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FUNDACIÓN CENTRO PSICOANALÍTICO ARGENTINO Coordinación general: Rogelio Fernández Couto DE HEIDEGGER A SUHRAWARDI E NTREVISTA A H ERNY C ORBIN

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DE HEIDEGGER A SUHRAWARDI

E n t R E v I S t A

A

H E R n y C o R b I n

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DE HEIDEGGER A SUHRAWARDI

EntREvIStA A HEnRy CoRbIn

Philippe Némo: Herny Corbin, usted fue el primer traductor de Heidegger en Francia, luego fue el primero en presentarnos la filosofía islámica iraní. ¿Cómo se concilian ambas tareas en una misma persona, teniendo en cuenta, sobre todo, que Heidegger reivindica a Occidente como su patria? Su filosofía es típicamente alemana, y me parece que existe un cierto contraste entre ocuparse de traducir a Heidegger y ocuparse de traducir a Suhrawardi…

Henry Corbin: Es una pregunta que yo mismo me he formulado y a menudo me ha divertido constatar el estupor de mis interlocutores cuando descubren que el traductor de Heidegger y el traductor de la filosofía islámica iraní son una sola y única persona. Y escucharlas preguntarse: ¿cómo pasó de una cosa a la otra? Recuerdo haberle dicho, hace un tiempo, en un diálogo que mantuvimos poco después de la muerte de Heidegger, que ese asombro es el síntoma de una compartimentación, de un etiquetaje a priori de nuestras disciplinas. Se dice que hay germanistas y que hay orientalistas. Entre los orientalistas están los islamistas, los iranólogos y así sucesivamente. ¿Pero cómo pasar de la germanística a la iranología? Si quienes se plantean esta pregunta tuvieran la más una mínima idea acerca de aquello en lo cual consiste la filosofía, la Búsqueda del filósofo, si se dieran cuenta de que las dificultades lingüísticas no son para un filósofo apenas contratiempos que no indican sino accidentes topográficos de importancia secundaria, quizás se sorprenderían un poco menos.

Aprovecho la ocasión para decir estas cosas porque me he encontrado con versiones totalmente fantásticas de mi biografía espiritual. Tuve el privilegio y el placer de pasar momentos inolvidables con Heidegger en Friburgo, en abril de 1934 y en julio de 1936, por lo tanto, en el período en el cual yo trabajaba en la traducción del conjunto de textos publicados bajo el título de ¿Qué es la metafísica? Me enteré con sorpresa de que si yo me había orientado hacia el sufismo, era porque la filosofía de Heidegger me había decepcionado. Esta versión es completamente falsa. Mis primeras publicaciones sobre Suhrawardi están fechadas en 1933 y en 1935… Mi diploma de la École des Langues Orientales [Escuela de Lenguas Orientales] es de 1929; mi traducción de Heidegger apareció en 1938. Un filósofo lleva a cabo su búsqueda

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(valga la expresión) simultáneamente en varios frentes, sobre todo si la filosofía para él no se limita a la concepción estrechamente racionalista que algunos han heredado del tiempo de nuestros filósofos del “siglo de las Luces”. ¡Lejos de ello! La investigación del filósofo debe abarcar un campo muy vasto que incluya la filosofía visionaria de un Jacobo Boehme, la de un Ibn Arabi, la de Swedenborg; acoger el contenido de los Libros revelados y las experiencias del mundo imaginal como también otras fuentes que se ofrecen a la meditación filosófica. De lo contrario la philosophia ya no tiene nada que ver con la Sophia. Mi formación originaria es filosófica, por lo cual no se puede decir que sea un germanista o un orientalista, sino un filósofo que hace su Búsqueda guiado por el Espíritu. Si me lleva hacia Friburgo, hacia Teherán, hacia Ispahán, esas ciudades son para mí básicamente “ciudades emblemáticas”, los símbolos de un recorrido constante.

1. Lo que querría que se comprendiera, si bien parece imposible lograrlo en unos pocos instantes, ya que se necesitaría escribir un libro al respecto, es lo siguiente. Lo que yo buscaba en Heidegger, lo que comprendí gracias a Heidegger, es lo mismo que buscaba y que encontraba en la metafísica islámica iraní, en la obra de figuras de las cuales mencionaré más adelante algunos grandes nombres. A partir de ellas todo se situó en un nivel diferente, traspuesto a un registro cuyo secreto explica por qué finalmente no fue un azar si mi destino me envió, a principios de la ii Guerra Mundial, a Irán, donde ya hace más de treinta años que no dejé de estar en contacto y de profundizar la cultura espiritual y la misión espiritual de ese país.

Pero me resulta agradable y necesario precisar un poco más, para contribuir a la comprensión de mi trabajo, de mi búsqueda, lo que le debo a Heidegger y que conservé a lo largo de toda mi carrera de investigador.

Antes que nada, diría, es preciso tener en cuenta la idea de hermenéutica, que aparece ya en las primeras páginas de Sein und Zeit [Ser y tiempo]. El mérito inmenso de Heidegger es haber centrado en la hermenéutica el acto mismo del filosofar. Esta palabra, “hermenéutica”, cuando se la usaba entre los filósofos hace cuarenta años parecía extraña, por no decir burda. Pero es un término que se ha tomado prestado del griego y que es de uso corriente entre los especialistas en la Biblia. Nosotros le debemos su uso técnico a Aristóteles: el título de su tratado peri hermeneias fue traducido al latín como De interpretatione. Es una traducción óptima, porque en el uso filosófico actual la hermenéutica es lo que en alemán se denomina das Verstehen, el “Comprender”. Es el arte o la técnica del “Comprender”, tal como lo entendía Dilthey. Un viejo amigo mío, Bernard Groethuysen, que había sido discípulo de Dilthey, lo recordaba a menudo en nuestros diálogos. Existe por cierto un vínculo directo entre el Verstehen como hermenéutica en la “filosofía comprensiva” de Dilthey y en la analítica, en la idea de hermenéutica en Heidegger.

Sin embargo, la de Dilthey deriva de Schleiermacher, el gran teólogo del romanticismo alemán, a quien Dilthey le consagró una obra gigantesca que quedó sin concluir. Allí reencontramos los orígenes teológicos, en especial protestantes, del concepto de hermenéutica, del que hoy en día hacemos un uso filosófico. Creo que lamentablemente nuestros jóvenes heideggerianos han perdido de vista un poco este vínculo de la hermenéutica con la teología.

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Para volver a encontrarlo es evidente que sería necesario recuperar una idea de la teología muy diferente de la que es más habitual en nuestros días, tanto en Francia como en otras partes; me refiero a que se la ha convertido en sierva de la sociología, cuando no de la “sociopolítica”. Esta recuperación no se puede realizar sino con la colaboración de la hermenéutica tal como la practican las religiones del Libro: el judaísmo, el cristianismo y el islam, porque es allí donde la hermenéutica se desarrolla como una exégesis espontánea, mientras mantiene en reserva sus futuras palingenesias.

¿Por qué razón? Porque tenemos en nuestras manos un Libro del que todo depende. Debemos comprender su sentido, su verdadero sentido. Hay tres aspectos a considerar: el acto de comprender, el fenómeno del sentido, y el descubrimiento de la verdad de ese sentido. Ese sentido verdadero, ¿será lo que habitualmente llamamos el sentido histórico, o bien un sentido que nos remite a otro nivel distinto al de la Historia en el sentido habitual de la palabra? Para empezar, la hermenéutica practicada por las religiones del Libro utiliza los temas y los términos familiares de la fenomenología. Lo que me regocijaba descubrir en Heidegger era el origen de la hermenéutica en el teólogo Schleiermacher, y si adhiero a la fenomenología, es porque la hermenéutica filosófica es fundamentalmente la clave que abre el sentido oculto (etimológicamente, esotérico) que se encuentra bajo los enunciados exotéricos. No hice otra cosa, entonces, sino intentar profundizar en el vasto dominio inexplorado de la gnosis islámica chiita, luego en el terreno de la gnosis cristiana y de la gnosis hebrea que le están muy próximas. Pero porque por una parte el concepto de hermenéutica tenía un sabor hedeggeriano, y por otra parte porque mis primeras publicaciones se ocupaban del gran filósofo iraní Suhrawardi, inevitablemente algunos “historiadores” se obstinaron honradamente en insinuar que yo había mezclado (¡sic!) a Heidegger con Suhrawardi. Pero servirse de una llave para abrir una cerradura no es lo mismo que confundir la llave con la cerradura. No era cuestión de usar a Heidegger como una llave, sino de servirse de la misma llave que él había utilizado y que estaba a disposición de todo el mundo. Gracias a Dios existen calumnias que quedan invalidadas por su misma estupidez, y por su parte la fenomenología tenía demasiado que decir acerca de las falsas llaves del historicismo.

