva primaria de los cuales, sin embargo, apenas se distinguen u primera vista. Al igual que los achuares, los ka'apores, ,.n efecto, plantan en sus huertos numerosas plantas no domesticadas que luego prosperan en los eriales en des­m >dro de las especies cultivadas, las cuales, por falta de t•uidados, desaparecen con rapidez. Las rozas en uso o ubandonadas poco tiempo atrás también atraen a depre­dodores animales que, al defecar en ellas, disemina n los ¡.;ranos de las plantas silvestres de las que se alimentan. Los ka'apores dicen que los agutíes son, en gran parte, l't•sponsables de la dispersión en los huertos del copal y de vrwias clases de palmeras, mientras que el mono capuchi­nu introduce en ellos el cacao silvestre y diferentes espe­c·tcs de inga. Con el paso de las generaciones y el ciclo de t•t:novación de las rozas, un sector no desdeñable de Jn sel­va se convierte en un vergel cuyo carácter artificial es re­l'Onocido por los ka'apores, aun cuando estos no hayan buscado ese efecto. Los indios también eva lúa n con mu­I'IHl precisión la incidencia de los antiguos barbechos so­hre la caza: las zonas de fuerte concentración de plantas

111 Balée (1989 y 1994). en espccinJ el cnplt.ulo 6 de In obn\ de 199<1.

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silvestres comestibles son más frecuentadas por los ani­males, lo cua l influye a largo plazo sobre la demografía y la distribución de las bestias de caza. Desanollada desde hace varios milenios en gran parte de la Amazonia, es in­dudable que esa conformación del ecosistema selvático ha contribuido sobremanera a justificar la idea de que la jun­gla es un espacio tan domesticado como los huer tos. Lo cierto es que cultiva r Ja selva, aun en forma accidental

' implica deja r huellas en el medioambiente, pero no dis-ponerlo de tal modo que la herencia de los hombres sea le­gible desde el comienzo en la organización de ttn paisaje. Hábitat periódicamente desplazado, horticultura itine­rante, escasa densidad de pob]ación: en la Amazonia con­temporánea, todo concurre a hacer que los signos más ma­nifiestos de la ocupación de un sitio no perduren.20

U na situación bien diferente prevalece en algunas po­blaciones de horticultores de las t.ierras a ltas de Nueva Guinea. En la región del monte Hagen, por ejemplo, la fertilidad de los suelos ha permitido una expJotación in­tensiva de los barbechos y una fuerte concentración del hábitat: ent re los melpas, la densidad puede llegar a cien­to veinte habitantes por kilómetro cuadrado, mien tras que entl·e los acbuares es inferior a dos habitantes cada diez kilómetros cuadrados. 21 El fondo de los valles y sus flancos están tapizados de un mosaico continuo de huer­tos cerrados dispuestos en damero, y sólo las laderas abruptas conservan una escasa cober t ura forestal. En cuanto a los caserios, compuestos de cuatro o cinco casas la mayoría de ellos están al alcance de la vista entre sí. 22 Hay allí una demarcación apropiada y trabajada hasta en sus más mínimos repliegues, donde se imbrican ten:ito­r.ios ciánicos de limites bien señalados; en suma, un orde-

~ll Hay que admitir que en las tietras bajas de América del Sur no siempre sucedió así. ni sucedió en todas partes. En las sabanas de los Llanos de Mojos de Bolivia, en la selva de la Alta Amazonia ecuatoria· na o en la is la de Maraj6, en la desemhocadw·a del Amazonas, impor­tantes vestigios de calzadas. caminos encajonados, campos sobreeleva­dos, montículos residenciales o canales atestiguan que poblaciones de borticul~ores efectuaron un acondicionamiento del espacio que ya no Liene equivalentes entre los indios actuales; véanse Denevan (1966); Roosevelt (1991); Rostain (1997), y Salaza:r (1997).

21 A. Stralhern (1971), pág. 231. 22 Ibid., págs. 8-9.

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na miento casi campestre, que presenta un contraste tan­t!ible con los bosquecillos residuales encastillados en las pendientes monta ñosas.

Los habitantes de la región de Hagen parecen, empero, mdiferentes a esta lectura del paisaje, como lo muestra un nrticulo de Marilyn Strathern de título inequívoco: «No nature, no culture» [«Ni naturaleza , ni cultura>)]_23 En la t·egión se utiliza , es cierto, ttn par terminológico que po­c.Jda 1·ecordar la oposición entre lo doméstico y lo salvaje: mbo designa las plantas cttltivadas, mientras que r0mi se refiere a todo lo que es exterior a la esfera de intervención de los humanos, en particular el mundo de los espíritus. Pero esta distinción semántica, al igual que la diferencia entre aram.u e illiamia en Jos acbuares, no encierra un dualis mo tajante. A semejanza de lo que ocurre en la Amazonia, ciertos espíritus r0mi prodigan cuidados y pro­lección a las plantas y a los animales silvestres, cuyo uso rl ejan a los hombres bajo determinadas condiciones. La Dora y la fattna «salvajes» están, por ende, tan domestica­das como los cerdos, las batatas y los ñames, de los que las poblaciones del monte Hagen extrae n lo esencial de su subsistencia. Si el término mbo hace referencia al cultivo de las plantas es porque, a fin de cuentas, denota uno de sus asp ectos: el acto de plantar. Asociada a la imagen con­creta de enterrar, de arraigo y hasta de autoctonía, lapa­labra no evoca en modo alguno la transformación o la re­producción deliberada de lo viviente bajo e l control del hombre. El contraste entre mbo y n~mi tampoco tiene una dimensión espacial. La maym· parte de los territorios ciá­nicos incluyen sectores de selva en los que tiene lugar tma apropiación social de acuerdo con reglas de usos conocidas por todos. Por allí, en particular, vagabttndean los cerdos domésticos en busca de comida, bajo la mirada benévola de algu nos espíritus que velan por s u seguridad. En sínte­sis, y pese al fuerte influjo que ejercen sobre su medio, los habitantes del monte Hagen no se imaginan rodeados por un <C medioambiente natural>); s u manera de pensar el es­pacio no sugiere en absoluto la idea de que los lugares habitados h ayan sido arrancados a un dominio salvaje.24

~9 M. Strathern (1980). 2 4 lbid .. pág. 193.

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Se puede admitir, sin duda. que la intensificación de las técnicas de subsistencia contribuye a cristalizar la sen­sación de un contraste entre un núcleo de actividad dis­puesto de manera duradera y una periferia poco frecuen­tada; pero el hecho de tomar conciencia de una discon­tinuidad entre sect01·es del espacio investidos en forma diferente por la pt·áctica social no i mplica, de manera al­guna, que ciertos ámbitos se perciban en lo s ucesivo como <<salvajes>>. Peter Dwyer lo muestra con c1aridad cuando se aboca a comparar los usos y las representaciones del medioambiente en tres tribus de horticultores de las tie­rras altas ~e ~~eva Guinea, elegidas en función del grado de antrop1zacwn de su ecosistema y del mayor o menor papel que asignan a los recursos silvestres en su alimen­tación. 25 Con una densidad demográfica inferior a un ha­bitante por lcilómetro cuadrado, los kubos son un verda­dero p~e.~lo de vagabundos de los bosques, para quienes la oposicion entre el centro habitado y el exterior es ta nto menos significativa cuanto que suelen dormir, casi con la misma frecuencia, en pequeños refugios en la selva o en el recinto de la aldea. Los espíritus, sobre todo el alma de los muertos encarnada en animales, coexisten en todas par­tes con los h~unanos. A un centenar de kilómetros de allí, los etolos deJan una huella más consecuente sobre su en­torno: los huertos son más grandes, cultivan vergeles de pan danos y emplazan líneas de trampas permanentes; en cuanto a su densidad demográfica, en algunos sitios es q~.nce veces ~ás alta que la de los kubos. Su geografia es­p:tntual tamb1én está mejor delimitada: el alma de los di­f~tos se in~ taJa ante todo en pájaros y luego en peces que rrugran hac1a los confines del territorio. Para terminru· los sianes han llevado a cabo una modificación profunda ; perdurable de su hábitat. Muy sedentru·ios dedicados a una horticultura intensiva y a la cría de cerdos, no suelen frecuentar los restos forestales que cuelgan de las mon­tai'ias. Sus espíritus son menos inmanentes y más realis­ta~ que lo.s de los kubos y los etolos; adoptan apariencias s~L genens, q~1edan relegados en lugares inaccesibles y solo se comumcan con los seres humanos por inte1·medio de aves mensajeras u objetos rituales. Si se acepta consi-

:¡.; Dwyer (1996).

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d ~:~rar estos tres ejemplos como otras tantas etapas en un JH'OCeso de intensificación del uso de los recursos cultiva­dos, es indudable que una transformación creciente del medioambien te selvático en torno de los núcleos de vi­vienda ha sido paralela aJ surgitniento de un sector perifé­rico cada vez más ajeno a las relaciones de sociabilidad co­I'I'Íentes entre los humanos, así como entre estos y los no­humanos. Sin embargo, Dwyer demuestra que nada, ni en 1:!1 vocabulario ni en las actitudes, permite inferi:t· que esos ospacios cada vez más mru·ginales sean considerados «sal­vajes>>, ni siquiera en el caso de los sianes, cuya densidad uemográfica es, por lo demás, la mitad de la densidad de los habitantes del monte Hagen.26

El campo y el arrozal

Es probable que los pueblos de las tierras altas de Nue­va Guinea no constituyan el ejemplo más convincente de una domesticación consumada del medioambiente. Aun intensiva, la horticultura de roza requiere, en efecto, pe­ríodos más o menos largos de barbecho, durante los cuales la vegetación silvestre colonjza por un tiempo los huertos. Esta intrusión periódica difumina la frontera que separa las especies antropizadas de sus márgenes selv{lticos. Pa­l'a que se evidencie una polaridad más marcada entre Lo salvaje y lo doméstico es necesaria, sin duda, una vasta y densa red de campos permanentes en los cuales nada se asemeje en lo más mínimo al desorden de las zonas incul­tas. Así sucede en las llanuras aluviales y en las mesetas de limo de Asia oriental y del subcontinente indio que, mucho antes de la era cristiana, fueron revalorizadas por la agricultura cerealera. Durante milenios, desde la llanu­ra indogangética hasta los confines del río Amru·illo, milJo­nes de campesinos roturaron, regaron, secaron y acondi­cionaronlos cursos de agua y em:iq uecieron el suelo, modi­ficando profundamente el aspecto de las regiones en que habían invertido sus energías.

De hecho, las l enguas de las grandes civilizaciones orientales marcan de manera bastante nítida la diferen-

26 lb id. , págs. 177-8.

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cía entre los lugares sobre los cuales los hombres ejercen un control y aquellos que escapan a su influjo. Así, e l chi­no mandarín distingue entre yi, la zona extendida más allá de la periferia cultivada de las aglomeraciones, y jiá tíng, el espacio doméstico. Por su etimología, la primera expresión evoca la noción de umbral, limite, interfaz, y denota el carácter salvaje tanto de los lugares como de las plantas o los animales; jia tíng remite de manera más ri­gurosa a la domesticidad de la célula familiar y no se uti­liza con referencia a las plantas y los animales domesti­cados.27

Por su parte, eJ japonés establece lUla oposición entre sato, <<el lugar habitado)), y yama, «la montaña»; esta úl­tima es percibida no tanto como una elevación del r elieve en contl·aste con la llanura, sino como arque tipo del es­pacio deshabitado, comparable en este aspecto al sentido primario de la palabra désert [desierto] en francés.28

En sánscrito, el espacio rural con sus habitantes apare­ce también claramente separado de su periferia no tt·ans­formada por el hombre. El término jañgala designa las tie­rras deshabitadas y terminará por ser si.h6nimo de «lugar salvaje» en hindiclásico, mientras que ata u~ «la selva», no remite tanto a una formación vegetal como a los lugares ocupados por las tribus bárbaras, es decir, al antónimo de la civilización. A esto se oponejanapada, el campo cultiva­do, el terruño, donde encontramos a los seres gramya, «de la aldea>>, entre ellos Jos animales domésticos. 29

No obstante lo expuesto, si consideramos las maneras de percibir y utilizar todos esos espacios semánticamente marcados, no haremos sino comprobar cuán difícil es iden­tificar en China, India o Japón una dicotomía entre lo sal­vaje y lo doméstico análoga a la forjada por Occidente. No debe sorprendernos demasiado que en Asia se haga una diferencia entre los lugares habitados y los que no lo es­tán; parece más dudoso, empero, que esa diferencia en­cierre una oposición tajante entre dos tipos de rnedioam­biente, dos categorías de seres y dos sistemas de valores mutuamente excluyentes.

~7 Debo estas informaciones a Aru,c He nry. ~a De rque (1986), págs. 69· 70. 2!1 Zimmermann (1982). págs. 23·69.

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La geografía subjetiva de la China antigua parece r egi­tl t\ por un contraste fundamental entre la ciudad y la nwntaña: con su plano en damero simbólicamente asocia­do a los orientes, la ciudad representa el cosmos y es, al tn ismo tiempo, el núcleo de apropiación del terrui'io agrí­aola y el centro del poder político; en cambio, la monLaña, llon·a de ascesis y de exilio, parece tener por finalidad principal la de ofrecer a la representación pictórica sumo­l ivo predilecto.30 Empero, esta oposición es menos tajante tlo Lo que parece. En la tradición taoísta, la montaña es la lt1orada de los Inmortales, seres inasibles que se funden con el relieve y dan una dimensión sensible a lo sagt·ado; In frecuentación de la montaña, especialmente por los tloctos, supone una búsqueda de la inmortalidad cuyo as­¡)ecto más prosaico está constittüdo por la recolección de los simples que aseguran la longevidad. Además, y como lo plantea una hipótesis de Augustin Berque, la estetiza­d.ón de la montaña en la pintura paisajística china puede verse como una especie de revalorización espiritual que se despliega en paralelo con la revalorización de las llanuras por obra de la agricultura. 31 Lejos de constituir un espacio nnómico y privado de civilidad, la montaña, dominio de las divinidades y expresión de su esencia, ofrece al mundo ur­ba no y aldeano un necesario complemento.

La ciudad tampoco está disociada delinterior, por muy lejano que sea, pues su emplazamiento y la disposición de sus casas están regulados hasta en sus más mínimos deta­lles por una suerte de fisiología del espacio, el feng-shui, imperfectamente vertido al francés mediante el término géomancie [geomancia]. El taoísmo enseña que un aliento cósmico, el qi, irradia en toda China a partir de la cadena montañosa del Kunlun, y circula a lo largo de líneas de fuerza comparables a las venas que irrigan el cuerpo hu­mano. De ahí la importancia de determinar por medio de l.a adivinación los sitios más favorables para los asenta­mientos humanos y la manera de disponerlos, a fin de que

30 En la tradición pictórica y liLeraria chi.na, << paisaje» se dice shan­¡;/IU,i, o sea, una combinación de la monta.ña (shan) y las aguas (shui); cf. Berque (1995), pág. 82. Para esta exposición sobre ChinA me basé umpliamente en esa obra y en dos clásicos: Granet (1968 [1929] y 1968 (l934]).

~ 1 Berque (1995), pág. 84.

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se ajusten lo más posible a esa red de energía desplegada en lodo el Imperio del Centro. Si está bien ubicada, bien construida y bien gobernada, la ciudad china estará en ar· monia con el mundo, el cual -para retomar un a fórmula de Maree! Granet- «sólo está en orden cuando está cerra­do a la manera de una morada)).32 Lo salvaje no parece te­ner casi influjo sobre un cosmos tan densamente regulado por Jas convenciones sociales. Y si el pensamiento chino tiene clara conciencia de la existencia de fuerzas oscuras que oponen a la civilización unA resistencia enigmática, las ha expulsado a la periferia de su dominio, entre los bárbaros.

En Japón, la montaña es también el espacio por exce­lencia que se propone en contraste con la región do la lla­n ura. Conos puros de los volcanes, montes cubiertos de bosques, crestas dentadas, son visibles por doquic1· desde los valles y las cuencas, e imponen su telón de fondo de verticalidad a la horizontalidad de los campos y de los di· ques. Empero, la distinción entre yama, la montaña, y sa­to, el lugar habitado, no denota tanto una exclusión reci­proca como una alternancia estacional y una complemen­tariedad espiritual.33 En efecto, los dioses se desplazan con regula ridad de una zona a la otra: bajan de las monta· ñas en la primavera para convertirse en divinidades de los arrozales, y efectúa n en otoño el trayecto inverso a fin de volver a l «templo del fondo", por lo general un accidente topográfico en donde se hallan su núcleo de origen y su verdadera morada. En consecuencia, La divinidad local (ka mi) procede de la monta ña y cada año cumple en el a r­co sag1·ado un periplo que la lleva a alternar entre el san­tuario de los campos y el santuario de Jos montes, especie de culto doméstico itinerante en el que se desdibuja el Jí. mite entre la interioridad y la exterioridad del ámbito al· deano. Ya en el siglo XII, la dimensión sagrada de las sole­dades monta ñosas había hecho de ellas el lugar de elec· ción de las comunidades monásticas buclistas, a tal punto que el carácter que aludía a la «montaña» servía asimismo para designar a los monasterios.34 También es verdad que

32 Granet (l968(1934)). pág. 285. 33 Berque (1986), págs. 73·4. :1~ !bid .. pág. 89.

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, 11 Occldcnle, por la misma época, hacíA bastante tiempo \11 que los hermanos de la orden benedictina habían huido ,,, 1 mundo pa ra instalarse en lugares a partados, con el

1 ttttpm;~ to tanlo de roturar los bosques y exorciz~r su sa_l· ~ IJI mo media nte La labor como do elevarse meJor hac1a II 111R por la plegaria.35 No hay nada parecido en J apón, oltolldc 13 vida monástica no se inscribe en la montaña para 11 lll tlformarla, sino para experimenta r en ella, gracias al 111Uit\r y a la contemplación de los sit ios. esa fusión con la tltnH·n~ión sensible del paisaje que es una de las garantías tl11 lu salvación.

Ni espacio por conquistar ni centro de inquietante a l te· 11tl11d. la montaña ja ponesa, por lo tanto, no se percibe vo•rdaderamente como ccsalvaje>1. aunque puedo llegA r A

twlo, de manera paradójica, cuando su vegetación est~ ilu111csticada por completo. En muchas regiones del arch1· pll' lngo, en efecto, los primitivos bosques de ladera fuer?n , t~••mp l azados, después do la úllima guerra, por plnntac10· w •l4 mdustriales do coníferas autóctonas, principa lmenlc ,,¡ciprés japonés y el cedro sugi. Ahora bien, mient ras que , lnnliguo bosque ele hojas lustrosas u hojas caducas re· p•·••scntaba, para los habitantes de las aldeas de altura , un hwn r donde la armonia y 1a belleza se alimentaban de La p1 •sencia de las divinidades -al mismo tiempo que un ya· 111niento de recursos útiles para la vida doméstica-, las pl untaciones de resinosas que lo sucedieron ya no evoc~n uno desorden, tristeza y anomia.36 Mal preservados, m· v11sores de campos y claros, con buena parte de su valor , umercial ya perdida, los «á rboles negroS>l, apretados en hileras monótonas. escapa n ahora nl control social Y téc· 1uco de quienes los plantaron. La montaña, yama; el bos­'1111'. yama; el lugar deshabitado. yama: los tres términos '" ~uperponen. No obstante, si bien íntegramente domes·

11cndo el bosque artificial de montaña se ha convertido en un de~ierto moral y económico, mucho más ccsalvaje>1, en u u m a, que el bosque natural cuyo lugar ha ocupado.

¡r, <..:on respecto a esle punto, Jacqucs Le Goff eacnbe lo sígutcntc: oo l ,u •·cligi6n nacido e n Ot·icnte a la sombra de las pahnenti:IIW nbl'c pnso ,. 11 Occidente en desmedro de los árboles, reruJrlos de los gemos paganos

111w monJeS. santos y ntisioncros abaten sin piedntJ¡¡; vi!uRe L1• GoiT

11!182), p¡\g. l06. '1• 1\ntght (1996).

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Las cosas son más complejas en la antigua India, por razones terminológicas que Francis Zimmermann ha de­sentrañado de manera muy ilustrativa. 37 En los textos sánscritos, jiiJigala, de la cual deriva la palab1·a «jungla>> en. angloindio, tiene dos significaciones principales. Eln prlll_"ler lugar,. como hemos visto, se trata de un lugar des­habitado o deJado desde hace mucho en barbecho. Sin em­bargo, primera paradoja, jfuigala designa también las tie­rras secas, es decir, exactamente lo opuesto de lo que «jun­gla)) evoca en nosot1·os desde Kipling. En su sentido anti­guo, la jungla no alude, por consiguiente, a la exuberante selva monzónica, sino a las estepas semiátidas cubiertas de plantas espinosas, las sabanas escasamente arboladas o los bosques claros de hojas caducas. En este aspecto se opone a las tierras pantanosas, anüpa , caracterizadas ~or la p~esencia de formaciones vegetales higrófilas: bosque lluv10so, manglares, zonas de marjales. El contraste entre jiingala y anüpa denota una fuerte polaridad en la cos­mología, las doctrinas médicas y las taxonomías de plan­tas Y animales: las tierras secas son valoradas porque son salu~res Y fértiles y están pobladas de arios, en tanto que las tierras pantanosas aparecen como márgenes malsa­no~, z~nas de _refugio para las tribus no arias. Cada tipo de P~IsaJe constituye una comunidad ecológica aparte, defi­mda por especies animales y vegetales emblemáticas y por una fisiologia cósmica que le es pt·opia. De allí la se­gunda paradoja. ¿Cómo es posible que una zona deshabi­tada y de apariencia «salvaje» constituya, a la vez, el nú­cleo por excelencia de las virtudes asociadas a la civiliza­ción agrícola? Sencillamente, porque la jungla es una po­tencialidad al mismo tiempo que una unidad geográfica. ~a colonización se desarrolló en las tierras secas gracias al nego, Y en el seno de esas regiones incultas pero fértiles los ca.mpesinos arios dispusieron sus terruños, dejando a ~as tnbus de los confines el uso de las tienas pantanosas, unpenetrables y colmadas de agua. En consecuencia, e l contraste entre janga/a y anüpa asume la forma de una dialéctica de tres términos, uno de los cuales se halla im­plícito. En la oposición entre tierras pantanosas, dominio

s1 z· . tmmermann (1982), cap1tulo 1; en Dove (1992) se encontrará una interpretación divergente.

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.! u los bárbaros, y tierras secas, reivindicadas por los Hrios, se inserta una generalización que hace de la jungla un espacio desocupado pero disponible, un lugar despro­VISto de hombres pero por tador de los valores y las prome­~tns de la civilización. Ese desdoblamiento impide consi­tl t:lrar la jungla como un espacio salvaje que es indispensa­IJJ e socializar, porque está virtualmente habitada y en­vuelve como un proyecto o un horizonte los fermentos cul­t 11rales que encontrarán en ella las condiciones propicias para su despliegue. En lo que atañe a las tierras pantano­tiiiS, tampoco son salvajes: sólo carecen de atractivo y ape­tUlS son aptas para guarecer en Sll frondosa penumbra a 11lgunas humanidades periféricas.

La acumulación de ejemplos jamás ha conseguido ser completamente convincente, es verdad. pero permite al 1nenos sembrar algunas dudas sobre certezas estableci­das. Ahora bien, hoy parece evidente que, en muchas re­giones del planeta, la percepción contrastada de los seres y los lugares según su mayor o menor proximidad al mun­do de los humanos coincide muy poco con el conjunto de l1:1 s significaciones y los valores que en Occidente se aso­d aron progresivamente a los polos de lo salvaje y lo do­méstico. A diferencia de las múltiples formas de disconti­nuidad gradual o de englobamiento cuyas huellas encon­u·amos en otros sectores de las sociedades agricolas, estas dos nociones son mutuamente excluyentes y sólo cobran todo su sentido cuando se las relaciona entre sí en una oposición complementaria.

Ager y silva

Como se sabe, es salvaje lo que procede de la silva, el J;l'an bosque europeo que la colonización romana fue car· comiendo poco a poco: es el espacio inculto que debe rotu­•·arse, los animales y las plantas que se encuentran en él, los pueblos toscos que lo habitan, los individuos que bus­t'llll allí un refugio lejos de las leyes de la ciudad y, por de­rivación, los temperamentos feroces que no cejan en su re­beldía contra la disciplina de la vida sociaL Sin embaxgo, si bien esos diferentes atributos de lo salvaje se deducen, s in duda, de las características asignadas a un medioam-

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biente muy particular , sólo forma n un todo coherente por· que se oponen término a término a las cualidades positi· vas afirmadas en la vida doméstica. Estas se despliegan en el domus, ya no una unidad geográfica a semeja nza de la selva, sino un ambiente de vida, en su origen una explo· tación agrícola donde, bajo la a utoridad del padre de fami­lia y la protección de las divinidades del bogar, mujeres, ni· .ños, esclavos, animales y plantas encuentran las condició· nes propicias pan1 la realización de su propia naturaleza. Trabajos en los campos, educación. adíestram.iento divi­sión de tareas y responsabilidades, todo concurre a i~cl uir a humanos y no-humanos en un mismo t·egistro de subor­dinación jerru·quizada cuyo modelo consumado ofrecen las relaciones en el seno de la famJJia extendida. Con l a termi­nología que lo expresa, los romanos nos legaron los va­lores asociados a ese par antitético cuya fortuna será cre­ciente, pues el descubrimiento de otras selvas, en otras la· titudes, em iquecerá la dicotomía inicial sin modificar sus campos de significación. Los tupinambás de Brasil o los indios de Nueva Francia sustituu·án a los germanos o a los bretones descriptos por Tácito, mientras que lo doméstico, tras cambiar de escala, se expandirá en lo civilizado.38 Se dirá acaso que ese deslizamiento de sentido y de época abre la posibilidad de una inversión que Montaigne o Rousseau sabrán explotar: en lo sucesivo, el salvaje puede ser bueno y el civilizado malo; el primero, como encru·na· ción de las virtudes de la simplicidad antigua que la co­rrupción de las costumbres le hizo perde1· aJ segundo. Mas así se olvida que un artificio retórico semejante no es del todo novedoso - el propio Tácito cedió a él-, ni pone de ninguna m anera en tela de juicio el juego de determina­ciones t·ecíprocas que lleva a lo salvaje y a lo doméstico a ser constitutivos uno de otro.

Por ignorar, sin duda, esa imposibilidad de pensar uno de los términos de la oposición sjn pensar el otro, algunos aut.ores tienden a hacer de lo salvaje una dimensión uni­versal de la psique, una espede de arquetipo que los hom­bres babrian t·eprimido o canalizado progresivamente, a

38 ~'ue este antónimo más trudio de lo salvaje el que hicieron suyos el inglés (oposición entre wild y ciuilized) y el es pafio! (oposición entre scll­vajc y cil!ilizado).

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1111 datln que avanzaba su dominio sobre los no-humanos. \ 1\1 í)CU l't'C con el escenario propuesto por Max Oelschlae-1'''"• un filósofo del medioambiente, en su voluminosa hls· 1 ul'an sobt·e la noción de naturaleza salvaje (wilderness): 1111•111tras que los cazadores-recolectores del Paleolítico li tlllrinn vivido en armonía con un medioambiente salvaje ut'II H.do de todas las cualidades, pero hipostasiado en un r1111hito autónomo y adorado en el marco de una religión uf ul 1111 ica>>, los granjeros del Neolítico medJtenáneo ha­lll•irtn roLo ese hermoso acuerdo pal'a tratar de sojuzgar el ,dvnjisruo, reduciendo así los espacios no dominados por

ul hombre a un estatus subalterno, hasta que la filosofía y In prntura norteamericanas del siglo XIX volvieron aje­turq\llzarlos.39 'l'al vez haya sido así, pero cuesta advertir, 1111 nbslante, cómo podía existir la noción misma de salva­ll lt lllO en un mundo preagricola en el cual ella no se oponia H tlllda, y por qué, si encarnaba valores positivos, se bacía 111111li r la necesidad de eliminar el elemento con el que se • nlrtcionaba.

Ion Hodder evita ese tipo de apor.ías cuando sugiere qlll' la construcción simbólica del salvaje se inició en Eu­wpa. ya en el Paleolitico Superior , como un necesario te-11111 ele fondo del surgimiento de un orden cultural. Para t •Mt l\ figura emblemática de la nueva arqueología inter· lll't'lativa anglosajona, la domesticación de lo salvaje co-1111 ·nza con la mejora de las herramientas líticas caracte-1 ' 1 ~ 1 ica del periodo solutrense. testimonio de un «deseo» de e•uiLura expresado en un perfeccionamiento de las técni­•'uA cinegéticas. Una protección más eficaz contra los de­lln'dadores y una subsistencia menos a leatoria habrían Jll'l'tnitido. entonces, superar el miedo instintivo a un en· lttrno inhospitalario y hacer de la caza el luga r· simbólico tl t•l control de lo salvaje, al mjsmo tiempo que una fuen te ti•• prestigio para quienes sobresalían en ella. El origen de In ngricultura en Europa y el Cercano Oriente se explica· 1 111 s implcmenle por una ampliación de esa voluntad de •••lnlrol de las plantas y los animales, poco a poco sustraí­do!-l a su medio e integrados a la esfera domésti.ca.40 Nada JH'I'miLe afirroa1· si las cosas sucedieron asi o si Hodder,

111 Oolschlacger (1991). 111 Vónso, por ejemplo. Hodder (1990).

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llevado por su imaginación, interpretó vestigios antiguos de acuerdo con categorías mentales cuya existencia no fue comprobada sino más tardíamente. Sea como fuere, que­da p~r saber ~or qué razón un movimiento semejante se habna productdo en una región determinada del mundo y n.o en otras. En efecto, las disposiciones psicológicas men­Cionadas p~r ~odder como fuentes de la propensión a ejer· cer un domm1o cada vez mayor sobre los no-humanos son de una generalidad tal que cuesta ver por qué ese proceso n~ se habría llevado hasta el final en todas partes. Ahora b1en, la domesticación de las plantas y los animales no es una fatalidad histórica que sólo algunos obstáculos técni­cos podrian haber demorado aquí o allá: muchos pueblos del mun.do entero apenas parecen haber experimentado ~ neces1~~ de esa revolución. ¿Habrá que recordat que c1ertas c1vilizacíones refinadas -por ejemplo, las cultu­ras de la costa oeste de Canadá o del sur de Florida- se desarrollaron privilegiando la sangria de los recursos sil­vestres? ¿Hace falta repetir que muchos cazadores-reco­lectores contemporáneos dan testimonio de una indife­rencia indudable, y hasta de una franca aversión frente a la agricultura y la crianza de animales cuya prá~tica ven en la periferia de sus dominios? Domesticar no es para ellos un~ compulsión, sino una elección que ha llegado a ser tang1ble y que, no obstante, siguen rechazando. . De ma~era ~ás ~util, Ber trand Hell propone la hipóte­

SlS de un tmagma no colectivo de lo salvaje que esta ría presente por doquier en EJurasia y cuya h uella se encon­traría en las creencias, los ritos y las leyendas concernien­tes a la caza y el tratamiento de Jos animales de caza ma-

41 u t• y~r . .. o mo 1vo central estructura esta configuración srmb.ohca: el tema de la «sangre negra>1. esa sangre espesa del ctcrvo en celo y del jabali solitario, a la vez peligrosa y ?.eseable, portadora de poder genésico y fuente de salva­Jlsmo, pues ese líquido corre también por las venas de los cazadores cuando la Jagd{ieber, la «fiebre de la caza,,, Jos ena rdece en el otoño, y ha to mado posesión de los hom­bres de los bosques, cazadores fuxtivos y marginales que huyen de la sociabilidad aldeana, apenas distintos de los locos furiosos y los hombres-lobos. Es verdad que, en la zona

41 He.U (1994).

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1 ,,..nH\nica de la que Hell extrae la mayoría de sus ejem­t•loll, 1 mundo de lo salvaje parece haber adquirido cierta Hlll11110mía y al mismo tiempo un poder de fascinación a_m.

luuutl, como si se le hubiese concedido un espacio para que ubsisln en sí mismo, fuente de vida y de realización viril,

IHHH que contraste negativo con los terrenos cultivados.42 :1111 t1mba.rgo, si bien no es el reverso estricto de la expan­ltlllllgrícoJa, no por ello el dominio del Wild deja de estar lllllllmente socializado. Se lo identifica con el gran bos·

t¡ IH•, no La silua improductiva que frena la colonización, si-1111 In foresta, ese gigantesco parque de caza que la dinas­llt• t.'ll rolingia se afanó por constituir, desde el siglo IX, lt ll'tliante edictos que limitaban los derechos de pastoreo y 111111ración.43 Salvajismo cultivado a más no poder, enton­' ,, 1, por estar ligado a una muy antigua práctica de orde­llllltllonLo y gestión de los territorios de caza, llevada a ca­lu• por una élite que ve en el acecho y el rastreo de la caza 1nuyo r: una escuela de coraje y formación del carácter. Y lll t~ l nmente porque Hell reconstruye con cuidado el con­l•~xto histórico dentro del cual se desarrolló el imaginario dt1l0 salvaje en el mundo germánico, resulta difícil seguir­In Nta ndo se esfuerza por encontra1· manifestaciones aná­l••trns en ot1·as regiones del planeta, como s i por doquier y 111111npre los hombres hubiesen lenido conciencia de que In urLificios de La civilización debían ganarse la volwltad .¡, . c-iortas fuerzas oscuras y ambivaleotes.4 -l

1•:1 pastor y el cazador

'uidémonos del etnocentrismo: la «revolución neoliti­cuh del Cercano Oriente no es un escenario universal cu-

1 ~ Por otra parte, en alemán, a diferencia de otras lenguas europeas. l•• pnlabra w1ld, «salvaje», no tiene w1 ant.ónimo automático; según los o ""'l'Xtos, se opone a u11a pluraHdad de Lértninos: zuhm, «manso», «dó· • "" l'll el caso de los niños o Los animales. y gcbilrlet o gesít!et. <<cultiva­,¡ ... ,, uc tvllizndou, 0 11 lo que corresponde a los hombres, sin mencionar h••• IIIJruerosos derivados de Kultrtr. en su sentido litoral, como Knltur· lu•d•'IL. "espacio o suelo cultivadou. o su sentido figurado, como kulli­' 11'1'11 ••c:ivi lizadou, o Kultt1nJolk, «pueblo civilazadO>J, etcétera.

11 llell ( L994), págs. 22·3. 11 lb1d .. págs. 349·53.

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Page 44: Descola - Mas Alla de Naturaleza y Cultura

yas condiciones de aparición y efectos materiales e ideales puedan transponerse sin modificaciones al resto del m un· do. En las otras cunas de la agricultura, la domesticación Y el manejo de las plantas cultivadas parecen haberse de­sarro~ado en contextos técnicos y mentales que, como he­mos VIsto, eran muy poco favorables al surgimiento de una dist inción mutuamente excluyente entl·e un dominio antropizado y un sector residua l inútil para el hombre o condenado a caer, en definitiva, bajo su dominación. Seria abs1.trdo, por cierto, pretender que la diferencia entre ecú­mene Y ereme sólo se percibió y expresó en Occidente. Pa· rece probable, en cambio, que ]os valores y las sigJúfica­ciones atribuidos a la op osición entre lo salvaje y lo do­méstico sean propios de una trayectoria histórica particu­lar Y que dependan. en parte, de una característica del proceso de neolitización que se puso en marcha en la ((me­dia luna fértil>) hace poco más de diez mil años. Eln una re­gión que se extiende desde el Mediterráneo orien tal hasta Irán, en efecto, la do mesticación de las plantas y los ani­males se produjo de manera más o menos coincidente en apenas algo más de un milenio.4ó El cultivo del trigo, la cebada y el centeno fue acompañado de la crianza de ca­bras, vacas, carneros y cerdos, y de ese modo se estableció un sistema complejo e interdepeudiente de gestión de los no-humanos en un medio dispuesto para permitir s u co­existencia. Ahora bien, esa situación contrasta con lo ocu· rrido en los otros continentes, donde los grandes mamífe­ros fueron domesticados, en la mayoría de los casos, bas­tan~e después que las plantas, o bastante antes en el caso de Africa oriental; y ello, siempre y cuando lo hayan sido, pues en gran parte de las Américas y en Oceanía la agri­cult ura se desarrolló con exclusión de la ganadería, o con su integración tard ia gracias al apor te de animales ya domesticados en otros lugares.

Así, con el Neolítico europeo se introd uce u.n contraste fundamental que opone, sin duda, los espacios cultivados a los que no Lo están, pero tam bién, y sobre todo, los ani­males domésticos a los animales salvajes, el mundo del es-

4n Sobre la domesticación de lua nnimales. véase D igard (1990), págs. 1 05-2ó; sobre la neolitJZación en el Cercano Oriente, véase Cauvin (1994). págs. 55-86.

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1 tillo y de los terrenos de pastoreo al reino del cazador y "" presas. 'fal vez ese contraste haya sido incluso busca·

du y fomentado de mane1·a activa, con el objeto de aprove· 1 h11r lugares donde podlan exhibirse cualidades -astu· ' i 11, t·esis te ncia física , placer por la conquista- que, al t!lurgen de la guerra, ya no tenían expresión en el recinto '""Y controlado del terruño agricola. No es imposible, en ••f'Prto. que los pueblos del Neolítico europeo se hayan abs· l1 •lllclo de domesticar algunas especies, sobre todo cérvi· """· con el ftn de preservarlas como presas de caza selec­IIIR. Por lo ta nto, la domesticación de ciertos animales ha­lit in sido simétrica de una especie de «cinegetización» de ulnu nos otros: el mantenimiento de estos últimos en su es­ltttlo natural no fue la consecuencia de obstáculos técni­''"!t, sino de la voluntad de instituil· un ámbito reservado a 111 enza, deslindado del dominio cultivado.46

l•;L ejemplo de la antigua Grecia muestra de ma nera 1111ty nítida que la antinomia entre lo salvaje y lo domésti-1 n se alimentaba, en el mundo mediterráneo, de un con­trus le entre la caza y la cria nza . Los griegos, como se mbe, sólo comían carne que era producto de un sacr íficio

tdealmentc, de un buey de labranza- u obtenida me­.tannte la caza. En la economía simbólica de la alimenta­' Ión y las jerarquías, las dos actividades son a la vez com­pl• mentarías y opuestas. La cocina del sacrificio acerca a l1114 hombres y los dioses al n:Usmo tiempo que los distin­HII t•, porque los primeros reciben la carne cocida del ani· 111111. mientras que los segundos sólo tienen derecho a s us ltu..:sos y al humo de las hogueras. A la inversa, según es­' •·ibe Pierre Vidal-Naquet, <(la caza( ... ) deflne las relacio­III ·R del hombre con la natural eza sa1vaje>>.4 7 En ella, el lun nbre se comporta a la ma nera de los animales depreda­dures, de los que se diferencia, sin embaTgo, por el domi· 1110 del arte cinegético, una tellltné que se asocia a l arte de lu ~uerra y, más en general, al de la política. Hombres, lt1 •slias y dioses: un sistema de tt·es polos en el cual el ani· 1111d doméstico (zoon) se sitúa muy cerca de los humanos, ll pC'nas inferior a los esclavos y los bárbaros en razón de "'' uptitud para vivir en colectividad - pensemos en la de-

11' l~la es la hip6tesis plant.eada por Vigne (1993). 17 Vidnl-Naquet (1972), pág. 138.

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finición a ristotélica del hombro como zoon politil~on-, y se desHnda con claridad de los animales salvajes (thc­ria). 48 La víctima sacrificial representa un punto de inter­sección entre lo humano y lo divino, y, por lo demás, es imperativo obtener de eUa un signo de asentimiento antes de darle muerte, como si el anima l aceptara el papel que se le asigna en la vida cívica y litú1-gica de la ciudad. Una precaución de esa índole es inútil en la caza, en la cual la victoria se alcanza al rivalizar con la presa: en ella, los adolescentes dan pruebas de astucia y agilidad, y los hom­bres maduros, a rmados sólo con el venablo, experimentan su fuerza y su destreza. Agreguemos que la agricu ltura , la ganadería y el sacr ificio están estrechamente ligados, por­que el consumo del animal inmolado debe estar acompa­ñado de productos cultivados, cebada asada y vino.49 El hábitat de las bestias salvajes constituye, de tal modo, un cinturón de no civil ización indispensable para que la civi­lización se expanda: un teatro donde pueden ejercerse ap­titudes viriles en las antípodas de las virtudes conciliado· ras exigidas por el trato de los animales domésticos y la vida política.

Paisaje romano, bosque herciniano, natu1·aleza romántica

En este aspecto, el mundo latino ofrece un contraste. Aunque fundada por un par de gemelos salvajes, Roma se libera poco a poco del modelo de la caza heroica para no ver ya en el rastreo de las presas otra cosa que un medio de proteger los cultivos. Ya a fines de la República, Varrón estigmatiza la futilidad de la caza y su escaso rendimien­to en comparación con la crianza de ganado (Rerum rusti· carum), un punto de vista retomado por Columela un siglo más tarde en su tratado de agronomía (De re rustica). La moda de la gran montería traída de Asia Menor por Es­cipión Emiliano no logra imponerse en una aristocracia más preocupada por el rendimiento de sus fincas que por las hazañas cinegéticas: los animales salvajes son, ante

•s Vidal-l\'11quet (1976). ~o Vidal-N11quet (1972). pág. 139.

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lt~du , factores nocivos cuya destrucción incumbe a los in­••·•uh•nlcs y a los tramperos profesionales,50 pues en lo , tiC Psavo es la gra n explotación, la uilla, la que gobierna la "llt1Hlizaci6n del paisaje rural en las regiones de Uanura. ( 'u m pacta en su vasta superficie cuadrangular, dedkada ~ ~~ ••tlltivo de cereales y aJas plantaciones de viñas y oli­' u • lo uilla produce una segregación nítida entre las tic­'' '"' drenadas y mejoradas (el ager) y la zona periférica .¡,, Imada al libre pastoreo del ganado (el sa/tus). 8n lo ''"'' •·especta al gran bosque, la ingens silua, ha perdido lo­el" t~ l utractivo que podia ejercer en otros tiempos sobre los , .tt.udores, para no ser ya más que un obstáculo a la ex­l••nHión del influjo agrícola. Por otra parte, el manejo ra­' wnn l de los recu rsos se extiende hasta los an imales de • ·llll, cuyas poblaciones son fijadas y controladas, al me­'"' en las grandes propiedades ru1·ales, gracias a puestos ,¡., forraje hacia los cuales los cérv1dos silvestres son guia· tlt iH durante el invierno por congéneres amaestrados con

' '"'" finalidad.61

Los romanos del Imperio tienen, por cierto, un punto ,¡., vasta ambivalente con respecto a Ja selva. En una p••11insula casi deforestada. la selva evoca el decorado de lu· mitos fundacionales, el recuerdo de la antigua Rea Sil· ''"'· y la dimensión nutricia y sagrada que se le atribuye "' ' perpetúa como un eco atenuado en los bosques consa­IC IHclos a Artemis y Apolo, o en el santuario silvestre que l•urtlea el lago de Nemi. cuyo extraño ritual proporciona a Fm7-er el incentivo para escribir La rama dorada. Empe­'''· PSOS bosquecillos residuales cuyos árboles pronuncian u1uculos ya no son sino modelos reducidos de la selva pri­ntt ltva, vencida por la expansión agrícola. Como bien des­ltt t'll Simon Schama en su comentario de la Germanía de '1'1 1 ilo, la verdadera selva representa el exterior de Roma, •·I limite donde se detiene la jurisdicción del Estado, el re­,,.,·clntorio de la impenetrable confusión vegetal donde se huhianretirado los etruscos para escapar a las consccuen­' IIIK de su derrota y, concretamente, la gigantesca superfi­''" poblada de árboles que se extendía al este de la Gal ia lut111izada y en la cual los últimos salvajes de Europa re-

' ll l'll (1994). póg. 22. M Scgün Columels, citado por Bod&on (1995). pág. 12 1

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sistían aún n las legiones.62 Esa «tierra üúormen no era del gusto de los romanos: no era agradable a la vista ni pa· ra habitarla. ¿Qué belleza podía exhibir a los ojos de gente que apreciaba La naturaleza cuando esta se t ransformaba por obra de la acción civili7--adora, y que prefería decidida­mente el encanto bucólico de una campiña en la que se ad· vertia la impronta del trabajo y la Ley, en vez del desorden frondoso y húmedo del bosque herciniano? Ese paisaje ro~ mano con los valores que se le asocian, implantado por la colonización en la vecindad de Las ciudades hasta las ori· llas del run y en Bretaña. perfilaría la figura de una pola· ridad entre lo salvaje y lo doméstico de la que somos tribu· tarios aún en nuestros días. Ni propiedad de las cosas ni expresión de una naturaleza humana intemporal, esta oposición tiene una historia propia, condicionada por un sistema de ordenamiento del espacio y un estilo alimenta· do que de ninguna manera podemos generalizar respecto de otros co ntinentes.

Aun en Occiclenle, por lo demás, la linea demar catoria entre lo salvaje y lo doméstico no siempre se trazó tan cla­ramente como pudo haberse fijado en la campiña del La­cio. Al comienzo de la Alta Edad Media, la fusión progresi· va de Las civilizaciones romana y germánica dio origen a un uso mucho más intensivo de los bosques y las landas y a una atenuación del contraste entre zonas cultivadas y no cultivadas. En el paisaje germánico tradicional, el es· pacio no agrícola se anexaba en parte a la aldea. Más allá de pequeños caserios muy dispersos en torno a cla ros ara· bies se extendía un vasto perímetro de bosque sometido a la explotaCIÓn colectiva: en él se practicaban la caza y la recolección, se extraía madera para lumbre, construcción y herra mien tas, y se llevaba a los cerdos a la montanera. La transición entre la casa y el bosque profundo era, en· tonces, muy gradua l; como escribe Georges Duby, ((esta compenetración del campo y el espacio pastoral, forestal y herbajero es, sin duda, el rasgo que distingue con mayor claridad al sistema agra rio ''bárbaro" del sistema romano, que disociaba el ager del saltus>).53 Ahora bien, la organi· zaci6n romana del espacio se degradó, en los siglos Vll y

02 Schama ( 1999), págs. 05· L02. ~ Duby (1973), póg. 33.

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\ 111. t·on el cambio de los hábitos alimentarios Y la ere· , 11 11lt' insoguridad que imperaba en regiones de llanura u 1tpu~•b lcs de defender. El tocino y La grasa reemplazaron •11 llt'I' II C, la carne de caza mayor sustituyó a la del ganado '"' haHO en las casas ricas, y los productos del saltus Y la '''" se impusieron a medida que la s ituación do las gran·

,1, lineas agrícolas empeoraba. De esta hibridación entre , 1 clunhsmo romano y la organización concéntrica do tipo v• •• nu\nico nació el paisaje del Occidente medieval, ~n el , 1111 1, n pesar de las apariencias, la frontera e?tr~ ecume· 111 , 1·reme ya no era tan marcada como lo hab1a s1do algu·

"" stglos antes. 1 lnbrá que esperar hasta el siglo XIX, sin duda, para

""" rsa frontera cobre nuevo vigor y adquiera, al mismo 1 lt•ntpo la dimensión estética y moral que colorea hasta la ,11 1 uolídad nuestra apreciación de los lugares. Es la épo· 111 , como se sabe, en que el romanticismo inventa la natu· 111 lt•zn salvaje y difunde la afición por ella; es la época en q111 los ensayistas de l a filosofía del wilderness .. R~lp~l Wn Ido Emerson, Henry David T11oreau o John Mu1r, tnCI· tu u a sus compatriotas a buscar en la frecuentación de las 1111, 11tañas y los bosques norteamericanos una existencia lllll!l libre y más auténtica que la vida cuyo modelo ha pro· purctonado durante mucho tiempo Europa; Y es La época, 111111nismo, en que se crea el primer parque natural, Y el· lnwstone como una grandiosa puesta en escena de la obra •hvína. L~ naturaleza era dulce y bella, y ahora es salvaje , .ublime. El genio de la Creación ya no se expresa en los ¡u11sajcs nimbados de luz romana cuya tradición perpetúa ('o rol, sino en esos precipicios donde espuman torrentes, t• r-~us macizos sobrehumanos desde los cuales se desmoro· 11110 caos de rocas, esos altos y sombríos oquedales pinta· tlos por Carl Blechen, Caspar David Friedrich o Carl ?us· tuv Carus en Alemania y Thomas Moran o Albert J3ters· tmlLen Estados Unidos. 54 Tras sjg]os de indiferencia opa· ' 'llr, los viajeros descubren la severa belleza de l~s Alpes. Y los poetas cantan el delicioso horror de los glac1ares Y los

M En EstAdos Unidos. la transición hacia uno nuevo soo.sibilidad ~al · 11j1Rtica es más tardin que en Alemania: en 1832, Woshmgton lrvtng

• •Mtll' apelando. pnra dcscribt r patsajes del Le!o.no O.cstc. o ~alvator Uuen y Cloude Lorraln (en A Tour 0 11 lit~ Prai/'IIJS, CtltidO pOI Roger,

IU07. pág. •13, not.a 2).

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abismos y sucumben a esa «exaltación alpina de los escri· tores de montaña>> que a un Chatea ubriand considera rli excesiva.55 Ya no es necesario hacer la historia de estn nueva sensibilidad que, en plena industrialización, des­cubre un a ntídoto para el desencantamiento del mundo en una naturaleza salvaje redentora y ya amenaznda. Eso sentimiento ha cobrado fuerza de evidencia y sus efectos están presentes por doquier alrededor de nosotros: en el favor que conocen la protección de los s itios naturales y la conservación de las especies a menazadas, en La moda de las largas caminatas y la afición por los paisajes exóticos, en el interés que suscitan la navegación mar adentro o las expediciones a la Antártida . Pero esa fuerza de evidencia nos impide, quizás, a preciar que la oposición entre lo salvaje y lo doméstico no es palmaria en todos los lugares y todos Jos t iempos, y que debe su actual poder de convic· ción a los albures de una evolución de las técnicas y las mentalidades que otros pueblos no han compartido.

Sin duda, la compañera de viaje de Michaux no había leído La n.ueua Eloísa ni admirado los paisajes atormenta· dos de Turner. La idea de preservar la selva, cuyos recur­sos eran saqueados por sus conciudadanos, jamás la había rozado. Ella era prerromántica , la pobre, y sentía horror ante la vegetación desenfrenada, los animales inquietan· tes y las legiones de insectos. Tal vez incluso le hubiera asombrado el gusto perverso que manifestaba el joven poeta europeo por esa confustón de plantas de las que ella procuraba dista nciarse. Así, en el vapor que bajaba por el Amazonas, la mujer llevaba consigo una visión muy par· ticular de su entorno, todo un bagaje de prejuicios y sen ti· mientos que los indios de la región ha br ían considerado bien enigmáticos si, por Yentura, ella hubiese tenido )a ca­pacidad o las ganas de hacérselos conocer. La conquista de los espacios vírgenes era para la muchacha una reali· dad tangib le y una meta deseable, al mis mo tiempo que

66 Durante su expedtción a l Son Golnrdo: "Por otro lado, por más que me lleslom6 por a lcanzut· ln exnlcnci6n a lpina de los escritores de mon· tann, todo fue en vano"; véose frnn~;ois·René de Chnteaubriand. Mé· marres d'outrc-tombe. París. Oallirnnrd, 1983. col «Bibliothóquc de la Plé indel•, vol. 2, ¡>6g. 591 [Memorws de ttl/,l'a tumlm, Bn¡·cc lonn: El 1\canli lado. 2005j.

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1111 t•t'O ulonuado y confuso de un contraste más funda· ""'nlnl cnlre la naturaleza y la civilización. Todo ello, co-11111 Hll lldivina rá, no habría tenido sentido alguno para los uultos, que ven en la selva algo muy distinto de un lugar

dvoJe que es necesario domesticar o un motivo de dilec-1 1111\ l'Slética. Lo cierto es que la cuestión de la nat.urulcza qu•m1s se les plantea. Este es un fetiche propio de noso­l• us, muy eficaz, por lo demás, como todos los objetos de 1 ll't.•ncia que los hombres se dan a sí mismos para actuar 11hrc el mundo.

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3. La gran división

La autonomía del paisaje

Por arbitraria que parezca una genealogía de tal índo· le, no puedo dejar de asociat· el surgimiento de la concep­ción moderna de la naturaleza con un pequeño dibujo en­trevisto hace algunos años a la fría luz de una galería del Louvre. Una exposición lo había exhumado brevemente del Gabinete de Dibujos al que después volvió, no sin otor­garle una notoriedad pasajera, pues también aparecía en la portada del catálogo correspondicnte.1 El dibujo mues­tra un austero desfiladero rocoso que, en un segundo pla­no, se abre en un amplio valle donde, entre bosquecillos y granjas de aspecto acomodado. serpentea un río de gran­des meandros. Un personaje visto de espaldas está senta­do en el rincón inferior izquierdo, minúsculo en medio de los bloques de piedra caliza. Vestido con una capa y tocado con un sombrero emplumado, se dedica a bosqueja r del natural la vista que tiene ante sl. Se trata de Roelandt Sa­very, artista de origen flamenco que, hacia 1606, se repre­sentó en esa obra dibujando un paisaje del sudoeste de Bohemia.

Oficialmente registrado como «pintor paisaj ista» en la Corte de Praga, en la cual permaneció en forma sucesiva al servicio del emperador Rodolfo ll y de su hermano Ma­tías, la misión de Savery consistía en recorrer los Alpes y Bohemia para dibujar del natural sus sitios notables.2 De hecho, la apariencia de las formaciones rocosns, la exacti­tud de los diferentes planos del relieve, la ubicación de los campos, los caminos y las casas -todo, en resumen-, ha­cen pensar que el dibujo reproduce una perspectiva real,

1 Legrand, Méjanés y Starcky (1990) 2 lbtd., págs. 60 y 93-4.

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IIIIIIJIIC lul voz un poco roJucidn, n !in de nc(ln lunt· el ca· 1 "11•1 vertiginoso de la montaña.

1•.1 Paisaje montañoso con un. dibujante>, de Savery, no 1 , dm~de luego, la pr·imera tepresentación de un paisaje 1 u lu hrs t.oria de la pintu ra occidental. Los historiadores ''' 1 ut·le ub1can el origen del género en la primera mitad ''' 1 t~ i~lo XV, con la invención -obra de los artistas del 1111tll'- de la 1wentana interior» en que se recor ta una vis-1 n 1!1 • tierras adentro.3 El motivo principal de la tela sigue

11 1ulo, en general, una escena sagrada situada en el inte-1 1111 tlo un edificio, pero la ventana o la galería en un se-1 ttndn plano aislan un paisaje profano, Lo circunscriben a ''' dimensiones de un pequeño cuadro y le dan una un.i ­tliul y una autonomía que lo sustraen de las significacio­tt l 8 n•ligiosas encarnadas por los personajes del primer ttl uno. Mientras que la pintw·a de la Edad Media conside­' " "'los elementos tomados del ambiente como sendos íco­"" thseminados en un espacio discontinuo, y los sometía 1111 n las finalidades simbólicas y edificantes de la imagen

qq·ada, la ueduta interior organiza esos elementos en 111111 toLalidad homogénea que adquiere una dignidad casi • qlt avalen te al episodio de la historia cristiana pintado por 1 1 nrtista. Bastal'á entonces con ampliar IR ventana a las tltnwnsiones de la tela para que el cuadl'o dentt'O del cua­tlm He convierta en el tema mismo de la representación l'll lórica y, al bon·ar la referencia religiosa, se dilate hasta

1<1 un verdadero paisaje. Durero es, probablemente. el primero en llevar hasta

' 1 llllal ese proceso en sus acuarelas y aguadas de juven-11111, hacia la década de 1490.4 Al contrario de su contem­Jllll"IÍ neo Patini.r, cuyos célebres paisajes aún incluyen es­' " "" s sagradas, como un pretext.o para representar con \ 1 t·tuosismo el marco na tu 1·al de su acción, Dm·ero pinta umbicntes reales en que los temas humanos han desapa-11 t•tclo. Empero, sus acuarelas eran un ejercicio de estilo lll ' l'liOnal: ignoradas por sus contemporáneos, no tuvieron

1 c:umbrich (1983), págs. 15-43. Alain Roger (1997), págs. 73·6, seña· lt tllll' uno de los pnmeros ejemplos del disposüjvo de la «ventana fln. '"''IICR" sería La Virgen de la palltal/a de m1mbre, de RobeJ'l Campin, ll•mndo ttel maestro dl' F'lémalle», hacia 1<120-1425 (Londres. Nntional 1, tllory).

1 ltuger (1997), págs. 76-9.

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Roelandt Savery. Paisaje motltcu1oso con un dtbu1w 1te. Museo del Louvre, Paris.

Fotografía C RMN!Michele Bellot.

influencia inmediata sobre la manera de aprehender y re­presentar el paisaje. Durero es también el primer pintor que en el mundo germánico domina los fundamentos ma­temá~cos de la perspectiva lineal, codificados por Alberti u~os cmcue~ta años antes. En efecto, la aparición del pa i­saJe como genero autónomo es tributaria de su ordena­mi~n.L~ d~ acue1~do con las nuevas reglas de la Perspectiva arttficLahs: la disposición de los objetos y el campo donde se despliegan están gobernados, en lo sucesivo, por la mi­rada del espectador que se sumerge, como si lo hiciera a través de un plano transparente, en un espacio exterior a la vez infinito, continuo y homogéneo.

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l~n un fnmoso ensayo, Panofsky Jmtesta·n que tu inven-lttn da• In perspectiva lineal, en la primen~ mitad del siglo \; llttll.tJO una nueva relación entre el sujeto y el mundo,

• lllt•· l'l J)\Hlto de vista de quien mide con la mirada y un 1 PililO sist,ematizado, donde los objetos y los intetvalos 11111 los separan no son más que variaciones proporciona­¡, ,1,. un continuum sin fallas.5 Las técnicas de escorzo em­ph 11dnR en la Antiguedad apuntaban a restituir la dimen-

1111\ uhjeLiva de la percepción de las formas mediante ttllll lll•formación metódica de los objetos represenLados, ¡u ltll'l espacio donde estos se inscribían seguía siendo dis­t outlll\10 y, por así decirlo, residual. La perspectiva roo­,¡, tnu , en cambio, aspira a restituir la cohesión de un 11111ndo perfecta m en te unificado en un espacio racionaL 1 1•11 lruido según reglas matemáticas para escapar a las ouc·caones psicofisiológicas de la percepción. Ahora bien.

' 111 nueva «forma simbólica» de la aprehensión del m un· ''" l'tllllleva una paradoja que Panofsky destacó con clari­tl ul h No obstante, el espacio infinito y homogéneo de la 11• 1 pectiva lineal se construye y orienta a partir de un punt o de vista arbitrario: el de la direcctón de la mirada clttl observador. En consecuencia, lo que sirve de punto de 1'1111 ttla para la racionalización de un mundo de la expe­''' neta en que el espacio fenoménico de la percepción se lt•tnspone en un espacio matemático es una impresión llhJoliva. Esa (<objetivación de lo subjetivo)) produce un

'l"blo ofecLo: crea una distancia entre el hombre y el mun­tlu 11 In vez que pone en manos del primero la condición de l• tutonomización de las cosas, y sisLematiza y estabilha • 1 umverso exterior, al tiempo que le confiere al s ujeto el .lumanio absoluto de la organización de esa exterioridad re­' 1t•n conquistada.7 De modo tal, la perspectiva lineal insti­IIIVl', en el ámbito de la representación, la posibilidad de 1 ML' cara a cara entre individuo y natw·aleza que llegará a

1 e cnracterístico de la ideologia moderna, y cuya expre­llllut artística será la pintura paisajística. Se trata, en 1 l••r to, de un cara a cara, de una nueva posición de la mi­t iHI,I, pues la proyección plana aleja las cosas pero no con-

l'unofs ky (1975). ' lb1d., pags. 160-82. 1 /bid., pág. 159.

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tiene promesa alguna de su ve·rdadero develamiento; CO· mo escribe M erleau-Ponty, «remite, por e l contrario, a nuestro punto de vista: en cuanto a las cosas, huyen a una distancia que ningún pensamiento puede salval.,>.s

Savery recoge la herencia de esta revolución iniciada varias generaciones antes, pero s u dibujo innova en dos aspectos. Tanto el motivo como la factura clan testimonio de la influencia de Pieter Brueghel, célebre desde la se· gunda mitad del siglo XV1 por sus paisajes montañosos. Si se exceptúan las acuarelas de Durero, que carecieron de posteridad inmediata, y algunos aguafuertes sobrecoge­dores de Altdorfer, las vistas alpinas de Brueghel el Viejo se cuentan entre las primerisímas r epresentaciones pictó­ricas que borran al hombre del paisaje o sólo lo muestran a través de sus obras. Empero, mientras que los paisajes de Brueghel eran, con frecuencia, composiciones imagina­rias libremente interpretadas a partir de croquis tomados del natural, el dibujo de S a very es, a l parecer, una repre­sentación bastante fiel de un sitio real. Más importante, sin duda, es el hecho de que Savery parece haber llevado basta su conclusión lógica la paradoja de la perspectiva formulada por Panofsky. Así como Brueghel, a l erradicar a los humanos del paisaje, se Limita a poner de manifiesto la exterioridad del sujeto que da sentido y coh erencia a una naturaleza objetiva, Save1·y reintroduce a ese sujeto en la representación pictórica al figuTar el acto mismo por medio del cual él obje tiva un espacio distinto de aquel en que se h alla, distinto a su vez del espacio ofrecido a la vis­ta del espectador, pues la vista en perspectiva qu e se le presenta a este último no es la misma que el dibujante, apartado hacia la izquieTda del dibujo pero situado en el eje mismo del desfiladero, está t1·azando sob re el papel. En ese paisaje tenemos, por tanto, una objetivación des­doblada de lo real, una repTesentación reflexiva, en cierto modo, de ta operación mediante la cual la naturaleza y e l mundo son producidos como objetos autónomos por la gra­cia de la mirada que el hombre posa sobre ellos.

Tal vez habría que hablar aquí de una triple articu­lación, si se adopta la distil1ción prop uesta por A1ain Ro­ger entre ((artialización» in silu y ((attializacióo» in uisu,

8 Merleau-Ponty (1964), pág. 50.

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1'11 que la primera define el acondicionamiento de un frag­ltlni\LO de naturaleza con fines recreativos y estéticos, ltiilllltr·as que la segunda califica La representación paisa-11 llt:fl en la pintura.9 Es cierto que la campiña que se ve 1•11 oL dibujo de Savery no es un parque a la inglesa, y su •·lt•t:tnncia casi arcádica se debe, sin duda, tanto a la des­lrPzu del a r tista como a las intenciones de los habitantes. ' 'nho suponer, sin embargo, que estos sabían lo que ha­l'lttll al disponer aquí un bosquecillo de olmos pequeños, ulll un manzano en medio de un prado y más allá un á1·bol dt• Hombra fresca en el patio de una casa. No es imposible, pur consiguiente, que el Landschaftsmahler del em pera­dor haya querido unir, en los dos planos de s u vista en p••r·spectíva, la Tepresentacíón de una formación 1·ocosa t•ru·ncteristica de los macizos silúricos de Bohemia y la de unn organización del hábitat rural igualmente típica de ''"11 región; naturaleza salvaje y campiña do mesticada se t·n:omn, entonces, bajo la pluma del dibujante pa1·a crear IIIHI disposición del lugar. Aunque no fuera así, el dibujo ''" lo bastante original en su composición como paTa satis­j,¡,·m· la fantasía de ver en él una notable configuración de lo11 comienzos de la producción moderna de La naturaleza.

li:n alrededo1· de ciento cincuenta años, de Patinir y Du­l'tlr'O a Ruysdae1 y Claude Lorrain, la pintura paísajistica uka nza el pleno dominio del espacio: una escenograña en IJll tl la sucesión de planos recuerda todavía el deco rado 1 nt.ral es sustituida por una impresión de p1·ofundidad lwmogénea , que borra el artificio de la construcción en pllrspectiva y contribuye, así, a hacer ostensible la Tetira­tln del sujeto con respecto a la naturaleza pintada por éL ~~~La manera de representar e] ambiente humano en s u PXlerioridad es, por supuesto, indisociable de l movimien­lu de matematización del espacio efectuado durante el 111 lamo período po1·la geometría, la física y la óptica, desde ,.¡ descentramiento cosmológico de Copérnico h asta la res t•\lcnsa de Desear les. Como señala Panofsky, <da geome· 1 du proyectiva del siglo XVII ( ... ) es un producto del ta­lllll' del artista».10 La invención de dispositivos inéditos de mmetimiento de lo real a la vista -la perspectiva lineal,

11 Roger (1997). págs. 16-20. 111 Panofsky (197ó), pág. 126.

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claro, pc1·o también el microscopio (1590) y ol telescopio (1605)- permitió instaurar una nueva relación con el mundo, al circunscribir algunos de sus elementos en el in­terior de un marco perceptivo rigurosamente delimitado que les daba, con ello, una preponderancia y una unidad antes desconocidas. El privilegio otorgado a la vista, on desmedro de las otras facultades sensibles, condujo a una autonomización de la superficie que la física cartesiana sabría explotar y que favoreció, asimismo, la expansión de los límites del universo conocido gracias al descubrimien­to Y la cartografía de nuevos continentes. Ahora muda inodora e impalpable, la naturaleza se vació de toda vida: Olvidada la buena madt·e, desaparecida la madrastra sólo quedaba el autómata ventrilocuo del cual el hombr~ podía mostrarse como <<dueño y señor)).

La dimensión técnica de la objetivación de lo real es desde luego, esencial en esa revolución mecanicista del s i: gl~ XVII, que representa el mundo a imagen de tLna má­q.utn~ cuyos engranajes pueden ser desmontados por los Clentíficos, y no ya como una totalidad compuesta de hu­manos Y no-humanos y dotada de un a significación in­trínseca por la creación divina . Robert Lenoble asigna una fecha a esa ruptura: 1632, año de la publicación del Diálogo sobre los dos máximos sistemas del mundo ptole­maico Y copernicano, de Galileo, donde la física moderna s urge, en el arsenal de Venecia, de una discusión entre in­genieros formados en las artes mecánicas, a mil leguas de la dispu~atio de los filósofos sobre la naturaleza del ser y la esenc1a de las cosas.11 ¡La construcción de la naturale­za efectivamente ha comenzado! Construcción social e ideológica, sin duda, pero también práctica, gracias al sa­ber técnico de los relojeros, los vidrieros y los pulidores de lentes, todos esos artesanos que hacen posible la experi­mentación en laboratorio y, a través de ella, e l trabajo constante de disociación y recomposición de los fenóme­n.os n:ediante los cuales se producen esos objetos de la c1enc1a nueva cuya autonomía se gana al precio de una amnesia de las condiciones de su objetivación. Liberados por la razón de la oscura confusión de la experiencia de los otros, vueltos trascendentes por la ruptura de los lazos que

11 Lenoble (1969), pág. 312.

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l11 1 l1~nban a los desórdenes de la subjetividad y las ilusio-111 lit• la continuidad, he aquí que aparecen los objetos 1 wt 1cheS>> de la modernidad, para retomar el afortunado

ll• ·•tln~ismo de Bruno Latour. 12 El dualismo del individuo 1 1 mundo resulta entonces irreversible, piedra angular

,,, , u un cosmología en La que se encuenu·an frente a frente 111 t'lli'1QS sometidas a leyes y el pensamiento que las orga-1111':11 t•n conjuntos signiúcant.es, el cuerpo convertido en '""''nnismo y el alma que lo rige según la intención divina, lt unt u raleza despojada de sus prodigios y ofrecida al niño n: ,. que, al desmontar sus engranajes, se emancipa de ella \ lu somete a sus irnos.

Por excepcional que parezca en la historia de los pue­l•lo~ ese golpe de fuerza por el cual la modernidad nacien­" ' libera finalmente aJ hombre de los residuos de los obje­'" nnimados e inanimados, un momento semejante no es, !11 · pués de todo, más que una etapa. El proceso se ha ini­,•tntlo mucho antes y su pun to culminante sólo se alcanza­¡(, un siglo y medio más tarde, cuando la naturaleza y la e 111 tu ra, firmemente atrincheradas en sus dominios de ob­¡t•lus y sus programas metodológicos res pectivos, dclimi-11'11 e l espacio donde podrá desplegarse la antropolog1a moderna. Los hist,oriadores de las ciencias y de la íilosofia hun dedicado ya suficientes obras eruditas a esta particu­l~~ridad de Occidente, de modo que no será necesario pre­·l•ntar aquí más que un cuadro sumario de ese prolongado 11lumbramiento, que ve establecerse de manera recíproca un mundo de las cosas dotado de una !actualidad inu1n-

!'CB y un mundo de los humanos regido por la arbitrarie­tlnd del sentido. Si me presto, pese a todo, a ese breve ejer­ncao, es para destacar mejor que, contrariamente a la im­presión que dejan excelentes obras sobre la historia de la idtJa de naturaleza, 13 esta no devela su esencia gracias a los esfuerzos acumulados de una multitud de grandes es-

1 ~ Latour (l996). 13 Así ocurre con tres sumas notables, Lanto por la amplitud de su

••rudición como por la Cineza de sus juicios: el libro ya citado del padre l.t•noble, Moscovicl (1977) y Glackcn (1967). Aunque a[trmen sin amba­llll la histonc1dad de la idea de naturaleza, estas obras no escapan, em­llCfO, al prejuicio consistente en creer que eUa se objetiv~ poco a poco a J>nrt.tr de un antecedente universal cuya exterioridad sena ev1dente pa­ru todos los seres humanos. En la misma llnea, véase Collingwood (l946).

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pírilus y artesanos ingeniosos, sino que se construye poco a poco como un dispositivo ontológico de índole particula1·, que sirve de basamento a la cosmogénesis de los moder· nos. Considerados desde el punto de vista de un hipotético historiador de las ciencias jíbaro o chino, Aristóteles, Des· cartes o Newton no aparecerían tanto como reveladores de la objetividad distintiva de los no-humanos y de las le· yes que los rigen, sino como los arquitectos de una cosmo· logia naturalista completamente exótica en comparación con las elecciones efectuadas por el resto de la humanidad para dist1·ibuir las entidades en el mundo y establecer en él discontinuidades y jerarquías.

La autonomía de la physis

Todo comienza en Grecia , como de costumbre. Sin em· bargo, los inicios son tra bajosos. En la Odisea aparece una vez el término que servirá luego para designar la natura· leza, physis, pero se lo emplea con referencia a las propie· dades de una planta, es decir, en el sentido restringido de lo que produce el desarrollo de un vegetal y caracteriza su <<naturaleza>> part.icular.l4 Más adelante, Aristóteles pre· cisará ese sentido en una perspectiva extendida al conjun­to de lo viviente: todo ser se define por su nat1naleza , con· cebida a la vez como principio, causa y sustancia.15 No obstante, Homero es i_ndiferente a ese p1·incipio de i_ndivi· duación propio de ciertas entidades del mundo; a fortiori, nunca considera que cosas dotadas de una <<naturaleza>> particulru· puedan formar un conjunto ontológico particu· la1·, la Naturaleza, independiente tanto de las obras hu· manas como de los decretos del Olimpo. 1G En este aspecto, Hesíodo casi 110 se diferencia de Homero. Sus poemas des-

14 Quien habla es Uhses: <~El asesmo de Argos me dio una planta que arrancó de la ttena y cuya pllysis me enseñó( ... ) los dioses la llaman "moly"» (Odisea, X. 302). Esta planta le permüe vencer los encanta· mientas de Circe.

tl.i J\nstóLeles, Fls¡ca, 11, l92b. lli Así lo señala Ceoffrey Lloyd (l996). plig. 59 «En Homero no hay

concepto ni caLegorla ue conjunto que dist mga el dominio de la n1uura· leza 1'11 cuanto tal, en opostción ya sea a In "cultura", ya sea a lo "sobre­natural"» (las bastardillas son del autor).

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, , llwn el origen de las divinidades y los hér·ocs, s~s gen~~-111¡,¡ 1ns y las circunstancias de bUS meta~orfos1s, Y s1 el tlll•nciona características del mundo fís1co, lo hace, a la 11111 ncra a merindia, para explicar mejor los atribu tos de 1111; personajes de la mitología. En Los trabaj.os y lo~ días, , c1erto, Hesíodo alude brevemente a una d1ferencut que ,1•¡HH·a a los hombres de algunas especies animales Loma· d1tN en conjunto: mientras que los peces, las fieras Y las IIVl'S se devoran, dice, los hombres han recibido de Zeus la ¡uslicia y no se comen entre sí. Sin embar~o, aq~ estamos lt•¡os de una distinción, aunque sea embnonana, entre la u11 turaleza y la cultura; los animales c-itados hace~ la.s vl'ces, antes bien, de contraste frente a los hombres, ~~­t11dos a no comportarse como depredadores. Es Lam b1en unn manera de recordar el papel de los dioses en la géne·

1t; rle la moral cívica: lo propio del hombre, la diké, es más un efecto de la benevolencia divina que de una naturaleza Miginal enteramente distinta de la de las demás espeóes vivicntes.17

Cuando los primeros filósofos se aventuran a proponer t•xplicaciones natmalistas del rayo, e.l, arco iri~ o los tem­ulores de tierra, lo hacen comO reaCCIOn 8 las mtcrpreta· ,•iones religiosas sancionadas por la tradición, sobre todo In de Homero y Hesíodo, que veían en la mayor parte de los fenómenos inusuales o pavorosos la intervención per·

11onal de una divinidad antojadiza o enfurectda. Para los ltlósofos como para los médicos hipocráticos, se tra ta de pl'opone~ causas físicas de los meteoros, los fenómenos cí· clicos 0 las enfermedades, causas propias de cada clase de

17 Hesíodo. Los trabajos y los días, 275. Maree! Detienne iote~reta

1,11 le pasajt> co1no elt>1¡;no ue una oposición radie~ , .en el pens~m1cnLo llnego. entre los hombres y los animales: estos úJt¡mos ~stanan ~oo· th•nados o devorarse unos a otros, en contraste con los pnmeros (vease Morcel Detienne. Dionysos m1s i:t mort. París: GaUirnard. 19~7. p{¡gs. 1 10·1 [Lo muerte de Dionisos, Madrid: Taurus. 1 9~2]). Ahora ~ten. e~ta 11

r1\ctica ulelofágica no conc1erne a todos los arumales: llcst~~o solo

1nenc1ona a los peces. las fieras y las aves. Además, la dcv.oraciOO m u· ""'parece intema a cada categoría preCitado. y ~o gen~raliznd.a dentro ch•l reino arumal. En consecuenCia. resulta d1ÍICtl sog~.ur a Det1enne en

1, te punto y ver en la alelofagia el criterio de una distinción global cfec· tunda por los gr1egoe entre los humanos y el conjunto de los ammales. Agradezco a Eduru·do Viveiroa de Castro por h~bel'mC ll.amado la aten· nón sobre ese pasaje de Heslodo y el comenta no de Denenne.

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pírilus y ar tesanos ingeniosos, s ino que se construye poco a poco como un dispos itivo ontológico de índole particular, que sirve de basamento a la cosmogénesis de los moder­nos. Considerados desde el punto de vista de un hipotético historiador de las ciencias jíbaro o chino, Aristóteles, Des­cartes o Newton no aparecct·ían tanto como reveladores de la objetividad distintiva de los no-humanos y de las le­yes que los rigen, sino como los arquitectos de una cosmo­logía naturalista completamente exótica en comparación con las elecciones efectuadas por el resto de la humanidad para distribuir las entidades en el mundo y establecer en él discont inuidades y jerarquías.

La autonomía de la physis

Todo comienza en Grecia, como de costumbre. Sin em­bargo, los inicios son trabajosos. En la Odisea a parece una vez el término que servirá luego para designa r la na tura­leza, physis, pero se lo emplea con referencia a las propie­dades de una planta, es decir, en el sentido restringido de lo que produce el desarrollo de un vegetal y caracteriza su ccnaturaleza» part..icula1·.14 Más adelante, Aristóteles pre· cisará ese sentido en una perspectiva extendida al conjun­to de lo vivie nte: todo ser se define por su nat uraleza, con­cebida a la vez como principio, causa y sustancia.ló No obstante, Homero es indiferente a ese principio de indivi­duación propio de ciertas entidades del mundo; a fortiori, nunca cons idera que cosas dotadas de una cmaturaleza» particular puedan formar un conjunto ontológico particu­lar, la Nat uraleza, independiente tanto de las obn~s bu­manas como de los decretos del Olimpo. 16 En este aspecto, Hesíodo casi no se diferencia de Homero. Sus poemas des-

14 Quien bnbla es Uljses: «El a sesmo de Argos me d io una planta q ue a rrancó de 111 tier ra y cuya physis me ensoñó ( ... ) los d ioses la llama n "moly"•• (Odisea. X. 302). Esta planta le permite vencer los encanta­mien tos de Circe.

l ó ArisLóteles, Fls1ca, 11. 192b. 16 Así lo señala Geo!Irey Lloyd ( 1996), pág. 59: ••En Homero no hay

concepto ru categorla de conjunto que distinga e l domirtio de la nawra· Jeza en cuanto tal, e n opos1ción ya seo a In "cultura". ya sea a lo ··sobre­naturar" (las bastardillas son del au tor).

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, , lll l'n él origen de las divinidades y los héroes, s~s gen~~­lu1.11ns y lns circuns tancias de sus metamorfosis, Y s1 el ,11 ,•nc1ona carncter1sticas del mundo físico, lo hace, a la

111111,cra nmerindia, para explicar mejor los atributos de In personajes de la mitología. En Los trabaj.os y lo~ días, , t•terlo, Hesíodo alude brevemente a una dtferenCla que u•pura a los l1ombres de algunas especies animales toma­d 1 en conjun to: mientras que los peces, las fieras Y Las u lloH se devoren, dice, los hombres bao recibido de Zeus la

11 11~t 1cia y no se comen entre sí. Sin embar?o, aq.uí estamos h•JliR de una distinción, aunque sea embnonan a, entre la tllll tu·aleza y la cultura; los animales citados hace~ la.s \'I'Cl'S, antes bien, de contraste frente a los hombres, ~~~~-111dos a no comportarse como depredadores. Es tamb1en umt manera de recordar el papel de los dioses en la géne-'" ele la moral cívica: lo pt·opío del hombre, la diké, es más

'"'efecto de la benevolencia divina que de una naturaleza ut'lgmal enteramente distinta de la de las demás especies v1vicntes. 17

Cua ndo los primeros filósofos se aventuran a proponer t•xplicaciones natuxalistas delr·ayo, e_l, a1·co iri~ o los tem­hlores de tierra, lo hacen como reacc10n a las rnterpreta-1·1ones religiosas sancionadas por la tradición, sobre todo la ele Homero y Hesíodo, que veían en la mayor parte de los fenómenos inusuales o pavorosos la intervención per-1.unal de una divinidad antojadiza o enfurecida. Para los ftl6sofos como para los médicos hipocráticos, se trata de p1·opone~ causas fisicas de los meteoros, los fenómenos CÍ·

1·11cos o las enfermedades, causas propias de cada clase de

17 Beslodo, Los trabajos y los días, 275. Ma ree! Dclicnne inte rpreta c•H lll ptll!llje cumu el s igno de una opos1t 16n rtldtcnl , en el pcnsanue nto ¡mego. e nt.re los hombres y los animales: estos ú ltimos esla r ian ~on-1t1•nodos o devorarse unos a otros, en contraste con los pnmeros (vcasc fl1 nrcel Detienne, Dion.vsos misó mor/ . París: Gallimard. 19~7 . págs. 1 10· 1 lLo muerte de Dto11isos. Madrid: Taurus, 19821> Ahorn ~·en . e~t.a trl'ltlica a lelofágica no concie rne a Lodos los amm11les: ll es10do solo

:ncnctona a los peces. las fieras y las aves. Además, lo devoración mu­IIHI par ece in tema a cada categoría precit.ada.' y ~o ge~rabz.ad~ denLro ilt•l re u1o animal. En consecue ncia. resul ta thlicil scgurr a Dellennc en ,. te punto y ver en In nlelofagin e l criterio de una distinción global efec­lunda por los griegos entre los huma nos y el conJunto de tos arumales . >\t~ radozco a Eduardo Vive iros de Castro por h~bermc llamado la aLen­,·1ón sobre ese pasaje de Hcsiodo y el comentano de Denenne.

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fenómeno, es decir, dependientes de su «natura lezan espe­cífica, y no del capricho de A polo, Poseidón o 11 efes tos. De ese modo toma cuerpo en forma grad ua l la idea de que e] cosmos es explicable y está organizado de acuerdo con le­yes que es necesario descubrir, y de que en él ya no lienen lugar ni la arbitra riedad divina ni las supersticiones de los tiempos idos. Se trata. está claro, de las convicciones de una élile, formuladas con prudencia y con la preocupa­ción de evitar las graves consecuencias de una acusación de impiedad. Sin embargo, para Hlpócrates y sus discípu­los, entre los filósofos jonios y entre los sofistas, el domi­nio de la naturaleza comienza a esbozarse como un pro­yecto y una esperanza: aJ englobar los fenómenos físicos y los organismos vivientes, marcados por el sello de lo regu­lar y lo previsible, este nuevo régimen de los entes se des­linda de las secuelas de la intención divina, las creaciones del azar y las producciones humanas, efectos del artificio.

Corresponderá a Aristóteles, como es sabido sistema­tizar ese objeto de investigación emergente, tra~ar s us lí­mites. definir sus propiedades, plantear sus principios de funcionamiento. En él, la objetivación de la naturaleza se i~spira en la organización política y las leyes que la go­biernan, aunque Aristóteles formula esta. proyección al revés: es la Ciudad la que s upuestamente debe aj ustarse a las normas de la physis y reproducir con la mayor fideli­dad posible la jerarquía natural No es indiferente que una revolución semejante haya tenido por teatro a la Ate­nas turbulenta y pe rturbada que, luego del brillo del s ig lo de Pericles, padece la reducción de su poder y el cuestio­na miento de su papel, obligada por la adversidad a exami­nar las condiciones de ejercicio de una soberanía que se le escapa. La reOexión sobre la ley como obligación libre­mente consentida y medio del vivir-juntos, liberada de la urgencia de las decisiones i_nmediatas, pet·mite poner de relieve sus rasgos más abstractos, que suministrarán un prototipo a las leyes de la naturaleza_ lB Physis y nomos se tornan indisociables; la multiplicidad de las cosas se ar-

IR Véase e l mteresante parulelo que traza Lenoble (1969). pág. 60. en lee la mult.iplicidad de las gnramias estatutnnas otorgadas a los me­tecos atemensea. que fijan Ru altendad en un marco JUrídJco especifico. Y la nueva percepción de La exter10ndad de un mundo fisico regido por leyes.

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lll'llln c>n un conJunlo somelldo a leyes cognoscibles, así co­"'" In colectiv1dad de los ciudadanos se ordena según re­Ir!" tic acción pública independientes de las intenciones 11 111 icu lares: dos dominios paralelos de legalidad, aunque ttllu du ellos está dotado de una dinámica y una finalidad pt upms, pues la naturaleza no conoce la versatilidad de lmt hom u res.

Pm· cierto, la naturaleza de Axistóteles no es tan abar­r 1111vn como la de los modernos. Se limita al mundo s ublu-11 1r, el de los fenómenos y los entes conocidos. Más allá se • 'lwnden los cielos incorruptibles donde se desplazan los 1 11 ros divinos, de compor tamiento regular y previsible, 111 duda, pero cuya perfección es tal que los exime de las

.¡,,¡ r•rruinaciones natura les. En cambio, en elt·eino de este 111111\do, las cosas de la naturaleza están ahora dotadas de 111111 nlteridad innegable: «Entre los entes, en efecto, unos

1111 por naturaleza {physeL), otros, por otras causas; por la 11111uraleza, los a nimales y sus par tes, las plantas y los 'lll' l'pos simples ( ... ). De esas cosas, en efecto, y de otras ,¡, , tu misma clase, se dice que son por naturaleza>>.l9 Al '' tmmar el r égimen ontológico particular de esas entida­ti••M C'xistentes por naturaleza, Aristóteles da un funda­uwnlo teórico a u na de las significaciones corrientes de la pulnlH·a «natu1·aleza)): es el principio productor del desa­lt ullo de un ente que contiene en sí mismo la fuente de su ll lllVImiento y s u reposo, y ese principio lo lleva a realizar-,, ton arreglo a cierto tipo. Mas su física se completa con

I IIHl sistemática natural, un inventario de las diferentes l ttt' IIUlS de vida y de las r elaciones estr ucturales que estas mnntienen dentro de una totalidad organizada. Aristóte-1• se ocupa aquí de la natUl'aleza en cuanto suma de los • 111cs que presentan un orden y están sometidos a leyes, 1111 nuevo sentido que logra rá con él una duradera posteri­tlud . Su empresa consiste en especificar cada clase de en­¡,,, bObre la base de variaciones en los rasgos que ella tie­"" 1'11 común con otras clases en el seno de la misma forma ,¡,, v1da; por su part.e, cada una de Las formas de vida se ca-11\clcriza por el Lipo de órgano especializado de que se vaJe Jlll m realizar una función vüal: locomoción, rept·oducción, 1l11nentaci6n o respiración. Una especie podrá, entonces,

1 1 Aristóteles. Física. U, l92b.

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definirse con precisión por el gro do de desarrollo de los ór· ganas esenciales propios de la forma do vida a la que per· tenece. Asi,las alas de las aves, las patas de los cuaru·úpe· dos y las aletas de los peces son sendos órganos que cum· plen una misma función en diferentes formas de vida; pe· ro el ta maño de Jos picos y las alas, órganos de a limenta· ción y locomoción típicos de los pájaros, proporcionará a su vez un criterio para distinguir las especies de acuerdo con sus modos de vida. Esta clasificación de los organis· mas por composición y división so apoya en la <<naturale· za)) particular de cada ente a fin de constrwr un sistema de la naturaleza en el que las especies quedan desconec· tadas de sus hábitats particulares y despojadas de las sig· nificaciones simbólicas que se les asociaban, para no exis· tir ya sino como complejos de órganos y funciones insertos en un cuadro de coordenadas que abarcan el conjunto del mundo conocido.20 De este modo se da un paso decisivo. Al descontextualizar las entidades de la naturaleza y or · ganizarlas en una taxonomja exhaustiva de tipo causal, Aristóteles crea un dominio de objetos original , que en lo sucesivo pres tará a Occidente muchos de los rasgos de su extraña singularidad.

La autonomía de la Creación

En ol pensamiento griego, sobre todo en Aristóteles, Los seres humanos siguen formando parte de la natura le­za. Su destino no está disociado de un cosmos eterno, y su capacidad de accede r a l conocimiento de las leyes que lo rigen les permite situarse en él. Para que la na turaleza de los modernos cobrara existencia, hacia fa lta entonces una segunda. operación de purificación: que los humanos lle· garan a ser exteriores y s uperio1·es a la natu raleza. Esta segunda transformación radical la debemos al cr:istianis· mo, con su doble idea de una trascendencia del hombre y de un universo extrrudo de la nada por la voluntad divina. La Creación da testimonio de la existencia de Dios, de su bondad y de su perfección, pero sus obras no deben con -

20 Sobre los pnncipios de la sistcmlil1ca ar1stotéüca, véase Atran (1985)

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lumltrse con Él, y no hay que apreciar por si mismas las l11 ll1•zt:\S de la natw·aleza: proceden de Dios, pero Dios no IIH III presente en ellas. Como el hombre también ha sido , 1 t'ildo, toma su significación de ese acontecimiento fun· dnuonal. Por lo tanto, no tiene su lugar en la na turaleza 1'111110 un elemento entre otros, no es «por naturaleza» co· "'o las plantas y los animales, y ha trascendido el mundo lt tro; su esencia y su devenir competen en adelante a la UI'Hcia, que está más allá de la naturaleza. De ese origen 11hrcnatural, el hombre infiere el derecho y la misión do ulmmistrar la Tier ra: si Dios lo formó en el último día del

HU I\es is, fue para que ejerciera su control sobre la Crea· , a\m y la organizara y acondicionara según sus necesida· cltttt. Así como Adán, al recibir el poder de nombrar a los 1111imales, fue autorizado a introducir su orden en la natu · 1 tlcza, sus descendientes, al multiplicarse sobr e la faz de In Tierra, realizan la intención divina de llevar a todas purtcs el do minio de la Creación. Sin embargo, la natura· l••t.n se confía a los hombres como posesión temporar ia, pues de aquí en más el mundo tiene un origen y un final, ttxl roña idea que el cristianismo hereda de la tradición ju­da n y que rompe con Las concepciones de la Antigüedad pa· t:nna, pero también con la mayoria de las cosmologías in­VI nlal'iadas por la etnografía y la historia. La Creación es 1111 escenario provisorio para una pieza que proseguirá d1•spués de que los decorados hayan desaparecido, cuando In auüura leza ya no exista y sólo queden los protagonistas prmcipales: Dios y las almas, es decir, los hombres bajo ulro ava tar .

Obsesionada por la idea de la Creación y sus can se· , u •ncias, la Edad Media también hace suyas cier tas lec· t aunes de la Antigüedad. Abundan entonces las síntesis nubt·e la unidad de la nattu·aleza que combinan la exégesis hlbüca con elementos de la física griega, sobre todo a par· 111· del siglo XII, cuando se redescubren las obras do Aris· lc'lteles. La exterioridad del mundo adquiere carácter ma· aufiesto a través de una me táfora que1·ecor re por entero la lt:dad Media: en toda su diversidad y a rm onía, la natura­l••za es co mo un libro en que puede descifrarse el testimo· 1110 de la creación djvina. El libro de la naturaleza es infe· rior, sin duda, a las Sagradas Escrittuas, porque Dios, ser trascendente, sólo se reve la de manera imperfecta en sus

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obras. El mundo, por lo tanto, debe leey·se como una ilus­tración, un comentario, un complemento del verbo divino. Muchos autores medievales, no obstante, dan considera­ble crédito a esta fuente de edificación, porque es el único recurso de aquellos que, faltos de instrucción, no tienen acceso directo al texto sagrado: «Aun el más ignorante lee en el mundo», dirá San Agustín.21 Notemos que este opti­mismo bucólico siempre goza de la estima de ciertos mi­sioneros que parecen no dudar de que las tribus a las que intentan evangelizar sean capaces de reconocer en su me· dioambiente la naturaleza armoniosa celebrada por San Basilio o San Francisco. Tal vez haya que ver en ello, in­cluso, una de las primeras formulaciones de una idea cara a Occidente: la de que la naturaleza es una evidencia uni­versal cuya unidad no pod.ría dejar de percibir pueblo al­guno, por salvaje que fuera.

El tema del libro de la naturaleza alimenta los desa­rrollos de la teología natural, cuyos ecos atin son percepti­bles en cierta visión cristiana de la ética ecológica.22 Esa teología, que examina los efectos de la intención divina en la Creación, no es, por cie1-to, más que un auxiliar de la teología revelada, pero no por eso deja de constituir un precioso complemento para la interpretación de la natu­raleza y el conocimiento de Dios, y Santo Tomás de Aqui­no sacó buen provecho de e lla. Su teología natural se apo­ya en Aristóteles para mostrar los efectos respectivos de las causas finales -el intelecto de Dios- y las causas efi­cientes -el agente natural- en la organización del m '1m­do. Retomando también la idea aristotélica de que la na­tw·aleza no hace nada por azar, Tomás comparte su fina­lismo sin matices: todo demuestra que las formas y los procesos de los objetos naturales son los mejor adaptados a sus funciones. Todo indica, asimismo, que los descen­dientes de Adán están destinados a ocupar el primer lu­gru· en este mundo, y a gobernar la jerarquía de las criatu­ras inferiores, porque «es conf01·me al orden de la natura­leza que el hombre domine a los animales». 23 La letra del

21 Agustín, Enarraciones sobre los Salmos, 45. 22 Arnould (1997). l!S Tomás de Aquino, Suma teológica, primera parte, cuestión 96,

artículo l.

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''' nt •H JH justifica sin duda una dominación semejante, pe­! " 111 mb1én la idea do una medida común entre Dios y los lu•ll llll·os. Puesto que la inteligencia de Dios estaba en el '' ''l''''' ele la creación de los seres vivos, era conveniente 11111 ult{unos de estos pudiesen participar de esa facultad, • 1111 ele que les fuera posible aprehender, en la perfección ,¡, 1 universo, la bondad del designio divino. Dotado a tal 1 IPC'I o de la razón y el saber, el hombre queda así aparte •l• lrt>ato de la Creación, w1a supremacía que deriva de la ''' "•wi6n divina y que exige, en consecuencia, humildad y

•• •rumsabilidad . En el Comentario literal al Génesis, San \uiiNI ín ya había subrayado que, único en la Creación, el lt11111hre forma un género singular, en oposición a la plura­ltdnd de las especies animales. Por lo demás, Jos teólogos tlt 1 HiJ:(lo XVI se apoyaTán en la autoridad de esta exégesis ptti'H ufirmar el monogenismo de la raza humana.24 La 1 dnrl Media, pues, no habrá desmerecido: trascendencia .¡,,lilA, singularidad del hombre, exterioridad del mundo, 11uluslas piezas del cüspositivo están en lo sucesivo reuni­tlu pnra que la edad clásica invente la naturaleza talco­"'" nosotros la conocemos.

Lu uutonomía de la Naturaleza

11!1 surgimiento de la cosmología moderna es resultado • h ~ ll n proceso complejo, en el cual se mezclan de manera ltiii.Xl ricable la evolución de la sensibilidad estética y de J,,ll lécnicas pictóricas, la expansión de los limites del nt1111do, el progreso de las artes mecánicas y el mayor do­llllll'io que este permitía sobre ciertos ambientes, el paso dt• un conocimiento fundado en la interpl'etación de las si­llliliLudes a una ciencia universal del orden y la medida: l,wtores, todos ellos, que hicieron posible la construcción ' '' ltna física matemática, pero también de una historia tuttural y una gramática general. Las transformaciones tlo In geometría, de la óptica, de la taxonomía y de la teo­t 111 del signo surgen de una reorganización de las relacio-1111 del hombre con el mundo y de las herramientas de utii hsis que la posibilitaron, y no de la acumulación de

~ ~ Véase Duveroay-Bolens (1995), pág. 98.

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descubrimientos y el perfeccionamienlo de las habilida­des; en resumen, como dice Merleau-Ponty, c<no fueron los descubrimientos científicos los que provocaron eJ cambio de la idea de naturaleza, sino que fue el cambio de la idell de naturaleza el que permitió esos descubrimientoS>>_25 Lu revolución científica del siglo XVII legitimó la idea de unn naturaleza mecánica en la cual el comportamiento de ca­da elemento es explicable por leyes, dentro de una totali­d_ad consid~rada como suma de las partes y de las interac­ciO~es de dtchos elementos. No fue necesario para ello in­validar las teorías científicas rtvales, sino eliminar el fina­lis~o d? Aristóteles y de la escolástica medieval, t·elegarlo al amblto de la teología y pone1· eJ acento, como lo hizo Descartes, en la sola causa eficiente; es cierto: esta aún se r emite a Dios, pero a un Dios puramente motor a la vez fuente original de un movimiento concebido en términos ~eométricos Y garante de su conservación constante. La :ntervención dl~ina s~ loma más abstracta, menos empe­nada en el functonam 1ento de los engranajes de la máqui­na del mundo, y queda limitada a los misterios de la fe o a la explicación del principio de inercia. De todos modos, jun­~o a -~n 13acon, un Descartes o un Spinoza que rechazan la il~s10n de una nat.ura leza intencional, una corriente más ?iscreta s igue adhiriendo a convicciones finalistas, a la tdea d~ una naturaleza organizada de acuerdo con un plan de co~~unto cuya comprensión permitiría explicru· mejor la ac~10~ de los elementos que la componen. Kepler, Boyle o Le1bmz fueron defensores no desdeñables de esta con­cepción de la naturaleza como tota lidad y unidad equili­bradas, cuya posteridad conocemos en Buffon, Alexander von l:Ju~ boldt y Darwin. Y es indudable que, a su vez, es­ta Ciliac10n contt;buyó en no poca medida a las orientacio­nes teleológicas de cierta biología contemporánea, sig­nada por _una visión casi providencial de la adaptación de los ?rgan1smos o de la homeostasis de los ecosistemas. En el stgl~ ~I, sin embargo, tanto entre los partidarios del mecaructsmo como entre los defensores de un mundo or­gani~i~:a, la separaci_ón entre la naturaleza y el h ombre adqumo derecho de ctudadanía. En verdad, Spinoza está solo cuando rechaza esa división. exhorta a considerar el

2r. Merleau-Ponty (199'1). pág. 25.

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1 ttlllporlumienlo humano como un fenómeno regulado por . 1 tlt•l erminismo universal y denuncia los prejuicios de 'lllll ' lll'S 1maginan el plan de la naturaleza por analogía '•111 In conciencia de sí, pues estos últimos, los más nume-1 o IIA, no dudan de ello en la medida en que los efectos na­lila llcs act.úen con vistas a un fin bajo el efecto de la inten-111111 d1v1na, que el hombre, «virr ey de la Creación», sea pn1 l'Ompleto distinto de la realidad que se esfuerza por 1 "nm:cr, y que Dios <Üo haya investido con el poder, la au­lotulud , e l derecho, el imperio, la responsabilidad y el co­lltt •lldo ( . .. ) de preservar la faz de la Tierra en su belleza, 111 tlldnd y fecundidad», según la florida fórmula del jurista ltll'll•S Matt.hew Hale.26La natm-aleza como dominioonto­lu¡ncu autónomo, campo de investigación y expenmenta­' loll ricntffica, objeto por explotar y mejorar, accede a una 1•Xt l:l lenc.ia que muy pocos sueñan con poner on eluda.

Hi la idea do naturaleza cobt·a tamaña importancia e n In t•dacl clásica, no es porque el poderoso esh·emocimiento dt In vida del mundo aparezca de improvi.so anLe unos ,,, .. ~que acaban de abrirse y que de ahora en más no deja-11111 de penetrar en su mistel"io y precisa r s us limites. Esla 1111tión es indisociable de otra, la de naturaleza humana, qtlt' ella originó, para decirlo de algún modo, por úsipari­tlucl cuando, a fin de discernir mejor el lugar donde se 11prchenden los mecanismos y las regularidades de la na-111 rnleza, una pequeña región del ser se desprendió de es-1 1 para actuar como punto fijo. Ahora bien, según lo mos­t w Micbel Foucault, esos dos conceptos funcionan acopla­clus para asegurar ellazo reciproco de las dos dimensiones dt• la representación en esa época: la imaginación, como poclcr atribuido a la mente de reconstituir el orden a par­'' r clc las impresiones subjetivas, y la semejanza, esa pro­jll('dad que tienen las cosas de ofrecer a l pensamiento to­tlu un campo de similitudes apenas esbozadas, contra cu­yo lelón de fondo el conocimiento puede imponer su traba­'" de formalización.27 En razón de la gran generalidad de us sentidos, Naturaleza y naturaleza htl ma na permiten

·¿¡¡ B11t·uch Spmoza. Ética , primera parte, npóndicc n la p ropos ición XXXVl , y sir :WaLlhew Hale, Tlle Primitiue Original ion o( Mrllllwtd, Lundres: Printcd by William Godbid for Wtlham Shrows bcry, 1677. ¡tll'f 370. citado por Glacken (1967). pág. 481.

t7 Foucaull (1966), pág. 85.