Desde este punto de vista existe, dentro del conjunto de la obra de Heidegger, un libro del cual quizás ya no se habla lo suficiente. Es verdad que es un libro viejo, uno de los primeros escritos por Heidegger, pues constituyó su “tesis de habilitación”. Se trata de su libro sobre Duns Scoto. Entre páginas hay algunas que fueron para mí especialmente esclarecedoras, porque tratan de lo que nuestros filósofos medievales denominaban grammatica speculativa. Obtuve de ellas un provecho inmediato cuando fui convocado para reemplazar a mi añorado amigo Alexandre Koyré en la Sección de Ciencias de la Religión en la Escuela de Altos Estudios entre los años 1937 y 1939. Como mi tema era la hermenéutica de Lutero, puse en práctica lo aprendido de la grammatica speculativa.

Por cierto, existe una noción que domina la hermenéutica del joven Lutero, la de significatio passiva, de la que trata precisamente la “gramática especulativa”. El joven Lutero se enfrenta con el versículo del salmo In justitia tua libera me. ¿Cómo podría la justicia divina, la manifestación del Rigor opuesta a la de la Misericordia, ser instrumento de liberación? La disyuntiva no tiene solución mientras se haga de esa justicia un atributo que se le confiere a

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un Dios en Sí. Todo cambia si se la comprende en su significatio passiva, es decir, como la justicia que nos hace justos. Y lo mismo vale para todos los demás atributos divinos, los cuales no pueden ser entendidos (modus intelligendi) sino en relación con nosotros (nuestro modus essendi), y que deberían siempre ser expresados con el agregado del sufijo –fico (el que hace), como el benéfico (o el que unifica, el que santifica, etcétera). Fue este descubrimiento el que convirtió al joven Lutero en un gran exégeta de San Pablo, luego de haber estado a punto de ser su víctima. Esta situación hermenéutica volví a encontrarla en numerosos textos de la filosofía mística del Islam. No hubiera advertido su especificidad si no hubiera contado con la clave de la significatio passiva. Un sencillo ejemplo: la aparición del ser en esta teosofía se expresa con el imperativo: KN (esto: ¡sé!, en la segunda persona, no fiat). Lo primero no es ni el ens ni el esse, sino el esto: ¡Sé! Este imperativo inaugurador del ser es el imperativo divino en su sentido activo (amr fi’lî), pero considerado en el ente que hace ser, el ente que somos es ese mismo imperativo pero en su significatio passiva (amr maf’ûli).

Podríamos decir, creo, que en eso mismo reside el triunfo de la hermenéutica como Verstehen, es decir, que lo que en realidad comprendemos no es otra cosa sino lo que nos sucede, lo que experimentamos, lo que padecemos en nuestro propio ser. La hermenéutica no consiste en reflexionar sobre los conceptos, sino que es esencialmente el develamiento de lo que nos sucede, el develamiento de lo que nos hace enunciar determinada concepción, determinada visión, determinada proyección, cuando nuestra pasión se transforma en acción, un padecer activo, profético/poiético.

El fenómeno del sentido, que es fundamental en la metafísica de Sein und Zeit, constituye el vínculo entre el significante y el significado. Pero, ¿en qué consiste ese vínculo, sin el cual significante y significado quedarían reducidos a objetos de consideración teórica? Ese vínculo es el sujeto, y el sujeto es la presencia, presencia del modo de ser en el modo de comprender. Presencia, Da-sein. No quiero volver a repetir los motivos por los cuales, en su momento y de común acuerdo con nuestros amigos, tradujimos Dasein por realidad-humana. Sé cuán vulnerable resulta este término, sobre todo desde que a raíz de un descuido muy frecuente se omite el guión, cuando nosotros habíamos explicado por qué era esencial. Da-sein: ser-ahí, por supuesto. Pero ser-ahí es esencialmente hacer acto de presencia, acto de esa presencia por la cual y para la cual se devela aquí y ahora el sentido, esa presencia sin la cual algo como un sentido aquí y ahora no se develaría jamás. La modalidad propia de esta presencia humana es la de ser reveladora, pero de tal modo que revelando el sentido, es ella misma la que se revela, es ella misma la que es revelada. Nuevamente la concomitancia entre pasión y acción.

En resumen, la fenomenología nos exige estar atentos al vínculo indisoluble entre modi intelligendi y modi essendi, entre los modos de comprender y los modos de ser. Los modos de comprender están fundamentalmente en función de los modos de ser. Todo cambio en el modo de comprender va acompañado por un cambio en el modo de ser. Los modos de ser on las condiciones ontológicas, existenciarias (no digo existenciales)1 del “Comprender”, del Verstehen, es decir, de la hermenéutica. La hermenéutica es la modalidad propia de la tarea del

1 De Heidegger existenzial (existenciario o existencial) y existenziell (existencial o existentivo) [N. de la T]

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fenomenólogo.

2. Pasemos al extraño léxico al que nos obliga a enfrentarnos Heidegger y que puso duramente a prueba a su primer traductor al francés. Pienso en palabras como Erschliessen, Erschlossenkeit; en todos los términos que designan los actos por los cuales se revelan las modalidades de la presencia-humana, en términos como Entdecken, descubrir, develar lo que está oculto, lo Verborgen. Pronto me di cuenta de que encontraba el equivalente de todas esas palabras en el árabe clásico de los grandes teósofos visionarios del Islam.

De todos modos, el puente no es difícil de encontrar. Mencionaba hace unos instantes el libro de Heidegger sobre Duns Scoto. Sabemos, como lo ha demostrado Étienne Gilson, que Avicena es el punto de partida del pensamiento de Duns Scoto. Y además, a partir del siglo xii, gracias a los historiadores de la escuela de Toledo, contamos con un léxico filosófico en común, en árabe y en latín. Denis de Rougemont recordaba con una sonrisa que había comprobado, cuando éramos jóvenes camaradas, que en los márgenes de mi ejemplar de Sein und Zeit había numerosas glosas en árabe. Por cierto, creo que me hubiera resultado mucho más difícil traducir el léxico de un Suhrawardi, de un Ibn Arabi o de un Mulla Sadra, por ejemplo, si no me hubiera entrenado previamente con los ejercicios, con las acrobacias que tuve que hacer para traducir la inaudita terminología alemana que encontramos en Heidegger. Pienso en términos árabes como zâhir, que significa lo exterior, lo aparente, lo exotérico, y como bâtin, que designa lo interior, lo oculto, lo esotérico. Toda una familia de palabras se organiza en torno a estos dos términos.

Tenemos zohûr, la manifestación, el acto de revelarse, de aparecer; izhâr, el acto de hacer aparecer, de manifestarse; mozhir, lo que hace manifestarse; mazhar, la forma de manifestación, la forma epifánica; mazharîya, la función epifánica de un mazhar. En persa, existen términos como hast-kardan, hacer ser; hast-konandeh, lo que hace ser, hast-kardeh, hast-gardideh, lo que es hecho ser. No voy a ponerme a confeccionar ahora un diccionario. Basta que con unos pocos términos sintamos la proximidad de todo el léxico de la fenomenología. ¿Necesito insistir en el mutuo servicio que se prestan el conocimiento del léxico teosófico del Islam y el conocimiento del léxico de la fenomenología? No cabe duda de esto, no obstante la diferencia en el nivel del objetivo, a lo que pasaré a referirme a continuación.

Existe, por cierto, algo que nosotros denominamos “niveles hermenéuticos”. El término se ha vuelto corriente hoy en día, en aquel entonces lo era mucho menos. Se trata de considerar en todos los casos los niveles hermenéuticos (los modi intelligendi) en función de los diferentes modos de ser (modus essendi) que constituyen sus soportes. Es importante diferenciar estos modos de ser a fin de evitar toda confusión precipitada entre los modos de comprender, malentendido contra el cual no dejé de poner en guardia a mis discípulos, tanto en París como en Teherán.