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s~ntctizar sm mucho esfuerzo esa nueva posibli1dad eh· aJuste entre la profusión incesantemente renovada de la multiplicidad analógica de los entes y la mecánica de la in­ducción, con su cortejo de imágenes y reminiscencias. La inteligibilidad y el control de los no-humanos se remiten pues, al sujeto cognoscente y al sujeto actuante al sab1~ j~nto a su es:Wa y al ingeniero que deseca pólde~·es, al ü­stco que marupula su bomba de vacío y a l guardia foresta l de los bosques de Colbert, no a la colectividad de los hu­manos como un todo organizado, y menos aún a colecti­vidades singula1·es y diferenciadas por las costumbres, la lengua o La religión. La Naturaleza está ahí, sin duda, y la naturaleza humana como su contracara, pero todavía no la sociedad como concepto y campo de análisis.

Después de Las palabras y las cosas, es casi una bana­lidad dec~ qu~ el nacimiento de un concepto del hombre y el de las C1enc1as que exploran sus positividades son acon­tecimientos ta rdios en la cultura europea, y probablemen­te inéditos en la historia de la humanidad; que esos acon­tecimientos fueron desencadenados, en los últimos años del siglo XVIII. por un vuelco radical de la episteme occi­dental, testigo del su rgjroiento de un espacio de proximi­dad entre sistemas organizados, comparables unos con otros debido a su contigüidad en una cadena de sucesión his~?rica, en lugar de un esquema general de la l'Opl'esen­tacJOn en el que se ordenaban de manera simultánea re­des de identidades y diferencias, y que las ciencias del hombre. en consecuencia, no son en modo alguno herede­ra s de un dominio vacante más o menos análogo al que ocupaba antes la naturaleza humana, un espacio en bar­becho pero bien señalizado que ruchas ciencias no habi'Ían tenido más que sombrar con conocimientos positivos y ha­cer fructificar grac:ias a herramientas más eficaces. En re­sumen, Y según la enfática fórmula de Foucault, <~ninguna fi~osofia, ninguna opción política o moral, absolutamente mnguna ciencia empírica, ninguna observación del cuer­po ~~mano, ningú~ análisis de la sensación, de la Jmagi­naciOn o de las pastones, encontraron jamás, en Jos siglos XVII Y XVIIT, nada parecido a l hombre, pues el hombre no

. , 28El extstta)). resultado de los relevamientos estl·atigráfi-

28 lbtd .. pág. 355.

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' , mprcndidos por Foucnull <'11 f'l subsuelo de las cJen­' 111 humanos es hoy demnsiudo conoctdo como para que ' 1 llf'ccsnrio abundar en comentarlos. En lo que respecta

11 uuHul ros, tengamos presente tan sólo lo siguiente: si el '(IIH'I•JllO de sociedad comienza a cobrar cuerpo como tota­llilllcl organizada en el siglo XIX. y si, en consecuencia, só­"' 1 11 t'Sa época un concepto semejante puede oponerse a 111 111turaleza. entonces. la génesis respectiva de una y 1111 , noción, su maduración progresiva en un campo ope­Htltvo en que podían combinarse, los recortes de lo real q1111 sus discontinuidades acopladas hacen posible, todo 1 llu, us el resultado de un proceso tan p rolongado y singu­''" lll• decantaciones y rupturas múlt.iples, que cuesta ver 1 nlllll habl'ia podido ser compartido por otras culturas a l 111 1rgen de la nuestra.

Una breve nota sobre Rousseau, sin emba1·go. Es sabi­du ••l papel que Lévi-Strauss Le asigna en la anticipación tlt•ln etnología moderna: el autor del Discurso sobre el ori-11• n tle la desigualdad entre los hombres habría presenti­.lu l'l método de esta ciencia aún no nacida al prescribir la 11h l'rvaci6n de las diferencias entre los hombres para des­' uhrir con mayor claridad sus propiedades comunes; tam· l111'n habría fundado su programa, al plantear concreta­''lf'nle el problema de las relaciones entre la naturaleza y ''' cultura, no bajo la forma de u nn separación irrevorsi· 1111', sino en la búsqueda nostálgica y a menudo desespera­.! 1 de aquello que en el hombre autoriza y promueve una ••l••nlificación con todas las formas de vida, aun Las más ltunúldes.29 A despecho de las críticas que ha sufrido, el , ,,usseauismo militante del fundador de la anLropología •• d •·Hctural no podría, pues, considerarse una tentativa de 1•xhumar, en el pensamiento de las Luces, las premisas ele 11n dualismo de la naturaleza y la sociedad que La antropo­lugia del siglo XX haya recuperado por su propia cuenta. ubre todo porque en Rousseau la reuruón de los ciudada­

uuM no constituye, de ninguna manera, una sociedad en el ••ntido convenciona l de la sociologia moderna, es decir,

'1 Claude LéVI·Strouas, tcJean.Jacqucs Rousseau, fondoteur des &cien­.. de l'bomme,., en Samuel Baud-Bovy, Robcrl Deratht\ el al. Jean·

!<Jeques Rousseau, Neucbatc.l: La Daconmere, 1962, reedttado en Lévi· •trnuss (1973). págs. 45-56.

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una lotalJdnd superior y exterior· n los indJvtduos una fH'I'

~ona moral ~uyas necesidAdes Y fines son h oleJ·~géncos n os de lo~ nuembros que la componen, una entidad au to no~a arumad_a por un ~nterés colectivo especificamcntl' socta] que seria algo mas Y diferente que la suma de 11114

voluntades particulaxes. Durkhoim no se equivocó, por lo de~ás, al c~m)~arar la concepción que él mismo tenia de In utih?ad colectiVa, de~erminada en función del ser socrnl considerado en su umdad orgánica, con el interés comílll ~al ~o.mo se ex~resa el1 Rousseau , en cuan to «interés d¡o J rndi~Iduo medJOll que da cuexpo a una voluntad generul me~ante la suma de lo que es útil a cada uno. SO Entre In socJ~dad trascendente de Durkhetm y la agregación dt• partJcular~s . mutuamente obligados por una convención c~yas condiciOnes_ de legitimación describe el Contrato SO·

CLa~, h~.Y alg~ mas .~ue una diferencia de gt·ado o unu var?~Clon de mfleXlon. La primera es una entidad on­tol~g1ca de nuevo tipo cuya promesa o prefiguración es ilu . sor~o buscar en Rousseau, aun cuando su teoría del lazo soeta l o~~zca una fecunda fuente de analogías a quienes, como Lé~-~trauss, ha n sabido discernir, detrás del poder d e~ ~entumenlo Y la apología de la virtud, una reflexión on glnal sobre las maneras de entenderse con los otros.

La autonomia de la CultuTa

N.uestro bosquejo genealógico del dualismo no termi­na, sm embaTgo, con el sut·gimiento del concepto de socie­dad . En efec~o, la etnología contemporánea debe s u razón fe .ser a una tdea cuya consolidación es más reciente aún: a Id~a de cu ltut·a por medio de la cual definE' el e .

Pro d - . . spacto pto e su mvestigación Y en la que expresa, de manera

conden~ada, todo lo que en el hombre y sus realizaciones se deslmda de la naturaleza Y extrae de ello un sentido.

3() . •

Emtle Durkhetm, uLe MContrat social" de Rousseaull Rcuue de Mé tap~ys¡que et de Mora/e, marzo·abrJI de 1918 págs 138-S f El C . . socwl de Rous M. . · · 11 onllato

. 1

s~ow• .. ~n ontesqmeu .V Rousscou: precursores de la so-~o og;a, Madrtd: Mmo y Dávtla, 2001}, citado por Roberl Derathé b ean- acq.ues Rousscau et la scumce poli tique de son lemps, Par ís· Li: rame Philosophtque J . Vrm, 1974, pág. 239. .

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, n •o crn inevitab le que lérnunos lnn vn~nH como •motu· 1 u ll'lctll y ucul turn» - tn n fóci le~ dl• p ll'¡{ll l' n los usos s u ce· 1!1\' IIH que se les quiso dar, tan pmpic10s pnr·a condensar en llll IHgnificnnte clisponible lal o cual 1·egión de ese caos de , prrncrones, procesos y fuerzas cuyo espectáculo ofrece la .livt•l·sidad del mundo-- terminaran por encontrar en su IIIJIIFHción reciproca la determinación de sus positividades, t1111is mo tiempo que un efecto de evidencia centuplicado pul tiU conjunción. Ahora bien, si la idea de cultura es, sin lnMur a dudas, más tardía que la de naturaleza, su crea· • wn no fue, pese a ello, menos contingente, ni más simple 1 1 movimiento por el cual se estrechó el campo de sus sig· 111ftcaciones.

Todos los etnólogos están familiarizados con el célebre hwentario crítico en el cual Alfred Krocbor y Clyde Kluck· lwhn enumeraron la mayor parte de las definiciones de 1 ultura.31 En lo que a mí respecta, sólo seleccionaré las tltls acepciones principales, entre las ciento sesenta y cua· 1 ro presentadas por ellos. La pdmera, que los autores cali· l1can de (thumanistal), considera la cultura como el carác· ll'l' distintivo de la condición humana; su formulación ca· n6nica, hecha po t· Edward D. Tylor en 1871, es tradicio· uulmente saludada como una suerte de acta de nacimien· to del campo de la a ntropologia moderna: ~<La Cultura o C'tvilización, tomada en el sentido etnográfico más am· pilo, es el conjunto complejo que incluye los saberes, las creencias, el arte, las conductas, el derecho, las costum· hres, así como cualquier otra disposición o uso adquiridos por el hombre en cuanto vive en sociedad>).32 La cultura no se distingue aquí de la civilización como aptitud para In creación colectiva sometida a un movimiento progresi· vo de perfeccionamiento; esta es la perspectiva adoptada por los antropólogos evolucionistas de los últimos treinta nños del siglo XIX. Esa perspectiva admite como posible y necesaria la compat·ación de sociedades ordenadas en fun. ción del grado de realización de sus instituciones cultura· les, expresiones más o menos elaboradas de una tenden· r.ia universal de la humanidad a dominar las coacciones naturales y las determinaciones instintivas. El concepto

:11 Kroebcr y Kluck hohn (1952). 32 Tylor (1871), vol. l , pág. l.

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propiamente antropológico de cultura es de aparición mías tardía. La idea de que cada pueblo representa una confi­guración única y coherente de rasgos materiales e intelec­t~ales sancionados por la tradición, típica de un modo do vtda determinado, arraigado en las categorias síngtllat'C!I de una lengua y responsable de la especificidad de loa comportamientos individuales y colectivos de sus miem­bros, esa idea, surge poco a poco, con el cambio de siglo en los trabajos etnográficos de Franz Boas.33 Retomad'a y elaborada de manera más sistemática por sus discípulos. la perspectiva boasiana va a constituir la matriz de la an­tropología norteamericana y a definir de modo duradero su orientación «culturalista>). En esta segunda definición <<culturan se declina en plural, como una multitud de reali~ zaciones particulares, y ya no en singular. como el atribu­to por excelencia de la humanidad. El ordenamiento de los pueblos en func16n de su cercanía a Occidente es 1·eempla­zado por un cuadro sincrónico en el que todas Las cu lturas son equivalentes; el universalismo optimista de los teóri­cos de la evolución cede su lugat· a un relativismo de méto­d_o centrado en la profundización monográfica y la revela­CIÓn de la riqueza de lo singular, y el acento teleológico se desplaza de la fe en el progreso co ntinuo de las costum­bres al supuest.o de que cada cultura tiende a su conser­vación y a la perpetuación de su Volksgeist. . Antes de alcanzar una jerarquía más o menos especia­

hzada en etnología, cada una de estas concepciones de la cultura se cristalizó en contextos nacionales especíñcos y d~ acuerdo con un proceso de diferenciación cuyos ecos aun son perceptibles en las inflexiones teóricas de las di­ferentes tradiciones eruditas. Como hemos visto ]a culLu­ra en sentido universal no se distingue de la ci;ilización:

~a Stoclcing (1968), págs. l95-233. A La vez que reconoce el¡lapel cum­plido por Boas en el surgimtento del concepto de cultura dentro de la nnlropo)ogla norteamericana, Adam Kuper ( l999). págs. 17-72. consi· dera que_ ~a estabilización de ese concepto en su uso contemporáneo y la elaboraoon de un verdadero programa de mvesltgación cultural sólo se producen bastante más tardlamenle. gracUIH a la obra de Talcott Par­s~ns ~a la i?O.uencta _que este ejerció sobre Cl ifford GecrLz y David Schnetder. St bten es cterto que el propio Boas adoptó una actitud muy d1screta con respecto a las implicaciones teórtcas de la noc1ón de cultu­ra cuyo uso mlrodujo en Estados Unidos. me parece que Kupcr ha su· besumado la unportaneta de su aporte en ese ámb1t.o.

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11111lm~ términos siguen utiliz{tuuo!l(' md1!'1ltntnmcntc en ""' mpologín bnsla principios del s1glo XX, y aun Boas Lo ¡,,,,,~ La propia palabra <<civiliznc1ón)) es bastante recien· tt 1 IHWS apa rece por primera vez en 1757, en la pluma de ~~ ll 'uhcau, y unos diez años después en Inglaterra, por me­""' eh• Ferguson, con un sentido equivalente:34 es el estado ¡), lu sociedad civilizada, fruto de un progreso constante e 11 In virtud y ]a realización cívica, en contraste con la ur-1¡ 11udud de las maneras y la civilidad del comportamiento, • 11 •hdades superficiales y estáticas. Ahora bien, como t lurh t·t Ellas lo mostró con claridad, <ecivilizacióm> tomará llll tu mtidocompletamente difet·ente en Alemania, un sen· 111111 más cercano. en realidad, a aquello a lo cual la pa­lthl'll se opone en su origen, a saber: los usos pulidos en tllrtl\lo expresión de la calidad social, el saber hacerse ver

r•l hablar bien; en suma, la actitud de la nobleza cortesa· 1111 e·uru1do remeda el gusto francés. Lo contrario de la ci· 1llznción de la apariencia así concebida es la cu1Lura.35 El

li•rmano recuerda la índole propia de ciertos productos de lttH'lividad humana en cuanto testimonian el carácter de un pueblo, revelan su valor singular y le permiten tomarlo • •11110 motivo de orgullo. En Alemania, La antinomia entre 1 11llura y civilización adquiere, ante todo, dimensión so­' 1nl: es el argumento polémico de una intelligentsia bur­Hilf'!Hl, apartada de toda verdadet·a l'esponsabilidad econó­ulit•n y politica pot· una a1·istocracia cortesana imbuida de

1u1 privilegios pero considerada incapaz de un impulso • 1r•ndor. Después de la Revolución Francesa. el antagonis-11111 entre los valores encarnados por esas dos nociones co­IIIU:nza a cobrar alcance nacional: los ideales de la clase "'"dia culta llegan a ser emblemáticos de La cu ltura ale­tllnna, en contraste con la idea de civilización que una lr't·nncia expansionista y segura de sí tnisma lleva a todos lu~ rincones de Europa.

Lo que siguió es demasiado conocido como para que in-t'll a en ello. Se sabe en qué consistió en Alemania la reac­

' wn contra Las Luces; que Herder, Fichte y Alexander y Wllhelm von Humboldt se aparlat·on de la búsqueda de lttN verdades universales pru·a hacer hincapié en la incon·

11 Benveniste (1966), págs. 336-1\5. ~ Elias (1973). págs. 11-51.

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mensumbilidad do los particularismos colodivos, los esli· los de vida y las formas de pensamiento, las realizacioneti concretas de tal o cual comunidad; hasta qué punto un pueblo desprovisto de unidad política pudo obsesionarse por los interrogantes acerca de los fundamentos de su pro­pio caráctet·, y en qué aspectos la voluntad de registrar, delimitar y consolidar los rasgos específicos de una nación aún en trabajo de parto contribuyó a hacer de la idea de cultura uno de los valores centrales del siglo XIX alemán. Se sabe también lo que Boas, emigrado a Nueva York a los veintinueve años, debe a sus años de Bildung en el crisol de la universidad alemana, al igual que sus principales discípulos, la primera generación de la antropología nor· tea mericana , todos los cuales recibieron una educación germánica: Sapir había nacido en Pomerania, Lowie en Viena y Kroeber en la élite Deutschamerikanisch de Man· hattan.36 En consecuencia, las raíces del cu lturalismo norteamericano se hunden muy profundamente en el his· toricismo alemán, el Volk sgeist de Herder, el National­charakter de Wilhelm von Humboldt o el Volllergedanken deBastian.

Aunque conmovida en sus cimientos por el fracaso del evolucionismo, la noción de la cultura en singular no de­saparece de la etnología del siglo XX, ni siquiera en Esta­dos Unidos, donde Kroebe1·, diferenciándose de Boas, se propone muy pronto definir el carácter especifico de la cul­tura, esa entidad <<superorgánica,, de un tipo par ticular , hipóstasis de rumbo majestuoso que trasciende las exis· tencias individuales y define sus orientaciones.37 Empero, será sobre todo en la antropología francesa y en la inglesa donde la cultm·a seguirá existiendo como atJ;buto distinti­vo de la hu manidad entera, si bien en forma casi subte· rránea, debido al magisterio de la escuela durkheimiana y a la preponder a ncia que esta otorga a la noción de so­ciedad para cumplil' la misma función. Se trata, más bien, de una convicción r·ústica que contrasta con el particula­rismo de los boasianos: se cree posible o conveniente des-

30 Sobre la influencia de La trad1c1ón alemnna en Boas y sus disclpu­los. véase Swckmg ( L996)

37 Alfred Kroeber, «The supcrorganio•, Ameru:an Anthropologist. 19, 1917, págs. 163-213, reeditado on Kroeber (1952).

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1 uhl'i r· en la condición humo na r·egularidades o invarian-1•• - pat·a no hablar de universales- que puedan expli-• u· la unicidad de la cultura deti·ás de la multiplicidad de

ttH manifesLaciones singulares. También encontramos llliJll'esiones de esa aspiración en la poco convincente «tco­IIH ctentífica de la cultura» de Malinowski, en la insisten· • 111 de Radcliffe-Brown en definir la antropología como ltnn disciplina nomotética, o en el proyecto proclamado Jlllr Lévi-Strauss de una ciencia del orden de los órdenes. Pnr lo demás, este último ilustra con claridad la transfor-1111\Ción de las dos nociones de cultura en el a nverso Y el 1 ••verso de llna misma moneda: de su formación filosófica, ,¡,,su adhesión al racionalismo de las Luces, se deduce esa , oncepción de la Cllltlll·a como una realidad sui generis que se diferencia de una Naturaleza que es, a la vez, con­tllt' tÓn originaria de la huma nidad y dominio ontológico .111t6nomo que brinda al pensamiento simbólico una fuen· In inagotable de a nalogías; empero, de su estadía en Es-1 tüos Unidos, de su conocimiento de Boas. Lévi-Strauss '"' iene la lección del relativismo: la idea de que nada per­llllte jerarquizar las culturas de acuerdo con una escala llltlt·al o una serie diacrónica.

Es i ndudable que la idea de cultura en singular extrae umn parte de su fecundidad de su oposición a la natura­h•za. Las culturas en plural, en cambio, sólo tienen sentí· .!u con respecto a sí mismas: y si el medio en que se han tl 41sarrollado constituye, a buen seguro, una dimensión Importante de la singula ridad que se les atribuye, suma­lll'ra de adaptarse a la naturaleza no es, en una perspec· 11va cultu ralista, sino un camino entre otros para acceder 11 au comprensión, un camino que no es más legítimo ni IIIÚS expresivo de una V"isión del mu ndo que la lengua, el "'slema ritual, la tecnologia o los modales en la mesa. To· mnda en s í misma, la idea holista de cultura, en conse-1\llcncia, no requiere de la naturaleza como su contrapar­! Hla automática. Sin embargo, es ella, en su génesis ale· mnna y su desarrollo norteamen cano, la que va a consoli· dn1· el dualismo contemporáneo, no por una difusión de su litiO especializado en antropología, sino en razón de] tl·aba-111 de purificación epistemológica que se necesitó para que In idea de cultura como toLalidad irreductible pudiese con­IJUistar su a utonomía frente a las realidades naturales.

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El alumbratruento de esa idea cs. en efecto , indisoc111 ble de los mtensos debates que, en Ja Alemania de fi1W11

del siglo XIX, apuntan a precisar los métodos y los objetoK respectivos de las ciencias de la naturaleza y las cienci1H1 del espíritu. En un combate librado t.anto contra la filosu fía idealista de la historia como conLra el naturalismo po· sitivista, historiadores, lingüistas y filósofos se esfuerzan entonces por dar fundamento a la pretensión de las hu manidades de convertirse en ciencias rigurosas, dignas del mismo respeto que imponen la física, la química o la fi . siología animal. En apenas una veintena de años, apart•· ceo varios textos fundamentales sobre esta cuestión: loA Principien der Sprachgeschichte (1880), en que e l histo· riador de las lenguas Hermano Paul traza una distinción entre las <<ciencias productoras de ley)) y las <<ciencias bis· tóricas», por la cual estas últimas examinan la individua­lidad de los fenómenos como producto de la contingencia histórica; la famosa Introducción a las ciencias del esp(. ritu (1883), en que Wilhelm Dilthey opone las ciencias de la naturaleza a las Geisteswissenschaften, que proceden de acuerdo con la <<comprensión», esto es, gracias a la apti· tud del investigado r de revivir por empatía la situación concreta de un actor histórico; el artículo <<Goscruchte und Naturwissenschaft» (1894), de Wilhelm Windelband, el cual, al desarrollar una diferenciación propuesta algunos años antes por Otto Liebmann, establece un contraste en· tre el método nomotético de las ciencias de la naturaleza y el método idiográfico de las ciencias históricas. Acaso baya que incluir en este debate epistemológico también a Boas, con su breve ensayo de 1887, <<The study of geography», en que opone el método del físico -su formación inicial en Heidelberg-, que estudia los fenómenos dotados de una unidad objetiva, y el del cosmógrafo -su modelo es aquí Alexander von Humboldt--, que se empeña en compren· der fenómenos cuya conexión se establece de manera subjetiva. 38

Sea como fuere, debemos a Heinricb Rickert, sobre to· do en Ku./turwissenschaft und Naturwissenschaft (1899), la empresa más consumada de clasificación de las cien· cias, la que delimita con mayor rigor lógico sus métodos y

3S Boas (1887)

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ftlll:l objetos respectivos, y, en todo coso, In lJlU' cjorctó la in· nuoncia IDIÍS pronunciada, no SÓlO SObre RUR COnlemporá· 111•os, en primer luga1· su amigo Max Weber·, sino Lambién •obre gra ndes Ciguras de la filosoüa alemana del siglo XX,

tlt• llctdegger a Habermas.39 Fue Rickerl, en primer lu· ~ur, quien reemplazó la eJ~.llresión «ciencias del espíritu», tnns corriente en su época, por c<ciencias de la cultural>, y In novedad no es sólo terminológica. La denominación '' icncias del espíritw) podía prestarse a confusión y, como 'n Dilthey, dar a entender que las bumarudadcs se dedi· t•un únicamente a la vida psíqu1ca, a la dimensión espiri· 11111! de los fenómenos, como si en ello hubiera una reali· clntl intrínseca que se nos da con prescindencia de las co·

111:1 de las cuales se ocupan las ciencias de la naturaleza. \hora bien, como buen kantiano, Rickert se interesa en que vivamos y percibamos la realidad como un continuum tlu-1par cuya segmentación en dominios discretos sólo su r· w• en función del modo de conocimiento que le aplicamos y lll• las características con que efectuamos la selección: el rnundo se vuelve naturaleza cuando Jo consideramos bajo 1 1 aspecto de lo universal. y se convierte en historia cuan· tlo lo examinamos bajo las especies de lo particular y lo in· tli vidual.

Por consiguiente, en vez de distinguir entre un enfoque nnmotético y un enfoque idiográfico, conviene considerar l1 nctividad cientifica como un solo y mismo proceder, que 1punta a un objeto único de por sí pero por medio de dos métodos diferentes: la generalización, típica de las cien· 1 IHS de la naturaleza, y la individualización, patrimonio ulquirido de Las ciencias de la cultura. Por eso, lejos de ser "'"l vía de acceso privilegiada a las realizaciOnes huma· Jllts, la psicología esgl'imida por los historiadores pertene· ,.,.por derecho propio a las ciencias de la naturaleza, en Ja nwclida en que su objetivo es el descubrimiento de las le· ws universales de las funciones mentales. ¿Mediante qué 1 ta lerio, entonces, debemos reconocer aquello que, en la profusión indiferenciada del mundo, es capaz de conducir u l(Cneralizaciones o, al contrario, a u na reducción a lo particular? Las ciencias de la cu ltura, responde Rickert, "rnteresan en lo que asume una significación para la bu·

11 R1ckert (1997).

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manidad entera o, al menos, en lo que vale para todos los miembros de una comunidad. En otras palabras, desde el punto de vista de su tralamiento científico, lo que difet·cn· cia a los procesos culturales de los procesos naturales es su relación con el valor.

Al distinguir entre objeLos cat·entes de sentido. cuyn existencia está determinada por leyes generales, y objetoH que aprehendemos en su singularidad en virtud del valor contingente que se les asocia, Rickert hace trastabiUar loA fundamentos del dualismo ontológico: prácticament<.! cualquier realidad puede aprehenderse bajo uno u otro dt• sus aspectos, según se la tome en su !actualidad brula y per tinaz o desde el punto de vist.a de los deseos y usos con que la han investido quienes la produjeron o la conserva· ron de manera deliberada. Empero, el precio de esa clari· ficación es una separación epistemológica implacable en· tre dos campos de investigación y dos modos de conocí· miento ahora absolutamente he terogéneos, una separa· ción sin clt1da más hermética que la que deriva de la mera subsunción de las entidades del mundo en dos registros de existencia independientes. Entre lo humano y lo no-hu· mano ya no existen ni la discontinuidad radical de la tras· cendencia ni las rupturas introducidas por la mecaniza· ción del mundo; sólo se diferencia n a nuestTos ojos y de acuerdo con la manera en que decid imos objetivarlos, pues (<la oposición entre naturaleza y cultura, en la medi­da en que se trate de una distinción entre dos grupos de objetos reales, es el verdadero fundamento de la divis ión de las ciencias particulares».40 En síntesis, la oposición no está en las cosas: es una construcción del instrumental que permite discriminarlas, un dispositivo que va a ser cada vez más eficaz a medida que las ciencias humanas, tt·as abandonar la especulación sobre los orígenes en be­neficio de las investigaciones empíricas, comiencen a dar pruebas de su legitimidad con la acumulación de conoci­mientos positivos. Poco importa aqui que Rickerl. como muchos ele sus contemporáneos, tienda a incluír el estudio de los Natu.rwolker en Las ciencias naturales: la jurisdic­ción general establecida por él va a dibujru· en negativo el espacio donde la rultropología del siglo XX podrá desple-

40 lb td., pág. 46 de la traducción francesa.

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~ursc: el estudio de las realidades culturulcs en cuanto upHcslo al estudio de las realidades noLu a·ales.

l.n autonomía del dualismo

!J;s la a ntropología, en efecto, la que va a recoger los l'mtos de la la rga maduración que acabamos de describir, ~· ul hacerlo se encontrará en un aprieto. Veamos un poco lu sucedido. Por feroces que parezcan a quienes las obser­vnn de lejos, las controversias con que se alimenta esa d.is­c·lplma se apoyan, s in embargo, en un amplio consenso en lu concerniente a su misión. Así como un diferencio pt·iva­!lu exige un terreno común que delimite la naturaleza y llu; formas de expresión del desacuerdo, los debates antro­pológicos suponen un segundo plano de hábitos de pensa­tn icnto y referencias compartidos, sobre cuya base pue­dnn manifestarse las opiniones. Este recurso común tiene MU origen en la definición misma que la a ntropología da de llll objeto, a saber: la Cultum , o las cu lturas, entendida co­mo ese sistema de mediación con la Natural eza que la hu­manidad supo inventar. un atributo distintivo del Horno ¡;apiens en el que intervienen la habilidad técnica, ellen­Kllaje, la actividad simbólica y la capacidad de organizar­Re en colectividades überadas en pat·Le de las continu ida­des biológicas. Sean cuales fueren las discrepancias teóri­cas que atraviesan la disciplina, es muy fuerte e l consenso l'n cuanto a que el campo abarcado por la antropología es nquel en que se cruzan y determina n mutuamente las coacciones universales de lo viviente y las reglas contin­¡;entes de la organización socia l, la necesidad que tienen los hombres de existir como organismos en medios que Pilos sólo han modelado en parte, y la capacidad que se les ofrece de dar a sus interacciones con las demás entidades tlel mundo una multitud de significaciones particulares. 'l'odos los objetos concretos de la investigación etnológica están s ituados en esa zona de acoplamiento entre las ins­tituciones colectivas y los datos biológicos y psicológicos que confieren a lo socia l su sustancia, pero no su forma. La autonomia t·eivindicada por la a ntropología en el seno ue la ciudad científica se fu nda, así, en la creencia de que todas las sociedades representan compromisos entre la

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Naturaleza y la Cul tura, cuyas expresiones s ingulares e.-. conveniente examinar, así como lo es descubrir, de se1· po· sible, sus reglas de reproducción o distribución. En resu­men, la dualidad del mundo se ha convertido en el desafio origmar io y original al que esta ciencia ha intentadu r-esponder, desplegando tesoros de ingenio con el fin de n•· ducir la dista ncia entre los dos órdenes de realidad qul• había encontrado en su cuna. Los tropismos inducidos por la definición del objeto no podían, entonces, sino reflejarso en la manera de aprehenderlo. Si se coincide en que la ex­periencia humana está condicionada por la coexistenciu de dos campos de fenómenos accesibles a través de modo~ de conocimiento distintos, resulta inevitable analizar su interfaz a partir de un aspecto en detrimento del otro, ya se trate de las determinaciones inducidas por el uso, el control o la transformación de la natu1·alcza - determina· clones universales cuyos efectos son particularizados por medioambientes, técnicas y sistemas sociales singula­res-, ya de las particularidades de los tratamientos sim­bólicos de una naturaleza homogénea en sus límites y su modo de funcionamiento - particularidades recurrentes debido a la universalidad de los mecarusmos pues tos en juego y a la unicidad del objeto al que se aplican-.

Por eso, el monismo naturalista y el relativismo cultu­ralista siguen prosperando en enfrenta mientos que los le· gitiman recíprocamente: constituyen los dos polos de un continuum epistemológico a lo lru·go del cual deben situarse todos aquellos que se empeñan en explicar las relaciones ent1·e las sociedades y sus medios. Endurecidas por la po­lémica, las posiciones extremas dejan ver, bajo una forma depurada, las contradicciones en que se ha encerrado la antropología debido a su adhesión al postulado de que el mundo puede repar tirse entre dos tipos de realidad cuya interdependencia es preciso mostrar. Al aprehenderse en sus formulaciones más excesivas, la alternativa adquiru·e así valor pedagógico: o bien la cultura es modelada por la natw·aleza, se halle esta constituida por genes, instintos, redes neuronales o coacciones geográficas, o bien la natu­raleza sólo cobra fo rma y relieve como un reservotio po· tencial de signos y símbolos en que la cultura va a abre­var. Planteada en toda su crudeza, una oposición seme­jante no deja de recordar algunos rasgos de la vieja distin-

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111111 P!'colnsllca entre nnLurulczu nnlurnntc y nuluraleza tlllllt·nda, a la que Spinoza dio una segundu vida. Para es· t; mmo es sabido, la naturaleza nalurantc es la causa ab-

'"''·' · compuesta de una infinidad de a tributos infinitos e ¡,¡, ul ilicada con Dios como fuente de toda determinación, 11111 ul ras que la naturaleza naturada abarca el conjunto ,¡, lo procesos, los objetos y las maneras de aprehe n-1l1 tluA que det·ivan de la existencia de la naturaleza na­llll 111tc: ll Como no lardaron en advertir los contemporá­lll tiiJ de Spinoza, ese Dios no tiene nada de cristiano: sus­t tll tlfl causal impersonal. a la vez definición y engloba­ln l••tllo de la totalidad de las posibilidades, la naturaleza 111d 11rnnte es, en verdad, la hipóstasis de una Naturaleza 1 r~t·nmente primera - Deus siue natura- en la cuaJ los '" 11 l'naltstas de los siglos siguientes encontrará n un 11111tmlo sustituto del primer motor divino. En cambio, tal

e tlirá que la naturaleza naturada espinosista tiene 1111111 que ver con la idea moderna do una autonomía de la

1111 ura como formalización singular, según las lenguas y '" usos de los pueblos, de organismos y obJetos que sólo ll••·••den a la existencia por medio de los códigos utilizados 1' 11·n objetivarlos. Sin pretender extremar la transposi· 1 11111 ni caer en el anacl'Onismo, hay que soi'lalar, no obs­l •lllll', que para Spinoza la naturaleza naturada está, ante ludu, constituida por modos - de ser, de pensar, de actuar, ,,, t·olaciones entre las cosas-universales sin duda en aJ­IIIIIIOS casos, pero carentes de medida común con la causa """ los origina . En consecuencia, es posible es tudiarlos • u 1, con abstracción de aquello que los delermina.

l~n contra del uso analógico del par «na turaleza natu­I•IIIIC>• ytcnatw·aleza naturada)), también cabría argumen-1 u que los términos de esa distinción se excluyen uno a nt111 y no admiten estados intermedios. Ahora bien, entre , 1 "determinismo crason y el <<imaginarismo aéreo>•, para 11 1 ordar expresiones de Augustin Berque,'12 no pocos au­,, ... ,,A -antropólogos, sociólogos, geógrafos, filósofos- in· lt 111 a ron encontrar un camino medio, una salida dialécti-1 1 que permitiera eludir la confron tación de los dos dog­ue•l llsmos. A igual distancia de los positivistas militantes

~~ B Spinoza. Ético. primera parte, XXIX, escolio. 1 Bcrquc (1986), págs 136 y 141.

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Y de los defensores de una hermenéutica sin conccsioni'H esos autores se consagran a acoplar lo ideal y lo maleriul: lo concr~to y lo abs~racto, las determinaciones físicas y ln producc16n de sentido. Empero, esos esfuel'zos de med in ción están condenados a seguir siendo vanos mientras s•• apoyen en las premisas de una cosmología dualista y su P?ngan la existencia de una naturaleza universal que co difican, o a la cual se adaptan, culturas múltiples. En ttl eje que Ueva de una cultura totalmente natural a una nn · tru·aleza totalmente cultural no podría encontrarse un punto de eq uilibrio: sólo compromisos que se acercan m1í11 a un polo u otro. Por lo demás, el problema es tan antiguo como la propia antropología : tal cual lo dice muy bien Marshall Sahlins, esta es como un preso forzado desde hu· ce más de un siglo a medir su celda con sus pasos, con.fi nu ­do entre el muro de las coacciones del espíritu y el de ]aK determinaciones pr·ácticas.43 . Estoy muy ~spuesto a conceder que ese tipo de cárcel ~ene sus v~nta]as. El dualismo no es un mal en sí, y peca· rtamos de mgenuidad s i lo estigmatizáramos por razoneN puramente morales, a la manera de las filosofías ecocén· tricas del mcdioambiente, o lo hiciéramos responsable do todos.los males de la época moderna, desde la expansión colorual hasta la destrucción de los t·ecursos no renova· bles, pasando por la reiñcación de las identidades sexua­les o las distinciones de clase. En virtud de la apuesta de que la natut·aleza está sometida a leyes propias, a l menos le debemos al dualismo un enorme estímulo para el desa­r~?llo de las ciencias. También le debemos, por la convic­cwn de que la humanidad se civiliza poco a poco, al contro­lar ~ada. vez más a la naturaleza y disciplinar más y mejor sus mstm~os, ~lgunas de las ventajas, sobre todo políticas, q~e la a~.pu·actón al progreso pudo generar . La antropolo· gta es hiJa de ese movimiento, del pensamiento científico Y de la fo en In evolución, y no hay motivos para avergon­zarse por las circunstancias de su nacimiento ni para con­~enarla a desaparecer como expiación de sus pecados de JUventud. No obstante, su papel no se adapta bien a esa herencia: ese papel consiste en comprender a qué se debió que pueblos que no comparlen nuestra cosmología fueron

43 Sahlms (1976), pág. 55.

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IIJIII'I'N do inventar por sí mismos rcolidndcs distintas de lu uttm.ll'H, y dar con ello Leslimunio de una crcalividad 1111 uo puedo juzgarse con la vara de nueslt·os propios lo­' • \horu bien, eso es lo que la antropología no puede

l1 ••• 1 t'lUlndo da por descontadas, como un dato universal l1 1111'\.J)eriencia, nuestra realidad, nuestras maneras de

t 1ltlt•cer discontinuidades en el mundo y descubrir en él 1 • l1• mnes constantes. nuestras formas de distribuir enti­lul• y fenómenos, procesos y modos de acción, en catego-

1 1. "'"'al parecer están predeterminadas por la Lextlll'a y lt• lntctura de las cosas.

l'or cicrL<>, no aprehendemos las otras cult.uras como IIIIIJIIl•tamente análogas a la nuestra; sería muy poco ve­

' 'l lt11 d hacerlo. Las vemos a través del prisma de una par­h ~ sólo una parte- de nuestra cosmología, como otras IHIIIIIN expresiones singulares de la Cultura en cuanto 1 ""'I'IIHta con una Naturaleza única y universal; culLUras ""1'' diversas, por ende, pero que responden en su to­tultclnd al canon de lo que entendemos por esa doble ult lmcción. Dado que está profundamente arraigado en llilllli lr·os hábitos, ese etnocentrismo es m u y difícil de erra­elll 'lll'. a juicio de la mayoría de los antropólogos -como " "' Wagner lo señala con justeza-, las culturas periféri-" tiPI Occidente moderno «no ofrecen contrastes o con­

llu• •wmplos a nuestra cultura, como sistema tola} de con­f•·plunlización; sugieren , antes bien, comparaciones en f 11 111!0 a "otras maneras" de t1·atar nuestra propia reali­'''""'

11 Hacer del dualismo moderno el patrón de todos l1• "'slemas del mundo nos constriñe, asL a una suerte de

1111 haüsmo benevolente, una incorporación reiterada de le obJetivación de los no-modernos por sí mismos a la ob-1• ltvnc1ón de nosotros mismos por nosotros mismos. Du· • 1111 C' mucho tiempo vistos como radicalmente otros, y u ti· ltvndos, en consecuencia, como modelos negativos de la ltiiii'HI cívica o modelos positivos de virtudes desapareci­tl 1•, en lo sucesivo se considera a los salvajes como veci-111111 casi transparentes: ya no esos 1<filósofos desnudos» '" '' ' l!logiaba Montaigne, sino esbozos de ciudadanos, pro-1 ""ntura listas, cuasi historiadores, economistas en cier-11" , on resumidas cuentas, precru·sores titubeantes de un

11 Wngnee· (1981 [1975]), pág. 142; las bast8l'dillas &on del autor.

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modo de aprehender las cosas y a los hombres que nosu tt:os habríamos sabido develar y codificar mejot· que nn· d1.e. Ello representa, si n duda, una manera de renclirl t·M homenaje, pero también es, al incluirlos en nuestro desti · no común, el mejor modo de que se desvanezca su contri· buctón a la inteligibilidad de la condición humana.

Si bien ese etnocentrismo no torna ilegítimo el estudto de los sistemas de parentesco o de los sistemas técnicos des· de nuestro propio punto de vista, se convierte en un obfl· táculo enorme para la justa comprensión de las ontologías Y las cosmologías cuyas premisas difieren de las nuestras. Debido a su dualismo constitutivo, en efecto, la antropoJo. gía no podía dejar de tratar esa parte de la objetivación do lo real que los no-modernos no habrían sabido llevar u buen puerto como una prefiguración torpe o un eco más o menos verosímil de la que nosotros logramos alca nzar, una mezcla abigarrada de inferencias indebidas, lógicu truncada y proyecciones expresivas que da testimonio de la infancia de la razón y de las fuentes contemporáneas de la superstición; en síntesis, un residuo de los conocimien­tos positivos que sólo cobra forma y sentido para nosotros en relación con la masa sólida de la que se sepat·ó. Ese de­secho del saber acerca de la naturaleza hace las delicias de la antropología religiosa desde Frazer, y nada es más sin· tomático del esta tus derivado de los fenómenos de los que ella se ocupa que el epíteto «sobrenaturales)) mediante el cual todavía se los califica. Pues a un cuando procuremos preserva rnos de ella, es difícil escapar a la ilusión de que la sobrenaturaleza es, pat·a muchos pueblos. la parte de la naturaleza que no han sabido explicar, de que la intuición de una causalidad sobrenatural anticipa la idea de una ~ausalidad natural que podrá reformarla, y de que a] mterpretar un arco iris, una crecida o una enfermedad co­mo el resu ltado de una fuerza invisible dotada de intencio­nalidad, el << pensamiento mágico)) apuesta a un determi­nismo universal que sabe identificar por sus efectos sin discernir sus verdaderas causas. Ahora bien, parece más plausible Jo contrario, tal como Durkheimlo vio con clari­dad: <<Para que se pudiera decir que ciertos hechos eran sobrenaturales, se debía tener ya la sensación de que exis­te un orden natural de las cosas, es decir, que los fenóme­nos del universo están ligados entre sí de acuerdo con re-

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l11t10nes necesar.tas, llamadas "leyes". Una vez adqurrido ' p prtncipio, todo lo que iba en contra de esas leyes debía l111·zosamente parecer fuera de la naturaleza y, en conse­c'lll'ncia, de la razón)).45 Tal como lo destaca Durkheim, , t tt decantación es tardía en la historia de la humanidad, Jlll l.lS resulta del desarrollo de las ciencias post ti vas inicia· do por los modernos. Lejos de ser el indicio de un determi-111Hl110 inconcluso, lo sobrenatural es, antes bien, una in­'''nctón del naturalismo que posa sobre su génesis mítica 11nn mit·ada complaciente; es una especie de vaso imagina· 110 en que se puede verter el exceso de significaciones aca­' rcadas por mentes a las que se considera atentas a las re· 1tularidades del mundo físico, pero aún incapaces de ha­' o rae u na idea precisa de este porque carecen de la ayuda .tt. las ciencias exactas.

La tendencia a separar conocimientos legítimos y resi­duos simbólicos con el tamiz naturalista tiene su mejor ilusLración en la manía taxonómica consistente en aislar .. 1mpos de investigación especializados, que se bautizan c·un el nombre de una ciencia reconocida pero precedido dt!l sufijo ccetno·>l. Así, a los dos ancestros que eran la etno· botánica y la etnozoología se agregaron la etnomedicina, ln ctnopsiquiab:ia, la etnoecologia, la etnofarmacología, la ,,lnoastronomía, la etnoentomolog1a y muchas más. Este procedimiento permite reificar ciertos sectores de los sa­beres indígenas haciéndolos compatibles con la división moderna de las ciencias, porque los limites del dominio se •IBlablecen a priori en función de las clases de entidades y lünómenos que las disciplinas correspondientes han re· •·ortado poco a poco como sus objetos propios en la trama tlcl mundo. Puesto que cada una de estas etnociencias ya hn conquistado su autonomía institucional, con sus revis­tas, sus congresos, sus cátedras y sus controvet·sias, resul­ln cada vez más difícil escapar a la ilusión de que la objeti· vución de lo real se organiza, en todas partes, según una mtsma inclinación natural cuyo Ouir sería obstaculizado IH(UÍ y allá por grandes bloques de pensamiento mágico, conmovedores testimonios de una toma de conciencia aún

•~ Uurkhe1m (1960 (1912)), pág. 36: las bastardtllas son del autor. Vl•nse también el capítulo que Clémcnt Rosset consagra a las re lacio· III'B entre naturaleza y re!Jg~6n en fiJosofla (Rosset, 1973).

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impe1-fecta de las regularidades del mundo físico y do lu ambición de ejercer sobre él un control más fume. La di~· tribución del trabajo a ntropológico es entonces ineJucl.n· ble: incumbe a los especialistas de las etnociencias saca•· n la luz las clasificaciones y los saberes «populal"es», va.rlan· tes aproximadas de los discursos eruilitos que constituyen sus prototipos, y a los especialistas de la «cultUl"a», estu. diar el simbolismo, las creencias y los rituales, esa p1·ecio· sa espuma que da a cada pueblo un estilo inimitable.

Sin embargo, los múltiples y entrelazados vínculos quo todo individuo teje a cada instante con su medioambientl• autorizan apenas una distinción tan tajante entre sabor práctico y representaciones simbólicas, por lo menos si so concede cie1·to crédito al sentido que los miembros de \tnu colectividad atribuyen a sus actos. Cuando un cazador achuar tiene a tiro una presa y le canta un anent, una sú­plica destinada a seducir al animal y a adormecer su des· confianza por medio de promesas capciosas, ¿pasa de im· pl'Oviso de lo l"acional a lo irracional, del conocimiento ins· trumentalizado a la qu imera? ¿Cambia por co mpleto de registro tras el largo período de acercamiento durante ol cual h a sabido poner plenamente en juego su pericia eto· lógica, su profundo saber sobre el entorno, su experiencia de rastreador, todas esas cualidades que le han permitido conectar casi por instinto una multitud de indicios en un hilo que lo lleva a su presa? En resumidas cuentas, ¿es in· dispensable considerar el canto mágico como una ilusoria representación interpolada sin necesidad en una cadena operativa colmada de saber técnico, conocimientos efica ­ces y automatismos conth·mados? De ningún modo, por· que, si considero a un animal como una persona dotada de faculLades análogas a las mias, un ser intencional atento a los discursos que puedo destinarle, dirigirse a él con las ilusiones de la civilidad no es, enton ces, más ilógico que equiparse con los medios técnicos para matarlo. Tanto una actitud como la ott·a participan juntas deJ tejido de re­laciones que establezco con él, y cada una de ellas tiene su papel en la configuración de mis comportamientos a s u respecto.

¿Volveríamos con ello a una concepción intelectualista que explicaría la magia de la caza por la creencia de quie­nes r ecurren a ella en una teoría del mw1do en la cual ese

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t 1p111lu ucción está investido do PfiC'n(·nl llJil'l'lll ivn? En ah· ,doto, Ningt'm aohuar llegur!t nl extnJtno de prcLen~er

1111, fiR el anent, por s1 solo, 71 que _hnce ~a lir de su guanda 1 111111 t)l'esa para matarla stn vacilar; solo se trat~ d.e uno

¡j, Jt u1 elementos que actualizan el estatus ontologlCo. de lttlu 1·un 1 anin1al, en combinación con muchos otros crlte-1 1111 1 t~ualmente pertinentes, relati:os a sus c?stumbres, ~

11 hnbitat. a lo que se sabe de las c1rcunstanc1~s que lo hi· 1 t11 r1111 accesible en un momento dado, a la h1~grafía del 1 • ~<:ndor y a s us encuentros pasado~ con ob·?s _m•emb1·~s de ¡ 1 llllRrna especie. Si el encantanuento mag1co ~unc1ona, , 1111110 se debe a que es performativo, o a que obtiene o ha · , , ¡toHi ble, a juicio de quien lo efectúa, elresulta?o que su· 1 11 ,.,. Punciona en cuanto contribuye a caracterizar, Y por 111 11111Lo a concretizar, la relación que se est~blece e~ de· ,, 111111utdo momento entre cierto hombre y cterto an~al ,,., tll'rcla los lazos existentes entre el cazador y l?s nuem· ¡,,u tle la especie, califica esos lazos en el lenguaJe del pa· 11 tiii'SCO, destaca la connivencia entre las partes en:ú·en-1 11 !11 ~; en s uma, selecciona de Los atributos de uno Y otl·.o npttlllos que darán a su afrontamiento una mayor reali­

.¡,11¡ existencial. El anent de caza no puede, en consecuen· 1111 nislarse como una escoria simbólica agregada~ un 111 ,;,.eso técnico; su objetivo primordial no :s ~onseglllr ~n 11 Hu !lado útil; no es un aditivo ni un paliat1vo; perm~te IIIWI'I" pt·esente y poner en escena un sistem~ de 1·elac1o· 11, ,1, nnt.es existente en estado virtual, con el fin de dar un .. , 11 ¡ ido a una interacción coyuntmal entre el hombre Y ~1 1111ma l mediante un recordatorio inequívoco de s us pos1·

lús l·espectivas. Tan to en la Amazonia como entre no· 11111 , . d . "fi •ul1·os, un organismo no se instituye como entJ?a s1gm ·

, ,,¡ tva del medioambiente sóJo en vútud de los ~stru~n.en· 1w materiales y cognitivos que posibilitan su tdenhfica­lltul, su matanza y s u cons umo, si_no por medio de to~o un •unjunto de propiedades que se le atribuyen y que eXIgen, ,1 1umbio, tipos de conducta y de mediación a~ecuados a 1~ 111d m·aleza que se le supone. ¿Son los vegetananos tan di· l• •rn tües del cazador achuar cuando se niegan a. comer t~r· flnl'fiS pero no espinacas, o las orga túzaciones mternacw-1111)¡~~ cuando prohíben la captura de delfines pero no la de 111·nques? Estas maneras contrastadas de tratar a ~na u

11t 1•11 especie, ¿no se basan también en el tipo de relacwnes

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que creemos onlablor con tal o cual segmento de lo vivicn· te? En vez de ver allí una superstición abierta y aquí unn superstición clandestina, articuladas de manera más 0 menos razonable con un sistema de conocimientos positi· vos, ¿no es preferible analizar la dimensión ~<simbólica11 d" nuestras acciones en el mundo como un medio entre otroH de recortar , en la trama de las cosas, ciertos caminos a cu· yo respecto pronto se verá que son menos inconstantes dt• lo que parece?

La autonomía de los mundos

. ¿Qué más decir al término de este bosquejo? ¿Sigue Siendo plausible incluir en los universales una oposición entre la naturaleza y la cultura cuya antigüedad apenas se remonta más aJlá de un siglo? ¿Debemos seguir buscan­do en todos los rincones del planeta las expresiones que los pu~blos más diversos han podido dar a esa oposición, al precto de una amnesia de las condiciones absolutamen­te singulares en que nosotros mismos la forjamos tardía­mente? ¿Es chocante admitir que los jíbaros, los samo­yedos o los papúes pueden no tener conciencia de que los humanos se dis tinguen de los no- humanos por los regime­nes de análisis que se les aplican, si nuestros propios bisa­buelos lo ignoraban? En resumidas cuentas, ¿hay que con­servar un recorte del mundo tan históricamente deter mi­nado para explicar las cosmologías de las que muchas civilizaciones nos ofrecen aún hoy el vivo testimonio o que, guardadas en los anaqueles de nuestras bibliotecas . . no esperan smo nuestra CU!'Íosidad para revivir? Como se habrá comprendido, creo que no.

AJ lector quizá se le ocurra una objeción: mi critica del dualismo sería ingenua o sofística, no iría más allá de la superficie del ligero tejido de las palabras y confundiría la ausencia de los conceptos con la inexistencia de las reali­dades por ellos designadas. Del hecho de que la oposición entre la naturaleza y la cultura haya alcanzado su forma definitiva y su eficacia operativa recién a principios del siglo XX no cabría deducir, necesariamente, que en otros lugares y antes haya faltado la capacidad de discriminar en la práctica entre los dos órdenes de t·ealidad que englo-

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luiiiHIH l'n esos Lérminos. Yo hnbt·í.u t•t•tlttlu, t• ll sumo. Huna lltlltlc ingenua de la perverstón nominalista. La ambi­'"" dt· este libro es mostrar que no hay nada de eso, que el

,, , hnzo del dualismo no conduce ni nl relotivismo absolu­lu "' " un retorno a modos de pensar que el contexto pre­•• 11I P hu tornado obsoletos, y que es posible reflexionar n••lt~·o la diversidad de las costumbres deJ mundo sin , 111 rl'garse a la fascinación por lo singular ni al anatema e''"' ro las ciencias positivas. Por eso me atendré. por el 11uunonto, a una breve profesión de fe.

C'uesla concebir, desde luego, que nadie haya adver ti­tlu que Los no-humanos no suelen utilizar el lenguaje, que r t111posible tener con ellos relaciones sexuales fértiles, ' '"'' muchos son incapaces de desplazarse por sí mismos, , , , t'l'r o reproducirse. Acaso haya que creer incluso en la 11 tt•o\ogí:a evolutiva cuando nos dice que los niños, sea , 11111 fuere el medio en que son criados, tienden a estable­', ,,. muy pronto distinciones entre entidades que perciben tlnludus de u na intencionalidad y aquellas otras que están dt• provistas de ella.46 En resumen, es probable que un •thtH'rvador idealmente susLraído a toda influencia cultu­' d pueda acumular innumerables indicios que le sugie­' 111 la existencia, entre él y lo que se conviene en llamar uuhJclos naturalesu, de toda una ga ma de diferencias en el , •ll 'Clo, el comportamiento o la manera de estar presente

111 el mundo. Empero, los indicios favorables a una conti­nll idad gradual son igualmente numerosos y, por lo de­tHus, han sido señalados una y otra vez por un puñado de , pmLus rebeldes que, de Montaigne a Haeckel, pasando

11ur Condillac o La Mettrie, no han cejado en su oposición ti dogma dominante.47 ¿Por qué situar la fron tera en el

¡, llg"Uaje o la poiesis, y no en la in dependencia de movi­IlltcnLo; en la independencia de movimiento, y no en l a vi­dr~ ; en la vida, y no en la solidez material, la proximidad , .pncial o los efectos acústicos? Como escribe Wbi tehead

en otro contexto, admitámoslo-, ((los bor·des de la na tu· 1111cza siempre están hechos jirones)).48 El recorrido etno-1'1 Mico e histórico realizado hasta aquí es testimonio sufí-

~1 ' Ketl (1989). 11 En el capitulo ll, i11{ra, se encontrarán más detalles. '" Whitchead (1955 [1920]), pág. 60.

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ciente de que la conciencia de ciertas discontinuidades en· tre huma nos y no-humanos no basta, de por sí, para gen(l­t·ar una cosmología dualista. La multiplicidad de formuH de existencia de la que somos testigos puede ofrecer a lnH distribuciones ontológicas un terreno más fértil que os<• pequeño quantum por el cual nos distinguimos de lo qut• Merleau-Ponty Ua ma «cuerpos asociados».49 El mundo st• nos presenta como una profusión continua, y hay que afe­n·arse a un realismo de las esencias bien miope para verlo recortado de antema no en dominios discretos que el cerc· bro tenga la vocación de identificar, por doquiet· y siem· pre, de la misma manera.