A este fin es importante que tanto de una parte como de la otra tengamos un concepto bien definido de la fenomenología y de la hermenéutica. Es evidente que nos preguntamos a menudo cómo traducir con fidelidad la idea de fenomenología tanto al árabe como al persa. Una solución, que en realidad no es tal, consiste en traducir simplemente la palabra en escritura

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árabe. No es el mejor camino, como lo he comprobado a menudo con mis discípulos o autores de monografías que se obstinan en buscar un equivalente a fuerza de diccionarios. Lo mejor sería empezar por preguntarnos si el léxico árabe y persa de la teosofía mística no nos ofrece un término que designe una tarea equivalente. Es un término de uso corriente en la teosofía mística (‘irfân), tan corriente que incluso le sirve de título a más de un libro. Es el término Kashf al-mahjûb, que significa textualmente: “revelación de lo que está oculto”. ¿No es esta exactamente la tarea del fenomenólogo, la tarea que al develar y poner de manifiesto el sentido oculto debajo del aparente, debajo del fenómeno, cumple a su manera con el programa de la Ciencia griega, sozein ta phainomena (salvar los fenómenos)? Kashf es el develamiento (Enthüllung, Entdecken) que lleva a que se manifieste la verdad oculta bajo lo aparente, el phainomenon (pensemos todo lo dicho por Heidegger a propósito del concepto de aletheia, verdad). Ese velo es lo que somos en tanto no hacemos acto de presencia, en tanto no estamos ahí (da-sein) en el nivel hermenéutico exigido. ¿No deberíamos entonces ir de camino juntos, incluso si debemos prever una diferencia en el nivel del objetivo, diferencia que se advierte en el hecho de que por ese develamiento nuestros teósofos entienden el develamiento de lo esotérico escondido bajo la apariencia exotérica? Por eso mismo su hermenéutica se conserva fiel a lo que es a la vez fuente y trampolín: “el fenómeno del Libro santo revelado” al que me refería al comienzo.

Esto es precisamente lo que nos sugiere el término ta’ wîl que corresponde en árabe a nuestro término hermenéutica. Etimológicamente la palabra ta’wîl quiere decir “volver a llevar una cosa a su fuente, a su arquetipo”. Es la técnica del “Comprender” en la cual se han destacado los teósofos chiitas, duodecimanos e ismaelitas en su hermenéutica esotérica del Corán. Consiste en “ocultar lo aparente y hacer manifiesto lo oculto”, y los alquimistas mismos no comprendían su obra de otro modo. En de esta vía existe una multitud de niveles hermenéuticos que corresponden a niveles del ser igualmente numerosos. Por eso el ta’wîl auténtico no se parece en nada a una inofensiva “alegoría”. Pero puede suceder que la ascensión de los niveles hermenéuticos nos dé la impresión de dejar atrás a nuestro compañero fenomenólogo de Occidente. Pero ya que estamos encaminados por la misma senda hermenéutica, ¿por qué no nos alcanza finalmente? Esta es la cuestión que definirá nuestras relaciones en el futuro, la cuestión que volvemos a encontrar a propósito de la significatio passiva. Bastaría, y sería importante, no habar olvidado lo que hemos aprendido con la grammatica speculativa para poder seguir la admirable exposición del gran teósofo Ibn Arabi acerca el sentido de los Nombres divinos. Simple ejemplo que me permite afirmar que si uno no está ya un poco iniciado en los secretos de la significatio passiva, se corre el riesgo de andar a ciegas y dejar escapar lo esencial. Permítaseme aquí remitir a mi libro sobre Ibn Arabi. En él se encuentra resumida la idea directriz de los libros que conforman mi obra de investigador en el terreno de las ciencias filosóficas y religiosas.

3. Le resultará fácil comprender, mi estimado Philippe Némo, por qué yo no podía ni quería convertirme en un “historiador” en el sentido común y corriente de la palabra, un erudito que hace el balance del pasado, pero que no se siente en absoluto responsable de él, ni tampoco del sentido que le va a dar, puesto que sin duda es él quien le da un sentido u otro a ese pasado y hace funcionar la “causalidad histórica” según ese sentido que ha decidido darle. Para un historiador, los acontecimientos pertenecen al pasado, ya que él no está allí cuando suceden. Y

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conviene que el historiador no esté allí, donde y cuando suceden los acontecimientos. Más aún, es preciso que no esté allí, que no haga nunca “acto de presencia” en ese pasado a fin de poder referirse a él con total “objetividad histórica”. Incluso si prodiga términos como “un pasado vivo” o “la presencia del pasado”, esta presencia no es más que la metáfora inocua de su coartada personal. Por el contrario, el fenomenólogo hermeneuta debe siempre estar ahí (da-sein) porque para él no existe nada pasado o superado. Es porque él mismo hace acto de presencia que se manifiesta lo que está oculto bajo el fenómeno aparente. Ese acto de presencia permite que se abra, que haga eclosión el porvenir que encierra el pasado supuestamente superado. Es verlo delante de uno mismo, lo cual es algo bien distinto de la metafórica e inofensiva presencia literaria de un “pasado vivo.” Porque es al mismo tiempo sentirse “responsable del pasado”, pues uno se hace cargo del porvenir. Esto implica un cierto modo de ser, sin duda, pero un modo de ser que condiciona ese nivel hermenéutico. (No se deben negar dialécticamente los modos de ser. Se los comprende o se los rechaza, pero no se los refuta.) Por este motivo nunca dejé de ser el fenomenólogo que empecé siendo en mi juventud. Sé que esto puede haber desconcertado a algunos de mis colegas orientalistas, más o menos bien informados acerca de las exigencias de la filosofía. Pero como las circunstancias me obligaron a convertirme en editor crítico de muchos volúmenes de textos árabes y persas, sentí también que un filósofo puede hacer coincidir los requerimientos de la erudición filológica y las exigencias de la comprensión filosófica. Los filósofos me entendieron mucho mejor pues captaron de inmediato mi propósito. Pero a este punto se hicieron sentir las consecuencias de la pobreza de nuestros programas oficiales. Es preciso comenzar por dar a conocer los nombres de filósofos lejanos, las diferentes formas de considerar los períodos, los catálogos de términos técnicos, y así sucesivamente, todas cosas que deberían ser de común conocimiento y que quizás lo sean un día, cuando los filósofos de Occidente y de Oriente retomen juntos el hilo de su tradición.

¿Es necesario que diga que el curso de mis investigaciones se originó en el incomparable análisis que le debemos a Heidegger acerca de las raíces ontológicas de la ciencia histórica y que puso en evidencia que existe una historicidad más originaria, más primitiva que la que denominamos Historia Universal, la Historia de los acontecimientos exteriores, la Weltgeschichte, es decir, la Historia en el sentido común y corriente de la palabra? Para designarla, acuñé el término historialidad, y creo que es un término que merece conservarse. Entre historialidad e historicidad existe la misma relación que entre existenciario y existencial. Fue una instancia decisiva. En efecto, esa historialidad se me apareció como motivando y legitimando el rechazo a dejarnos insertar en la historicidad de la Historia, en la trama de la causalidad histórica, y llamándonos a arrancarnos de la historicidad de la Historia. Porque si existe un “sentido de la Historia”, sin duda este no se encuentra en la historicidad de los acontecimientos históricos, sino en la historialidad, en esas raíces existenciales secretas, esotéricas, de la Historia y de lo histórico.