También podría objetárseme que la gran división es u~a ilusión, porque los modernos, en la práctica, jamás S<' ajustaron a la distinción radical que funda su representa­ción del mundo. Esa es la hipótesis original propuesta por Bruno Latour: desde la revolución mecanicísta del siglo XVII, la actividad científica y técnica no habría cesado do crear mezclas de naturaleza y cultura dentt·o de redes de arquitectura cada vez más compleja en las que los objetos Y los hombres, los efectos materia les y las convenciones sociales, estaría n en una situación de «traducción» mu­tua; semejante proliferación de realidades mixtas sólo ha­bría sido pos ible g1·acias al tl·abajo de «purificación» críti­ca realizado en paralelo, a fin de garantizar La sepat·ación de los humanos y los no-humanos en dos regiones ontoló­gicas completamente estancas.50 Para sintetizar: los mo­dernos no hacen lo que dicen y no dicen lo que hacen. Lo único que los distinguiría de los premodernos es la pre­sencia de una «constituciótw dualista destinada a hacer más rápida y eficaz la producción de los híbridos, ocultan­do las condiciones on que se lleva a cabo. En cuanto a los premodernos, habrían puesto su esfuerzo en la conceptua­lización de los hibridos, impidiendo de ese modo su multi­plicación. En conjunto, el argumento es muy convincente, pero en modo algu no pone en tela de juicio la absoluta sin­gularidad de la cosmología moderna, algo que Latour, por otra parte, no vacila en reconocer.51 Si n embargo, que el

~~~ Merleau-Ponty (l964), pág. 13. 60 La tour (1991). 111 ! bid., pág. 22

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1h1 II1Rmo sea la máscara de una JH'ÍICIICfl c¡ Ul' lo conLratlice 1111 ••l lllll na S U runción rectora e n Ja OrgalliZI:lCIÓn de las ,,, IU' U\S ni borra el hecho de que la e tnología extrae una 11 u1pirnción constante de una oposición queJa mayoría de In piiPblos descriptos e interpretados por ella se han ah o-11 ulo Ahora bien, lo que me interesa, antes que nada, es 11 Incidencia de ese prisma deformante sobre la etnología, p•lllJlle es allí donde su efecto de ilusión resulta más per-1111 1111;;0. Un sociólogo de las ciencias bien puede incurrir l 11 h1 crítica de La tour si cree que los humanos y los no-hu-111111\0I:l existen en ámbitos separados, pero no por ello es 1111 •nos fiel a una de las dimensiones de su objeto; un etnó­'"I'U que supusiera que los makunas o los chewongs creen d¡•u semejante traicionaría el pensamiento de aquellos a

q 1111'nes estudia. :-lé muy bwn que la idea de la gran división tiene mala

1111'1\l:Hl, y la situación no data de nuestros días. Desde que 111 1•lnología se deshizo de los gra ndes esquemas evolucio­llilllus del siglo XIX bajo la influencia conjugada del fun­' "'"Hlismo británico y el culturalismo norteamericano, no .¡, JÓ de ver en la magia, los mitos y los rituales de los no­llllldcrnos algo semejante a prefigu1·aciones o tanteos del l"' llsamiento científico; intentos, legítimos y plausibles en \'lllfl de las circunstancias, de explicar los fenómenos na­lunlles y asegurarse su dominio; expresiones, extrava­J'nnles en la fot·ma pero razonables en el fondo, ele la uni­\l'rt-~alidad ele las restricciones fisiológicas y cognitivas de 11 hu manidad. La intención era honorable: se trataba de di 1par el velo de prejuicios que rodeaba a los «pnmili­' uAn, y mostrar que el sentido común, las cualidades de nhHervación, la aptitud para inferir propiedades, el inge-1110 o e.L espíritu inventivo son un patrimonio equitativa­llll' nte compartido. De manera tal. hoy es diiícil evocar 111111 difexencia cualquiera entre Nosotros y los Otros sin provocar una acusación de arrogancia imperia lista, racis­uw larvado o pasatismo impenitente, resurgimientos de 1111 pensamiento nefasto y retrógrado que es preciso des­puchax lo más pronto posible a las mazmorras de la bi sto-1 in. para que haga compaüía a los espectros de GusLave 1 •L' Bon y Lucien Lévy-Bruhl. Reconozco que en cierta épo-1'11 pudo haber sido útil afirmar que pueblos considerados dura nte mucho tiempo «salvajes~> no estaban, pese a ello,

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bajo el dorrunio de la Naturaleza, pues, ul1gual que noR11 tros, habrían sabido conceptualizar su alteridad. El flr~U · mento era eficaz contra quienes dudan de la unidad do 111 condición humana y de la igual dignidad de sus ma1üfos taciones culturales. Empero, hoy tendríamos más que gn· nar si inlentru·amos situar nuestro propio exotismo comu un caso particular dentro de una gramática general de In• cosmologías, en vez de seguir dando a nuestra visión dt•l mundo un valor de pat.rón a fin de juzgar la manera on que millares de civilizaciones pudieron formarse algo pn· recido a un oscuro presentimiento de ella.

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. nu nda parte. Estructuras 1, In experiencia

.. Qmen quiera verdaderamente lleg~ a. ser filósofo ~ebe· 1 1, •11 na vez en la vida", replegarse en SI 1msmo ~· ~n su rnle­' 1, 11 procurar derribar todas las ciencias admlttdas basta upli y Lratar de reconstruirlas>>.

H USSERL, Meditaciones corteswno.s

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1, 1 JOS esquemas de la práctica

J•;t t·econocimiento de la contingencia del dualismo de lt llllllll'aleza y la cultura y de los inconvenientes que ge-111 111 en la aprehensión de las cosmologías no modernas 1111 .lt•ho llevar, por cierto, a descuida1· la investigación de • 11' \l cluras de encuadramiento capaces de explicar la llllll'rl'flcia y la regularidad de las diversas vivencias y 1'' lti'J)Ctones que los humanos tienen de su intervención 1 11 ,.¡ mundo. Por útil que pueda ser, una fisiología de las ltlll•t·ncciones no es nada sin una morfologia de las prácti-

1 • ltn análisis praxeológico de las formas de la experien­lll Parafraseando una célebre fórmula de Kant, las es-11111 1 u ras sin contenido son vacías y las experiencias sin ln¡nut R están privadas de significación. 1 Ahora bien, por tlt1u de esos movimientos oscilantes a los que la antropo­luvtn está acostu mbrada, el estudio de los hechos de es-11111'1 ut·a se halla afectado desde hace algún tiempo por un lllllttular descréclito, al asimilárselo a un objetivismo frío 1 n td que se disuelve sin remedio todo lo que constituye la 1 iqlll'za y el dinamismo de los intercambios sociales. Con­t 1 11 ,.¡juego de estructuras consideradas fuera del tiempo • htpostasiadas en esencias, que funcionarían a la manera d1 l'l'pertorios de acciones ejecutadas por autómatas sin 11111 tnlivas ni afectos, se invoca la creatividad de lo activi­ll ul tnlencional (agency) propia de los actores sociales, el J•n¡wl do la contingencia histórica y de la resistencia a las ltt •l(l monías en la invención y el mestizaje de las formas t t~llurales, la evidencia poderosa y espontánea de la prác-11• 11, y la inocencia para siempre perdida de toda estrate-1111 mterpretativa.

1 o<L.oR pensamientos sin contemdo son vacíos. las intuiciones sin con· • 1•l<>t son ciegas», en Kant (1968[1781 J) , .trhéone transcendantale des 1· 1111•nts. Tnlroductron a la deux:remc partle», pág. 77 de la traducción

li illlrCIIII.

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¿Có~o no advertir, empero, quo las pn1cticas y los CO I11 ·

por~~Ulllentos observables en el seno de tLna colectividnd exhtben ~a regularidad, una permanencia y un grado dí' automat1~mo que a los individuos involucrados les cuesto, ~a ~ay~na de las veces, atribuir a sistemas de reglas mstltu~das? ¿_Cómo ignorar que, al menos en las socic· d_~des sm escntura, sólo algunas personalidades de excep­cwn, tan escasas que todos los etnólogos las conocen por su ~ombt:e, han estado en condiciones de proponer stn­teslS pru.·ctales de los fundamentos de su cultura sin tesis a menudo producidas con el objeto de responde~ a las ex­pectativas de un investigador, y a las que su cal'ácter ge­neralmente esotérico impide tomar por un mapa conocido por t~dos? ¿De qué manera esas lineas de conducta, esas reac~tones y elecciones habituales, esas actitudes com­~artidas c~n respecto aJ mundo y a los otros, tan distin ­ti_va~ que su:ven de indicio intuitivo para apreciat·las des­Vla_cl~nes difere nciales entre pueblos vecinos, pero in­tenonzadas de un modo tan profundo que no afloran casi nunca_en u~~ delibe_r~ción reflexiva, de qué manera , digo, e~as _dt spostclones tac1tas podrían ser objeto de un debate pu_blico, som~t~rse conscientemente a r eformas, cons ti­tuu·se aJ a rb1tr10 de las cir cunstancias mediante ajustes rebuscados? Afirmar que pueden serlo, por una concesión a los_encantos de una espontaneidad de la praxis li berada por fin de su alienación, es perpetuar la antigua confusión e~n·e los r epertorios de normas inculcados por la ed uca­ClOn, po: tm lado, y los parámetros cognitivos y corporales que gobiernan la expresión del ethos, por el otro; es efec­tuar ~a amalgama entre los modelos de acción objetiva­dos baJo 1~ for~? de prohibiciones o prescripciones revo­cables a disct·ecton y los esquemas de la práctica que para ser eficac~s deben permanecer encer-rados en la oscuridad de los háb1tos y los acostumbrarnientos.

Estructm·a y relación

Uno de los grandes logros que debemos tanto a la an­tropología estructural como a los trabajos pioneros de Gregor! Bateson, lLn logro perceptible aun en quienes si­mulan Ignorar su origen, es la idea de considerar la vida

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•n•tnl desde el punto de vista de las relaciones que forman 11 1 1'11 rna, una decisión que supone conceder a aquello que

Vl lll'\lla una estabilidad y una regularidad estructurales tttlt ll grandes que a las acciones contingentes de los ele­lt1111llos vinculados. Cualquiera que sea el ámbito organi-

,,lu por esas relaciones--el parentesco, los intercambios ' •·nnóuücos, la actividad ritual o el ordenamiento del cos-11111' , el abanico de estas es, pm· necesidad lógica, mucho 11111 1'1 limitado que las entidades infinitamente diversas cu­' 11 ¡•onexión establecen, para brindar de ese modo la po-llultdad de una sistemática razonada de la diversidad de

11• t'Glaciones entre los existentes, cuyo objetivo consisti­''" · l•n un primer momento, en trazar una tipología de las ' nllll'iones posibles con el mundo y con los otros, humanos \ no-humanos, y en examinar sus compatibilidades e in­' 'tlllf)Atibilidacles.

1•)1 estudio de los hechos de estructura entendido de es-1• modo tropieza, de todas maneras, con varias dificulta­''' tt, que son, por lo demás, en gran parte interdependien­''' 1. l!;n primer lugar, la cuestión de la escala: o bien las es-1, nduras aisladas son de una generalidad tal que no pel"­'''ll un explicar la especificidad de configuraciones cultu­' '\h•s singul ares, o bien están tan particularizadas por sus tllll!.extos históricos que se revelan inadecuadas para 11111lquler empresa comparativa. Aun cuando su vigencia \ 11 1'!:1 cosa del pasado, la noción de pattern de cul tura debi­tiH n Ruth Benedict ilustra con claridad la primera situa­' tun .2 Puestos de relieve mediante un análisis inductivo ,¡,. Lu consideración de apenas tres sociedades, dichos pat­l•·rtJS se reducen, en el fondo, a la clásica oposición nietz­•dwana entre pueblos apolíneos y pueblos dionisiacos, dos lllt'rnas de la experiencia colect.iva que no constitl.tyen en ''l11mluto estructuras, es decir, combinaciones de rasgos 1 •olucionales organizados en modelos que pueden ser l'lt ostos en relación por leyes de transformación, porque 1 11 •non su origen en agrupamientos heteróclitos desiste-1111\fl de valor, principios éticos y conductas normalizadas, hlpostasiadas, por añadidura, en culturas autónomas y 11 11 scendentes de las que cada individuo proporcionaría 111t~o así como una reverberación a su escala.

' Benedict {1934).

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A su vez, la noción de habitus forma pa rle de La segun· da situación: si bien permite dejar a un lado los obstáculo!! habituales del enfoque estructural, y sobre todo la reifico· ción de la estructura concebida a la manera de un sujetu autónomo dotado de eficacia socia l, hace muy dificultosa la generalización. Tal como Jos define Bourdieu, los habt · tus son, en efecto, estructuras aisladas por el análisis pero de un tipo particular, sistemas de disposiciones duradera ~:; ~n~1a~entes a las prácticas, surgidos del aprendizaje mntat1vo Y de la interiorización de las conductas y las téc· nicas corporales del entorno. Esas estructuras estructu· ra ntes. predispuestas pa ra generar y perpetuar las es· t l'ucturas estructuradas, son constitu tivas, por lo tanto, del estilo distintivo de las acciones en un medio social da· do, aun cuando no están presentes en la conciencia de los actores bajo la forma de una regla de juego o un inventario de prescripciones. Por tratarse de un sistema de estruc· turas cognitivas y motivacionales tan familiares que no sentimos necesidad alguna de examinarlas, e] habitus es, ade~ás, mucho más estab le que las teorías loca les por med1o de las cuales se lo racionaliza y convier te en nor· mas de comportamiento indjvidual y colectivo.3 No obs· ta n te, el habitus es particularizado por la lústoria; es, a la vez, <<producto de una adquisición histórica lYJ lo que per· mi te la apropiación de lo adqui r ido históricon, nalurali· zado de algún modo por los contextos en que actúa, tanto los propios del campo dentro del cual se despliega como aq uellos on cuyo seno el ana li sta mismo que lo pone de manifiesto está insmto:1 En ese sentido, entonces, y con· tra ria mente a las formas universalizantes de la experien· cia o de la relación del tipo patterns de cultura , el habitus es en extremo diverso y cada una de sus expresiones refle· ja una de las modalidades de la multitud de competencias culturales de las que los humanos t uvieron que dar prue· ba en un momento u otro de su historia, a fin de exis tir juntos en ambientes físicos y sociales muy variados. Por

3 Aspecto quc parecen olvidar nlgunos antro1>ólogos cuando. en nom· bre de la primada de Ja práctica, ndj uclican nlos csquem~ts gcnerado1·ea de estA una nexibilidnd y uua contingenciA que caracterizan, antes bien, a las elaboraciones ad hoc que SUR informantes proponen de esos esquemas.

~ Bourdicu (1997), pág. 179.

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r11 wnnhle que soa, esa parlicularidad delltabitus dlficul· 111, d .. todas formas, la comparación de las modalidades de

11 nw mreslación concreta y la captación como un conjun· 1•1 1 tr·ucturado de las diversas combinaciones en que in-1•1 '-' lcne.

Ahora bien, me parece que es posible y necesa rio ir 11 t ' " utL·ás, hacia un núcleo de esquemas elementales ele la p1nllt 1ca cuyas diferenles configuraciones permitan expli­, 11 lu gama de relaciones con los existentes: una suerte de lllllll'IZ originaria en la cual los habitus tengan su fuente y .t. 111 que conserven una huella perceptible en cada una de 1111 anscripciones históricas. En principio, esa hipótesis no 1 t a muy lejos de la idea propuesta por Lévi-Strauss cuan­•'" t•scribe lo s iguiente:

\1 nncot·, cada niño trae, bajo la forma de estructuras men-1 d .. tt l.lsbozadas, la totalidad de los medios de que la humani­tlud dispone desde siempre para definir sus relaciones con el M 11 ndo y con los Otros. Pero esas estructuras son exclu ·

Pilles, cada una de ellas sólo puede integrar ciertos elemen· 11• enlrc todos los que se ofrecen. Cada tipo de organización 11111'11tlrcpresenta, pues, una elección, impuesta Y perpetuada 1""' ul grupo>>.5

l ~s necesario precisar, empero. que esos «medios de que In huma nidad dispone desde slcmpren no se reducen úni· 1 1111cnte a estructuras mentales innatas, sino que consis­l tl ll , sobre todo, en una pequeña cantidad de esquemas JII'IÍclicos interiorizados, que sintetizan las propiedades tihJr'livas de toda relación posible con los humanos y los nu hu m a nos.

~sto lleva a otra de las dificultades con que tropieza el 1 t udio de los hechos de eslructUI·a, a saber: la atribución 1lt1 kU estatus ontológico. Las configuraciones estructura· IP ad entificadas por el análisis en una realidad social t uulquicra , ¿,son expresiones depuradas de las relaciones •nucrctas que constituyen la trama de esa realidad, o bien d1•hcn concebirse, mejor, como modelos operativos cons· 11'11idos por e l observador, en una siLuación de relativa li­Ju ,l'tnd , frente a los modelos explícitos formulados por

!1 Lévi·Strauss (1967 [1949]). pág. 108.

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aquellos a quienes observa? Y SI sucede esto último, ¿cómu se ~ebe evaluar la pertinencia de esas estructuxas y dllr razon del hecho de que expliquen el carácter sistemático de las noxmas, las prácticas y los comportamientos aun· que no sean aprehendidas de manera consciente? Se sabn que Alfred_ R. Radcliffe-Brown ilustró de manera muy clara la prtmera posición, calificada de «realista»: «Lu est~uctura social designa la compleja red de relaciones soc1ales realmente existentes que unen a cada uno de Jos seres humanos con los demás en un medioambiente natu­ral dete~minado».6 E_~ta posición es también la que mu­chos ;tnogxafos y soc10logos contemporáneos adoptan es­pontane~ente cuando describen los rasgos estructurales d~ las soc1edades o los grupos que estudian: no como pro· p1e~ades_ subyacentes capaces de participar en combina­t?rlas mas _vastas -a escala de un área cultural o de un ttpo de fenomeno, por ejemplo--, sino como una formali­zación inducti;a d~ relaciones observables ent1·e perso­n~s, a menu~o mspn·ada en los modelos por cuyo interme­dio la_ colectiVidad observada aprehende y traduce la re­gulru-~d~d de los comportamientos en su seno. En la escala descnpti~a en que ~sí ~e la inscribe, la adhesión al postu­lado rea~t~ no es ileg¡tima, además, por poco que se to­me co~:lencta de que los resultados que alcanza, la inter­~retaCion ad hoc de una sociedad singular, no podrían uti­hzarse como materiales en bruto en la elaboración de una mOt-fología estructural. 7

J?ebemos a Lévi-Strauss, clBl'o está, la definición alter­n~~lVa de la no7ión de estructura. Enceguecido por su em­pmsm~, Radcliffe-Brown habría confundido las relacio­nes soc1ales y la estruct1ua social: las primeras ofrecían los m~~eriales de observación empleados por el etnólogo y el so~t~logo pru·a elaborar modelos abstractos que hacen manifiesta la segunda; en síntesis, «el principio funda­mental es que la noción de estructura social no se relacio­na con la realidad empírica, sino con los modelos construi­dos sobre la base de esta>>.s Para ser verdaderamente es-

~ Radcliffe-llrown (1968 [1952)). pág. 315. . Y_éase a l respecto el excelente análisis de Dan Sperber sobre la dis­

uncJOn entre conocuniento interpretativo y conocimiento teórico en an­tropología (Sperber. 1982. capitulo 1).

8 Lév1-Strauss (1958). pág. 305.

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11111111 rnles, esos modelos deben satisfacer además otras 111tloi1C10ncs: cxh iben un carácter de ststema lal que la mo­,11111 1ci6n de uno de sus elementos provocará una modifi­• ,, 1un previsible en todos los demás; a escala de una fami-111 .¡,. modelos, se organizan, por a ñadidura, de acuerdo 1 ""una variación ordenada que define los límites de un l , IIJIO c.le transformación. Así entendido, el modelo estruc-1111 .t presenta ciertas características del modelo deducti-

n• nusal que Newton utilizó para explicar la realidad físi­' v t•uyas consecuencias filosóficas extrajo Kant en su

t1 HtiH de la causalidad sintética. El propio Lévi-Slrauss luduce a hacer esta analogía cuando distingue los modelos 1111 I'Hnicos. instrumentos privilegiados del análisis estruc-1111 ti. c.le los modelos estadísticos, empleados más bien por lo ociólogos y los historiadores. La caracteristica de un llltlllt•lu mecánico estriba en formular relaciones entre ele-11\l•ntos constitutivos que tienen la misma escala que los '' 11t1mcnos del sistema rea l; en los modelos estnd.isticos, , " ''nmbio, el comportamiento de los elementos individua­l! no es previsible mediante el conocimiento de su modo .¡, combinación. Con estos dos tipos de modelo encontra-11 11nos, así, en las ciencias sociales la diferencia de punto ,,, vtsta entre mecánica y tcrmodinámica.9

Sm embargo, los modelos estructurales levistraussia-111114 tienen una característica que los aleja sobremanera de •l modelo ded uctivo de explicación causal: son incons· 1 11•ntes o, cuando menos, son los modelos inconscientes los ' ''"' alcanzan el rendimiento más elevado para el análisis , 1 ructuraJ.lO En tal calidad, existen como estructuras su­l" rficialmente enterradas en la psique, con frecuencia en­lll llAcaradas pat·a la conciencia colectiva de los actores so­' 11llcs por modelos vernáculos condenados a una simplifi-1 1ri6n empobrecedora por sus funciones normativas. ( 'unndo el observador construye un modelo estructural 1 nrrespondiente a fenómenos cuya índole de sistema no leu sido advertida por la sociedad que él estudia, no se li­uelln a presumir que la morfología de su dispositivo for-111111 representa las propiedades subyacentes de la socie­llntl que aspira a explica!., sino que supone, además, que

1 Tl>td .• pág. 312. IU /bid., pÓgB. 308·1 0.

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dichas propiedades licncn una CX ISlt'llt~ t:l olnpít·icu, d1s t mulada, es cierto. para quienes las usan col •dianamentt•, pero que un análisis efectuado con habilidad sabrá Uevnr a la superficie. ¿Cuál es, entonces, la naturaleza de ese in · conscien te estructural colectivo? ¿Se halla este present .. en cada mente bajo la forma de i mpera tivos cognitivo~ que, tácitos, están a la vez culturalmente determinados o bien se reparte en las propiedades de las instituciones q~l' lo hacen manifiesto al observador? ¿Cómo lo interiorizn cada individuo, y a t ravés de qué medios actúa con el ob· jeto de poder, eventualmente, determinar compor tamien­tos recurrentes traducibles en modelos vernáculos?

_Lévi-Strauss no da respuestas muy precisas a este tipo de mterrogantes. En efecto, el inconsciente estructural no tiene contenido, sino una función r ectot·a o <<simbólica>> consistente en imponer leyes muy generales a la forro~ que adoptan los fenómenos sociales o los sistemas de ideas objetivadas, como los mitos o las clasificaciones populares. Así , las tres estructuras elemen tales del intercambio ma· tr.imonial -bilatera l, matrilatcral y patrilateral- esta­rían siempre presentes inconscientemente en la mente humana, de modo que el pensamiento no podría actuali· zar una de ellas de otra manera que en una oposición con· trastiva con las dos restantes.1 1 Se trataría , por consi· guiente. de categorías sintéticas generativas, cuya impron­ta el estudio de las instituciones sociales permitiría hallar en algún aspecto muy originario del funcionamiento de la mente, y que justifica dan que se considere el análisis so­ciológico como una mera etapa en una investigación de in· dolo ante todo psicológica.

Por fecunda que sea, la hipótesis de la existencia de in· v~riantes estructurales inconscientes fundadas en oposi· c1ones contrast.ivas no permite dilucidar lo que ocut'l'e en la etapa intermedia. ¿Cómo es posible que estructuras muy generales, ajustadas a las características del funcio· namiento de la mente, originen modelos de normas cons· cientes y, sobre todo, proporcionen un marco organizadot· a las prácticas cuando estas -el caso más frecuente- no parecen gobernadas por un repertorio de reglas explici· tas? Este último punto es tanto más crucial cuanto que el

JI Lévi-StrllUSS (1967(1949]), pág. 533.

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wupio Lóvi-Slntuss se consugt·ó, en ospccinl , a expli~ar 11111 lulos cxlrcmadumcnlo fornuthzados de lu v1da soClal, l'umo el parentesco, las clasificaciones totómicus o ~a or-1 1111zactón espacial, ámbitos codificados sin ~emastadas 1,mhigüedades por lllUchas sociedades, descnptos en un 11 uguaje más o menos estandarizado por los etnógrafos, Y uhre los cuales no es inútil conjeturar, en efecto, que pue·

.¡1111 ser regidos por un pequeño núcleo de princi~ios direc· 1 llllente conectables a propiedades del pensam1ento. Su· •••dC' de manera muy diferente cuando estamos frente a pu1•blos poco propensos a la reflexividad y que sólo ofrece~ tnmlelos muy sumarios de su vida social, o cu~ndo ex~l· 11 11nos el campo más informe de los usos y háb1tos cotl~a· 11ns. de los gestos técnicos, de las conductas est~reot1pa· .1118 , de todos esos automatismos distintivos proptos de un 111 .,rfio cultural, pero cuyos determinantes mentales son utucho más difíciles de establecer .

De hecho, Lévi-Strauss apenas se ocupó de las media· , umes cognitivas y prácticas que permitirían pasar d~ llllll combinatoria psíquica muy depurada a la notable_ d1· v~~rsidad de los usos establecidos, pues no e1·a ese el 01vel eh• aná lisis que le parecia más productivo.12 El punto de v1AI a que reivindica es el del astrónomo, que está oblig~· do, por la lejanía de los objetos que estudia, a d~~tacar so· lu sus características esenciales, y no el del fis10logo, que 11\lenta comprendet· los mecanismos gracias a los cuales lus regularidades estructurales asi aisladas toro~ una hll'lna concreta paTa los individuos de tal o cual soc1edad. \hora bien. lejos de ser contradictorios, ambos puntos de

Vl tlla son al contrario, complementarios, en cuanto el se· ~·un do es' indispensable para convalidar las hipótesis del pr1mero y garantizar que, en un nivel tácito, los modelos

IJ Lo testimonia su polémtCil con David ~laybury-Lcwi.J; so~re los~¡~. tnuws dualistas: cua ndo esto le reprocha que los modelos d1.agramatl· .,1 de In estructura espacial y social de los bororos y los wmnebagos l'"' él propone están muy alejados de la codüicación_ que las prop.•a~ PO· lthtcioncs en cuestión hacen do In organización duaLista de sus bab1tats

us dtvlSioncs mtcrnns. Lévi-Strauss le responde que el prop6SJto del ,11111lis1s estructural no es aprehender las relaciones sociales tal como ,, manifiestan en e l plano empírico, sino comprenderlas med1ante la

, unstrucaón de modelos ad lloc cuya mampulactón ~vele P"?pteda?e.s

1111 d1rcctamcnte obsctvablcs de esas mlSmns rclac1oncs. Vease LevJ· Birnuss (1973), capitulo 6.

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resultan Les so verifiquen en la manorn on que la gente or ganiza su experiencia. Lévi-Strauss no disentiría, sin du da, pero en él la necesidad de esa segunda fase no se ex­presa tanto a través de análisis circunstanciados, sino por una convicción muy general de que hay una dimensión rl•• la actividad humana en que una investigación de cstu naturaleza es legitima. Esto es, al menos, lo que induce" pensar un conocido pasaje de El pensamiento salvaje:

«El mal'Xismo -si no ol propio Marx- razonó con demasía da frecuencia como si las prácticas derivaran inmediata m en te. de la praxis. Sin cuestionar la indiscu tibie prin1acíu de Las tnfraestructuras, nosotros creemos que entre praxis y prácticas se intercala siempre un mediador. que es el csquc· m a conceptual mediante cuya intervención u na materü1 y una forma, desprovistas tanto una como la otra do existencia independiente, se realizan como estructura, es decir, como seres a la vez empíricos e intehgtb1es>l.13

Si ponemos entre paréntesis una distinción en extremo sustantiva entre infraestructUl·a y superestructura, debe­mos decir que Lévi-Stra uss traza aquí las grandes líneas de un proyecto antropológico de radical novedad, pero un proyect~ que uo llevó a su término, pues lo embargaba la urgencia de fu nclar la validez metodológica del conoci­miento de las realidades huma11as por medio de estructu­ras inteligibles, en detrimento de una mejor comprensión de las condiciones de su existencia concreta.

¿En qué consiste ese «esquema conceptual>' que es pre­suntamente la clave de la articulación entre lo inteligible Y lo empÍJ·ico? Lévi-Strauss utiliza aqu1 esta noción en un sentido filosófico bastante vago, derivado, sin lugar a du­das, de la teoría kantiana del esquematismo trascenden­tal, entendida como método para pensar la relación entre el concepto y el objeto concreto al cual se aplica. Podemos imaginar que Lévi-Strauss, al valerse de esa expresión, apunta a las propiedades mediadoras, sintéticas y diná­micas del esquematismo trascendental, sin admitir pese a ello la definició n restrictiva quo le da Kant. Su concepción está probablemente más cerca de la de Piaget, también de

!3 Lévi-Strauss ( l962a). pág. 173.

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11 puución knnWann, paro qu1en ~1 esquema es una repre· llllu'u'm tnt.cma de una clase do s ituaciones que permi-

1 tt ulurgnn is mo actuar de manera coherente y coordina­l t , 111 111 vez que se enfrenta a situaciones análogas. Sin 11il• 1qro. si bien Lévi-Str auss examinó las traducciones t t 1 i111c·Jonales supuestas de a lgunos de esos esquemas

I••HI urantes, fue poco explicito en cuanto a su identi-1 ul v u modo de funcionamiento, salvo para aclarar que

1111 ""'han coincidir con el sistema general de nuestras 11t 1111, que sólo un loco -decla- podría aspirar a inventa­

ti t 11 forma exhaustiva. L4 No se puede tomar a la ligera '"', ulvcrtencia semejante, y por eso mi ambición es más '"' uruda. En efecto, este libro se basa en la apuesta de 1"' ., posible sacar a la luz unos esquemas ele~entales 11 lt prácllca y levantar una carLografía sumarla de su 11 11 ilalClÓn y sus ordenamientos. Ahora bien, una empre·

.1, t•sta naturaleza sólo es justificable a condición de es­lit, llu·nr los mecanismos medianle los cuales se estima ' '" , tcrlas esLruct.uras organizan los usos y las costum­'", , ~111 abandonar, empero, la hipótesis de que la diver·

.. lud de las relaciones con el mundo y con los otros se 111• ''"a un análisis en términos de combinaciones finitas.

1•:1 Haber de lo familiar

Ln tarea de comprender cómo unos modelos de rela· , 11111 y comportamiento pueden orientar las prácticas sin t1lu111r a la conciencia es hoy menos extr·aordinaria, debi­

.¡,1 u los conocimientos adquiridos en materia de inleligibi· lul~el de Jos procesos de inferencia y de rivación a nalógica 1¡111 J(Obiernan la construcción de los esquemas mentales. F ll'J mismos conocimientos son el resultado de un cambio .J, ¡u•rs pectiva en el estudio de la cognición bUlDana, que lit vu a interesarse en las dimensiones no lingüísticas de IH 1Ulquisición, la puesta en acción y la tra nsmisión del sa· lu 1, en contraste con una etapa anterio1· en que el conoci­lllll'llto se enfocaba, en esencia, como un sistema de pro· po••lciones explicitas organizado con arreglo a la lógica se­( u••ncial propia de los lenguajes naturales o los progra-

11 /bu/..

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mas informáticos. AJ1ora bien. Cl:>e modelo proponía unn repre~entación poco satisfactoria del proceso mental Qlll'

perrrute reconocer ciertos objetos e incluirlos ipso {acto l•n una clase taxonómica. En el estudio de los conceptm• clasificatorios se produjo, entonces, un acercamiento 11 una posición inspixada en la psicología de la Gestalt st•· gún La cual es necesario aprehender dichos concepto~ co mo configuraciones globales de rasgos característicos no como listas descomponibles de atributos cuyas deñni~io nes necesarias y suficientes se han apxendido previamen te. A raíz de los trabajos de Eleonor Rosch. hoy se admitt• que muchos conceptos clasificatorios se forman con rt!· ferencia a «prototipos)), que condensan en una red de re presentaciones asociadas conjuntos de casos particularcR que exhiben un <<aire de fami lia)). 15 De tal modo, el con· cepto de una casa no se elabora a partir de una lista dt• rasgos específicos -un techo, paredes, puertas y venta· nas, etc.- cuya presencia se deba verificar para tener ln certeza de que el objeto ante e l cual estamos es efectivn­mente una casa. De ser así, nos costada mucho identifica r como casa un edificio desprovisto de paredes o una ruinn cuyo techo hubiese desaparecido.16 Si no vacilamos en lla· mar <<casa» a un íglú, una vivienda troglodita o una yur· ta, * es porque determinamos en un santiamén su confor· midad con un conjunto flexible y no fo rmulado de atribu­tos, ninguno de los cuales es esencial para el juicio clasifi· ca torio pero todos ellos están Ligados por una representa· ción esquemática de aquello a lo cual una casa típica debe ajustarse. Lejos de ser descomponibles en series de definí· ciones como las proporcionadas por un diccionario, lo11 conceptos clas ificatorios se fundan, por lo tanto, en frag­mentos de un saber tácito referido a las propiedades que nuestro conocimiento teórico y práctico del mundo nos induce a adjudicar a los objetos a que remiten dichos con· ceptos, guiándonos en ello por nuestra experiencia acerca de ciertas expresiones concretas de esos objetos que nos parecen los mejores representantes de la clase a la que pertenecen.

16 Rosch (1973 y 1978). 10 Ejemplo tomado de Maunce Bloch (1998). pág. 5. • Tienda de campaña de los mongoles (N. del T.)

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1 1 tmpo rt.a ncia de los aspectoR no lingüísticos de la •1 11111Ón también ha sido señalada por los estudios, cada 1 11u'u1 numerosos, que se dedican al aprenclizaje de las

11 ¡' ''"ludes prácticas, ya suponga n estas un saber técnico 1'' ••tnllzndo, ya la realización maquinal de tareas coti·

111111111 17 Operaciones tan triviales como conducir un au­lt111¡11vll o preparat una comida no movilizan tanto conoci-11111 11 t 1111 exp licitos organiza bies en proposiciones, sin o 1111•1 l'ombinación de aptitudes motrices adquiridas y de , J1: p1 rioncias dive1·sas sintetizadas en una competencia: 1" ~~~· .. cll•n más del «saber cómo» que del <<saber que».18 La 1" 1 nnalza del manejo de un auto también se hace, claro

' ·' por la palabra, y se puede aprender a cocinar en los lllu 11 de recetas o siguiendo las instrucciones consigna­'' •·n los envases de los comesltbles. Empero, en esos ~1111111 os, como en todos aquellos en que interviene un sa­ln , práctico, una tarea sólo puede ejecutarse co n rapidez ~ 1•lwncia cuando los conocimientos ttansmitidos por me· 1l111 ch1l lenguaje, oral o escrito, se adquieren como un re­llo 111 y no de forma reflexiva, como un encadenamiento de 1tlllumatismos y no como una lista de operaciones que de­lu 11 t•fectuarse. Sea cualfuere el papel que haya cumplido lt mt.'diación lingüística en su instauración. ese tipo de ••1111pclencia exige, de hecho, una retirada del lenguaje 1""" que sea eficaz, esto es, para que aquel que la posee l••tJI'fl realizar rápidamente y con seguxidad una tarea en l 1 llll\ 1 algunos parámetros difieren de los observados an· 1111 en situaciones comparables. Esa flexibilidad parece t u dtC'IH que uno no llega a ser hábil en una actividad prác­t 1111 pot·que recuerda casos particulares ya experimenta· olll . ()secuencias de instrucciones que pueden t·elacionar­lil ron ellos, sino porque ha desarrollado un esquema cog· uil• vo especializado, capaz de adaptarse a una familia de 1 •ll Pns emparentadas y cuya activación no intencional es l tthutaria de cierto tipo de situación.

Algunos de esos esquemas prácticos tardan más que "' t'UR en establecerse, a causa de la cantidad de informa· 1 1111\t!S dispares que deben organizar. La caza es u n buen

17 \'canse. por ejemplo, Gibson e lngold ( 199::1) , y Lave y Wenger 1111!11 ).

'"Vare la. Rosch y Thompson (1993), pég. 208.

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ejemplo de ello. Los achuares dicen que uno sólo se con v~erte en buen cazadot· al llegar a la madurez, es decir, Yll b1en entrada la treintena; cálculos sistemáticos confir man esta afirmación: siempre son Jos hombres de mál:l di'! cuarenta años los que vuelven de la cacería con más pr••

19 s· b sas. 111 em argo, cualquier adolescente cuenta ya con u~ sa~~r naturalista y una destreza técnica dignos de ad mtrac1on. Es capaz, por ejemplo, de identificar visualmen t~ varios centenares de pájaros, imitar su canto y descri bu ~us ~~stu,mbres y su hábitat; sabe reconocer una pistn con ~ndicws l~llllos, tal como una mariposa que revolotfln al p1e de un arbol, atraída por la orina todavía fresca do un mono que ha pasado por allí; y puede -fui varias vecl'll testigo de la experiencia-lanzar un dardo con una cerbn · tana.y acertarle a una papaya ubicada a cien pasos de dis tanela. Ahora bien, tendrán que pasar aún unos vei nto años antes de que tenga la certeza de volvel' con animaJos luego de cada salida de caza. ¿Qué aprende exactamentu e~ ese lapso como para marcar una diferencia? Completn, s111 duda, su saber etológico y su conocimiento de las in· terdependencias ecosistémicas, pero lo esencial de su ex· periencia consiste, probablemente, en una aptitud cada vez más acabada para interconectar w1a multitud de in· formaciones heterogéneas, estructttradas de tal maneru que permiten dar una respuesta eficaz e inmediata a cual· quie: tipo d~ si~uación. Esos automatismos incorporados son 1~prescrnd1bles para la caza, en la cual la rapidez de reaccwn es la clave del éxito, y también se pueden trans· P.oner a la guel'l'a, que exige de un achuar la misma segu­rldad en el desciframiento de las huellas y la misma ra­pidez,de juicio. Sobre la naturaleza de esta aptitud, en la que solo ~1 efecto es m~nsurable, quien no es cazador que­da reduc1do a las conJeturas, pues el lenguaje no puede expresar de manera adecuada casi nada de todo ello.

Sin em.bargo, desde la época en que Kant decía que el esquemat1smo del entendimiento era «un at·te oculto en las profundidades del alma humana, cuyo verdadero me­canismo siempre será difícil arrancar a la naturaleza» 20

se han registrado algunos p1·ogresos en la comprensión de m Descola (1986), págs. 301·6. 2° Kant (1968 (1781j), pág. 153.

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l• t•tmdiciones ma lel'iales necesarias para el ejercicio de 1111 • l'tJgnjción no proposicional. Las neurociencias nos en­

' 11111·on, on primer lugar, que el cerebro no funciona de IHIIIH'l'U tan compar timentada como lo creía la a ntigua 11 •ttlll de las facultades, y que todo proceso perceptivo y 11¡tllltvo su pone la activación en paralelo de redes neuro·

uul•• 1 distribuidas en el sistema nervioso, redes cuya esta· lttiiiiii'ÍÓn y diferenciación se produce poco a poco duran-1• los pl'imeros años de la on togénesis, en estrecha corre-1•11 lun con los estímulos recibidos del medio.21 Desde hace ti¡ "11os años, además, los modelos conexionistas elabora­ti" nn el campo de la inteligencia artificial han comenza-1111 1 ciAr p1·uebas de su eficacia, sobre todo en sus aplica­' ltllll '~ experimentales a la robótica. Contrariamente a los tunth•los clásicos que rigen la elaboración de los lenguajes 111lnrmáticos normales, los modelos conexionistas no fun-1 lunn n a partir de listas de instrucciones que permiten HIII IIUU", mediante el cálculo predicativo, una serie de "I'HI·nciones especificadas por los datos iniciales almace­wulol'l en la memoria, sino que están constituidos pm· un '""Junto de redes electrónicas cuya interconexión se es­l•tldt•ce de manera selectiva en función de la naturaleza y J,¡ ltllcnsidad de los estímulos recibidos. Esto significa que l•ll .. tlcn reconocer regularidades en su entorno y remode· lu1 , por consiguiente, su organización in terna, no a través •1•· In creación de reglas explicitas adaptadas a la regulari­llulll'cconocida, sino merced a la modificación de los um· lu tdl's de conexión entre los procesadores, a fin de que la • ltucLura del dispositivo de conocimiento refleje la es· t ttll'tura presente en el input.22 En ese carácter , son com­¡edlibles con el efecto prototípico que actúa en la forma­'""' rle los conceptos clasificatorios (a diferencia de los uulllelos secuenciales), y permiten incluso hacer inferen· • 111 plausibles acerca de la reconstitución de estructuras Hlrll'mas dadas de manera incompleta en el input, al estilo •l••l t·cconocimiento de las figuras en la psicologia de la

11 Sobre el papal de la epigénesis en la estabilización de las t·edes u• urunules, véase Changeux (1983); en Edelman (1987) se encontrará •11111 tcoria evolucionista de la estabilización filogenética.

llay buenas sintesis de los modelos conexionislas en Becbtel y ~ltt11hnmsen (1991), y QuinJan (1991).

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G 23 . esta! t. Para t.ermtnru·, au n cuando los modelos concxw nistas se aproximen aJ ideal de la tabula rasa -una crl tica que les dirigen los partidarios de la cognición mu dular, para los cuales buena parte del saber es innato . no excluyen, en principio, la posibilidd de que al comienzo de La ontogénesis esté dado un pequeño núcleo de meen nismos especializados cuyo origen se sitúe en la evoluctón filogenética.24 En resumen, los modelos conexionista11 imitan el funcionamiento de las redes neuronales, ticnl'n capacidad de apt·endizajc, reaccionan con rapidez frente n ciertas situaciones complejas, parecen obedecer r eghtll formales sin que se haya introducido en el modelo ningu · na estipulación, y hasta generan la ilusión de un g_rado mi· nimo de intencionalidad. Todas estas pt·opiedades los hn cen similares a la cognkión humana cuando no se enfrcn· ta a la resolución de problemas proposicionales, y sobro t.odo en esas siLuaciones, tan conocidas para e l etnólogo, en que las personas parecen regular sus actos como si fu<'· ran dictados por imperativos cultut·ales que, sin embargo, no logran enunciar .

Esquematis mos

La estimulación heurística aport ada por los modeloR couexionistas, así como la multiplicación de estudios refe· ridos a la formación de los conceptos clasificatorios y el aprendizaje de los saberes técnicos, han Uevado a psicólo· gos y an tropólogos a mostrar un interés más sistemático en el pa pel de las estructuras abstractas que organiza n los conocimientos y la acción práctica sin poner en juego imágenes mentales o un saber declarativo; esas estructu· ras se reagrupan hoy bajo la denominación genérica de ccesquemas)).25 El término, de todos modos, engloba uno

29 Becbtel y Abrahomscn (1991), págs. 54·5. 2'1 Slrftuss y Qumn (1997). pá¡;s. 79·1:12. 2~ Paro la psicologiA, vénnse Mundler ( 1984), y Schan k y Abelson

(1977); paro lo antropologla, véanse Strauss y Quinn (1997); D'Andrll de (1995), Y Shore (1996). Roy D'Andrade formuJa una buena definición genet·al del esquema: «Defiuir Higo como "esquema" [schemo en ingl<!"J implica decir, de manera s1 ntéLICO, que una estructura dtstinta y ru<'r· t.emente int.erconect.ada de e lementos interpretativos puede ser activu

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rl v• r· miad La) de mecanismos de lratamiento de la infor­lllll tlllll, fo t·malizaciones de la experiencia y representa­• ttlll' ele lureas rutinarias, que se impone una breve acla· 1 11 ltlll

1 'u1w1ene, ante todo, distinguu· los esquemas cogniti-1' 1 otiSiderados universales de aquellos que proceden de

1111 , l·ompetencia cultural adquirida o de los albures de la lol lt~nn mdividual. La existencia de los primeros es aú n I•I•Hio de debate, sea porque el vínculo que suponen entre lo dntos biológicos y su interpretación conceptual o sim-11 olu" sigue siendo bastante especulativo, sea porque se ltt hn mferido a partir de experimentaciones realizadas , 11 lul'mn casi exclusiva en las sociedades industrializadas "'' ~elr•nlales. Así sucede, por ejemplo, con aquello que los 1• 1t ologos del desarrollo han llamado, de manera aproxi· lll tll lll, ccLeorías ingenuaS>I, y que tal vez seria mejor califi­' '" dt· ccosquemas atributivoS>). Se trata de núcleos de ex-1m• lutlvas concernientes al comportamiento de los objetos •l• !mundo, identificables de modo muy precoz en 1~:~ onlo· 1• •••• ts, y que guían a los njños en sus inferencias con res· 111 1 111 n las propiedades de dichos objetos. Estos esquemas Jlttlllllben a tres ámbitos: las expectaLivas relacionadas , 1111 In occión humana - la atribución de esLados internos, 1 11 , , pecialla intencíonalidad y los afectos-, las expecta· 11 \" concernientes al modo de ser de los objetos físicos

lt j.tmvedad, la permanencia de las formas o la continui­tl ul tic Las trayectorias- y, por último, en una edad más l tmlan, las expectat ivas vinculadas a la naturaleza in­'' 11 •ca de los organismos no-humanos: la animación, el t Jo •• un iento, la reproductibilidad. Casi todos los psicólogos 1 '"'lt•mporáneos coinciden en decir que esos esq uemas 1l11hutivos son universales, pero discrepan en cuanto a '" .. ~ladios y a las modalidades de su aparición y, por

1l 1 pur inputs mínimos. Un esquema es una inLerprolací6n frecuente, loll 11 "rgn1112ada, recordable, que ¡>uode hacerse sobre la baso do lndj-

111 mlnimos. que cont.iene uno o varios casos de ejemplaridad proloU· '"' '' • tJlW so resiste al cambio, et-e. Aun cuando seria más exacro hablar •l· llllrrprclaciones que poserm tal o cual g1·ado de esqllcmoticirlad, lo 1 ~· ~··nción que quiere dar e l nombre de "esquemas" a i nterpr·elncionea 1111 tull•tlle esquemáticas pet·sisLe de hecho en lo literalurn t•claetonada ,, tllu cogntcióm•: véase D'Andrade (1995), pág. 142; las bastardillas

11 1h•l 1\Ulor.

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consiguiente, acerca de su grado do innaLis mo. 26 Si seco· rr~borara La exislencia de esas «teorías ingenuas>>, ten· dnamos con ellas un saber intuitivo. no proposicional, qut.• permitiría interpretar el comportamiento de objetos Sil·

tientes con la finalidad de actuar sobre ellos, y con elJos, dt• manera eficaz.

Sin desestimar el papel que hayan cumplido evenLua · les esquemas uni versales en la formación de los juicios ontológicos, hay que convenir, no obs tante, en que son los esquemas adquiridos, en partlcular, los que despiertan tu atención de quienes se interesan en la diversidad do los usos del mundo, porque si los comportamientos humanos difieren, ello se debe en parte al efecto de esos mecams· mos. Sus diferencias entre un individuo y otro obedecen, en primer lugar, a la influencia de esquemas idiosincrási­cos, tales como los que hacen posible La realización rutina· ria de una acción - un itinerario recol'l'ido con regularidad por ejemplo- o los que estructuran los numerosos proto: coJos que cada uno de nosotl·os se forja, con el paso del tiempo, para ordenar secuencias de tareas cotidianas. Ni siquiera es ilegítuno pensar que el inconsciente freudia no

~0 A' S C s1, usan arey adopta uno pos1c1ón neoepigenéLicn aJ postular que las prop1edades atribuidas de manera implícita a los orgarusmos no·humanos se construyen poco 11 poco, por dtferenciación con respecto o las propiedades atribuidas alas personas. mientras que rranck l<eil s upone que de ent.rada se dan ciertos «modos de conceptualizactón" (modes of COTlSirual) del entorno - rnecárucos, mtcncionales, teleológi· cos, funcionales, etc.- que están en e l origen de la formactón de laR «teorías ingenuas;•; véonse Carey (1985); Cm·ey y Spelke {l 994). y Kell ( 1 9~<1 Y 1989). Señalemos que la eventual eXJSlencia de categorías onlo· lógtcas como las de <(personllll, wartefacto>• u «objeto natural», ya sea n u~ natas o se adquieran en los primeros años dol desarrollo. no implica, s m embargo, en caso de que fuese necesario confirmar su univorsall· dad, una unive rsalidad de la separaciÓn ontológ¡ca emre cultura y na· Lur~leza o humanos y no-humanos En efecto. las proptedades esque· mauzadas por esas categorías so activan en situae~ones particulares. o menudo de tipo experimental, y coexisten muy bten con creencias con· t raimuitivas acerca del comportamiento atribu1do a cienos II\Jembros de esas categorías. Así, la posible universalidad de un esquema a tribu· tivo que permite distmguir Intuitivamente a los humanos de los anima· les no impide, en modo alguno, a los dorzés de Etiopía (para tomar un ejemplo dado por Dan Spe rber) afirmar con toda buena fe que e lleopar· do respeta aJ pie de la letra los períodos de ayuno prescnptos por el ca· lendario copto, o que hay humanos que a la noche se transforman en hombres·luenas; véase Sperber (1974), págs. 141·2.

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qu 111 n cslo tipo do procud11nionto en un nivel sin duda lu 11 prorundo, habida cuenta de que, al ser producto de llll 1 lufllorin singular, genera, canalJza y organiza de ma· "' 111 no mLencionaJ unas estructuras de afectos y de rela· ln111., con los otros cuya objolivaci6n verbal, siempre in· 111 tnclona, exige, como se sabe, un trabajoso alumbra·

1111· 1110 De todos modos, los esquemas colectivos intere· ¡¡ ''' "11 mayor grado a los etnólogos. pues constituyen uno 1l• lu 1 principales medios de construir significaciones cul· 1n 11dPs compartidas. Podemos definirlos como disposi· 1111111'!'1 psíquicas, sensoriomotrices y emocionales, interio· 11 111 l11s gt·acias a la experiencia adquirida en un medio " "' 1 d dudo, que posibilitan el ejercicio de al menos tres "'"'~de competencia: en primer término, estructural· en ¡,, 111L1 selectiva el flujo do la percepción, otorgando una

1,,, ponderancia significativa a ciertos rasgos y procesos , 1, Prvables en el entorno; en segundo término, organizar 1 1111u la actiVldad práctica como la expresión del pensa­""' nlo y las emociones de acuerdo con guiones relativa­"'' nl c estandarizados; por último, suministrar un marco 1'•11 1 1nLerpretaciones típicas de comportamientos o acon· '"'"nieolos, interpretaciones admisibles y comunicables lo nt t·o de la comunidad en que los hábitos de vida traduci· ''" por ellas se aceptan como normales.

I•:Aos esquemas colectivos pueden ser ora no reflexivos, "' .t t•xplicitables, es decir, susceptibles de ser formulados ti• uwnera más o menos sintética como modelos vernácu­lr• por· quienes .los ponen en práctica. En efecto, un mode· t .. r·ultural no siempre puede reducirse a encadenamien· ll• de reglas proposicionales simples como: <<Si x pertene· , , 1 tal clase de parientes e y a tal otra, entonces, pueden 111 110 pueden) casarse». Muchos de ellos no se transmiten , ""'o un cuerpo de preceptos, sino que son interiorizados "'" que se los inculque especialmente, lo cual no obs ta a '~"''sean objetivables con cierto grado de esquematicidad e 11 1ndo las circunstancias así lo exijan. Es lo que sucede, uhrc todo, con los usos del espacio. un dominio de la vida

tul• cti.va que toda sociedad codiftca en mayor o menor me· tl11l 1 sin que ese código, no obstante, se presente a la expe· , 11 ncia individual como un repertorio de normas que de· lu•n aplicarse conscientemente. En muchas regiones del m11nd o, la organización de la casa constituye \In buen

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ej~mplo -~e ese tipo de esquemus no proposicionales: tlll

onentacwn, s u estructura, las etapas de su construcciéln ~· en especial, las mod~liclades de su utilización conlif!ll ran ~ m?del? _estableCido cuyo aprendizaje se efectúa por Cam~1anzac10n progresiva con procedimientos , no 11 traves de una serie de proposiciones transmitidas en for ma explícita. No por ello es menos cierto que un observn dor siempre podrá obtener informaciones precisas sobre• la manera de ed~icar y habitar la vivienda, lo cual dt• mu~stra que s us mformantes son capaces de exponer cun clandad las grandes líneas del modelo esquemático qu(\ guía su práctica. 27

En ~ont~aste, los esquemas no reflexivos no asoman 11 la conC1enc1a, por lo_ cual debemos inferir su existencia y su manera de orgarnzar el saber y la experiencia a partir de sus meros efectos. El célebre artículo de Mauss acer('ll de las técnicas del cuerpo, así como los estudios realizadoR P?r Bow·dieu y s us discípulos sobre diferentes tipos de ¡,0 .

bLtus, han hech? sumamente conocida esa clase de esqu0 .

m a en la actualidad, de modo que es innecesario demorar· d o 1 28 se en ar e)emp os.. Cabe señalm·, no obstante, que ¡011

~s~ue~~s no reflexivos son relativamente reacios a la oh­JetlvaciOn. En efecto, su grado de cohesión y de presencio en la conciencia es función , a la vez, de los domülios es­tructUl"ado~ por ellos -sobre todo, de la posibilidad de d~· legar en obJetos, lugares o secuencias de acci.ón una parto ~e lo~ automatismos que ponen en marcha- y de las mo­t1vac1ones, e l estado emocional y la capacidad de intros· pección Y análisis de los individuos que los utilizan. Por Jo tanto,_la disti11ción entre modelo objetiva ble y esquema no r~fle~vo debe _ser matizada, pues depende mucho de Jns sltuac10nes. Así, la perspectiva a rtificial es, al mismo ti e m· po, un ~odelo cultural erudito y una «fo1·ma simbólica» que gob1erna nuestra percepción. Constituye el objeto de trata~os, se la enseña en la escuela y su historia es conocí· da. Sm embargo, movilizamos apenas ese tipo de saber e~p~ícito cuando miramos un cuad!·o. pues lo hemos inte· rwnzado como un esquema visual de manera tan profun-

27 Vé~se el célebre aná lisiS que Pierre Bourdie u (1972) dedica a la casa cabila o. en un contexto cultural muy distinto, mi exa me n de lo casa achuar (Descola, 1986, ca pítulo 4).

21l Bow·dieu (1979). y Mauss (1935).

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1 1 t¡llll las representaciones que no se ajustan a él nos pa-11 ' ''"· intuitivamente, ya sea extravagantes o torpes, ya

1 11 ldt•nLificables con estilos figurativos que ignoran las "~o~lrt H cl o la perspectiva o han querido liberarse de ellas. l'tll 111ndidura, los esquemas no reflexivos se manifiestan

11 IHt•u lfls muy diferentes. Algunos son sumamente temá· U•uK y se adaptan a una gran variedad de situaciones, r•tH ttlrus que ot1·os sólo se activan en circunstancias muy

I" 'I'Íu les. Los primeros se denominarán «esquemas inte­t•Hiot'cS>>, y los segundos, «esquemas especializadoS>>.

ll n1-1pecto de la existencia de los esquemas especializa­¡,, <'ntre otros, la composición perspectiva o las di.fe· u 111t •11 clases de habilu.s constituyen algunos ejemplos­¡, t\ Hlllplio consenso: forman la trama de nuestra vida co­lltllltttn , en cuanto organizan la mayor parte de nuestras ''' Ítiii!'S, desde las técnicas del cuerpo o los guiones de ex-1•', !(m de las emociones hasta el uso de los estereotipos 1 ttllum Les y la formación de los juicios clasificatorios. Los 1 •upt1111IaS integradores son dispositivos más complejos, 111 1 u su comp1·ensión es crucial para la antropología, por­ljillt lodo induce a pensar que su función mediadora con­'' ll tllye en gran medida a que cada uno de nosotros sienta tjlltt 1 iene en común con otros individuos una misma cultu-1•1 v u na misma cosmología. Se los puede definir como es­llttd 11ras cognitivas generadoras de inferencias, dotadas ,¡, 1111 ulto grado de abstracción, distribuidas con regulari­,¡,¡1( dentro de colectividades de dimensión variable, y que 1111 I{UI'an la compatibilidad entre familias de esquemas 1 Jli 'c'ializados y permiten, a la vez, generar otras por in­dttt·c·ión. Esos esquemas no se interiorizan por medio de 111111 inculcación sistemática y no permanecen en el cielo ,¡, ln s ideas en espera de que la conciencia los capte: se • llllf( l.ruyen poco a poco y con características idénticas, de­lttdn n que diferentes conjuntos de individuos atraviesan 1 pt•t·icncias comparables, en un proceso facilitado por la '"JIIII'licipación en una lengua común y la r elativa homo­"' '""idad de los métodos de socialización de los niños en el

, 11 0 de un grupo social determinado.29 En realidad, la

1 l~ •l BllS propiedades esenciales, l.os esq uemas mtegradores exhibe n 111ttrhn11 semejanzas con lo que Bradd Shot·c llama (owtda,t iona f sch e· 11111 (Shore, 1996, págs. 53-4). Se distinguen de ellos, empero, en dos

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aLracción que en muchos etnólogos dcspiCrla el estudio d(• poblaciones lejanas y l'elativamente aiSladas no es, en mo· do alguno, testi monio de una nostalgia por la autenticidad o de la obsesión por una imposible pureza cultural sino más s implemente, prueba de que los esquemas qu~ inle: gran las prácticas colectivas, o al menos sus efectos de su­perficie, son más fáciles de discernir alli donde, aJ ser Jos contacto_s co_n el ~xterior menos intensos y estar los pobla­dores mas clisemmados, el registro de las interpretaciones al ~canee de cada uno se halla limitado por la homoge­nrudud de los aprendizajes y las condiciones de vida.

¿Cómo detectar, si no es a través de vagas intuiciones esos esquemas integradores que imprimen su marca e~ las actitudes y las prácticas de una colectividad, de mane­ra tal que esta se ofrece al observador con un ca rácter in­mediatamente distintivo? Sin anticipar demasiado el con­tenido de Jos próximos capítulos, que profundizarán en la cuestión, es posible sugerir ya mismo una t·espuesta: de­ben considet·arse dominantes los esquemas que se activan en la mayor cantidad de situaciones, tanto en el trato de Jos humanos como en el de los no-humanos, y que subordi­nan los otros esquemas a su lógica propia, al despojarlos de gran parte de su orientación primaria. TaJ vez era un me:anismo semejante el que André-Georges Haud.ricourt Lerua presente cuando distinguía esas dos formas de ((tra­~a~ento de la naturaleza y de los otros» que son la acción m~ecta negativa y la acción directa positiva.30 Ejem­plificada por el cultivo del ñame en Melanesia o el cultivo del arroz bajo riego en Asia, la acción indüecta negativa

aspectos, mencionados aquí al pasar y que explicitaremos más adelan· te. En primer lugar, los formdatro11al sellemos caractcnzan, en particu­lar, ~~dos de orgamzaaión deJ espacio o de reparto en el espacio. a l me­n~s SI ~~zgamos do acuerdo con los ejemplos dados por Shore -la dis­tnbucton modular propia de las instituciones norteamericanas, e l co_nt:raste entre el centro y la periferia en Samoa, o los itinerarios del «tiempo delsu~ña» entre los aborígenes australia nos-, a dtferencin de los e~~uemas Integradores, que estructuran, antes bien, s istemns dtt relacton. Por otra parte, Shore parece dar por descontado que cada cul· tura se define me?iante formdatronat sellemos específicos, mtentraa que Jos esquemas mtegradores. en apariencta. parlictpan en su I.Ota!J. dad de un mismo repertOrio general, dentro del cual sólo varían Jaa combJnac•onea.

30 Haudricourt (1962).

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'P''"''' n favorecer las condtctoncs de ct:cctmtcnt? del ente 11 •llll', licado gracias a l meJOt' onlcnornHmlo pos tble de su ¡11 , ·hnnmbtente, y no con un control dtrecto CJerctdo sobre

t ••u!ln planta es objeto de una a lención individualizada 1 111 cl~ que desarrolle sus potencialidades a l máximo. La

111111111 de corderos en el área mediterránea implica, al tlltlturto una acción directa positiva, pues exige un con-

1 ' "' 11 pcr:nanente con el animal, dependiente de la inter-' '" 11111 del hombre en lo que respecta a allmentos Y pro­

¡, , 1 ton: el pastor acompaña a todos lados a su t·ebaño, con· ' ''' ulo mediante el cayado y los perros; es él quien escoge ¡, pnstos y los puntos de agua, y también él quien carga 1 , 1 nus y defiende a los corderos de los depredadores. 1 t 11 diferencia de actitudes no se debe sólo a una o po­li ton entre plantas domesticadas y animales doméstic~s.

1 ol l ··l'ccto, el tratamiento de los cereales en Europa CXlge ¡ 1111 .mo tipo de acción directa positiva que la crianza del

!itlch•ro, pues consiste en una serie de operaciones coercí· ''~" que se aplican en forma colectiva a las plantas: en 1 nnt rnste con la «amistad respetuosa,, de que es obJeto , '"'' i'irune: en los inicios de la agricultura, al menos, Las fi • m tilas diseminadas al voleo eran enterradas por el piso­!• ,, ti •1 rebaño, que también servia para trillar los granos ,¡, pués de una t·ecolección bruta mediante an·anque o _ase­lt ctlura . A la inversa, no todas las formas de ganaderta se 1 nt•ucterizan por una acción directa posWva; por ej~m?l?. , 11 lus campos indochinos. los búfalos quedan en prmciplo ,, 1•11 rgo de niños que son incapaces de protegerlos d? los 11 u¡ues de los t igr es, y es la ma~~da la qu? hace _un cucu­¡,. 1·n lorno de su pequei1o <~guardtam, para tmpedu· que las ll••t· 1s se apoderen de éL