Si la instancia fue decisiva, se debió también a que en ese momento, basándome en la analítica heideggeriana, logré vislumbrar niveles hermenéuticos que no estaban previstos en su programa. Se trata de lo que luego designé con el término de hierohistoria, historia sacra, la que no apunta de ningún modo a los hechos exteriores de una “historia santa”, de una “historia de la salvación”, sino a algo más originario, a lo esotérico oculto bajo el fenómeno

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de la apariencia literal, la de los relatos de los Libros sagrados. Acabo de señalar la diferencia entre historialidad e historicidad. Es una diferencia que ya era perfectamente conocida, aunque expresada en otros términos, entre los gnósticos y los cabalistas de las religiones del Libro. Nuestros amigos los cabalistas hebreos, por ejemplo, se refieren a los misterios de la Torá primordial, de la Torá Sophia, que contiene los arquetipos de la Creación que el Santo, bendito sea, contempló durante milenios antes de crear los mundos. Pero no es la historia del primer hombre, la historia de Coré, la de la burra de Balaam, que bajo su apariencia literal ocupaba su meditación, no es con eso que creó los mundos. Lo que contempló fue la neshama, el centro espiritual más íntimo de la Torá y del hombre, de la Torá tal como existe en el nivel del mundo supremo, el mundo de Atsilut. Y es eso que la hermenéutica espiritual enseña a leer en la Biblia. De un modo semejante, para los gnósticos chiitas, duodecimanos e ismaelitas, lo que nosotros, los profanos, llamamos historicidad y sentido histórico, no es sino figura y metáfora (majâz) de la verdadera Realidad (haqîqat), de acontecimientos y de personas metafísicas anteriores a la creación de nuestro mundo. Y es eso lo que la hermenéutica espiritual, el ta’wîl, enseño a leer en el Corán. Si no contuviera justamente eso (y es lo que formuló de manera decisiva el v Imán de los chiitas, el Imán Muhammad al-Bâqir en el siglo viii), si no existiera sino la apariencia literal relacionada con las circunstancias de la revelación de los versículos coránicos, es decir, si no existiera sino lo histórico, haría tiempo que el Corán sería un libro muerto. Ese libro estará vivo hasta el día de la Resurrección, y estará vivo porque la hermenéutica espiritual devela una y otra vez sus sentidos ocultos. Lo mismo llama a la hermenéutica fenomenológica a retornar a sus orígenes teológicos.

Ahora bien, ¡he aquí el colmo de la ironía! Lo que los profanos, los exoteristas, consideran el sentido metafórico, es precisamente lo que los gnósticos consideran el sentido verdadero, pero porque ellos no degradan jamás el sentido espiritual al rango de una metáfora o de una alegoría. Y lo que el profano toma por el sentido verdadero, como el sentido histórico visible, no es para los gnósticos sino el sentido metafórico, la metáfora de la Verdadera Realidad. Entonces nuestra ciencia histórica y nuestros historiadores quedan reducidos a metáforas y al estado metafórico. ¡Y qué decir de los teólogos exégetas que en nuestros días no quieren conocer otro sentido que el llamado “histórico” y destruyen la hierohistoria al inscribirla a toda costa en la historicidad de la Historia, porque para ellos no existe otra “realidad”! Cuanto más les dejaremos pasar una tipología tan inofensiva como poco convincente. Es posible que no cuente con bastantes precursores como para hacer estas aproximaciones, pero me parecen indispensables porque nos ayudarán a discernir mejor si la analítica heideggeriana no quedó paralizada por interrupciones prematuras.

Porque la historialidad de la hierohistoria nos saca de la historicidad de la Historia, nos permite enfrentar con ironía el furor por lo histórico y por la historicidad que reina en nuestros días. Se habla de “claves históricas”, “diálogos históricos”, “leyes históricas”, “virajes históricos”, etcétera. La hierohistoria nos enseña que existen filiaciones más esenciales y más verdaderas que las filiaciones históricas, tan esenciales que las prerrogativas concedidas a estas últimas por los “ciegos a lo invisible” resultan irrisorias. No es gracias a un vínculo “histórico”

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que nos relacionamos con los otros mundos que le dan su “sentido” a este. La analítica heideggeriana posee, entre otros, el extremo interés de conducirnos a la comprensión de los motivos que hacen que la humanidad en nuestros días se aferre a lo “histórico” como lo único “real”. Tenemos la impresión de que existe una laicización de la idea de Encarnación, e incluso los teólogos se ven arrastrados por una sociología generalizada y omnipresente. La analítica del acto de presencia, del da-sein, en el cual eclosiona el porvenir del pasado porque ella “actúa” lo que en el pasado estaba por venir, debería tener la virtud de liberarnos del espejismo de esa pasión por la historicidad que es la pasión por hacer ya mismo ese “pasado” al que tendremos la gloria de pertenecer, y de liberarnos precisamente al disipar el espejismo de la idea de pasado transfigurándola.

Pensemos una vez más en la inaudita terminología que despliega Heidegger ante nuestros ojos cuando plantea esta cuestión: ¿Los actos de presencia-humana pasan al pasado puro y simple? ¿O bien permanecen en el presente, en el sentido de que son lo “sido ahí”2 (da-gewesen)? Pero si son, la presencia que hace “acto de presencia” está siempre por venir, un advenir que no deja de constituirse en presente (Gegenwärtigendes-Zukunftiges). Lo Sido-ahí no puede ahora ser-sido-ahí (Gewesenheit) sino naciendo sin cesar del advenir. No existe el presente sino porque el advenir no cesa de devenir “lo sido” (das Gewesene). El presente es eso: el advenir del haber-sido-por-venir, pero como el advenir es haber-sido mantiene en el presente todas sus virtualidades y posibilidades. Todo depende del “acto de presencia” (da-sein) por el cual el haber-sido es ahí (da-gewesen). Lo mismo vale para el proceso de la temporalización del tiempo. A este punto deberíamos hacer una comparación con las profundas intuiciones de los teósofos iraníes en relación con este proceso. Comienzan en el Irán preislámico, con todo lo vinculado al zurvanismo. En el Irán islámico, Semnânî en el siglo xiv distingue entre el zamân âfâqî, la temporalidad de los “horizontes”, el tiempo del macrocosmos o del universo físico, y el zamân anfosî, la temporalidad de las almas o el tiempo psicoespiritual. Qâzî Sa’îd Qommî, en el siglo xvii, distingue entre una temporalidad opaca y densa (zamân kathîf), una temporalidad ya sutil (latîf) y una temporalidad absolutamente sutil (altaf). He tratado esta cuestión en mis libros.

Lo que acabo de plantear me permite dar a entender cómo la obra del joven filósofo Suhrawardi que en el siglo xii se proponía con total conciencia en el Irán islamizado “resucitar la teosofía de la Luz de los Sabios de la antigua Persia,” no se me hubiera presentado con su aura fulgurante si yo no hubiera estado formado e informado por esa fenomenología. A los ojos del historiador en cuanto tal, el proyecto suhrawardiano puede parecer como una “ilusión”, un proyecto arbitrario sin fundamento histórico. Pero Suhrawardi no pensó ni actuó como “historiador”. No analiza los conceptos, no se detiene en las influencias, no se interesa en huellas históricas que se pueden explicar o discutir. Simplemente él está ahí: hace acto de presencia. Se hace cargo del pasado del antiguo Irán zoroastriano y lo pone también en el presente. Ya no es un pasado sin porvenir al haberse roto toda filiación material. A ese pasado le devuelve su porvenir, un porvenir que comienza por ser él mismo porque se siente responsable de ese pasado. Desafiando toda ruptura histórica, el vínculo espiritual es lo bastante fuerte como

2 Traducción de José Gaos. [N. de la T.]

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para constituir por sí mismo una filiación legítima. Desde entonces los Sabios de la antigua Persia, los Khosrovânîyûn, son en verdad los precursores de los Ishrâqîyûn (los platónicos) del Irán islámico. “No tuve un precursor en esto”, escribe Shaikh al-Ishrâq3. Tal la intrepidez de un joven pensador de treinta y cinco años cuyo acto de presencia (el da-sein) provoca y legitima la conversión del pasado en advenir, porque es el advenir de ese pasado lo que se constituye de nuevo como presente, en el presente de su “acto de presencia”. Eso es lo históricamente verdadero.

El joven Shaikh al-Ishrâq, Suhrawardi, es para mí desde hace tiempo el héroe ejemplar de la filosofía. Me esforcé por comprender toda la cultura espiritual de Irán siguiendo su ejemplo, para darle toda su dimensión todavía por venir. Quizás ayudé a más de un amigo iraní, conocido o desconocido, a encontrarse a sí mismo. Recibí más de una vez un testimonio al respecto, y esos testimonios siempre me han conmovido. Estoy persuadido de que todo el que quiera trasmitir a Occidente un mensaje como el de los espirituales iraníes debe realizar ese acto de presencia. Creo que no podría aportar un testimonio más directo a favor de esto que lo dicho anteriormente acerca de lo que he conservado de Heidegger a lo largo de toda mi carrera de estudioso. Lo cual debería bastar para disipar definitivamente el grave malentendido que ya he denunciado, al menos en la medida en que ese malentendido se produjo de buena fe.

4. La observación fue formulada después de mucho tiempo: de hecho la analítica, la implementación de la hermenéutica heideggeriana postula desde sus inicios una opción filosófica, una concepción del mundo, una Weltanschauung. Esta opción se anuncia en el horizonte en el cual se despliega la analítica del Da del Dasein. Pero no es en absoluto necesario adherir a esa Weltanschauung tácita para implementar a su vez todos los recursos de una analítica de ese Da-sein que yo traduje como “hacer acto de presencia”. Si una determinada Weltanschauung no coincide con la de Heidegger, eso se traducirá en el hecho de que se le dará al Da del Dasein otro situs, otra dimensión, que la que tiene en Sein und Zeit. Me referí hace poco a una llave que tenemos en la mano para abrir una cerradura. Esa llave es la hermenéutica. Somos nosotros los que debemos darle a esa llave la forma que se adapte a la cerradura que tenemos que abrir. Los ejemplos que he mencionado hace unos instantes nos muestran que adaptada de este modo, la clavis hermeneutica abre todas las cerraduras que impiden el acceso a lo velado, a lo oculto, a lo esotérico. Es con esa clavis hermeneutica que Swedenborg abre las cerraduras de los Arcana caelestia de la Biblia.

Esa llave es, si puede decirse así, la herramienta principal en el laboratorio mental del fenomenólogo. Pero servirse de esa clavis hermeneutica, ya que Heidegger nos enseña cómo podemos servirnos de ella y adaptarla, no exige en absoluto ni quiere decir en absoluto que adherimos a la concepción del mundo o la Weltanschauung de Heidegger. Cuando se ha insinuado que yo “confundí” a Heidegger con Suhrawardi, no se hacía referencia a esa clavis hermeneutica de la cual además nada se sabía, sino que se quiso dar a entender que yo había realizado algún tipo de sincretismo entre la Weltanschauung de Heidegger y la de los filósofos iraníes. La insinuación resulta tan fuera de lugar que pongo en duda su buena fe. Hice uso

3 Shaikh al-Ishraq es Suhrawardi, significa “Maestro de la Iluminación”. [N. de la T.]

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precisamente de la clavis hermeneutica y escribí páginas y páginas para mostrar las diferencias en su implementación. ¿Para qué? Los críticos ineptos no las leyeron y perseveraron en su ineptitud.

Como ejemplo de mi esfuerzo por hacer ver las diferencias y prevenir las confusiones, me referiré a la obra de uno de los más grandes filósofos iraníes, Mulla Sadra Shirazi (siglo xvii), gran hermeneuta del Ishrâq de Surhawardi. Me ocupé de Mulla Sadra en muchos de mis libros, publiqué y traduje enteramente un tratado suyo y dicté numerosos cursos acerca de sus obras, tanto en París como en Teherán. Mulla Sadra es el responsable de una verdadera revolución en el terreno de la metafísica, en la filosofía tradicional islámica. Fue el primero en cuestionar la venerable metafísica de la Esencia, para sustituirla por una metafísica que le da al acto de existir, a la existencia, prioridad y preeminencia sobre la Esencia. ¡Solo faltaba que escuchase en Teherán a estudiantes y estudiosos proclamar convencidos que Mulla Sadra había sido el verdadero fundador del existencialismo! Otros, impresionados por la cosmogonía y la grandiosa psicología de Mulla Sadra descubrieron en él con orgullo lo que habían asimilado más o menos bien del evolucionismo. Pero las reminiscencias joánicas que encontramos en Mulla Sadra y en tantos otros filósofos iraníes son completamente ajenas al evolucionismo: “Nada sube al cielo excepto lo que ha descendido de él”. La filosofía de la Imaginación activa como potencia puramente espiritual en Mulla Sadra nos permite quizás aproximarlo en cierta medida al Bergson de Matière et mémoire [Materia y memoria] y de L’énergie spirituelle [La energía espiritual]. Pero el horizonte escatológico de nuestros filósofos iraníes no es el horizonte bergsoniano.

He tenido que realizar grandes esfuerzos y volver una y otra vez a la carga para evitar confusiones que arruinan toda tentativa seria de una filosofía comparada. Y lo hice sirviéndome de la clavis hermeneutica, es decir, mostrando que a pesar de algunas concordancias, subsistía una diferencia fundamental pues nos enfrentábamos a modos de comprender (modi intelligendi) procedentes de modos de ser (modi essendi) completamente diferentes. Había que mostrar que las diferencias de nivel correspondían a niveles hermenéuticos cuyos grados no eran los mismos. También al traducir y publicar la obra de Mulla Sadra, Le livre des pénétrations métaphysiques [El libro de las penetraciones metafísicas]4, tuve la ocasión de ocuparme extensamente de las particularidades de la terminología del Ser en griego y en latín, en árabe y en persa, en francés y en alemán. Por cierto, los traductores de Toledo del siglo xii a los que acabo de referirme nos dan la base de un léxico filosófico árabe y latino en el cual figuran las palabras mâhîya (quidditas, essentia), wojûd (esse, existere), mawjûd (ens), y así sucesivamente. Casi no hay necesidad de remitirse a él para comprender que no hay en Mulla Sadra ni el más mínimo rastro de lo que se denominó en Francia “existencialismo”, quiero decir, nada de la filosofía de la existencia que tomó ese nombre. Tanto de una parte como de la otra los modos de ser que constituyen los soportes de la primacía conferida al “existir” son radicalmente diferentes. Esto sin prejuicio de la opinión expresada por Heidegger mismo acerca del “existencialismo”, palabra que los heideggerianos de la primera hora jamás hubieran pronunciado.

4 El título de este libro ha sido traducido también como El libro de los conocimientos ontológicos [N. de la T.]

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Señalemos ahora una diferencia fundamental de la cual resulta el pasaje, “mi pasaje”, de Heidegger a Suhrawardi, una diferencia con la cual querría concluir. Acabo de mencionar como el uso de la clavis hermeneutica que Heidegger pone en nuestras manos no implica en absoluto una adhesión a su Weltanschauung. La hermenéutica procede a partir del acto de presencia implicado en el Da del Dasein. Su tarea consiste en sacar a la luz el modo en que, al comprenderse ella misma, la presencia-humana se sitúa, circunscribe al Da, el situs de su presencia, y devela el horizonte que había permanecido oculto para ella hasta ese momento. La metafísica de los Ishrâqîyûn, en especial la de Mulla Sadra, culmina con una metafísica de la Presencia (hozûr). En Heidegger se ordena en torno a este situs toda la ambigüedad de la finitud humana caracterizada como un “Ser-para-la-muerte” (Sein zum Tode). En Mulla Sadra o en Ibn Arabi, la presencia tal como ellos la experimentan en este mundo, tal como se las devela “el fenómeno del mundo” vivido por ellos, no es una Presencia cuya finalidad es la muerte, un ser-para-la-muerte, sino un “ser-para-más-allá-de-la-muerte”, digamos, un Sein zum Jenseits des Todes. Nos damos cuenta enseguida de que la concepción del mundo, la opción filosófica preexistencial, lo que encontramos en Heidegger, lo que encontramos en los teósofos iraníes, es un elemento constitutivo del Da del Dasein, del acto de presencia en el mundo y sus variantes. Ahora debemos captar lo mejor posible esta noción de Presencia. ¿Para qué está presente la presencia-humana?

El punto de partida de nuestra indagación será, como corresponde, la gnoseología de los Ishrâqîyûn. Ellos distinguen por un lado un conocimiento formal (‘ilm suri) que es el conocimiento corriente y que se produce por la intermediación de una re-presentación, de una species, que se actualiza en el alma. Y existe también, por otro lado, un conocimiento que designan como conocimiento presencial (‘ilm hozûrî) el cual no pasa por la intermediación de una representación, de una species, sino que es presencia inmediata, la cual por el acto de presencia del alma suscita por sí misma la presencia de las cosas, que se hacen presentes para ella no como objetos, sino como presencias. Es el conocimiento que se designa también como conocimiento “oriental” (‘ilm ishrâqî) que es a la vez la aurora o levante en el Oriente del ser sobre el alma y la aurora o levante de la luz matutina del alma sobre las cosas que ella revela y se revela a sí misma como compresencias. Es muy importante conservar siempre el significado primero de la palabra Ishrâq, que es el del ascenso o levante del astro, del astro en su Oriente. Pero en un Oriente que no debemos buscar en los mapas, que es la Luz que se levanta, Luz anterior a toda revelación, a toda presencia, pues ella es la que las revela, ella es la que hace la Presencia.