\juicio de Haudricourt, la oposición_ e_ntre la a~<;ión in· tht t•cla negativa y la acción dll·ecta pos1tiva tambten pue­''" pcrcibirse en los comportamientos con respecto a _los lu11nanos. En el Cercano Oriente y en Europa predomma ""ll menta lidad directriz claramente ilustrada por la an ­tiquísima constante de la filosofía política qu~ h_ace del 11111•n pastor el ideal del soberano: tanto en la B1blia como 1 11 AristóLeles, el jefe manda a sus súbditos concebidos co­muun cuerpo colectivo, los guía e interviene directamente , 11 t~u destino. así como lo hace el Dios único con el pueblo ,11• los fieles. En Oceanía y en el Lejano Oriente, en cam·

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atracción que on muchos etnólogos di'<Jpio t"lu el estudio !In poblaciones lejanas y relativament.e atsladas no es. en nm do alguno, testimonio de una nostalgia por la autenltc1dnd o de la obsesión pot· una imposible pureza cultura l, sinu, más simplemente, prueba de que Los esquemas que tnt11

gran las prácticas colectivas, o al menos sus efecLos de ~<U perficie, son más fáciles de discernir alli donde, al ser lo• contactos con el exterior menos intensos y estar los pobln dores más diseminados, el1·egistro de las interpretaciom•• al alcance de cada uno se halla limitado por la homog<> neidad de los aprendizajes y las condiciones de vida.

¿Cómo detectar, si no es a través de vagas intuiciont'"• esos esquemas integradores que imprimen su ma rca t•n las actitudes y Las prácticas de una colectividad, de ma m• ra tal que esta se ofrece al observador con un cat·áctor in mediatamente distintivo? Sin anticipar demasiado ol con tenido de los próximos capítulos, que profundizarán en la cuestión, es posible sugerir ya mismo una respuesta: do· ben considerarse dominantes los esquemas que se activan en la mayor cantidad de situaciones, tanto en elt.rato do los humanos como en el de los no-humanos, y que subordi· nan Los otros esquemas a su lógica propia, a l despojarlos de gran parte de su orientación primaria. Tal vez era un mecanismo semejante el que André-Georges Haudricourt tenía presente cuando distingtúa esas dos formas de ((tra· tamiento de la natura leza y de los otros» que son la acción indirecta negativa y la acción directa positiva.30 Ejem· plificada por el cultivo del ñame en Melanesia o el cultivo del arroz bajo riego en Asia, la acción indirecta negativa

aspectos, mencionados aquí al pasar y que explicitaremos más ndelan· te. En P•,mer lugar. los {outLdatwnat schemas caractertzan, en particu lar. modos de organización del espacio o de t-eparlo en el espacio. a l me· nos si juzgamos de acuerdo con los CJCmplos dados por Shore - la día· lnbuctón modular propia de las mslituciones norteamericanas, e l contraste entre el centro y la perrferia en Samoa, o los Itinerarios del <<tiempo del sueño» entre Jos aborígenes australianos-, a diferencia de los esquemas mtegradores, que estructuran, antet. b1en. s.istemns de relación. Por otra parte. Shore parece dar por descontado que cada cul· tura se define mediante (or111dationul scltcmas especificos. nucntru que los esquemas integradores. en apariencia, part1cipan en su totah· dad de un miBmo repertono genero l. dentro del cual sólo varlan 181 combmaciones.

30 Haudricourt (1962).

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•p•••tln a fovoreccr las condiciones de crecimiento del enle .lumcRt tcado gracias al mejor ordenamiento posible de su llll'dtOilmbicnLe, y no con un control directo ejercido sobre • 1 c·uda planta es objeto de una atención individualizada

ltn de que desarrolle sus potencialidades al máximo. La t' tllllZO de corderos en el área mediterránea implica, al ••llllrt~rio. una acción directa positiva, pues exige un con­' 11 tu permanente con el animal, dependiente de la ínter­'. nr1ón de] hombt·e en lo que respecta a alimentos y pro­t•·c·rtón: el pastor acompaña a todos lados a su rebaño, con­tlllt' ldo mediante el cayado y los perros; es él quien escoge ltt pAstos y los puntos de agua, y también él qtúcn carga lt crías y defiende a los corderos de los depredadores. 1•: ta diferencia de actitudes no se debe sólo a unR opo­n•uÓil entre plantas domesticadas y animales domésticos. l•.n efecto, el tratamiento de los cereales en Etu·opa exige • lrmsmo tipo de acción directa positiva que la crianza del •llrdeL·o, pues consiste en una serie de operaciones coerci­ltvns que se aplican en forma colectiva a las plantas, en •untraste con la Mmistad resl)etuosa>' de que es objeto ,•udo ñame: en los inicios de la agricultura, al menos, las ••rnillas diseminadas aJ voleo eran enterradas por el piso-

11 o del rebaño, que también ser.-v:ía para trillar los granos dPspués de una recolección bruta mediante an anque o ase­rradut·a. A la inversa, no todas las formas de ganadería se , nracterizan por una acción directa positiva; por ejemplo, , 11 los campos inclochinos, los búfalos quedan en principio u cargo de niños que son incapaces de protegerlos de Jos 1tlaques de los tigres, y es la manada la que hace un círcu­lo en torno de su pequeño ((gua rdián)) para impedir que las Iteras se apoderen de éL

A juicio de Haudricomt, la oposición entre la acción in­dtr·ecta negativa y la acción directa positiva también pue­de percibirse en los comportamientos con respecto a los huma nos. En el Cercano Oriente y en Emopa predomina 11na mentalidad directriz claramente ilustrada por la an­ltquísima constant.e de la filosofía politica que hace del huen pastor el ideal del soberano: tanto en la Biblia como l'n Aristóteles, el jefe manda a sus súbditos concebidos co­mo u n cuerpo colectivo. los guía e interviene directamente ••n su destino, así como lo hace el Dios único con el pueblo de los fieles. En Oceanía y en el Lejano Onente, en cam-

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bio, prevalece una actalutlnu an tcrvcncaonisla en ~llrntn miento de los humanos. Reconocable en los preceptos clt•l buen gobierno vehiculizados por los clásicos chinos confu danos (en los que suelen emplearse metáforas vogobdl'a para representar a los hombres), esa disposición a la con ciliación y la búsqueda del consenso también está prest•n te en el modus operan.di de los cacicazgos melanesios: t•l jefe no ordena, pero se esfuerza por traducir en sus actua la voluntad general de la comunidad, respecto de la cua l '11' ha informado en las conversaciones con cada uno de sua integrantes.

Sin duda, la oposición no es del todo convincenlc, l'll particular en lo que se refiere al trato de los humanos: lna áreas que abarca son muy amplias, y numerosos los ejcm plos en contrario que podrían mencionarse, sobre todo t•n los casos de Asia y Oceanía. Empero, el problema no t•a ese. pues si el artículo de Haudricourt. do contundentet brevedad, despierta desde su aparición tamaño interés, ('1

porque alerta sobre la eventualidad de que csqucmn11 idénticos y muy generales puedan activar el comportn miento de los humanos en sus relaciones con entidadt•• concebidas dul'ante mucho tiempo como inscriptas en t.'M

feras ontológicas completamente diferentes. Cabria imn ginar, entonces, que la acción sobro organismos está es tructurada por principios similares dentro de graodl•l áreas unificadas de prácticas técnicas y sociales, sin no· cesidad de plantear la cuestión previa de una discrimina• ción de dichos organismos según sean o no sean humano• Haudricotll't, en efecto, tiene la precaución de hablar de «correspondencias entre tratamiento de la naturaleza y tratamiento de los otros)). con lo cual no prejuzga en modo a lguno con t·especto a la fuente en la que esos esquemn1 de acción se alimentan. No se trata aquí, por tanto, 1Ú de una proyección de las relaciones entre humanos sobre laa relaciones con los no·humanos, ni de una ex-tensión a loa primeros de la actitud hacia los segundos, sino, a dec1r verdad, de una homologia de los principios rectores que se aplican en las relaciones con dos conjuntos de existente• difíciles de disociar desde el punto de vista do los compor· tamientos provocados por ellos.

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1 )tft t·cnciación, cslabiliznción, onalogias

l.n exposición de los esquemas de la práctica propios de llttt cm~lomerado humano no es, sin embargo, cosa fácil. No

1 d (¡jpone para ello de los corpus constituidos que la a n­ltl tpologia estructm:al había tomado como materia de sus 111 .ln¡;íos, esas nomenclaturas de parentesco, reglas de tl1unza y residencia, mitos o clasificaciones totémicas for­utttlndns en enunciados consensuales, y cuya recopilación 111 t u menos estandarizada por los observadores propor­' 1111111ba un criterio útil para la comparación. La esquemati-lil ión que un grupo humano hace de su experiencia no se

111 •••t n a descripciones tan simples; puede descubrírsela, 1 11 c'tl't·to, en los estudios etnográficos, pero hay que ser "I'IIZ de revelarla a partir de indicios dispares e identifi­

' 11 us principios operativos sin dejarse cegar por codifi· ''"aunes ostensibles. Discernimos esa esquematización en l11 liSOS, más que en los preceptos que los justifican; en las tld iludes hacia los parientes, por ejemplo, al igual que en In r •glas de parentesco; en los dispositivos rituales y en 1.. t a pos de situaciones interaccionales que estos introdu-11 11, tanto como en la letra de los mitos o en las fórmulas 'll llrdes; y en las técnicas del cuerpo, las formas del apren­tl~tuje o de utilización del espacio, a l igual que en las teo-111111 de la ontogénesis, los tabítes o la geografía de los si­l he sagrados.

Consolidados durante los ai1os formativos, los esque­ttlll tl de la práctica permiten adaptarse a situaciones iné­clcloc fl que se percibirán como casos particulares de situa­' anncs ya conocidas. A semejanza de todos los hábitos pre-111/lllente adquiridos, los esquemas no son, entonces, re­lelltt\a<.los, sino más bien reforzados por la experiencia. B:n 1 landividuo, esa persistencia podría explicarse en parte por 1 1 pnpel desempeñado por los afectos en el proceso de es­•tlll •ma tización: el estudio de los mecanismos nem·oquími-1•' ele la memoria parece indicar que una emoción intensa

ll 'lcltada por un acontecimiento contribuye a reforzar las • toncxiones neuronales activadas por su aprehensión, es­l•lllllizando asi las asociaciones de conceptos y perceptos •tlll' dicho acontecimiento induce.31 Se comprenderá, a la

11 Véase. por ejemplo, SqUJ.re (1987). púgs. 39·65.

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sazón, que la integración de la experiencia en esquemuH duraderos se efectúa sobre todo en circunstancias que fo· calizan la atención, porque se destacan sobre la rulinu cotidiana al poner su marca en los sentimientos e incl uso en los cuet·pos. Ello no sorprenderá a los antropólogos qm• saben con qué eficacia los ritos, especialmente los de ini­ciación, permiten, en su juego con lo inesperado, lo pa ro · dójico ~ la movilización de las pasiones, transmitir y r€.' · producir normas de compor·tamiento y modelos de relo· ción. Los ritos constituyen, pues, indicios preciosos de la manera en que una colectividad concibe y organiza su re­lación con el mundo y con los ott"Os. no sólo porque revela n e.n _forma condensada esquemas de interacción y prin· ctptos de estructuración de la praxis más difusos en la vi· da corriente, sino también porque brmdan el incentivo de una garantía de que las interpretaciones que el analista plantee a su respecto han de tropezar, asimismo, con la experiencia vivida de quienes encuentran en ellos UJ1 mar· co propicio para la interiorización de los modelos de ac· c_ió_n. Además, tal como nos lo han enseñado el psicoaná· üsts Y la novela, el papel que desempeñanlos afectos en la estabilización de los esquemas no sólo se manifiesta en los contextos rituales: todo acontecimiento notable por las emociones que genera contribuye en forma vigorosa al aprendizaje y al refuerzo de los modelos de relación e in· teracción.

Persiste un interrogante do magnitud, que a menudo se le planteó al estructuralismo: ¿Cómo asegurat·se de que la «acción directa positiva>> o la «acción indirecta negati· va>> - pero también la reciprocidad, la jerarquía o cual­q.uier otro esquema al que se co nsidere parte de las prác­trcas-sean algo más y diferente que una categoria ad ltoc construida por el observador para satisfacer las necesida­des de la descripción y eJ análisis? Pues muy bien podría suceder que tipos de comportamiento o de interacción que presenten cierta familiaridad, a escala de un individuo o una colectividad, sean producidos por imitación recíproca en una cadena de analogías, como pretendía Gabriel Tar· de, en vez de derivar de un esquema preexistente cuya realidad ontológica sigue siendo difícil de establecer. Au n­queJa cuestión, en el fondo, acaso sea irresoluble la con· vicción burda que lleva a preferir el segundo térmlno de la

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tllPrnnliva no está del todo desprovtsla de fundamentos ' JH'I'tmenLales. En efecto, algunos trabajos de psicología • ·•~ naltva referidos al razonamiento analógico muestran 11111• el reconocimiento de similitudes resulta mucho más ¡•ncillo cuando procede por inducción a partir de un es­

IJII(•mo ya existente -o con.stnúdo en el momento por eli· •n•nnción de las diferencias- que cuando se desarrolla 111mlumte una serie de comparaciones analíticas realiza­rln~ tét·mino a término. La inducción esquemática es rápi­.Iu y económica porque funciona como la comparación con 1111 modelo de los casos particulares que constituyen otros t tillOs ejemplos diferentes de un prototipo, en contraste '111l la búsqueda de analogías caso por caso, que requiere n•u" atención y memoria.32 Entre el razonamiento analó­ftro en situación experimental y la inducción a partir de 1 .-t¡uemas compartidos se halla, sin duda, el gran paso •tll l' sepaxa la cognición individual de las «representacio­IH•S colectivaS>>. Pero, ¿cómo negar que las segundas sólo IIIH'den tener existencia, ser transmitidas e investidas en In práctica, al nacer y diseminarse en cuerpos, experien· '•ns y cerebros siempre particularizados? Sin poner en •luda que una colectividad sea más que la suma de sus 111m ponentes, hay que ver en estos, con sus facultades unsibles y sus propiedades mentales, la sustancia diná­

IIIICa de su creatividad y su permanencia. Una buena parte del trabajo de alumbramiento de las

llüt•mas y las significaciones comunes a los miembros de unn colectividad pasa, además, por procedimientos de .!Privación analógica de lo particular a lo general y de lo ... ~neral a lo particulat·. Si se consiente en admitir que hay 111111 diferencia entre los modelos públicamente estableci­"us de comportamiento e interacción, los esquemas impli· • tl os que orientan las prácticas codificadas por esos mode­lus, y el aJbur infinito de las idiosincrasias y los aconteci­nnentos singulares, entonces, el mínimo de coherencia 'l''l' cada uno percibe en su conducta y en 1a de las perso· llliS que conoce proviene de nuestra capacidad de transpo­tiPr libremente reglas, tendencias y situaciones de uno de

ll Oick y llolyoak (L983). En Sborc ( L996), pógs. 353-6. se encontrará '""' discusión de ese trabajo, así como de los aportes de la psicología 1 1111111l1VI\ a la leo ría del esquematismo.

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esos ámbit.os a otro. El movimiento se produce en ambos sentidos, según que nuestra experiencia del mundo se or­ganice de acuerdo con paradigmas existentes o qt1 e estos resulten afectados por acontecimientos imprevistos que exijan su reforma.33 En el pl"imer tipo de inducción, por ejemplo, se puede transponer un acontecimiento concreto al modelo de referencia que permite su interpretación: es el caso clásico de u11 juicio de conformidad con respecto a una norma admitida. Se puede, además, transponer un esquema a un modelo explícito o poner de manifiesto e l primem por medio del segundo, en una operación que define por excelencia el trabajo instituyente de la humanidad, y cuya descripción y dilucidación ha sido la misión que los antropólogos se han asignado tradicionalmente. También se puede, por último, transponer directamente un esquema a una situación inédita a fin de hacerla significante o to­lerable, caso más raro, porque esa función de asimilación de la novedad corresponde, en general, a los modelos in­termedios: se recun-e a ellos en ocasión de grandes conmo­ciones colectivas, tmumas de la conquista colonial o de la emigración a tierras lejanas, cuando los parámetros habi­t uales de referencia resultan impotentes para tratar cir­cunstancias y experiencias demasiado excepcionales y es menester apelar a esquemas más profundos para hacer­les frente.

El segundo tipo de inducción -a saber: la producción de un esquema destinado a dar cabida a circunstancias in usuales- es el que contdbuye en más alto grado almo­vimiento ordenado de la historia. So produce ya sea du­rante la elaboración o modificación de un modelo insti­tuido, con el objeto de tomar en cuenta un acontecin1iento sin pt·ecedentes -es el caso más tt·ivial, que tiene una buena ejemplificación en la actividad legislativa-, ya sea cuando una situación inusitada da vida a una esqucmati­zación original por medio de la cual unos modelos especia­lizados, es decir, unos ((fragmentos de cultut·w>, so inte-

33 Es esto lo que advuuó con clar-idad llradd Shore, que para desigruu­csas dos fases utiliza conceptos tomados de Pinget: la <~asimi lación>, es la orgaruzación d<> una nuevo exper-iencia en relación con un esquema preexistente, mientras que la «acomodación,. es la trarll;formnción o la creaCión de un esquema a raiz de una nuevo expcnencin. véase S hore (1996). págs. 367-8.

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v• 1n y rccombinan en una configuración inédsta, un brico· l!1w bien conocido por los antropólogos con el nombre de ''H IIIcrctismon o «aculturación)), y del cua l se alimentan, 1"'~" ejemplo , los movimientos proféticos o milenaristas. 1• muy poco habitual, en cambio, la producción de _nue~os " quemas por transposición dtrccta de expen enctas sm·

1 u In res, pues estas son filtradas, en general, por modelos 111yn eventual inadecuación a una circunstancia fuera de 111 romún derivará en su reestructuración de acuerdo con , 1 p1·oceclimiento quo acabamos de mencionar, y no en la

uhsunción m mediata del acontecimiento en un esquema. St se admite lo preceden le, la naturaleza de la mlación

uiiii"C modelo vernáculo y modelo estructural es menos ••111gmática. Puede pensarse, en efecto, que el análisis es­lruclural, cuando se lo lleva a cabo con eficacia, muestra 111111 vía de acceso para comprender la esquematización de In c•xperiencia efectuada por los miembros de una colecli­' 1tlnd y la manera en que ella se constituye on armazón de lu !Hstemas de codificacion explíciLos a los que esos micm­hrt>s adhieren. La garantía de que el dispositivo fo rmal ··unslxuido por el analista devela ciertas características ubyaccntes del sistema socia l que él se consagra a apre­

lu•nder provendría. así, del hecho de que esas caractedsti­''lll'l no expresan tanto propiedades universales del esph-i­lu humano~. si lo hacen, lo es en un nivel muy abstrac-111 como los marcos y procedimientos de objetivación 1.sc1Los por medio de los cuales los propios actores del sis­loma oeganizan sus relaciones con el mundo y con los 11t ros. Entre el modelo, o la acción, y la estntctura , el es­quema es una in terfaz a la vez concreta, porque está in­nll·porada a individuos y se ejecuta en prácticas; particu· lnnzada, porque refleja tal o cual propiedad objetiva de llu~ 1·e laciones con l.os existentes, y además está dotada de 1111 fuerte coeficiente de abstracción, pues sólo se la descu­b1·c en sus efectos, sin que constituya, no obstante, la cma­"'lción de misteriosas entelequias del tipo inconsciente co­lc·cLivo o función simbólica.

La esquemalización de la experiencia no está, empero, libmda a la arbilral"iedad de las invenciones fortuitas Y de lu ~ circunstancias aleatorias. Estas tienen, sin duda, un p,spel en el surgimiento de los esquemas especia lizados tlt•l tipo lwbitus, cuya gran variedad es atxibuible a la di-

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versidad de los contextos hislót·tcos en los cuales opem n Empero, además de esas múltiples competencias pa tt.icu larizadas inmanentes a las prácticas, los seres huma no11 también t·ecunen a esquemas integradores más generu ­les, Y en cantidad mucho más reducida, a fl.n de estruclu rar las relaciones que mantienen con el mundo. Su inci­dencia se hace sentir en la gama bastante restringida, ou definitiva, de opciones seleccionadas para repartir semr janzas y diferencias entre los existentes, y con el objeto dt• establecer entre los conjuntos definidos por esas distl"ibu clones, y en su seno mismo, relaciones distintivas de notH· ble estabilidad. En las páginas siguientes nos dedicare­mos a explicita1· esa proposición, fundada en la conjeturn de que todos los esquemas con que cuenta la humanidad para especificar sus relaciones consigo misma y con el mundo existen bajo la forma de ptcdisposiciones, en parto innatas y en parte surgidas de las propiedades mismas de la vida en común, es decir, de las diferentes maneras prác· ticas de asegu rar la integración del yo y de los otros en un entorno dado. Pero no todas estas estructuras son campa. tibies entre sí, y cada sistema cultural, cada t.ipo de orga· nización social, es el producto de una selección y una com· binación que. pese a ser contingentes, se ha.n repetido con frecuencia en la hi storia, con resultados comparables. Pa­ra u.na antropología consecuente no hay otra elección que la de comprende1· la lógica de ese trabajo de composición, a la escucha de los motivos y las axmotúas que se destacan del gran murmullo del mundo, con la a tención despierta a los órdenes emergentes cuya regularidad se trasluce bajo la profusión de usos.

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'· H. •!ación con uno mismo, ~t • l nción con el otro

~ l ucios de jdentificación y modos de relación

1 .u hipótesis que funciona como hilo conductor de los •nuiuntes análisis sostiene que los esquemas integrado·

, , 1 de las prácticas, cuyos mecanismos generales hemos l1 "mmado en el capítulo anterior, pueden reducirse a dos lltllllnlidades fundamentales de estructuración de la expe· tflltH'ia individual y colectiva, a las que daré el nombre de ult •t~ti(icación y relación. La identificación va más allá del , 1111do freudiano de un lazo emocional con un objeto o del

1111rio clasificatorio que permite reconocer el carácter dis· ltnltvo de este. Se trata del esquema más genera l por me· tltll del cual establezco diferencias y semejanzas entre '"'""existentes y yo mismo, al inferix analogías y contras· 11 t~nt.t·e la apariencia, el comportamiento y Las propieda­d¡ " que me adjudico y los que les atribuyo. Marcel Mauss 111 hubía planteado de otra manera, al señalar que ~ce l t. .. mbre se identifica con las cosas e identillca las cosas ''"'"'go mismo, y tiene a la vez idea de las diferencias y se· "'''JUnzas que establecen.1 Ese mecanismo de mediación • ni re el yo y el no-yo me parece, en el plano lógico, ante· , htr y exterior a la existencia de una relación determinada 11111 oLro cualquiera, es decir, especi.ficable en su contenido 11111' modalidades de intexacción, en cuanto el otro del que , lrata aquí no es uno de los términos de un par, sino un

"!.Jeto que existe para mi en una alteridad general a la es· 1u ru de u.na identificación: un aliud, pues, y no un alter.

La distinción, por cierto, es analitica, y no fenoménica , purque la identiflcación impone desde el principio un co·

1 Mnuss (1974). pág. 130 Véase uunbién Durkheun (1960 (19121), 11 •ll 341· «Sa el pnmattvo confunde las cosos que nosotros disunguamos, h tangue, a la anversa, otras que nosotros asimilamOS>•.

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~-rela~o rclactona l con e l obJeto ul que se provee de unn 1~entldad: al estar incluido en tal o cual categoría ontoJ0 •

g¡ca, me brindará la oportunidad de mantener co n él tn lu c';la~ re~ación. Es impor tante, sin embargo, mantener ~An d1stmc16n, en la medida en que cada una de las fórmu l11 11 o~tológicas, c?smológicas y sociológicas que la identifica ctoo hace postble es, en sí misma. capaz de ofrecer un sn porte a vru·ios ltpos de relación, que no derivan aulomált· cam~nte: por ~onsiguiente. de la mera posición que ocup11 el obJ~to 1denlJfica~o ni de las propiedades que se le otorgn n. Por eJemplo, consJdorru· a un animal como una persona y no c~mo u na cosa, .~o autoriza en modo alguno a prejuzg;1r a~etca de la relac10o que se ent.ablará con él, que puedl• vmc~larse tanto ~on la depredación como con la cam pe· ten~~a o la P_rotccctón. La relación agrega así una delermi· nac1on adtc10nal a los términos pi'Ímarios recortados por la i~~?tificación , razón por la cual, y en conlrast.e con In posicton est.t·ucturalista o intenlccional, pru·ece nccesariu contemplar por s?p~rado esos dos modos de integración eh• lo~ ~tros. que comctden. por Jo demás. con la disti nción ong~nal efec.tu_a?a por la lógica entre Jos juicios de tnhc­rencla Y los JUICIOS de relación. De hecho, la voluntad de tratar en un pie de igualdad la identificación, quo conside­J"a sobre lodo los términos, y la relación, que atiendo sobre todo a _los lazos establecidos entre ellos, e::; un a manera de con egn los excesos de enfoques antropológicos an teriores que, al otorgar preponderancia a una dimensión en detri. men~o d~ la otra :-las relaciones derivan de los térmi nos o los term~os det·tvan de las relaciones-, tropezaban con a l~nas dificultades para encara r al mismo tiempo el es· tudto ct: las dist.ribucioncs ontológicas y e] de las rclacio· nos soctales.

La relación, por tanto, no se entiende aquí en un sentí· do lógico o matemático, es decu·, como una operación in te· lectual que permite el enlace interno entre dos contenidos mentales, sino como esas vinculaciones externas entre se­res Y cosas i~o.ntificables en comportamientos ti picos y ca­paces de roc1bu· una traducción parcial en normas socia le!:' concretas. No debemos sorprendem os ante el hecho de que esas vinculaciones de naturaleza antropológica co. rre::;pondan, en ciertos aspectos, a relaciones pura mente formales. como la coeXJstencia, la sucesión, Ja identidad,

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l1 1urrcspondcncio o el engendmmtt•nt o, porqul' In cnnll· l11l el•~ reluctones iden lilicadns por tu l'tlosofía tlt!l conoci­iult nlo tlosde Aristóteles es s ingularmenle ltmit.ada y, en , 1111 uoctwncia, es muy probab le que el conjunto de las for· ''''' Pstublccidas do tejer lazos on.tro los existentes quede , dllt'Hlo, en última instancia, al corpus de las relaciones 1 'l "'""· De todos modos, y habida cuenta de que la preten·

11 11 proclamada por este libro es la de comprender mejor ¡, r·utHluclas colectivas, las 1·elaciones que nos conciernen N111 lus que pueden ponerse de relieve en las prácticas ob·

111 ,•nhlos, no las que podrían deducirse de las reglas for­'""1~·~ que rigen las proposiciones lógicas. El hecho de des­' H 11· que las relaciones en cuestión atañen a vi nculacio· 111 ••n cierto modo externas entre elementos permite, por nt ultdura, prevenir un eventual malentendido en cuanto ,, l•t Jerarquías respectivas de la identificación y la rela· , l•lll. Aunque la identificación defina términos y sus pre­duudos, va de suyo que es también una relación, porque , 1 , fundada en juicios de inherencia y de atribución; pero , ttna relación que termina por ser intrínseca del objeto "" 111 tficado, una vez que se hace abstracción del procedí· 1111••nlo que lo ha i-nstituido como laJ. En contraste, las re· l•tt tOnes de las que nos ocuparemos son de tipo extrínseco, , 11 t•l sentido de que se refier en a las conexiones que ese "hjulo ma ntiene con alguna otra cosa distinta de s.i mis· 11111, u nas conexiones que están, sin duda. contenidas en 1u 1tencia en su identidad, aun cuando nunca pueda saber ·

1 c'uál será en particular efectivamente actualizada. Ese 1 ,.¡ motivo, por otro lado, que me llevó a otorgal' una pre· , , tloncia lógica a los modos de identificación sobre los mo· oltll de relación, porque los primeros, al especificar las pro­plt•dades ontológicas de los términos, orientan en parte la 111tl uraleza de Las relaciones capaces de unirlos, su1 deter­llttllar, empero, e l tipo de relación que llegará a ser domi· 11.1nte. Por tanto, examinaremos en primer lugar las mo­.l. dtdades ontológicas de la identificación (en la tercera l'llrle) y sus expresiones en la vida social (en la cuarta ¡uu·Le), a ntes de pasar a los modos de relación y a los vincu­ln:t que entablan con los modos de identificación (en la úl· 1 ttnn parte).

Aun en el nivel de generalidad en que las trato aqul, la ttlt•ntificación y la relación distan de agotar todas las for-

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mas posibles de estructuración de la experiencia del m un do y de los otros. En beneficio de la exhaustivi.dad, habr-111 que sumarles, sin duda, al menos otros cinco modos t¡tut tienen algún papel en la esquematización de las prácltcnN la temporalidad, es decir, la objetivación de ciertas pru piedades de la duración seg(m diferentes sistemas 1ltt

cómputo, de analogías espaciales, de ciclos, de secuencan• acumulativas o de procedimientos de memorización y (11 vido voluntario; la espacialización o, en otras palabru11,

los mecanismos de organización y recorte del espacio en cuanto están fundados en usos, en sistemas de coordenn· das Y orientes, en el valor atribuido a tal o cual marcación de los lugares, en las formas de recorrido y ocupación de losterrit.olios y los mapas mentales que los organizan, o en los as1deros ofrecidos por el medio en términos de cap· tación del paisaje por la vista y los otros sentidos; los da· versos regímenes de la figuración, entendida como elnc· to por medio del cual los seres y las cosas se representan en dos o tres dimensiones gracias a un soporte mate· rial; la mediación, a saber: el tipo de relación cuya puestn en práctica exige la interposición de un dispositivo con· vencional que funcione como un sustituto, una forma, un signo o un símbolo, tales como el sacrificio, la moneda o la escritu ra; y, para terminar, Ja categorización, en el sentí· do de los principios que rigen las clasificaciones explicitas de Las entidades y propiedades del m un do en toda clase de taxonomías.

No me ocuparé de esos modos en la presente obra tan· topara mantenerla dent ro de una extensión razonabÍe co· mo porque los análisis s iguientes muestran que las dife­rentes formas combinadas de la identificación y la rela· ción bastan para explicar los principios básicos de la roa· yor parte de las ontologías y cosmologías conocidas. Se ro· gará, entonces, al lector que acepte la hipótesis provisoria -en esta etapa, apenas poco más que una convicción- de que la temporalidad, la espacialización, la figuración la mediación y la categorización dependen, en su expresió'n y su aparición, de las distintas figuras de la identificación y la relación. Todas las realizaciones concretas que estos modos secundarios son capaces de originar -la tempora­lidad cíclica, la temporalidad acumulativa o la temporali­dad egocentrada, por ejemplo- pueden derivarse, proba-

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l¡lt n11•nto, de uno u otro de loH lllontajcl!l nulua'IV.Hth>~« por ·1 1'" 1' '1 rl .. los dos modos fundnmcntn lcs.

1 'ntln uno de las configurncioncs resu ltantes de la com­hllttuaon entre un tipo de identificación y un tipo de rela-

'" at~vcla la cslructura general de un esquema partícu­la• ti• antegración de las prácticas, es decir, de una de las ltnlll 1s que puede adoptar ese dispositivo generador de lul• rl'n cias cuyo funcionamiento se mencionó en el ca-11ttuln u nterior, el cual permite a los miembros de una co­¡,, 11vulnd compatibilizar entre sí clases de esquemas es-111, 111lazados y asegurarse, a la vez, la posibilidad de dar

uln 11 otros que tengan cierta familiaridad con los prime­''' 1 ,n identificación y la relación pueden ser vistas, en , "" •1·cuencia, como el depósito de los instrumentos de la v•d , ,;ocia!, del que se toman Las piezas elementales mer­'' d u lns cuales grupos humanos de dimensiones y natu­tul••zn variables improvisan día a día La esquematización 1t 1111 ('Xperiencia, sin ser del todo conscientes, empero, de 1• •••u presa en que están embarcados ni del tipo de objeto t¡ll1• Pila produce. No obstante, esos esquemas pueden ob· llltVIli'Se en parte, y de dos maneras: mediante modelos V1 , nuculos, necesariamente imperfectos, ya que la acción !1111'1111 eficaz se basa en la supresión de los mecanismos ~~~·n•t•vos queJa estrucLura n, o mediante modelos cientí­

fJ¡ u , tales como los que se expondrán aquí, cuya imper­h , l'tOn igualmente notoria obedece, más bien, a que son IIII'HP6Ces de explicar la riqueza infinita de las variantes ¡.,, .des. Pero ese es el riesgo que corre toda pretensión ge­lll'l'ulizadora, que está obligada a sacrificar la rica impre­v• •hilidad y las proliferaciones inventivas de lo cotidiano 1 11 pa·ovecho de una mayor inteligibilidad de los resortes ,,, 1 t•omportamiento humano.

1 1~1 olro es un <<yo» (je]

Mucho más operativa que la categorización de los seres , lu cosas revelada por las taxonomías, la identificación , lo capacidad de aprehender y repartir ciertas continui­•lmlt's y discontinuidades que la observación y la práctica ~~~~ nuestro entorno of.recen a nuestro influjo. Este meca-111 mo elemental de discriminación ontológica no remite a

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juicios empíricos acerca de la naluralczn de los objetos qu•• se exponen a cada instante a nuest.t·a percepción. Hay t¡U('

ver en él, más bien, lo que Husserl Uamaba •<experiem:in a ntepredicativa», en cuanto el mecanismo aludido nw· dula La conciencia generaJ que puedo tener de la existen· cia de otro, una conciencia formada a partir de los mero:. recursos que me son propios cuando hago abstracción dl·l mundo y de todo lo que esto significa para mí. a saber: 1111

cuerpo y mi intencionalidad. Se trata. pues, de una expc· riencia mental, si se quie1·e -y Uevada a cabo por un sujo. to abstracto respecto del cual es indiferente saber si hu ex:istido alguna vez-, pero que produce efectos muy con· cretos, porque permite comprender cómo se pueden espc· cificar objetos indeterminados al atribuirles o negarles una 11interioridad>> y u11.a "fisicalidad>> análogas a las quo nos adjudicamos a nosotros mismos. Se verá que estn distinción e ntre un plano de la interioridad y un plano de la fisicalidad no es la mera proyección etnocéntrica de lu oposición occidental entre el espíritu y el cuerpo, y que se apoya en la comprobación de que todas las civilizaciones sobre las cuales la etnografía y la historia nos entregan informaciones la han objetivado a su manera. Una definí· ción sumaria de los campos de fenómenos recorlados por esos dos planos bastará, pues, en esta etapa de nuestra in· vestigación.

Cuando hablamos de interioridad, un término bastante vago, hay que entenderla como una gama de propiedades l"econocidas por todos los seres humanos y que coinciden en parte co n lo que solemos llamar "espíritu>>, •<alma>> o 11concienciall: intencionalidad, s ubjetividad, reOexividad, afectos, aptitud para significa r o soñar. También pueden incluirse en el térmi no los principios inmateriales a los que se considera causantes de la animación, como el alien· too la e nergia vital, a la vez que nociones aún más abs­tractas, como la idea de que compar to con otros una mis· ma esencia, un mismo principio de acción o un mlsmo ori­gen, en ocasiones objetivados en un nombre o un epíteto que nos resultan comunes. Se t.rata, en suma, de la creen­cia universal de que existen caracteristicas internas del ser, u originadas en él, sólo adlvinables en circunstancias nor­males por sus efectos, y a las que se estima responsables de s u identidad, su perpetuación y algunos de sus compor-

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ln111icnLos típicos. En conlrasle.lo fisieulithul concierne a l1 tormn exter ior, la s ustanciu, los procesos fisiológicos, ¡u tT~·pllvos y sensoriomotores, incluso el temperamento o lu lllllnera de actuar en el mundo, en cuanto manifiestan

''lH"esume- la influencia ejercida sobre las conductas ro lo habitus por humores corporales, regímenes aümenti· , 11111, rasgos anatómicos o un modo de reproducción P~l"­llt•ulnros. La fisicalidad no es, por ende, la simple matena· lulnd de los cuerpos orgánicos o abióticos. sino el conjunto ,¡,, In ~ expresiones visibles y tangibles que adoptan las d IMPOSICiones propias de una entidad cualquiera cuando , lns considera resultantes de Las caracteríslicas morfo· lot~lcas y fisiológicas intrínsecas de esa entidad.

Plantear la hipótesis de que la identificación está fun­.lndn en la atribución a los existentes de propiedades 011.· tologJca.s concebidas por analogía con las que los humanos

,, 1' conocen a sí mismos, es dar a entender que un meca· 111 HHO semejante puede enco ntrar en cada uno de noso· 1111~ su fuente expct·iencial, e l aval de su evidencia y la ga· annlía de su continuidad. En otras palabras, supone ad· 1n1tir quo lodo humano se percibe como una u1tidad mixta ,¡, , 1nterioridad y fisicalidad, condición necesal'ia para re· , unocerles o negarles a otros carnclcres distintivos deri­\ oHios de los suyos propios . Ahora bien, la idea de que los 111tl1viduos se aprehenden por doquier y siempre co mo 1ugularidades autónomas ha sido objeto de vivas crí ticas,

, mús aún la universalidad de una percepción de esa sin· uulnridad bajo la fonna de una combinación de inte ncio· '"'lidad y experiencia física. Como se sabe. con Crecuencia ,, hn puesto en duda la generalidad de la unidad vivida

tl1• In conciencia de s í, con el argumento de que son nume-1 mJOS Los casos de poblaciones q ue no considera n que el , lll'rpo pueda constituir un limite absoluLo de la persona, pues esla se halla fragmentada e n múltiples umdades mnstitulivas. una parte de las cuales se distribuye en ele­"'"n tos humanos o no· humanos de su enlorno, o es deter ­lil m a da por ellos. 2 Por corrientes que sean, esas concep·

J Wanse, por ejemplo, los es tudios reunidos en dos obraR bastnnle re· u nles: Lnmbek y SLrnthern (1998) y Godolier y Panoff (1998) Cabe se·

li tlor. además, que los editores de esta última reconocen sin ombages, "11 ~u tnll'oducc!ÓO, c¡ue o(la cuestión constste I!O saber por c¡ué lu huma· ntdnd ( .. ) parece hAberse visto en la necesidad de imaginar que el ser

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ctones no bastan, sin embargo, pm·a invalidAr la distinci6n fundamental antaño propuesta por Mauss entre e] sc• n timiento universal de sí mismo, es decir, el sentido que to do ser humano tiene «de su individualidad espirit.un l y corporal a la vez», y las muy diversas teorías elaboradn~ aquí Y allá sobre la persona, con componentes y una exten sión en el espacio efectivamente muy variables. a

Tal como lo había present-ido Mauss, y tal como Émill• Benvenist.e, tras los pasos de Peirce, lo afirmó claramcn te, la universalidad de la percepción del yo como una enh· dad .ruscr~ta·y· autónoma se verifica, en primer lugar , 11 partlr de mdicws lingüisticos, a saber: la pt·esencia en to· das las lenguas de formas o afijos pronominales del t.ipu «yon Y. «tÚ>>, ~ue sólo pueden remitir a la persona qut• enunc1a un dtscurso en el que está contenida la instancia li ng~~stica (<yo» y •. s imétricamente, al interlocutor a quien se dinge el enunciado <(tú>~. 4 Ese yo [moi] semiótico no im· ~lica en a.bsoluto que el locutor se conciba como un sujeto mdependtente contenido por entero en las fronteras de su cuerpo, a semejanza de la imagen tradicionalmente pro· puesta por el individualismo occidental. Pues tampoco hay d~d~ ~guna .de que muchas sociedades hacen depen· der la 1d1osmcras1a, las acciones y el devenir de la persona de elementos exteriores a su envoltu1·a física así como de rel~ciones de toda indole en las cual es ella e~tá inmersa. As1 sucede, y de manera notoria, en Melanesia, razón por la cual Marilyn Strathern ha propuesto que en esta región del mundo se califique a la persona no como una indivi· dualidad, sino como una «dividualidadll, es decir un ser definido en primer lugar por su posición y sus relaciones en una red.0 Sin poner en tela de juicio la existencia de una teoría de la persona <<dividua!)) en Melanesia, es preci· so ~m pero recordar, con M a u rice Leenhardt antaño y más rectcntemente con Edwru·d LiPuma, que dicha teoría co· existe allí con una concepción más egocentrada del sujelo --que en determinadas situaciones la suplanta-, a cuyo

hum~no está compuesto de dos portes: una perecedera y otra que sigue extsttendo Y actuando mucho más allá de la muerte» (pág. xJv).

3 Mauss (l 950), pág. 365. 4 Benveniste (1966), capítulos 20 y 21 11 M. Slrath~rrn (1988), págs. 268·70

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11 p<•t:lo nndn pcrnHit• nfirmnt I JUI' "'' pmducto (•xclusivo ti• In coloniznción cu1·opt>u Y Por !u u •mus, !li.H"I cual fuero ¡,, tl1vcrsidad de lns soluc10ncR ndoplodns pnra d1stribu1r 1•11 111 de un cuerpo humano singulnr algunos de los princi· 111111J quo lo constiLuyen como persona, se corren muy pocos • "' KOs si se adro i te como un hecho de orden universal esa l•umn de individuación que la conciencia de sí indexical ¡uttll' de manifiesto, que es reforzada por la diferenciación lllllll'qubjeliva implicada en el uso del((tú».

Ltl universalidad de la individuación reflexiva consti· tu~\: una condietón necesru·ia pero no suficiente para sen· lu cJ dividido entre un plano de la interioridad y un plano tlt In fisicalidad, pues esa distinción no podría experimen· 1 1t "en la conciencia de sí habitual , que mezcla de mane· 1 1 111cxtncable el sentido de una unidad interna que da e prt>stvtdad y coherencia a las actividades mentales, los tl••c·tos y los perceptos, y la experiencia continua de un llh•rpo que ocupa una posición en el espacio, fuente de ' uAttciones propias, órgano de una mediación con el en·

lturlu e instrumento de conocimiento. Todo el mundo sabe IJll•• también se ((piensa>) con cJ cuerpo, tanto en el vasto " 'l•islro de las habilidades inleriorizadas como en el ám· l•llu, más misterioso, de las intuiciones condensadas en un !!•••lo, tal como ese «hablar con las manos>> que los diagra· 111 111 rLSico-matemáticos ponen de relieve y cuya naturale· u h11n intentado discernir los filósofos de las ciencias.7 El

lii OJIIO Descartes, a pesar de su dualismo de principio y tlo•l privilegio que asigna al cogito en la conciencia de sí, 1dmitc sin esfuerzo que el sentimiento de nuestra ind.ivi·

.luuhdad, lo que hace de nosotros c<un hombre verdadero)), d•• c:msa, antes que nada, en una unión íntima del alma ,,, nsante con el cuet·po sensible.8

1 Lccnhardt (1947), y LtPuma (1998). t·:n parucular, el lamentado Gilles Chiitelet (1993).

• Y no bastO que reJ alma] esté alojada OD el Cuerpo humano, COmO 1111 piloto en su navío, a no ser acaso para mover sus =emhros, smo ¡tu 1!8 necesario que esté junta y unida al cuerpo más estrechamente, ""''' tener senlunientos y apel1tos semeJantes a los nuestros y compo· ''' 1 '' i un hombre verdaderon. Véase René Descartes. Discours de la "" tllode, quinta parte. en CEuures plulosoplliques. edición establecida p111 Ft>rc:tinand Alquié, Paris: Garnier, 1988. vol. 1, págs. 631·2 [Discur· 1•11M método, Madr1d: Espasa Calpe. 2001).

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Por eso, el hecho de experimenta t· una disyunción on· tre un yo inmaterial y un yo físico no puede corresponder a la experiencia común, sino a esos estados más raros dt' disociación en que la mente y el cuerpo -para utiliznr nuestra terminología vernácula- parecen independiznr· se una del otro. Así ocurre, de manera fugaz pero cotidia· na, en los momentos en que la «vida interior» ejerce su in· fluencia, en la mecütación, la introspección, el e nsueño, p)

monólogo men.tal y hasta la plegaria, ocasio nes, loda11 ellas, e n que las limitaciones corporales son puestas entn• paréntesis en forma deliberada o fortuita. Y así tambié n sucede, incluso de manera más nítida, con la memoria y <•1 sueño. Aunque a menudo lo desencadene involuntaria· mente una sensación asica, el recuerdo permite desmate· rializarse, escapar en parte a las determinaciones tempo· rales y espaciales del instante presente para transportar· nos, más bien, por la mente hacia una circunstancia pasn· da en que nos resulta imposible sentir en forma conscient~ el dolor, el placer y hasta la cenestesia que sabemos aso· ciados, sin embargo, al momento rememorado. En cuanto al sue ño, nos brinda un testimonio aún más vigoroso del desdoblamiento, porque la vivacidad de las imágenes quo r elacionamos con él pru·ece no estar e n ru·monía con el es· tado de inercia corporal que es su condición. Menos co· rrientes son, por último, las situaciones de disociación ex· trema inducidas por Las alucinaciones, las insensibilida­des temporarias como el éxtasis o l a catalepsia, e incluso las experiencias de percepción extracorporaJ asociadas a l uso de psicotrópicos o a los casos de cuasi muerte, cuando el yo parece separarse de su e nvol tura carnal pa ra con· templarla a distancia. Sin e mbargo, no h ay en ello nada de excepcional: el uso ritual de sustancias a lucinógenas o los trances provocados por el alcohol, el ayuno o la música ofrecen a quienquiera, en muchas partes del mundo, prue­bas reiteradas de una divergencia entre la interioridad v la fisicalidad, tanto más destacada cuanto que es precis~· mente buscada a causa de la sensación que procura. No importa mucho, por lo demás, la frecuencia de tales fenÓ· menos, pues mi intención no es aquí determinar una fu e n· le indiscutible de la sensación de dualidad de la persona, a la manQra de un Tylor cuando intentó situar en e l sueño el origen de la noción de alma, y en esta, la creencia en los

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,, plnlns, bnso do unu r eligión animisla enLendida como pmyocción sobre objet.os inertes do un principio de a n.i­lll t11'16n dotado de autonomia.9 Muy lejos de esas génesis 1\ l'tlluradas, mi objetivo era, justamente, destacar que la

••IIWICncia de una separación entre un yo i._nterno y un yo luur·o no caJ·ece de fundamentos en la vida cotidiana, he­' ho qu e parecen confirmar, por otra parte, trabajos re­' llllllc:s en el ámbito de la psicología evolutiva, que ven en t ~~~ tnLuición dualista una característica innata de los se-11•11 humanos. 10

OLra muestra de la universalidad de la partición entre J,, fí s ico y lo moral es la pl'esencia de huellas lingüísticas ,¡,, Pila en todas las cultUl·as cuya descri.pción nos resuJ-1 , uccesible. Al pru·ecer, todas las lenguas distinguen, en , l••r:Lo, ent1·e un plano de la interioridad y un plano de la 1• tctLlidad dentro de cierta clase de organismos, cuales­qll ll'ro que sean, por otra parte, la extensión dada a osa , IHKC> y la manera en que se vierten aquellos planos -ge­"''''Himente, por «alma» y «cuerpo))- en e l idioma de los •thHI'rvadores occidentales. Por cierto, los térmjnos que se 1 t udu cen pot· «alma» son, a menudo, numerosos en una tlltHma lengua y requieren. por tanto. copiosos coment-a­' 1111-1, mientras que el que hace referencia al cuerpo suele "'' único. Empero, en ninguna parte hallamos una con­

•• lpción de la persona coujente viva que esté fundada sólo 1 n In interioridad -un a lma sin cuerpo, digamos- o sólo ''"In ilsicalidad -un cuerpo sin alma-. Y hay que espe­tltr hasta las teorías mate1·ialistas de la conciencia de las 111l imas décadas del siglo XX, las de un Antonio Da masio o 1111 Daniel Dennett. por ejemplo, para que este último su­p1 1ns to sea imaginable, no sin provocar, por lo demás, una \' tvn t·esistencia contra aquello que, pru·a muchos de nues­t 1014 contempm·áneos, parece constituir tanto una ofensa ,, l <~ontido común como un atentado contra la singularjdad do la naturaleza humana.11 Pues se trata, sin duda -hay lfiiU aclararlo-, de1 sentido común cuando se habla de es­lu dualidad de la persona, es decir. de una intuición empí­•wu reconocible por doquier en sus expresiones instituí-

11 Tylor (1871), capítulos 11 a 18. lll IJioom (2004). 11 Oamasio (1999), y Dennett (1991).

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das, Y no, desde luego, de los complejos mecanismos dt· la conciencia de si lal como la neu robiología se esfue rzo por comprenderlos.

. A1 suponer la universalidad de una distinción conw n c1on~ entre la interioridad y la fisicaüdad, no igno1·o quo la pnme1·a se presenta con frecuencia como múltip le, nl que se la presume conectada con la segunda por nu mero sas determinaciones reciprocas. Además, aun en OccidN• te, tierra de elección de las formas más consumadas d• dualismo, es común admitir la coexistencia de al mcnu1 tres _Pr0-cipios de interioridad -el alma, la mente y In co.nCJencta~, a los cuales se agt·ega desde hace un siglo la tr~ada freudiana constituida por el yo, el superyó y el ello, e ~ncluso, en época más reciente, la extravagante epido mta de ~s per:onalidades múltiples en la psiquiatría nor teamen~a~a.12 En ese ámbito, en que la imaginación no conoce hmJtes, algunos pueblos han hecho prolifera r lo• elementos internos de la persona, al destinar un j uego compl eto a cada parte del cuerpo o un juego diferontt.' 1 cad~ sexo, sumarlos o restarlos en el transcurso del CJclo de VJda, e individualizar al infinito s us funciones para ha ~er~o~ responsables de toda la gama de situaciones que un tndiVld~o p_uede llegar a atravesar. En México, por ejem P_lo, los md10s tzeltales de Cancuc atribuyen hasta diec&· s1ete «almas'' distintas a una misma persona micntraa que los dogones, más modestos. se conforman c~n ocho. l3

De t?dos mo.dos, sea cual fuere la cantidad de compo­ne?~es mmatertales de la persona -ya sean innatos o ad· q_umdos; transmitidos por el padre, por la madre, por ac. c~dente o por una entidad benevolente u hostil, y lempora· nos, ~erdurables o eternos, inmutables o so metidos al camb1o-, todos estos principios generadores de vida co· nocimiento, pasión o destino tienen una forma indote;mi nad~. están hechos de una s ustancia indefinible y suelen habltar en l_o más recóndito de los cuerpos. Es cierto que se suele de~ que esas ((alma&• tienen s u sede en un órga no o un flwdo -el corazón, el higado, la médula o la snn­gre:-, o que son parte integrante de un elemento indi · SOC18ble del cuerpo vivo, como el a liento, el rostro o la som-

t2S b • 13

o re csLe ultuno tema, véase Hack1ng (1995). Pltan:h (1996), y D1etcrlen (1973).

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(1111 lt'ncl1da; tnmb10n Se dice QUt' COI\UC('Il l'l CI'C.'CII1l lento Y 11 fi i'IH'SCencia o el hambre y el deseo sexual, al 1gual que

lrn t•nnismo al que eslán asocit~das, y que algo desuesen­tlh puede transmitirse o alienarse por· medio do la sus-1 lllt ' l" que les sirve de sustrato o vehículo. Empero, por 111 1 111t1mamente ligados que estén a los componentes no (1 •~·• de la persona, los órganos o los humores a los que thl 1111<- componentes se incorpo1·an nunca son más que oh· 11 11 \llt'IOnes imperfectas de estos, ineptas para represen­' 11 11nr s u sola materialidad la totalidad de los predicados lt''' co atribuyen a los elementos de la identidad interior: rll11¡.:ndo no se desplaza en el espacio cuando se dice que ol 1ltt ut que, según se cree, lo habitaría viaja durante los sue-" tomo tampoco lo hacen el corazón o los pulmones de

1111 cltfunto cuando liberan una parte del indiVlduo que su-1"''' 1 nmente ha de sobrevivir ala muerte. Es más adecua­' '" l'llnsiderar que esas sustancias corporales anfitrionas ,¡, ltu¡ almas son hipóstasis, medios cómodos de dar una 1 111 c·~ión concreta a agentes. esencias y causas cuya exis­'' 111 111 se infiere, por lo común, de los meros efeclos que se h MlltiJudica.

l'rcsente por doquier según modalidades diversas, la 1ltt, tlldad entre interioridad y ñsicalidad no es, por consi-111111•11Le. la simple proyección etnocéntrica de una oposi-1 11111 propia de Occidente entre el cuerpo, por un lado, y el 11l 11111 o la mente, por otro. Al contrario, es necesario apre­" ' tulor esa oposición tal como se forjó en Eu ropa, y las 1• ttttns fllosóficas y teológicas que origmó, como una va­lllltW local de un sistema más general de cont1·astes ele­llltJIItl\les, cuyos mecanismos y ordenamientos se exami­llfttlll\ en los siguientes capítulos. Podríamos sorprender­"" , 11in duda, al comprobar que un dualismo de la perso· 1111 un tanto desacreditado en nuestros dias conquista, así, 111111 uruversalidad antes negada al dualismo entre la na­tu• tleza y la cultura. Sin embargo, como ya se ha dicho, no 1•11 ''" argumentos empíricos para justificar ese privile­l(llt 10bre todo el hecho de que la conciencia de una distin-1 11111 t•ntre la interioridad y la fisicalidad del yo aparezca 1, •nw una aptitud innata atestiguada por todos los :léxicos, n•u•nl ras que los equivalentes terminológicos del par na-1t11.1lcza y cultu ra son difíciles de encontrar fuera de las h lli'tUlS europeas y no tienen, en apa riencia, fundamen-

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tos cogniLivos expcrimcnlaJmente demostrables. Em pt• ro, en este caso es necesa río responder sobre todo que, ''11 conLra de una opinión en boga, las oposiciones binaria~ nu son invenciones de Occidente o ficciones de la ant.ropu logía estructural; que todos los pueblos las utilizan muv amplia mente en no pocas circuns tancias, y que lo que clt• be ser cuestionado no es. por consiguiente, tanto su formn como la event ual universalidad de los contenidos que e lln11 recortan.

Las fórmulAS autorizadas por la combinación de la an terioridad y la fisicalidad son m u y reducidas: frente a ut ru cualquiera, huma no o no-humano, puedo suponer , o bwn que posee elementos de fi sicalidad y de interioridHd idi•n ticos a los míos, o bien que su interioridad y su fisicalidnct son disLin tas de las mias, o bien, en lercer lugar, que ten" mos interioridades similares y fisicalidades heterogéncnM, o bien, pot· último, que nuestras interioridades son difo rentes y nuestras fi s icalidados son análogas. Denomit1nrt\ «Lotemismo» a la pl'imera combinación, <<analogismo>> n 111 segunda , «animismo)) a la tercera y «naturalismo» a 1ft cuarta (figura 1). Estos principios de identificación dt.1f1 nen cuatro grandes tipos de ontología. es decir. de sisto mas de propiedades de los existentes. que sirven de punto de anclaje a formas contrastadas de cosmologias, modclu1 del lazo socia l y teorías de la identidad y la alteridad.

~·lll~jRIIl.l cfl' las lnlt'norulud ...

n.r ........... n eh luo liaanahcltul,·•

lhfrra·non al. lnA antt·rwndndl••

S.•nlt'jnnzn do 1M flaícrll tllll<la·•

Nolln ala• m"

Figura l. Las Cita/ro ontologías.

Tolt'nllltmn

llrroloJ1JSmo

~Rlt')Rnltll ,,,.

los mtennradnd,..

Sem eJ an/.;t tlt· 111.6 tisicalulualo •

Dafcrcnca& ah la.~ ittwruaridutlt

OafOtra•rwÍII ,¡, In,; U..acnlidnclo·•

AJ1tes de especifica r las propiedades de cada una de t~ .. tas combinaciones, es conveniente demOl'arse un momon to en los términos por medio de los cuales las designo Tanto por falta de afición a los neologismos como pura

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•ltt llllrme a una práctica tan a nLigun como lo nntt·opolo· 1 1 tnts nHl . decidí. ulilizat· nociones ya bien esl.tl bl ecidas y

uln lf'll d es una nueva significación. Pero es le uso venera­Ita JHil'dc presta rse a malentendidos, hAbida cuenta de ''"'' ln R definiciones del animismo y del tote mismo aquí 1", t•ntadas difieren sensiblemen te de las que propuse en 1 tltd tos anteriores.

lt••('Ordemos que los antropólogos se ha n acostumbrado , l~~thl or de totemismo cada vez que un conjunto de unida· ti• or.1a les - mitades. clanes. secciones matrimoniales o 1 •upnt'l cu ltuales- está asociado a una serie de objetos ll•llllmJcs, situación en la que el nombre de cada una de

1 unidades suele derivar de un animal o una planta ' '"' 'lima. En El totemismo en la actualidad, Lévi-Strauss pl11111 •Ó la idea de que el totemismo no era tanto una 111 l1l11ci6n prop ia de las llamadas sociedades <~primitivas>> , 1111111 lu expresión ele una lógica clasificatoria universa l '11'' ldtLiha las desviaciones diferenciales obse1-vab les en· 111 lu11 especies ani ma les y vegetales a tln de conccpLuali ·

111 lnR discontinuidades entre los grupos sociales. Las Jll!111t ns y los animales muestran de manera nat ural cuali­ludt• sensibles contrastadas -de forma, de color, de há· l tf 11!, tic comportamiento-, y las diferencias de especies Jlh JIOnen de manifiesto son, entonces, particulal'mente ''" "Jllndas para significar las distinciones internas necc­ll t.IK para la perpetuación de las organizaciones seg·

"'' 111 nnas. Mientras que algunas concepciones anleriores ilt l lutcmismo hacían más hinca pié en la asociación ínti· '"' ' ntre términos-a saber: la existencia de un lazo mis· lltut nlre un grupo de personas y una especie natural-, 1 .. '1 Strauss ve en él, al contrario, una homología entre •In l'l'les de relaciones: la que diferencia un conjunto de

¡u·ncs y la que diferencia un conjunto de unidades SO·

1 d·• , en que la primera o.frece un modelo siempre dispo· utl il•• pum organizar la segunda. De ese modo, la na tura· lt 1 ufrece una guía y un sopor te, un «método de pensa· 11111 ttl cm, dice Lévi -St.rauss, que permite a los miembros de 1 1t ti li S cultlu·as conceptualizar su estruct.ura social y ofre­" ' nnn representación icónica simple de esta, de 1 mismo

11 da 11 que la utilizada por la heráldka europea.14

11¡, vi Slrauss (1962b).

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La inlcnción de Lév1-St rnu R14 ro dt!'ltpar lo que llnmn ba la <<ilusión totémica>1, con el objclo de red uci rla o unu caracter1slica universal de la mente humana; se compren· de, entonces, que en su análisis haya dado poca impor ta n cia a las relaciones diádicas entre un humano y un no- hu mano que a veces se han calificado de «totemismo ind ivt· dualn.15 Ahora bien, mi experiencia etnográfica entre lnM achuares me permitió adver tir que, a semejanza do esto~.

m u e has sociedades amazónicas atribuyen a las plantas y 11

los animales un principio espiritual propio y considernn posible mantener con esas entidades relaciones de pertw· na a persona -de amistad, hostilidad, seducción, alian1.11 o intercambio de servicios- que difieren profundamente de la relación denotativa y abstracta en tre los grupos totó· micos y las entidades naturales que les sirven de epóni· mos. En esas sociedades, muy comunes en América dul Sur pero tam bién en América del Norte, Sibecia y el su· deste asiático, plantas y animales reciben atributos antro• pomórficos - in tencionalidad, subjetividad, afectos y has· ta la palabra en cier tas circunstancias-, al mismo t iempo que características propiamente sociales: la jerarquía da los estatus, compor tamientos fundados en el respeto de las reglas de pa rentesco o cód igos éticos, la actividad ri· t ual, etc. En ese modo de identificación, los objetos natu• r ales no constituyen, por lo tanto, un sistema de s ign01 que autorice tr ansposiciones categoriales, sino una colee· ción de sujetos con los cuales los hombres tejen día tra1 día relaciones sociales.