La diferencia fundamental aparece si nos planteamos esta pregunta: ¿Qué presencias la presencia-humana hace presentes para ella misma, al hacer acto de presencia? Dicho en otras palabras: ¿De qué constelaciones de presencias se rodea el Da del Dasein al revelarse a sí mismo? ¿En qué mundos se está presente estando ahí? ¿Debería limitarme al fenómeno del mundo que analiza Sein und Zeit? ¿O bien presentir, aceptar y extender mi presencia a todos los mundos e intermundos tal como me los descubre y revela la Presencia “oriental” de los teósofos del Islam iraní? Al plantear esta pregunta no hago sino ilustrar la diferencia a la que

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me refería antes. Si Heidegger nos enseña a analizar el Da del Dasein, el acto de presencia, esto no implica en absoluto, claro está, que se le impongan a ese acto de presencia los límites del horizonte heideggeriano, ni que deba paralizarse prematuramente. Por ese motivo evoqué antes la instancia decisiva en la cual vislumbré niveles hermenéuticos no previstos por la analítica heideggeriana de la que disponía entonces. Me refiero a una dimensión del acto de presencia en la cual nos sentimos en compañía tanto de las jerarquías divinas del gran neoplatónico Proclo como las de la gnosis hebrea, de la gnosis valentiniana y de la gnosis islámica. Allí se deciden también el porvenir y la dimensión del porvenir. Si el acto de presencia es el porvenir que no cesa de constituirse en presente, si depende de ese acto de presencia que me constituya en el presente en mi continuo ad/venir, ¿en qué consiste ese porvenir? No podemos eludir aquí la elección, la opción filosófica latente en el enfoque hermenéutico, porque esa elección es decisiva: la hermenéutica no hace más que develarla.

Por una parte se deja oír la dramática fórmula de la analítica heideggeriana, ser libre para la muerte. Por otra parte tenemos la confiada invitación a una libertad para más allá de la muerte. Analicemos la palabra Entschlossenheit: la decisión-resuelta.5 La traducimos hoy en día por decisión sin retroceso. Es mucho mejor. Porque se trata de saber si y en qué medida esa resolución no es un movimiento de retroceso ante la muerte, una imposibilidad de ser libre para el más allá de la muerte, de hacerse presente en y para el más allá de la muerte. Mucho me temo que convertida en presa del agnosticismo generalizado, la humanidad de nuestros días desfallezca ante la libertad para el más allá de la muerte. Hemos acumulado con tanto ingenio todas las barreras defensivas posibles: psicoanálisis, sociologismo y materialismo dialéctico, lingüística, historicismo y demás, y hemos puesto todo en marcha para prohibirnos dirigir la mirada al más allá y encontrar el sentido en el más allá. Incluso una humanidad infinitamente evolucionada luego de cientos de miles de años, como la que imagina Franz Werfel en su conmovedora e inmensa novela La estrella de los no nacidos (Stern der Ungeborenen) no deja, a excepción de los iniciados de siempre, los “cronósofos”, de volver a caer de este lado pues es demasiado frágil y demasiado vieja para cargar el peso de su provenir más allá. Y este es finalmente el sentido metafísico de la palabra Occidente: la decadencia, el poniente, el sentido que Suhrawardi clasificó en su conmovedor y breve Relato del exilio occidental. Diré quizás algún día de qué modo ese Relato del exilio occidental representó esa instancia decisiva que me hizo rechazar la carga de las finitudes que pesan bajo el sombrío cielo de la libertad heideggeriana. Era preciso que advirtiera que bajo ese sombrío cielo, el Da del Dasein era un islote en peligro, precisamente el islote del “exilio occidental”.

La gente se tranquiliza repitiendo: “la muerte forma parte de la vida”. Lo cual no es cierto, a menos que entendamos la vida en un sentido biológico. Pero la vida biológica misma deriva de otra vida que es su fuente y que es independiente de ella, que es la Vida esencial. Si la decisión-resuelta se limita a ser “libre-para-la-muerte”, la muerte se presenta como una clausura, no como un exitus. No se sale nunca de este mundo. Ser libre para más allá de la muerte es presentirla y hacerla ad/venir como un exitus, una salida de este mundo hacia otros mundos. Pero son los vivos, no los muertos, los que salen de este mundo.

5 Se traduce también como “resolución” (Jorge Eduardo Rivera) [N. de la T.]

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Espero haber logrado hacer comprender, en este breve lapso, cómo el mismo filósofo puede ser a la vez el primer traductor al francés de Heidegger y el hermeneuta de la res religiosa iraní. Quiero decir, espero haber hecho comprender todo lo que les debo a las herramientas que me brindó la hermenéutica de Heidegger y cómo y por qué me serví de ellas para lograr otros niveles de comprensión. Creo que fue una experiencia muy diferente a la que representan los cruzamientos, más o menos logrados, entre la filosofía de Heidegger y la teología. Es preciso entender también cómo después de largos años de peregrinaje en Oriente, lejos de Europa, me resultó difícil reconciliarme con la persona y la filosofía de Heidegger.

P.N.: Precisamente, Henri Corbin, usted acaba de hablar del Heidegger que usted tradujo en 1938. Subrayó el contraste entre la hermenéutica heideggeriana del Dasein y la que le hicieron descubrir los filósofos y los místicos del Irán. La magnitud de ese contraste la define usted refiriéndose al sentido de las palabras “oriente” y “oriental” tal como las utilizan esos filósofos. Pero ¿habría que pensar que después de 1938 las siguientes obras de Heidegger testimonian una interrupción y una fijación de las posiciones tomadas hasta ese momento? ¿Debemos pensar que en la segunda parte de la obra de Heidegger, después del período de Sein und Zeit y de ¿Qué es la metafísica? no cambia nada en relación con esa clausura que usted advierte en la primera parte de su obra?

H.C.: ¡Cuidado! ¡No querría utilizar bajo ningún concepto la palabra “clausura” en relación con un filósofo que nos enseñó a abrir tantas cerraduras del Ser! La pregunta que usted me hizo apuntaba a mi caso personal: qué significaba la obra de Heidegger para un investigador conocido al mismo tiempo, o a partir de esa época, como un intérprete de la filosofía islámica iraní, que representaba una Terra incognita para Occidente. Intenté responder lo mejor posible a esa pregunta, que claramente se refería a la obra de Heidegger que estaba a nuestra disposición en 1938 y que ya tenía su peso. La pregunta que usted me plantea ahora se refiere al conjunto de la obra de Heidegger. Para responder a ella sería preciso realizar un estudio comparativo de ese conjunto y el conjunto de la filosofía islámica iraní. Podemos imaginar que será posible realizar esa tarea algún día, pero confieso que por el momento me supera. Todavía me queda tanto por hacer del lado de los filósofos iraníes, justamente para que esa otra tarea de investigación filosófica comparada sea posible algún día. Esa tarea les corresponderá a nuestros jóvenes colegas filósofos, por una parte a los que hayan tenido contacto con la producción posterior de Heidegger, contacto que yo inevitablemente perdí en el trascurso de mi prolongada estadía en Oriente, y por otra a los jóvenes filósofos, mis discípulos y otros, a quienes alenté a estudiar por su propia cuenta el árabe y el persa a fin de que estuvieran en condiciones de sacar a la filosofía y a la teosofía islámicas del gueto de lo que se ha dado en llamar “orientalismo”.

El desarrollo de la obra de Heidegger fue, como usted sabe, considerable. Nos han anunciado una edición integral que, textos y seminarios incluidos, contará con setenta volúmenes. Justo a la medida de los infolios de nuestros filósofos orientales. Existen pues maravillosas perspectivas de trabajo, de posibles, de “poder-ser” ilimitados para comprender. Es el momento de volver a decir: ¡Filósofos, a sus puestos! En todo caso creo útil aportar un testimonio en vistas a

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responder a una pregunta que escuché plantear a menudo, que constituye quizás un enigma. Esa pregunta se refiere a la suerte de la segunda parte de Sein und Zeit, segunda parte sin la cual la primera no es más que una bóveda cuya construcción ha quedado a mitad de camino, pero que terminada hubiera coronado el edificio ontológico de la historialidad. Vi con mis propios ojos el manuscrito de esa segunda parte sobre la mesa de trabajo de Heidegger, en julio de 1936, en Friburgo. Estaba guardado en una gruesa carpeta. Heidegger se divirtió poniéndomela en las manos, a fin de que la sopesara, y era bien pesada. ¿Qué se habrá hecho de ese manuscrito? Escuché respuestas contradictorias, personalmente yo no sabría dar ninguna.

Vuelvo a su pregunta. No puedo hablar de una “clausura” en el despliegue filosófico de Heidegger, el desarrollo de su obra no nos permite hablar de una interrupción, de una paralización. La cuestión no reside en ese punto. La cuestión reside en saber si todo a lo largo de ese desarrollo la analítica heideggeriana considerada bajo sus múltiples aspectos conserva subyacente los presupuestos tácitos de una Weltanschauung evidente desde un principio. Analizar el ser-para-la-muerte como la anticipación de la posibilidad del ser humano de formar un todo realizado, ¿implica una filosofía de la vida y de la muerte? Creo que para los filósofos “orientales” que acabo de mencionar la idea de una realización encarada de ese modo revela más bien la no realización de un ser condenado a volver a caer por detrás de sí mismo. Por este motivo preferí hablar de una hermenéutica de la existencia humana paralizada prematuramente en una realización que se mantendrá irrealizable si no recibe un impulso hacia adelante (vorlaufen) que es un impulso al más allá.

P.N.: Henry Corbin, desearía hacerle una última pregunta. Usted ha señalado el contraste entre el horizonte de la analítica de Heidegger y el horizonte “oriental”. Si es verdad que en Heidegger no hay lugar para la idea de Dios, porque Dios para él es asimilable a un concepto metafísico, el del Ente supremo, existe igualmente en Heidegger un lugar para la dimensión de lo sagrado, para una diferencia que él denomina diferencia ontológica entre el Ser y el ente, es decir, para la diferencia entre dos mundos, el mundo eterno que está arriba y el mundo provisorio que está abajo. ¿No podríamos encontrar aquí un medio para vincular el pensamiento de Heidegger a un pensamiento religioso?

H.C.: Tengo la impresión, mi estimado Philippe Némo, que la pregunta, tal como usted la plantea, haría de Heidegger un gran platónico. Lo conduciría a usted por una senda escabrosa, en la cual tendría que tener mucho cuidado con cada uno de sus pasos. No estoy seguro de poder seguirlo por ella. Recordemos en primer lugar que se podría decir que la dimensión “oriental” fue presentida por Heidegger, incluso si no se trata en absoluto del “Oriente” en el sentido en que lo entienden los Ishrâqîyûn, los “platónicos de Persia”. Usted debe haber escuchado al menos algún eco de las sorprendentes declaraciones de Heidegger acerca de los Upanishads, que nos permiten adivinar que en el fondo eran algo como lo que él estaba buscando. Dicho esto, debemos reconocer que la relación entre el Ser y el ente no equivale en absoluto a la relación entre el mundo de arriba y el mundo de abajo. No es suficiente oponer un mundo del Ser a un mundo del ente para acceder a lo sagrado. El mundo del ente no significa eo ipso el mundo

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caduco y provisorio, porque todos los universos de los Dioses y de los Ángeles son universos eternos del ente. En cambio, usted señala un punto esencial al recordar que para Heidegger el concepto de Dios es el concepto metafísico del Ente supremo (Ens Supremum, Summum Ens) y que esto representaba para él una dificultad, entre otras cosas, le hizo preguntarse qué relación podía tener ese Summun Ens con el non-ens, el nihil, la nada, puesto que decimos que el ens creatum es creado ex nihilo, de la nada, por el Ens increatum. Tocamos aquí una dificultad fundamental, tan radical que cuestiona el sentido del monoteísmo. Ha sido observada por los teósofos del Islam con una vigilancia superior, me parece, a ninguna otra, pues todo el horizonte del pensamiento y de la espiritualidad islámica está dominado por el tawhîd, la afirmación del Único. ¿Qué ocurre con ese Único?

Puede producirse una confusión catastrófica. Ha sido denunciada con lucidez por nuestros teósofos místicos iraníes, que señalan el error cometido por muchos sufíes y tras ellos por más de un orientalista. Es la confusión entre el Esse o el Ser (en árabe wojûd) y el ens o el ente (en árabe mawjûd). Aquí, por cierto, nosotros frecuentamos a Heidegger. En la teosofía islámica, Ibn Arabi (siglo xiii) planteó con energía la diferencia entre el tawhîd teológico (olûhî) y el tawhîd ontológico (wojûdî). El tawhîd teológico, exotérico, afirma en efecto la Unicidad de Dios como Ens supremum, como el Ente que domina a todos los otros entes. El tawhîd ontológico, esotérico, afirma la unicidad transcendental del Ser. El Ser o el esse en su esencia es uno y único. Los entes que el Ser actualiza en su acto de ser son, por esencia, múltiples. El Ser uno y único es la Divinidad una y única, incognoscible en lo más recóndito de su misterio, es el Absconditum que apenas puede rozar, desde lejos, la teología apofática o negativa. No se la puede conocer positivamente sino en sus teofanías: la Teofanía resulta pues esencial para que exista una teología afirmativa. Precisamente por este motivo si la Divinidad es una y única, los Dioses, es decir los Nombres divinos, las Figuras divinas, las Figuras teofánticas son múltiples. Ninguna puede cumplir la función de la Causa suprema. Confundir una de estas Figuras necesarias con la Divinidad una y única tiene por resultado la instauración de un ídolo único en lugar de los otros, y el monoteísmo muere en su victoria. Afirmar la unidad el Esse, ese Esse único que es la divinidad misma, es afirmar la esencia misma, pero esto no equivale jamás y en nada a afirmar la unidad del Ente. Sería monstruoso decir que no hay sino un solo ente. Constituiría un nihilismo metafísico que la realidad se encarga de desmentir. Si hacemos de Dios el Summum Ens, el Ens unicum, el ente Único, todos los demás entes se abismarían en la indiferenciación y la nada, todo el ordenamiento del Ser en la jerarquía de los entes desaparecería. Es quizás la ilusión que ha embriagado a muchos pseudomísticos y que ciertos intérpretes en Occidente han designado como “monismo existencial”, sin advertir que este término conlleva una contradictio in adjecto, pues lo existencial es esencialmente múltiple. En cuanto a la relación entre el Esse unicum y los entia (ese Unicum trascendente, de hecho el Esse que hacer ser a los entes) fue formulado mejor que nadie por nuestro gran Proclo: es la relación entre la Hénade de las Hénades y las jerarquías de los entes que monadiza haciéndolos ser. En efecto el ser-ente no existe sino como un ser cada vez (se trate de un Dios, de un Ángel, de un hombre, de una especie, de una constelación). Ens et unum convertuntur. Esta es la razón por la cual nuestros grandes teósofos especulativos (“especulativos” en el sentido de speculum, espejo) siempre han planteado que el Sujeto activo del tawhîd era el Uno mismo. Es el que unifica, el Uní-fico. Es él que hace de cada ente, de cada uno de nosotros, un ente, un único del cual él es respectivamente el Único. Es lo que el místico

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Al-Hallaj formulaba al decir: “La buena economía del Único es que el Único la hace única.”