Con la reactualización de un término caído en desuso. me había propuesto llama r (<animismo» a esa forma de objetivación de los seres de la na turaleza, y había sugen do ver en ella un simétrico inverso de las Glilt:>uLit:.:<:tt:.:Jon ii!IW"'

totémicas en el sentido levistraussiano: en contraste cora estas, los sistemas animistas no utilizarían las plantas los anima les para conceptualizar el orden social, s ino se servirían, al con trario, de las categorías elementales la práctica social a fin de pensar la relación de los h

Ir. Para Lévi·Strauss, este t1po do relación no tiene nada que ver el totemismo, aun cuando a veces se la pueda encontrar combinada él, como s ucede entre los ojibwas con la yuxtaposición entre el wo iiQW im• •

nratlido" (los esp!ntus animales mdíviduales) y el «sistema tóteml• (101 animales epónimos); véase ibid., págs. 25·33.

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ht t • • con los seres nut urnlcs. 16 La hipótcs1s proccdin de los ttlllftll'llllcs ctnográficoR achuares: en tanto que las muje-1•• trotan a las plantas del huerto como si fueran niños, lot hombres se comportan frente a los animales cazados y • u nmos de acuerdo con las normas exigidas en las re-1 " tones con los parientes políticos. Afinidad y consangui­uulnd - las dos categorías que rigen la clasificación social Ll• los nchuares y orientan sus relaciones con los otros­' r npurcccn así en las actitudes prescriptas con respecto a lu 11 no-humanos. Esta correspondencia entre el trata­llll••nto social de los humanos y el de las plantas y los ani­uanl(•s se reveló como muy corriente, tanto en la Amazonia e 1111n en otros lugares, de Lo cual di algunos ejemplos en el ¡llllller capítulo de este libro: la solidaridad, la amistad y • 1 n•speto por los ancianos entre los crees, la alianza ma­l 1111\onial con las presas entre los pueblos siberianos o la 'uuwnsalidad entre los chewongs. De modo tal, en todos l11 cnsos, las normas de conducta más comunes o más va­''"'lldns en la vida social se emplean para caracterizar las 11 luciones de los humanos con plantas y animales conce­ltlllos como personas.

J•;sta deftnición del animismo como un simétrico inver-u tlnl totemismo padecía, con todo, de un grave defecto,

purque persistía en aquello que quería evitar, al adoptar ,¡, manera subrepticia, para la caracterización de cosmo­l•tHU\S no dualistas, la distinción analítica entre natura­¡, ' t) sociedad propia de la explicación levistraussiana de 1 • clasificaciones totémicas.17 Es preciso señalar, por lo 11• mós, que el totemismo levistraussiano no admite com-1' •• nción con el animismo: mien tras que este último es un 111ttdo de identificación que objetiva cierta relación entre J,, huma nos y elementos no-humanos de su entorno, el Jll lll\cro es un mecanismo de categorización que efectúa 1 ' " rl•laciones puramente lógicas entre clases de humanos

• lnses de no-humanos.l8 En resumen, a despecho de mi

11 l>t>l!coln (J 992 y 1996). 1 l•;eu fue In muy pertinente objeción que Eduardo Vtveltos di.' Cas­

I o • plnnteó a mi pnmera teoría del animismo, awl cuando luvo la gent•­¡, • tlu d•rigir su cdt1ca a un autor que la había hecho suya en una for­llltl•wt6n demasiado apresurada; véase V¡veiros do Castro (l996), 1 la t~0-3.

1" lfud ., póg 121.

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pretensión de escapar n una iut.c rprotnció n demas iu.t11 clasificat01·ia de fenómen os qu e, sin ninguna ducln, 11111 pres~aban mal a una lectura de esa índole, yo había vut,Ji o al trillado camino de las dicotomías a causa de una ficl.,h dad excesiva a la teoría levistraussiana del totemis nw Por e~a _1·azón, mi primera definición del animismo y In q~e LeVJ-~trauss da de las clasificaciones totémicas no JIH día? servu· de punto de partida para caracterizar mod1111 de tdentificación, aun cuando en una fase ulterior se oh serve qu e esas definiciones co nser van s u validez como principios de legitimación de las fronteras entl'e col~ctivn• de humanos y de no-huma nos.

Y~ había errado e] camino, en particular. al intentnr defimr modos de identificación. o, en otras pa labras mn trices ontológicas, sobre la base de procesos relacio~aloe mat~rializados en instituciones. El error es excusable 11¡ se t1ene en cuenta que desde Durkheim siempre se ha pro~edido as_í: el pl'ivilegio otorgado a lo sociológico, net:o• sano en su t1empo pa.ra abrir a las ciencias del hombre un dominio de positividad que les fuera propio, bacía ineVI• table que las creencias religiosas, las teorías de la perijO• na, las cosmo~ogías, elsimbolismo del tiempo y el espacio o las con;e~c10~es de la eficacia mágica fuesen explica· b_les, en ulb.ma mstancia, por la exis tencia de formas so· c1ales smgulares proyectadas sobre el mundo y modelado. ra~ d~ las prácticas por medio de las cuales ese mundo 88 o?Jettva y se vuelve significante .19 Al hacer derival' lo so· c1al de 1? psíquico, Lévi-Strauss, por cierto, escapó a esa tendenc1a. Empero, en la situación de incertidumbre en q.ue aún nos encontramos con respecto a las leyes del espi· n tu humano, esa derivación sólo podía se r inductiva: sal· vo ~n el análisis de los mitos, Lévi-Stl'auss partió del es· tud10 de las instituciones para remon tarse «hacia el in· t~lecto>>, Y no a la inversa. Ahora bien, un sistema de rela· cwnes. nunca es independiente de los términos que une, si se enb ende por «términos>> entidades dotadas ab initio do propiedades específicas que las hacen aptas o inept as pa·

19 Con s u ontología de la düe r·e nc.ia, Gabl'iel Tarde constituve en esta

aspecto una notable excepción, pero Jos d urkheim ianos ref'r~naron do manera tan efi~az la inlluencla de aque l, que el efecto ejercido por ól 110·

b;e la soctolog¡a fra ncesa del stglo XX puede considera rse mArgmul: vease Ta r·de (1999 [1893)).

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1 1 unuda t· lazos entre s.í, y no individuos inLCI'CHmbiables o tlltH iutles sociales constituidas. En consecuencia, era nece-

11 111 deshacerse del prej uicio sociocént rico y apos tar a • 11111 In!! realldades sociológicas-los sistemas relacionales 1 111 hilizados- estaban analíticamente subordin adas a l11 1 I'I'Aiidades ontológicas -los sistemas de propiedades iltllnlidas a los existentes- . Tal es el precio que deben

ltti J.l lll' el animis mo y el totemismo para renacer en una 11111•vn acepción: redefinidos como u na u otra de las cuatr o • uu.IHnaciones permitidas por el juego de las semejanzas

ltul diferencias entre los otros y yo en los planos de la in­' ' tsuridad y la Eisicalidad, son a hora, en conjunción con el IIHIIII'Rlismo y e l analogismo, las piezas e lementales de 1111 1 !iuerte de sintaxis de la composición del mundo de la • 11 11 l proceden los diversos regímenes institu cionales de la , 1 loncia humana.

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11

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<'u ar ta parte. Los usos del mundo

•t'Tis saíd lhat the uiews o( noture held by a11y peoplc dcter· minC' alllheir institutionsu. *

RAI..Pu WA LOO E~tERSON. English 'I'ratls

• «Se dtce que las concepciones de la naturaleza sostenidas por un Jllll!blo determinan todas sus institucioneS>>.

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La institución de los colectivos

l'olivalentes, dado que responden por hipótesis a dis-1"' ICJones universales, los modos de identificación alcan­

tll l~xistencia pública en las ontologías que privilegian •111 11 u otro de ellos como principio de organización del ré­IIIHII•n de los existentes. Cada una de esas ontologías, a su • '"· prefigura una modalidad de colectivo más especial­

uu•nt.c adecuada para la reunión, en un destino común, de l11 tipos de seres distinguidos por ella, así como para la ··-prosión complementaria de sus propiedades en la vida l""d ica. Así entendido. un colectivo corresponde en par­'' pero sólo en parte, a lo que denominamos «sistema so­' 1·11••.1 Si consideramos valederas las muy diversas ideas •l'lt' los pueblos se han forjado de sus instituciones en el lt ulscurso de la historia, no se puede sino comprobar que ' 11 contadas oportunidades esas concepciones logran ais­¡,,, lo social como un régimen sepa1·ado de existencia y de 111••ccptos que sólo gobierna la esfet·a de las actividades ll11 manas. De hecho, habrá que esperar hasta la madurez •lnl naturalismo para que un cuerpo de disciplinas espe­tllllizadas se fije lo social como objeto y se proponga, en •un secuencia, detectar y objetivar ese ámbito de la prácti­' '' l'n todos Los lugares, y sin muchos miramientos por las 'uncepciones locales, como si sus fronteras y su contenido I11Pran por doquier idént icos a los que hemos establ ecido • 11 nuestro propio caso. Por lo demás, aun cu ando se las 1o1me en cons ideración, las «teorías sociológicas» vernácu-

1 1~1 término ••colectivO>' se toma aqlli en el senL1do en que lo ha popu-1,! l'i.l\do Bruno Latout•, es dectr, como un procedimiento de reunión, de ., ,,culccciórw, de humanos y no-humanos en una I'Od de interrelaciones • tii•Ci(icas; en esta acepción, se distmgue de In noción clásica de ~<socie­•hul" en razón de que esta oo se aplica de derecho si no al conjunto de los

IIJt'lOS humanos. apartados debido a ello del tejido de relaciones que utHntJ.enen con e l mundo no-humano. Véase La tour (1991).

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las son a menudo mutiladas para mantenet· en ellas Únl l'll

mente lo que a lañe a l gobierno de los humanos: concepcw nes del parentesco, del poder, de la división del trabajo, dt las jerarquías estatutarias, todo esto cobra relieve conlru el telón de fondo de la filosoüa política y la sociología tlt los modernos, y medido con esta vara resulta de inmeclw to incongruente y merecedor , por ende, de las copiosas L' '\

phcaciones que la antropología se apresta a sumimstt·ur para dar razón de la unidad de las disposiciones sociah por detrás de las aparentes diferencias de sus expresiont· instituidas. Ahora bien, lejos de ser un supuesto fun dacional del cua l todo deriva, lo sociaJ es, al conlrano resultado del trabajo de reunión y distribución ontológint de los sujetos y los objetos que cada modo de identificacwn lleva a efectuar. No se trata, entonces, de lo que explicn, sino de lo que debe ser explicado. Si admitimos esto y rCC(I nace mos qu e, has ta muy poco tiempo atTás, la mayu1 parte de la humanidad n.o bacía distinciones tajantes on tre lo natural y lo social, ni pensaba que el tratamiento dt• los humanos y el de los no-humanos correspondieran tt

dispositivos completamente separados, será necesun o contemplar los diversos modos de oTganización social y

cósmica como una cuestión de distribución de los exislen tes en colectivos: ¿quién se incluye con quién, de qué mu nera y para hacer qué?

A cada especie su colectivo

EJ modo de identificación animista distribuye a humn nos y no-humanos en tantas especies «sociales)) como for mas-compor tamientos hay, de suerte que las especies du tadas de una interioridad análoga a la de los humanos v1 ven, supuestamen te, en el seno de colectivos que pose(\11 una estructura y propiedades idénticas: se trata de soc11 dades completas, con jefes, chamanes, rituales, viviendns, técnicas, a rtefactos, que se reúnen, se mancomunan y 111•

pelean, proveen a su subsistencia y se casan según las rt•

glas vigentes, y cuya vida en común tal como la dcscribon los huma nos permitiría llenar todas las secciones hnlu tuales de una monografía etnológica. Po1· «especie», ad!' más, no hay que entender aquí sólo a los humanos, tu-.

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animales y las plantas, porque práctlcamenlc todos los existentes tienen una vida social ; corno escr1be WAldemar Bogaras con respecto a los cbukchis de Sibena oricnlaJ , •hasta las sombras sobre la pared constituyen tribus par­&iculares y tienen su propio país, donde viven en cabañas y tubsisten gracias a la caza>).2 En todo el territor io del am­mismo, los miembros de cada tribu-especie comparten as.í una misma apariencia, un mismo hábitat, un mismo com­portamiento alimentario y sexual, y son en principjo en­dogámicos. Por supuesto, las u niones in terespecificas no ton desconocidas, sobre todo en los mitos, pero exigen, precisamente, que uno de los cónyuges se despoje de sus atributos de especie a fin de que su pareja lo reconozca co­mo idéntico a ella.

Puede suceder también que w1 miembro de una tl'ibu­• pccie goce de una suerte de afiliación complementaria a otra tribu-especie, sobre todo en el caso de los chamanes, intermediarios por excelencia entre los colectivos huma­DOII y los colectivos animales. Así. entxe los waris de Bra­l il, un hombre se convierte en chamán cuando un espíritu animal (jami karawa) implanta en él ingredientes de su alimento que lleva distribuidos en su propio cuerpo (e n 1cneral, vainas de bija, semillas o frutas). Mediante esta acción, que equivale a establecer una relación de comen­aahdad, el espíritu animal entabla un vigoroso lazo con un humano, que le permite a este último movilizar el concur­IU de la especie correspondiente. Losjami harawa se pre­acntan, en efecto. como animales corrientes -si bien bwisibles para los profanos-, cuyo cuerpo está habitado por un espíritu de forma hu mana que el chamán, por su pnrte, tiene la facultad de percibir bajo las apariencias de un wari cualquiera, al menos para el representante de la o11pccie que lo ba elegido. A raíz del trasplante de alimen­lu, t•ljami karawa se convierte en amigo de] chamán y en IIU suegro potencial, porque el hombre, tras su muerto, se lrnnsformará en un animal de la misma especie que su e umpañero y se casará con una de sus hijas. El lazo así c·rt•udo le prohíbe al chamán matar y consumir animales tlc• ln especie que lo ba acogido, y le concede a cambio la fa ­c·ultad de erigirse en intercesor ante ellos cuando una en-

llo¡;oras (1904- 1909), pág. 281.

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fermedad que estos han enviado afecta a un humano ti•• •1

propia comunidad. a Entre los huaoranis de la Amazuuw ecuatoriana, a l contrario, son los a tumaJes los que pld• 11

integrarse a l colectivo humano, y no los humanos los 11"1

tados a uni·rse a un colectivo animal: los chamanes (ltH "'

ra; literalmente, «parientes dejaguarn) son e legidos t:Oltll•

padres adoptivos por un espí rit u jaguar que manifies t11 11 intención en los sueños y luego visi ta con regularidad n 11

nueva familia durante la noche, expresándose por h111 n

del chamán.4 En ambos casos, la incorporación a ou·a t t 1

bu-especie como una s uerte de ch tdadano h onorario 1111

suspende. empem , la pertenencia a La tribu-especie OI"Í f'l

naria, ni implica en modo alguno la pérdida de los atr·i l111 tos de forma y comportamiento asociados a ella.

La «naturaleza)) y la «sobrenaturaleza>• animistM • hallan, pues, pobladas de colectivos sociales con los cuolt• los colectivos humanos entablan relaciones según nornlft que se suponen comunes a todos, pues humanos y uo· hll manos no se limitan a intercambiar perspectivas, cuantl" Lo hacen; intercambian también, y sobre todo, signos, pru legómeno a veces de intercambios de cuerpos -en tod11 caso, indicaciones de que se comprenden mutuamente 111 su s interacciones prácticas-. Y unos y otros sólo pued1•11 interpretar esos signos si estos están avalados por i nst ' '·' ' ciones que los legitiman y les dan sentido, como un mudu de garantizat· que los errores en la comunicación i.nle1· ' ' pecífica se reduzcan al mínimo. Sin duda. el jaguar hunu rani pide ser adoptado como un hijo, y no como un yernn el jaguat· wari escoge a un cbamán como un suegro, y nu como un padl.·e, y el mono lanudo se presenta ante el caí'.H dor achuax como un cuñado, y no co mo un h ermano. Cadu uno de esos t·ogistros se expresa en en unciados considCI'II dos Lnteligibles por ambos interlocutores, no sólo pon¡111 se los formula en una misma lengua, sino también dcbtdu a su conformidad con un sistema de actitudes y obligac111 nes compru-tidas por los miembros de los dos colectivos n• lacionados.

¿De acuerdo con qué modelo se conciben est.os colecl t vos sociales isomorfos? Con el do la sociedad humana, el u

3 Conklin (2001), págs. 120-1. 4 Rival (2002). póg. 79.

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está, al menos el de la sociedad particular que presta su -·''""~'1'-•vu interna, su sistema de valores y su modo de

a los colectivos de personas no-humanas con los que . Esta respuesta, sin emba1·go, no es obvia pat·a

el mundo, y no lo es, en especia l, para los autores que tican su sociocentrismo implícito. Ingold, en particular, pronunció en forma contundente contra la idea de que cazadores-recolectores puedan apelar a su experiencia lns relaciones entre humanos para modelar concep·

nlmente s us relaciones con los no-humanos, en razón de <<las acciones que en la esfera de las r elaciones huma­se considerarían manifestaciones de un compromiso

•ru,cwLcu en el mundo llegarían a ser vistas, en la esfera de relaciones con e l medioambiente, como expresiones

s de su construcción)).5 El autor plantea esta ..,,,..,,."'"~'"''" en su crítica a un artículo de Nmit Bird-Da­

cn el que esta formula la hipótesis de que los cazado­recolectores conciben s u medio no como un lugar tral proveedor de subsistencia, sLno bajo la apariencia

do una entidad que. a la manera de un padre, vela por ali­awntar a sus hijos sin esperar nada a cambio. Su percep­tión del medioambiente esta ría gobernada, en consecuen­aln, por una metáfora inconsciente, «La selva es como un pudre•>, que los nayakas de Ta mil Nadu y Jos pigmeos bumbutis del Congo, por otro lado, manifiestan explicita­nwnLe.6 Ahora bien, Ingold duda de que en este caso se put>da hablar de una metáfora: para los cazadores-recolec­Wr<'S no h ay un mundo de la sociedad y un mundo de la nnturaleza -el primero proyectado en el segundo como un principio organizador-, sino un mundo único en cuyo Jltl llO los humanos aparecen como «organismos-personas» llliC' mantienen relaciones con todos los otros existentes, sin diMitnción. No podrían trazarse demarcaciones absolutas ami re esas diversas esferas de implicación; a lo su m o, sería IJwuble aislar segmentos contextualmente delimitados cl••nlro de un campo único de r elaciones. Las r elaciones quu rigen las interacciones con las plantas y los animales no pueden aprehenderse, por lo tanto, como metáforas de lu,; que estructuran las relaciones entre humanos.

l11gold {1996), págs. 12ó-6; las bas tard1IIM son del au tor . 1' Htrd-Dnvld (1990).

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La crítica es pertinente y se aplica, asimismo, a c1ertn interpretaciones de las sociedades que be calificado d• animistas. Por eso debemos precisar aqui que el uso (J\11

esas sociedades hacen de categorías tomadas del cam111• de las relaciones entre hu manos para calificar relacio1w con los no·humanos (o entre estos) no supone, en modo ni guno, una proyección metafórica; como señala Ingold, 1'' u interpretación no haría sino prolongar una distinción c•n tre la naturaleza y la sociedad ajena a las práctic.:'ls loen les. En los colectivos animistas, las categorías sociales 111o

cumplen otro papel que el de etiquetas cómodas que pt•t miten caracterizar una relación, con prescindencia del t

tat.us ontológico de los términos que est.a vincula. Denl "' del limi tado número de relaciones que es posible entahlne con los existentes, cada grupo humano selecciona algun11 a las que asigna una función rectora en sus interacciont con el mundo. Ahora bien, la etnogt·afía de las sociedadt animistas muestra de manera i nequívoca que esas .-ol11 ciones polivalentes se formulan, sistemáticamente, en t•l lenguaje de las vinculaciones instituidas entre bumanu no en el de las vinculaciones entre no·humanos. En lu Amazonia, en la América subártica, en Siberia septenln•• nal, los lazos que unen entre sí a los animales o los espt ritus, y a estos con los hombres, siempre se califican mt diante un vocabulario extraído del registro de la sociahtll dad entre humanos: la amistad, la alianza matrimoniu l la autoridad de los mayores sobre los menores, la adop ción, la rivalidad entxe tribus, la deferencia para con lt• • ancianos. Contra la interpretación metafórica , lngoltl destaca que podría decirse igualmente «Un padre es COilll•

la selva» y «La selva es como un padre», con la salved111l en efecto, de que no se dice eso (al margen, justamenlc, th los usos metafóricos), como tampoco se dice que los humu nos son para la selva como los parásitos vegetales con n• pecto a sus anfitriones, o como las plantas con respecto ul humus que las hace crecer.7

Si bien es totalmente legítimo criticar el sociocenll'll mo de los antropólogos, es absurdo endilgárselo a las p11 blaciones estudiadas por ellos, pues, de hecho, en las " ciedacles animistas no hay ejemplos de relaciones eult•

7 lngold (1996). pág. 134.

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·-·M ... , ~ nos que se especifiquen por medio de expresiones denotativas de las relaciones entre no-humanos, a excep-

de raros casos en que los dos tipos de relaciones coin­a la perfección debido a la similitud de las acciones

implican: así, el vocabulario de la guerra apela, a ve­a una terminología que evoca el comportamiento de

anima les depredadores. Como regla general, en esas icdades tampoco encontramos términos especificos pa-desigoar relaciones ecológicas que son fácilmente ob­

bles, s in embBl·go, entre organismos no-humanos, el parasitismo o la simbiosis. aun cuando en la prác·

esas relaciones sean conocidas y con frecuencia se las lote en los mitos a causa de sus propiedades contrasti­y sus virtudes analógicas; no se Las nombrará, empe-

y la simple mención de las plamas o los animales a los ......... ""incumben bastará para evocadas po1· metonimia. S

sintetiza r: en el mundo animista, tanto las relacio· entre no-humanos como las relaciones entre humanos

r no·humanos se caracter izan como relaciones ent1·e bu­nos, y no a la inversa. Es cierto que el hecho de definir la afinidad, la amistad

O t>l respeto en cuanto compor tamientos típicos de los hu­Ginnos podría verse como un prejuicio a ntropocéntrico fiUll nos lleva a aprehender palabras o expresiones verná­oulas, utilizadas para designar actitudes codificadas, co­lho s i se apLicaran primitivamente al solo ámbito de las renlidades humanas. ¿No podríamos imagi.t181· que su con­ftt uracióu semántica incluye desde el principio las rela· alones con los no· humanos, por lo cual el uso que se les da t n ••se ámbito ya no puede considerarse una extensión de t u l'nmpo original de aplicación? Parece dudoso, porque la• muy concretas relaciones entre hu manos mediante las ounles se califican las interacciones entre ellos y los no­humanos no pueden observarse como tales (es decir, con l11 totalidad de su contenido humano) en las relaciones QUt! los primeros mantienen con las plantas y los anima­lo•, como tampoco en las relaciones que los no·bumanos a•lnb locen entre si.

• A~<lsucede, por ejemplo. con el contraste mencionado en el cap.itulo 1 •nlro• \'1 loro amazónico y la oropéndola, que los mei hunas utilizan para • •••ulu:or lo diferencia de sexo entre los humanos.

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Veamos qué pasa entre los achuares. Estos dis tmgw 11 tres grandes tipos de relaciones entre h umanos y no·hu manos: u na relación de maternidad entre las muje t'N , las plantas que cultivan, en primer lugar la mandi oc·u una relación de afinidad entre los hombres y los animuh que cazan, Y una relación de amansamiento con respecto 1 los animales familiares encontrados o recogidos durnnl1 una cacería cuando eran pequeños. En lo tocante a la 1111

mera relación, lo cierto es que también en algunos no·hll manos pueden detectarse comportamientos mat.ernulc• ~ea como fuere, el lazo materna l establecido por las m11 Jere~ achuares con la mandioca, y mantenido por· un flu¡11

continuo de encantamientos dir·igidos al alma de sus h1J11

frondosos, es de naturaleza muy distinta que el víncul1• que en tablan con sus hijos hu manos o el que pueden ni• servar en el entorno: no dan a luz plantas, aunque s tnlll len h acerlo aJ propagarlas por desq ueje; no las amam 1111 tan, s~o que, a l contr~rio, se protegen de su pt·openai11n vampmca, porque se dice que la mandioca chupa la suu gre de quienes están en contacto con sus hojas; no comen 11 s us retoños hu manos como sí lo hacen con su progenitw11 vegetal, e incluso alimentan a los primeros con la segun da. Estas dos relaciones no son literalmente equivalente· una, la relación con los hjjos huma nos, crea la atmósfl'l'll general que permite calificar la segunda como u na aclil 1111 ma_t~rnante en la que intervienen en pa1·tes i gu ale~; 111 solicitUd Y la fi rmeza. Por otro lado, la relación de aíin1 ?ad, típicamente la que se establece entre dos cuñados, , mhallable entre los no·hu_manos: el cazador no tiene 1·1 laciones sexuaJes con las hembras de la especie de la cu11 1 es cuñado genórico, no está enfeudado respecto de los 1, 1

píritus amos de los animales de caza como lo está con t'l .

pecto a su suegro, y la observación atenta de los monos 111

nudo~ o de ~os tucanes nunca le permitirá inferir qu1 practican el mtercambio de herma nas, como se dice qut•ln hacen Y tal cual los achuares lo propician para sí mismo También en este caso, el ambiente de la relación de nf11H dad entre hombres, hecha de rivalidad, regateos y hoAIIh dad real o potencial, da a la relación con los animales d• caza su tonalidad particular.

El amansamiento es un caso especial. En efecto c-.1 , relación muy común de familia rización no concierne ~6lo 11

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animales salvajes aclima tados en la casa, sino que mbién caracteriza el vínculo de los chamanes con sus

nimales y espíritus auxiliares, una concepción cuya di· por toda la Amazo nia ba mostrado Carlos Fausto.9

Por añadjdura, esa relación do dependencia y control relativos que los humanos logran imponer a diversos tipos de no-humanos se utiliza. asimjsmo, en determinados contextos, para designar u na relación ent re humanos: mediante ese proceso se califica el tierno y progresivo acostumbramiento de cada uno de los cónyuges a l otro a lo largo de la vida conyugal. U o uso de esas caracter ísticas no hace más que realzar la dimensión hu mana de la t·ela· ción de a mansa miento que se establece siempre a ini· ciativa de los in dios. ya sea dirigida a los animales, con el fin de incluir los en la comunidad doméstica -donde se los trata con el a fecto un poco brusco reservado a los huérfa· nos-, o a los asistentes del cha mán, para que acepten poner sus facul tades extrahu manas al servicio de este. Agreguemos que entre los a nimales en liber tad la adop· cióo de las crías de una especie por otra sigue siendo un reoómeno muy excepcional, por lo cual difícilmente pueda proporcionar un modelo a nalógico al ama nsamien to practicado por los h umanos. Los achuares sostienen sin hesitar que los espíritus a mos de los animales de caza consideran a las especies protegidas po1· ellos como ani· males de compañía, pero ningún achuar me reveló jamás ha ber tenido la oportunidad de contemplar a un espíritu - invisible, por otra parte-- en lt·aoce de amansar a una l' iara de pecaries. En el caso achuar, como en el conjunto de las sociedades animistas, hay que admitir, entonces, que esquemas generales de re laciones que se aplican in­distintamente a los humanos y a los no-humanos sólo lle· ga n a ser representables o susceptibles de enunciación c·uando se recurre a las formas habituales en que esas re­luciones se presenta n en los vínculos entre humanos, y no mediante préstamos tomados del registro de la fitosocio· logía o los compor tamientos animales.

Los pueblos animistas tienen buenos motivos para in· cli narse por u na formulación <<sociocéntricru> de las rela· ciones con las personas no· humanas. En primer lugar, las

° Fausto (2001), págs. 413·8.

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relaciones entre humanos son de acceso inmediato. se co11 cretan día tras día y siempre están marcadas en el plunu lingüístico, aunque sólo sea en el vocabulario del par<•n tesco, mientras que las relaciones entre no-humanos son u

bien formalmente similares a las existentes entre hu manos y expresables en los mismos términos (la mater111 dad, la conyugalidad,la rivaü.dad, la depredación), o bit'11 más difíciles de calificat de manera precisa. Cabe roco• dar que hubo que esperar hasta el siglo XX para quo lu ecología científica definiera y nombrara fenómenos como el parasitismo, la comensalidad, la sucesión biótica, la en dcna tr6fica o la articulación de los nichos. En segundo lu gar, las relaciones entre humanos parecen más formaliza das: su contenido está especificado por reglas de conduct ' explícitas y su normatividad es apuntalada por la repct1 ción previsible de las actitudes prescriptas. Por últiuw esas relaciones autorizan variaciones más amplias que lm interacciones observables entre no-humanos, toda vez qu1 la práctica puede modularlas y es posible someter a evu luación pública su conformidad a una regla; sus di.fercn cías de expresiones instituidas resultan también más m11 nifiestas cuando, con una mirada crítica, se las compnru con las formas que revisten en Las sociedades vecinu », ejercicio al que todos los pueblos son muy aficionados. De• tal manera, las relaciones entre humanos se presentn11 como esquemas abstractos y reflexivos más cómodos tll manipular, más fáciles de memorizar y más sencillos de movilizar para un uso extendido que las relaciones del oc· tables en el medioambiente no-humano. Todo esto las hn bilita para funcionar en las ontologías animistas como pn rámetros cognitivos flexibles y eficaces, que permilt•n conceptualizar las relaciones de los humanos con todn las entidades que están dotadas de una interioridad anu loga a la suya. 10

10 Es precisamente este mecanismo el que qlllse poner en pnmer Jllu no cuando definí el animismo, en un primer momento, como el uso tlo las categorías elementales de la práctica social a los efectos de pclliiHI la relación de los humanos con loa plantas y los animales, y no, cloro uR tá. In idea. sancionado por la tradición antropológica desde Durkhcuu según la cual las relaciones con los ObJetos naturales son proycccioru meWóncas de las relaciones entre humanos. La aclaración parece m cesarrn porque, sobre la base de esta formulación. Tim Ingold ealllllll

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El colectivo animista se presenta, por tanto, como uno upecie cuyas relaciones se califican por las que los hu­manos entablan entre sí, pero es una especie de un género muy particuJar y que apenas corresponde a la definición propuesta por el naturalista. En ambos casos se trata, en efecto, de una colección de individuos que responden a un tipo. De todas maneras, para las ciencias naturales es in­dudable que no debe darse intervención al punto de vista de los miembros ele la especie en La caracterización de sus atributos y sus fronteras taxonómicas, como no sea, qui­ús. a través de esa forma de ident.ificación mutua a míni­ma que supone la comunidad de reproducción. Con excep­oión de la especie humana -<¡uc puede objetivarse como tal gracias al privilegio reflexivo que le otorga su interio­ridad-, se considera, pues, que los miembros de todas las domás especies naturales ignoran su pertenencia a un conjunto abstracto que la mirada exterior del sistemático ha aislado, en la trama ele lo viviente, de acuerdo con cri­terios clasificatorios elegidos por él. En contraste, se dice que los miembros de una especie an imista tienen concien­cin de que forman un colectivo singular con propiedades d111tintivas de forma y de comportamiento; por añadidura, oam conciencia ele sí como elemento de un todo es tributa­rUt del reconocimiento de que, para discernirlos, los miem­bros de las otras especies lo hacen desde un punto de vista daferente del suyo, del cual deben apt•opiarse para sentirse VL•rdaderamente ellos mismos. En la clasificación na­turalista, la especie A se distingue de la especie B porque l11 t•apecie C asilo decreta en razón de las facultades sin­lulures de discernimiento racional que su humanidad le confiere. En la identificación animlsta, me experimento como miembro de la especie A no sólo porque difiero de los mll'mbros de la especie B por atributos notorios, sino debí-

•a m• yo habría recaído en el hábito de las rnt.erpretaciones teproyectivas>~ Clnt~uld. 2000, pág. 107). Ahora bien, yo jamás dije que la inienciona· lulnrl ora uno aputud especi.ficamente humano proyectada en los no· hunannos, corno lngold me reprochn. Ln posición sería Lanlo más nbsur· •1•1, ntlomns, por cunnlo aun los partadru·ios mós curtidos del realismo "'MIIiiiVO estón hoy dispuestos a admitir el coróctcr universalmente in· hutrvo de In postura que les alribuye a los amrnales una inLencioruili· tl111l v uno cnpacrdad representac1onal que tienen un efecto causal sobre 111 nuuportamiento.

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do a que la existencia misma de B me permite saberme di ferente, ya que esta no tiene sobre mí el mismo punto de vista que yo. En suma, la perspectiva del supuesto clas1f1 cador debe ser, en este caso, absorbida por el clasificatlu para poder verse verdaderamente como disti nto de él.

Ese mecan ismo de a lteridad constituyente es algo muy distinto de la simple representación de sí a través dell" pejo del otro, u n medio universal de captación de iden1 1 dad individual y colectiva, p01·que en ciertas condicionP14 termina en una identificación completa con el pu nto ciP vista del otro. 8n la Amazonia adquiere una forma paru digmática, que 8 duardo Viveiros de Castro, a l referirse> 11

los grupos tt1pís, tuvo el acier to de llamar «cogito caniballl la antropofagia rit ual de los t upí-guaraníes no es una fl ll sorción narcisista de cualidades o atributos, ni una opern ción de diferenciación contrastiva (no soy aquel a qu1 c11 como), sino, muy por el contrario, un intento de «convcr tirse en otro» mediante la incorporación de la posición qut• el enemigo ocupa con respecto a mí, lo cual abre la posib• lidad de sa lir de mí mismo pa ra aprehenderme desdt• afuera como una singularidad (aquel a quien como defint• quién soy).ll El exocaoibalismo, la cacería de cabezas, lu apropiación de distintas partes del cuerpo del enemigo, lu captura de personas en las tribus vecinas, todos estos fl' nómenos indisolublemente ligados a la guerra en las tit• t-ras bajas sudamericanas tesponden así a una misma 1w cesidad: el yo sólo puede construirse asimilando de ma1w ra concreta personas y cuet·pos ajenos, no en cuanto suK tancias dadoras de vida , trofeos dadores de prestigio 11

cautivos dadores de trabajo, sino como indicadores de In mirada exterior que posan sobre mí en razón de su proc<• dencia.

La guerra no es el único medio de llegar a ese resultu do. Siempre en la Amazonia, las diferentes tdbus del con junto lingüístico pano utilizan la palabra nawa como u11 término genérico para denominar de manera peyorativa n los extranjeros y como un afijo para construir autónimoA. na.wa designa a la vez aquello a lo cual uno se opone y aquello con lo cual uno se identifica. Numerosos elemenlo:,

11 Vive iros de Castro (1986), págs. 623-700; mi mterpretactón sim¡Jit flca un planLco complejo y de sorprendcnle s utileza.

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de la vida social de los grupos panos confirman esta dispo­sición paradójica , que induce a Philippe Erikson a escribir a su respecto: «Se puede, de todos modos, llegar( ... ) a afir­ma r que el extranjero no sólo es percibido como una espe­cie de reservorio de poder en bruto al que se trata de socia­lizar( ... ). sino que se lo define más exactamenLe como el modelo, cuando no el garante, de Las virtudes constituti­vas de la sociedad>1.12 En este punto cobra toda su signi­ficación la temática del perspectivismo desarrollada por Viveiros de Castro. En efecto, aun en los coleclivos ani­mistas en que no se afirma rotundamente que los anima­les que se ven como humanos aprehenden a estos como no­huma.nos, hay muchos indicios de que la identidad se define, a nte todo, mediante el punto de vista sobre uno mismo que adoptan los miembros de otros colectivos, colo­cados debido a ello en una posición de observadores exte­raores: los muertos, los blancos, los animales de caza, los ospíritus y hasta el etnólogo (que a veces puede ocupar va­rias de esas posiciones a l mismo tiempo). No es necesario, por consiguiente, ser belicoso y tener enemigos para con­templarse a través de la mirada de otra tribu-especie: los muy pacíficos chewongs de Malasia lo hacen cuando adju­dican a animales o a espíritus un punto de vista sobre el mundo, y por tanto sobre ellos, diferente del suyo propio. A los ojos de un chewong, el tigre y el elefante se engañan nc·nso cua ndo lo ven como lo que no es, pero ese error, por t•l simple hecho de dar testimonio de la aptitud para tener un punto de vista diferente del suyo, resulta indispensa­blt• para situarlo en su propio colectivo. En resumidas cuen­LnR, la equivocación asumida es cons titutiva de la carac­tt•rización de la especie animista como colectivo, en con­trnste con la definición de la especie natural, en la cual, 1111r el contrario, se busca a cualquier precio s ingularizar unn clase inequívoca.

Nn turaleza asocial y sociedades excluyentes

La fórmula sociológica del naturalismo es la más sim­pl" de definir y también la más intuitiva, dado que corres-

lll l~dkson (1996), pág. 79.

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ponde a la sensación de evidencia absoluta que la cl1• moderna nos ha inculcado. Es la quo aprendemos en )111

c~ela; la que transmi ten los medios, la que el pensamil'n ln Científico elabora y comenta: los humanos se distrib11, 1 "

dentro de colectivos diferenciados por sus lenguas y 1 11

costumbres-las cultm·as-, con exclusión de Lo que ('lCI

t~ independientemente de ellos -la naturaleza-. Es 111 u

til demorarse en dar ejemplos de este dogma fundacuuldl Y. poc~s veces cuestionado que comparten la tllosofín 1 1

Ciencias Y la opinión ~omún, habida cuenta de que la,prl me~a parte de este libro ya ha descripto su génesis ¡1111

t6nca Y destacado sus particularidades. Limitémonos , r~cordar algunos hechos dispersos que teslimoman '" v1gor en esta aurora del siglo XXI.

Muchos etólogos, lo hemos visto. están dispuesto 1

aceptar que ~os ~bimpa.ncés se diferencian entre sí por 11

«cultur~s» tecrucas, mientras que la noción más ant 1gu 11

de «soctedades animales» sigue suscitando reticencin , cont~oversias. Hay, es cierto, especies «socia les11, en , ¡ s~ntido de qu~ ~us miembros, salvo casos excepc.ionnll• solo pueden v1vu· y sobrevivir en colectividad, pero e u

agregados -se nos hace notar- no constituyen el equl\ 11

lente d.e una sociedad humana , aun cuando sean sumu mente mtegrados y solidarios, pues les falta la concient 1,

de f~rmar u~ todo resultante de la decisión reflexivo el• a~oc1arse, a.s1 c?1~o la f~cultad de darse nuevas regln!l l'll v1rtud. del eJerc1c10 del libre albedrío. El temor obsesivo th los et~logos que estudian a los primates superiores ••il, ademas, c~er en el antropomorfis mo si interpretan ol comportarruento de los grandes simios mediante una nnn l~gia .indebida ~on el de los seres humanos. De allí ese lln rile~o de noctones ad hoc destinadas a deslindar c·on ~artdad la etolo~ de ~os animales de la sociología de In

.~anos: la do~m~cta no es la dominación, la coopcr11

cton ~~ es la reetproc1dad, y el altruismo, a despecho du Ru

amb1gü~dad, no es por entero el sacrificio heroico d" 1

consent~do pot· el bien de la comunidad. En contraste, • 1 p~nsam1_enLo racista corriente ha dejado de referirse n 11111

diferenctas.natur~le.s entre humanos, antaño expue~t 1

por las teo:1a~ racialistas -la inhibición provocada po1·J11

condena publica de sus horribles consecuencias ha lonidu tal vez alguna influencia-, para no justificar ya su nvt•l

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n la altet'idad sino pot· el peligro de la mezcla de cul­s incompabbles: a cada uno su mundo y sus costum­

por cierto, pero fijados en terriLorios dist.in t.os. Los .uaulollJ:. más inclinados a conceder la cultura a los gran­

simios sostienen, así, el principio de que los colectivos annnos no tienen su igual en la naturaleza, mientl·as

los xenófobos occidenlales menos abterlos a lo dife­entre humanos reconocen como un hecho, sin em­tanto la heterogeneidad de las culturas como la biológica del género humano.

Vn de suyo que el paradigma de los colectwos es aquí la · humana -de preferencia, la desarrollada en E u­

y Estados Unidos a parlir de fines del siglo XVlll-contraste con una naturaleza anómica. Los hombres so

inn libremente; se dan reglas y convenciones que pue­decidir quebrantar; transforman su entorno y se re­

n tareas a fin de producir su subsistencia; crean sig-y valor es que ponen en circulación: aceptan una auto­

y se reúnen para deüberar sobre los asuntos públi­cn suma, hacen todo lo que los animales no hacen. Y ra el tel6n de fondo de esta diferencia fundamental se aca la unidad de las propiedades disüntivas que se

ribuyen a los colectivos humanos. Como dice Hobbes ~tu sólida concisión: <«Nada de convención entre las

t lllS».l3 Es cierto, el evolucionismo social ha introdu­u gradaciones en esta ruptura original con el m un do de

lu• no-humanos, y ellas subsisten en estado de prejuicios: .. t•Rt ima que algunas culturas están más cerca de la na­'urulcza (lo cual es ahora un t·asgo positivo) porque modi­ftcun poco su medioambiente y no ostentan el pesado apa­rnto de los Estados. las div1siones sociales y los instru­nwntos coercitivos. Pero nadie, ni siquiera los racistas muR obtusos, llegará a decir que toman sus instituciones dt• loA animales.

Hi bien el animismo y el naturalismo elevan n la socie· du•l humana a la jerarquía de modelo general de los colec-11\ os. lo hacen de manera muy dtslinta . El animismo lll Ut •stra un liberalismo sin límites en la asignación de so· '111111ltdnd, mientras que el naturalismo, más moderado, r• twrvn el atributo de lo social a Lodo lo que no es natural.

u Thomna Hobbes. Le~.;iotán, 1, l:L

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La antropología convencional definiría esta situación clt ciendo que la «naturaleza» es pensada por analogía con l.• <<cultura>>, en el primer caso, y que la <<cultura» es pensncl11 como lo que se diferencia de la «natut·aleza>>, en el segun do. Estas dos actitudes (la apertura <<proyectiva» y el Cll'

rre dualista) también suelen etiquetarse como va riant• del antropocentris mo. E mpero, sólo el naturalismo c• 1

verdaderamen te antropocéntrico, en cuanto define a lu no-humanos de manera tautológica por su falta de humu nidad, y encuentra en el hombre y sus atributos el pat·n 11

gón de la dignidad moral de la que los demás existentl•1 carecen . No hay nada semejante en el animismo, porquto Los no-humanos comparten la misma condición que lu humanos, y estos sólo se reservan ya el privilegio de atn huir a los otros existentes instituciones idénticas a las su yas, con el fm de anudar con ellos relaciones fundadas~~~ normas com unes de conducta. El animismo es, por lo La u to, más antropogénico que antt·opocéntrico, en la medidH en que hace derivar de los humanos todo lo necesru·io paru que los no-humanos puedan 1·ecibir el mismo trato quc• aquellos.14

Colectivos híbridos diferentes y complementarios

Desde h ace más de un siglo, el totemismo se concibe co· mo una forma de organización social en la cual los hu mn nos se r epa r ten en grupos interdependientes que toman sus caracteres distintivos del reino de las especies natura les, ya sea porque imaginan que h an heredado de estas a l­gunos de sus atributos, ya porque, en lo tocante a s us difo· t·enciaciones internas, se inspiran en las desviaciones con· trastivas que muestran las especies epónimas. Ahorn bien, esta visión sociocéntrica tiene el inconveniente tlc que introduce una dicotomia analitica entre la sistemát •· ca social y la sistemática natm·al , que al pa recer no se prc· senta en las concepciones ontológicas de esos <<totem isla t>11 por excelencia que so n los aborígenes australianos. Po ..

14 Por su parte, Eduardo Viveiros de Castro califica al animismo do amropomórfico, en contraste con el antropocentrismo narcisista dl•l evolucionismo occident.al; véase Vive1ros de Castro (2002), págs. 375·6

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es preferible cali.ficru: al totemismo como un sistema el que humanos y no-humanos se distribuyen conjtLil iO·

te en co lectivos isomorfos y comple mentarios (los pos totémicos), en contraposición al animis mo. en el 1 su distribución se da por separado en colectivos taro·

isomorfos, pero autónomos. En la mitad cacatúa de nungares del sudoeste de Australia encontramos, sin

además de las cacatúas, la mitad humana de la tri­pero también águilas, pelican os, serpientes, mosqui· ballenas; en resumidas cuentas, todo un conglomerado

especies dispa1·es cuyo equivalente en los agrupamien· que el medioambiente puedo ofrecer a la observación

,.. ........ ~ .. mos en vano. En cambio, no hay más que perso· m•l~:~·~l\;uuares en la tribu achuar, pcrsonas-pecaríes en la

pecarí, personas-tucanes en la tribu tucán. Si la es­y las propiedades de los colectivos animistas de·

de las adjudicadas a los colectivos humanos, la es­de los colectivos totémicos, por su parte, se define

por las desviaciones diferencial es entre manojos de atri­butos que los no-humanos denotan de ma nera icónica, mientras que las propiedades r econocidas a sus miembros no proceden directamente 1ú de los humanos ni de los no­hu manos, sino de una clase prototípica de predicados que preexiste a ellos.

Aun cuando se distingan unos de otros por la composi· ca6n monoespecifica de sus poblaciones, los colectivos a ni· mastas son homogéneos desde el punto de vista de s us principios de organización: para los makunas, la tribu ta­pir tiene el mismo tipo de jefe, de cbamán y de sistema ri· tual que la t1·ibu pecari o la tribu mono aullador y, por su· puesto, que la tribu makuna. No sucede otro tanto con los colectivos totémicos, todos diferentes también, pero ho· mogéneos en e l nivel del sistema que los engloba, porque 11un hlbridos por su contenido y, en especial, heterogéneos t•n sus principios de composición, puesto que hay numero­MUS clases de colectivos totémicos, al menos en Australia : l111jo la égida de uno o varios tótems, los humanos pueden ngl'uparse en comunidades de sexo , de generación , de c·u llo, de lugar de concepción o de nacimiento, de afilia· c·16n clánica, de clase matrimonial, y pertenecer con fre­c·uencia a varios de esos colectivos a la vez. Algunas de es· tus unidades totémicas son exogámicas de hecho o de de·

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recho -las clases matrimoniales, las mitades de sexo, lu clanes-; otras no lo son -los grupos cultuales y aqut>llu a menudo idénticos a estos, cuyos miembros han reciluel·, su alma- niño en el mismo sitio-, y otras, por último, ··•HI explicitamente endogámicas: las mitades generaciono 1. 1

Esto confirma que la especie natural -o las diferenc1• naturales entre especies- no constituye el modelo ann l11 gico que le permite al grupo totémico concebirse como un 1 totalidad suigeneris, dado que, encontraste con las pl1111 tas y los anima les que son endogámicos denlro de la CSI" cie, la mayoría de las veces los componentes bumanol'i el• un colectivo totémico deben buscar a sus cónyuges en ut ' u colectivo. Puede decirse incluso que, debido a que hun111 nos y no-humanos forman juntos colectivos interesportl • cos sin parangón alguno con esas colecciones de imh" 1 duos que son las especies, se abre la posibilidad de un111 nes enlre grupos humanos íntimamente asociados, 1111

obstante, a especies distintas de plantas y animales <Jih

no pueden aparea rse entre sí. También en este caso hay un marcado contraste con l11

colectivos animisLas, que se fundan, al contrario, en llllft

corporeidad de especie, porque en ellos la afiliación a cn1l11 ccsociedad» descansa en el hecho de que comparten \lllH

misma apariencia física, un mismo hábitat, un mtSIIItt comportamiento alunental'io, un mismo tipo de reprodw ción, y son, ipso {acto, considerados desde un mismo punlu de vista por las demás tribus-especies. En definitivo , • sin duda en el animismo, y no en el totemismo. donde 1. especie biológica sirve de modelo analógico concreto pn• • componer los colectivos; y esto es posible porque esos e··• lectivos, al igual que las especies, jamás se integran .... una totalidad funcional de nivel superior: por encmw el• la tribu-especie achuar, de la tribu-especie tucán, do lu tribu-especie pecarí, ya no hay nada en común, como "" sea ese predicado abslracto que los antropólogos que lu observan llaman cccultura>>. Nada parecido sucede en ello temismo. en el cua l, como Lévi-Strauss lo advü·tió con l'lll ridad, eJ conjunto abarcativo formado por los difet·ent 1

grupos totémicos no puede representarse a part.ir dt• l1'1 agrupamientos p1·opuestos por el mundo natw:al: el únu" modelo disponible sería la especie, porque el género t

una ficción taxonómica; pero la especie, justamenlo, 11••

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descomponerse en segmentos contrastjvos anlllogos los colectivos totémicos.

No obstante ello, es necesario distinguir aquí ent.re el ncipio de reclutamiento ontológico dentro de los colec­

lotémicos, que no discrimina ent t·e humanos y no· manos, y las funciones diferenciadas que cumplen las

·ntas clases de colectivos. En Australia, esas fu ncio· se sitúan a lo lru·go de un continuum que va de una ins·

mentalización de los no-humanos por los humanos a instrumentalización de los humanos por los no-hu·

nos, pasando por una situación intermedia en la que humanos intervienen como agenles de una finalidad a

vez h umana y no-humana, en cuanto son los mediado· rituales y los beneficiarios de La fertilidad cósmica. Las

matrimoniales son el ejemplo por excelencia do los pos totémicos del primer tipo: las ent idades totémicas uidas con los h umanos en las mitades, las secciones o Rubsecciones, así como las plan tas y los a nimales que

tfín afiliados a e1las, no tienen nada que ganar en las ribuciones taxonómicas y los inte1·cambios ele cónyu· que esas unidades exogámicas contribuyen a lleva r a

bo por iniciativa y para beneficio exclusivo de los huma· · par a los canguros, los bandicuts y los varanos es in·

que una mujer-canguro se case con un hombre· ndicut y traiga al mundo niños-veranos. Las plantas, nnimales, los tótems y los seres del Sueño se ma ntie·

aen ajenos a esos juegos de la alianza y la filiación por me· dio de los cuales la parte humana de los colectivos se re· produce combinando los recursos de los diversos grupos

icos. En vista de que los animales y los vegetales, en raste, se reproducen dentro de su especie, es decir, en

t i Kt.•no mismo del colectivo totémico, y dado que se perpe· luun al margen de la compleja mecánica de los inlercam· bluH oxogámicos regidos por las clases de matrimonio, sólo ftaruran en estas de manera subalterna, como indicadores ClC'nnodos que sintetizan los atributos contrastivos puestos on vigencia en la alianza matrimonial de los humanos (pa· rn los tótems), o como ilustraciones del carácter exha us· tavu y coherente de la clasificación general de l cosmos n,uhzndo por las clases (para las especies asociadas).

Sucede de otra manera con las diferentes fot·mas de to· tt~m iamo concepcional. En este tipo de grupo totémico, en

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efecto, los miembros humanos del colectivo están oht.1 ,

dos a celebrar ritos periódicos destinados a asegurn1 t. fertilidad de la especie asociada a s u tótem; y lo hacou , 11

el sitio mismo en que un ser del Sueño se manifestó nttl•• ño. Y de donde proviene su identidad totémica, pue!l c·:11l•• uno de ellos es el producto de la actualización de un al111 ,

niño idéntica procedente de la reserva depositada en , , lugar por eJ ser del Sueño al mis mo tiempo que las almu niños de la especie en cuestión. Muy comunes en todn• 1 continente, esos ritos de «multipücacióm> fueron bien d• cáptos por Spencer y Gillen para los arandas, que los ¡1,

nominan intichiuma. Dos ejemplos bastarán para Ccl lll

prender su objetivo. En el rito de multiplicación del tólt 111 Emú del sitio de Strangways Range, los iniciados vincul• dos al centro totémico impregnan cuidadosamente cou " sangre una pequeña zona desmontada, y sobre la supPrlt cie roja obtenida de ese modo pintan las partes inlcr'ttll~ de un emú - la grasa, los intestinos, el corazón-, agf '" mo los huevos del animal en Jas diferentes etapas d<• 11

desarrollo; la finalidad de la operación y de los cant.os 1111, la acompañan consiste en describir de manera mimét11 1

el proceso de gestación del emú y favorecer con ello lu r. 1 tilidad de la especie. En el rito del tótem Larva de Poldlu [Witchetty] del sitio de Alico Springs, los iniciados vi si l 1111 y celebran cada uno de los peñascos que simbolizan )a 1111 sencia concreta y la manifestación cot·poral del ser tl•·l Sueño del cual deriva esa especie; de formas di ver~" , esos peñascos figura n los huevos del insecto, su crisáltcl • el sujeto adulto e incluso partes del cuerpo del ser del H11 1

ño. A continuación se levanta una choza, asimiladu" lu crisálida, en. la que los iniciados entran para cnntariPu l insecto en todas las fases de su desarrollo.15 Llevado-e ¡1

cabo en el momento previo al período de eclosión o de uc·u plamiento de la especie en cuestión, esos ritos conlnlln yen al desarrollo y el incremento de esta a] condensar lflli etapas de su reproducción biológica.

Los miembros humanos do un grupo totémico cour.,11 cional tienen así la responsabilidad de velru· por la pl'OJlll

gación de un componente animal o vegetal de su colcct av .. tarea que les incumbe en vi..rlud de que comparten con 1 1

u; Spencer y Cillen (1927), págs. l5tl· 7 y 148-53.

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ponente un mismo origen ontológico y responden a la a clase protot1pi..ca de atributos. Sería un exceso de-

que, en esta reproducción parcialmente delegada, Jos manos se va len de los humanos para alcanzar sus

fines, pot·que los ritos de multiplicación de las tas Y de los animales también se celebran en beneficio

los miembros humanos de los otros grupos totémicos se alimentan de ellos. y ese tipo de colectivo es, ade· el marco de rituales destinados con exclusividad a la dualización de los humanos. Empero, humanos y manos son aquí, como minirno, solidarios en la am­de gru:antizar la pe1·ennidad de lo viviente en cada

de sus clases encarnadas. Los ritos de multiplicación también pueden desenvol­

en el contexto de un totemismo ciánico, como ocune los warlpiris, en quienes este se combina con el to-

... IIIHIJiu concepcional. Todos los componentes humanos y manos de un clan patrilineal tienen en común Jos

«Padres del Sueño» y pertenecen, por tanto, al tronco. Por ejemplo, los humanos del clan Zari­

·Ciruela Negra llaman «padres» o «hermanos)) a marsupiales y esas frutas, y tienen la misión de ase­r su reproducción rituaJ en los sitios donde su «Padre

Hueño» común depositó sus reservas respectivas de aJ. niños; cumplen esa tarea en beneficio de los otros cla­que bacen lo mismo para ellos con las especies de las t•s t.án encargados. El mecanismo de la multiplicación

del que implementan los arandas: los miembros nnos y no-humanos del clan están habitados por tipos

••f!éncias totémicas visuales y dinámicas que l.es son ptus, los kuruwarri, cuya activación depende de su

en escena ritual; por ese medio, los lwruwarri de plantas y los animales se actualizan y su propagación l:a garantizada.16

Lus colectivos fundados en una filiación o un sitio de u•t:pción totémicos compartidos no sólo contribuyen al

rt•c·tmiento de s us componentes no-humanos: son tam· blt•u ~:1 medio e legido por las entidades totémicas para P••rpPt.uarse a través de la apropiación del proceso repro­dud tvo de los humanos. En lodo el continente, en efecto,

11' lllt~wczewskl (1991). págs. 32·3.

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las t•epresontaciones de la concepción coinciden t 11 1 punto queAshley Montagu destacó hace mucho: ((N11 t dre ni la madre contribuyen en nada que sea de nalll • • za física o espiritual a la existencia del niño))P Comu l•• lo muestra ~erlan en su estudio comparativo de la 1 rías aborígenes de la reproducción humana, los hijo siempre el fruto que adviene cuando la madre ha innu rado un alma-nii1o depositada por un ser del Sueño • 11

sitio totémico. Antes de realizarse como fetos, las nlt niños llevan una vtda autónoma , a menudo bajo la l111 1 de animales y planeas que pueden ser ingeridos por l11 tll tt dre, a quien se ve como un simple r eceptáculo, una 1 111 rl de incubadora que permite al alma- niño desarrollu hasta el momento del nacimiento. De temperamento l1·"11 vo, según se dice, esas simientes están a la espera d1· cuerpo humano al que dota rán de los atributos propw ser del Sueño del que han salido, y se ocupan, en lo 1 1 '' cial, «de buscar madres por cuyo intermedio puedan ''""" cer)).IS Las deswpciones de los etnólogos no dejan 1 1 t ninguna duda de que los humanos son los meros vccl11t • de la actualización buscada por un a entidad totótt ttl" Con referencia a los maroi. las almas-niños de los sit•o· 11 témicos de la comunidad de Belyuen , en la peninsul• •l Cox, Elizabelh Povinelli escribe que crpreco ncibcn 11 11

imagen del niño antes de forjarlo»; la intencionalidnd 1111 judicada a las almas-niños es central en ese mecatll 111

de reproducción, en contraste con el papel relativanw111 pasivo que en él cumplen los huma nos: «Los mar(ll u

ocultan de manera deliberada en Los alimentos y nt 111 niños. Los hombres y las muJeres los capturan y los tnr•• ren sin imención)). 19 Además, esta autonomía de lo~,, , roi subsiste después del nacimiento, pues se ar.rma 11111 ejercen una influencia irresistible sobre sus anfitri01w 1 '' la elece16n de los animales que estos cazan, tos alim1•11t" que consumen y los sitios que frecuentan. Ocurre lo 1111 mo en otros lugares, como, por ejemplo, entre los arnn1l1 para los cuales 1da encarnación de un espírttu-niño, 1111

Jmruna, procedo en primer término de su deseo de CX Ill'll

17 Montagu (1937), pág. 8 18 Merlnn (1986). p~g. 4 75. tu Povinelli (1993), págs. 151 y 152.

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rln».20 Los padres, en consecuencia , son poco mús pudre adoptivo y una madre portado1·a, los tnsLru· que consienten la perpetuación de una de las <h ·

l"nes de un tótem que se objetiva en un humano, tw convierte a su vez. y por ello, en un componente tucmpre presente del colectivo intrínsecamente hí·

tauc un ser del Sueño insLiluyó antaño. mismo proceso se manifiesta en los totemismos

ttdos por La filiación clánica. La impregnación de muJer se lleva a cabo, por lo común, en el sitio donde

lns ni mas-niños del clan, y eJ recién nacido se su m a toda naturalidad a l colectivo cuya continuidad sus·

1 han asegurado, antes que él, sus ascendientes ma· o pnternos, al servicio de la voluntad de perpetuo -

tlt• la entidad totémjca que tienen en común. Así, en la comumdad de Delyuen, los t.ótems de filia·

llnmados durlg <<preco nciben s u propia descenden· la forma de humanos antes de nacer efecliva.men·

una nueva generación)).2l Es lícito pregunta rse, en· s i en un caso semejante se puede siquiera hablar dientes humanos, dado que la vida humana en su

ldud parece no ser más que el soporte del que los tó· •le filiación se apoderan para revela rse en cada ge·

n sucesiva. Al igual que todos los tótems de ülia­pHtrilineales, los durlg están anclados en s itios r e· ulus por e l territorio del clan, y t radiciona lmente se que legitiman los derechos de uso de sus miembros

lw; recursos del lugar (en especia l cuando hay con· de tierras con los no-aborígenes). Empero, sin po·

""t.-In de juicio la importancta c1·ucial que el ejercic10 tmns m isión do esos derechos pueden tenct· para las ttlndes de subslSlencia de los humanos, así como para

ld••nllficación con un espac1o aún a nimado por las pro· •s que un ser del Sueño le ha insuDado, hay que se-

,. <¡ue los miembros del clan no son más que los custo· v usufructuarios de los sitios de donde procede su lÓ· , rl<>l te rritorio que aquel ser modeló otrora con sus n naciones; ellos son, a l igual que el paisaje, la ema· 1 l'ncarnada y al mismo tiempo el canal por medio

M ulltlllt•(•ff (1 995), pág. 100. 1 l'uvllwlll (1993). pág 148.

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las rept·esenlacio nes de la concepción coinciden en UJI

punto que Ash ley Montagu destacó hace mucho: l<Nt ei¡M dre ni la madre contribuyen en nada que sea de nalurnlt za física o espiritual a la existencia del niño»P Como bi< 11

lo muestra Merlan en su estudio comparativo de las lt•u das aborígenes de la t·eproducción humana, Jos hijos su11

siempre el fru to que adviene cuando la madre ha incorpn rado u n alma-niño depositada por un ser del Sueño en uu sitio totémico. Antes de rea lizarse como fe tos, Las alm111 niños Uevan una vida a utónoma, a menudo bajo la for nw de animales y plantas que pueden ser ingeridos por la 0111

d re, a quien se ve como un simple receptáculo, una sucrt, de incubadora que permite a l a lma- niño desarroll nr"' hasta el momento del nacimiento. De temperamen to fcst 1 vo, según se dice, esas simientes es tá n a la espera de 11 11

cuerpo humano al que dota rá n de los atributos propios cid ser del Sueño del que han salido, y se ocupan , en lo oS('I I

cial, «de buscar madns por cuyo in te rmedio puedan renu ce1?1.l8 Las descripciones de los etnólogos no dejan cu 1 ninguna duda de que los humanos son los meros vector!' de la actu a lización buscada por una ent ida d to tóm1c1• Con 1·eferencia a los maroi. las a lmas-niños de los sitios Ir• témicos de la comunidad do Belyuen, en la penínsuln !11 Cox, Eli zabeth P ovinelli escribe qu e «preconciben Ullll

imagen del niño antes de forjarlo»; la intencionalidad tHI

judicada a las almas-niños es cent ra l en ese mecanismn de rept-oducción, en contraste con el pa pel relativamcnlt pasivo que en él cu mplen los huma nos: (< Los rnaro1 • ocultan de ma nera deliberada en los a limentos y Ct'CUII

niños. Los hombr·es y las mujeres l os capturan y los inyi1 ren sin intenctónn.19 Además, esta autonomía de los mu roi subsiste después del nacimiento, pues se afi rma q111

ejercen una mfluencia irresistible sobr·e sus anfitrioneij tr la elección de los animales que estos cazan . los alimento que consumen y los sitios que frecuentan . Ocurre lo mt mo en otros lugares, como, por ejemplo, entr e los arandn para los cuales (<la encru·nación de u n espir itu-m ño, un lturuna, procede en primer término de su deseo de expctt

L7 Montagu (1937), pág. 8. 18 Mcrlan (1986), pág. <175. 19 PovineUi (1993). págs. 151 y 152.

384

tarlan.20 Los padres, en consecuencia, son poco más un padre adoptivo y una madre portadora, los anstru·

nt os que consienten la pe t·peluación de ua1a de las di· iones de un lótem que se objetiva en un humano, se convierte a su vez, y por olio, en un componente siempre presente de l colectivo intrínsecamente hi­

que un ser del Sueño instituyó antaño. 1-;1 mismo proceso se manifiesta en los totemismos

•A '' "' ' ._.._.,~ ... ,,., por la filiación clánica. La impregnación de mujer se lleva a cabo, por lo común. en el sitio donde

las a lmas-niiios del clan, y el recién nacido se suma toda naturalidad al colectivo cuya continuidad sus­al han asegurado, antes que él, sus ascendientes ma­

o paternos, al servicio de la voluntad de perpetua­de la entidad totémica que tienen en com(tn. Así,

mpre en la comunidad de Belyuen, los lólems de filia-llamados durlg ((preconciben su propia descenden­

bajo la forma de humanos antes de nacer efectivamen­••n una n ueva gencración>1.21 Es lícito preguntarse, en­

si en un caso semejante se puede siquiera hablar nscendientes humanos, dado que la vida huma na en su

lidad pa rece no ser más que el sopor te del que los tó­de filiación se apoderan para revelarse en cada ge­

n sucesiva. Al igual que todos los tótems de filia-l patrilineales, los durlg están anclados en sitios re­tdos por el territorio del clan, y tradicionalmente se que legitiman los derechos de uso do sus miembros

Johro los recursos del lugar (en especial cuando bay con­os de tierras con los no-aborígenes). Empero, sin po­

r t•n tela de juicio la tmportanc1a crucial que el ejercic10 In 1 rnnsmisión de esos derechos pueden tener para las

actav1dades de subsistencia de los h umanos, así como para •u ult' ntificación con un espacio aún animado por las pro­ph•dndes que un ser del Sueño le ha insuflado, hay que se­ftnlur· que los miembros del clan no son más que los custo­dlus y usufructuarios de los sitios de donde procede su tó­a.m y del territorio que aquel ser modeló otrora con sus p..r••urinaciones; ellos son, al igual que el paisaje. la ema­n.t•·wn encarnada y al mismo tiempo el canal por medio

11 Mutsseeff ( 1995), pú.g. 100. 1 l1uvineU1 (l993), pág 148

385

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11

del cual persiste vjvaz su acción creativa en un lugar. t'•• mo escribe P ovinelli, «no es que los humanos se trans1111 tan sitios de gener ación en generación, sino, más bit•n que la fue1·za mítica interior de los sitios se perpetúo 1

t ravés del cuerpo de los bumanos».22 No podría decir111

con mayor clru·idad que los humanos son aquí los celoHII a uxiliares de una finalida d inmanente y singularizad• que los en globa y los s upera a la vez.

En Australia, la multiplicidad de los tipos de colecl.i vut!l totémicos y de las funciones que cum plen, así como las 1\11

merosas afiliaciones a utorizadas por esta diversidad, sou n ecesarias, probablemen te, para que cada u no de lu miembros h umanos y no-humanos que los componen lt• 1

saquen provech o: identificación con un lugar y un a cÜJHt· prototípica de atributos encarnados por no-humanos (pn ra los humanos), seguridad de reproducirse gracias a l11 mediación deliberada o involuntaria de los humanos (po ra los no-humanos), cada elemento de estas unidades hi bridas depende de los otros, en un gran intercambio d servicios en el que los respectivos aportes terminan pm confundirse -tan fuerte es el cemento que los u ne en LUIH

tota lidad ontológica con raíces en un espacio co mún-. Desde ese punto de vista. pa rece necesario relegar el totl•· mismo de las secciones matrimoniales al rango de f en(¡ meno subalterno - y probablemente tardio-, a pesar dt~ la importancia que la literatura a ntl'Opológica ha atribuí do a esas instituciones. Fascinados con justa razón por Jn elegante complejidad formal de los sistemas de ocho su u secciones, Los especialistas en el parentesco no se percato ron lo suficiente de que esos modelos suponían para LoN aborígenes, sin duda, un ejercicio de virtuosismo lntelec tu al. más que un procedimiento pru·a organizar la existen­cia cotidiana de los colectivos y su reproducción. En efec to, si bien las clases matrimoniales son en verdad, como las otl·as unidades totémicas, síntesis específicas de atri butos físicos y morales compartidos con no-humanos, s1

guen siendo ajenas a una dimensión fundamental de los colectivos australianos, a saber: la relación con un luga1·, un espacio productor de identidad. Se trata de categoria~

22 Ibid. En Munn (1970) y Myers (1986), pág. 50, se eucontr·arán for mutaciones análogas sobre los wadpiris y los pintupis.

386

minales, una suerte de ficheros antropométricos que pulan los criterios de la clasificación general de los bu­nos -y, por lo tanto, de los apareamientos que se les

torizan o se les prohíben- , y no de principios de asocia­n que pennitan el desarrollo de una vida socia l y el ape­a un territorio y a sus recursos. El totemismo co ncep­nal y el totemismo ciánico, en cambio, constituyen el

ro fundamento de los colectivos concretos, porque IIUII\lll;!\,IU ¡jl lJ la ag1·egaciÓn de lOS humanOS en gl"UpOS ruS·

investidos de responsabilidades y derechos con to a lugares de los cuales extraen su subsistencia y

e se perpetúan a través de su cuerpo y gracias a Los ri­celebrados en ellos.

También es licito preguntarse ya no cuáles son las fun­asignadas a los diversos tipos de colectivos totémi­

' sino cuál es la finalidad misma de esa organización mentada, a primera vista bastante extraña y contra in­

pues mezcla humanos y no-humanos con intereses ida rios en totalidades específicas que podrían mante­r su autonomía, a la vez que fuerza a esas unidades en

apariencia au tosuficientes a existir dentro de colectivos más vastos formados por su combinación. Una primera

nción de esta form a de distribución y asociación de los lstentes es, a no dudar , de orden práctico, lo cual no sig­

en absoluto que baste para explicarla. Como Lévi­Strauss lo advirtió con claridad, la especialización funcio­nul característica del orden totémico, que es análoga a La dL1 las castas, permite optimizar la gestión de los medios nucesarios para la vida, e introduce una rigmosa división dtll trabajo ontológico entre grupos complementarios cali­facndos en la producción y la reproducción de recursos lo­enlizados con los que esos g1·upos se identifican, aunque 11n cons umirlos.23 Pues bien, la paradoja de esta econo­míu de sangría generalizada a nivel de un continente gi­eruntesco consiste en que se presenta corno una incesante luhor· para fabricar y mantener lo que parecería darse de IIIHnera natural: los productos imprescindibles para la 1ubsistencia (con los ritos de multiplicación de las espe­r.l t.~s) y los h umanos que son necesarios para prod ucirlos

~ J Véase el examen de la relación entre tótem y casta en el capitulo 4 d•• U1 Ptmséc sauuage (Lévi-SLrauss, l962a).

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(c uando cada grupo totémico pone a disposic1ón de lu oLros mujeres «incubadoras11 engendradas en su seno). 1•:11 otras palabras, los colectivos totémicos aborígenes $011

máquinas sumamente especializadas en la creación y • 1 manteni miento de ciertos tipos de recursos. ya sea en lw neficio de los otros colectivos (<<vientre&' para llevar sus 111 mas-niños, plantas y arumales para su alimentación), yn sea, dentro ousmo del colectivo, para beneficiO mutuo ti• sus componentes humanos y no-humanos: la reproducc1011 de las espec1es totém1cas que los humanos tienen a ~~~ cargo, la perpetuación de los lótems por intermedio d1 1 cuerpo de las mujeres, el acceso a los territorios de cazu ' recolección por la afiliación lotémica. Sin llegar a sugcrtt quo se trata de un u adaptuClÓn funcwnal necesaria, no po demos dejar de pensar que, visto el carácter estratégico d1• la gest1ón de t•ecu•·sos aleatorios en una economía de caz.t y recolección, es una politica aconsejable confiar a órgn nos especio1izados la tarea de velar por cada uno ele elluR identificándose con su suerte.

Cuando se la considera on su dimensión colectiva, lu ontología Lolómica adquwro también una especil'icaclÓII complementaria, muy p1·opia de la morfología particulnr de ese llpo de orgamzactón e indispensable para que 11(' gue a ser verdaderamente funcional. En cuanto modo dl' tdentificactón. en efecto, el toteousmo sólo reconoce una unidad de base, la clase Lolémica, que constituye una lota lidad mtcgral y autosuficientc porque proporciona el mot co de la identificación de sus componentes humanos: comu hombre emú, me astgno atnbutos físicos y morales sahdo • del ser del Sueño Emú, tgualmente presentes en los emúc y en otros existentes con los que comparto un origen co mún y cuya fuente tangtble se encuentra en sitios y rasgo! del paisaje. Eso es todo lo que necesito para saber quién soy, de dónde vengo y enh·e qué elementos del mundo mo incluyo. Empero, si bien la clase totémica es, sin duda, lu i nstancia fundamental que me provee de una Identidad protot1p1ca, no se Lrata de una condición suficiente como pa1·a permitirme actuar con eficacia en el mu ndo. Parn alcanzar ese fin debo estab lecer relaciones con olros ex1s ten tes, y es lo sólo es posible si los términos de esas relacio nes se distinguen con claridad de mí mismo. es decir. si son exteriores a la comunidad ontológica que formo con lo·

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los miembros humanos y no-humanos de mi clase. Esa Unidad esencial que es la clase totémica no basta por s í

isma , entonces, toda vez que quiere escapar al soü p­Y ejercer su acción más allá de las fronteras que su

•idos le asigna; exige otros segmentos de la misma natu­....,,,., ... a . pero de composiciones diferentes, imprescindibles para el surgimiento de interacciones productivas y para la puesta en ma rcha de un dinamismo sociocósmico que re­-cuerde las relaciones múltiples que los seres del Sueño en­tablaron a ntaño entre s í con el fin de a nimar el mundo y diversificarlo.

Sin embargo, la mera yuxtaposición de los colectivos tot.émicos no desemboca ipso (acto en una totalidad de ni­vel super ior, claxamente representable como una en tidad lingular. En Australia, al menos, la combinación de la despoblación con las migraciones provocadas pot· la con­quista europea generó un a mplio movimiento de recompo­l ici6n é tnica, que en muchos casos impide ca lifica r de to­talidad discreta de tipo «tribal» a la asociación formada lo­calmente por clanes heterogéneos por la lengua y los orí­ICnes territoriales. Por otra par te, los itine1·arios de los aeres del Sueño, así como las a filiaciones totóm icas que 10s tienen, se despliegan en forma reticular a t ravés de considera bles distancias, de modo que clases totémicas tdl•nticas, por haber salido de sectores distintos de un mis­mo recor rido originario, se reencuentran en «tribu&> dife­rt•ntes, y no necesariamente adyacentes. En consecuen­c:ut, frente a la ambigüedad de los criterios que permi ti­rinn definir sin equívocos los pr incipios de reclutamiento )' los perfiles de un macrocolectlvo «tribal» integrador de lns clases tolémicas, cada segmento está condenado a en­contrar en los restan tes los t·ecursos necesa rios para con­ct•bir su complementariedad con ellos en una combinación nuís amplia.

Ahora bien, el totemismo ofrece un medio de asegurar nHn integración funcional de los segmen tos sin pasa r por 8 11 subsunción en un conjunto previamente dado, pues la ult•ntidad, ya no del individuo dentro del colectivo, si no tll'l colectivo mismo como individuo pluralizado, está ne­t'I'Sflt•ia mcnte relacionada con una toma de conciencia so­ln·tl aquello de lo cual se distingue, a saber: otros colecti­vos, un pri ncipio de especificación contrustiva sin razó11

3 9

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de ser en elulvcl de cada uno de sus elementos, qu(• '' traen de la clase prototípica todas las caractel'Ísticas 111

trínsecas necesarias para la definición de su ser. As1, l• condición de la individuación de los segmentos es el i'L'I" naci miento de una alteridad contra cuyo telón de fondo , destaca con nitidez la especificidad diferencial del ti l'l'

mento y. en consecuencia , de cada uno de sus miembrttl! con respcct.o a Jos miembros de otros segmentos. Tal curd lo señala Stéphane Breton en su crítica de la interpn•ln ción clasificatoria del totemismo, este sólo llega a funt' l•• nar como sistema social porque los miembros de un grupu totémico cerrado por definición logran aprehenderse cutt una mirada exterior al identificarse con un tercer Sl'l'

mento cuyo papel consiste en devolverles la imagen dt•l suyo. 24 Ese alter ego colectivo forma entonces, con el se~ men to que ól permite singu larizar, una totalidad funcw nal de nivel superiot· a l de las unidades totémicas, y 1.11

principio de puesta en marcha del dispositivo que legil1 ma a la vez su diferencia y su equivalencia en una escHIII más vasta. Al recurrir al clinamen de la identidad con trastiva, el totemismo supera el obstáculo inicia] consl• tuido por la autonomía de clases autorreferenciales y d11

ese modo accede a u na verdadera existencia sociológtcn, fundada en la interdependencia de colectivos del mismu tipo dentro de un conjunto abarcativo, inconcebible, em pero, en los meros términos de las premisas ontológicn inicialmente planteadas.

A diferencia del animismo y el naturalismo, que elevan a la sociedad humana a la jerarquía de paradigma de Ioft colectivos, e l totemismo lleva a cabo una fusión inédita, ni mezclar en conjuntos híbridos sui generis a humanos y no humanos que se sirven unos de otros para generar un laz(l social, una identidad genérica, un apego a luga res, así co mo recursos materia les y una continuidad generacional. Empero. lo hace fragmentando las unidades constitutiva K

a fin de que las propiedades de cada una de ellas sean complementarias y su montaje dependa de las desviacto nes diferencia les que exhiben. Pa1·a calificar ese sistema, la antt·opología clásica osciló, por tanto, entre una defini ­ción que ponia el acento en la continuidad entre nah u·a le

24 Breton (1999).

390

y cultura (la lógica «participa ti va>•) y otra que se alenía una lectura cognitiva del fenómeno (la lógica clasificato­

. El problema radica aquí en que, si bien los colectivos .. u ....... ·:"" son las unidades básicas del dispositivo organi·

del universo, para los aborígenes, al menos, no pro­nen ni de una extensión de las ca tegorías sociales que

la vida de los humanos (el sociocentrismo de Durk­' ni del modelo propuesto por las discontinuidades

re las especies naturales (el intelectualismo de Lévi­uss). Si nos esforzamos por ser fieles a lo que los abo·

.. .,,,...,, .... dicen de los principios que estructuran la existen· que llevan en común con una multitud abigarrada de

manos, más vale entonces afu·ma1· que su totemis­Jnu es «cosmogénico)). Así como el anímismo es ant.ropogé· Dico porque toma de los humanos el mínimo indispensa­

para que los no-humanos puedan ser tra tados como llumanos, e l totemismo es cosmogénico porque sitúa en arupos de atribu tos cósmicos preexistentes a la natura le­lO y la cultura el origen de todo lo que es necesar io para que nunca puedan discernü se las partes respectivas de t aíll S dos hipóstasis en la vida de los colectivos.

Un colectivo mixto, incluyente y jerar qu izado

El modo de identificación analógica no se expresa en furmas de colectivo que le sean tan específicas como en el cnso del animismo y el totemismo. En una ontología ana­JI¡gica, en efecto, el conjunto de los eA'istentes está tan rrngmentado en una pluralidad de m stancias y determi· nnciones, que la asociación de esas singula1·idades puede lumru· toda clase de caminos. Por diversa que sea la mor· rfllogía de los montajes de humanos y no-humanos autori­r.ndos por el analogisrno. ellos siempre se presentan, no uhstante, como unidades constitutivas de un colectivo mu­dlo más vasto, por ser coextcnso con el mundo. Cosmos y •cuc1edad son a quí equivalentes y, a decir verdad, casi and iscernibles, sean cuales fueren, además, los tipos de ttt•gmentaci6n interna que un conjunto tan extenso a·e­c¡uie l'e para seguir en funcionamiento. Acudiré a un ojem­Jilll pertinente, más valedero que un puñado de ilustracio­IH':i. tomado del sur de los Andes, entre los chipayas de Do-

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livia, a quienes Nathan Wachlel dedjcó una notable 11111 no grafía. 25

Pet·rudos en un altiplano semidesértico de la prov1111 111

de Carangas, a casi cuatro mil metros de altura; dc~p11 ciados por sus vecinos aimaras, que los califican de ((rl t

chosn; reducidos a apenas un millar de personas, los hui•• tantes de la aldea de Chipaya diluyen su miseria y 11

abandono en lln microcosmos de una prodigiosa dqut • en el que son perceptibles, a escala reducida, lodas lut 1 1

ractcrísLicas estructurales de colectivos analógicos 111 1 grandiosos y populosos. De lengua puquina, los chi pn \ •1 son los últimos urus que subsisten en Bolivia como ru 11

junto autónomo, tras haber constitujdo, en el momento da la conquista, cerca de la tercera parte de la población uu tóctona del país. Su ter ritorio tiene la fo rma de un n • tángulo de alrededor de treinta kilómetros de largo, du 1

te a oeste. por unos veinte kilómetros de ancho, bordt'111 l11 al sur por el lago Coi pasa. Está dividido en el eje norte 11111 en dos sectores de superficie casi igual, denominntl•• Tuanta («este») y Tajata (((oeste»), nombres que tamh11 11

reciben las dos mitades residentes en ellos, cada unn do las cuales corresponde a lo que en los Andes se llamn 111

llu, es decir, un grupo de filiación bilateral (figuras 6 y 7 l Situada aproximadamente en el centro del territono. J, , aldea de Chipaya también está dividida en dos mitadcMI 11 el eje norte-sur, y cada mitad se d ivide a su vez en ilu cuartos según un eje oeste-este. Los cuatro cuartos o h11 rrios -Ushata, Waruta, Tuanchajta y Tajachajta 1

agrupan en torno de cuatro capillas, y cada uno de cll11 está ocupado por varios linajes que reconocen un anco l1o

común. Esta organización cua tripartita reaparece on • 1 ámbito territorial, con el matiz de que las subdivision1 internas de las mHades no siguen el ordenamiento ortn~·~~ nal de la aldea, sino que toman, en cambio, limites geo •1 11

ficos; en este caso se trata de lechos de ríos: en la mal 1tl TaJala, los sectores Tajachajta y Tuanchajta se reparlln por lo tanto, a uno y otro lado de un eje norte-sur, mi1•11 tras que en la mitad Tuanta los sectores Ushata y Wcu "'" están delimitados por un eje que se extiende de noroc~r' 1 sudeste. Los linajes de cada barrio de la aldea tienen. 1 "

25 Wachtel (1990).

392

1Cdo1· del territorio que les corresponde, caseríos con­... "'"u'u"' por algunas chozas que son ocupadas durante

par te del año; además, gozan del usufructo de los que los rodean. otorgado por el ayllu de la mitad a

cuul pertenecen. Por último. así como el territorio se la como una proyección de la organización de la al­

' ht iglesia ofrece un modelo reducido de esta. Consa­a Santa Ana, patrona do Chipaya, es común a las

mitades y se eleva, al norte de la aldea, en el espacio lns separa. Se trata de una sencilla construcción de

, de forma rectangular. cuya puerta abre hacia el es-loa miembros de 'l'ttanta siempt·e se ubica n en la mitad

da a la derecha con respecto al este, y los de Tajata, In mitad situada a la izquierda; dentro de cada mitad, hombres están a la derecha y las mujeres a la izquier· Ln iglesia está rodeada de un patio cerrado con muros,

nqueado por una torre y prolongado por un patio más nde; en las cuatro esquinas de esos paLios y en los cua­contrafuerles de la torre están instalados una suerte nlta res sacrificiales reservados a cada uno de los cuar ·

!:l ll disposición en el espacio (os decir, con respecto al respeta el esquema cuatripa1·tito genera l de la aldea

el territorio (figura 6).

JGLES!A N

Urnlorto Tajachu¡lu Tajni.Jl

Ornt.ono TunnchajUl ~

Tuanlu llrutorio Waruta L>------..-----L.J Oratono U•hnttl

\IIL&d TAJA TI\

CllllrUI '1\annchajLa

Mit.od 'I'UANTA

Cuacto Ushata

........ . -.............. r................. . Cuarto • Cunrto

Tajaehajt.o Waruu1

Plwurn 6. Organización cuatripartita de la aldea clu:paya.

Lns m teracciones entre los diversos niveles de esas Un ulades encajadas unas en otras siguen la lógica clásica d•• lnR u filiaciones segmentarías: los miembros de un lina·

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je son solidarios contra los de otro linaje, los linaJCR tf, \111

cuarto contra los de otl'O cuarto, los cuartos de unn 11111 ul contra los de la otra mitad, y todos los chipayas junl os 1 1111 tra los aimaras. Este tema de la repetición de una esl1tt• tura contrastiva en las difer·entes escalas de las unidnd• 1 de afiliación social y espacial parece central en la or~r11 11 zación del colectivo chipaya; como escribe Wachtel. Hl'llltl

tituye el principio de un verdadero esquema mental,¡ 11• 1 que se articula una cantidad determinada de categurt11 que ordenan el universo».26 Sin em bargo, no todas los 11111 dades son equivalentes. Es cierto que no hay superior11 11111 política de una mitad sobre la otra: el ejercicio de lu 1111

toridad se ajusta a una alternancia regular según el "'"' cipio tradicional vigente en los Andes; en cuanto a laa ,¡,. paridades de t·iqueza -muy pequeñas, por lo demás-, • distribuyen independientemente de la estructura Clllt

tripartita. En cambio, la organizAción dualista implico 1111

orden clasU'icatorio de las mitades y los cuat·tos, orgu r11 zado en torno a una serie de pares cuyo primer tér·nw11• goza de una predominancia simbólica sobre el otro: el ct t• y el oeste. la derecha y la izquierda, lo masculino y lo f• menino, lo alto y lo bajo. La mitad Tuanta (al este y n J, derecha) es, en consecuencia, preponderante con rcs p(•t tu a la mitad Tajata (al oeste y a la izquierda), mienLras q1111

el cuarto Ushata (al este del este) prevalece sobre 1 1 cuarto Waruta (al oeste del este), y el cuarto Tuanchu)/,, (al este del oeste) lo hace sobre el cuarto Tajachajla (ul oeste del oeste).

Los no-humanos no escapan a esta distribución R~'~' mentada. En primer lugar, cada ayllu delim1ta, aconcliCIIJ na y redistribuye anualmente en su seno los campos ¡1,

quinoa y los pas tizales para cerdos, por medio de LrabllJII colectivos de encauzamiento, riego y drenaje efectuudu en su porción de territorio. sin solicitar jamás para ello (, colaboración de la mitad opuesta. Empero. son sobre tollo las distintas clases de divinidades las que se compart"l' de manera equitativa entre los subconjuntos de chipayn Y más en particular las que residen en los silos y los mal/ lw, Los silos (del español ((cielo») son pequeños oratol'icu consagrados a santos, que están dispuestos a intervalu

26 lbid., pñg. 36.

394

lares a lo largo de cuatro Lineas rectas, orientadas de •u•~:culu con los puntos cardinales, dibujando sobre el Le­

una inmensa cruz en cuya intersección se haUa la (figura 7). Cada línea de silos corresponde a uno de

cuartos, y el silo terminal (es decir, el más alojado de la es el más importante de la serie, porque está con­

• .,,,H .... al santo patrono del cuarto. La referencia de esos torios a valores en apariencia crist:lanos se dts1pa en

rte si admitimos, con Wachtel, que los alineamientos de siguen el mismo principio que el sistema de los ce­de Cuzco en la época inca y, como ellos, están ligados

culto solar.27

.Mitad T1\JATA

Séctor Tajachojta

• • •

&.'<:Wr Tuanchajla

1 . 1

1 · -1 •

• 1 •

Mnad TUANTA

SectOr U a hala

-AhlNI

""-

~ Sector Wnrutn

•·•gura 7. Organización cuatripartita del territorio de Chipaya.

Los cequ.es configuraban un conjunto de cuarenta y una líneas imaginarias que se desplegaban a modo de rayos a partir del templo del Sol, y a lo largo de ellas se dasponían trescientos veintiocho sitios sagrados, o hua­f'us; cada uno de los cuarenta ceques (el cuadragésimo pri­mero se asociaba a la familia delinca) estaba ligado a un l(rupo de incas por privilegio (autóctonos no incas, pero vmculados al soberano por alianzas matrimoniales) y unentado hacia el lugar donde este residía. Los ceques de C'uzco ordenaban el espacio geográfico, social y ritual de In capital de un imperio concebido por sus dirigentes como un sistema cosmológico, y además servían para recortar ••1 tiempo: se trataba de un verdadero calendru·io inscripto

:n Zuidema (1964).

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en el suelo y, por otra parte, vinculado al dispositivo tlo irrigación. Ahora bien, ocurre lo mismo, en una escu l11 más modesta, con Jos ali neamientos de silos. Las feotll vidades de los santos, en efecto, se celebt·an en una sut , sión regular, cuarto t ras cuarto, de acuerdo con una rol u ción que abarca el año entero en el sentido horario: el vo r ano (la estación de las lluvias) se asocia a Tuanta, y ni invierno (estación seca y muy fría), a Tajata.

El culto de los silos representa la parte celeste de lu relaciones que Jos chipayas mantienen con sus divinitlu des. La otra parte, típicamente andina, reúne los elemt•ll tos vinculados con la tierra y se organiza alrededor de 1 culto de los malllw, divinidades ctónicas masculinas e 111

dividualizadas que viven, en compaii.ía de sus esposas, flll

pequeños monumentos cónicos de adobe conocidos como pokara. Cada mitad celebra sus propios mallJw, cuatro l' ll total, y los polwra correspondientes se reparten en el ('" pacio entre los cuartos. A esto se agregan pokara desdo blados entre las mitades, pero en Jos cuales tienen lug111 dos mallhu comunes a todos los chipayas: Marka Qollu divinidad femenina asi milada a la Pachamama, la Madr• • Tiena, y Lauca Mall/w, divinidad masculina del aguu terrestre. Para terminar, el más importante de todos, 1 1 Torre Mallllu , es compartido por las dos mitades: no t• otra cosa que la torre de la iglesia, en cuya cima, duranl1 el Carnaval, se practican sacrificios y se depositan ofron das que exigen -caso único- la colaboración entre las do mitades. Torre Mallllu es el padre de los otros mallllu, qut por ende son hermanos entre sí, aunque están más espt• cialmente agrupados por pares, cada uno de cuyos olt• mentos se asigna a una de las mitades; en lo que respeclu a Marka Qollu y Lauca Malllm , únicos aunque cada unn de ellos se distribuya en dos pokara, su encarnación en en da mitad es vista como un ejemplar gemelo de la del otro Los mallku, que son análogos a las divinidades-montañ11 de los aimaras, están dotados, como estas, de una inlerw ridad activa. Dado que la meseta desolada donde los clu payas fueron confinados a ntaño carece de clevaciontHI, este pueblo se vio obligado a levantar esos sustitutos l'll miniatura que son los pokara.

Es imposible presentar aquí en detalle los complejos) minuciosos rituales que se despliegan en cada uno de luN

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aitios mencionados. Bastará con decir que su función pri­mordial consisto en relacionar unas con olras la multitud de divinidades chipayas, << hacerlas "dialogar" [enlre si] a fin de que el universo esté en armonía consigo mismo••.28

La asignación de las divinidades a unidades sociales, sub­divisiones y regiones del espacio, períodos del año y espe­cializaciones técnicas delinea, en efecto, una economía litúrgica cu yo resultado consiste en movilizar en la época pertinente, y bajo la responsabilidad de un subconjunto de lntmanos diferente en cada oportu rúdad, la cohorte de no-humanos directamente involucrados por la actividad predominante del momento. Cada especie de divmidades tiene más particularmente a su cargo una función de in­termediación con tal o cual sector o población del cosmos cuyo concurso es necesario en uno de los cuatro grandes 'mbitos de la intervención humana, muy localizados de por sí, que son la agricultura, la explotación de los recur­IOS lacustres, la ganadería y la caza. Por· lo tan to, unas di­vmidades se ocupan del agua celeste y otras del agua aubterránea; algunas controlan los vientos, en ta nto que otras son las protectoras del ganado o los a m os de las aves acuáticas que los chipayas capturan en sus redes. Y como •t•l mundo es un inmenso campo de fuerzas y flujos, donde todo hace eco a todo)),29 es imprescindible que los huma­nos puedan propiciar, a través de sus ofrendas y súplicas, una cooperación reglamentada entre divinidades básica­mcnt.e heterogéneas y repartidas, a l igual que ellos, en M•gmentos separados con claridad del gran colectivo que tudos forman en conjunto. Si se cumple esta condjción, la ,·umplementariedad y la concertación benéficas de los no­hu manos redobla n y hacen eficaces los esfuerzos que los propios chipayas despliegan con la esperanza de comple­tnrse, a pesar de sus diferencias, en la plenitud de un des­tillO compartido.

gn sus principios más generales, la orga nización del mundo chipaya no es muy diferente de la organización de ln t~ comunidades aimaras y quechuas de Bolivia, Ecuador y Por(J , ni siquie t·a de la del imperio inca del Tawantinsu­vu De hecho, tiene el mérito de revelar con gran nitidez

~ Wuchtel (1990). pág. 187. "1 lbtd., pág. 192.

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las características estructurales de todo colectivo analo¡.:1 co. A los ojos de quienes lo componen, este tipo de colecttvco está hecho a la medida de la totalidad del cosmos, pNu recortado en unidades constitutivas interdcpendientt 11

estructu radas por una lógica de encajes segmentano.1 Linajes, mitades, castas y grupos de filiación de dist.inw~o naturalezas extienden las conexiones de los humanos c011 los otros existentes, desde el inframundo hasta el empt reo, a la vez que mantienen la separación, y a menudo el antagonismo, de los diversos canales por medio de lo cuales se establecen dichas conexiones. Sin ser complet11 mente ignorado, el exterior del colectivo se convierte en un «extramundo>> presa del desorden, a veces desdeñado, a veces temido, a veces des tinado a sumarse aJ clispositivu central como un nuevo segmento cuyo lugar en negaltvo se prepara de antemano. Est.e ú ltimo estatus es el que le· nían, por ejemplo, las tribus bárbaras que la China impt• rial anexaba a uno de sus ot·ientes, e incluso los <<salvaje~m que bordeaban el Tawantinsuytt sobre su flanco amazóm coy que, sin haber sido nunca sometidos, pertenecían en principio a la sección Anti de la cuatripartición inca. 'I'am bién de ese modo los reinos Mossi, en la cuenca del V olla Blanco, consideraban sus perifetias infrahumanas, pese 11

lo cual acudían pedódicamente a ellas para tomar caut1 vos con el fin de ponerlos al servicio exclusivo de los linu jes reales.3° Factores de fuerza y estabilidad para la ar quitcctura del universo, los segmentos no se mezclan, pe ro siempre están disponibles para integrarse aqui o allí1 en los márgenes, cada uno por su cuenta.

Los colectivos analógicos no son necesariamente imp() rios o formaciones estatales, y algunos de ellos, como lo demuestra el caso chipaya, tienen poblaciones humanas muy escasas que ignoran las estratificaciones del poder y las disparidades de t·iqueza . No obstante, un elemento que todos tienen en común es el hecho de que sus parteN constitutivas están jerarquizadas, aunque sólo sea en un nivel simbólico, sin efecto directo sobre el juego político. En ellos, la distribución jerárquica suele mulbplica1·so denLro de cada segmento, pat·a delimitar así subconjuntos que tienen entre sí la misma relación desigual que las u m·

30 Izard (1992).

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dudes de nivel superior. El ejemplo clásico de esto es el s is­tema de castas de la India, cuyo esquema general de su­bordinación se repite en la sucesión de encajes de nivel in­ferior (en las su bcastas que componen las castas, en los cla­ncs que componen las subcastas, en los linajes que compo· ncn los clanes). El mismo procedimiento se verifica en la organización en <(secciones>> endogámicas, o lw.lpul, de los bolziles y los tzelta les de Chiapas, unidades que, a decir verdad, no podrian calificarse de mitades - pues algunas comunidades tienen tres o cinco-- pero que poseen todos IU6 atributos. Como en Chipaya, se trata de segmentos so­CJn les y cósmicos que mezclan humanos y no-humanos, al miNmo tiempo que personas morales que ejercen un con· trol sobre las posesiones y los individuos, incluso en sus jurisdicciones. Cuando sólo hay dos secciones -<:aso más rrl•Cuente-, SU demarcación recorta en forma perpen­dicular Ja linea ele pendiente del territorio común en el ni· Yl'l de la aldea. de modo que la mitad preeminente en los plnnos ritual, s imbólico y demográfico se sitúa hacia lo alto, asociada a las montañas y las divinidades autóctonas que resjden en eslas, y su santo patrono es el de toda la co­munidad, mientras que la mitad de abajo está ligada a las lwrras bajas, la abundancia agrícola y el mundo de los de· nwnios y los no-indios. La superioridad numérica y cere­monial de la mitad de arriba no es sino la expresión de un ttHquema más general de segmentación del universo en 111trcs de elementos complementarios, uno de los cuales es dliRignado «mayor» o ((primogénito)), y el otro, <<menOJ'l> o ••HPgundogénilo»: cada montaña <(mayot'>> está acompaña­du de una montaña «menor», cada gruta «primogénita», de una gruta «segundogénita>). y lo mismo ocurre con los numerosos elementos repartidos en el seno de los kalpul, dt•sde los manantiales basta las estatuas de los santos en lns 1glesias, pasando por los cargos políticos y religjosos en lucios los escalones de la jerarquía comunJtaria.31 Menos lurmaJjzados, los encajes de linajes de ciertas sociedades tlu África occidental t·esponden a los mismos principios, ya Hl 'll que los linajes estén jerarquizados según el orden de lu~ segmentaciones sucesivas con t·especto al linaje tron· •·ni. o que en ellos e>..'i.stan especies de castas que diferen·

11 Véase, por ejemplo, Favrc (1971), capítulo 2.

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las características estructurales de todo colectivo anu lul'l co. A los ojos de quienes lo componen, este tipo de colccll\ 11 está hecho a la medida de la totalidad del cosmos, ¡11 111

recort ado en unidades constitutivas interdependicnl • estructuradas por una lógica de encajes segmenta rh• 1

Linajes, mitades, castas y grupos de filiación de disLinlul! naturalezas extienden las conexiones de los humanos L'tll l

los otros existen tes, desde e l inframundo hasta el em pl reo, a la vez que mantienen la separación, y a menudo "1 antagonis mo, de los diversos cana les por medio do lu cuales se establecen dichas con exiones. Sin ser complct 1

mente ignorado, el exterior de l colectivo se convierLe 1'11

un «extramu nclo)) presa del desorden, a veces desdeñado a veces temido, a veces destinado a sumarse al dispositavu central como un nuevo segmento cuyo lugar en negativo se prepara de antemano. Este último estatus es el que Ll' nían, por ejemplo, las tribus bárbaras que la China imptt rial anexaba a uno de sus orientes, e incluso los «salvajmm que bordeaban el Tawantinsuyu sobre su flanco amazón1 co y que, sin h aber sido nu nca sometidos, pertenecían <W

principio a la sección Anti de la cuatTipartición inca. Tan1 bién de ese modo los reinos Mossi, en la cuenca del Vol tu Bla nco, consideraban sus periferias infrahumanas, pese 11 lo cual acudían periódicamente a ellas para tomar ca uf i vos con el fin de ponerlos al ser vicio exclusivo de los linn jes reales. 3° Factores de fuerza y estabilidad pa ra la a t·· quitectura del universo, los segmentos no se mezclan, pE' 1·o siempre están disponibles para integrarse aquí o aJlil en los márgenes, cada uno por su cuenta.

Los colectivos analógicos no son necesariamente impe· t·ios o formaciones estat ales, y algunos de ellos, como Jo demuestra el caso chipaya, tienen poblaciones humanas muy escasas que ignoran las estratificaciones del poder y las disparidades de riqueza. No obstante, un elemenlo que todos tienen en común es el hecho de que sus partes constitutivas están jerarquizadas, aunque sólo sea en un nivel simbólico, sin efecto directo sobre el juego político. En ellos, la distribución jerárquica suele multiplicarse dentl·o de cada segmento, para delimitar así subconjuntos que tienen entre sí Ja misma relación desigual que las u ni-

SD lzard (1992).

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de nivel superior. El ejemplo clásico de est.o es el sis­a de castas de la India, cuyo esquema general de su­inación se r epite en la sucesión de encajes de nivelln­

(en las subcastas que componen las castas, en los cla-que componen las subcastas, en los linajes que campo· los clanes). El mismo procedimiento se verifica en la nización en «secciones>> endogámicas, o kalpul, de los

,_..,.,,~ ... .,"' y los tzelta les de Chiapas, ltnidades que, a decir no pod rían calificarse de mitades - pues algunas

aomunidades tienen tres o cinco- pero que poseen todos atributos. Como en Chipaya, se trata de segmentos so­

cio les y cósmicos que mezclan humanos y no-humanos, al mismo tiempo que personas mm·ales que ejercen un con­trol sobre las posesiones y los individuos, incluso en s us jurisdicciones. Cuando sólo hay dos secciones -caso más frecuente-, su demarcación recor ta en forma perpen­dicular la linea de pendiente del territorio común en el ni­vol de la aldea, de modo que La mitad preeminen te en los planos ritual, simbólico y demográfico se sitúa hacia lo alto, asociada a las montai1as y las divinidades autóctonas que residen en estas, y su santo patrono es el de toda la co­munidad, mientras que la mitad de abajo está ligada a las tierras bajas, la abundancia agrícola y el mundo de los de­monios y los no-indios. La superioridad numérica y cere­monial de la mitad de a rriba no es sino la expresión de un uRqucma más general de segmentación del universo en pures de elementos complementarios, uno de los cuales es designado <<mayor)) o «primogéru to», y el otTo, ((menor>> o <<Aegundogénito»: cada montaña «mayor» está acompaña­da de una montaña «menor», cada gruta «primogénita», de una gruta «segundogénita», y lo mis mo ocurre con los numerosos elementos repartidos en el seno de los kalpul. closde los manantiales hasta las estatuas de los santos en Las iglesias, pasando por los cargos políticos y religiosos en todos los escalones de la jerarquía comunitaria.31 Menos forma lizados, los encajes de linajes de ciertas sociedades de África occidental responden a los mismos principios, ya ~;ea que los linajes estén jemrquizados según el orden de lus segmentaciones sucesivas con respecto al linaje tron­cal, o que en ellos existan especies de castas que diferen-

,t i Véase, por ejemplo. Favre (1971), capítulo 2.

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cian a los descendientes de los Jefes, los dueños de la l1• rra, los herreros y los cautivos; la distinción enLre pr111111 génitos y segundogénitos funciona en todos los niveles t'"

mo un oper·ador contrastivo. Por último. aun cuando , traduzca en una dominación política o una supremu•·• 1 econónuca, la jerarquía ••estándar» suele ser revers1bl , 11 otro rúvel: el ejercicio de la autoridad puedo estar ac(ll ll pañado de una subordinación religiosa; tal unidad aso<'l 1 da a una región prcommente puede resulta r subaltcru , en configuraciones r1tuales; segmentos conqutstadot• 1

pueden terminar por ser dependientes de segmentos uu tóctonos en ritos conmemorativos de fundación.

De algu nos colectivos que califico de analógicos se h 1

dicho a veces que eran 11totalitariosn, como en el caso !11 1 imperio inca o de las sociedades de linaje de África oc·•• dental.32 Es una manera de expresar la extraordinun 1 im bricac1ón de los elementos en sociedades holistas pe•" muy compartimentadas, donde la libertad do maniobt 1

individual parece r·educida y, al menos a nuestros OJII

casi insoportable el control de conformidad ejerCJdo por' 1 todo sobre sus partes. Es también una manera de dct 11

que nada se dejn librado al azar en la distribuciÓn de l11 existen les entre los diversos estratos y secciones del n11111 do, y que cada uno tiene en ellos un lugar Cijo que dt•lu convemr, si no s1empre a sus expectativas, sí a l menos t1 ¡,. que se espera de él. Por eso los no-humanos están enrol1 dos en los segmentos que componen el colectivo. y obh¡;:: 1

dos, en el s itio que se les asigna. a servir a sus intercst· Las llamas. el mijo o La lluvia cx1sten, es cierlo, co n•n entidades genéricas cuyas propiedades son conocidas put todos, pero cobran una significación auténtica y una 1clt 11 tidad práctica en relación con el segmento del que dep •11

den, como el rebaño de llamas de tal o cual linaje, los ca1u pos de mijo de tal o cual grupo de descendencia, o la lluv111 que tal o cual mediador está encargado de hacer caer en,,¡ momento opor tuno. Esta singularizaciÓn fu ncional y" pacial resulta aún más clara en el caso de esos no-humu nos de un tipo algo particular que son las divinidades. 1•;11

32 Fraocoase Hérltter-Augé, en su prefacao al hbro de Zu1demn { 1 YHIJ)

Maurice Ou\'al, que mtroduce el térmmo en el titulo de su monogrnlu• (Ou\"al, 1986).

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traste con los tótems australianos o los 11espíritu51) que n los universos animistas. en efecto, Los divinida·

una lógicas son objeto de un verdadero culto, celebrado un lugar preciso, donde reciben ofrendas, se les consa­n sacrificiOS y plegarias en momentos convenidos, y se ra de ellas que a cambio saLisfagan los deseos de sus

en el ámbito de pericia que se les reconoce. Su inma-da , pues, está contra rr·estada en parte por su ins· ión material en un sitio y un objeto bien determina­por su afiliación a un segmento del colectivo del que '"u<LU.llc:ute han salido especialistas litúrgicos encar­

de celebrarlos, y por el campo de intervención espe· izada que se les asigna en generaL E1 milagro del mo­

mo consiste en haber fusionado todos esos parlicu­•r•w•r•n«en un Dios polivalente, despegado de todo vincu lo

tuda perLenencia segmentaría, una operación tan inau-que 110 pasó mucho tiempo hasta que el catolicismo

nuró, con el cul to de los santos, la distribución funcio-1 propia del analogismo. Los colecti vos a nalógicos son, de tal modo, los únicos

llenen verdaderos panteones, no porque sean (1poli­s>> -un térmjn o relativamente vacío de sentido-,

1 porque la organización del pequeño mundo de las di · ulndes - se lo ha hecho notar varias veces- prolonga Holución de continuidad la del mundo de los humanos. do hecho e] mismo mundo, con una tdéntica div1s1ón

1 del trabajo, una idéntica compartiment.aci6n de los lores de actividad, y rivalidades y antagonismos idén­

entre Los segmentos. Se comprende entonces por , 11 semejanza de los chipayas, las dilerentes unidades •·o lectivo se esfuerzan, a través del culto, por hace1· que dtvilúdades particulares cumplan aquello para lo cual n destinadas, y procuran movilizar sus obstinadas sin­

lnndades en beneficio de todos en empresas que hacen lttpcnsablo su cooperaciÓn. Se comprende, asimismo, los panteones a nalóg¡cos sean tan flexibles: para un

¡u•rio es sensa to, sin duda, acoger las divinidades de los •hlos que absorbe, pues su concurso es necesario para h•~ t·nr mejor en una totalidad cósmica los elementos dis­r•• de los que está compuesto; pero, a la inversa, es

!mente normal que los colectivos analógicos someti­n In cris tianización recluten con entusiasmo a los san-

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tos católicos, y las competencias que se reconocen a cml • uno de ellos, en los regimien tos de no-humanos ya con••l• tuidos pot· cada segmento. Y, por añadidura, tal vez fm• 1 11

parte porque no tenían dioses en ese sentido, ni segm• 11

tos para albergarlos. que. a despecho de varios intento~ ti• conqu istarlos, los indios del pedemonte amazóruco stguu ron siendo rebeldes a la anexión intentada por la gt 111 máquina analógica inca, o los germanos, inasimtlah l• ll durante tanto tiempo por el Imperio Romano.

Último rasgo revelado por los chipayas: el uso, difu11111 do en lodas las dimensiones de la existencia, de las siu11 trías espaciales y temporales y de las estructuras rep<'l '' ' vas en abismo. Cuartos, orientes y niveles que remll•" unos a otros; inversiones periódicas del cosmos sobrt• 11

eje y repetición del pasado en el futuro¡ ancestros div1111 zados cuyos despojos o íconos se exhiben para mantt'n• 1

vívido el hilo que los t i ne al presente: todo está hecho p11111 que ninguna singu laridad quede al margen de la gran, ... ,¡ de conexiones ana lógicas. En este tipo de colectivo no hm solita rios, y si los hay tienen que apartarse inmediul" mente de las servidumbres compartidas y los escalonn mientos jerá1·quicos, como los renunciantes en la lnd111 " e l Uios único en su cuna del Cercano Oriente. Todos lo demás sólo pueden hacer valer sus diferencias multiplwu das a condición de verlas reunidas en los encajes e isorncu fismos provistos por la red de coordenadas en que cud • uno, humano o no-humano, está cautivo. Siempre ligaclu , el esca lonamiento segmentario y la obsesión por las e u

rrespondencias autonzan esta proeza: lo que era descnt• jante en un nivel parece semejante en otro con respecto 1

un nuevo juego de diferencias, sin que pese a ello los 11111

ticularisrnos intrínsecos queden suprimidos, porque sic111 pre se trata de una cuestión de perspectiva. A menudn pues, en la cima de In jer·arqu1a sienta sus reales unu "' tancia única en la que se reúnen todos los puntos de VIRt 1

y hacia la cua l convergen todas las divisiones, a fin de qll• esas capas integradoras suces ivas resulten por fin totnll zables: el inca, el faraón, una divinidad creadora o. qllll,

más sabiamente, la ton·e de la iglesia de Chipaya recol'lll da contra la inmensidad lunar del altiplano.

Aun cuando no son tan específicas como los coledl\ u

anilnistas o totémicos, ni ta n depuradas como los coiC'r.ll

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Vo11 naturalistas, las configuraciones de existentes que el logismo hace posibles exhiben, no obstante, nlgu nos

notables (figura 8). En contraste con los colecti vos !tiples y de igual esta tus de humanos y no-huma nos de

tomposición homogénea (las tri bus-especies del animis­IDo) o heterogénea (las clases totémicas), destinados a en­&rnr en relación unos con otros, el colectivo a nalógico es 6naco, está dividido en segmentos jerarquizados y sólo se "'lnciona consigo mismo. Por lo tanto, es autosuficienle, &oda vez que contiene en sí la totalidad de las relaciones y dt•terminaciones necesarias pa ra su existencia y su fun­elonamiento, a diferencia del grupo totémico, autónomo l in duda en el plano de su identidad ontológica, pero que tequiot·c co lectivos del mismo tipo que el suyo para llegar 1 funcionar. En un colectivo a nalógico, en efecto, la jerar­qu ia. de las unidades constituyentes es contrastiva, o sea, Onicamente definible por posiciones 1·ecíprocas, y por esa razón los segmentos no forman colectivos independientes dt' la misma naturaleza que las clases totémicas, que to­ltllln de sí mismas, y de sitios y precurso•·es prototípicos quo les son propios, los fundamentos fisicos y mora les de I U carácter distintivo. La mitad del este sólo existe en la nwdida en que complementa la mitad del oeste, mientras que el grupo totémico Canguro. si bien puede necesitar en h1Uchas oportunidades del gr upo totémico Emú, no deja dt• t~ncar de las solas circunstancias de su aparición la legi­tunnción de su absoluta singularidad.

Los segmentos de un colectivo analógico son, así, fun­dumentalmente heteronómicos, en cuanto sólo adquieren un Rent.ido y una función en relación con el todo que for­ntnn en conjun to -el cual goza, por su parte, de absolu ta autonomía-. Es verdad que los colectivos animistas tam­bwn admiten. como hemos visto, cierta beteronomía, pero eMtn es de un tipo completamente diferente, porque en su cutw la especificación externa pasa por una serie de identi­f&l'IICÍones con alteridades individuales e intersubjetivas tlt • diversas procedencias, no por una sobredeterminación ll•• los e lementos a través de la estructura que los ordena. 1~1 Ntemigo cuya alteridad -es decir, la mirada que posa ~tuhro ellos- absorben un jíbaro o un wari cuando ca ptu­rnn su cabeza o devoran su cuerpo, así como el animal­Jl••r·sona cuya perspectiva ambos se esfuerzan a veces por

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• llumnn011) no- • llumonoa y nu btunii.JlOIIIC bumanoa 10

di~lribuyPn por duitnbuycn twpamclorn con¡uni.Dmcntu cll

colectivos difucnletl colec:tt'll(lll Uktmnrfua quo lt~ncn ln1 (scgment.oe

m1amaa e.tru<.1.urn• cumplwnentnrtOIO ) proptedndoa dt• colcctividndo"a (colecttYÍdadu «socia].,....).

•ooc:inle~~~t i~morfu) '- La e&troctura el '- La uttructuru ylu lu. colec:ttvoa hlbn•l011

proptcdndca de lo. se ojusta o difd"et\(111 colocuvoa botnO!l~ncoe di! RlnDUID"

do no-humanoa hlpOI!lalindot se a¡ustan a lu de cm no-humn.not,

IoM humanoe mi~ntl'os que IU•

proptcdttdt'11 11C n¡w;tan o una tdcntidod de

AnintUIIII<I Tol•mU<mo atnbut.oa entre humnnos

• 'l'rnducción modermsL11 y no·hlU111lno•, tu t~~nuturol~ua .. cxlrou · Tmdur.c:ión modcrnt•IH

8U8 osrecifirorion!'8 lo •tUILurulu·t.ft• )'lit do lo o<eu ILilrO" «cultura• están o•n (~pmyucutc\mo) cuntlnuídnd

(•pn rticipución•), pero lnlerinrmcnlt• t<egmcntndtlll por IJi5 pmpiedndoo cnCttrnodos por lo• oo-humunoa

(corr<'&JlOnd~nctn enln las desVJacionUI wfuronaalca).

• E tlquct.a • Ettquetn antropolcS¡;icR;

o.ntro~ca. A.'l'l'ROPOG F.NISII!O CO~JOOE-'\'lSMO .

Figura 8. Consecuencias de la dtsll'ibuciótt ontológica sobn luJ est mclu ros y los propiedades de los colectiL•os.

adoptar, provienen con seguridad de colectivos diferenl• de los suyos: sin embargo, no son rasgos intrínsecos a c~o colectivos los que dan al enemigo o al animal la capaciclnd de singularizar a un individuo, sino su simple posición 11• exterioridad con respecto a él. Debido a ello, los miembr·u de la tribu-especie A se diferencian de los miembros de lu tribus-especies B, e o D porque se perciben como enlidH des dis tintivas a través de la mi rada que esas otras Lrih11R especies les dil'igen en ciertas interacciones codificndu1 Por ello, on el caso del animismo no hay ninguna procl.­terminaci6n en cua nto a l ti.po de colectivo capaz de cuJH plll- esa función de especificación por ol exterior: pucdl'll ser, según los contex-tos, una o varias tribus-especiaR clu

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• Lo1 buiJUJ.llO!I se • Humnnoa y no· wslnbuyen dentro humnn01aa

de collrlivoa difcnma.c. dtlllrtbU.)ICO (loa culruru) quo d~nlrc do un

excluyen a los coii'Ctlvo úntco no-human"" (el mundo). or¡;nmzado

(la naturu.leUJ) 11n ..,gmcnU. m•xlOI L. La •ttructuru y (w; '1 )CrarqUIUdOI.

propn>dad•• de loo '- La eatructum y roiL..:liv"" dB huma""" IRI proptcdndCII del

"" o¡uetan o lo colecuvo ee IIJU..lln dtforcntiU enLrc a l11a di(UJ'Cnctu

humuooe y no-human011 ontoló(lltDI MLtO (oduo!JAmll") 1011 uxiatcott1a,

roal(rupodoe en conjunt.oa complemcnl.4noe aobre In baao do la analo¡ri&.

Nalurali4mo Allalol(i4mo

• Traducción modcrrusLa: • 'l'rnduN'Ión modornlstn: fu ocu!Lur(lll toma •nnturnl~zo• y «cul Lurofl

eus capcciúcacionea oeLtin on conlínutd.ad de la dUerencia dcn Lro do un cosmos

<'On lo •noturuJoUt>. org¡; nitlldo como unn ~ociodud

(nrdnn ll(l('II>!'ÓAtnico)

• Etiqucln • f:liQUI!I.a u.ntropoló¡¡ica: ann-opolócica:

AN'I'ROJ'OC~10 C.:OSMOCf:NTIUSMO

•••gura 8 (continuación).

nnimales, una o varias tribus-especies de espíritus, una o vnrias tribus-especies de humanos o una combinación de tudo esto. En lo concerniente a la inco rporación prop ia­mente física de un punto de vista externo, se convierte en un lujo fortuito, reservado sólo a algunos de los colectivos nnimistas, al igual que el canibalismo que constituye su ntCidio más corriente. En un colectivo analógico, en con­t rnste, los miembros del segmento A se diferencia n en blo­IIIIC de los miembros del segmento B en la medida en que A y B son elementos de la estructura jerárquica qu e cnglo· hn a todos; en lenguaje filosófico, diríamos que sus posicio­rws y sus relaciones son el efecto de una causalidad expre­HJvn. La dependencia de los segmentos analógicos con rcs­III'Clo a l colectivo que los define es, pues, constitutiva de

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su modo de ser: tienen que poder· hacer , con elementos iu teriores (al colectivo). un exterior (a si mismos).

Las relaciones entre colectivos analógicos y colectivo naturalistas son más complejas y ambiguas debido a 111 contigüidad histórica que asocia el surgimiento de l os~'~' gundos con la disolución de los primeros. Dlll·ante e1:1 11

alumbramiento del mundo moderno, sobre el cual han l•\

puesto sus análisis las mejores mentes de los dos último siglos, los segmentos jerarquizados de los colectivos de 111

denes estatutarios se descompusieron para liberar una 111

mensa multitud de individuos humanos iguales en dcr1• cho, pero a quienes siguen separando disparidades cou cretas, tanto dentro de las comunidades particulares l' ll que se reparten como en el seno del agregado formal qw• estas, sumadas, constituyen en el «concierto de las nacio nes». Los cosmos mixtos que cada colectivo había forjado 11

stl medida se diluyeron en un universo infinito reconocido por todos aquellos que. con prescindencia de su posición sobre la superficie de la Tierra, adnliten la universalid:~tl deJas leyes no-humanas que lo rigen. En especial, la Ciu dad de Dios se ha fragmentado en una infinidad de «SO· ciedades» de las que los no-humanos han sido proscripto~t -de derecho, una vez más, si no de hecho-, lo cual ha do· do origen a colectivos de la misma naturaleza y por lo tall· to comparables, aunque durante mucho tiempo consido· rados desiguales entre sí en una escala evolutiva, sobn• todo en razón de la aparente incapacidad demostl·ada pot· algunos para expulsar del corazón de su vida social a las plantas y los animales, las montaii.as y los lagos, los espec­tros y los dioses.

No es imposible que rasgos característicos del analogis­mo hayan facilitado esta nueva distribución. En efecto, los no-humanos que los colectivos analógicos movilizan en sus segmentos conservan en estos sus particularidades, en contraste con el totemismo, en el que se fusionan con los humanos, y también en contraste con el animismo, desde luego, en el cual sus diferencias de forma y de com· portamiento se exhiben claramente debido a que los suso· dichos no-humanos se reparten en !<Sociedades)) monoes· pacíficas. Los segmentos analógicos no son pues híbridos, sino mixtos: las entidades que reclutan mantienen en ellos sus diferencias ontológicas in tl·ínsecas -y está en la

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nut w·aleza de tal modo de identificación que así sea-, pe· ro ollas son atenuadas por las múltiples relaciones de CO·

rrcspondencia y cooperación que el hecho de compartir fi. nnlidades comunes al segmento teje entre ellas. El ances· tro divinizado de un linaje ya no es totalmente humano. nun cuando se lo haga presente en una momia o a través dt• una escultura antropomórfica: una montaña no es ver· duderamente humana, aw1que el grupo de humanos que lo rinde culto espere de ella que sea sensible a sus plega­rin s y contribuya a su bienestar. Cuando las secciones que componen un colectivo analógico se disgregan, los miem­bros humanos y no-humanos de cada una de ellas recupe· rnn de manera ostensible sus singularidades ontológicas, que las acciones solidarias en las cuales estaban embar­cados habían borrado en pat·te; de tal modo, quedan a dis­posición de las diferenciaciones radicales y los reagrupa­mientos masivos que el naturalismo se ve obligado a lle­var a cabo para organizar ese caos do singularidades sin recurrir a una lógica segmentarja. El antiguo orden cos­mocéntrico desaparece porque cru:ece de cuerpos interme­dios capaces de encarnar· su escalonamiento jerárquico, y puede suplantarlo un orden antropocéntrico en el cual el mundo y sus unidades constituyentes se perfilan según que la humanidad esté presente directamente o por dele· ~nción o esté ausente por completo. Entonces, surgen por fin a la claridad de la razón, como otras tantas solemnes potestades tutelares, las sociedades y sus convenciones, la religión y sus dioses, el artificio y los objetos resultantes, hl Naturaleza y lo determinado por ella; e11 resumen, to· dus esas cosas familiares cuya tranquilizadora banalidad hornos aprendido a estimar.

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