Todo esto quizás nos lleva muy lejos del Ser y del ente en Heidegger. Lo cual no constituye sino una apariencia, ya que su pregunta nos ha conducido a evocar ese aspecto teosófico de la metafísica del Ser en la cual Ibn Arabi es nuestro gran maestro. Vea usted, acabo de decir que la Teofanía (tajallî ilâhî) es esencial, en Figuras múltiples que corresponden a cada uno de aquellos en quienes y para quienes se teofaniza. Pero el Dios personal teofánico no tiene que asumir las funciones de esa Causa suprema que es el Absconditum. De esta confusión, con su trasfondo político, el monoteísmo no se salva sino por la paradoja esotérica del Uno-múltiple. Existencialmente diríamos quizás que es el hombre el que se revela a sí mismo algo (alguien) como Dios. Teológicamente es Dios el que se revela al hombre. La teosofía mística especulativa supera el dilema volviendo inseparable la verdad simultánea de ambos términos. Al revelarse al hombre, el Dios personalizado de la teofanía personal revela el hombre a sí mismo y se revela él mismo a sí mismo. De una parte y de la otra el ojo que contempla es simultáneamente el ojo contemplado. Toda teofanía (desde el grado inferior de la visión mental) tiene lugar en la simultaneidad de estos dos aspectos. Quizás nos encontremos aquí ante un neoplatonismo superado, pero la superación es obra de Ibn Arabi más que de Heidegger. Nos queda, por cierto, un largo camino por recorrer en ese sentido. Pero la sensación que tengo ha sido expresada por uno de nuestros colegas, si no me equivoco por Pierre Trotignon: la hermenéutica heideggeriana nos deja la impresión de una teología sin teofanía.

P.N.: Es cierto, es necesario continuar con las investigaciones, porque existe de un lado y de otro esa temática de la Palabra, que en el fondo surgió en la época moderna a través de Heidegger y que bien podemos relacionar con la Tradición, sobre todo con la Tradición bíblica de la Palabra de Dios, y estamos ya en la tradición de lo sagrado. Que lo sagrado tome el nombre de Dios o que tome solo el de Ser, lo que en el fondo importa es más bien la diferencia ontológica por sí misma, la diferencia entre el Ser y el ente, así como para todas las religiones existe una diferencia entre un mundo de arriba y un mundo de abajo. Si consideramos entonces esta diferencia en sí misma y por sí misma, ¿no encontraremos una unidad de inspiración entre Heidegger y lo que queda del mundo de las Religiones?

H.C.: Comprendo bien su inquietud. Su pregunta nos lleva a interrogarnos acerca de la relación entre el Logos de la onto-logía heideggeriana y el Logos de la teo-logía, o mejor dicho: el Logos de todas las teologías de las religiones del Libro. Recordaba hace poco ese enunciado frecuente en nuestros teósofos místicos que no es sino una reminiscencia del Evangelio de Juan (3-13): “Nada sube al cielo excepto lo que ha descendido de él”. ¿El Logos de la analítica heideggeriana ha descendido del cielo, puede volver a subir a él? Querría simbolizar su interrogante con una intuición en común entre Heidegger y lo que queda del mundo de las religiones. Pero si bien podemos analizar sin demasiado esfuerzo los procesos de laicización que han desacralizado lo sagrado, no contamos con indicadores de una resacralización del laicismo. Es verdad que constatamos una promoción frecuente del laicismo otorgándole privilegios y prerrogativas de lo que antes fue lo sagrado. Lo cual no representa sino una

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caricatura demoníaca. La laicización metafísica no se adecua sino a la muerte de los Dioses, en absoluto a su resurrección. Es preciso entonces que concentremos todas nuestras energías en esta palabra, “resurrección”. Todos los sentidos que conlleva implican la ruptura de un sistema bien ordenado de las cosas: un desgarramiento, un salir de la tumba. La resurrección se nos anuncia a posteriori: por el misterio de la tumba vacía. En cambio la laicización de nuestros días, caricaturizando lo sagrado, se complace en una pseudocultura de la tumba habitada. Y creo que el heraldo de toda resurrección es por excelencia el Verbo, el Verbo de soberana sonoridad divina.

De un modo sumamente pertinente su pregunta nos lleva al tema de la Palabra, a la Tradición bíblica del Verbo divino. Existe por cierto en Heidegger la temática de la Palabra. Pero no olvidemos que en ese dominio nuestros amigos los cabalistas hebreos como así también los cabalistas de la cristiandad y del Islam han sido nuestros grandes guías y maestros y siguen siéndolo después de siglos. Han analizado de una manera admirable el fenómeno de la Palabra: cómo la Palabra se transforma en Libro, cómo la Palabra escriba resucita como Verbo viviente. En comparación la temática de la Palabra en Heidegger me parece envuelta en la ambigüedad: ¿es un crepúsculo, un crepúsculo que sería la laicización del Verbo? ¿O bien es una aurora, que anuncia la palingenesia, la resurrección del Verbo de la tradición bíblica? La respuesta depende de unos y de otros, y las opciones que se desprenden de estas respuestas me hacen pensar que si la filosofía de Hegel dio lugar al nacimiento de un hegelianismo de derecha y a un hegelianismo de izquierda, la pregunta que usted me hace es propia de quienes podrían llevar a la filosofía de Heidegger, volens nolens, a un heideggerianismo de derecha o a un heideggerianismo de izquierda.

Pero lo que me parece esencial por el momento, y que me parece confirmar la coherencia de nuestro diálogo, es que su pregunta nos conduce nuevamente a nuestro punto de partida. En efecto, empecé refiriéndome a la hermenéutica en Heidegger e hice mención a sus orígenes teológicos. Su pregunta acerca del Verbo, que se ubica en el centro de la hermenéutica, nos conduce nuevamente a esos orígenes. Cerramos así la totalidad del circuito hermenéutico, lo cual constituye una buena señal.

Creo que mi propia experiencia, tal como intenté reconstruirla, responde a la inquietud que trasluce su pregunta, en la medida en que la hermenéutica heideggeriana, tomada lejanamente de Schleiermacher, representó para mí el umbral que se abrió a una hermenéutica integral. Precisemos los detalles. No creo que los inofensivos cuatro sentidos de los que se servía la exégesis medieval corriente tengan la virtud de llevarnos hasta un nivel del ser imprevisto, en una aventura hermenéutica “sin retroceso” ni retorno. En cambio, existe una hermenéutica del Verbo propia de las religiones del Libro que siempre y esencialmente tuvo la virtud de producir una exaltación, una salida, un ek-stasis hacia otros mundos invisibles que dan su sentido verdadero al nuestro, a nuestro “fenómeno del mundo”. Pienso dentro del cristianismo en el gran gnóstico Valentín, en Joaquín del Fiore, en Sebastian Franck, en Jacobo Boehme, en Swedenborg, en F.C. Oetinger y en tantos otros. Todos ellos atestiguan junto con sus hermanos esoteristas del judaísmo y del Islam que el fenómeno del Libro Santo, lejos de paralizar el vuelo y la iniciativa del pensamiento, representa su más vivo estímulo. Pero así como se ha hablado de la necesidad de una “revolución permanente”, yo solo preconizaría la necesidad

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de una “hermenéutica permanente”. Entiendo por una “hermenéutica permanente” no una acomodación a los descubrimientos históricos y arqueológicos que apuntan por lo general a reducir el “concierto histórico” del Libro santo a las dimensiones banales de hechos diversos de los cuales se tiene a mano una explicación sociológica eliminando algunas palabras superfluas, de una sacralidad un tanto molesta. La hermenéutica permanente no altera ni una palabra de la Tradición, se conserva cada palabra, porque cada una conduce a un reencuentro fulgurante entre la Imagen y la Idea.

¿Nos hubiera seguido Heidegger en esta operación que convierte el Logos de su ontología en un Logos teológico? Cuando tuvo que confrontar filosofía y teología (un artículo suyo lleva este título), ¿en qué sentido se ha operado la conversión? Y en primer lugar, ¿quién sería el Theos? Intenté decirlo. Pero la incertidumbre que podemos experimentar ante su eventual respuesta es secundaria. Una “ortodoxia” heideggeriana estaría fuera de lugar, y nosotros debemos dedicarnos nuestra tarea tal como la vislumbramos. Quizás se encuentre entre sus papeles inéditos o en alguna entrevista algún indicio de respuesta. Pero quizás se haya llevado consigo para siempre su secreto.

Es por eso que prefiero ahora decir simplemente, como se dice en árabe, Rahmat Allah alay-hi: ¡Sea con él la Misericordia divina!

(Entrevista grabada para Radio France-Culture, el miércoles 2 de junio de 1976. Texto redactado en base a notas tomadas en la ocasión y corregido y aumentado por Henri Corbin.)

(Traducción a cargo de la Fundación Centro Psicoanalítico Argentino)

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